Capítulo Diez

1

El día de san Agustín el trabajo terminaba a mediodía. La mayoría de los constructores recibían con un suspiro de alivio la campana que lo anunciaba. Sin embargo, Jack estaba demasiado absorto en su tarea para oírla. Se sentía hipnotizado ante el desafío de cincelar formas redondeadas y suaves sobre la dura piedra, la cual tenía voluntad propia y, si intentaba hacerle algo que ella no quisiera, solía combatirle haciendo que su cincel resbalara, que esculpiera demasiado hondo estropeando así las formas. Pero, una vez que llegaba a conocer al trozo de roca que tenía ante sí, podía transformarlo a su gusto. Cuanto más difícil era la labor, más fascinado se sentía. Empezaba a tener la sensación de que el cincelado decorativo que quería Tom era demasiado fácil. Las molduras en zigzags, rombos, dientes de perro, espirales o simples volutas habían llegado a aburrirle, e incluso aquellas hojas resultaban rígidas y repetitivas. Quería cincelar follaje de aspecto natural, flexible e irregular, y copiar las distintas formas de hojas auténticas de roble, fresno y abedul. Pero Tom no iba a dejarle. Y, sobre todo, quería cincelar escenas históricas: Adán y Eva, David y Goliat… O bien el Día del Juicio Final, con monstruos, demonios y gentes desnudas. Pero no se atrevía a proponerlo.

Tom hizo que al fin dejara de trabajar.

—Es fiesta, zagal —le dijo—. Además, todavía eres aprendiz mío y quiero que me ayudes a recoger. Todas las herramientas han de quedar guardadas antes del almuerzo.

Jack guardó con sumo cuidado su martillo y sus cinceles y con grandes precauciones depositó, en el cobertizo de Tom, la piedra en la que había estado trabajando. Luego, se encaminó con su padrastro al enclave de la construcción. Los demás aprendices estaban ordenándolo todo y barriendo las esquirlas de piedra, la arena, los pelotones de argamasa seca y las virutas de madera que prácticamente cubrían el suelo. Tom recogió sus compases y su nivel, y lo mismo hizo Jack con sus varas medidoras de una yarda y sus plomadas, y lo llevó todo al cobertizo.

Tom guardaba en ese cobertizo sus poles, largas varas de hierro, cuadradas en la sección transversal y perfectamente rectas, todas ellas de la misma longitud. Se conservaban en una espetera especial de madera herméticamente cerrada. Eran varas de medición lineal. Mientras seguían recorriendo el enclave, recogiendo esparaveles y palas, Jack iba pensando en los poles.

—¿Qué longitud tiene un pole? —preguntó.

Algunos de los albañiles le oyeron y se echaron a reír. A menudo encontraban divertidas las preguntas de Jack.

—Un pole es un pole —contestó Edward Short, un albañil pequeño y viejo de tez apergaminada y nariz torcida. Todos volvieron a reír.

Se divertían embromando a los aprendices, sobre todo si eso les permitía hacer alarde de sus conocimientos superiores. A Jack le fastidiaba en extremo que se rieran de su ignorancia; pero aguantó por mor de su gran curiosidad.

—No lo entiendo —dijo paciente.

—Una pulgada es una pulgada, un pie es un pie y un pole es un pole —contestó Edward—. Así pues, el pole es una unidad de medición.

—¿Cuántos pies tiene un pole?

—¡Ajá! Eso depende. En Lincoln, dieciocho. Dieciséis en Anglia Oriental…

Tom le interrumpió con una respuesta sensata.

—Aquí, un pole tiene quince pies.

—En París no utilizan para nada el pole… Sólo las varas medidoras —dijo una mujer albañil de mediana edad.

—Todo el proyecto de la iglesia se basa en los poles. Ve a buscar uno y te lo mostraré. Ya es hora de que aprendas esas cosas —dijo Tom a Jack al tiempo que le entregaba una llave.

Jack fue hasta el cobertizo y cogió un pole de la ringlera. Era muy pesado. A Tom le gustaba explicar cosas y a Jack le encantaba escuchar. La organización del enclave de la construcción formaba un diseño fascinante, semejante al tejido de un abrigo de brocado y, cuanto más lo iba entendiendo, más le atraía.

Tom se encontraba en pie en la nave lateral, en el extremo abierto del presbiterio a medio construir, donde habría de estar la crujía. Cogió el pole y lo dejó sobre el suelo de manera que cruzaba la nave.

—Desde el muro exterior hasta el centro del pilón de la arcada, es un pole —dijo Tom; movió la vara e invirtió los extremos—. Desde ahí hasta el centro de la nave, es un pole —repitió la operación y alcanzó el centro del pilón opuesto—. La nave tiene un ancho de dos poles.

—Sí —dijo Jack—. Y cada intercolumnio ha de tener la longitud de un pole.

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Tom un poquito fastidiado.

—Nadie. Los intercolumnios de las naves laterales son cuadrados, de manera que si tienen un pole de ancho han de tener otro de largo. Y desde luego los intercolumnios de la nave central son de la misma longitud que los de las laterales.

—Desde luego —asintió Tom—. Deberías ser un filósofo.

En el tono de su voz había una mezcla de orgullo e irritación. Se sentía complacido de que Jack captara las cosas con tanta rapidez e irritado al comprobar que un simple muchacho captara con tal facilidad los misterios de la albañilería.

Jack, por su parte, se sentía demasiado cautivado ante la lógica de todo aquello para prestar atención a los puntos sensibles de Tom.

—Entonces, el presbiterio tiene una longitud de cuatro poles —dijo—. Y cuando toda la iglesia quede terminada será de doce poles. —En ese momento, se le ocurrió otra idea—. ¿Qué altura tendrá?

—Seis poles de alto. Tres para la arcada, uno para la galería y dos para el trifolio.

—¿Y por qué ha de medirse todo con poles? ¿Por qué no construir al buen tuntún igual que se hace con las casas?

—En primer lugar, porque así resulta más barato. Todos los arcos de la arcada son idénticos, de manera que podemos volver a utilizar las cimbras. Cuantos menos sean los tamaños y formas de piedra que necesitemos, menos serán los gálibos que hay que hacer. Y así sucesivamente. En segundo lugar, simplifica cada uno de los aspectos de lo que estamos haciendo. Desde el trazado original, ya que todo él está basado en un pole cuadrado, hasta la pintura de los muros pues resulta más fácil calcular cuánta lechada necesitaremos. Y cuanto más sencillas son las cosas, menos errores se cometen. La parte más costosa de un edificio son los errores. Y, en tercer lugar, cuando todo se basa en la medición con pole, el aspecto de la iglesia es perfecto. La proporción es la clave de la belleza.

Jack asintió encantado. La lucha por controlar una operación tan ambiciosa e intrincada como la construcción de una catedral era, en todo momento fascinante. La idea de que los principios de regularidad y repetición pudieran simplificar la construcción y se obtuviese como resultado un edificio armonioso, era en verdad seductora. Pero no se hallaba muy convencido de que la proporción fuera la clave de la belleza. Él tenía debilidad por las cosas agrestes, esparcidas, alborotadas, como las altas montañas, los viejos robles y el pelo de Aliena.

Estaba hambriento y devoró el almuerzo con rapidez. Luego, salió de la aldea y se encaminó hacia el norte. Era un día cálido de principios de verano e iba descalzo. Desde que su madre y él fueron a vivir a Kingsbridge de manera definitiva y se convirtió en un trabajador, había disfrutado volviendo al bosque de cuando en cuando. Al principio, pasaba el tiempo desahogando energías acumuladas, corriendo y saltando, trepando a los árboles y disparando su honda contra los patos. Eso ocurrió cuando empezaba a acostumbrarse a su nuevo cuerpo, más alto y fuerte. Pero la novedad dejó de serlo, y ya pensaba en cosas mientras deambulaba por el bosque. En por qué la proporción había de ser hermosa, en cómo los edificios se mantenían en pie y en qué sentiría acariciando los senos de Aliena. Durante años, la había adorado a distancia. La más constante imagen de ella en su pensamiento era la de la primera vez que la vio bajando las escaleras en el salón de Earlcastle y se dijo que debía de ser la princesa de un cuento. Pero siguió siendo una figura remota.

Hablaba con el prior Philip, con Tom Builder y con Malachi el judío y también con otras personas acaudaladas y poderosas de Kingsbridge. Pero Jack jamás tuvo ocasión de dirigirse a ella. Se limitaba a mirarla, rezando en la iglesia o cabalgando en su palafrén por el puente, y también tomando el sol delante de su casa, envuelta en costosas pieles en invierno y vistiendo hermosos trajes de lino en verano, con el pelo alborotado enmarcándole el bello rostro. Antes de dormirse cada noche, solía pensar en lo maravilloso que sería quitarle aquellos ropajes, verla desnuda y besar acariciador sus suaves labios.

Durante las últimas semanas, se había sentido desazonado y deprimido a causa de esas ensoñaciones despierto. Ya no le bastaba con verla a distancia y escuchar sus conversaciones con otras gentes e imaginar que le hacía el amor. Necesitaba que fuera algo real.

Había varias jóvenes de su edad que podrían darle cuanto ansiaba de manera tangible. Entre los aprendices, se hablaba mucho de las muchachas de Kingsbridge y, sobre todo, de las turbulentas. Se decía con toda claridad lo que cada una de ellas dejaba que le hiciera un chico. La mayoría estaban decididas a seguir siendo vírgenes hasta que se casaran, de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia. Pero había algunas cosas que podían hacer sin dejar de ser vírgenes o, al menos, eso era lo que explicaban los aprendices. Todas las jóvenes pensaban que Jack era algo raro. Él pensó que probablemente tenían razón. Pero una o dos de ellas encontraban atractiva esa rareza. Un domingo, después de misa, había entablado conversación con Edith, hermana de un compañero aprendiz. Pero cuando Jack empezó a hablar de lo mucho que le gustaba cincelar la piedra, rompió a reír como una tonta. El domingo siguiente había ido a pasear por el campo con Ann, la rubia hija del sastre. Jack no había hablado demasiado; pero la besó y luego sugirió que se tumbaran en un campo verde de cebada. Allí volvió a besarla tocándole los senos. Ella lo besó a su vez con entusiasmo; pero, al cabo de un rato, se apartó de él y le preguntó: ¿Quién es ella? Jack que, en ese preciso momento, había estado pensando en Aliena, quedó anonadado. Intentó dar de lado la pregunta y volver a besarla. Pero ella apartó la cara diciendo: Quienquiera que sea, es una chica afortunada. Volvieron juntos a Kingsbridge y, al despedirse, Ann le había dicho: No pierdas el tiempo intentando olvidarla. No lo conseguirás. Ella es la que tú quieres, así que más vale que lo intentes y lo logres. Le había sonreído con afecto al tiempo que añadía: Tienes un rostro atractivo. Acaso no sea tan difícil como crees.

Su amabilidad le hizo sentirse incómodo, tanto más al ver una de las zagalas a las que los aprendices calificaban de fáciles, y él había dicho a todos que iba a intentar palparla. Ahora ya le parecía tan juvenil aquella manera de hablar que le daba repeluzno. Pero si hubiera dicho a Ann el nombre de la mujer que llenaba su mente, es posible que no se hubiera mostrado tan alentadora. Jack y Aliena formaban la pareja menos adecuada que podía imaginarse. Ella tenía veintidós años y él diecisiete; era hija de un conde, y él un bastardo; era una acaudalada mujer de negocios de lana, y él un aprendiz sin un penique. Y lo que era aún peor, había adquirido fama por el número de pretendientes a quienes había rechazado. Todo señor joven y presentable del Condado, así como los hijos primogénitos de todos los mercaderes prósperos, habían acudido a Kingsbridge para cortejarla; y todos ellos se habían ido decepcionados. ¿Qué oportunidad podía tener Jack, que no tenía nada que ofrecerle, salvo «un rostro atractivo»?

Aliena y él sólo tenían una cosa en común. A ambos les gustaba el bosque. Era una peculiaridad de los dos. La mayoría de las gentes preferían la seguridad de los campos y las aldeas y se mantenían alejados del bosque. Pero Aliena paseaba a menudo por las florestas cercanas a Kingsbridge, y había un lugar especial, bastante apartado, donde gustaba detenerse y sentarse. Jack la había visto allí una o dos veces; aunque la joven no se había percatado de su presencia, pues andaba sigiloso como había aprendido a hacerlo en su infancia, cuando tenía que encontrar su comida en el bosque.

Se encaminaba hacia el calvero de Aliena sin tener la menor idea de lo que haría si llegase a encontrarla allí. Sabía muy bien, eso sí, lo que le gustaría hacer. Tumbarse a su lado y acariciarle el cuerpo. Podía hablar con ella pero ¿qué podría decirle? Le resultaba fácil conversar con las jóvenes de su misma edad. Había bromeado con Edith diciéndole: No creo todas esas cosas terribles que tu hermano cuenta de ti. Y, como era de esperar, la muchacha quiso saber cuáles eran esas terribles cosas. Con Ann había ido directamente al grano: ¿Te gustaría ir a pasear conmigo al campo esta tarde? Pero cuando intentaba imaginar la forma de abordar a Aliena, su mente se quedaba en blanco. No podía evitar pensar en ella como perteneciente a la generación mayor. Se mostraba tan grave y responsable. Jack sabía que no siempre había sido así. A los diecisiete años, era una joven bulliciosa. Desde entonces, debió de haber sufrido penalidades atroces. Sin embargo, la muchacha alegre debía encontrarse todavía en alguna parte de aquella mujer solemne. Eso la hacía aún más fascinante para Jack.

Se estaba acercando al lugar preferido de Aliena. El bosque se hallaba silencioso bajo el bochorno del día. Jack se movía con sigilo entre los matorrales. Quería verla antes de que ella pudiera descubrirle. Todavía no estaba seguro de si tendría el valor de abordarla.

Ante todo, temía indisponer su voluntad. Había hablado con ella el primer día de su regreso a Kingsbridge, aquel domingo de Pentecostés en que acudieron todos los voluntarios para trabajar en la catedral. Pero sus palabras no fueron acertadas, con el resultado de que apenas habían cruzado algunas breves frases durante cuatro años. No quería volver a dar un resbalón semejante. Momentos después, atisbó por detrás del tronco de una haya y la vio.

Había elegido un lugar de extraordinaria belleza. Una pequeña cascada caía en una lagunilla profunda rodeada de piedras cubiertas de musgo. El sol brillaba en las orillas de la laguna; pero un poco más atrás las hayas daban su sombra. Aliena estaba sentada entre sol y sombra, leyendo un libro.

Jack se sintió asombrado. ¿Una mujer? ¿Leyendo un libro? ¿A las claras? Las únicas personas que leían libros eran los monjes, y muchos de ellos no leían otra cosa que los oficios sagrados. Y además era un libro fuera de lo corriente, mucho más pequeño que los tomos de la biblioteca del priorato. Parecía como si lo hubieran hecho a propósito para una mujer, o para alguien que quisiera llevarlo consigo. Estaba tan sorprendido que olvidó su timidez. Se abrió paso entre los arbustos y entró en el calvero.

—¿Qué estás leyendo? —preguntó a bocajarro.

Aliena se sobresaltó y lo miró con ojos aterrados. Jack comprendió que la había asustado. Se sintió muy torpe y temió haber empezado una vez más con el pie izquierdo. Aliena se llevó en seguida la mano derecha a la manga izquierda. Jack recordó que hubo un tiempo en que la joven llevaba una daga oculta en la manga. Tal vez la llevara todavía. Un instante después Aliena lo reconoció, y su miedo se esfumó con la misma rapidez que había llegado. Pareció aliviada aunque un poco irritada, bien a pesar de Jack pues tuvo la impresión de que no era bien recibido. Le hubiera gustado dar media vuelta y desaparecer en el bosque. Pero eso dificultaría el que pudiera hablarle en otra ocasión, de manera que permaneció allí inmóvil.

—Siento haberte asustado —dijo afrontando su mirada no muy amistosa.

—No me has asustado —le replicó con viveza.

Jack sabía que eso no era verdad; pero no estaba dispuesto a discutir con ella.

—¿Qué estás leyendo? —volvió a preguntar como al principio.

Aliena miró el volumen encuadernado que tenía sobre las rodillas y su expresión cambió de nuevo, volviéndose melancólica.

—Mi padre compró este libro durante su último viaje a Normandía. Lo trajo para mí. Unos días después, le hicieron prisionero.

Jack se acercó algo más y miró la página por la que estaba abierto.

—¡Es francés! —exclamó.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó asombrada Aliena—. ¿Puedes leer?

—Sí…, pero creí que todos los libros estaban en latín.

—En verdad casi todos lo están. Pero este es diferente. Es un poema titulado Historia de Alejandro.

Jack se decía: Lo estoy haciendo de veras… ¡Estoy hablando con ella! Es maravilloso. Pero… ¿qué voy a decirle ahora? ¿Cómo podré hacer que esto continúe?

—Humm… bueno, ¿de qué trata?

—Es la historia de un rey llamado Alejandro Magno y de cómo conquistó tierras maravillosas de oriente, donde las piedras preciosas crecen en las viñas y las plantas pueden hablar.

