El triunfo de William se vino abajo con la profecía de Philip y, en lugar de sentirse satisfecho y jubiloso, se sintió aterrado ante la posibilidad de acabar en el infierno por lo que había hecho. Había demostrado bastante arrojo al contestar a Philip en tono de mofa: ¡Esto es el infierno, monje! Pero eso fue debido a la excitación del ataque. Una vez que todo hubo pasado, y que él y sus hombres abandonaron la ciudad en llamas; cuando sus caballos y los latidos de sus corazones frenaron la marcha, cuando tuvo tiempo para analizar con detalle la redada y pensar en cuántas personas había herido, abrasado y matado, sólo entonces se le vino a la mente el rostro airado de Philip y su dedo señalando a las entrañas de la tierra, así como sus palabras cargadas de terribles presagios: ¡Irás al infierno por esto!
Cuando se hizo la oscuridad, se sentía absolutamente abatido. Sus hombres de armas querían hablar de la operación, destacando los momentos cruciales y deleitándose con la carnicería; pero pronto se sintieron contagiados por el talante de William y se sumieron en lúgubre silencio. Aquella noche la pasaron en las tierras de uno de los más importantes arrendatarios de William. Durante la cena, los hombres, malhumorados, bebieron hasta casi perder el conocimiento. El arrendador, conociendo el ánimo de los hombres después de una batalla, había llevado a algunas prostitutas a Shiring, pero hicieron escaso negocio. William permaneció despierto durante toda la noche, aterrado ante la posibilidad de morir en pleno sueño e ir derecho al infierno.
A la mañana siguiente, en lugar de regresar a Earlcastle, se fue a ver al obispo Waleran. Cuando llegó, el prelado no estaba en su palacio, pero el deán Baldwin dijo a William que esperaban que llegara esa misma tarde. William aguardó en la capilla, mirando la cruz que había sobre el altar y estremecido de escalofríos pese al calor estival.
Cuando al fin llegó Waleran, William se sentía dispuesto incluso a besarle los pies.
El obispo entró presuroso en la capilla, envuelto en sus negros ropajes.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó con frialdad.
William se puso en pie intentando disimular su abyecto terror bajo una apariencia de seguridad en sí mismo.
—Acabo de prender fuego a la ciudad de Kingsbridge…
—Lo sé —le interrumpió Waleran—. Durante todo el día sólo he oído hablar de ello. ¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Acaso estás loco?
Aquella reacción cogió por sorpresa a William. No había hablado de antemano con Waleran acerca de la incursión porque estaba completamente seguro de que la aprobaría. Waleran odiaba cuanto se refería a Kingsbridge, en especial al prior Philip. William había esperado que se mostrara complacido, cuando no jubiloso.
—Acabo de aniquilar a vuestro mayor enemigo. Ahora necesito confesar mis pecados —dijo.
—No me sorprende —le contestó Waleran—. Se dice que hay más de un centenar de muertos abrasados. —Se estremeció—. Una forma horrible de morir.
—Estoy preparado para confesarme —manifestó William.
Waleran meneó la cabeza.
—No sé si puedo darte la absolución.
William lanzó un grito agónico.
—¿Por qué no?
—Ya sabes que el obispo Henry de Winchester y yo estamos otra vez del lado del rey Stephen. No creo que el rey apruebe que yo dé la absolución a un partidario de la reina Maud.
—¡Maldición, Waleran! Fuisteis vos quien me convenció para que cambiara de lado.
Waleran se encogió de hombros.
—Cambia de nuevo.
William comprendió que ese era precisamente el objetivo del obispo. Quería que William prestara su lealtad a Stephen. El horror de que Waleran había hecho alarde ante el incendio de Kingsbridge era simulado. Lo único que había pretendido era situarse en una posición de chalaneo. Aquello produjo a William un alivio inmenso, ya que significaba que Waleran no era de verdad contrario a darle la absolución. ¿Pero quería él volver a cambiar de bando? Por un momento, no dijo palabra mientras intentaba reflexionar con calma acerca de ello.
—Durante todo el verano, Stephen ha estado obteniendo victorias —siguió diciendo Waleran—. Maud está suplicando a su marido que vaya a Normandía a prestarle ayuda, pero él no quiere. La corriente fluye de nuestro lado.
Una perspectiva espantosa se ofrecía a los ojos de William. La Iglesia se negaba a absolverle de sus crímenes, el sheriff le acusaba de asesinato, un rey Stephen victorioso respaldaba al sheriff y a la Iglesia. Y él, William, sería juzgado y ahorcado…
—Haz como yo y sigue al obispo Henry… Él sabe bien por dónde sopla el viento —le apremiaba Waleran—. Si todo sale bien, Winchester se convertirá en archidiócesis y Henry será el arzobispo de Winchester…, en plano de igualdad con el arzobispo de Canterbury. Y cuando Henry muera… ¡quién sabe!… yo podría ser su sucesor. Y después…, bueno, ya hay cardenales ingleses, acaso un día llegue a haber un Papa inglés…
William se quedó mirando como hipnotizado a Waleran, pese a sus propios temores, ante la ambición que sin el menor rebozo mostraba el rostro habitualmente pétreo del obispo. ¿Waleran Papa? Todo era posible. Pero lo más importante eran las consecuencias inmediatas de las aspiraciones de Waleran. William comprendió que él era un peón en el juego de Waleran, quien había aumentado su prestigio cerca del obispo Henry por su habilidad para hacer cambiar a William y a los caballeros de Shiring a un lado o a otro durante la guerra civil. Ese era el precio que William había de pagar para que la Iglesia hiciera la vista gorda ante sus crímenes.
—¿Queréis decir…? —la voz le salía ronca, carraspeó y lo intentó de nuevo—. ¿Queréis decir que oiréis mi confesión si juro lealtad a Stephen y me paso de nuevo a su lado?
Se desvaneció el centelleo de la mirada de Waleran y su rostro se mostró de nuevo hermético.
—Eso es exactamente lo que quiero decir —rubricó.
William no tenía elección; pero, de cualquier manera, no veía motivo alguno para rechazar aquella componenda. Se había puesto de parte de Maud cuando parecía que saldría victoriosa y estaba dispuesto a hacerlo de nuevo ahora que Stephen llevaba las de ganar. Como quiera que fuese, se habría sometido a cualquier cosa para liberarse de su pánico al infierno.
—Entonces de acuerdo —dijo sin pensarlo más—. Sólo que escuchadme en confesión. Deprisa.
—Muy bien —repuso Waleran—. Recemos.
A medida que se confesaba con apresuramiento, William iba sintiéndose descargado del peso de la culpabilidad y, poco a poco, empezó a experimentar complacencia por su triunfo. Al salir de la capilla, sus hombres pudieron comprobar que se le había levantado el ánimo y al punto lanzaron vítores. William les dijo que volvían una vez más a luchar al lado del rey Stephen, de acuerdo con la voluntad de Dios expresada por boca del obispo Waleran. Los hombres lo tomaron como excusa para celebrarlo. Waleran hizo que les llevaran vino.
—Ahora Stephen habrá de confirmarme en mi Condado —dijo William mientras esperaban para comer.
—Debería hacerlo —asintió Waleran—. Aunque eso no significa que vaya a ser así.
—¡Pero si me he puesto de su lado!
—Richard de Kingsbridge nunca le abandonó.
William se permitió una sonrisa ladina.
—Creo que he dado al traste con esa amenaza de Richard.
—¡Ah! ¿Cómo?
—Richard jamás ha tenido tierras. La única manera de poder mantener su compañía de caballeros era gracias al dinero de su hermana.
—No es ortodoxo; pero, hasta el momento, ha dado resultado.
—Sí, lo que ocurre es que su hermana se ha quedado sin dinero. Incendié ayer su almacén. Ahora está en la miseria. Y por tanto también Richard.
Waleran hizo un gesto de asentimiento.
—En tal caso, sólo es cuestión de tiempo que quede sumido en el olvido. Y entonces yo diría que el Condado es tuyo.
La comida ya estaba lista. Los hombres de armas de William se sentaron en la parte baja de la mesa. William lo hizo en la cabecera junto con Waleran y sus arcedianos. Una vez tranquilizado, William sintió envidia de sus hombres compadreando con las lavanderas. Los arcedianos eran una compañía muy aburrida.
El deán Baldwin ofreció a William una fuente de guisantes.
—¿Cómo evitaríais que alguien más hiciera lo que el prior Philip ha intentado hacer y pusiera en marcha su propia feria del vellón, Lord William? —le preguntó.
William quedó sorprendido ante aquella pregunta.
—¡Nadie se atrevería!
—Acaso otro monje no lo hiciera; pero sí es posible que lo hiciese un conde.
—Necesitaría una licencia.
—Podría obtenerla si ha luchado junto a Stephen.
—En este Condado no.
—Baldwin tiene razón, William —intervino el obispo Waleran—. Todo alrededor de las fronteras de tu Condado, hay ciudades que pueden celebrar una feria del vellón: Wilton, Devizes, Wells, Marlborough, Wallingford…
—Incendié Kingsbridge. Puedo repetirlo en cualquier otro lugar —afirmó William irritado.
Tomó un trago de vino. Le enfurecía que menospreciaran su victoria. Waleran cogió un bollo de pan tierno y lo partió. No llegó a comerlo.
—Kingsbridge es un blanco fácil —alegó—. La ciudad no tiene murallas y tampoco castillo, ni siquiera una iglesia grande en la que la gente pueda refugiarse. Está gobernada por un monje que no tiene caballeros ni hombres de armas. Kingsbridge se halla indefensa. La mayoría de las ciudades no lo están.
—Y una vez que la guerra civil haya terminado —remachó el deán Baldwin—, no podréis incendiar ni siquiera una ciudad como Kingsbridge y quedar impune. Eso es quebrantar la paz del rey. Y ningún rey lo pasaría por alto en tiempos normales.
William comprendió el alegato, lo que contribuyó a aumentar su ira.
—Entonces, acaso toda la acción haya sido inútil.
Dejó el cuchillo sobre la mesa. La tensión le hacía sentir contracciones en el estómago y ya le era imposible comer.
—Claro que si Aliena está arruinada, ello ofrece una especie de vacante —opinó Waleran.
William no alcanzaba a entenderle.
—¿Qué queréis decir?
—Este año ella ha comprado la mayor parte de la lana de este Condado. ¿Qué pasará el año que viene?
—No lo sé.
Waleran prosiguió hablando en el mismo tono reflexivo.
—Aparte del prior Philip, todos los productores de lana en millas a la redonda son arrendatarios del conde o del obispo. En todos los aspectos, tú eres el conde, salvo por el título, y yo soy el obispo. Si obligáramos a todos los arrendatarios a que nos vendieran a nosotros su vellón, controlaríamos las dos terceras partes de todo el comercio de la lana que existe en el Condado. Y podríamos venderla en la Feria del Vellón de Shiring. No habría negocio suficiente para justificar otra feria, aún en el caso de que alguien obtuviera una licencia.
William se dio cuenta al punto de la brillantez de aquella idea.
—Y nosotros habríamos hecho tanto dinero como hizo Aliena —apuntó.
—Así es. —Waleran tomó un delicado bocado de la carne que tenía ante sí y la masticó en actitud meditativa—. De manera que has incendiado Kingsbridge, has arruinado a tu peor enemigo y has abierto una nueva fuente de ingresos para ti. En un solo día has realizado una fructífera tarea.
William tomó un largo trago de vino y sintió que le reconfortaba sobremanera el estómago. Miró hacia el otro extremo de la mesa y la mirada se le iluminó a la vista de una muchacha de pelo oscuro y curvas bien redondeadas que sonreía coqueta a dos de sus hombres.
Tal vez pudiera gozarla esa noche. Sabía lo que pasaría. Cuando la acorralara en un rincón, la derribara al suelo y le levantara la falda, recordaría la cara de Aliena y su expresión de terror y desesperación al ver en llamas toda su lana. Y sólo entonces él sería capaz de hacerlo. Sonrió ante aquella perspectiva y tomó otra tajada de pierna de venado.
El incendio de Kingsbridge había conmovido al prior Philip hasta lo más profundo del corazón. Lo inesperado de la acción de William, la brutalidad del ataque, las espantosas escenas que tuvieron lugar al cundir el pánico entre la muchedumbre, la aterradora matanza y su propia y absoluta impotencia. Todo ello combinado le había dejado en un terrible estado de aturdimiento.
Lo peor de todo fue la muerte de Tom Builder. Un hombre en el apogeo de sus dotes y un maestro en todos los aspectos de su oficio, del que se había esperado que dirigiera la construcción de la catedral hasta que estuviera terminada. Era también el amigo con quien Philip mantenía más estrecha vinculación fuera del claustro. Siempre habían hablado al menos una vez al día, esforzándose juntos por encontrar soluciones a la interminable variedad de problemas con los que se enfrentaban en su vasto proyecto. Tom tenía una combinación poco frecuente de discernimiento y humildad, por lo que era un auténtico gozo trabajar con él. Parecía imposible que se hubiese ido.
Philip tenía la impresión de que ya no comprendía nada, que carecía de capacidad y que no era apto ni para tener a su cargo una vaquería. Mucho menos una ciudad del tamaño de Kingsbridge.
Siempre había creído que si actuaba siempre con honradez, lo mejor que podía y confiaba en Dios, a fin de cuentas todo acabaría bien. El incendio de Kingsbridge parecía haberle demostrado su error. Había perdido toda motivación y permanecía sentado en su casa del priorato durante todo el día, contemplando cómo iba consumiéndose la vela en el pequeño altar, barajando ideas incoherentes y desoladas y sin hacer nada.
El joven Jack fue quien se ocupó de cuanto había que hacer. Cuidó de que los muertos fueran llevados a la cripta, acomodó a los heridos en el dormitorio de los monjes y organizó comida de emergencia para los supervivientes en la pradera, del otro lado del río. El tiempo era cálido y todo el mundo durmió al aire libre. Al día siguiente de la matanza, Jack organizó a los aturdidos ciudadanos y les hizo despejar el recinto del priorato de cenizas y escombros, mientras que Cuthbert Whitehead y Milius Bursar ordenaban suministros de alimentos de las granjas cercanas. Al segundo día, enterraron a sus muertos en las ciento noventa y tres tumbas recientemente cavadas en el lado norte del recinto del priorato.
Philip se limitaba a confirmar las órdenes que Jack le sometía. Jack hizo observar que la mayoría de los ciudadanos que habían sobrevivido al incendio habían perdido pocas cosas de valor; en la mayoría de los casos, tan sólo alguna que otra covachuela y unos pocos enseres sin importancia. Las cosechas todavía seguían en los campos, el ganado se encontraba en los pastos y los ahorros de las gentes permanecían en sus escondrijos. Por lo general en sus casas, debajo del hogar al que no había alcanzado el fuego que arrasó la ciudad. Los grandes perjudicados fueron los mercaderes que habían visto arder toda su mercancía. Algunos, como Aliena, habían quedado en la ruina; otros tenían parte de su riqueza en plata, escondida, y podrían comenzar de nuevo. Jack propuso que empezaran a reconstruir de inmediato la ciudad.
A sugerencia de Jack, Philip concedió un permiso extraordinario para que se cortaran libremente árboles en los bosques del priorato a fin de construir las casas; pero tan sólo durante una semana. En consecuencia, Kingsbridge quedó desierta durante siete días mientras las familias elegían y talaban los árboles que iban a utilizar para sus nuevas casas. Durante esa semana, Jack pidió a Philip que dibujara un plano para la nueva ciudad. Aquella idea despertó la imaginación de Philip sacándole de su marasmo.