Jack se sentía lo bastante intrigado para dar al olvido su desasosiego.

—¿Cómo pueden hablar las plantas? ¿Acaso tienen boca?

—No lo dice.

—¿Crees que esa historia es de verdad?

Aliena le miró interesada y Jack se encontró con los hermosos ojos oscuros de ella.

—No lo sé —le contestó—. Yo siempre me pregunto si las historias serán verdad. A la mayoría de la gente no le importa… Sencillamente les gustan.

—A excepción de los sacerdotes. Ellos creen siempre que las historias sagradas son verídicas.

—Pues claro que esas historias son verdad.

Ante las historias sagradas, Jack experimentaba el mismo escepticismo que con todas las demás; pero su madre, que le había imbuido ese escepticismo, le enseñó también a ser discreto; así que se abstuvo de discutir. Estaba intentando no mirar el pecho de Aliena, que se encontraba justamente al borde de su visión. Tenía la seguridad de que, si bajaba los ojos, ella sabría lo que estaba mirando. Trató de pensar en algo más que poder decir.

—Yo conozco un montón de historias —declaró—. Sé la Canción de Roldan y El peregrinaje de Guillermo de Orange…

—¿Qué quieres decir con eso de que las conoces?

—Puedo recitarlas.

—¿Como un juglar?

—¿Qué es un juglar?

—Un hombre que va por ahí contando historias.

Aquel concepto era nuevo para Jack.

—Nunca oí hablar de un hombre semejante.

—En Francia hay muchísimos. Cuando era niña, solía ir con mi padre al continente. Me encantaban los juglares.

—¿Pero qué es lo que hacen? ¿Se paran en la calle y hablan?

—Depende. Los días de fiesta acuden al salón del señor. Actúan en mercados y ferias. Divierten a los peregrinos en el exterior de las iglesias. A veces, los grandes barones tienen su propio juglar.

Jack pensó que no sólo estaba hablando con ella sino que tenía una conversación que no podía tener con ninguna otra joven de Kingsbridge. Estaba seguro de que él y Aliena eran las dos únicas personas del pueblo, aparte de su madre, que conocían la existencia de poemas en romance franceses. Tenían un interés común y estaban hablando sobre ello. La idea era tan excitante que perdió el hilo de lo que estaban diciendo y se sintió confuso y estúpido.

Por fortuna, Aliena seguía hablando.

—Lo habitual es que el juglar toque el violín mientras recita la historia. Cuando se habla de una batalla, lo toca rápido y fuerte; y es lento y acariciador al referirse a dos enamorados; se vuelve alborotador cuando se trata de una parte divertida.

A Jack le gustó la idea. Música de fondo para realzar los temas destacados de la historia.

—Me gustaría poder tocar el violín —manifestó.

—¿De veras puedes recitar historias? —preguntó Aliena.

Apenas podía creer que estuviera realmente interesada en él hasta el punto de hacerle preguntas personales. Su cara era aún más preciosa al mostrarse animada por la curiosidad.

—Me enseñó mi madre —dijo Jack—. Solíamos vivir en el bosque, los dos solos. Me relataba las historias una y otra vez.

—Pero ¿cómo puedes recordarlas? Se necesitan días para recitar algunos de ellos.

—No lo sé. Es como conocer el camino a través del bosque. No retienes en la mente todo el bosque; pero, dondequiera que estés, sabes por dónde has de seguir.

Echó una nueva ojeada al texto del libro y algo le llamó la atención. Se sentó en la hierba junto a ella para mirarlo más de cerca.

—Los ritmos son diferentes —dijo.

Aliena no sabía muy bien lo que Jack quería decir.

—¿En qué sentido?

—Son mejores. En La Canción de Roldan la palabra sword (espada) rima con lost, o horse (caballo) o incluso con ball (pelota). En tu libro la palabra sword rima con horde (horda), lord (señor) pero no loss (perdida), con board (tabla) pero no ball (pelota). Es un estilo de rimar completamente diferente. Pero es mejor, mucho mejor. Me gustan esas rimas.

—¿Querrías…? —parecía tímida—. ¿Querrías recitarme algo de la Canción de Roldan?

Jack cambió un poco de posición para poder contemplarla. La mirada intensa de ella, el centelleo anhelante de sus hechiceros ojos, le hicieron casi atragantarse. Tragó con fuerza y en seguida empezó.

El señor y rey de toda Francia, Carlomagno,

Ha pasado siete largos años luchando en España.

Ha conquistado las tierras altas y las llanuras.

Ante él no queda una sola fortaleza.

Tampoco muralla alguna le queda por derribar,

Nada más que Zaragoza, sobre una alta montaña,

Gobernada por el Rey Marsillio el Sarraceno.

Sirve a Mahoma, ante Apolo ora,

Pero ni siquiera ahí estará jamás a salvo.

Jack hizo una pausa.

—Lo conoces. ¡Es verdad que lo conoces! ¡Igual que un juglar! —exclamó impetuosa Aliena.

—Sin embargo ahora comprenderás lo que quiero decir sobre las rimas.

—Sí; pero, de cualquier manera, lo que a mí me gusta son las historias —dijo ella encantada chispeándole los ojos—: Recítame algo más.

Jack estaba a punto de perder el sentido de felicidad.

—Si lo quieres —aceptó con voz débil.

Y, mirándole a los ojos, empezó la segunda estrofa.

2

El primer juego en la víspera de San Juan consistía en comer el pan how-many[7] Al igual que ocurría con muchos de los juegos, había en él un atisbo de superstición que hacía que Philip se sintiera incómodo. Sin embargo, si intentara prohibir cada uno de los ritos con el regusto de viejas religiones resultarían proscritas la mitad al menos de las tradiciones del pueblo y, además, sería desafiado. De manera que ejercía una tolerancia discreta ante la mayoría de las cosas, adoptando una actitud firme respecto a unos cuantos excesos.

Los monjes habían instalado mesas sobre la hierba en el extremo occidental del recinto del priorato. Los pinches de cocina llevaban a través del patio calderos humeantes. El prior podía considerarse el señor del feudo, así que era responsabilidad suya ofrecer un festín a sus arrendatarios con ocasión de fiestas importantes. La política de Philip consistía en mostrarse generoso con la comida y parco con la bebida, de manera que servía cerveza floja y nada de vino. No obstante, había cinco o seis incorregibles que se las arreglaban para emborracharse hasta perder el sentido siempre que había fiesta.

Los ciudadanos principales de Kingsbridge se sentaban a la mesa de Philip. Tom Builder y su familia, los maestros artesanos más antiguos, incluido Alfred, el hijo mayor de Tom, y los mercaderes, entre ellos Aliena; aunque no Malachi el Judío, que solía incorporarse más tarde a las festividades, después de celebrado el oficio. Philip pidió silencio y bendijo la mesa. Luego, alargó a Tom la hogaza how-many. A medida que pasaban los años, Philip iba sintiendo un mayor aprecio por Tom. No había mucha gente que dijera lo que pensaba e hiciera lo que decía. Ante las sorpresas, crisis y desastres, Tom reaccionaba con toda calma sopesando las consecuencias, calibrando los daños y planeando la mejor solución. Philip lo miró con afecto. Tom era hoy un hombre muy diferente del que, cinco años atrás, llegó al priorato suplicando que le dieran trabajo. Entonces se encontraba exhausto, macilento y tan flaco que los huesos parecían a punto de perforar su piel curtida por la intemperie. Durante el tiempo que llevaba allí, había entrado en carnes; sobre todo desde que su mujer regresó. No es que estuviera gordo, pero tenía recubierta su gran osamenta y hacía ya mucho que aquella mirada desesperada se había desvanecido de sus ojos. Vestía ropa cara, una túnica verde Lincoln, calzaba zapatos de piel suave y llevaba un cinturón con hebilla de plata.

A Philip le correspondía hacer la pregunta que tendría que contestar el pan how-many («¿cuántos…?»).

—¿Cuántos años habrán de pasar hasta que quede terminada la catedral? —preguntó.

Tom dio un bocado al pan. Lo habían cocido con semillas pequeñas y duras en su interior y, a medida que Tom escupía las semillas en su mano, todo el mundo las iba contando en voz alta. A veces, cuando se practicaba ese juego y alguien tenía la boca llena de semillas, resultaba que nadie alrededor de la mesa podía contar en voz lo bastante alta. Pero ese día no existía semejante problema, estando presentes todos los mercaderes y artesanos. La respuesta resultó ser treinta. Philip simuló mostrarse consternado.

—¡Caramba, cuánto voy a vivir! —exclamó Tom, y todos rieron.

Tom pasó el pan a Ellen, su mujer. Philip se mostraba cauteloso respecto a ella. Al igual que la emperatriz Maud, tenía poder sobre los hombres, un tipo de poder con el que Philip no podía competir. El día en que Ellen fue arrojada del priorato, había hecho algo aterrador, una cosa en la que todavía ahora Philip se sentía incapaz de pensar. Había dado por sentado que jamás volvería a verla. Pero un día descubrió horrorizado que había regresado, y Tom le suplicó que la perdonara. Tom había alegado con astucia que, si Dios podía perdonar su pecado, entonces Philip no tenía derecho a negarle el suyo. Philip sospechaba que la mujer no se sentía ni mucho menos arrepentida. Pero Tom se lo había pedido el día que acudieron los voluntarios y salvaron la catedral, y Philip se encontró concediendo a Tom su deseo en contra de su sentimiento. Se habían casado en la iglesia parroquial, una pequeña construcción de madera en la aldea, que había estado allí mucho antes que el priorato. Desde entonces, Ellen se había comportado bien y no había dado motivo a Philip para que lamentara su decisión. Sin embargo, siempre le hacía sentirse incómodo.

—¿A cuántos hombres quieres? —le había preguntado Tom.

Ellen dio un pequeño mordisco al pan, lo que hizo que todos rieran de nuevo. En aquel juego, las preguntas tendían a ser un poco maliciosas. Philip sabía que, si él no estuviera presente, hubieran sido descaradamente impúdicas.

Ellen contó tres semillas. Tom fingió sentirse ofendido.

—Os diré quiénes son mis tres amores —dijo Ellen; Philip confiaba en que no diría nada ofensivo—. El primero es Tom. El segundo Jack. Y el tercero Alfred.

Todos la aplaudieron por su ingenio, y el pan siguió su recorrido alrededor de la mesa. Le había llegado el turno a Martha, la hija de Tom. Tenía unos doce años y era tímida. El pan le predijo que tendría tres maridos, lo que no parecía probable.

Martha pasó el pan a Jack. Al hacerlo, Philip observó su mirada de adoración, y comprendió que la niña admiraba a su hermanastro como a un héroe.

Jack intrigaba a Philip sobremanera. Había sido un chiquillo feo, con su pelo color zanahoria, su piel pálida y sus ojos verdes y saltones; pero ahora, convertido ya en un joven, se habían perfeccionado sus rasgos y su rostro resultaba tan llamativamente atractivo que los forasteros se volvían a mirarlo. En cuanto a temperamento, era tan indómito como su madre. Se mostraba muy poco disciplinado y no tenía la menor idea de lo que quería decir obediencia. Como aprendiz de cantero, había resultado prácticamente inútil, ya que en lugar de mantener una entrega constante de argamasa y piedras, intentaba amontonar lo necesario para todo un día y luego irse a hacer otra cosa. Siempre estaba desapareciendo. En cierta ocasión, decidió que ninguna de las piedras que había allí almacenadas era apropiada para el esculpido especial que tenía que hacer, así que, sin decir nada a nadie, recorrió todo el camino hasta la cantera y cogió una piedra que le había gustado. Dos días después, llegó con ella al priorato a lomos de un pony prestado. Pero la gente le perdonaba sus extravagancias, en parte porque tenía unas dotes excepcionales para esculpir, y también porque era muy simpático…, rasgo que desde luego, a juicio de Philip, no había heredado de su madre. A veces Philip había reflexionado sobre lo que Jack podría hacer en la vida. Si entrara en la Iglesia le sería fácil llegar a obispo.

—¿Cuántos años pasarán antes de que te cases? —le preguntó Martha.

Jack dio un mordisquito. Al parecer tenía muchas ganas de casarse. Philip se preguntó si pensaba en alguien en particular. Jack, a todas luces consternado, se encontró con un montón de semillas en la boca y, mientras las contaban, la expresión de su rostro era de enorme indignación.

El total dio treinta y uno.

—¡Tendré cuarenta y ocho años! —protestó con vehemencia.

Todos lo tomaron por una graciosa exageración. Salvo Philip que, al hacer el cálculo, lo encontró correcto y quedó maravillado de que Jack hubiera podido sumar con tal rapidez. Ni siquiera Milius, el tesorero, era capaz de hacerlo. Jack estaba sentado junto a Aliena. Philip recordó que aquel verano los había visto juntos varias veces. Probablemente se debería a que ambos eran muy inteligentes. En Kingsbridge, no había mucha gente con quien Aliena pudiera hablar a su mismo nivel. Y Jack, no obstante sus actitudes indómitas, era más juicioso que los otros aprendices. Pese a todo, a Philip le intrigaba aquella amistad ya que, a su edad, cinco años marcaba una gran diferencia.

Jack pasó el pan a Aliena y le hizo idéntica pregunta que le habían hecho a él.

—¿Cuántos años pasarán antes de que te cases?

Se escuchó un murmullo de protesta, ya que era demasiado fácil repetir lo mismo. Se suponía que el juego era un ejercicio de ingenio y de originalidad. Pero Aliena, que ya era famosa por el número de pretendientes que había rechazado, les divirtió dando un gran bocado al pan e indicando así que no quería casarse. Pero su astucia no le sirvió de mucho. Escupió una sola semilla.

Si va a casarse el año próximo, se dijo Philip, todavía no ha aparecido en escena el novio. Claro que él no creía en el poder de predicción del pan. Lo más probable sería que muriera solterona, salvo que no era doncella, según los rumores, ya que la gente decía que William Hamleigh la había seducido o violado.

Aliena pasó el pan a su hermano Richard. Pero Philip no oyó lo que le preguntaba. Seguía pensando en Aliena. De manera inesperada, ni Aliena ni él habían logrado vender aquel año la totalidad de su lana. El remanente no era importante, menos de una décima parte de la producción de Philip y una proporción todavía menor de la de Aliena. Pero, en cierto modo, resultaba desalentador. A raíz de ese resultado, Philip se había sentido preocupado ante la posibilidad de que Aliena quisiera romper el trato en lo referente a la lana del año siguiente. Sin embargo, mantuvo lo acordado y le pasó religiosamente ciento siete libras.

La gran noticia durante la Feria del Vellón de Shiring había sido el anuncio de Philip de que al año siguiente Kingsbridge celebraría su propia feria. La mayoría de la gente acogió complacida la idea, ya que los arriendos y portazgos que William Hamleigh cargaba en Shiring eran en exceso gravosos, y Philip pensaba aplicar tarifas mucho más bajas. Hasta aquel momento, el conde William no había hecho patente su reacción.

Philip tenía la impresión de que, en todos los conceptos, las perspectivas del priorato eran muchísimo mejores de lo que parecían hacía seis meses. Había logrado resolver el problema planteado por el cierre de la cantera y hacer fracasar el intento de William de impedir la celebración del mercado. Su mercado dominical era de nuevo un hervidero, y pagaba con creces la costosa piedra procedente de una cantera cerca de Marlborough. Durante toda la crisis, la construcción de la catedral había proseguido ininterrumpida, aunque con justeza.

Lo único que todavía inquietaba a Philip era que Maud aún no hubiese sido coronada. Aunque resultaba indiscutible que era ella quien tenía el mando, y los obispos le habían dado su aprobación, su autoridad se basaba tan sólo en su poderío militar hasta que se llevara a cabo la necesaria coronación. La mujer de Stephen todavía retenía Kent, y el municipio de Londres era ambivalente. Un solo golpe de mala suerte, o una decisión desafortunada, podría dar al traste con ella al igual que la batalla de Lincoln destruyó a Stephen. Y entonces volvería a imperar la anarquía.

Philip se dijo que no debía ser pesimista. Miró en derredor suyo a la gente que se sentaba a la mesa. El juego había terminado, y todos se afanaban con su comida. Eran hombres y mujeres honrados y buenos, que trabajaban arduamente y acudían a la iglesia.

Comían potaje de vegetales, pescado cocido sazonado con pimienta y jengibre, toda una variedad de platos, y, de postre, natillas ingeniosamente coloreadas con rayas rojas y verdes. Una vez terminada la comida todos ellos trasladaron sus bancos a la iglesia, todavía sin terminar, para la representación.

Los carpinteros habían hecho dos mamparas que colocaron en las naves laterales en el extremo oeste, cerrando el espacio entre el muro de la nave y el primer pilón de la arcada, ocultando así, de manera efectiva, el último intercolumnio de cada una de las naves. Los monjes que habían de representar los papeles se encontraban ya detrás de las mamparas, esperando aparecer en el centro de la nave para dar vida a la historia. El que iba a hacer de Adolfo, un novicio barbilampiño de rostro angélico, se encontraba ya tumbado sobre una mesa, en el extremo más alejado de la nave, envuelto en un sudario, simulando estar muerto e intentando contener la risa.

Aquella representación inspiraba a Philip sentimientos encontrados, al igual que el juego del pan ¿cuántos? ¡Era tan fácil caer en la irreverencia y la vulgaridad! Pero a la gente le gustaba tantísimo que, si no la hubiera permitido, habrían tenido su propia representación fuera de la iglesia; y, libres de su vigilancia, se habría convertido en algo por completo indecente. Además, a quienes más les gustaba era a los monjes que tomaban parte en la representación. Disfrazarse y simular ser otra persona, así como actuar de manera afrentosa, rayando incluso en el sacrilegio, parecía proporcionarles una especie de desahogo debido, con toda probabilidad, a que, en su vida real, se comportaban con una gran solemnidad.

Antes de la representación, se celebró uno de los oficios sagrados habituales, que el sacristán procuró que fuese corto. Luego, Philip hizo un breve relato de la vida ejemplar de san Adolfo y de sus milagrosas obras; tras lo cual tomó asiento entre el público y se dispuso a ver la representación.

De detrás de la mampara izquierda, salió una figura grande vistiendo lo que en un principio pareció una indumentaria informe y de gran colorido; pero que, observada de más cerca, se veía que estaba formada por trozos de tela de vistosos colores, enrollada a la figura y sujeta con alfileres. El hombre tenía la cara pintada y llevaba un abultado saco de dinero. Se trataba del bárbaro rico. Ante su atavío, hubo un murmullo de admiración, que se convirtió en grandes risas al reconocer la gente al actor que había detrás del disfraz. Era el hermano Bernard, el gordo cocinero a quien todos conocían y querían.

Desfiló varias veces arriba y abajo para que todo el mundo pudiera admirarlo, y se abalanzó sobre los chiquillos que se encontraban en primera fila, provocando grititos de terror. Luego, se arrastró hasta el altar, mirando sin cesar en derredor como para asegurarse de que estaba solo, y colocó el saco del dinero detrás de él.

Se volvió hacia el público y, mirando de soslayo, dijo en voz alta:

—Esos locos de cristianos temerán robarme mi plata porque se imaginan que está bajo la protección de san Adolfo. ¡Ja, ja!

Dicho esto, se retiró tras la mampara.

Por el lado contrario, entró un grupo de proscritos vestidos de harapos, enarbolando espadas de madera y hachas, con las caras tiznadas con una mezcla de hollín y tiza. Recorrieron la nave con aire bravucón, hasta que uno de ellos vio el saco del dinero detrás del altar. Se produjo entonces una discusión. ¿Lo robarían o no? El Buen Proscrito alegaba que, con toda seguridad, les daría mala suerte. El Proscrito Malo decía que un santo muerto no podía hacerles daño. Al final, cogieron el dinero y se sentaron en un rincón para contarlo.

Volvió a entrar el bárbaro, buscó por doquier sus caudales y sufrió un ataque de furia. Se acercó a la tumba de san Adolfo, y lo maldijo por no haber protegido su tesoro.

De repente el santo se alzó de su tumba.

El bárbaro se sintió sobrecogido de terror. San Adolfo, ignorándole por completo, se acercó a los proscritos. En actitud dramática, los fulminó uno tras otro con sólo apuntarles con el dedo. Todos ellos simularon los angustiosos espasmos de la muerte, rodando por el suelo, retorciendo sus cuerpos de manera grotesca y haciendo muecas espantosas.

El santo perdonó tan sólo al Buen Proscrito, el cual volvió a poner el dinero detrás del altar.

—¡Guardaos quienes de entre vosotros oséis dudar del poder de san Adolfo! —dijo entonces el santo volviéndose hacia el público.

Y con ello concluyó la representación.

La audiencia vitoreó y aplaudió. Los actores permanecieron unos momentos en la nave sonriendo con timidez. El propósito del drama era, por supuesto, la moraleja; pero Philip sabía que con lo que más había disfrutado la gente había sido con las extravagancias, la furia del bárbaro y las angustias de muerte de los proscritos. Cuando concluyeron los aplausos, Philip se puso en pie y anunció que las carreras comenzarían en breve en los pastos, junto a las márgenes del río.

Aquel fue el día en que Jonathan, a sus cinco años, descubrió que, después de todo, no era el corredor más rápido de Kingsbridge. Participó en la carrera infantil vistiendo su hábito de monje hecho a medida, provocando grandes risas al sujetárselo a la cintura y correr enseñando sus diminutos calzoncillos. Sin embargo, estuvo compitiendo con niños mayores que él y terminó entre los últimos. Su expresión al darse cuenta de que había perdido era tan asombrada y decepcionada que Tom se sintió dolido por él y lo cogió en brazos para consolarle.

Entre Tom y el huérfano del priorato se había establecido una relación especial que se iba fortaleciendo poco a poco sin que a nadie en la aldea se le ocurriera pensar que podía haber una razón especial para ello. Tom pasaba todo el día en el interior del recinto del priorato, por el que Jonathan correteaba con toda libertad, así que era inevitable que se viesen de continuo. Tom estaba en esa edad en que los hijos son demasiado crecidos para hacer gracias, pero todavía no le han dado nietos, por lo que a veces sienten un cariñoso interés hacia los niños de otros. Por lo que Tom podía saber, a nadie se le había ocurrido jamás que él fuera el padre de Jonathan. Lo que a veces sospechaba la gente era, más bien, que el verdadero padre del chico fuese Philip. Era una suposición mucho más natural, aún cuando el monje se hubiera mostrado sin duda horrorizado si hubiese sido tal cosa.

Jonathan descubrió a Aarón, el hijo mayor de Malachi, y se fue a jugar con su amigo escurriéndose de los brazos de Tom, sin darse cuenta de su decepción.

Mientras tenía lugar la carrera de los aprendices, Philip se acercó y se sentó sobre la hierba junto a Tom. Era un día soleado y caluroso. En la afeitada cabeza de Philip, brillaba el sudor. La admiración que Tom sentía por el prior aumentaba año tras año. Al mirar a su alrededor y ver a los jóvenes corriendo su carrera, a la gente mayor dormitando a la sombra y a los niños chapoteando en el río, pensaba que era Philip quien mantenía la armonía de todo ello. Gobernaba la aldea impartiendo justicia, decidiendo dónde habrían de construirse nuevas casas y terminando con las disputas. También daba trabajo a la mayoría de los hombres y a muchas mujeres, ya fuera trabajando en la construcción o como sirvientes del priorato. Y administraba el propio priorato, que era el corazón palpitante de toda aquella organización. Alejó a los barones rapaces, negoció con el monarca y mantuvo a raya al obispo. Todas aquellas gentes bien alimentadas, que disfrutaban tumbadas al sol, debían en cierto modo su prosperidad a Philip. El propio Tom era el ejemplo más patente. Tenía pleno conocimiento de la profunda clemencia de Philip al perdonar a Ellen. Era algo muy meritorio en un monje perdonar lo que ella hizo. Y significaba mucho para Tom. Al irse ella, su gozo de construir la catedral se había visto empañado por la soledad. Y ahora que Ellen había vuelto se sentía bien en todos los aspectos. Ella seguía siendo testaruda, irritante, presuntuosa e intolerante; pero, en el fondo, esas cosas carecían de importancia. Dentro de Ellen había una pasión que ardía como la vela en una linterna e iluminaba su vida.

Tom y Philip seguían la carrera, en la que los zagales andaban con las manos.

—Ese muchacho es excepcional —observó Philip.

—Desde luego no son muchos los que son capaces de ir tan deprisa sobre las manos —reconoció Tom.

Philip se echó a reír.

—Desde luego… Pero no estaba pensando en sus habilidades acrobáticas.

—Lo sé.

Hacía tiempo que, para Tom, la inteligencia de Jack había sido motivo tanto de satisfacción como de pena. El mozo mostraba una vívida curiosidad por todo lo relacionado con la construcción, algo de lo que siempre careció Alfred. Tom disfrutaba enseñándole los trucos del oficio. Pero Jack no tenía la virtud del tacto, y solía discutir con sus mayores. Muchas veces era preferible disimular la propia superioridad, cosa que el muchacho todavía no había aprendido. Ni siquiera al cabo de años de sufrir la persecución de Alfred.

—El chico debería recibir una formación —prosiguió diciendo Philip.

Tom frunció el ceño. Ya la estaba recibiendo. Era aprendiz.

—¿Qué queréis decir?

—Que debería aprender a escribir con buena caligrafía y a estudiar la gramática latina, así como a leer a los antiguos filósofos.

Tom se mostró todavía más desconcertado.

—¿Para qué? Va a ser albañil.

Philip lo miró de frente.

—¿Estás seguro? —dijo—. Es un chico que nunca hace lo que se espera que haga.

Tom jamás había pensado en aquello. Había jóvenes que burlaban todas las esperanzas. Hijos de condes que se negaban a luchar, hijos de reyes que ingresaban en monasterios, bastardos de campesinos que llegaban a obispos. Era verdad, Jack respondía a ese tipo.

—Bueno, ¿qué pensáis vos que hará? —preguntó.

—Depende de lo que aprenda —contestó Philip—. Pero lo quiero para la Iglesia.

Tom quedó sorprendido. Jack podía parecer todo menos clérigo.

Su padrastro se sintió herido en cierto modo. Esperaba que Jack llegara a ser maestro albañil, y se sentiría decepcionadísimo si eligiera otro derrotero.

Philip no se dio cuenta de lo infeliz que Tom se sentía.

—Dios necesita que trabajen para él los jóvenes mejores y más inteligentes. Mira a esos aprendices, compitiendo para ver quién salta a mayor altura. Todos ellos son capaces de ser carpinteros, albañiles o canteros. ¿Pero cuántos pueden ser obispos? Sólo uno… Jack —continuó Philip.

Tom pensó que eso era verdad. Si Jack tuviera la oportunidad de hacer carrera en la Iglesia, con un patrón tan poderoso como Philip, probablemente la aceptaría, porque ello representaría muchas mayores riquezas y poder de los que podía esperar como albañil.

—¿Qué deseáis que haga, con exactitud? —preguntó Tom reacio.

—Quiero que Jack sea monje novicio.

—¡Monje!

Aquello parecía menos adecuado todavía para Jack que el sacerdocio. Si el muchacho se burlaba de la disciplina que se imponía en la construcción…, ¿cómo iba a ser posible que aceptase la regla monástica?

—Pasaría la mayor parte del tiempo estudiando —dijo Philip—. Aprendería todo cuanto nuestro maestro de novicios pueda enseñarle y yo mismo le daría clases.

Cuando un muchacho se hacía monje, era norma habitual que los padres entregaran una generosa donación al monasterio. Tom se preguntaba cuánto le costaría lo que le estaba proponiendo.

Philip le adivinó el pensamiento.

—No esperaría que hicieses una donación al priorato —le atajó—. Será suficiente con que des un hijo a Dios.

Lo que Philip no sabía era que Tom ya había dado un hijo al priorato, el pequeño Jonathan, que en esos momentos estaba chapoteando a la orilla del río, con su hábito subido y atado a la cintura. Sin embargo, Tom sabía que sobre aquello tenía que dominar sus propios sentimientos. La oferta de Philip era generosa; resultaba evidente que quería a Jack en el monasterio. Aquella propuesta representaba una magnífica oportunidad para el joven. Cualquier padre habría dado el brazo derecho por impulsar a su hijo a esa carrera. Tom sintió un atisbo de resentimiento ante el hecho de que tan maravillosa oportunidad se la ofrecieron a su hijastro en lugar de a su propio hijo, Alfred. Semejante sentimiento era mezquino y lo alejó de sí. Debería sentirse contento y alentar a Jack, con la esperanza de que el zagal aprendiera a adaptarse al régimen monástico.

—Habría de hacerse pronto —apremió Philip—. Antes de que se enamore de alguna muchacha.

Tom asintió. La carrera que las mujeres estaban celebrando a través de la pradera, llegaba a su punto culminante. Tom las seguía con la vista mientras reflexionaba. Al cabo de un momento, se dio cuenta de que Ellen iba en cabeza. Aliena corría pegada a sus talones; pero cuando llegaron a la línea de meta, Ellen todavía iba algo más adelantada. Alzó las manos con gesto victorioso.

Tom se la señaló a Philip.

—No es a mí a quien hay que convencer —le dijo—. Es a ella.

Aliena quedó sorprendida al verse derrotada por Ellen, la cual era muy joven para ser madre de un chico de diecisiete años; pero aún así tenía al menos diez años más que ella. Se sonrieron la una a la otra mientras seguían en pie, jadeantes y sudorosas junto a la línea de meta. Aliena se dio cuenta de que Ellen tenía unas piernas morenas, delgadas y musculosas y un cuerpo macizo. Todos aquellos años viviendo en el bosque la habían vigorizado.

Jack acudió a felicitar a su madre por la victoria. Aliena pudo percibir que entre ellos existía un gran cariño. No se parecían en nada. Ellen era una trigueña atezada, con ojos hundidos, de un castaño dorado; mientras que Jack era pelirrojo con ojos verdes. Debe parecerse a su padre, pensó Aliena. Jamás se había dicho nada acerca del padre de Jack, el primer marido de Ellen. Tal vez se sintieran avergonzados de él.

Mientras observaba a los dos, a Aliena se le ocurrió que Jack debía traer a la memoria de Ellen el marido que había perdido. Acaso fuera ese el motivo de que lo quisiera tanto. Tal vez el hijo fuera, en definitiva, lo único que le quedaba de un hombre al que hubiese adorado. Una semejanza física podía representar, en ese sentido, un poder inmenso. Richard, el hermano de Aliena, le recordaba a veces a su padre, por una mirada o un gesto, y era entonces cuando experimentaba un mayor impulso afectivo, aunque eso no le impedía desear que Richard se semejara más a su padre en el carácter. Sabía que no debería sentirse insatisfecha respecto a Richard. Había ido a la guerra y luchado con bravura, y eso era cuanto se requería de él. Pero, en aquellos días, Aliena se sentía insatisfecha en grado sumo. Tenía dinero y seguridad, un hogar y sirvientes, ricos vestidos y preciosas joyas, y era respetada en el pueblo. Si alguien se lo preguntara diría que era feliz. Sin embargo, por debajo de todas esas cosas se deslizaba una corriente de inquietud. Nunca perdía su entusiasmo por el trabajo; pero algunas mañanas se preguntaba si podía tener importancia el traje que se pusiera o si se adornara con joyas. Si a nadie le importaba su aspecto, ¿por qué habría de importarle a ella? Y lo que resultaba paradójico, era que, al mismo tiempo, tenía cada vez una mayor conciencia de su cuerpo. Cuando caminaba sentía moverse sus senos. Cuando acudía a la playa de las mujeres, a orillas del río para bañarse, se sentía incómoda por su abundante vello. Al cabalgar sobre su caballo, percibía las partes de su cuerpo que estaban en contacto con la silla. Resultaba muy peculiar. Era como si hubiera un mirón atisbando en cada momento, intentando mirar a través de su indumentaria para verla desnuda, y que ese mirón fuera ella misma. Estaba invadiendo su propia intimidad.

Se tumbó jadeante en la hierba. El sudor le corría entre los senos y por el interior de los muslos. Concentró impaciente sus pensamientos en un problema más inmediato. Ese año no había vendido toda su lana. No era culpa suya. La mayoría de los mercaderes se habían quedado con un remanente de vellón y también el prior Philip, el cual se mostraba muy tranquilo ante aquella coyuntura; pero Aliena se hallaba inquieta. ¿Qué iba a hacer con toda aquella lana? Claro que podía tenerla almacenada hasta el año siguiente. ¿Pero qué iba a pasar si tampoco la vendía? Ignoraba cuánto tiempo había de transcurrir hasta que la lana en bruto se deteriorara. Sospechaba que era posible que se secara y entonces resultara quebradiza y difícil de manejar.

Si las cosas se ponían muy mal, ya no tendría posibilidad de mantener a Richard. Ser caballero era algo muy costoso. El caballo de guerra que costó veinte libras había perdido su empuje a raíz de la batalla de Lincoln y en aquellos momentos era prácticamente inútil. Muy pronto Richard querría otro. Aliena podía permitírselo. Pero representaría un buen bocado a sus recursos. Richard se sentía incómodo al tener que depender de ella. No era una situación habitual en un caballero, y había esperado poder saquear lo suficiente para mantenerse por sí mismo. Pero, desde que el rey Stephen lo armó caballero, se había encontrado en el lado perdedor. Si había de recuperar el Condado, ella tenía que seguir prosperando. En sus peores pesadillas, Aliena perdía todo su dinero y los dos se encontraban de nuevo en la miseria, presa de sacerdotes deshonestos, nobles lujuriosos y proscritos sanguinarios. Y los dos acababan en la apestosa mazmorra donde vio por última vez a su padre, aherrojado al muro y moribundo.