Trabajó sin respiro en su plan durante cuatro días. En derredor de todos los muros del priorato, habría casas grandes para los artesanos y comerciantes acaudalados. Recordó el modelo en parrilla de las calles de Winchester, y proyectó la nueva Kingsbridge sobre la misma base práctica. Calles rectas, lo bastante anchas para permitir el paso de dos carretas, y que irían a desembocar al río, con calles transversales más estrechas. Estableció el terreno de edificación básico con un ancho de veinticuatro pies que constituía una fachada amplia para una casa urbana. Cada uno de los terrenos edificables tendría una profundidad de ciento veinte pies, lo que permitiría construir un patio trasero con un excusado y un establo, cobertizo para vacas o pocilga. El puente había quedado destruido por el fuego, y habría, pues, que construir uno nuevo en posición más adecuada, al final de la nueva calle mayor, la cual atravesaría la ciudad, yendo derecha desde el puente colina arriba, dejando atrás la catedral y hasta la parte más alejada, como en Lincoln. Otra calle ancha iría desde la puerta del priorato hasta un muelle nuevo en la orilla del río, siguiendo su curso desde el puente y contorneando el recodo. De esa manera, los cargamentos de suministros podrían llegar al priorato sin tener que pasar por la bulliciosa calle mayor, donde se concentraría todo el movimiento comercial. Habría un distrito de casas pequeñas, completamente nuevo, alrededor del segundo muelle. Los pobres quedarían instalados río abajo del priorato a fin de evitar que desaseadas costumbres emporcaran el suministro de agua pura al monasterio.
La planificación de aquella reconstrucción había sacado a Philip de su marasmo; pero, cada vez que levantaba la vista de sus dibujos, se sentía embargado por la ira y el dolor ante toda aquella pérdida de vidas humanas. Se preguntaba si William Hamleigh no sería, de hecho, la propia encarnación del demonio. Había producido más daños de lo que era humanamente posible. Philip descubrió la misma alternancia de esperanza y aflicción en los rostros de las gentes cuando volvían del bosque con sus cargamentos de madera. Jack, junto con los demás monjes, habían establecido sobre el suelo el plano de la nueva ciudad, con estacas y cuerdas y mientras la gente iba eligiendo sus parcelas se escuchaba de cuando en cuando decir tristemente a alguien: «¡Pero de qué servirá! Tal vez vuelvan a pegarle fuego el año que viene». Si hubiera existido alguna esperanza de justicia, alguna posibilidad de que los malvados fueran castigados, acaso la gente no se hubiera sentido tan desconsolada; pero aún cuando Philip había escrito a Stephen, a Maud, al obispo Henry, al arzobispo de Canterbury y al Papa, sabía que, en tiempos de guerra, existían escasas posibilidades de que un hombre tan poderoso e importante como William fuera llevado ante los tribunales.
Las parcelas para la construcción de edificaciones más grandes en el proyecto de Philip estaban muy solicitadas, pese a ser sus precios más altos, de manera que este modificó el plan ampliando su número. Casi nadie quería construir en el barrio más pobre; pese a lo cual Philip decidió conservar el trazado para una posible utilización en el futuro. Diez días después del incendio, empezaron a alzarse casas de madera nuevas, la mayoría de las cuales quedaron terminadas una semana después. Una vez que la gente hubo construido sus casas, comenzó de nuevo el trabajo en la catedral. Se pagó a los constructores y estos quisieron gastar su dinero, así que volvieron a abrirse las tiendas y los pequeños proveedores llevaron sus huevos y cebollas a la ciudad. Las fregonas y las lavanderas empezaron a trabajar de nuevo para los comerciantes y artesanos, de manera que, día a día, la vida cotidiana fue recuperando la normalidad en Kingsbridge.
Pero tan elevado había sido el número de muertos que parecía una ciudad de fantasmas. Cada familia había perdido al menos uno de sus miembros. Un hijo, una madre, un marido o una hermana. La gente no llevaba brazaletes negros pero sus rostros manifestaban el dolor al igual que los árboles desnudos dan constancia del invierno. Uno de quienes acusó el golpe con mayor fuerza fue Jonathan, que ya tenía seis años. Deambulaba por el recinto del priorato como alma en pena y Philip comprendió que echaba en falta a Tom quien, al parecer, había pasado más tiempo con el chiquillo de lo que todos creían. Una vez que Philip se dio cuenta de ello, tuvo buen cuidado de dedicar una hora diaria a Jonathan contándole historias, practicando juegos de cuentas y escuchando su voluble cháchara.
Philip escribió a los abates de todos los principales monasterios de benedictinos de Inglaterra y Francia preguntándoles si podrían recomendarle un maestro constructor que sustituyera a Tom. En circunstancias normales, un abad en la situación de Philip hubiera acudido a su obispo para tratar del tema, ya que los obispos hacían grandes y frecuentes viajes y sin duda tendrían conocimiento de buenos constructores. Pero el obispo Waleran no ayudaría a Philip. El hecho de que ellos dos estuvieran permanentemente enfrentados hacía que la tarea del prior fuera más solitaria de lo debido.
Mientras Philip esperaba la respuesta de los abates, los artesanos empezaron a considerar de manera instintiva a Alfred como el jefe. Alfred era hijo de Tom, maestro albañil y hacía ya algún tiempo que estaba trabajando en el enclave con su propio equipo medio autónomo. Por desgracia, no tenía el cerebro de Tom; pero sabía leer y escribir y era autoritario. Además iba ocupando de forma gradual el hueco que había dejado su padre.
Daba la impresión de que la construcción planteaba muchos más problemas e interrogantes que en la época de Tom, y Alfred parecía formular siempre una pregunta cuando no se encontraba a Jack por parte alguna. Sin duda era algo natural, en Kingsbridge todo el mundo sabía que los hermanastros se aborrecían mutuamente. Sin embargo la cuestión era que Philip se encontraba una vez más incomodado por interminables problemas de detalle. Pero, a medida que transcurrían las semanas, Alfred adquiría confianza hasta que un día habló con Philip.
—¿No preferiríais que la catedral fuese abovedada? —le preguntó.
El boceto de Tom se basaba en un techo de madera sobre la parte central de la iglesia y techos de piedra abovedados en las naves laterales más estrechas.
—Sí que me gustaría —respondió Philip—. Pero nos decidimos por el techo de madera para ahorrar dinero.
Alfred asintió.
—Lo malo es que un techo de madera puede arder mientras que la piedra es a prueba de fuego.
Philip se quedó mirándolo, al tiempo que se preguntaba si no lo habría juzgado mal. Philip no esperaba que Alfred propusiera variar el diseño de su padre. Era algo que parecía más bien propio de Jack. Pero la idea de una iglesia a prueba de incendios era algo muy atractiva, sobre todo después de haber ardido toda la ciudad.
—El único edificio que ha quedado indemne tras el incendio ha sido la nueva iglesia parroquial —alegó Alfred, siguiendo aquella misma línea de pensamiento.
Y la nueva iglesia parroquial, construida por Alfred, tenía una bóveda de piedra, se dijo Philip. Pero entonces se le ocurrió que podía haber una pega.
—¿Serían capaces los muros actuales de soportar el peso extra de un techo de piedra?
—Habríamos de reforzar los contrafuertes. Sobresaldrían algo más, eso es todo.
Philip vio que había pensado en todo.
—¿Y qué me dices del coste?
—Naturalmente a la larga será más alto. Y se tardarán tres o cuatro años más en que sea terminada. Sin embargo, no influirá sobre vuestro presupuesto anual.
A Philip le gustaba cada vez más la idea.
—¿Pero acaso habremos de esperar otro año antes de poder celebrar los oficios sagrados en el presbiterio?
—No. Con el techo de piedra o de madera, no podemos empezar a trabajar en él hasta la primavera próxima, porque el trifolio ha de endurecerse antes de que pongamos peso alguno sobre él. El techo de madera puede quedar terminado algunos meses antes que el de piedra. Sin embargo, en cualquier caso, el presbiterio quedaría cubierto al final del año próximo.
Philip reflexionó, sopesando la cuestión. Había de considerar la ventaja de un techo a prueba de fuego frente a la desventaja de prolongar la construcción otros cuatro años con los consiguientes gastos de ese periodo extra. Estos parecían por el momento algo lejanos en el futuro en tanto que la garantía de seguridad era inmediata.
—Creo que discutiré el asunto con los hermanos durante el capítulo —dijo—. Pero a mí me parece una buena idea.
Alfred se retiró después de darle las gracias. Y una vez que hubo salido, Philip se quedó mirando hacia la puerta preguntándose si necesitaría de veras buscar un nuevo maestro constructor.
Kingsbridge dio una valerosa muestra el día uno de agosto, festividad de San Pedro Encadenado. Por la mañana, en todos los hogares de la ciudad se hizo una hogaza. Acababa de realizarse la recolección y la harina era abundante y barata. Quienes no tenían horno propio la llevaban al de algún vecino, o a los grandes hornos propiedad del priorato, y también a los dos tahoneros de la ciudad, Peggy Baxter y Jack-at-the-Noven. Hacia el mediodía, en todo el ambiente flotaba el olor a pan recién horneado, lo que hacía sentirse hambriento a todo el mundo. Las hogazas quedaron expuestas sobre mesas instaladas en la pradera al otro lado del río, y todo el mundo desfiló ante ellas admirándolas. No había dos iguales. Muchas tenían dentro frutas o especias. Había pan de ciruelas, pan de uva, pan de jengibre, pan de azúcar, pan de cebolla, pan de ajo y muchos más. Otras habían sido coloreadas de verde con perejil, de amarillo con yema de huevo, de rojo con sándalo o de púrpura con heliotropo. Había un sinfín de formas extrañas. Triángulos, conos, bolas, estrellas, óvalos, pirámides, flautas, rollos e incluso figuras en ocho. Otras eran aún más pretenciosas. Había hogazas con forma de conejos, de osos, monos y dragones. Se veían casas y castillos de pan. Pero todo el mundo se mostró unánime al reconocer que la hogaza hecha por Ellen y Martha era la de mayor magnificencia. Representaba la catedral con el aspecto que tendría una vez terminada, y se había guiado por el boceto de su difunto marido Tom.
El dolor de Ellen había sido algo terrible de ver. Noche tras noche deambulaba como un alma atormentada y nadie había sido capaz de consolarla. Incluso en aquellos momentos, dos meses después, se la veía macilenta y ojerosa. Pero ella y Martha parecían capaces de ayudarse mutuamente y hacer la catedral de pan les había proporcionado cierta especie de consuelo.
Aliena pasó largo tiempo contemplando la construcción de Ellen.
Deseaba poder hacer algo que también a ella la consolara. No sentía entusiasmo por nada en absoluto. Al comenzar las pruebas, fue recorriendo una mesa tras otra con indiferencia, sin comer. Ni siquiera quiso construirse una casa hasta que el prior Philip la obligó a que se despabilara, y Alfred le llevó madera destacando a algunos de sus hombres para que le ayudaran. Seguía comiendo en el monasterio, siempre y cuando se acordara siquiera de comer. Se había quedado sin energías. Si se le ocurría hacer algo para sí misma, un banco de cocina con la madera sobrante o terminar las paredes de su casa rellenando las grietas con barro del río, o incluso preparar un armadijo para capturar aves y así poder alimentarse, se le venía a la mente cuán duramente había trabajado para establecer su negocio como mercader de lana y con cuánta rapidez había sido destruido, lo que le hacía perder todo entusiasmo. De manera que seguía en aquel estado día tras día levantándose tarde, yendo al monasterio a comer cuando se sentía hambrienta, pasando el día viendo fluir el río y quedándose dormida sobre la paja del suelo de su nueva casa en cuanto oscurecía.
A pesar de su lasitud, sabía que el festival de aquel primero de agosto era tan sólo una simulación. La ciudad había sido reconstruida y la gente seguía atendiendo a sus obligaciones como antes; pero la matanza proyectaba una larga sombra y Aliena podía percibir detrás de la apariencia de bienestar una profunda corriente subterránea de temor. La mayoría de la gente sabía simular mejor que ella la impresión de que todo iba bien; aunque en realidad todos sentían, como ella, que aquello no podía durar y que cualquier cosa que construyeran en aquellos momentos volvería a ser destruida.
Mientras permanecía allí en pie, contemplando con mirada vacua los montones de hogazas, llegó su hermano Richard. Había venido atravesando el puente desde la ciudad desierta llevando de la brida a su caballo. Estuvo fuera luchando junto a Stephen ya desde antes de la matanza y se mostraba asombrado ante lo que estaba viendo.
—¿Qué diablos ha pasado aquí? —preguntó a su hermana—. No he podido encontrar nuestra casa… ¡Toda la ciudad ha cambiado!
—El día de la feria del vellón vino William Hamleigh con una tropa de hombres armados y prendió fuego a la ciudad —le dijo Aliena.
Richard palideció por el sobresalto y la cicatriz de su oreja derecha se le puso lívida.
—¡William! —dijo con voz entrecortada—. ¡Ese demonio!
—Pero tenemos una nueva casa —siguió diciendo Aliena con tono monótono—. Los hombres de Alfred la construyeron para mí. Es mucho más pequeña y está allá abajo, junto al nuevo embarcadero.
—¿Qué te ha pasado a ti? —preguntó Richard mirándola—: Estás prácticamente calva y no tienes cejas.
—Se me prendió el pelo…
—No habrá…
Aliena negó con la cabeza.
—Esta vez no.
Una de las zagalas llevó a Richard pan de sal para que lo probara. Cogió un poco pero no se lo comió; parecía confundido.
—De todas maneras, me alegro de que estés bien —le dijo Aliena.
Richard asintió.
—Stephen marcha sobre Oxford, donde se ha refugiado Maud. Es posible que pronto termine la guerra. Pero necesito una espada nueva. He venido a buscar algo de dinero. —Comió un poco de pan; su rostro había recuperado el color—. Por Dios que esto sabe bien. Luego podrás prepararme algo de carne.
De súbito Aliena tuvo miedo de él. Sabía que iba a ponerse furioso con ella, se sentía sin fuerzas para enfrentarse a su hermano.
—No tengo carne —le dijo.
—Bueno, entonces ve a buscarla a la carnicería.
—No te enfades, Richard —le suplicó Aliena y empezó a temblar.
—No estoy enfadado —le rebatió él irritado—. ¿Se puede saber qué te pasa?
—Toda mi lana ardió con el incendio —dijo Aliena, y se quedó mirándolo atemorizada, esperando que explotase.
Richard frunció el entrecejo, tragó y luego arrojó la corteza de su pan.
—¿Toda?
—Toda.
—Pero todavía debes de tener algo de dinero.
—Nada.
—¿Por qué no? Siempre tuviste un gran cofre rebosante de peniques oculto debajo del suelo de…
—En mayo no. Lo gasté todo en lana… hasta el último penique. E incluso pedí prestadas cuarenta libras al pobre Malachi, que ahora no puedo pagarle. Desde luego no puedo comprarte una espada nueva. Ni siquiera puedo comprar un pedazo de carne para tu cena. Estamos sin un penique.
—Entonces ¿cómo podré seguir adelante? —gritó furioso.
Su caballo aguzó las orejas y se agitó inquieto.
—¡No lo sé! —dijo Aliena llorosa—. Y no grites, que asustas al caballo.
Luego, rompió a llorar.
—William Hamleigh es el causante de todo esto —dijo Richard apretando los dientes—. Un día de estos le voy a hacer desangrarse como un gordo cerdo. Lo juro por todos los santos.
Alfred se acercó a ellos con la poblada barba llena de migas y un trozo de pan de ciruelas en la mano.
—Prueba este —dijo a Richard.
—No tengo hambre —contestó el caballero con aspereza.
—¿Qué pasa? —preguntó Alfred mirando a Aliena.
Fue Richard quien contestó.
—Acaba de decirme que no tenemos un penique.
Alfred asintió con la cabeza.
—Todo el mundo ha perdido algo, pero Aliena lo ha perdido todo.