En contraste con semejante pesadilla, tenía un ensueño de felicidad, en el que Richard y ella vivían juntos en el castillo, en su viejo hogar. Richard gobernaba con la misma prudencia que lo había hecho su padre, y Aliena le ayudaba, igual que hizo con él recibiendo a invitados importantes, ofreciendo hospitalidad y sentándose a su izquierda, a la alta mesa, para cenar. Pero, en los últimos tiempos, incluso ese sueño la había dejado descontenta. Agitó la cabeza para ahuyentar la melancolía y volvió a centrar sus pensamientos en la lana. La manera más sencilla de afrontar ese problema consistía en no hacer nada. Almacenaría el exceso de lana hasta el próximo año y, si entonces no podía venderla, enjugaría la pérdida. Podría soportarla. Sin embargo, existía el remoto peligro de que ocurriera lo mismo el año siguiente, lo cual podría ser el comienzo del declive del negocio. Por ello había de buscar alguna otra solución. Ya intentó vender la lana a un tejedor de Kingsbridge; pero este ya disponía de cuanto necesitaba.

Y ahora, mientras miraba a las mujeres de Kingsbridge recuperándose de la carrera, se le ocurrió que la mayoría de ellas sabían hacer tejidos con la lana en crudo. Era una tarea sencilla aunque tediosa.

Las campesinas la habían estado haciendo desde Adán y Eva. Se lavaba el vellón; luego, había que peinarlo para que quedase desenmarañado. Después se hilaba. Con el hilo, se hacía el tejido, que quedaba flojo, y había que someterlo a diversas manipulaciones para que encogiera y engrosara, hasta quedar transformado en un paño que podía utilizarse para hacer trajes. Las mujeres del pueblo seguramente estarían dispuestas a hacerlo por un penique diario. ¿Pero cuánto tiempo se necesitaría? ¿Y cuál sería el precio de la tela acabada? Tendría que hacer una prueba con una pequeña cantidad. Luego, si daba resultado, podía tener a varias mujeres trabajando durante las largas noches de invierno.

Se incorporó, excitada por su nueva idea. Ellen estaba tumbada junto a ella y Jack sentado al lado de su madre. Tropezó con la mirada de Aliena, esbozó una sonrisa y apartó la vista como si se sintiera algo incómodo de que le hubiera pescado mirándola. Era un muchacho extraño, con la cabeza pletórica de ideas. Aliena todavía le recordaba como un chiquillo pequeño, de aspecto peculiar, que no sabía cómo se concebía a los niños. Sin embargo, apenas se dio cuenta de su presencia cuando se quedó a vivir en Kingsbridge. Y ahora parecía tan diferente, una persona tan nueva que era como si hubiera surgido de pronto, igual que una flor que aparece una mañana donde el día anterior no había más que la tierra desnuda. Para empezar, había perdido aquel aspecto peculiar. Aliena lo miró risueña y divertida, y se dijo que las jóvenes debían de hallarlo guapísimo. Desde luego tenía una bonita sonrisa. Ella no daba demasiada importancia a su apariencia; pero se sentía algo intrigada por su asombrosa imaginación. Había descubierto que no sólo sabía varios romances completos, algunos de ellos con miles y miles de versos, sino que también podía hacerlos a medida que recitaba, de manera que Aliena nunca sabía si los estaba recitando de memoria o si improvisaba. Y las historias no eran lo único sorprendente en él. Sentía curiosidad por todo en el mundo y se mostraba desconcertado por cosas que los demás daban por sentado. Cierto día le preguntó de dónde llegaba el agua del río.

—En todo momento, miles y miles de galones de agua pasan por Kingsbridge, noche y día, durante el año entero. Y así ha sido desde antes que nosotros naciéramos, desde antes de que nacieran nuestros padres y desde antes de que sus padres nacieran. ¿De dónde viene toda esa agua? ¿Hay un lago en alguna parte que lo alimenta? ¡Debe de ser un lago tan grande como toda Inglaterra! ¿Y qué pasará si un día acaba secándose?

Siempre estaba diciendo cosas parecidas, algunas de ellas menos imaginativas, e hizo comprender a Aliena que se hallaba hambrienta de conversación inteligente. La mayoría de las personas de Kingsbridge sólo sabían hablar de agricultura y adulterio, y ninguno de los dos temas interesaba a Aliena. Claro que con el prior Philip era diferente; pero no podía permitirse a menudo mantener charlas ociosas. Siempre estaba ocupado, con la construcción de la iglesia, los monjes o la ciudad. A Aliena le parecía que también Tom era inteligente; pero lo consideraba más bien un pensador que un conversador. Jack era el primer amigo auténtico que ella había tenido. Lo consideraba un descubrimiento maravilloso, pese a su juventud. En realidad, en las ocasiones en que se encontraba lejos de Kingsbridge, había descubierto que esperaba ansiosa la hora de volver para poder charlar con él.

Aliena se preguntaba de dónde sacaría sus ideas. Aquello le hizo dirigir su atención hacia Ellen. ¡Qué mujer tan extraña debía de ser para criar a un niño en el bosque! Había hablado con ella descubriendo que era un espíritu parejo al suyo, una mujer independiente y que se bastaba por sí sola; resentida, en cierto modo, por la forma en que la había tratado la vida.

—¿Dónde aprendiste las historias, Ellen? —le preguntó Aliena movida por un impulso.

—Del padre de Jack —repuso Ellen sin pensarlo dos veces.

Pero al punto su expresión se hizo cautelosa y Aliena comprendió que no debía hacer más preguntas.

Y entonces la otra idea le vino al pensamiento.

—¿Sabes tejer?

—Claro —repuso Ellen—. ¿Acaso no sabe todo el mundo?

—¿Te gustaría tejer por dinero?

—Tal vez. ¿Qué te ronda por la cabeza?

Aliena se lo explicó. Claro que Ellen no andaba corta de dinero, pero era Tom quien lo ganaba y Aliena sospechaba que tal vez a ella le gustara obtener algo por sí misma.

Acertó.

—Sí, lo intentaré —repuso Ellen.

En aquel momento, se acercó Alfred, el hijastro de Ellen. Al igual que su padre, Alfred era casi un gigante. La mayor parte de la cara le quedaba oculta tras una frondosa barba. Tenía muy juntos los ojos, de mirada solapada. Sabía leer, escribir y sumar; pese a todo, era estúpido. Sin embargo había prosperado y poseía su propia cuadrilla de albañiles, aprendices y peones. Aliena había observado que los hombres grandes siempre alcanzaban posiciones de poder sin que para ello contara la inteligencia. Y, naturalmente, como capataz de una cuadrilla siempre tenía la seguridad de obtener trabajo para ella al ser su padre maestro constructor de la catedral de Kingsbridge.

Se sentó en la hierba, a su lado. Sus enormes pies estaban calzados con pesadas botas de cuero grises por el polvo de la piedra. Aliena rara vez hablaba con él. Lo natural hubiera sido que tuvieran muchas cosas en común, ya que eran, prácticamente, los únicos jóvenes de la clase acaudalada de Kingsbridge, las gentes que vivían en las casas más cercanas a los muros del priorato. Pero Alfred parecía muy aburrido. Al cabo de un momento habló.

—Debería haber una iglesia de piedra —dijo sin más.

Era evidente que suponía que todos ellos habrían de deducir por sí mismos a qué se debía aquella brusca afirmación.

—¿Te refieres a la iglesia parroquial? —le preguntó Aliena al cabo de un instante de reflexión.

—Sí —afirmó como si la cosa estuviese bien clara.

Por aquellos días, se frecuentaba mucho la iglesia parroquial, ya que la cripta de la catedral que utilizaban los monjes se ponía abarrotada y no tenía ventilación. La población de Kingsbridge había aumentado mucho. Sin embargo, la iglesia parroquial era un edificio viejo de madera con el tejado de barda y el suelo sucio.

—Tienes razón —sonrió Aliena—. Deberíamos tener una iglesia de piedra.

Alfred se quedó mirándola expectante. Aliena se preguntaba qué sería lo que esperaba que dijese.

—¿Qué tienes en la cabeza, Alfred? —le preguntó Ellen, que ya debía estar acostumbrada a sacar algo en limpio de lo que él decía.

—De todas formas, ¿cómo empiezan a construirse las iglesias? —preguntó él—. Quiero decir qué hemos de hacer si queremos una iglesia de piedra.

—Ni idea —contestó Ellen encogiéndose de hombros.

Aliena frunció el entrecejo mientras reflexionaba.

—Se puede formar una comunidad parroquial —le sugirió.

Una comunidad parroquial era una asociación de gentes que celebraban de cuando en cuando un banquete para recoger dinero entre ellos; por lo general para comprar velas para su iglesia local, o para ayudar a viudas o huérfanos de la vecindad. Las pequeñas aldeas nunca tenían semejantes comunidades pero Kingsbridge ya no era una aldea.

—¿Cómo se haría eso? —inquirió Alfred.

—Los miembros de la comunidad pagarían para la construcción de una nueva iglesia.

—Entonces habremos de formar una comunidad —concluyó.

Aliena se preguntó si no le habría juzgado mal. Nunca le había dado la impresión de que fuera un tipo devoto; pero ahora estaba intentando recaudar dinero para construir una nueva iglesia. Tal vez tuviera cualidades ocultas. Sin embargo, a renglón seguido, se dio cuenta de que Alfred era el único constructor que había en Kingsbridge. Tal vez no fuera inteligente pero sí lo bastante astuto. De todos modos a Aliena le gustó la idea. Kingsbridge se estaba convirtiendo en una ciudad y las ciudades siempre tenían más de una iglesia. Con una alternativa a la catedral, la población no estaría tan dominada por el monasterio. En aquellos momentos, Philip era allí el señor y dueño indiscutido. Era un tirano benévolo; pero Aliena podía prever el día en que a los mercaderes de la ciudad les pudiera interesar acaso disponer de una iglesia alternativa.

—¿Querrías explicar lo de la comunidad a algunas otras personas? —le preguntó Alfred.

Aliena había recuperado el aliento después de la carrera. Se sentía reacia a cambiar la compañía de Ellen y Jack por la de Alfred; pero la idea de él había despertado su entusiasmo y, de cualquier manera, habría sido un poco rudo negarse.

—Lo haré gustosa —respondió al tiempo que se levantaba para irse con él.

El sol empezaba a ponerse. Los monjes habían encendido la fogata y estaban sirviendo la cerveza tradicional especiada con jengibre. En aquellos momentos en que estaban solos, Jack quería hacer una pregunta a su madre; pero estaba nervioso. Luego, alguien empezó a cantar, y sabía que ella se les uniría en cualquier momento, así que se la espetó de repente:

—¿Era mi padre un juglar?

Ellen se le quedó mirando. Estaba sorprendida aunque no enfadada.

—¿Quién te ha enseñado esa palabra? —le preguntó—. Nunca has visto un juglar.

—Aliena. Solía ir con su padre a Francia.

Su madre miró a través de la pradera, ya en sombras, hacia la fogata.

—Sí, era un juglar. Me enseñó todos esos poemas de la misma manera que yo te los he enseñado a ti. Y ahora, ¿se los estás recitando a Aliena?

—Sí —admitió Jack algo avergonzado.

—¿Estás muy enamorado de ella, verdad?

—¿Es tan evidente?

Ellen sonrió con cariño.

—Sólo para mí. Al menos así lo creo. Es mucho mayor que tú.

—Cinco años.

—De todas maneras la lograrás. Eres como tu padre. Podía obtener a cualquier mujer que quisiera.

Jack se sentía incómodo hablando de Aliena; pero le emocionaba oír cosas de su propio padre, y anhelaba saber más. Por eso se sintió fastidiadísimo al acercarse en ese momento Tom y sentarse con ellos.

Además empezó a hablar de inmediato.

—He estado conversando con el prior Philip sobre Jack —dijo en tono ligero; pero Jack percibió que existía una tensión subterránea y comprendió que se avecinaban dificultades—. Philip asegura que debería recibir una educación.

La respuesta de la madre fue, como era de suponer, de indignación absoluta.

—Ya tiene una educación —afirmó—. Sabe leer y escribir en francés, conoce la aritmética y es capaz de recitar muchísimos poemas.

—Veamos, no me interpretes mal —la serenó Tom con firmeza—. Philip no dice, ni mucho menos, que Jack sea un ignorante. Todo lo contrario. Lo que dice es que Jack es tan inteligente que debería recibir una educación mucho mayor.

A Jack no le causaron ninguna satisfacción aquellos elogios. Al igual que su madre, experimentaba una tremenda suspicacia respecto a los eclesiásticos. Tenía la total seguridad de que había una triquiñuela oculta en todo aquello.

—¿Mayor? —replicó Ellen desdeñosa—. ¿Qué más quiere ese monje que aprenda? Yo te lo diré: Teología, Latín, Retórica, Metafísica. Pura mierda.

—No te muestres tan desdeñosa de buenas a primeras —dijo Tom con tono apacible—. Si Jack acepta la oferta de Philip, y va a la escuela, aprende el latín y teología y todos esos temas que tú llamas pura mierda, llegando a convertirse en el funcionario de un conde o de un obispo, será un hombre poderoso y acaudalado. Como suele decirse, no todos los barones son hijos de barones.

Ellen entornó los ojos con expresión peligrosa.

—En el caso de que aceptara lo que dices que Philip le ofrece, ¿en qué consiste exactamente esa oferta?

—Quiere que Jack ingrese como novicio y…

—¡Antes habrán de pasar sobre mi cadáver! —gritó Ellen poniéndose en pie de un salto—. ¡Tu condenada Iglesia no se apoderará de mi hijo! Aquellos sacerdotes traicioneros y embusteros se llevaron a su padre. Pero no lo harán con él. Juro por todos los dioses que antes hundiré un cuchillo en el vientre de Philip.

Tom había visto ya a su mujer con un berrinche en otras ocasiones. Por eso no quedó demasiado impresionado.

—¿Qué diablos te pasa, mujer? —le dijo con calma—. Al muchacho se le ofrece una oportunidad magnífica.

Jack se sentía intrigado, más que nada por las palabras: «aquellos sacerdotes traicioneros y embusteros se llevaron a su padre». ¿Qué quería decir con eso? Deseaba preguntárselo; pero no le dieron oportunidad.

—¡No será monje! —gritó desaforada.

—No habrá de serlo si no quiere.

—Ese taimado prior tiene mañas para salirse siempre con la suya —replicó la madre con tono arisco.

Tom se volvió hacia Jack.

—Ya es hora de que digas algo, zagal. ¿Qué quieres hacer de tu vida?

Jack jamás se había hecho esa pregunta especial, pero la respuesta le vino sin vacilación alguna, como si hiciera ya mucho tiempo que hubiera tomado la decisión.

—Voy a ser maestro constructor, como tú. Voy a construir la catedral más hermosa que el mundo haya visto jamás.

El reborde rojo del sol se hundió tras el horizonte, y cayó la noche.

Era llegado el momento del último ritual de la víspera de San Juan, deseos flotantes. Jack tenía preparado un cabo de vela y un trozo de madera. Miró a Ellen y a Tom. A su vez ambos le miraban a él perplejos. Su certidumbre respecto a ese futuro les había sorprendido. Bueno, no era de extrañar, también le había sorprendido a él.

Viendo que no tenían más que decir, Jack se puso en pie de un salto y atravesó corriendo la pradera en dirección a la fogata. Encendió en ella una ramita seca, reblandeció algo la base de la vela, apretándola con fuerza, y la pegó sobre el trozo de madera. Luego, encendió el pabilo. La mayoría de los aldeanos estaba haciendo lo mismo. Quienes no podían permitirse una vela, hacían una especie de barca con hierba seca y junquillos, retorciendo las hierbas en el centro para formar pabilo.

Jack vio a Aliena en pie, muy cerca de él. Tenía el rostro enmarcado por los destellos de la fogata y parecía pensativa.

—¿Qué vas a desear, Aliena? —le preguntó impulsivo.

Ella le contestó sin detenerse a reflexionar:

—Paz.

Luego, al parecer contrariada, dio media vuelta y se alejó. Jack se preguntó si no sería una locura que la amara. A ella le gustaba bastante, habían llegado a ser amigos; pero la idea de yacer juntos desnudos, besándose los cuerpos ardientes, se hallaba lejos del corazón de Aliena como cerca estaba del suyo.

Una vez que todo el mundo estuvo preparado, se arrodillaron a la orilla del río, o chapotearon por las partes poco profundas. Sosteniendo sus oscilantes luces, cada uno formulaba un deseo. Jack, cerrando con fuerza los ojos, tuvo la visión de Aliena, tumbada en una cama, asomando sus senos erguidos por encima de la colcha, alargando los brazos hacia él y diciendo: Tómame, esposo. Luego, con mucho cuidado, todos hicieron flotar sobre las aguas su vela encendida. Si se hundía o la llama se apagaba, significaba que nunca llegaría a realizarse el deseo formulado. Tan pronto como Jack la dejó ir y la pequeña embarcación se alejó, la base de madera quedó invisible y sólo podía verse la llama. La siguió con la mirada durante un rato; luego perdió su rastro entre los centenares de luces danzarinas que se balanceaban sobre la corriente llevándose río abajo trémulos deseos, hasta desaparecer tras el recodo y perderse de vista.

3

Jack contó historias a Aliena durante todo el verano.

En un principio, se encontraban ocasionalmente los domingos. Luego, se veían de forma regular en el claro junto a la pequeña cascada. Le habló de Carlomagno y sus compañeros, así como de Guillermo de Orange y los sarracenos. Se sentía identificado con sus historias mientras las contaba. A Aliena le gustaba observar el cambio de expresiones en su rostro juvenil. Se indignaba con la injusticia, le aterraba la traición, le excitaba la bravura de un caballero y se conmovía hasta las lágrimas con una muerte heroica. Al ser sus emociones contagiosas, Aliena también se sentía conmovida. Algunos de los poemas eran demasiado largos para poder recitarlos en una sola tarde y, cuando Jack tenía que contar la historia por partes, siempre se interrumpía en el momento más emocionante, de modo que Aliena pasaba toda la semana preguntándose qué sucedería a continuación.

La joven jamás habló con nadie de aquellos encuentros. No estaba segura del motivo. Acaso fuera porque no esperaba que comprendiesen la fascinación de aquellas historias. Cualquiera que fuese la razón, dejó que la gente creyera que iba a sus habituales vagabundeos en la tarde del domingo. Y Jack hizo lo mismo sin comentarlo siquiera con ella. Más adelante, llegaron a un punto en que no podían decírselo a nadie sin que pareciese que confesaban algo de lo que se sentían culpables. De esa manera, y más bien de forma accidental, aquellos encuentros se convirtieron en secretos.

Cierto domingo, para variar, Aliena leyó al mozo la Historia de Alejandro. A diferencia de los poemas de Jack, que giraban siempre sobre intrigas cortesanas, política, encarcelamiento y muertes repentinas en batallas, el romance de Aliena se refería tan sólo a asuntos amorosos y a magia. A Jack le atrajeron sobremanera aquellos nuevos elementos en las historias. Y, al domingo siguiente, se embarcó en un romance nuevo, fruto de su propia imaginación.

Era un día caluroso de finales de agosto. Aliena calzaba sandalias y vestía un ligero traje de lino. El bosque estaba muy quieto y silencioso, salvo por la caída cantarina de la cascada y las modulaciones de la voz de Jack. La historia comenzó al estilo convencional, con la descripción de un valeroso caballero, alto y fuerte, poderoso en el campo de batalla y armado con una espada mágica. Le habían asignado una tarea difícil, la de viajar hasta un lejano país oriental y llevar consigo a su regreso una vid que daba rubíes. Pero pronto se desviaba del modelo habitual. El caballero fue muerto y la historia se centró en su escudero, un joven de diecisiete años, valiente y sin dinero, que estaba perdidamente enamorado, sin la menor esperanza, de la hija del rey, una princesa muy bella. El escudero juró llevar a cabo la tarea que había sido confiada a su señor, aún cuando era joven e inexperto, y sólo tenía un pony y un arco.

En vez de vencer al enemigo con el tremendo golpe de una espada mágica, como era lo usual en tales historias, el escudero luchaba desesperadas batallas perdidas y tan sólo ganaba gracias a la suerte o por su candidez, y solía escapar a la muerte por un pelo. A menudo le atemorizaban aquellos a quienes se enfrentaba, a diferencia de los valientes caballeros de Carlomagno; pero jamás retrocedía ante su misión. De cualquier forma, para su tarea, al igual que para su amor, no había esperanza.

Aliena se sintió más cautivada por el denuedo del escudero de lo que lo había estado por el poderío de su señor. Se mordisqueaba ansiosa los nudillos cuando cabalgaba por terreno enemigo, lanzaba exclamaciones entrecortadas al escapar por milagro a la espada de un gigante y suspiraba cuando dejaba caer su solitaria cabeza para dormir y soñar con la lejana princesa. Su amor por ella parecía irrevocablemente unido a su carácter indomable.

Al final, regresó con la vid que daba rubíes, asombrando a toda la corte.

—Pero al escudero le importaban poco —dijo Jack con un desdeñoso chasquido de dedos—, todos aquellos barones y condes. Sólo le interesaba una persona. Aquella noche se deslizó hasta su habitación eludiendo a los guardianes con un astuto ardid que había aprendido durante su viaje al oriente. Logró encontrarse junto a su lecho y contemplar su rostro. —Jack miró a Aliena a los ojos mientras decía aquello—. La princesa se despertó al punto; pero no sintió temor. El escudero alargó el brazo y le cogió la mano con cariño.

Jack representó la historia y, cogiendo la mano de Aliena, la retuvo entre las suyas. La joven se sentía tan fascinada por la intensidad de su mirada y la fuerza del amor del escudero, que apenas sí se dio cuenta de que Jack le tenía sujeta la mano.

—El escudero dijo a la princesa: «Te amo con todo mi corazón». Y la besó en los labios.

Dicho lo cual, Jack inclinándose, besó a Aliena. Sus labios la rozaron tan levemente que ella apenas se percató. Sucedió todo con suma rapidez y Jack reanudó al punto la historia:

—La princesa se quedó dormida —siguió diciendo.

Aliena pensaba: ¿Ha sucedido de veras? ¿Me ha besado Jack?

Apenas podía creerlo pero todavía sentía el contacto de su boca sobre la de ella.

—Al día siguiente, el escudero preguntó al rey si podía casarse con la princesa como recompensa por haberle llevado la vid de las joyas.

Aliena llegó a la conclusión de que Jack la había besado sin darse cuenta. Sólo formaba parte de la historia. Ni siquiera se ha enterado de lo que ha hecho. Lo daré por olvidado.

—El rey se negó. El escudero quedó con el corazón destrozado. Todos los cortesanos rieron. Aquel mismo día, el escudero abandonó el país montado en su pony. Pero juró que un día volvería y que ese día se casaría con la hermosa princesa.

Jack calló y soltó la mano de Aliena.

—¿Y qué ocurrió entonces? —le preguntó ella.

—No lo sé —le contestó Jack—. Todavía no lo he pensado.

Todas las personas importantes de Kingsbridge entraron a formar parte de la comunidad parroquial. Para la mayoría, la idea era nueva; pero les gustaba pensar que Kingsbridge era ya una ciudad, no un pueblo, y sintieron halagada su vanidad por el hecho de que recurrieran a ellas, como ciudadanos principales, para construir una iglesia de piedra.

Aliena y Alfred reclutaron a los miembros y organizaron la primera comida de la comunidad, mediado ya septiembre. Los principales ausentes fueron el prior Philip que, en cierto modo, se mostraba hostil a la empresa aunque no lo suficiente como para prohibirla, Tom Builder, que declinó su asistencia por respeto a los sentimientos de Philip, y Malachi que quedaba excluido por su religión.

Entretanto, Ellen había tejido una bala de tela con el remanente de lana de Aliena. Era áspera y descolorida; pero lo bastante buena para el hábito de los monjes, por lo que Cuthbert Whitehead, el cillerero del priorato, la había comprado. El precio era bajo, pero así y todo, duplicaba el costo de la lana original, por lo que, después de pagar a Ellen un penique diario, le quedó a Aliena media libra de beneficio. Cuthbert estaba interesado en adquirir más tela a ese precio, así que Aliena compró a Philip el exceso de lana que le había quedado para incorporarlo a sus propias existencias, y buscó una docena más de personas, en su mayoría mujeres, para tejerla. Ellen estuvo de acuerdo en hacer otra bala, aunque no en enfurtirla, porque decía que era un trabajo demasiado pesado. Las demás mujeres estuvieron de acuerdo.

Y Aliena también. Abatanar o enfurtir era un trabajo duro. Recordaba cuando Richard y ella fueron a ver a aquel maestro abatanador en Winchester para pedirle que les diera trabajo. El abatanador tenía a dos hombres golpeando el lienzo con bates en una cavidad, mientras una mujer lo rociaba con agua. La mujer había mostrado a Aliena sus manos enrojecidas y agrietadas y cuando los hombres le pusieron a Richard una bala de lienzo mojado sobre el hombro, su hermano cayó de rodillas. Algunas gentes se las arreglaban para enfurtir una pequeña cantidad de lienzo, la suficiente para hacer trajes para ellas mismas y sus familias. Pero tan sólo hombres más fuertes podían hacerlo durante todo el día. Aliena se mostró conforme con sus tejedoras en que se limitaran a tejer la lana y ella contrataría hombres para que la abatanaran, o bien vendería el lienzo a un maestro abatanador de Winchester.

La comida de la comunidad tuvo lugar en la iglesia de madera.

Aliena organizó los platos que tenían que cocinar entre los miembros, la mayoría de los cuales poseían un sirviente doméstico. Alfred y sus hombres construyeron una mesa larga con caballetes y tablas. Compraron cerveza fuerte y un barril de vino.

Se sentaron a ambos lados de la mesa sin que nadie ocupara las cabeceras, ya que dentro de la comunidad todos eran iguales. Aliena vestía un traje de seda de un rojo fuerte adornado con un broche de oro y rubíes y una casaca gris oscuro con elegantes mangas amplias.

El párroco bendijo la mesa. El sacerdote se hallaba muy complacido con la idea de la comunidad parroquial, ya que una iglesia nueva contribuiría a aumentar su prestigio y multiplicaría sus ingresos. Alfred presentó un presupuesto y un programa de fechas para la construcción de la nueva iglesia. Se expresó como si todo ello fuera fruto de su trabajo; pero Aliena sabía que la mayor parte era obra de Tom. La construcción duraría dos años y su costo sería de noventa libras. Alfred propuso que cada uno de los cuarenta miembros de la comunidad pagara seis peniques a la semana. Aliena pudo adivinar por sus expresiones que la cuota era algo superior a la que algunos de ellos habían supuesto. Todos se mostraron de acuerdo en pagarla. No obstante, Aliena pensó que la comunidad debería prever que uno o dos de ellos fallaran.

Por su parte, podía muy bien pagarla. Miró en derredor de la mesa, llegó a la conclusión de que ella era, probablemente, la persona más rica. Pertenecía a una reducida minoría de mujeres. Las otras eran: una cervecera reputada por hacer una buena cerveza fuerte; una modista que empleaba a dos costureras y algunas aprendizas, y la viuda de un zapatero que se ocupaba del negocio que su marido le había dejado. Aliena era la más joven de ellas, y también más joven que cualquiera de los hombres, salvo Alfred que tenía uno o dos años menos.

Aliena echaba de menos a Jack. Aún no conocía la segunda parte de la historia del joven escudero. Ese día era fiesta y le hubiera gustado reunirse con él en el claro. Tal vez pudiera hacerlo más tarde.

Alrededor de la mesa, las conversaciones se centraban en la guerra civil. La reina Matilda había presentado más batalla de la que nadie se esperaba. En fecha reciente, había tomado la ciudad de Winchester, y capturado a Robert de Gloucester. Robert era hermano de la emperatriz Maud y comandante en jefe de sus fuerzas militares. Alguna gente aseguraba que Maud no era más que un figurín y que el auténtico jefe de la rebelión era Robert. Como quiera que fuese, la captura era casi tan mala para Maud como lo fue la de Stephen para los realistas y todo el mundo opinaba acerca de cómo iba a desarrollarse la inminente guerra.

En aquel festín, la bebida era más fuerte que la que daba el prior Philip y, a medida que avanzaba, las discusiones se hacían más broncas. El párroco no supo ejercer una influencia moderadora, tal vez porque estaba bebiendo tanto como los demás. Alfred, que se hallaba sentado junto a Aliena, parecía preocupado, a pesar de que también a él empezaba a enrojecérsele la cara. Aliena no era aficionada a las bebidas fuertes, y con la comida había tomado una copa de sidra.

Cuando ya se había terminado casi la comida, alguien propuso un brindis por Alfred y Aliena. Alfred lo agradeció desbordante de placer. En seguida empezaron a cantar y Aliena comenzó a preguntarse cuándo podría irse sin que lo notaran.

—Lo hemos hecho bien los dos juntos —le dijo Alfred.

Aliena asintió.

—Esperemos a ver cuántos son los que siguen pagando seis peniques semanales, el próximo año por estas fechas.

Alfred no quería oír hablar ese día de dudas o reparos.

—Lo hemos hecho bien los dos juntos —repitió—. Formamos un buen equipo —alzó su copa por ella y bebió—. ¿No crees que somos un buen equipo?

—Desde luego —dijo Aliena siguiéndole la corriente.

—Yo he disfrutado de veras —siguió diciendo Alfred— haciendo esto contigo… Me refiero a la comunidad parroquial.

—Yo también he disfrutado —convino ella amablemente.

—¿De veras? Eso me hace muy feliz.

Aliena lo miró con más atención. ¿Por qué insistía tanto en eso?

Pronunciaba con claridad y precisión y no mostraba indicios de hallarse borracho.

—Ha estado bien —admitió la joven con tono neutro.

Alfred le puso la mano en el hombro. Aliena aborrecía que la tocaran; pero se había acostumbrado a dominarse porque los hombres se ofendían sobremanera.

—Dime una cosa —dijo Alfred bajando la voz hasta un tono de intimidad—. ¿Cómo ha de ser el marido que quieres?

Espero que no vaya a pedirme que me case con él, pensó Aliena alarmada. Le contestó como era habitual en ella.

—No necesito un marido… Ya tengo suficientes preocupaciones con mi hermano.

—Pero a ti te hace falta amor —insistió él.

Aliena gimió en su fuero interno.

Estaba a punto de contestarle cuando Alfred levantó una mano indicándole que callara, una costumbre masculina que Aliena encontraba especialmente desagradable.

—No me digas que no necesitas amor —porfió Alfred—. Todo el mundo lo necesita.

Aliena se quedó mirándolo sin apartar la vista. Sabía que ella era algo peculiar. La mayoría de las mujeres anhelaban casarse y si, como en su caso, todavía seguían solteras a los veintidós años, se sentían no ya anhelantes, sino desesperadas. ¿Qué me pasa a mí?, se dijo. Alfred es joven, tiene buena presencia y goza de prosperidad. La mitad de las jóvenes de Kingsbridge querrían casarse con él. Por un instante, jugueteó con la idea de decirle que sí. Pero entonces pensó en lo que sería la vida con Alfred, cenando con él todas las noches, yendo a misa con él, trayendo al mundo a sus hijos… Y le pareció aterrador. Movió negativamente la cabeza.

—Olvídalo, Alfred —le respondió con firmeza—. No necesito un marido, ni por amor ni por nada.

Alfred no parecía dispuesto a rendirse.

—Te quiero, Aliena —le confesó—. Me he sentido de veras feliz trabajando contigo. Te necesito. ¿Deseas ser mi mujer?

Ya lo había soltado. Aliena lo lamentó porque aquello significaba que había de rechazarlo en serio. Había aprendido que era inútil intentar hacerlo con amabilidad. Una negativa amable era tomada como indecisión, e insistían con un mayor ahínco.

—No, no lo deseo —le contestó—. No te quiero, no he disfrutado mucho trabajando a tu lado, y no me casaría contigo aunque fueras el único hombre sobre la tierra.

Se mostró dolido. Debió haber pensado que tenía grandes probabilidades de escuchar una cosa así. Aliena estaba segura de que nada había hecho para alentarle. Le había tratado como a un igual, escuchándolo cuando hablaba, hablándole a su vez de manera directa y franca, cumpliendo con sus responsabilidades como esperaba que él cumpliera con las suyas. Pero algunos hombres pensaban que todo eso estaba destinado a brindarles estímulo.

—¿Cómo puedes decir eso? —farfulló Alfred.

Aliena suspiró. Se sentía herido y a ella le daba lástima. Dentro de un instante, reaccionaría indignado, comportándose como si ella le hubiera acusado injustamente. Al final, llegaría a convencerse de que ella le había insultado de manera gratuita y se mostraría ofensivo. No todos los pretendientes se comportaban de ese modo, tan sólo los de un cierto tipo, y Alfred encajaba en él. Aliena pensó que tenía que irse.

Se puso en pie.

—Respeto tu proposición y te doy gracias por el honor que me haces —le dijo—. Respeta tú mi negativa y no vuelvas a pedírmelo.

—Supongo que te irás corriendo en busca del mocoso de mi hermanastro —le espetó Alfred con tono desagradable—. No imagino que pueda darte satisfacción.

Aliena se sonrojó incómoda. Así que la gente empezaba a darse cuenta de su amistad con Jack. Y nadie mejor que Alfred para interpretarla de un modo indecente. Pues bien, se iba corriendo a ver a Jack y no permitiría que Alfred la detuviera. Inclinándose acercó su cara a la de él hasta casi tocarla. Alfred se sobresaltó.

—Vete al infierno —dijo en tono bajo e intencionado. Luego dio media vuelta y se alejó.

El prior Philip celebraba juicios una vez al mes en la cripta. En los viejos tiempos, lo hacía una vez al año e incluso entonces rara vez se necesitó todo un día para solventar la cuestión. Pero, al triplicarse la población, el quebrantamiento de las leyes se había multiplicado por diez.