—Te darás cuenta de lo que eso significa para mí —dijo Richard dirigiéndose a Alfred aunque mirando acusador a Aliena—. Estoy acabado. Si no puedo reponer armas, pagar a mis hombres y comprar caballos, me será imposible luchar a favor del rey Stephen. Estará acabada mi carrera de caballero y jamás seré conde de Shiring.
—Aliena puede casarse con un hombre adinerado —alegó Alfred.
Richard rio desdeñoso.
—Los ha rechazado a todos.
—Tal vez alguno de ellos vuelva a requerirla.
—Sí. —La cara de Richard se contrajo con una sonrisa cruel—. Podremos enviar cartas a todos los pretendientes que ha rechazado diciéndoles que ha perdido todo su dinero y que ahora estaría dispuesta a considerar…
—Ya basta —cortó Alfred poniendo una mano sobre el brazo de Richard, el cual calló, y Alfred se volvió hacia Aliena—. ¿Recuerdas lo que te dije hace un año, durante la primera comida de la comunidad?
A Aliena le dio un vuelco el corazón. Apenas podía creer que Alfred insistiera de nuevo sobre aquello. No le quedaban fuerzas para discutir acerca del tema.
—Lo recuerdo —dijo—. Y espero que tú también recuerdes mi respuesta.
—Yo sigo queriéndote —declaró Alfred.
Richard pareció sobresaltado.
—Y todavía deseo casarme contigo. ¿Quieres ser mi mujer, Aliena?
—¡No! —le contestó.
Le habría gustado añadir algo más para que su negativa resultara definitiva e irreversible, pero estaba demasiado cansada. Su mirada fue de Alfred a Richard y de nuevo a su hermano y de repente le fue imposible aguantar por más tiempo. Dio media vuelta y se alejó de ellos a toda prisa atravesando la pradera y cruzando el puente en dirección a la ciudad.
Estaba profundamente enojada y resentida con Alfred por haber repetido su proposición de matrimonio delante de Richard. Hubiera preferido que su hermano la ignorara. Habían pasado tres meses desde el incendio… ¿Por qué Alfred no había hablado de ello hasta ahora? Era como si hubiera estado esperando a Richard y hubiera hecho su movimiento tan pronto como este hubo llegado.
Caminó por las nuevas calles que se hallaban desiertas. Todo el mundo se encontraba en el priorato probando los panes. La casa de Aliena estaba en el nuevo barrio humilde, abajo junto al embarcadero. Los alquileres eran módicos pero aún así no tenía siquiera idea de cómo podría pagar el suyo. Richard la alcanzó montado a caballo y, al llegar junto a ella, descabalgó y empezó a andar a su lado.
—Toda la ciudad huele a madera fresca —comentó en tono indiferente—. ¡Y todo parece tan limpio!
Aliena ya se había acostumbrado al nuevo aspecto de la ciudad, pero él la veía por primera vez. Era una limpieza artificial. El fuego había barrido la madera húmeda y pútrida de las viejas construcciones; los tejados bardados, con la densa mugre que habían acumulado durante años los fuegos para guisar; los malolientes y rancios establos y los apestosos y viejos muladares. Ahora flotaba un olor a cosas nuevas. Madera nueva, barda nueva, juncos nuevos cubriendo los suelos, incluso lechada nueva en las moradas de los más adinerados.
El fuego parecía haber enriquecido la tierra, hasta el punto de que crecían flores silvestres en los lugares más extraños. Alguien había hecho observar el reducido número de personas que caían enfermas desde el incendio, lo cual parecía confirmar una teoría sustentada por muchos filósofos de que las enfermedades se propagaban a través de los vapores malolientes.
Sus pensamientos eran erráticos. Richard le había hablado.
—¿Que decías? —le preguntó.
—He dicho que no sabía que Alfred te hubiera propuesto matrimonio el año pasado.
—Tenías cosas más importantes en la cabeza. Fue más o menos por la época en que cogieron prisionero a Robert de Gloucester.
—Alfred ha sido muy amable construyéndote una casa.
—Sí, lo fue. Y aquí está.
Aliena observó a su hermano mientras él miraba la casa. Se le veía abatido. Aliena lo sintió por él. Procedía del castillo de un conde e incluso la gran casa que tenían en la ciudad antes del incendio se le había derrumbado. En adelante habría de acostumbrarse al estilo de morada que ocupaban los trabajadores y las viudas.
Aliena le cogió la brida del caballo.
—Dame. Hay sitio para el caballo en la parte trasera.
Hizo atravesar al animal por la habitación única que tenía la casa, y lo sacó por la puerta de atrás. Unas toscas vallas bajas separaban los patios. Aliena ató el caballo a un poste de la valla y empezó a quitarle la pesada silla de madera. Semillas de hierba y cizaña procedentes de cualquier parte habían fertilizado la tierra abrasada. La mayoría de la gente había excavado un excusado, plantado hortalizas y construido una pocilga o un gallinero en aquellos patios; pero el de Aliena aparecía yermo.
Richard recorría la casa pero no había mucho que mirar y al cabo de un momento siguió a Aliena al patio.
—La casa tiene poca cosa… no hay muebles, ni ollas, ni cuencos…
—No tengo dinero —se limitó a decir Aliena en actitud apática.
—Ni siquiera has hecho nada en el jardín —observó Richard mirando en derredor con desagrado.
—Tampoco tengo fuerzas —contestó ella ya enfadada y, dándole la silla, entró en la casa.
Se sentó en el suelo con la espalda apoyada contra la pared. Allí hacía fresco. Podía oír a Richard ocupándose de su caballo en el patio. Al cabo de unos momentos de permanecer allí sentada y quieta, vio que una rata asomaba el hocico entre la paja. En el incendio debieron de morir miles de ratas y ratones; pero empezaban a aparecer de nuevo. Miró en derredor en busca de algo con que matarla; pero no había nada a mano. Como quiera que fuese, el animal había vuelto a desaparecer.
¿Qué voy a hacer? Se dijo. No puedo vivir así durante el resto de mi vida. Pero sólo la idea de tener que empezar una nueva empresa ya le hacía sentirse agotada. Hubo un tiempo en que logró salvarse y también salvar a su hermano de la penuria; pero aquel esfuerzo había dado al traste con todas sus reservas de energía y le era imposible volver a hacerlo. Habría de encontrar alguna forma de vida pasiva, dirigida por otra persona y poder así vivir sin tomar decisiones o iniciativas. Pensó en Mrs. Kate, de Winchester, la que la había besado en los labios y acariciado el seno y le había dicho: Mi querida joven, jamás te faltará el dinero o cualquier otra cosa. Si trabajas para mí, las dos seremos ricas. No, se dijo, eso no. Jamás.
Richard entró llevando la silla.
—Si no puedes cuidar de ti misma, más vale que encuentres a alguien que se ocupe de ti —dijo.
—Siempre te he tenido a ti.
—¡Yo no puedo ocuparme de tu vida! —protestó Richard.
—¿Por qué no? —por un instante se sintió poseída por la ira—. ¡Yo me he cuidado de la tuya durante seis largos años!
—Yo he estado combatiendo en una guerra… Todo cuanto tú has hecho ha sido vender lana.
Y apuñalar a un proscrito, se dijo Aliena. Y arrojar al suelo a un sacerdote deshonesto, y alimentarte, vestirte y protegerte cuanto tú no podías hacer otra cosa que morderte los nudillos y sentirte aterrado. Pero, al apagarse ese chispazo de ira, se limitó a decir:
—Estaba bromeando, claro.
Richard gruñó al no estar seguro de si debería ofenderse por aquella observación. Luego, se limitó a menear la cabeza irritado.
—De cualquier manera no debiste rechazar a Alfred con tanta rapidez.
—Cierra la boca, por todos los santos —replicó Aliena.
—¿Qué tiene de malo?
—Alfred nada tiene de malo. ¿Es que no lo entiendes? Algo anda mal en mí.
Richard dejó la silla y la apuntó con un dedo.
—Eso es verdad y yo sé lo que es. Eres una completa egoísta. Sólo piensas en ti.
Era algo tan monstruosamente injusto que Aliena fue incapaz siquiera de enfadarse. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Cómo puedes decir eso? —protestó desolada.
—Porque todo marcharía bien sólo con que tú te casaras con Alfred. Pero sigues negándote.
—El que yo me casara con Alfred no te ayudaría en nada.
—Claro que sí.
—Ya me dirás cómo.
—Alfred me dijo que si fuera su cuñado me ayudaría a luchar. Habría que recortar algo, ya que no puede permitirse mantener a todos mis hombres de armas, pero me prometió darme lo suficiente para un caballo de guerra, armas nuevas y mi propio escudero.
—¿Cuándo? —preguntó Aliena asombrada—. ¿Cuándo te dijo eso?
—Hace poco. En el priorato.
Aliena se sintió humillada y Richard tuvo la donosura de parecer algo avergonzado. Los dos hombres habían estado negociando sobre ella como un par de tratantes de caballos. Aliena se puso en pie y, sin decir palabra, salió de la casa.
Se dirigió de nuevo al priorato y entró en el recinto desde la parte sur, saltando el foso junto al viejo molino de agua. El molino estaba parado al ser aquel día festivo. No habría tomado aquella dirección de haber estado funcionando, porque el golpeteo de los martillos mientras enfurtían los tejidos le causaba siempre dolor de cabeza. Tal y como esperaba, el recinto del priorato se hallaba desierto. Era la hora en que los monjes estudiaban o descansaban, y todos los demás se encontraban aquel día en la pradera. Se dirigió hacia el cementerio, en la parte norte del enclave de la construcción. Las tumbas, cuidadosamente atendidas, con sus aseadas cruces de madera y los ramos de flores frescas le revelaron la verdad. La ciudad aún no había superado aquella matanza. Se detuvo junto a la tumba en piedra de Tom, adornada con un sencillo ángel en mármol esculpido por Jack. Hace siete años, se dijo, mi padre acordó un matrimonio muy razonable para mí. William no era viejo ni tampoco feo o pobre. Cualquier otra joven en mi lugar lo hubiera aceptado con un suspiro de satisfacción. Pero yo lo rechacé y con ello di lugar a todos los desastres que siguieron. El ataque a nuestro castillo, mi padre encarcelado, mi hermano y yo en la miseria… Incluso el incendio de Kingsbridge y la muerte de Tom son consecuencia de mi obstinación.
En cierto modo, la muerte de Tom parecía el peor de todos aquellos desastres, tal vez porque tanta gente le había querido o, acaso, por ser el segundo padre que Jack perdía.
Y ahora estoy rechazando otra proposición muy razonable, se dijo siguiendo el curso de sus pensamientos. ¿Qué derecho tengo a sentirme tan especial? Mis melindres ya han provocado bastantes dificultades. Debería aceptar a Alfred y sentirme agradecida de no tener que trabajar para Mrs. Kate.
Se alejó de la tumba y se dirigió hacia el enclave de la construcción. Se detuvo donde habría de estar la crujía y miró hacia el presbiterio. Estaba acabado. Le faltaba sólo el techo. Los albañiles se preparaban para la siguiente fase, la de los cruceros. De hecho ya se había fijado el plan sobre el suelo, a cada uno de los lados, con estacas y cordel, y los hombres habían empezado a cavar para los cimientos. Frente a ella, los altísimos muros proyectaban largas sombras con el sol de última hora de la tarde. El día era cálido, pero en la catedral hacía frío. Aliena contempló durante largo tiempo las hileras de arcos, grandes a nivel del suelo, pequeños encima y medianos en la parte superior. El ritmo regular de la arcada, pilar, arco, pilar, producía una especie de satisfacción profunda. Justo frente a ella, en el muro este, había una bella ventana redonda. El sol, al salir, brillaría a través de la tracería durante los oficios matinales.
Si Alfred estuviera de veras dispuesto a financiar a Richard, Aliena podría tener todavía la oportunidad de cumplir con el juramento que hizo a su padre de cuidar de Richard hasta que este recuperara el Condado. En el fondo de su corazón, sabía que habría de casarse con Alfred. Lo que pasaba era que no podía afrontarlo.
Caminó por la nave lateral de la parte sur, deslizando la mano sobre el muro, sintiendo la superficie rugosa de la piedra, hundiendo las uñas en las estrías superficiales labradas por el formón dentado de los canteros. Allí, en las naves laterales, debajo de las ventanas, el muro estaba decorado con arcos ciegos, semejante a una hilera de arcos rellenos. Estos no tenían objetivo alguno, y sólo estaban destinados a hacer más acusada la sensación de armonía que Aliena siempre experimentaba cuando miraba el edificio. En la catedral de Tom, todo parecía hecho ex profeso para satisfacer sus exigencias.
Acaso su vida fuera algo semejante, todo previsto de antemano como en un inmenso boceto, y ella se comportara como un constructor demencial, empeñada en introducir una cascada en el presbiterio.
En la esquina sureste del templo, una puerta baja conducía hasta una angosta escalera de caracol. Siguiendo un impulso, Aliena la atravesó y empezó a subir. Al desaparecer de su vista la puerta y no ver tampoco ante sí el final de la escalera, comenzó a experimentar una sensación extraña, ya que daba la impresión de que aquel pasaje seguiría ascendiendo sin fin. Y entonces vio luz diurna. Había una ventana pequeña, casi una hendidura en el muro de la pequeña torre, destinada sin duda a iluminar la escalera. Desembocó al fin en la amplia galería que había sobre la nave lateral. No tenía ventanas al exterior pero, por la parte interior, daba a la iglesia todavía descubierta. Se sentó en la base de una de las columnas de la arcada interior, y descansó contra el fuste. La frialdad de la piedra fue como una caricia en su mejilla. Se preguntó si ese pilar lo habría esculpido Jack. Se le ocurrió pensar que si caía desde allí podía morir. Pero en realidad no estaba muy alto. Era posible que sólo se rompiera las piernas y quedara allí inmóvil, presa de terribles dolores hasta que llegaran los monjes y la encontraran.
Decidió subir hasta el trifolio. Volvió a la escalera de la pequeña torre y continuó el ascenso. El tramo siguiente era más corto, pero aún así resultaba aterrador por lo que, al llegar al final, el corazón le latía de forma desacompasada. Entró en el pasaje del trifolio, un túnel angosto en el muro. Se deslizó a lo largo de él hasta llegar al alféizar interior de una ventana del trifolio. Se aferró a la columnilla que dividía la ventana. Al mirar hacia abajo y ver el desplome de setenta y cinco pies empezó a temblar.
Oyó pisadas en la escalera de la pequeña torre. Se dio cuenta de que jadeaba como si hubiera estado corriendo. No había nadie a la vista. ¿Se habría deslizado alguien detrás de ella con intención de sorprenderla? Las pisadas avanzaban por el pasaje del triforio. Aliena dejó de apoyarse en la columnilla y permaneció temblando en el borde. En el umbral apareció una silueta. Era Jack. Su corazón latía con tal fuerza que incluso podía oírlo.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó cauteloso.
—Estaba…, estaba viendo cómo marchaba tu catedral.
Jack apuntó al capitel que había sobre la cabeza de ella.
—Yo hice eso.
Aliena levantó la vista. En la piedra aparecía esculpida la figura de un hombre sobre cuya espalda descansaba el peso del arco. Tenía el cuerpo como contorsionado por el dolor. Aliena se quedó mirándolo. Jamás había visto nada parecido.
—Así es como me siento —dijo sin darse cuenta.
Cuando volvió a mirarle, Jack estaba junto a ella, sujetándola por el brazo suavemente aunque con firmeza.
—Lo sé —respondió.
Aliena miró la caída. La idea de precipitarse desde aquella altura le hizo sentirse enferma de miedo. Se dejó conducir a través del pasadizo del triforio. Bajaron las escaleras del torreón y llegaron a tierra firme. Aliena se notaba desfallecida.
—Me encontraba leyendo en el claustro, y al levantar los ojos, te vi en el triforio —dijo Jack volviéndose hacia ella y hablando en tono natural.