Asimismo había cambiado la naturaleza de los delitos. Antes, la mayoría de ellos estaban relacionados con la tierra, las cosechas y el ganado. Un campesino avaricioso que había intentado cambiar subrepticiamente las lindes de un campo a fin de ampliar sus tierras a expensas de su vecino; un labrador que robaba un saco de grano a la viuda para la que trabajaba; una pobre mujer con demasiados hijos que ordeñaba una vaca que no era suya. Pero, en la actualidad, casi todos los casos tenían relación con el dinero. Philip pensaba esto mientras tomaba asiento en su tribunal el día primero de diciembre.

Los aprendices robaban dinero a sus patronos, un marido cogía los ahorros de su suegra; había mercaderes que pasaban dinero defectuoso y mujeres acaudaladas que pagaban una miseria a sirvientes sencillos que apenas sí podían contar su salario semanal. Hacía cinco años esos delitos no existían en Kingsbridge porque por entonces nadie tenía tales cantidades de dinero.

Philip castigaba casi todos los delitos con una multa. También podía sentenciar a la gente a ser azotada, al cepo o a que la encarcelaran en la celda que había debajo del dormitorio de los monjes. Pero muy rara vez aplicaba tales castigos, los cuales estaban reservados ante todo a los delitos con violencia. También tenía derecho a ahorcar a los ladrones, y el priorato poseía un sólido patíbulo de madera.

Pero jamás lo había utilizado. Y, al menos de momento, todavía abrigaba en el fondo de su corazón la secreta esperanza de no tener que hacerlo nunca. Los crímenes más graves, el asesinato, la muerte de los venados del rey y los asaltos con robo en los caminos, eran remitidos al tribunal del rey en Shiring, presidido por el sheriff. Y los ahorcamientos del sheriff Eustace eran ya más que suficientes.

Ese día Philip tenía siete casos de molienda de grano sin autorización. Los dejó para lo último y se ocupó de ellos en grupo. El priorato había construido un nuevo molino de agua junto al antiguo, pues Kingsbridge necesitaba ya dos. Pero había que pagar el nuevo, lo que significaba que todo el mundo tenía que llevar el grano a moler al priorato. Esa había sido siempre la ley, al igual que en cualquier otro feudo del país. A los campesinos no se les permitía moler el grano en casa; tenían que pagar al señor para que lo hiciera por ellos. En años recientes, al ir creciendo la ciudad y empezar a averiarse con excesiva frecuencia el antiguo molino de agua, Philip, benévolo, dejó pasar el creciente aumento de molienda ilícita. Pero había llegado el momento de poner fin a aquello.

Tenía garrapateados en una pizarra los nombres de los infractores y los leyó en voz alta, uno a uno, empezando por el más rico.

—Richard Longacre. El hermano Franciscus dice que tienes una gran amoladera a la que dan vueltas dos hombres.

Franciscus era el molinero del priorato.

Se adelantó un hacendado de aspecto próspero.

—Sí, mi señor prior. Pero ahora la he roto.

—Paga sesenta peniques. Enid Brewster, en tu cervecería tienes un molino manual. Se ha visto a Eric Eridson utilizándolo, así que también está acusado.

—Sí, señor —repuso Enid, una mujer de rostro enrojecido y hombros poderosos.

—¿Y dónde está ahora el molino? —le preguntó Philip.

—Lo arrojé al río, mi señor.

Philip no la creyó, aunque poco podía hacer al respecto.

—Multa de veinticuatro peniques y doce más por tu hijo. ¿Walter Tanner?

Philip prosiguió con su lista, multando a los infractores de acuerdo con la escala de sus operaciones ilegítimas, hasta llegar a la última, la más pobre.

—¿Viuda Goda?

Se adelantó una mujer vieja de rostro flaco.

—El hermano Franciscus te vio moler grano con una piedra.

—No tenía un penique para el molino, señor —contestó la anciana con tono resentido.

—Sin embargo, tuviste un penique para comprar grano —dijo Philip—. Serás multada como todos los demás.

—¿Dejaréis que muera de hambre? —preguntó ella, desafiante.

Philip suspiró. Deseaba que el hermano Franciscus hubiera simulado no darse cuenta de que Goda estaba infringiendo la ley.

—¿Cuándo fue la última vez que alguien murió de hambre en Kingsbridge? —preguntó, mirando en derredor a los presentes—. ¿Recordáis la última vez que alguien muriese de hambre en nuestra ciudad? —calló un momento como a la espera de una respuesta y luego dijo—: Creo que descubriréis que fue anterior a mi época.

—Dick Shorthouse murió el año pasado —manifestó Goda.

Philip recordó al hombre, un mendigo que dormía en pocilgas y establos.

—Dick cayó a media noche en la calle, borracho perdido, y murió de frío bajo la nevada —respondió Philip—. No murió de hambre. Y si hubiera estado lo bastante sobrio para llegar hasta el priorato, tampoco habría muerto de frío. Si tienes hambre, no trates de engañarme, acude a mí para te asista. Y si eres demasiado orgullosa para hacerlo y prefieres quebrantar la ley, debes recibir tu castigo como los demás. ¿Me has oído?

—Sí, señor —murmuró la vieja malhumorada.

—Un cuarto de penique de multa. La sesión ha terminado.

Se puso en pie y salió. Subió las escaleras que conducían de la cripta a la planta baja.

Los trabajos en la nueva catedral avanzaban ahora con una lentitud pasmosa, como ocurría siempre cuando faltaba alrededor de un mes para la Navidad. Los bordes y las partes superiores expuestas del trabajo sin terminar de la piedra, estaban cubiertas con paja y estiércol, que se traía de las camas de las caballerías en las cuadras del priorato para mantener protegida de la escarcha la obra reciente. Los albañiles decían que no podían trabajar en invierno a causa del hielo.

Philip había preguntado por qué no podían descubrir los muros cada mañana y volver a cubrirlos por la noche. Durante el día no solía haber escarcha. Tom había dicho que los muros construidos en invierno se desplomaban. Philip lo había creído. Pero no pensaba que fuera debido a la escarcha. Imaginó que el verdadero motivo fuera acaso que las argamasa necesitara varios meses para fraguar adecuadamente. Y el periodo invernal le permitía endurecerse a conciencia antes de que, en el nuevo año, se reanudaran los trabajos de albañilería en las partes altas. Ello explicaría también la superstición de los albañiles de que traía mala suerte construir más de veinte pies de alto cada año. De superarse esa medida, las hiladas inferiores podrían deformarse por el peso que habrían de soportar antes de que hubiera podido fraguar la argamasa.

Philip quedó sorprendido al ver a todos los albañiles en el exterior, en lo que sería el presbiterio de la iglesia. Se acercó para ver lo que estaban haciendo.

Habían confeccionado un arco de madera, semicircular, y lo sujetaban en alto, sostenido por estacas a ambos lados. Philip sabía que el arco de madera era una pieza de lo que llamaban cimbras, y estaba destinado a sostener el arco de piedra mientras se construía. Sin embargo, en aquel momento, los albañiles estaban ensamblando el arco de piedra a nivel del suelo, sin argamasa, para asegurarse de que las piedras encajaban entre sí a la perfección. Aprendices y peones las levantaban sobre las cimbras mientras los albañiles examinaban la operación con ojo crítico.

—¿Para qué es eso? —preguntó Philip al encontrarse con la mirada de Tom.

—Es un arco para la galería de la tribuna.

Philip lo observó reflexivo. La arcada había quedado terminada el año anterior y la galería superior quedaría acabada ese año. Y entonces sólo faltaría por construir el nivel más alto, el trifolio, antes de que empezaran con el tejado. Ahora que los muros habían sido cubiertos para el invierno, los albañiles estaban preparando las piedras para el trabajo del próximo año. Si el arco resultaba perfecto, las piedras de todos los demás se cortaban exactas. Los aprendices, entre los que se encontraba Jack, el hijastro de Tom, construían el arco, hacia arriba, desde cada lado, con las piedras en forma de cuña llamadas dovelas. A pesar de que el arco iba a ser construido a gran altura en la iglesia, tendría elaboradas molduras decorativas, de tal manera que cada piedra tenía, en la superficie que quedaba visible, una línea de grandes dientes de perro esculpidos, otra de medallones pequeños y, debajo del todo, otra línea de boceles. Cuando se juntaban las piedras, los diversos motivos esculpidos coincidían exactamente y, al prolongarse, formaban tres arcos continuos, uno de dientes de perro, otro de medallones y un tercero de boceles. De esa manera, daba la impresión de que el arco había sido construido por varios aros semicirculares de piedra, uno sobre otro, mientras que, de hecho, estaba formado por cuñas colocadas una junto a otra. Sin embargo, las piedras habían de coincidir entre sí de la manera más exacta, ya que, de lo contrario, los motivos esculpidos no se alinearían de manera bien y el efecto quedaría desbaratado.

Philip se quedó allí mirando mientras Jack bajaba la dovela central para colocarla en su sitio. Ya estaba el arco completo. Cuatro albañiles cogieron mazos y golpearon las cuñas que soportaban las cimbras de madera unas pulgadas sobre el suelo. De repente, cayó el soporte de madera. A pesar de que entre las piedras no había argamasa, el arco siguió en pie. Tom Builder gruñó satisfecho.

Alguien tiró de la manga a Philip. Al volverse, se encontró con un monje joven.

—Tenéis un visitante, padre. Está esperando en vuestra casa.

—Gracias, hijo mío.

Philip se alejó de los constructores. Si los monjes habían hecho pasar al visitante a la casa del prior para que esperara, era que se trataba de alguien importante. Atravesó el recinto y entró en su morada.

El visitante era su hermano Francis. Philip lo abrazó con calor.

Francis parecía muy preocupado.

—¿Te han ofrecido algo de comer? —preguntó Philip—. Pareces fatigado.

—Ya me han dado un poco de pan y carne. Gracias. Me he pasado el otoño cabalgando entre Bristol, donde el rey Stephen estaba prisionero y Rochester, donde estaba el conde Robert.

—Has dicho que estaban.

Francis asintió con la cabeza.

—Me he dedicado a negociar un trueque. Stephen por Robert. Se llevó a cabo el día de Todos Santos. El rey Stephen se halla de nuevo en Winchester.

Philip quedó sorprendido.

—Me da la impresión de que la emperatriz Maud ha salido perdiendo con ese cambio. Ha entregado un rey a cambio de un conde.

Francis meneó la cabeza.

—Sin Robert se encontraba perdida. Nadie le tiene simpatía, nadie se fía de ella. El apoyo que le prestaban se estaba perdiendo. Tenía que recuperar a Robert. La reina Matilda fue inteligente. Se negó en redondo a canjearlo por cualquier otro que no fuera el rey Stephen. Se lo propuso y al final lo consiguió.

Philip se acercó a la ventana y miró afuera. Había empezado a caer una lluvia fría y sesgada, que atravesaba el recinto en construcción, oscureciendo los altos muros de la catedral y goteando por los bajos tejados de barda de las viviendas de los artesanos.

—¿Qué significa eso? —preguntó.

—Significa que Maud vuelve a ser, una vez más, una aspirante al trono. Después de todo, Stephen ha sido realmente coronado, mientras que Maud nunca lo fue. No del todo.

—Pero fue Maud quien autorizó mi mercado.

—Sí, y eso puede ser un problema.

—¿Queda invalidada mi licencia?

—No. Ha sido concedida de manera legal por un gobernante legítimo, al que la Iglesia había dado su aprobación. El hecho de que no fuera coronada no influye para nada. Pero Stephen puede retirarla.

—Con los ingresos del mercado estoy pagando la piedra —dijo Philip inquieto—. Sin ella no podré construir. En verdad que son malas noticias.

—Lo siento.

—¿Y qué hay de mis cien libras?

Francis se encogió de hombros.

—Stephen te dirá que te las devuelva Maud.

Philip se sintió angustiado.

—¡Todo ese dinero! —exclamó—. Era dinero de Dios y lo he perdido.

—Todavía no lo has perdido —lo tranquilizó Francis—. Es posible que Stephen no revoque tu licencia. Nunca ha mostrado demasiado interés por los mercados en ningún sentido.

—El conde William puede ejercer presión sobre él.

—William cambió de bando, ¿recuerdas? Respaldó con todas sus gentes a Maud. Ya no gozará de mucha influencia con Stephen.

—Espero que tengas razón —dijo Philip con fervor—. Espero, por la gracia de Dios, que tengas razón.

Cuando hizo demasiado frío para sentarse en el claro, Aliena tomó la costumbre de visitar la casa de Tom Builder en los atardeceres. Alfred frecuentaba por lo general la cervecería, de manera que el grupo familiar estaba formado por Tom, Ellen, Jack y Martha. Como Tom estaba prosperando tanto, tenían asientos confortables, un buen fuego y muchas velas. Ellen y Aliena solían dedicarse a tejer. Tom trazaba planos y diagramas, grabando los dibujos con una piedra afilada sobre trozos pulidos de pizarra. Jack simulaba estar haciendo un cinto, afilando cuchillos o construyendo un cesto; aunque la mayor parte del tiempo se la pasara mirando furtivamente la cara de Aliena a la luz de la vela, observando sus labios mientras hablaba, o bien contemplando su blanca garganta cuando bebía un vaso de cerveza. Aquel invierno rieron muchísimo. A Jack le gustaba hacer reír a Aliena. Por regla general, se mostraba tan reservada y dueña de sí misma, que era una gozada verla explayarse, era casi tan maravilloso como verla desnuda por un fugaz instante. Jack siempre estaba pensando en decir cosas que pudieran divertirla. Solía referirse a los artesanos que trabajaban en la construcción, imitando el acento de un albañil parisiense o los andares estevados de un herrero. En cierta ocasión, inventó un relato cómico de la vida de los monjes, endosando a cada uno de ellos un pecado plausible. El orgullo de Remigius, la glotonería de Bernard Kitchener, la afición a la bebida del maestro de invitados y la lascivia de Fierre Circuitor. A menudo Martha se desternillaba de risa e incluso el taciturno Tom esbozaba una sonrisa.

Durante una de aquellas veladas Aliena dijo:

—No sé si podré vender todo este lienzo.

Todos se quedaron boquiabiertos.

—¿Entonces por qué seguimos tejiendo? —preguntó Ellen.

—Aún no he perdido las esperanzas —respondió Aliena—. Sólo que me encuentro con un problema.

Tom levantó la vista de su pizarra.

—Creí que el priorato estaba ansioso por comprarlo todo.

—Ese no es el problema. No encuentro gente para que lo abatane, y el priorato no quiere el tejido flojo. En realidad, no lo quiere nadie.

—Abatanar es un trabajo demoledor, capaz de romperte la espalda. No me sorprende que nadie quiera hacerlo —comentó Ellen.

—¿No puedes encontrar hombres para esa tarea? —sugirió Tom.

—Desde luego no en la próspera Kingsbridge. Todos los hombres tienen trabajo más que suficiente. En las grandes ciudades, hay abatanadores profesionales; pero la mayoría de ellos trabajan para los tejedores, los cuales les prohíben abatanar para los competidores de sus patrones. De cualquier manera, llevar y traer el lienzo desde Winchester resultaría demasiado caro.

—Es un verdadero problema —reconoció Tom, y volvió a sus dibujos.

A Jack se le ocurrió una idea.

—Es una lástima que no podamos lograr que lo hagan los bueyes.

Todos se echaron a reír.

—Sería como pretender enseñar a un buey a construir una catedral —dijo Tom.

—O con un molino —insistió Jack impertérrito—. Por lo general, hay maneras fáciles de hacer los trabajos más duros.

—Quiere abatanar el lienzo, no molerlo —le replicó Tom.

Jack no le escuchaba.

—Utilizamos mecanismos para levantar pesos, y ruedas giratorias para elevar piedras hasta los andamios más altos…

—Sería maravilloso que hubiese algún mecanismo ingenioso para poder abatanar este lienzo —dijo Aliena.

Jack imaginó lo complacida que se sentiría si él lograra resolver ese problema. Está decidido a encontrar alguna manera.

—He oído decir que se ha utilizado un molino de agua para hacer funcionar fuelles en una herrería… Pero nunca lo he visto —explicó Tom pensativo.

—¿De veras? —exclamó Jack excitado—. Eso lo demuestra.

—Una rueda de molino gira y gira y una piedra de molino gira y gira —dijo Tom—, de tal manera que una piedra impulsa a la otra. Pero el bate de un abatanador va de arriba abajo. Nunca lograrás que una rueda de molino de agua haga subir y bajar un bate.

—Un fuelle también va de arriba abajo.

—Claro, claro. Pero yo nunca vi esa herrería. Sólo he oído hablar de ella.

Jack intentó formarse una idea de la maquinaria de un molino. La fuerza del agua hacía girar la rueda. El astil de esta estaba conectado con otra rueda dentro del molino. La rueda interior se hallaba colocada en sentido vertical, de tal forma que sus dientes se encajaban en los dientes de otra rueda horizontal. Esta última era la que hacía girar la piedra molar.

—Una rueda en pie puede poner en marcha a otra tumbada —musitó Jack pensando en voz alta.

Martha se echó a reír.

—¡No te esfuerces, Jack! —le dijo—. Si los molinos pudieran abatanar lienzos, ya se les habría ocurrido a las gentes listas.

Jack no le hizo caso.

—Los bates de abatanar podrían fijarse al astil de la rueda del molino —continuó—. El lienzo podría colocarse plano donde los bates cayeran.

—Sí; pero los bates golpearían sólo una vez, y luego se quedarían atascados, con lo que la rueda se pararía. Ya te lo he dicho… Las ruedas giran y giran pero los bates van de arriba abajo —alegó Tom.

—Tiene que haber una manera —insistió Jack con tozudez.

—No la hay —afirmó Tom perentorio con el tono de voz que adoptaba para cerrar el tema de una conversación.

—Sin embargo apuesto a que la hay —farfulló rebelde Jack.

Tom hizo como que no le había oído.

Al domingo siguiente, Jack desapareció.

Fue a la iglesia por la mañana, almorzó en casa como de costumbre pero, a la hora de cenar, no se presentó. Aliena estaba en su cocina haciendo un espeso caldo con jamón y berza cuando llegó Ellen en busca de Jack.

—No lo he visto desde misa —informó la joven.

—Desapareció después de almorzar —explicó Ellen—. Supuse que estaba contigo.

Aliena se sintió algo incómoda de que Ellen hubiera dado por sentada aquella suposición.

—¿Estás preocupada?

—Una madre siempre lo está —contestó Ellen.

—¿Se ha peleado con Alfred? —preguntó Aliena nerviosa.

—Esa misma pregunta he hecho yo. Alfred dice que no. —Ellen suspiró—. Espero que no le haya pasado nada malo. Ya ha hecho estas cosas antes, y me atrevería a decir que volverá a hacerlas. Nunca le enseñé a amoldarse a horas regulares.

Aquella noche, más tarde, a punto ya de acostarse, Aliena fue a casa de Tom para saber si Jack había aparecido. Le dijeron que no. Se acostó preocupada. Richard estaba en Winchester, de manera que se encontraba sola. No hacía más que pensar que Jack pudo haberse caído al río y ahogarse, o cualquier otra cosa por el estilo. Para Ellen sería terrible. Jack era su único hijo auténtico. A Aliena se le llenaron los ojos de lágrimas al imaginarse el dolor de Ellen si perdiera a Jack.

Esto es estúpido, se dijo; estoy llorando por la pena de alguien causada por algo que no ha ocurrido. Se dominó e intentó pensar en otra cosa. El exceso de lienzo era su gran problema. En circunstancias normales podía pasarse media noche preocupándose por el negocio; pero esa noche sus pensamientos volvían sin cesar a Jack. ¿Y si se hubiera roto una pierna y se encontrara inmovilizado en el bosque? Al final, la venció un sueño inquieto. Se despertó con las primeras luces sintiéndose todavía cansada. Se echó su gruesa capa sobre el camisón, se puso las botas forradas de piel, y salió en busca de Jack.

No estaba en el jardín que había detrás de la cervecería, donde solían quedarse dormidos los hombres, evitando congelarse gracias al calor del fétido estercolero. Bajó hasta el puente, caminando temerosa por la orilla del río hasta un recodo donde se arrojaban los desperdicios. Una familia de patos se encontraba picoteando entre los restos de madera, de zapatos desechados, de cuchillos enmohecidos y de huesos de carne putrefactos que se acumulaban en la playa.

Gracias a Dios tampoco estaba allí Jack.

Subió de nuevo hasta la colina y entró en el recinto del priorato, donde los constructores de la catedral comenzaban una nueva jornada de trabajo.

Encontró a Tom en su cobertizo.

—¿Ha vuelto Jack? —preguntó esperanzada.

—Todavía no —repuso Tom al tiempo que meneaba la cabeza.

Cuando Aliena se iba, llegó el maestro carpintero con aspecto preocupado.

—Han desaparecido todos nuestros martillos —informó Tom.

—Es extraño —comentó este—. Yo he estado buscando un martillo y no he encontrado ninguno.

—¿Dónde están los cabezales de los albañiles? —preguntó Alfred asomando la cabeza por la puerta.

Tom se rascó la cabeza.

—Parece como si hubieran volado cuantos martillos tenemos, —dijo perplejo; luego, cambió de expresión y añadió—: Apuesto a que Jack está detrás de todo esto.

Claro, se dijo Aliena. Martillos. El abatanado. El molino.

Sin decir palabra de lo que pensaba, salió del cobertizo de Tom y, atravesando presurosa el recinto del priorato, dejó atrás la cocina y se encaminó hacia el extremo suroeste donde un canal, desviado del río, ponía en movimiento los dos molinos, el viejo y el recién construido.

Tal y como sospechaba, la rueda del molino viejo estaba girando.

Entró.

En el primer momento, lo que vio la dejó confusa y asustada. Había una hilera de martillos sujetos a una viga horizontal. Levantaban sus cabezas, al parecer por propio impulso, semejantes a caballos en busca del pesebre. Luego, caían de nuevo, todos juntos, golpeando de manera simultánea con un estruendo tremendo que casi la dejó sin aliento. Lanzó un grito sobresaltada. Los martillos alzaron sus cabezas, como si la hubieran oído gritar, y luego golpearon de nuevo. Estaban batiendo cierta cantidad de lienzo flojo sumergida en una o dos pulgadas de agua contenida en un balde de madera semejante a los que utilizaban en la construcción para mezclar la argamasa. Entonces, se dio cuenta de que los martillos estaban abatanando el tejido y dejó de sentirse asustada, aún cuando le seguían pareciendo terriblemente vivos. Pero ¿cómo lo había hecho? Observó que la viga a la que se encontraban sujetos los martillos estaba paralela al astil de la rueda del molino. Una tabla sujeta a él daba vueltas y más vueltas al tiempo que este giraba. Al llegar la tabla, tropezaba con los mangos de los martillos haciéndolos bajar, de modo que las cabezas se levantaban. Al seguir girando la tabla, dejaba en libertad los mangos. Entonces las cabezas caían, descargándose sobre el lienzo que se hallaba en la artesa. Era exactamente lo que Jack había dicho durante aquella conversación. Un molino podía abatanar el lienzo.

Aliena oyó su voz.

—Hay que lastrar los martillos para que caigan con más fuerza.

Al volverse, vio a Jack con aspecto cansado aunque triunfante.

—Creo que he resuelto tu problema —le dijo sonriendo con timidez.

—Me siento tan contenta de que te encuentres bien… ¡Estábamos preocupados por ti! —dijo Aliena.

Sin pensarlo, le echó los brazos al cuello y lo besó. Fue un beso muy breve, poco más que un roce; pero entonces, al separarse sus labios, los brazos de Jack le rodearon la cintura, sujetando su cuerpo suavemente aunque con firmeza contra el suyo, y Aliena se encontró mirándole a los ojos. En lo único que podía pensar era en lo feliz que se sentía que él estuviera vivo y sin haber sufrido daño alguno. Le dio un apretón afectuoso. Y, de súbito, Aliena tuvo conciencia de su propia piel. Podía sentir la aspereza de su camisón de lino, y el cuero suave de sus botas y el cosquilleo en los pezones al apretarse contra el pecho de él.

—¿Estabas preocupada por mí? —preguntó Jack asombrado.

—¡Pues claro! Apenas he dormido.

Aliena sonreía feliz pero Jack tenía un aspecto terriblemente solemne y, al cabo de un momento, el talante de él se impuso al suyo y se sintió extrañamente conmovida. Podía oír los latidos de su corazón y empezó a respirar más deprisa. Detrás de ella, los martillos golpeaban al unísono sacudiendo la estructura de madera del molino con cada golpe concertado, y Aliena parecía sentir las vibraciones en lo más profundo de su ser.

—Estoy muy bien —dijo Jack—. Todo está bien.

—Me siento tan contenta… —repitió Aliena y su voz era un susurro.

Le vio bajar los párpados e inclinar su cara sobre la de ella, y luego sintió los labios de Jack contra los suyos. Fue un beso dulce. Tenía los labios llenos y una barba suave de adolescente. Aliena cerró los ojos para concentrarse en aquella sensación. La boca de Jack se movía sobre la suya y le pareció algo natural abrir los labios. De repente, su propia boca se hizo sumamente sensitiva hasta el punto de poder sentir el tacto más ligero, el más leve movimiento. La punta de la lengua de Jack le acariciaba el interior de su labio superior. Aliena se sentía tan abrumada de felicidad que experimentaba ganas de llorar. Apretó su cuerpo contra el de él, aplastando sus suaves senos contra el duro pecho, sintiendo los huesos de sus caderas incrustados en su propio vientre. Ya no era tan sólo que sintiera alivio porque Jack estuviera a salvo y alegría de tenerlo allí. Ahora era una nueva sensación. Su presencia física la embargaba de una emoción estática que la hacía sentirse un poco mareada. Abrazada a su cuerpo, necesitaba tocarlo más, sentir aún más su presencia, tenerle todavía más cerca. Le acarició la espalda. Quería sentir su piel; pero la ropa le hizo sentirse defraudada. Sin pensarlo, metió la lengua entre los labios de Jack. El joven emitió un leve ruido animal desde el fondo de la garganta, como un gemido ahogado de placer.

La puerta del molino se abrió de golpe. Aliena se apartó rápida de Jack. De repente, se sintió sobresaltada como si hubiera estado profundamente dormida y alguien le hubiera dado una bofetada para despertarla. Se sentía horrorizada de lo que habían estado haciendo, besándose y frotándose uno contra otro. ¡Como una puta y un borracho en una cervecería! Retrocedió mirando a su alrededor, sintiéndose mortificada por su turbación. El intruso era Alfred. Aquello le hizo sentirse aún peor. Hacía tres meses que Alfred le pidió que se casara con él y ella lo rechazó con altivez. Y ahora la había visto comportándose como una perra en celo. Daba la impresión de cierta hipocresía. Se sonrojó de vergüenza. Alfred la estaba mirando y su expresión era una mezcla de lascivia y desprecio, que le traía a la memoria la imagen vívida de William Hamleigh. Estaba disgustada con ella misma por dar a Alfred motivo para menospreciarla, y furiosa con Jack por la parte que había desempeñado en todo aquello.

Dio la espalda a Alfred y miró a Jack. Al encontrarse sus ojos este pareció sobresaltado. Aliena se dio cuenta de que su rostro delataba la ira que sentía, pero no podía evitarlo. La expresión de Jack, de aturdida felicidad, se convirtió en confusión y dolor. En circunstancias normales aquello la habría ablandado; pero, en aquellos momentos estaba fuera de sí. Lo aborrecía por lo que le había hecho hacer a ella. Rápida como un rayo, lo abofeteó. Él permaneció inmóvil; pero en su mirada se reflejó la agonía que estaba sufriendo. Se le enrojeció la mejilla golpeada. Aliena no podía soportar el dolor que había en sus ojos. Se obligó a apartar la vista.

No resistía seguir allí. Corrió hacia la puerta acompañada del incesante golpeteo de los martillos repercutiendo en sus oídos. Alfred se apartó rápido para dejarla pasar, en actitud casi asustada. Aliena pasó como un rayo junto a él y salió. Tom Builder estaba a punto de entrar junto con un reducido grupo de trabajadores de la construcción. Todo el mundo se dirigía al molino para saber lo que estaba pasando. Aliena cruzó presurosa junto a ellos sin decir palabras. Algunos de ellos la miraron con curiosidad haciéndola arder de vergüenza; pero todos estaban más interesados en los martillazos que se oían salir del molino. La mente lógica de Aliena le recordaba que Jack había resuelto el problema del abatanado de su lienzo; pero la idea de que se había pasado toda la noche haciendo algo por ella era motivo de que se sintiese todavía peor. Pasó corriendo por delante de las cuadras, y también por la puerta del priorato, y a lo largo de la calle, con las botas resbalando y chapoteando por el fango, hasta llegar a su casa.

Al entrar, se encontró allí a Richard. Se hallaba sentado a la mesa de la cocina, con una hogaza de pan y un jarro de cerveza.

—El rey Stephen se ha puesto en marcha —dijo—. La guerra ha empezado de nuevo. Necesito otro caballo.

4

Durante los tres meses siguientes. Aliena apenas cruzó dos palabras con Jack. El mozo se sentía destrozado. Ella le había besado como si lo quisiera, de eso no cabía la menor duda. Cuando la joven salió del molino, estaba seguro de que pronto volverían a besarse de la misma manera. Deambulaba como envuelto en una bruma erótica, pensando: ¡Aliena me quiere! ¡Aliena me quiere! Le había acariciado la espalda y metido la lengua en su boca, había apretado sus senos contra él. Cuando empezó a evitarle, Jack pensó que tan sólo se sentía incómoda. Después de aquel beso, era imposible que pretendiera no quererle. Esperó paciente a que superara su timidez. Con la ayuda del carpintero del priorato, había hecho un mecanismo de abatanar, más fuerte y permanente, para el molino viejo. Y Aliena pudo abatanar su lienzo. Le dio las gracias en tono sincero; pero su voz era fría y evitaba su mirada.

Cuando hubieron transcurrido, no sólo unos días, sino varias semanas en esa tesitura, se vio obligado a admitir que algo iba muy mal. Se sintió embargado por la desilusión y pensó que el dolor iba a ahogarlo. Estaba perplejo. Sentía el deseo desesperado de tener más años, y más experiencia con las mujeres, a fin de ser capaz de saber si Aliena era normal o si tenía un carácter peculiar; si esa actitud sería temporal o permanente y si debía ignorarlo o encararse a ella. Como se sentía inseguro y también aterrado ante la posibilidad de que pudiera decir algo que estropeara más las cosas, optó por no hacer nada. Entonces empezó a apoderarse de él un sentimiento constante de rechazo y se sintió inútil, estúpido e impotente. Pensaba en lo loco que había sido al imaginar que la mujer más deseable e inalcanzable del Condado hubiera podido enamorarse de él, tan sólo un muchacho. La había divertido por un tiempo con sus historias y sus bromas; pero en cuanto la besó como un hombre se había alejado por completo. ¡Qué bobo fue esperando otra cosa!

Al cabo de una o dos semanas de decirse lo estúpido que había sido, empezó a sentirse furioso. En el trabajo estaba irritable, y la gente empezaba a mostrarse cautelosa con él. Se comportaba de manera desagradable con su hermanastra, Martha, la cual se sentía casi tan dolida con él como él lo estaba con Aliena. Un domingo por la tarde se gastó el salario apostando en las peleas de gallos.

Toda su pasión la consumía en el trabajo. Esculpía modillones, las piedras que se proyectaban y que parecían sostener arcos o fustes que no llegaban del todo al suelo. En estos modillones se esculpían con frecuencia hojas; pero una alternativa tradicional era la de esculpir a un hombre que pareciera sostener un arco con las manos o lo tuviese apoyado sobre la espalda. Jack alteró un poco el modelo habitual. El resultado fue una figura humana extrañamente contorsionada, con expresión de dolor, como si estuviera condenado a una agonía eterna mientras sostenía el peso inmenso de la piedra. Jack sabía que era algo genial, nadie más podía esculpir una figura que diera la impresión de que sufría. Cuando Tom la vio, movió indeciso la cabeza sin saber si maravillarse ante la expresividad de la figura o desaprobar su escasa ortodoxia. A Philip le atrajo de inmediato. A Jack, por su parte, le importaba poco lo que pensaran. Tenía la absoluta convicción de que si a alguien no le gustaba era porque estaba ciego.

Cierto domingo de cuaresma, cuando todo el mundo estaba de mal humor porque hacía tres semanas que no se comía carne, Alfred acudió al trabajo con expresión triunfante. El día anterior había estado en Shiring. Jack ignoraba lo que podía haber hecho allí; pero, a todas luces, se sentía muy satisfecho.

Durante el descanso de media mañana, cuando Enid Brewster abrió un barril de cerveza en medio del presbiterio para vendérsela a los constructores, Alfred mostró un penique.

—Eh, Jack Tomson, tráeme algo de cerveza —dijo.

Va a decir algo sobre mi padre, pensó Jack. Y no hizo caso de Alfred. Uno de los carpinteros, un hombre ya mayor llamado Peter, le advirtió.

—Más te valdrá hacer lo que te dicen, aprendiz.

Se suponía que un aprendiz había de obedecer siempre a cualquier maestro artesano.

—No soy hijo de Tom —dijo Jack—. Tom es mi padrastro, y Alfred lo sabe.

—Sin embargo haz lo que te dice —repitió Peter en tono razonador.

Jack cogió reacio el dinero de Alfred y se puso en la cola.

—El nombre de mi padre era Jack Shareburg —dijo en voz alta—. Todos podéis llamarme Jack Jackson si queréis diferenciarnos a Jack Blacksmith y a mí.

—Jack Bastard será más propio —dijo Alfred.

—¿Os habéis preguntado alguna vez por qué Alfred nunca se ata los cordones de las botas?

Los presentes miraron los pies de Alfred. Y así era. Sus botas pesadas y embarradas, que habrían de estar atadas hasta arriba con los cordones, estaban descuidadamente abiertas. Jack explicó:

—Es para poder verse antes los dedos por si tiene que contar más allá de diez.