Aliena contempló aquel rostro juvenil, con expresión tan honda de preocupación y ternura. Y recordó el motivo que la indujo a apartarse de todo el mundo y a buscar allí la soledad. Ansiaba besarle, y vio el mismo anhelo en la mirada de él. Todas las fibras de su ser la impulsaban hacia sus brazos. Pero ella sabía lo que tenía que hacer.
—Creo que voy a casarme con Alfred —dijo en lugar de gritarle: Te amo como un torbellino, como un león, como una furia irreprimible.
Jack la miró. Estaba anonadado. Su expresión era triste, con una tristeza remota y discerniente que no respondía a sus años. A Aliena le pareció que iba a romper a llorar. Pero no lo hizo. Leyó furia en sus ojos. Abrió la boca para decir algo, cambió de idea, vaciló y finalmente habló.
—Más te hubiera valido saltar del triforio —murmuró con un tono de voz tan glacial como el viento del norte.
Dio media vuelta y entró de nuevo en el monasterio.
Lo he perdido para siempre, se dijo Aliena. Y sintió como si el corazón se le fuera a romper.
En la festividad del primero de agosto, se vio a Jack salir furtivamente del monasterio. No era, en sí, una falta grave, pero ya antes le habían pescado varias veces y el hecho de que en aquella ocasión lo hubiera hecho para hablar con una mujer soltera empeoraba todo el asunto. Al día siguiente, se examinó su trasgresión durante el capítulo y se le ordenó que se mantuviera estrictamente recluido. Eso significaba que, en ningún momento, había de abandonar los edificios monásticos, el claustro y la cripta y que cada vez que fuera de uno a otro edificio había de hacerlo acompañado.
Jack apenas se daba cuenta. Se sentía tan desolado por el anuncio de Aliena, que ninguna otra cosa era capaz de conmoverle. Si se le hubiera condenado a ser azotado, en lugar de tan sólo a verse confinado, pensaba que hubiera sentido la misma pasividad. Desde luego no había ni que hablar de que siguiera trabajando en la catedral, pero gran parte del placer se había esfumado desde que Alfred se hizo cargo. Por aquel tiempo, pasaba las tardes libres leyendo. Había avanzado muchísimo en latín y ya era capaz de leer todo aunque despacio. Y, como se daba por descontado que leía para perfeccionar su dominio del latín y no por ningún otro motivo, se le permitía utilizar cualquier libro que llamara su atención. Si bien la biblioteca era reducida, había varias obras de filosofía y matemáticas, y Jack se había lanzado con entusiasmo sobre ellas.
Encontró decepcionante mucho de lo que leía. Había páginas de genealogías, relatos repetidos hasta la saciedad de milagros realizados por muertos hacía ya un tiempo inmemorial, e interminables especulaciones teológicas. El primer libro que de verdad le atrajo narraba toda la historia del mundo desde la Creación hasta la fundación del priorato de Kingsbridge. Cuando lo terminó tuvo la impresión de que sabía todo cuanto había ocurrido. Al cabo de un tiempo comprendió que la pretensión del libro de narrar todos los acontecimientos no era plausible, ya que, en definitiva, ocurrían cosas en todas partes y durante todo el tiempo, no sólo en Kingsbridge y en Inglaterra, sino también en Normandía, Anjou, París, Roma, Etiopía y Jerusalén, de manera que el autor debía de haber dejado mucho fuera. Pese a todo, el libro despertó en Jack un sentimiento que jamás tuvo antes, el de que el pasado era como una historia en la que una cosa conducía a otra y de que el mundo no era un misterio ilimitado sino algo finito que podía llegar a abarcarse.
Aún más intrigante le resultaban los enigmas. Un filósofo preguntaba cómo un hombre débil era capaz de mover una piedra pesada con una palanca. Era algo que a Jack jamás hasta entonces le había parecido extraño. Pero, ahora ya, ese interrogante le atormentaba. En una ocasión había pasado varias semanas en la cantera y recordaba que cuando no podían mover una piedra con una palanca de hierro de un pie de largo, la solución consistía, por lo general, en utilizar otra de dos pies. ¿Por qué un mismo hombre no era capaz de mover una piedra con una palanca corta y sin embargo podía hacerlo con otra larga? Los constructores de catedrales utilizaban una inmensa rueda giratoria para subir maderas y piedras grandes hasta el tejado. El peso sujeto al extremo de la cuerda era demasiado pesado para que un hombre lo levantara manualmente; pero el mismo hombre podía hacer girar la rueda que enrollaba la cuerda y de esa manera el peso subiría. ¿Cómo era posible?
Esas elucubraciones tenían ocupada su mente por un tiempo; pero el pensamiento volvía una y otra vez a Aliena. Solía permanecer en pie en el claustro con un gran libro sobre un facistol y recordar aquella mañana en el viejo molino, en que la besó. Tenía presente cada instante de aquel beso, desde el primer roce suave de labios hasta la excitante sensación de la lengua de ella en su boca. Su cuerpo se ceñía al de la mujer, de los muslos a los hombros, hasta el punto de poder sentir las curvas de sus senos y sus caderas. La remembranza era tan intensa que le parecía experimentarlo todo de nuevo.
¿Qué había hecho cambiar a Aliena? Por su parte seguía creyendo que el beso había sido real y falsa su ulterior frialdad. En lo más íntimo de su ser sabía que la conocía. Era cariñosa, sensual, romántica, imaginativa y apasionada. También era irreflexiva y dominante, y había aprendido a mostrarse dura. Pero no era fría, cruel o insensible.
No era propio de ella casarse con un hombre sin amarle, tan sólo por su dinero. Sería desgraciada, lo lamentaría y enfermaría de desesperación. Él lo sabía y Aliena, en el fondo de su corazón, también debía saberlo.
Cierto día, cuando se encontraba en la sala escribanía, un sirviente del priorato, que barría el suelo, se detuvo un momento para descansar.
—Menuda fiesta va a haber en vuestra familia —dijo apoyándose en su escoba.
Jack, que se encontraba estudiando un mapa del mundo dibujado sobre una gran hoja de vitela, levantó la vista. Quien hablaba era un viejo avellanado, ya demasiado débil para trabajos pesados. Probablemente habría confundido a Jack con algún otro.
—¿Y por qué motivo, Joseph?
—¿No lo sabéis? Vuestro hermano se casa.
—Yo no tengo hermanos —repuso Jack de manera automática.
Pero sintió helársele el corazón.
—Vuestro hermanastro entonces —rectificó Joseph.
—No, no lo sabía. —Jack tenía que hacer la pregunta, apretó los dientes—. ¿Con quién se casa?
—Con esa Aliena.
De manera que estaba decidida a llevarlo a cabo. Jack había estado alentando la secreta esperanza de que Aliena cambiara de idea. Volvió la cara para que Joseph no pudiera ver la desesperación reflejada en ella.
—Bien, bien —murmuró, esforzándose por hablar con tono natural.
—Sí…, esa que solía ser tan levantada a las estrellas hasta que lo perdió todo en el incendio.
—¿Dijiste…? ¿Has dicho cuándo?
—Mañana. Se casarán en la nueva iglesia parroquial que ha construido Alfred.
¡Mañana!
Aliena iba a casarse con Alfred al día siguiente. Hasta entonces, Jack nunca había llegado a creer que ello pudiera ocurrir de veras. Ahora la realidad estallaba ante él como un trueno. Y el día siguiente sería el fin en la vida de Jack. Bajó la mirada al mapa que tenía ante sí sobre el facistol. ¿Qué importaba que el centro del mundo estuviera en Jerusalén o en Wallingford? ¿Sería más feliz si supiera cómo actuaban las palancas?
Había dicho a Aliena que más le valdría saltar desde el trifolio que casarse con Alfred. Lo que debería haber dicho era que él, Jack, podía ya lanzarse desde el triforio. El priorato le fastidiaba. Consideraba que ser monje era un estilo estúpido de vida. Si no podía trabajar en la catedral y Aliena se casaba con otro, la vida no le ofrecía aliciente alguno.
Lo que todavía empeoraba más las cosas, era el saber a ciencia cierta cuán desgraciada sería viviendo con Alfred. Y no era sólo porque él le aborreciera. Había algunas jóvenes que se sentirían más o menos satisfechas de estar casadas con su hermanastro. Edith, por ejemplo, la que lanzaba risitas cuando Jack le dijo lo mucho que le gustaba esculpir la piedra. Edith no hubiera esperado demasiado de Alfred y se hubiera sentido contenta de halagarle y obedecerle siempre que conservara su prosperidad y quisiera a sus hijos. Pero Aliena aborrecería cada instante que pasara con él. Odiaría la tosquedad física de aquel hombre, lo despreciaría por sus modales bravucones, le repugnaría su mezquindad y encontraría insoportable su lenta comprensión. El matrimonio con Alfred sería un infierno para ella.
¿Cómo era posible que no se diese cuenta? Jack se sentía confundido. ¿Qué le bullía a Aliena en la cabeza? Desde luego, cualquier cosa sería preferible a casarse con un hombre al que no amaba. Hacía siete años había causado sensación su negativa a casarse con William Hamleigh. Sin embargo, ahora aceptaba con pasividad la proposición de alguien igual de inadecuado. ¿En qué estaba pensando?
Jack tenía que saberlo.
Necesitaba hablar con ella, y al infierno con el monasterio. Enrolló el mapa, lo guardó en la biblioteca y se dirigió a la puerta. Joseph seguía descansando sobre su escoba.
—¿Os vais ya? —preguntó a Jack—. Creí que teníais que seguir aquí hasta que llegara el admonitor a buscaros.
—El admonitor puede irse a la mierda —respondió Jack al tiempo que salía.
Nada más llegar al paseo oriental del claustro, avistó al prior Philip que se dirigía desde el enclave de la construcción al norte. Jack dio rápidamente media vuelta, pero Philip le llamó.
—¿Qué estás haciendo aquí, Jack? Deberías permanecer en confinamiento.
A Jack se le había agotado la paciencia en cuanto a disciplina monacal. Haciendo caso omiso de Philip, tomó la dirección opuesta y se dirigió hacia el pasaje que conducía desde el paseo sur hasta las pequeñas casas alrededor del muelle nuevo. Pero no le acompañaba la suerte. En ese mismo momento, salió del pasaje el hermano admonitor, acompañado de sus dos ayudantes. Al ver a Jack se pararon en seco. En la cara de luna de Pierre se reflejó una expresión de indignación asombrada.
—¡Detenga a ese novicio, hermano admonitor! —le gritó Philip.
Pierre alargó un brazo para detener a Jack. Este le empujó para apartarlo de su camino. El admonitor enrojeció, al tiempo que agarraba a Jack por el brazo. Este se sacudió la mano de Pierre y le dio un puñetazo en la nariz. El admonitor gritó, más por la afrenta que por el dolor. Y de inmediato los dos ayudantes se abalanzaron sobre Jack, el cual empezó a forcejear como un demente y a punto estuvo de soltarse. Mas, para entonces, Pierre se había recuperado del puñetazo en la nariz y unió sus fuerzas, de tal manera que entre los tres lograron reducir a Jack derribándole y manteniéndolo en el suelo. Siguió porfiando, furioso de que aquella estupidez monacal le impidiera hacer algo tan importante como hablar con Aliena.
—¡Dejadme ir, estúpidos idiotas! —repetía sin cesar.
Los dos ayudantes se sentaron sobre él. Pierre seguía en pie limpiándose la sangre de la nariz con la manga de su hábito. De repente Philip apareció junto a él. Pese a su propia furia, Jack pudo darse cuenta de que Philip también estaba iracundo, como nunca lo había visto.
—No estoy dispuesto a tolerar de nadie este comportamiento —dijo con tono de voz acerado—. Eres un monje novicio y habrás de obedecerme. —Se volvió hacia Pierre—. Confínalo en la sala de obediencia.
—¡No! —gritó Jack—. ¡No podéis!
—Puedes estar seguro de que puedo —afirmó Philip colérico.
La sala de obediencia era una celda pequeña, sin ventanas, situada en la cripta, debajo del dormitorio, en el lado sur, junto a las letrinas. Se solía utilizar para encerrar a quienes quebrantaban la ley, mientras esperaban ser sometidos a juicio por el prior, o trasladados a la cárcel del sheriff en Shiring. Pero también era usada de forma ocasional como celda de castigo para aquellos monjes que cometían graves ofensas contra la disciplina, tales como actos deshonestos con las sirvientes del priorato.
No era el internamiento solitario lo que aterraba a Jack, sino el hecho de que no podía salir para ver a Aliena.
—¡Vos no lo entendéis! —gritaba a Philip—: ¡Tengo que hablar con Aliena!
Era lo peor que podía haber dicho. Aquello irritó aún más a Philip.
—¡Por hablar con ella fuiste castigado en un principio! —contestó furioso.
—¡Pero tengo que hacerlo!
—Lo único que tienes que hacer es aprender a tener temor de Dios y a obedecer a tus superiores.
—¡Vos no sois mi superior, estúpido asno! Vos no sois nada para mí. ¡Dejadme ir, malditos!
—Lleváoslo —ordenó Philip inflexible.
Para entonces se había formado un pequeño grupo y varios monjes levantaron en vilo a Jack por las piernas y los brazos. Se retorcía como un pez en el anzuelo, pero eran demasiados. No podía creer que aquello le estuviera ocurriendo. Le condujeron pataleando y forcejeando a lo largo del pasaje hasta la puerta de la sala de obediencia. Alguien la abrió.
—¡Encerradlo! —se oyó decir al hermano Pierre con tono vengativo.
Lo balancearon y luego lo lanzaron por el aire. Cayó hecho un ovillo sobre el suelo de piedra. Se puso en pie todavía entumecido por los golpes y se precipitó hacia la puerta, pero la cerraron con violencia en el preciso instante en que dio contra ella. Un momento después, dejaron caer desde fuera la pesada barra de hierro y la llave giró en la cerradura.
Jack golpeó la puerta con todas sus fuerzas.
—¡Dejadme salir! —vociferaba desesperado—. ¡Tengo que impedir que se case con él! ¡Dejadme salir!
Pero desde fuera no le llegaba ruido alguno. Siguió llamando y sus exigencias fueron convirtiéndose en súplicas. Fue bajando el tono de su voz hasta convertirse en un susurro. Al final, rompió a llorar de pura furia. Por último, sintió que ya no le quedaban lágrimas. Se volvió hacia la puerta. La celda no estaba completamente a oscuras al entrar algo de luz por debajo de la puerta, lo que le permitió ver vagamente a su alrededor. Fue recorriendo las paredes al tiempo que las palpaba. Por el trazo de las señales del formón en las piedras, supo que aquella celda había sido construida hacía mucho tiempo. La habitación parecía no tener característica particular alguna. Mediría unos seis pies cuadrados, con una columna en una esquina y un techo arqueado. Era evidente que, en un tiempo, formó parte de una habitación más grande y habían levantado la pared para aislarla y convertirla en prisión. En uno de los muros había una hendidura como para una de aquellas ventanas angostas y alargadas, pero estaba completamente cegado y, de cualquier manera, habría sido demasiado pequeña para que nadie hubiera podido deslizarse por ella. El suelo de piedra se hallaba húmedo. Jack se dio cuenta de que se oía el susurro constante de una corriente, y comprendió que el canal de agua que atravesaba el priorato desde el estanque hasta las letrinas debía pasar por debajo de la celda. Ello explicaría por qué el suelo era de piedra en lugar de tierra batida.
Estaba agotado. Se sentó en el suelo con la espalda apoyada contra la pared y clavó la mirada en la rendija de luz que había debajo de la puerta, lo cual sólo servía para atormentarlo, al recordarle dónde querría estar. ¿Cómo pudo meterse en aquel berenjenal? Jamás creyó en el monasterio y tampoco pensó en dedicar su vida a Dios; de hecho, no creía realmente en Dios. Se había convertido en novicio como solución a un problema inmediato, como una manera de quedarse en Kingsbridge, cerca de todo cuanto amaba. Había pensado que siempre que quisiera podría irse. Pero en aquellos momentos en que quería hacerlo, que lo ansiaba más que nada en el mundo, se encontraba imposibilitado. Estaba prisionero. Tan pronto como salga de aquí, estrangularé al prior Philip, se dijo. Lo haré aún cuando luego me ahorquen.
Aquello le indujo a preguntarse cuándo lo sacarían de allí. Oyó la campana llamando para la cena. Era indudable que pensaban dejarle encerrado durante toda la noche. Tenía la seguridad de que estaban discutiendo su caso en aquel mismo momento. Los monjes peores propondrían que permaneciera encerrado toda una semana… podía oír a Pierre y a Remigius abogando por una disciplina severa. Otros, que sentían simpatía por él, es posible que alegaran que con una noche era castigo suficiente. ¿Qué diría Philip? Sentía afecto por Jack; pero, en esos momentos, estaría terriblemente enfadado, sobre todo después de que le hubiera dicho: ¡Vos no sois mi superior! ¡Vos no sois nada para mí, estúpido asno! Tal vez Philip se sintiera tentado de dejar que los inflexibles se salieran con la suya. Su única esperanza residía en que acaso quisieran expulsarlo inmediatamente del monasterio lo que, a juicio de ellos, sería un castigo más duro. De esa manera podría hablar con Aliena antes de la boda. Aunque Jack estaba seguro de que Philip sería contrario a aquella solución, pues consideraría la expulsión de Jack como una admisión de su derrota.
La luz que entraba por debajo de la puerta iba haciéndose cada vez más tenue. Ya debía estar oscureciendo. Jack se preguntó cómo se pensaba que los prisioneros hicieran sus necesidades. En la celda no había bacinilla. No sería propio de los monjes olvidar semejante detalle, ya que creían firmemente en la limpieza, incluso para los pecadores. Volvió a examinar el suelo pulgada a pulgada y, cerca de una esquina, encontró un pequeño agujero. Allí sonaba más fuerte el ruido del agua y supuso que daba al canal subterráneo. Esa tenía que ser su letrina.
Poco después de aquel descubrimiento, se abrió un pequeño postigo. Jack se puso en pie de un salto. En el reborde colocaron un cuenco y un trozo de pan. Jack no pudo ver el rostro del hombre que los puso allí.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
—No me está permitido conversar contigo —dijo el hombre con tono monótono. Sin embargo Jack reconoció la voz. Era la de un viejo monje llamado Luke.
—¿Han dicho cuánto tiempo he de estar aquí, Luke? —inquirió Jack.
El monje repitió la misma cantinela:
—No me está permitido conversar contigo.
—¡Por favor, Luke! Si lo sabes dímelo —le suplicó Jack sin importarle lo patético que pudiera parecer.
—Fierre propuso una semana; pero Philip lo dejó en dos días —le susurró Luke.
El postigo se cerró de golpe.
—¡Dos días! —exclamó desesperado Jack—. ¡Para entonces ya estará casada!
No hubo respuesta.
Jack permaneció inmóvil, mirando a la nada. La luz que entraba por el postigo era deslumbrante en comparación con la práctica oscuridad del interior y, por unos momentos, nada pudo ver hasta que los ojos se acostumbraron a las sombras. Pero se le volvieron a llenar de lágrimas y de nuevo se sintió cegado.
Permaneció tumbado en el suelo. Ya no podía hacer nada. Estaría encerrado hasta el lunes, y ese día Aliena sería ya la mujer de Alfred. Se despertaría en el lecho de Alfred y tendría dentro de ella la semilla de Alfred. La idea le produjo náuseas.
La oscuridad fue pronto completa. Se acercó a tientas al reborde y bebió del cuenco. Era agua. Cogió un pedazo pequeño de pan y se lo llevó a la boca, pero no tenía hambre y apenas pudo tragarlo. Bebió el resto del agua y volvió a tumbarse. No durmió pero quedó sumido en una especie de sopor, como en trance. Revivió, como en una ensoñación o una visión, las tardes de domingo que pasó con Aliena durante el último verano, cuando le contó la historia del escudero que amaba a la princesa y salió en busca de la vid que daba joyas.
La campana de la media noche le sacó de su duermevela. Ahora ya estaba acostumbrado al horario monástico y solía estar completamente despierto a medianoche, aunque a menudo necesitaba dormir por las tardes, en especial cuando almorzaban carne. Los monjes estarían saliendo de la cama y formando en fila para la procesión desde el dormitorio a la iglesia. Se encontraban justo encima de Jack, pero le era imposible oír nada. Parecía haber transcurrido muy poco tiempo cuando la campana volvió a llamar para laudes, que se oficiaban una hora después de la medianoche. El tiempo pasaba rápido, demasiado rápido, ya que al día siguiente Aliena estaría casada.
De madrugada y pese a su infelicidad se quedó dormido. Se despertó sobresaltado. En la celda había alguien con él. Estaba aterrado.
El habitáculo estaba negro como boca de lobo. El ruido del agua parecía más fuerte.
—¿Quién es? —preguntó temblándole la voz.
—No tengas miedo… Soy yo.
—¿Madre? —El alivio casi le hizo perder el conocimiento—. ¿Cómo sabías que estaba aquí?
—El viejo Joseph vino a contarme lo ocurrido —contestó con un tono de voz normal.
—Más bajo. Si no te oirán los monjes.
—No, no lo harán. Aquí puedes cantar y gritar sin que te oigan arriba. Lo sé… porque lo he hecho.
En su mente se agolpaban tal número de preguntas que no sabía por dónde empezar.
—¿Cómo llegaste hasta este lugar? ¿Está la puerta abierta? —se dirigió hacia ella tanteando con los brazos extendidos—. Vaya…, estás completamente mojada.
—El canal del agua fluye exactamente por aquí debajo. En el suelo hay una losa suelta.
—¿Cómo lo sabías?
—Tu padre pasó diez meses en esta celda —dijo Ellen, y en su voz rebosaba la amargura acumulada durante años.
—¿Mi padre? ¿En esta celda? ¿Diez meses?
—Fue entonces cuando me enseñó todas esas historias.
—¿Pero por qué estaba aquí?
—Jamás pudimos saberlo —repuso ella con tono resentido—. Fue secuestrado o detenido, nunca logró averiguarlo, en Normandía y lo trajeron aquí. No hablaba inglés ni latín y no tenía la menor idea de dónde se encontraba. Trabajó en las cuadras alrededor de un año, así fue como lo conocí. —Su voz se hizo suave por la nostalgia—. Lo quise en el mismo momento en que puse los ojos en él. Era tan cariñoso y parecía tan asustado e infeliz… Sin embargo cantaba como un pájaro. Hacía meses que nadie había hablado con él. Se puso tan contento cuando le dije que sabía algunas palabras en francés que creo que sólo por eso me enamoré de él. —La ira endureció de nuevo su voz—. Al cabo de un tiempo lo metieron en esta celda. Fue entonces cuando descubrí cómo entrar aquí.
A Jack se le ocurrió que acaso había sido concebido precisamente allí, sobre el frío suelo de piedra. La idea le pareció embarazosa y se sintió contento de que estuviera demasiado oscuro para que su madre y él pudieran verse las caras.
—Pero mi padre debió de hacer algo para que le detuvieran de aquella manera —dijo.
—A él no se le ocurría qué podía ser. Y al final se inventaron un delito. Alguien le dio un cáliz incrustado con piedras preciosas y le dijo que se fuera. Lo detuvieron cuando hubo recorrido una o dos millas, acusándole de haber robado el cáliz. Y por eso lo ahorcaron.
Ellen estaba llorando.
—¿Quién hizo eso?
—El sheriff de Shiring, el prior de Kingsbridge… Poco importa quién.
—¿Y qué hay de la familia de mi padre? Debía de tener padres, hermanos y hermanas…
—Sí, en Francia tenía una gran familia.
—¿Por qué no se escapó y volvió allí?
—Lo intentó una vez pero volvieron a cogerlo y le trajeron de nuevo aquí. Entonces fue cuando le metieron en la celda. Claro que pudo intentarlo de nuevo, una vez que descubrimos cómo salir de aquí. Pero no sabía cómo volver a casa, no conocía una palabra de inglés y no tenía un penique. Sus posibilidades eran escasas. Ahora sabemos que, en definitiva, debiera haberlo hecho, pero por entonces jamás pensamos que lo iban a ahorcar.
Jack la rodeó con los brazos para consolarla. Estaba completamente empapada y temblando. Necesitaba salir de allí para secarse.
Y entonces comprendió sobresaltado que si ella podía salir, también podía hacerlo él. Por unos breves momentos casi se había olvidado de Aliena, mientras su madre le hablaba de su padre. Pero ahora se daba cuenta de que se iba a cumplir su deseo. Hablaría con Aliena antes de su boda.
—Dime cómo se sale —dijo de repente.
Ellen sorbeteó las lágrimas.
—Cógete de mi brazo y yo te guiaré.
Atravesaron la celda y Jack la sintió descender.
—Limítate a dejarte caer en el canal —le dijo—. Aspira profundamente y mete la cabeza debajo del agua. Luego, nada contra corriente. No sigas la corriente o acabarás en la letrina de los monjes. Cuando estés cerca del final te habrás quedado casi sin aliento. Pero conserva la calma, sigue nadando y lo lograrás.
Ellen se hundió todavía más y Jack perdió contacto.
Encontró el agujero y se introdujo por él. Casi de inmediato, sus pies tocaron agua. Cuando hubo alcanzado el fondo del túnel y se puso en pie, sus hombros aún seguían en la celda. Antes de seguir descendiendo, alcanzó la piedra y la colocó de nuevo en su sitio, regocijándose perversamente con el desconcierto de los monjes cuando encontraran la celda vacía.
El agua estaba fría. Respiró hondo y, tumbándose boca abajo, nadó contra corriente. Imprimía la mayor rapidez posible. Mientras avanzaba, iba imaginándose las edificaciones sobre su cabeza. Estaba pasando por debajo del pasadizo; luego, del refectorio, la cocina y el horno. No estaba lejos; pero parecía que aquello no iba a acabar nunca. Intentó salir a la superficie pero dio con la cabeza en la parte superior del túnel. Sintió pánico; sin embargo, recordó lo que le había dicho su madre. Ya estaba casi allí. Al cabo de unos momentos, vio luz delante de él. Había despuntado el alba mientras hablaban en la celda. Se arrastró hasta tener la luz encima de él. Entonces se puso en pie, y aspiró grandes bocanadas de aire fresco. Una vez recobrado el aliento salió de la zanja.
Su madre se había cambiado de ropa. Llevaba ya un vestido seco y limpio, y estaba retorciendo y escurriendo el mojado. También había llevado ropa seca para él. Allí en la orilla, en aseado montón, estaba la indumentaria que no había llevado durante medio año. Una camisa de lino, una túnica verde de lana y botas de piel. Su madre se volvió de espaldas y Jack se despojó del pesado hábito monacal y también de las sandalias, y se puso su propia ropa.
Arrojó a la zanja el hábito de monje. No pensaba volver a llevarlo jamás.
—¿Qué harás ahora? —le preguntó su madre.
—Ir a ver a Aliena.
—¿Ahora mismo? Es muy pronto.
—No puedo esperar.
Ellen asintió.
—Sí, cariño. Está sufriendo mucho.
Jack se inclinó para besarla. Luego, la abrazó impulsivo apretándole contra sí.
—Me sacaste de la prisión —dijo, y luego se echó a reír—. ¡Qué madre tengo!
Ellen sonrió pero sus ojos se hallaban húmedos.
Jack le dio otro abrazo de despedida y se alejó.
Pese a ser ya completamente de día, no había nadie por allí. Como era domingo y la gente no trabajaba, aprovechaban la ocasión para seguir durmiendo después de la salida del sol. Jack no estaba seguro de si debería sentirse atemorizado ante la posibilidad de que le vieran. ¿Tenía derecho el prior Philip a perseguir a un novicio que se hubiera fugado y obligarle a regresar? Y en el caso de que tuviera ese derecho, ¿querría ejercerlo? Jack no lo sabía. Sin embargo Philip era la ley en Kingsbridge y Jack le había desafiado. Por lo tanto, era seguro que surgirían dificultades de algún tipo. Sin embargo Jack sólo pensaba en los momentos inmediatos.
Llegó a la pequeña casa de Aliena. Entonces se le ocurrió que acaso Richard se encontrara allí. Esperaba que no fuera así. Sin embargo nada podía hacer al respecto. Se acercó a la puerta y llamó suavemente con los nudillos.
Ladeó la cabeza a la escucha. Dentro no se oía ruido alguno.
Volvió a llamar más fuerte y esa vez pudo escuchar el ruido de la paja al moverse alguien.
—¡Aliena! —susurró con fuerza.
—¿Sí? —respondió una voz asustada.
—¡Abre la puerta!
—¿Quién es?
—Soy Jack.
—¡Jack!
Hubo una pausa. Jack esperó.
Aliena cerró los ojos desesperada y se dejó caer contra la puerta descansando la mejilla sobre la tosca madera. No es posible que sea Jack, se dijo. Hoy no, ahora no.
Le llegó de nuevo su voz, un susurro bajo, apremiante.
—Por favor, Aliena, abre la puerta. ¡Deprisa! ¡Si me cogen me volverán a meter en la celda!
Aliena había oído que le tenían encerrado, pues la noticia corrió por toda la ciudad. Era evidente que se había escapado. Y había corrido junto a ella. El corazón empezó a latirle con fuerza. No podía fallarle.
Levantó la barra y abrió la puerta.
Tenía el rojo cabello aplastado por el agua como si se hubiera bañado. Vestía ropa corriente, no el hábito de monje. Sonrió como si verla fuera lo mejor que le hubiese pasado jamás.
—Has estado llorando —dijo Jack frunciendo el entrecejo.
—¿Por qué has venido aquí?
—Tenía que verte.
—Voy a casarme hoy.
—Lo sé. ¿Puedo entrar?
Aliena sabía que no estaría bien dejarle pasar. Pero pensó que al día siguiente sería la mujer de Alfred, así que tal vez fuera la última vez que pudiera hablar a solas con Jack. No me importa que esté mal, se dijo. Así que abrió más la puerta. Jack entró y ella volvió a colocar la barra.
Se quedaron en pie mirándose. Ahora Aliena se sentía incómoda.
Jack la miraba con desesperada ansia, como un hombre que, muerto de sed, viera una cascada.
—No me mires así —le pidió ella dando media vuelta.
—No te cases con él —dijo Jack.
—Tengo que hacerlo.
—Serás desgraciada.
—Ya soy desgraciada ahora.
—Mírame. ¡Por favor!
Aliena se volvió de cara a él y alzó los ojos.
—Por favor, dime por qué lo haces —le rogó.
—¿Por qué habría de decírtelo?
—Por la forma en que me besaste en el molino viejo.
Aliena bajó la mirada sintiendo que se ruborizaba intensamente.
Aquel día se había dejado llevar por sus impulsos y, desde entonces, siempre se había sentido avergonzada. Ahora Jack lo utilizaba contra ella. No dijo ni una palabra. No tenía defensa posible.
—Desde entonces te mostraste fría —siguió diciendo Jack.
Ella mantuvo la vista baja.
—¡Éramos tan amigos! —prosiguió él implacable—. Todo aquel verano en tu cañada, junto a la cascada… Mis historias… Éramos felices. Allí te besé una vez. ¿Recuerdas?
Claro que lo recordaba, aún cuando llegó a convencerse a sí misma de que nunca había ocurrido. En aquel momento la enternecía la remembranza y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Y entonces hice que el molino te enfurtiera el tejido —le recordó—. ¡Estaba tan contento de poder ayudarte en tu negocio! Te emocionaste al verlo. Y entonces volvimos a besarnos. Pero no fue un simple beso como el primero. Esa vez fue… apasionado.
¡Dios mío! Sí, lo fue, se dijo Aliena. Y volvió a ruborizarse.
Empezó a respirar más deprisa. Deseaba que Jack se callara; pero no lo hacía.
—Nos abrazamos muy fuerte. Nos besamos durante mucho tiempo. Abriste la boca.
—¡Cállate! —gritó Aliena.
—¿Por qué? —dijo Jack cruel—. ¿Qué había de malo en ello? ¿Por qué te volviste fría?
—¡Porque estoy asustada! —contestó ella sin pensarlo y luego rompió a llorar.
Se tapó la cara con las manos y sollozó. Un instante después sintió las manos de Jack en sus hombros convulsos. Permaneció inmóvil y, al cabo de un rato, él la rodeó con los brazos. Aliena se quitó las manos de la cara y lloró sobre su túnica verde.
Al cabo de un rato, ella abrazó la cintura de Jack.
Él descansó la mejilla sobre el pelo de Aliena, aquel pelo feo, corto, informe que todavía no le había crecido desde el incendio, y le frotó la espalda como si fuera un bebé. A Aliena le hubiera gustado seguir así toda la vida. Pero Jack la apartó para poder mirarla.
—¿Por qué te asusta tanto? —le preguntó.
Aliena lo sabía pero no podía decírselo. Negó con la cabeza al tiempo que daba un paso atrás. Pero Jack la sujetó por las muñecas manteniéndola cerca.
—Escucha, Aliena —dijo—. Quiero que sepas lo terrible que ha sido todo esto para mí. Al principio parecía que me amabas; luego, dio la impresión de que me aborrecías, y ahora te vas a casar con mi hermanastro. No lo entiendo. Yo no sé nada de estas cosas, nunca he estado enamorado antes. Y es todo tan doloroso. No encuentro palabras para expresar lo malo que es. ¿No crees que al menos deberías intentar explicarme por qué he de pasar por todo esto?
Aliena se sintió embargada por los remordimientos. Pensar que le había herido tan cruelmente cuando le quería tanto. Estaba avergonzada por la forma en que le había tratado. Jack sólo le había hecho cosas buenas y amables, y ella le había recompensado arruinando su vida. Tenía derecho a una explicación. Hizo acopio de fuerzas.
—Hace mucho tiempo me pasó algo, Jack, algo realmente espantoso, algo que durante años he procurado olvidar. No quería volver a pensar jamás en ello. Pero, cuando me besaste de aquella manera, todo volvió de nuevo a mí y no pude soportarlo.
—¿Qué fue? ¿Qué es lo que ocurrió?
—Después de que mi padre fuera hecho preso vivimos en el castillo Richard, yo y un servidor llamado Matthew. Y una noche llegó William Hamleigh y nos arrojó de allí.
Jack entornó los ojos.
—¿Y qué pasó?
—Mataron al pobre Matthew.
Jack sabía que no le estaba diciendo toda la verdad.
—¿Por qué?
—¿Qué quieres decir?
—¿Por qué mataron a tu servidor?
—Porque intentaba detenerles.
Ahora ya las lágrimas le caían por la cara y sentía la garganta apretada cada vez que intentaba hablar. Movió la cabeza impotente e intentó dar media vuelta, pero Jack no la dejó ir.
—¿Impedirles hacer qué? —preguntó con voz tan suave como un beso.
De repente Aliena supo que podía decírselo y le salió todo con la rapidez de un torrente.
—Me forzaron —dijo—. El escudero me sujetó y William se puso encima de mí, pero aún así yo no le dejaba, y entonces cortaron un trozo de la oreja a Richard y dijeron que le seguirían cortando trozos —ahora ya sollozaba de alivio, agradecida hasta el infinito de poder al fin contarlo; miró a Jack a los ojos y dijo—: Así que abrí las piernas y William me lo hizo mientras que su escudero obligaba a Richard a mirar.
—Lo siento muchísimo —musitó Jack—. Oí rumores pero nunca pensé… ¿Cómo fueron capaces de hacer eso, mi querida Aliena?
Aliena pensó que debía saberlo todo.
—Y luego, una vez que William me lo hubo hecho, también lo hizo el escudero.
Jack cerró los ojos. Tenía el rostro lívido y tenso.
—Y entonces, verás —siguió diciendo Aliena—, cuando tú y yo nos besamos, quise que tú lo hicieras y entonces me vino a la mente William y su escudero y me sentí tan mal, tan asustada que salí corriendo. Ese fue el motivo de que me mostrara tan arisca contigo y te hiciera desgraciado. Lo siento.
—Te perdono —musitó Jack.
La atrajo hacia sí y Aliena le dejó que la rodeara otra vez con sus brazos. Era tan consolador…
Aliena le sintió estremecerse.
—¿Te disgusto? —le preguntó ansiosa.
Jack la miró.
—Te adoro —dijo, y bajando la cabeza la besó en la boca.
Aliena se quedó rígida. Eso no era lo que quería. Jack la apartó un poco y luego volvió a besarla. El roce de los labios de él sobre los suyos era muy suave. Sintió hacia él gratitud y cariño, se humedeció los labios, sólo un poco, y luego los dejó laxos, como un débil eco de un beso. Jack, alentado, volvió a apretar los labios contra los de ella. Aliena podía sentir su aliento cálido en la cara. Él abrió ligeramente la boca y entonces ella la apartó rápida.
—¿Tan desagradable te parece? —preguntó Jack dolido.
En verdad Aliena ya no estaba tan asustada como antes. Había revelado a Jack la espantosa realidad sobre sí misma, y él no se había apartado con repulsión. Por el contrario, se mostraba tan tierno y cariñoso como siempre. Levantó la cabeza y él volvió a besarla. Eso no la aterraba. No había nada amenazador, nada violento ni incontrolable, no había deseo de forzarla, ni odio ni dominación, todo lo contrario. Ese beso había sido un placer compartido. Los labios de Jack se entreabrieron y Aliena sintió la punta de su lengua. Volvió a ponerse tensa. Jack le hizo separar los labios. Ella se tranquilizó de nuevo. Él le mordisqueó suavemente el labio inferior.
Sintió un ligero vértigo.
—¿Querrías volver a hacer lo de la última vez? —le preguntó Jack.
—¿Qué hice?
—Te lo enseñaré. Abre la boca, sólo un poco.
Aliena hizo lo que le pedía y sintió de nuevo la lengua de él acariciándole los labios, introduciéndola entre sus dientes separados y tanteando en su boca hasta encontrar la suya. Aliena se apartó.
—Así —dijo Jack—. Eso es lo que hiciste.
—¿Yo?
Aliena estaba sobresaltada.
—Sí. —Jack sonrió y luego su expresión se hizo solemne—. Si quisieras hacerlo otra vez, eso compensaría toda la tristeza de los últimos nueve meses.
Aliena volvió a levantar la cara cerrando los ojos. Al cabo de un instante, sintió la boca de él sobre la suya. Abrió los ojos, vaciló y después nerviosa, metió la lengua en la boca de él. Al hacerlo recordó cómo se sintió la última vez que lo hizo, en el molino viejo y se repitió aquella sensación de éxtasis. Se vio embargada por la necesidad de tenerle abrazado, de tocar su piel y su pelo, de sentir sus músculos y sus huesos, de estar dentro de él y tenerle dentro de ella. Sus lenguas se encontraron y, en lugar de sentirse incómoda y notar una leve repugnancia, estaba excitada al hacer algo tan íntimo como tocar con su lengua la de Jack.
Ahora ya ambos jadeaban. Él sostenía la cabeza de ella entre las manos y Aliena le acariciaba los brazos, la espalda y luego las caderas, sintiendo los músculos tensos y fuertes. El corazón le latía con fuerza.
Por último, ya sin aliento, rompió el beso.
Aliena lo miró. Tenía la cara enrojecida. Jadeaba y le brillaba en el rostro toda la fuerza de su deseo. Al cabo de un momento se inclinó de nuevo, pero en lugar de besarla en la boca le levantó la barbilla y besó la suave piel de la garganta. Ella misma escuchó su lamento de placer. Bajando aún más la cabeza, Jack rozó con los labios el nacimiento de su seno. A Aliena se le inflamaron los pezones debajo del tosco tejido de su camisón de lino al tiempo que los sentía insoportablemente tiernos. Los labios de Jack se cerraron sobre uno de ellos.
Aliena sintió en la piel su aliento abrasador.
—Despacio —murmuró temerosa.
Jack le besó el pezón a través del lino y a pesar de que lo hizo de la manera más suave posible, Aliena sintió una sensación de placer tan aguda que fue como si le hubiera mordido, y lanzó un leve grito entrecortado.
Y entonces Jack cayó de rodillas ante ella.
Apretó la cara contra su falda. Hasta aquel momento, toda la sensación la había experimentado en los senos; pero entonces, de repente, sintió el hormigueo en el pubis. Jack, cogiendo el borde de su camisón se lo levantó hasta la cintura. Ella le miraba temerosa de su reacción, ya que siempre se había sentido avergonzada de tener allí tanto vello. Pero a Jack no pareció repelerle. Por el contrario, se inclinó y la besó suavemente, precisamente allí, como si fuera la cosa más maravillosa del mundo.
Aliena cayó de rodillas frente a él. Ahora ya respiraba entrecortadamente, igual que si hubiese corrido una milla. Le necesitaba terriblemente. Sentía la garganta seca por el deseo. Puso las manos sobre las rodillas de él y luego deslizó una de ellas por debajo de su túnica.
Aliena jamás había tocado el pene de un hombre. Estaba caliente, seco y duro como un palo. Jack, cerrando los ojos, gimió hondo, con la garganta, mientras ella exploraba su miembro a todo lo largo con las yemas de los dedos. Finalmente, le levantó la túnica e, inclinándose, se lo besó al igual que él se lo había besado, con un suave roce de labios. Tenía la punta tensa como el parche de un tambor y un poco humedecida.
De repente se sintió poseída por el deseo de mostrarle los senos.
Se puso de nuevo de pie. Jack abrió los ojos. Sin dejar de mirarlo, se sacó rápidamente el camisón por la cabeza y lo arrojó lejos. Ya estaba completamente desnuda. Se sentía consciente de sí misma, pero era una sensación grata, como una indecente delicia. Jack se quedó mirándole los senos como hipnotizado.
—Son muy bellos —dijo.
—¿Lo crees de veras? —le preguntó ella—. Siempre me pareció que eran demasiado grandes.
—¿Demasiado grandes? —repitió Jack como si la sugerencia fuese ofensiva. Alargando el brazo le tocó el seno izquierdo con la mano derecha. Se lo acarició suavemente con las yemas de los dedos. Aliena miraba hacia abajo observando lo que él hacía. Al cabo de un momento quiso que lo hiciera con más fuerza. Le cogió las manos y se las apretó contra sus senos.
—¡Hazlo más fuerte! —le dijo con voz enronquecida—. Necesito sentirte más hondo.
Las palabras de ella le enardecieron. Le acarició vigorosamente los senos y luego, cogiéndole los pezones se los pellizcó con la fuerza suficiente para que sólo le dolieran un poco. Aquella sensación pareció enloquecerla. Se le quedó la mente en blanco, sintiéndose totalmente embargada por el contacto de sus dos cuerpos.
—Quítate la ropa —le pidió—. Quiero mirarte.
Jack se despojó de la túnica y de la ropa interior, se quitó las botas y las calzas y se arrodilló de nuevo ante ella. El pelo rojo empezaba a secársele en forma de bucles indómitos. Tenía el cuerpo delgado y blanco, con hombros y caderas huesudos. Parecía nervioso y ágil, joven y lozano. El pene le sobresalía semejante a un árbol entre la fronda del vello rojizo. De repente Aliena sintió deseos de besarle el pecho. Inclinándose hacia delante rozó con los labios los lisos pezones masculinos. Se inflamaron al igual que los de ella. Los mordisqueó suavemente con el ansia de hacerle sentir el mismo placer que él le había producido. Jack le acarició el pelo.
Quería sentirlo dentro de ella. En seguida.
Aliena comprendió que Jack no estaba seguro de lo que había de hacer.
—¿Eres virgen, Jack? —le preguntó.
Él asintió sintiéndose algo estúpido.
—Me alegro —manifestó ella con fervor—. Me alegro mucho.
Aliena, cogiéndole las manos se las puso entre las piernas. Tenía aquella parte inflamada y sensible y el roce de él fue electrizante.
—Pálpame —le dijo y Jack movió los dedos explorando—. Pálpame dentro —insistió Aliena.
Jack introdujo en ella un dedo vacilante. Estaba resbaladizo por el deseo.
—Ahí —dijo ella suspirando satisfecha—. Ahí es donde tiene que ir.
Le soltó la mano y se tendió encima de la paja.
Jack se tumbó sobre ella, y apoyándose en un codo la besó en la boca. Aliena le sintió entrar un poco y luego detenerse.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—Parece tan pequeño —repuso Jack—. Tengo miedo de hacerte daño.
—Empuja más fuerte —le dijo—. Te deseo tanto que no me importa que duela.
Aliena le sintió empujar. Dolía más de lo que ella esperara, pero fue sólo un instante y luego se sintió maravillosamente colmada. Le miró. Él se retiró un poco y empujó de nuevo. Ella empujó a su vez.
—Nunca pensé que fuera tan delicioso —confesó Aliena maravillada.
Jack cerró los ojos como si fuera incapaz de resistir tanta felicidad.
Jack empezó a moverse rítmicamente. Los impulsos constantes producían a Aliena una sensación de placer en alguna parte del pubis. Se escuchó a sí misma dar pequeños gritos excitados cada vez que se juntaban sus cuerpos. Él se bajó hasta tocar con su pecho los pezones de ella, pudiendo sentir Aliena su ardiente aliento. Hundió los dedos en la fuerte espalda de él. Su jadeo regular se transformó en gritos. De repente sintió la necesidad de besarle. Hundiendo las manos en los bucles de él atrajo su cabeza hacia ella. Le besó con fuerza en los labios y luego, metiéndole la lengua en la boca empezó a moverse cada vez más deprisa. Tenerle a él dentro de ella al tiempo que su lengua estaba en la boca de él, la hizo casi enloquecer de placer.
Sintió que la sacudía un espasmo inmenso de gozo, tan violento como si cayera de un caballo y se golpeara contra el suelo. Gritó con fuerza. Abrió los ojos y mirándose en los de él pronunció su nombre. Entonces la invadió otra oleada y luego otra. Sintió también convulso el cuerpo de él, al tiempo que dentro de ella se derramaba un chorro cálido que la enardeció aún más haciéndola estremecerse de placer una y otra vez hasta que, por último, la sensación pareció empezar a desvanecerse y se fue quedando desmadejada y quieta.
Se encontraba demasiado exhausta para hablar o moverse pero sentía sobre ella el peso de Jack, sus huesudas caderas contra las suyas, su pecho liso aplastando sus suaves senos, su boca junto a su oído y los dedos enredados en su pelo. Parte de su mente pensaba de un modo vago: esto es lo que pasa entre hombre y mujer, este es el motivo que trae tan excitada a la gente, y también la razón de que marido y esposa se quieran tanto.
La respiración de Jack se hizo más leve y regular, y su cuerpo se relajó hasta quedar completamente laxo. Estaba dormido.
Aliena, volviendo la cabeza le besó en la cara. No pesaba demasiado. Ansiaba que siguiera así para siempre, dormido sobre ella.
Aquella idea le hizo recordar. Era el día de su boda.
¡Santo Dios!, pensó, ¿qué he hecho?
Rompió a llorar.
Al cabo de un momento Jack se despertó.
Besó con ternura las lágrimas que le caían por las mejillas.
—Quisiera casarme contigo, Jack —dijo Aliena.
—Entonces eso es lo que haremos —afirmó él con tono de profunda satisfacción.
No la había comprendido, eso sólo servía para empeorar las cosas.
—Sin embargo, no podemos.
—Pero después de esto…
—Lo sé…
—Después de esto tienes que casarte conmigo.
—No podemos casarnos —repitió ella—. He perdido todo mi dinero y tú no tienes nada.
Jack se incorporó, apoyándose en los codos.
—Tengo mis manos —dijo con orgullo—. Soy el mejor tallista en piedra en muchas millas a la redonda.
—Te despidieron…
—Eso carece de importancia. Puedo encontrar trabajo en cualquier construcción del mundo.
Aliena movió la cabeza desolada.
—No es suficiente. Tengo que pensar en Richard.
—¿Por qué? —exclamó Jack indignado—. ¿Qué tiene que ver todo esto con Richard? Puede cuidar de sí mismo.
De repente Jack pareció pueril, y Aliena comprendió la diferencia de edad. Era cinco años menor que ella y todavía seguía pensando que tenía derecho a ser feliz.
—Juré a mi padre, cuando se estaba muriendo, que cuidaría de Richard hasta que llegara a ser conde de Shiring —explicó.
—¡Pero puede ser que eso no ocurra nunca!
—Un juramento es un juramento.
Jack parecía estupefacto. Rodó apartándose de ella. Salió de ella su pene laxo haciéndola experimentar una dolorosa sensación de pérdida. Jamás volveré a sentirlo dentro de mí, pensó desconsolada.
—Es imposible que creas tal cosa —dijo él—. ¡Un juramento sólo son palabras! No es nada en comparación con esto. Esto es real, esto somos tú y yo.
Le miró los senos. Luego, alargando el brazo le acarició el vello rizado entre las piernas. Era tan penetrante que Aliena sintió su tacto como una descarga. Jack la vio sobresaltarse y quedó quieto. Por un instante, Aliena estuvo a punto de decir: Sí, muy bien, huyamos juntos ahora, y acaso lo habría hecho si hubiera seguido acariciándola de aquella manera. Pero recuperó la sensatez.
—Voy a casarme con Alfred.
—No seas ridícula.
—Es la única solución.
Jack se quedó mirándola.
—No me es posible creerte —dijo.
—Es verdad.
—No soy capaz de renunciar a ti. No puedo. No puedo.
Se le quebró la voz y ahogó un sollozo.
—¿De qué serviría que quebrantara un juramento hecho a mi padre para prestar otro juramento de matrimonio contigo? Si rompo el primero, el segundo carece de valor.
—No me importa. No quiero tus juramentos. Sólo quiero que estemos toda la vida juntos y hagamos el amor siempre que queramos.
Es el punto de vista del matrimonio de un muchacho de dieciocho años, pensó Aliena, pero no lo dijo. Se hubiera sentido muy contenta de aceptarlo de haber sido libre.
—No puedo hacer lo que quiera —declaró con tristeza—. No es mi destino.
—Lo que estás haciendo está mal —le aseguró Jack—. Quiero decir que es malvado. Renunciar a la felicidad es como arrojar piedras preciosas al océano. Es mucho peor que cualquier pecado.
Aliena se sobresaltó al caer en la cuenta de que su madre hubiera estado de acuerdo con aquello. Ignoraba cómo lo sabía. Apartó la idea de su cabeza.
—Jamás podría sentirme feliz, ni siquiera contigo, si hubiera de vivir con la certeza de haber roto la promesa que hice a mi padre.
—Te importan más tu padre y tu hermano que yo —se quejó Jack con un leve tono acusador por vez primera.
—No…
—Entonces, ¿qué?
Sólo estaba divagando; pero Aliena consideró la pregunta con seriedad.
—Supongo que significa que mi juramento a mi padre es para mí más importante que mi amor por ti.
—¿De veras? —preguntó él incrédulo—. ¿De verdad lo es?
—Sí, lo es —repuso Aliena sintiendo como una losa en el corazón.
Sus palabras le sonaron como el toque a muertos.
—Entonces no hay nada más que decir.
—Sólo… que lo siento.
Se puso en pie. Volviéndose de espaldas a Aliena, cogió su ropa. Ella contempló su cuerpo largo y delgado. En las piernas tenía abundante vello rizado, de un rojizo dorado. Se puso rápidamente la camisa y la túnica; luego los calcetines y se colocó las botas. Todo ocurrió con excesiva rapidez.
—Vas a ser desgraciadísima —dijo a Aliena.
Trataba de mostrarse desagradable con ella pero el intento fue un fracaso, ya que ella pudo captar compasión en su voz.
—Sí, lo soy —repuso—. ¿No querrías al menos… al menos decir que me respetas por mi decisión?
—No —contestó él sin vacilar—. De ninguna manera. Te desprecio por ella.
Aliena seguía allí sentada, desnuda, mirándole. Prorrumpió en llanto.
—Más vale que me vaya —dijo Jack, y se le quebró la voz.
—Sí, vete —sollozó Aliena.
Él fue hacia la puerta.
—¡Jack!
Se volvió ya junto a la salida.
—¿No querrás desearme suerte, Jack?
Levantó la barra.
—Buena… —calló incapaz de seguir hablando, miró el suelo y luego la miró a ella de nuevo, la voz llegó hasta Aliena como un susurro—. Buena suerte —dijo. Y salió.
La casa que había sido de Tom era ya de Ellen, aunque también el hogar de Alfred, de manera que aquella mañana estaba llena de gente preparando el festín de bodas organizado por Martha, la hermana de trece años de Alfred, mientras que la madre de Jack tenía un aspecto desconsolado. Alfred se encontraba allí con una toalla en la mano, a punto de bajar al río. Las mujeres se bañaban una vez al mes y los hombres por Pascua Florida y la Sanmiguelada; pero era tradicional bañarse el día de la boda. Se hizo el silencio con la llegada de Jack.
—¿Qué quieres? —le preguntó Alfred.
—Quiero que suspendas la boda.
—¡Vete al cuerno!
Jack comprendió que había empezado mal. Tenía que intentar no convertir aquello en un enfrentamiento. Lo que estaba proponiendo era también en interés de Alfred, tenía que hacérselo comprender.
—No te quiere, Alfred —le dijo con la mayor amabilidad posible.
—Tú no sabes nada de eso, muchacho.
—Sí que lo sé —insistió Jack—. No te quiere. Sólo lo hace por Richard. Es el único a quien este matrimonio hará feliz.
—Vuelve al monasterio —repuso desdeñoso Alfred—. Y, a propósito, ¿dónde está tu hábito?
Jack respiró hondo. No le quedaba otro remedio que decirle la verdad.
—Me quiere a mí, Alfred.
Esperaba que Alfred se enfureciera; pero en su rostro sólo apareció la sombra de una artera sonrisa. Jack quedó estupefacto. ¿Qué significaba aquello? La luz fue haciéndose poco a poco en su mente.
—¡Ya lo sabías! —exclamó incrédulo—. ¿Sabes que me quiere a mí y no te importa? Ambicionas tenerla como sea, te ame o no. Lo único que quieres es conseguirla.
La sonrisa furtiva de Alfred se hizo más visible y maliciosa y Jack supo que cuanto estaba diciendo era la pura verdad. Pero había algo más, aún quedaba por leer algo más en la expresión de Alfred. Una increíble sospecha brotó en la mente de Jack.
—¿Por qué quieres tenerla? —dijo—. ¿Acaso… quieres casarte con ella… sólo para quitármela a mí? —La ira le hizo subir el tono de voz—. ¿Te casas con ella tan sólo por rencor?
En el estúpido rostro de Alfred apareció una expresión de taimado triunfo y Jack supo que había vuelto a dar en el clavo. La idea de que Alfred estaba haciendo todo aquello, no por un comprensible deseo por Aliena sino por ruindad simple y pura era algo imposible de soportar.
—¡Maldito seas! Más te valdrá tratarla bien —vociferó.
Alfred se echó a reír.
La suprema perversidad de los propósitos de Alfred fue como un golpe físico para Jack. Alfred no pensaba tratarla bien. Esa sería la venganza final reservada para Jack. Alfred iba a casarse con Aliena y a hacerla desgraciada.
—Eres pura escoria —dijo con amargura Jack—. Una mierda. Una fea, estúpida, diabólica y repugnante babosa.
Su desprecio hizo mella, al fin, en Alfred que, soltando la toalla, se lanzó sobre Jack con el puño cerrado. Jack le esperaba y se adelantó para golpearle primero. De repente, la madre de Jack apareció entre ellos y, a pesar de ser tan pequeña, los detuvo con una sola frase:
—Ve a bañarte, Alfred.
Alfred se calmó en seguida. Comprendió que había ganado la partida sin necesidad de luchar con Jack y su farisaica mirada reveló sus pensamientos. Salió de la casa.
—Y ahora, ¿qué vas a hacer, Jack? —le preguntó su madre.
Jack se dio cuenta de que estaba temblando de furia. Respiró hondo varias veces antes de poder hablar. Comprendió que no podía impedir la boda. Pero tampoco podía presenciarla.
—Tengo que irme de Kingsbridge.
Vio la pena reflejada en el rostro de su madre, pese a lo cual se mostró de acuerdo.
—Me temía que dirías eso. Pero creo que tienes razón.
En el priorato empezó a repicar una campana.
—De un momento a otro descubrirán que he escapado —dijo Jack.
—Vete aprisa, pero escóndete junto al río, a la vista del puente. Te llevaré algunas cosas —le dijo su madre.
—Muy bien —asintió Jack dando media vuelta.
Martha se encontraba entre él y la puerta, cayéndole las lágrimas por las mejillas. Jack la abrazó, y ella se aferró con fuerza a él. Su cuerpo de adolescente era liso y huesudo como el de un muchacho.
—Vuelve algún día —le rogó con tono intenso.
Jack le dio un rápido beso y salió.
Para entonces ya había mucha gente por allí, cogiendo agua y disfrutando de la templada mañana otoñal. La mayoría de la gente sabía que era novicio con los monjes, ya que la ciudad era lo bastante pequeña para que todo el mundo estuviera enterado de los asuntos de los demás, así que su indumentaria seglar atrajo muchas miradas sorprendidas. Pero nadie llegó a hacerle pregunta alguna. Descendió deprisa la ladera de la colina, cruzó el puente y caminó por la orilla del río hasta llegar junto a un cañaveral. Se agazapó allí para vigilar el puente, esperando la llegada de su madre.
No tenía idea de a dónde iría. Tal vez empezara a caminar en línea recta hasta llegar a una ciudad donde estuvieran construyendo una catedral y se detendría allí. Era cierto lo que había dicho a Aliena de buscar trabajo. Sabía que era lo bastante bueno para que le ocuparan en cualquier parte. Aunque tuvieran completo el equipo en un enclave, sabía que le bastaría con demostrar al maestro constructor cómo esculpía para que la admitiera. Pero ello no parecía ya conducirle a parte alguna; jamás amaría a otra mujer que a Aliena y sus sentimientos eran muy similares en lo que se refería a la catedral de Kingsbridge. Quería construir allí, no en cualquier otra parte.
Tal vez bastara con internarse en el bosque, tumbarse allí y dejarse morir. Le pareció una idea agradable. El tiempo era apacible, los árboles estaban entre verdes y dorados. Tendría un final tranquilo. Tan sólo lamentaría no haber podido saber algo más sobre su padre antes de morir.
Se estaba imaginando a sí mismo tumbado en un lecho de hojas otoñales, en tranquilo tránsito, cuando vio a su madre que cruzaba el puente. Llevaba un caballo de la rienda.
Jack se puso en pie y corrió hacia ella. El caballo era la yegua zaina que siempre montaba Ellen.
—Quiero que te lleves mi yegua —le dijo.
Jack cogió la mano de su madre y se la apretó como muestra de agradecimiento.
A Ellen los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Nunca he cuidado de ti muy bien —dijo—. Primero te crie salvaje en el bosque. Luego, con Tom, casi te dejé morir de hambre. Y además te hice vivir con Alfred.
—Me cuidaste muy bien, madre —le contestó Jack—. Esta mañana hice el amor con Aliena. Ahora ya puedo morir feliz.
—Eres un muchacho demencial —le dijo Ellen—. Eres igual que yo. Si no puedes tener la amante que deseas no tendrás ninguna.
—¿Así eres tú? —le preguntó Jack.
Ella asintió.
—Después de morir tu padre viví sola antes que unirme a otro; jamás necesité de otro hombre hasta que vi a Tom. Y eso fue al cabo de once años. —Se soltó la mano—. Te digo esto por una razón. Es posible que pasen once años; pero llegará un día en que amarás a alguna otra. Te lo aseguro.
Jack negó con la cabeza.
—Eso no parece posible.
—Lo sé —miró nerviosa por encima del hombro hacia la ciudad—. Más vale que te vayas.
Jack se acercó al caballo. Iba cargado con dos abultadas alforjas.
—¿Qué hay en las alforjas? —le preguntó Jack.
—En esta algo de comida y dinero y un odre lleno —le contestó—. En la otra, las herramientas de Tom.
Jack estaba conmovido. Su madre había insistido en conservar las herramientas de Tom después de su muerte, a modo de recuerdo.
Y ahora se las estaba dando a él. La abrazó.
—Gracias —le dijo.
—¿A dónde iras? —le preguntó Ellen.
Jack pensó de nuevo en su padre.
—¿Dónde narran sus historias los juglares? —preguntó.
—En el camino de peregrinos a Santiago de Compostela.
—¿Crees que los juglares se acordaran de Jack Shareburg?
—Es posible. Diles que eres su vivo retrato.
—¿Dónde está Compostela?
—En España.
—Entonces, voy a España.
—Es un largo camino, Jack.
—Tengo todo el tiempo del mundo.
Ellen le rodeó con sus brazos y le estrechó con fuerza. Jack pensó en las muchas veces que había hecho aquello a lo largo de los últimos dieciocho años, consolándole por una rodilla herida, un juguete perdido, una decepción de adolescente… En esos momentos, lo hacía por una pena prematura de adulto. Pensó en todas las cosas que había hecho su madre, desde criarlo en el bosque hasta sacarlo de la celda de castigo. Siempre había estado dispuesta a pelear como un gato por su hijo. Le dolía tener que dejarla.
Ellen lo soltó. Montó rápido la yegua.
Volvió la mirada hacia Kingsbridge. Cuando llegó allí por primera vez, era un pueblo adormecido, con una catedral vieja y medio derruida. Había prendido fuego a aquella vetusta catedral. Pero nadie lo sabía ya más que él. Ahora Kingsbridge era una ciudad pequeña y arrogante. Bueno, había otras ciudades. Le costaba desgajarse, pero se encontraba al borde de lo desconocido, a punto de embarcarse en una aventura y ello aliviaba en cierto modo el dolor de abandonar cuanto amaba.
—Vuelve algún día, Jack. Por favor —le rogó su madre.
—Volveré.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
—Si te quedaras sin dinero antes de encontrar trabajo, vende la yegua, no las herramientas —le aconsejó.
—Te quiero, madre —dijo Jack.
A Ellen se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Cuídate mucho, hijo mío.
Jack espoleó el caballo, el cual se puso en marcha. Volviéndose, saludó con la mano. Ellen le devolvió el saludo. Luego, lanzó el caballo al trote y, a partir de ese momento, dejó de mirar hacia atrás.
Richard llegó a casa justo a tiempo para la boda.
A su llegada, dijo que Stephen se había mostrado generoso concediéndole dos días de permiso. Su ejército se encontraba en Oxford, donde tenía montado el asedio al castillo en el que Maud había quedado acorralada, de manera que los caballeros no tenían mucho que hacer.
—No podía estar ausente el día de la boda de mi hermana —dijo Richard.
Aliena pensaba mientras con acritud: Lo que tú quieres es asegurarte que se lleva a cabo para poder obtener de Alfred lo que te propones; a pesar de todo, se sentía contenta de que estuviera allí para conducirla a la iglesia y la entregara. De lo contrario, no hubiera tenido a nadie…
Se puso una camisola nueva de lino y un vestido blanco, siguiendo la última moda. Poco podía hacer con el pelo que le ardiera el día del incendio; pero se trenzó las partes más largas, sujetándolas con elegantes lazos de seda blanca. Un vecino le prestó un espejo. Estaba pálida y sus ojos revelaban que había pasado la noche en blanco. A ese respecto nada podía hacer. Richard la observaba. Tenía un aspecto un poco cohibido, como si se sintiera culpable, y se agitaba inquieto. Tal vez temiera que su hermana diera al traste con todo en el último momento.
Había momentos en que se sentía tentadísima de hacerlo. Se imaginaba cogida de la mano de Jack, alejándose de Kingsbridge para empezar una nueva vida en otra parte cualquiera, una vida sencilla de trabajo honrado, libres de las cadenas de viejos juramentos y padres muertos. Pero era su sueño demencial. Jamás podría ser feliz si abandonaba a su hermano.
Una vez hubo llegado a esa conclusión, se imaginó bajando al río y arrojándose a él. Vio su cuerpo inerte con su traje de boda empapado, arrastrada por la corriente, boca arriba, el pelo flotándole alrededor de la cabeza. Y entonces comprendió que el matrimonio con Alfred era algo mejor que aquello, con lo que retornó al punto de partida y consideró que el matrimonio era la mejor solución a su alcance para la mayor parte de sus problemas. Jack habría encontrado despreciable esa manera de pensar.
Repicó la campana de la iglesia.
Aliena se puso en pie.
Jamás se había imaginado que iba a ser así el día de su boda. Cuando de adolescente había pensado en ello se veía del brazo de su padre, yendo desde la torre del homenaje a través del puente levadizo, hasta la capilla en el patio inferior, con los caballeros y hombres de armas, servidores y arrendatarios agolpados en el recinto del castillo para vitorearla y desearle buena suerte. En sus ensoñaciones despierta, el joven que la esperaba en la capilla siempre había sido una imagen difusa; pero sabía que la adoraba y la hacía reír. Y ella pensaba que era maravilloso. Bien. En su vida nada le había salido como esperaba. Richard sostenía abierta la puerta de la única habitación de la pequeña casa y Aliena salió a la calle.
Ante su sorpresa, halló que varios vecinos se encontraban esperando fuera de sus casas para verla. Algunos le gritaron al salir «¡Dios te bendiga!» y «¡Buena suerte!». Sintió una inmensa gratitud hacia ellos. Mientras subía por la calle le arrojaron maíz, que significaba fertilidad. Tendría niños y ellos la querrían.
La iglesia parroquial se encontraba en la parte más alejada de la ciudad, en el barrio de la gente rica, donde viviría a partir de esa misma noche. Dejaron atrás el monasterio. En aquel momento, los monjes estarían celebrando la santa misa en la cripta; pero el prior Philip había prometido asistir al festín de bodas y bendecir a la feliz pareja. Aliena esperaba que así lo hiciera. Había representado una fuerza importante en su vida desde aquel día, hacía ya seis años, en que le compró toda su lana en Winchester.
Llegaron a la nueva iglesia construida por Alfred con la ayuda de Tom. Ya había allí un gran gentío. La boda sería en el porche, en inglés, y luego se celebraría una misa en latín en el interior de la iglesia. Allí se encontraban todos los que trabajaban para Alfred y también la mayoría de la gente que había tejido para Aliena en los viejos tiempos. Al llegar la novia, todos la vitorearon. Alfred estaba esperando con su hermana Martha y Dan, uno de los albañiles. Vestía una túnica nueva color escarlata, y botas limpias. Llevaba largo el pelo oscuro y brillante, semejante al de Ellen. Entonces Aliena se dio cuenta de que esta no se encontraba allí. Se disponía a preguntar a Martha dónde estaba su madrastra cuando apareció el sacerdote y empezó el servicio.
Aliena reflexionaba sobre la nueva dirección que tomó su vida seis años atrás, cuando hizo un juramento a su padre, y que en aquellos momentos empezaba otra nueva era, también con un juramento a un hombre. Rara vez hizo algo por sí misma. Aquella mañana había hecho una terrible excepción con Jack. Cuando lo recordaba apenas podía creerlo. Parecía una ensoñación o una de las imaginativas historias de Jack, algo que no tenía relación alguna con la vida real. Jamás se lo contaría a alma viviente. Sería un delicioso secreto que guardaría celosa para sí, recordándolo de cuando en cuando, para disfrutar al igual que un avaro que cuenta en plena noche su tesoro escondido bajo una tabla.
Estaban llegando a los votos. Aliena repitió las palabras del sacerdote:
—Te tomo a ti, Alfred, hijo de Tom Builder, como esposo, y juro guardarte siempre fidelidad.
Una vez dicho aquello, Aliena sintió ganas de llorar.
A continuación, fue Alfred quien hizo su voto. Mientras hablaba, hubo una oleada de murmullos al fondo de la concurrencia y una o dos personas miraron hacia atrás. Aliena se encontró con la mirada de Martha.
—Es Ellen —musitó esta.
El sacerdote frunció el ceño molesto por aquella interrupción.
—Alfred y Aliena están ahora casados a los ojos de Dios y que la bendición… —empezó a decir.
No llegó a terminar la frase. Una voz se alzó detrás de Aliena.
—¡Maldigo esta boda!
Era Ellen.
Una exclamación horrorizada se alzó entre los congregados.
—Y que la bendición… —repitió el sacerdote intentando proseguir.
Luego calló, quedándose pálido e hizo la señal de la cruz.
Aliena se volvió. Ellen estaba en pie detrás de ella. La multitud retrocedió para dejarle paso. Ellen sostenía un gallo vivo en una mano y un largo cuchillo en la otra. El cuchillo estaba ensangrentado y del corte inferido en el cuello del animal brotaba la sangre.
—Maldigo este matrimonio con penas —siguió diciendo y sus palabras helaron la sangre de Aliena—. Maldigo este matrimonio con esterilidad —dijo—. Lo maldigo con amargura, odio, desolación y pesadumbres. Lo maldigo con impotencia.
Al pronunciar la palabra impotencia lanzó al aire el gallo ensangrentado. Varias personas chillaron al tiempo que retrocedían. Aliena permanecía inmóvil, como si hubiera echado raíces. El gallo voló por los aires, salpicándolo todo de sangre y cayó sobre Alfred. Este, aterrado, retrocedió de un salto. Aquel espantoso objeto aleteó en el suelo todavía sangrando.
Cuando la gente se recuperó y miró en derredor, Ellen había desaparecido.
Martha había puesto sabanas de hilo limpias y una manta de lana nueva en el lecho, el gran lecho de plumas que perteneció a Ellen y Tom y que, en adelante, sería de Alfred y Aliena. Desde la ceremonia no se volvió a ver a Ellen. El festín había resultado más bien tranquilo, semejante a una excursión en un día frío, con todo el mundo cariacontecido, comiendo y bebiendo de forma maquinal porque no podían hacer otra cosa. Con la puesta de sol, se fueron los invitados, sin ninguna de las habituales y zafias bromas sobre la noche de bodas. Martha se había acostado ya en su pequeña cama, en la otra habitación; y Richard había vuelto a la pequeña casa de Aliena que en adelante sería la suya.
Alfred dijo que el verano próximo construiría para ellos una casa de piedra. Durante toda la comida, había estado fanfarroneando acerca de ello con Richard.
—Tendrá un dormitorio, un salón y una cripta —había dicho—. Cuando la mujer de John Silversmith la vea, deseará una igual. Muy pronto todos los hombres prósperos de la ciudad querrán una casa de piedra.
—¿Tienes hecho algún boceto? —le preguntó Richard.
Aliena detectó una nota de escepticismo en su voz, aun cuando nadie pareció darse cuenta.
—Tengo algunos dibujos viejos de mi padre, hechos en tinta sobre vitela. Uno de ellos es la casa que estábamos construyendo para Aliena y William Hamleigh hace ya tantos años. Me basaré en ese boceto.
Aliena se apartó de ellos muy fastidiada. ¿Cómo era posible que alguien fuera tan burdo que mencionara aquello en el día de su boda?
Durante toda la tarde, Alfred se había mostrado jactancioso, sirviendo vino, contando chistes e intercambiando guiños socarrones con sus compañeros de trabajo. Parecía feliz. En aquel momento se encontraba sentado en el borde de la cama quitándose las botas. Aliena se despojó de las cintas del pelo. No sabía qué pensar de la maldición de Ellen. La había sobresaltado y no tenía idea de lo que bullía en la mente de aquella mujer. Pero, de cualquier modo, no estaba aterrada como sucedía a la mayoría de la gente.
No podía decirse lo mismo de Alfred. Cuando el gallo ensangrentado cayó sobre él, empezó casi a desvariar. Richard tuvo que sacudirlo para hacerle recobrar la razón, agarrándole de la túnica y zarandeándole de atrás hacia delante. Sin embargo, consiguió sobreponerse con bastante rapidez y, desde entonces, el único indicio de su terror habían sido sus incesantes palmadas a diestra y siniestra y los largos tragos de cerveza.
Aliena sentía una extraña tranquilidad. No disfrutaba con lo que estaba a punto de hacer; pero al menos no la obligaban y, aunque sin duda iba a ser bastante desagradable, no la humillarían. Habría sólo un hombre y nadie más estaría mirando.
Se quitó el traje.
—Por Cristo que es una daga bien larga —dijo Alfred.
Aliena deshizo la banda que se la sujetaba al antebrazo izquierdo, y luego se metió en la cama con la camisola puesta.
Alfred logró al fin quitarse las botas. Se despojó también de sus calzas y se puso en pie. La miró lascivo.
—Quítate la ropa interior —le dijo—. Tengo derecho a ver las tetas de mi mujer.
Aliena vaciló. En cierto modo se sentía reacia a quedarse desnuda, pero sería estúpido negarse a lo primero que pedía. Se sentó, obediente y se sacó la camisola por la cabeza, esforzándose por olvidar cuán diferente se había sentido al hacer lo mismo aquella misma mañana para Jack.
—Qué par de bellezas —exclamó Alfred.
Se acercó y, en pie junto a la cama, le cogió el seno derecho. Tenía las manazas ásperas y las uñas sucias. Apretó con demasiada fuerza lo que hizo a Aliena dar un respingo. Él se echó a reír y la soltó. Retrocedió, se quitó la túnica y la colgó en una percha. Luego se acercó de nuevo a la cama y apartó la sabana que cubría a Aliena. Ella tragó con dificultad. De aquella manera, desnuda ante sus ojos, se sentía vulnerable.
—Por el cielo que esta tiene buen vello —alargó el brazo y la palpó entre las piernas. Aliena se puso rígida y luego, obligándose a tranquilizarse apartó los muslos—. Buena chica —dijo él al tiempo que metía un dedo dentro de ella.
Aliena no podía comprenderlo. Aquella misma mañana con Jack estaba húmeda y resbaladiza. Alfred gruñó y forzó más hondo el dedo.
Aliena tenía ganas de llorar. Sabía de antemano que no iba a disfrutar, pero no esperaba que él se mostrara tan insensible. Ni siquiera la había besado todavía. No me quiere, se dijo, creo que ni siquiera le gusto. Soy una hermosa yegua joven sobre la que está a punto de cabalgar. De hecho solía tratar a su caballo mejor, le daba palmadas y le acariciaba para que se acostumbrara a él y le hablaba en tono cariñoso para calmarlo. Aliena luchó por contener las lágrimas. Soy yo quien aceptó esto, se dijo, nadie me obligaba a casarme con él, así que ahora he de soportarlo.
—Seca como un sarmiento —farfulló Alfred.
—Lo siento —musitó la joven.
Alfred apartó la mano, escupió dos veces en ella y la frotó entre las piernas de Aliena. Parecía una actitud espantosamente desdeñosa.
Aliena se mordió el labio y apartó la vista.
Él le separó los muslos; ella cerró los ojos y luego los abrió obligándose a mirarle mientras pensaba: Acostúmbrate a esto; vas a estar haciéndolo durante el resto de tu vida. Él se metió en la cama y se arrodilló entre las piernas de ella. Pareció fruncir el ceño. Le puso una mano entre los muslos obligándola a abrirse y metió la otra mano debajo de su propia camisa. Aliena podía ver la mano moviéndose debajo del tejido. El ceño de él se hizo más profundo.
—Santo cielo —farfulló—. Tienes tan poca vitalidad que me corta. Es como estar con un cadáver.
Era injusto que la culpara a ella.
—¡No sé lo que se espera que haga! —manifestó llorosa.
—Algunas chicas disfrutan con ello —replicó él.
¡Disfrutar!, se dijo Aliena. ¡Imposible! Pero entonces recordó cómo aquella misma mañana había gemido y gritado de puro deleite. Parecía no existir relación alguna entre lo que hizo por la mañana y lo que estaba haciendo en aquellos momentos. Era una locura. Se incorporó y se sentó en la cama. Alfred se estaba frotando debajo de la camisa.
—Déjame a mí —le dijo Aliena al tiempo que deslizaba la mano entre las piernas de él.
La encontró laxa y sin vitalidad. No estaba segura de lo que tenía que hacer con ella. La apretó suavemente; luego, la frotó con las yemas de los dedos. Le miró a la cara espiando su reacción. Sólo parecía enfadado. Aliena prosiguió sin el menor resultado.
—Hazlo más fuerte —le dijo Alfred.
Empezó a frotarla con vigor. Seguía blanda, pero él movía las caderas como si estuviera disfrutando con ello. Animada, empezó a friccionar con más fuerza todavía. De repente Alfred gritó de dolor y se apartó.
—¡Vaca estúpida! —le gritó al tiempo que le daba una bofetada con el revés de la mano, con tal fuerza que la hizo caer de lado.
Quedó tumbada en la cama gimiendo por el dolor y el miedo.
—¡No sirves para nada! ¡Estás maldita! —gritó él furioso.
—¡Lo he hecho lo mejor que he podido!
—Tienes un coño insensible.
Escupió, la cogió por los brazos, la levantó en alto y la echó de la cama. Aliena cayó al suelo sobre la paja.
—Esa bruja de Ellen es la culpable de esto —dijo—. Siempre me ha odiado.
Aliena rodó y luego, arrodillándose en el suelo, se quedó mirándolo. No parecía que fuera a golpearla de nuevo. Ya no estaba enfurecido, sólo amargado.
—Puedes quedarte ahí —le dijo—. No me sirves como mujer, así que debes quedarte fuera de mi cama. Puedes ser como un perro y dormir en el suelo —calló un instante—. ¡No puedo soportar que me mires! —gritó con una nota de pánico en la voz. Dirigió la vista en derredor en busca de la vela y, en cuanto la encontró, la apagó de un manotazo, a continuación de lo cual cayó al suelo.
Aliena permaneció inmóvil en la oscuridad. Oyó a Alfred acostarse sobre el colchón de plumas, cubrirse con la manta y arreglarse las almohadas. Ella no se atrevía ni a respirar. Alfred siguió despierto durante mucho tiempo, moviéndose inquieto y dando vueltas en la cama, pero no se levantó y tampoco habló con ella. Al fin se quedó sosegado y su respiración se hizo regular. Cuando estuvo segura de que dormía, atravesó a gatas la habitación evitando que la paja crujiera y fue hasta el rincón. Se acurrucó allí y permaneció despierta. Por último rompió a llorar. Intentó contenerse por miedo a despertarle, pero le fue imposible contener las lágrimas y empezó a sollozar calladamente. Si a Alfred le había despertado el ruido, no dio señales de ello. Aliena siguió donde estaba, tumbada en un rincón sobre la paja, llorando en silencio hasta que el sueño la rindió.