Los artesanos sonrieron y los aprendices rieron divertidos. Jack entregó a Enid el penique de Alfred y cogió un cántaro de cerveza. Se lo llevó a Alfred presentándoselo con una leve reverencia burlona. Alfred estaba irritado, aunque no demasiado, y todavía guardaba algo en la manga. Jack se alejó y bebió su cerveza con los aprendices, con la esperanza de que Alfred le dejara en paz. Esperanza vana. Momentos después, Alfred le siguió.

—Si Jack Shareburg fuera mi padre, yo no me sentiría tan dispuesto a reconocerlo en público. ¿Acaso no sabes lo que era?

—Era un juglar —dijo Jack; trató de mostrarse seguro de sí mismo; pero temía lo que Alfred pudiera decir—. Supongo que no sabrás lo que es un juglar.

—Era un ladrón —dijo Alfred.

—Bah, cierra el pico, pedazo de tarugo.

Jack se volvió y tomó un trago de cerveza pero apenas sí pudo tragarla. Alfred debía de tener algún motivo para afirmar aquello.

—¿Acaso no sabes cómo murió? —insistió Alfred.

Eso es, se dijo Jack. Eso es de lo que se enteró ayer en Shiring. Ese es el motivo de su estúpida y sonriente mueca. Volvióse reacio y se enfrentó a Alfred.

—No; no sé cómo murió mi padre, Alfred, pero creo que tú vas a decírmelo.

—Lo colgaron por asqueroso ladrón.

Jack lanzó un grito involuntario de angustia. Sabía, por intuición, que aquello era cierto. Alfred estaba demasiado seguro de sí mismo para haberlo inventado. Y Jack comprendió rápido que ello explicaba la reticencia de su madre, que había estado años temiendo en secreto algo semejante. Durante todo el tiempo se había querido convencer de que nada andaba mal, de que no era un bastardo, de que tenía un verdadero padre con nombre auténtico. De hecho siempre había temido que hubiera algo deshonroso respecto a su padre, que los improperios estaban justificados, que en realidad tenía algo de que avergonzarse. Ya se sentía deprimido, el rechazo de Aliena le había dejado con la sensación de inutilidad y pequeñez. Y ahora la verdad sobre su padre fue como un mazazo.

Alfred seguía allí en pie sonriendo, satisfechísimo de sí mismo. El efecto producido por su revelación le había encantado. Su expresión puso fuera de sí a Jack, para quien ya era bastante terrible que hubieran ahorcado a su padre. Pero que Alfred se sintiera feliz por ello, era ya demasiado. Sin pensarlo dos veces, Jack arrojó su cerveza a la cara sonriente de Alfred.

Los demás aprendices, que habían estado atentos a los hermanastros y disfrutando con su altercado, se apresuraron a retirarse uno o dos pasos. Alfred se limpió la cerveza de los ojos, rugió furioso y, con un movimiento tan rápido que sorprendía en un hombre tan grande como él, descargó su inmenso puño. El golpe alcanzó a Jack en la mejilla con tal fuerza que, en lugar de dolerle, se la dejó insensible. Antes de que tuviera tiempo de reaccionar el otro puño de Alfred se hundió en su estómago. Ese golpe le produjo un terrible dolor. Jack tuvo la impresión de que nunca volvería a respirar. Se desmadejó y cayó al suelo. Al hacerlo, Alfred le dio un puntapié en la cabeza con una de sus pesadas botas y, por un instante, no pudo ver nada, sólo luces blancas.

Rodó por el suelo a ciegas y luchó para levantarse. Pero Alfred todavía no estaba satisfecho. Al incorporarse Jack, sintió que le agarraba. Empezó a forcejear. Ahora ya estaba aterrado. Alfred no tendría compasión. Le golpearía hasta hacerlo polvo si no conseguía escapar. En un principio, Alfred le agarraba con tal fuerza que Jack no lograba soltarse; pero al echar aquel hacia atrás el poderoso puño para golpearle de nuevo, pudo librarse al fin. Salió corriendo, y Alfred se precipitó en su seguimiento. Jack evitó un barril de cal, haciéndolo rodar delante de Alfred para impedir su persecución. La cal se derramó por el suelo. Alfred saltó sobre el barril; pero salió disparado contra un tonel de agua que se derramó a su vez. Al entrar el agua en contacto con la cal esta empezó a hervir y a sisear intensamente. Algunos de los constructores, cuando se dieron cuenta del desperdicio de un material costoso protestaron a gritos. Pero Alfred estaba sordo y Jack no pensaba en otra cosa que en tratar de alejarse de su hermanastro. Siguió corriendo encorvado todavía por el dolor y medio ciego por el puntapié en la cabeza.

Pegado a sus talones, Alfred alargó un pie y le puso la zancadilla. Jack cayó todo lo largo que era. Voy a morir, se dijo mientras rodaba para apartarse. Quedó debajo de una escala apoyada contra el andamio en lo alto de la construcción. Alfred se acercaba con deliberación a él. Jack se sintió como un conejo acorralado. La escala lo salvó. Al inclinarse Alfred para ponerse detrás de ella, Jack avanzó a gatas, colocándose delante de la escala, y con un impulso se lanzó a los primeros peldaños. Trepó como una ardilla.

Sintió temblar la escala al subir Alfred detrás de él. En circunstancias normales, podía ganar a Alfred corriendo; pero todavía se sentía aturdido y sin aliento. Llegó al final de la escala y se encaramó al andamio. Tropezó y cayó contra el muro. Las piedras habían sido colocadas aquella misma mañana y la argamasa aún no se hallaba seca. Al desplomarse Jack sobre ellas se estremeció toda una sección del muro; se soltaron tres o cuatro piedras y cayeron al costado. Jack pensó que iría tras ellas. Se balanceó en el borde y, al mirar hacia abajo, vio caer las grandes piedras dando tumbos, desde una altura de ochenta pies, desplomándose sobre los tejados de las viviendas colgadizas que se encontraban al pie del muro. Se enderezó con la esperanza de que en aquellas viviendas no hubiera nadie. Alfred había llegado al final de la escala y avanzaba hacia él sobre el endeble andamiaje. Alfred estaba congestionado y jadeante, con una mirada rebosante de odio. Jack no tenía duda alguna de que, en aquel estado, Alfred era capaz de matarlo. Si llega a agarrarme, se dijo Jack, me arrojará por el lado. Alfred avanzaba al tiempo que Jack retrocedía. Encontró algo blando y se dio cuenta de que era argamasa. Entonces tuvo una inspiración y, parándose de repente, cogió un puñado y lo arrojó con puntería perfecta a los ojos de Alfred. Este, cegado, detuvo su avance y sacudió la cabeza para librarse de la argamasa. Al fin Jack tenía una posibilidad de escapar. Corrió hacia el extremo más alejado de la plataforma del andamiaje, con la intención de descender, salir como un rayo del recinto del priorato y pasar el resto del día escondido en el bosque. Pero entonces descubrió horrorizado que en el otro extremo de la plataforma no había escala alguna, porque no tocaba el suelo, estaba construido sobre viguetas introducidas dentro de mechinales en el muro. Se encontraba atrapado. Miró hacia atrás. Alfred se había quitado la argamasa de los ojos y avanzaba hacia él.

Se encontraba imposibilitado de bajar.

En el extremo sin terminar del muro, donde el presbiterio se uniría al crucero, cada hilada de albañilería era media piedra más corta que la de abajo, formando un empinado tramo de angostos escalones que, en ocasiones, utilizaban los peones más audaces como alternativa para subir a la plataforma. Con el corazón en la boca, Jack alcanzó la parte superior del muro y avanzó a lo largo, con todo cuidado aunque deprisa, intentando no ver hasta dónde caería si se escurriera. Llegó a la parte superior de la sección escalonada, se detuvo en el borde y miró hacia abajo. Sintió un ligero mareo. Echó una ojeada por encima del hombro. Alfred estaba sobre el muro siguiéndolo. Empezó a bajar.

A Jack no le cabía en la cabeza cómo era posible que Alfred se arriesgara tanto. Jamás había sido valiente. Era como si el odio hubiera entumecido su sentido del peligro. Mientras bajaban aquellos empinados y angostos escalones, Alfred iba ganando terreno a Jack, el cual se dio cuenta, cuando se encontraba a más de doce pies del suelo de que Alfred le pisaba prácticamente los talones. Desesperado, saltó por el costado del muro sobre el tejado de barda de la vivienda de los carpinteros. Volvió a saltar del tejado al suelo; pero cayó de mala manera torciéndose el tobillo, lo que le hizo rodar de nuevo. Se incorporó a duras penas. Los segundos perdidos a causa de la caída habían permitido que Alfred alcanzara el suelo y corriera hacia la vivienda. Durante un segundo, Jack permaneció en pie con la espalda contra la pared y Alfred se detuvo, calculando para ver por dónde podría atacar. Jack sufrió un momento de indecisión y terror. Luego, haciéndose a un lado entró de espaldas en la vivienda. Estaba vacía, ya que los artesanos se encontraban en pie, alrededor del barril de Enid. Sobre los bancos se veían los martillos, las sierras y los cinceles de los carpinteros, así como los trozos de madera en los que habían estado trabajando. En medio del suelo se encontraba una gran pieza de una nueva cimbra para utilizarla en la construcción de un arco. Y al fondo, contra el muro de la iglesia, ardía un gran fuego alimentado con las virutas y los desperdicios del material de los carpinteros. No había salida alguna.

Jack se volvió para hacer cara a Alfred. Estaba acorralado. Por un instante quedó paralizado por el pánico. Pero luego el miedo dio paso a la furia. Poco me importa que me mate, se dijo, siempre que pueda hacer sangrar a Alfred antes de morir. No esperó a que este le golpeara sino que, con la cabeza baja cargó contra él. Estaba tan fuera de sí que ni siquiera utilizó los puños. Se lanzó contra su adversario con la fuerza de un toro.

Era lo último que Alfred esperaba. La frente de Jack golpeó contra su boca. Jack era dos o tres pulgadas más bajo que él y mucho más delgado. Pese a ello, su ataque hizo retroceder a Alfred. Al recuperar Jack el equilibrio pudo ver la boca ensangrentada de Alfred y se sintió satisfecho.

Por un instante, Alfred quedó demasiado sorprendido para reaccionar con rapidez. En ese preciso momento la mirada de Jack se detuvo en un gran macho de madera que se encontraba sobre un banco. Al recuperarse Alfred y precipitarse sobre Jack, este levantó el martillo haciéndolo girar a ciegas. Alfred lo esquivó retrocediendo y el martillo no le alcanzó. De repente, era Jack quien tenía ventaja.

Envalentonado persiguió a Alfred, percibiendo ya la sensación de la sólida madera rompiendo los huesos de su hermanastro. Esa vez descargó el golpe con todas sus fuerzas. De nuevo fue esquivado; pero lo recibió la viga que sostenía el tejado de la vivienda. No era una construcción demasiado sólida. Allí nadie vivía. Sólo servía para que las carpinteros trabajaran en ella cuando llovía. Al ser golpeada con el martillo, la viga se movió. Las paredes eran unas endebles vallas hechas con ramitas entretejidas que no prestaban el menor apoyo. El tejado de barda cedió. Alfred miró hacia arriba asustado. Jack sopesó el martillo. Alfred se echó atrás y, al tropezar con un montoncillo de madera, cayó pesadamente y quedó sentado. Jack levantó mucho el martillo para el golpe de gracia. Alguien le sujetó con fuerza los brazos. Miró alrededor y vio al prior Philip con expresión tormentosa. El monje arrancó el martillo de las manos de Jack.

Se desplomó el techo de la vivienda detrás del prior. Jack y Philip se volvieron a mirar. Al caer sobre el fuego, la barda seca se prendió al instante y un momento después ardía con fuerza.

Apareció Tom y se dirigió a los tres trabajadores que tenía más cerca.

—Tú, tú y tú, traed el tonel de agua que hay delante de la herrería. —Se volvió hacia otros tres—. Peter, Rolf, Daniel, id a buscar baldes. Y vosotros, aprendices, arrojad tierra sobre las llamas…, todos vosotros. ¡Y deprisa!

Durante los minutos que siguieron, todo el mundo se mantuvo ocupado con el fuego, y Jack y Alfred quedaron aliviados. El primero se quitó del paso y permaneció allí mirando, aturdido e impotente. Alfred también seguía allí, en pie, a cierta distancia. Jack se preguntaba incrédulo si en realidad estuvo a punto de aplastar la cabeza de Alfred con un martillo. Todo aquello parecía irreal. Todavía seguía en un estado de ofuscado sobresalto cuando la combinación de la tierra y el agua extinguieron por completo las llamas. El prior Philip permanecía allí en pie mirando aquel desastre, con la respiración entrecortada a causa del esfuerzo.

—Mira eso —dijo a Tom, muy enfadado—. Una vivienda en ruinas. El trabajo de los carpinteros echado a perder. Desperdiciado un barril de cal y destruida toda una sección de la nueva albañilería.

Jack comprendió que Tom se encontraba en dificultades. Su trabajo consistía en mantener el orden en el enclave de la construcción, y Philip le culpaba por todo aquel desastre. El hecho de que los causantes fueran los hijos de Tom empeoraba las cosas.

Tom puso la mano sobre el brazo de Philip y habló con calma.

—Nos ocuparemos de la vivienda —dijo.

Pero Philip no estaba dispuesto a mostrarse magnánimo.

—Yo me ocuparé de ella —dijo con tono tajante—. Soy el prior y todos vosotros trabajáis para mí.

—Entonces, permitid que los albañiles deliberen antes de que vos toméis decisión alguna —pidió Tom con un tono de voz tranquila y sensata—. Es posible que os hagamos una proposición que encontréis razonable. De no ser así seguiréis siendo libre de hacer lo que queráis.

Philip se mostraba reacio a permitir que la iniciativa pasara a otras manos; pero la tradición estaba de parte de Tom. Los albañiles se castigaban a sí mismos.

—Muy bien. Pero cualquiera que sea la decisión que toméis no estoy dispuesto a permitir que tus hijos trabajen aquí los dos. Uno de ellos tiene que irse —dijo Philip al cabo de una pausa. Luego, se alejó todavía furioso.

Tom, después de mirar sombrío a Jack y a Alfred, dio media vuelta y se encaminó a la vivienda más grande de los albañiles. Jack comprendió, mientras seguía a Tom, que se encontraba en una situación grave. Cuando los albañiles imponían castigos a algunos de los suyos era casi siempre por delitos como embriaguez mientras trabajaban, robo de materiales de construcción… Y tales castigos solían ser multas. Las peleas entre aprendices se resolvían, por lo general, poniendo en el cepo a ambos contendientes durante todo un día. Pero Alfred no era un aprendiz y, además, por lo general, las peleas no causaban tantos daños. La logia podía expulsar a un miembro que trabajara por menos de los salarios mínimos establecidos. También podía castigar a un miembro que cometiera adulterio con la mujer de otro albañil, pero Jack jamás tuvo noticia de nada semejante. En teoría se podía azotar a los aprendices, y aunque a veces se amenazaba con ese castigo, nunca vio que se hubiera puesto en práctica.

Los maestros albañiles abarrotaron la logia de madera, sentados en los bancos y recostados contra el muro posterior que, de hecho, era el lateral de la catedral.

—Nuestro patrón está enfadado y con motivo. El incidente ha redundado en una gran cantidad de pérdidas costosas. Y lo que todavía es peor, ha hecho caer un baldón sobre nosotros, los albañiles. Hemos de tratar con firmeza a quienes lo provocaron. Es la única manera de que recuperemos nuestra buena reputación de constructores orgullosos y disciplinados, hombres dueños de sí mismos y también de su oficio —dijo Tom una vez que todos estuvieron dentro.

—Bien dicho —aprobó Jack Blacksmith, y hubo un murmullo de asentimiento.

—Yo sólo vi el final de la pelea —dijo Tom—. ¿Alguien la vio empezar?

—Alfred fue por el muchacho —dijo Peter Carpenter, el que aconsejó a Jack que fuera obediente y llevara a Alfred la cerveza.

—Jack tiró cerveza a la cara de Alfred —intervino un joven albañil de nombre Dan, que trabajaba para Alfred.

—Pero él había provocado al chaval —aseguró Peter—. Alfred insultó al padre natural de Jack.

Tom miró a Alfred.

—¿Lo hiciste?

—Dije que su padre era un ladrón —contestó Alfred—. Y es verdad. Por eso le ahorcaron en Shiring. El sheriff Eustace me lo dijo ayer.

—Es triste que un maestro artesano haya de morderse la lengua si a un aprendiz no le gusta lo que dice —intervino Jack Blacksmith.

Se oyó un murmullo de aprobación. Jack se dio cuenta abatido de que, fuese como fuese, no iba a salirse de rositas de aquel embrollo. Tal vez esté condenado a convertirme en un criminal como mi padre, se dijo. Tal vez acabe también en la horca.

—Pues yo digo que la cosa cambia cuando el artesano pretende adrede enfurecer al aprendiz —insistió Peter Carpenter, que al parecer se erigía en defensor de Jack.

—Aun así, hay que castigar al aprendiz —afirmó Jack Blacksmith.

—No lo niego —respondió Peter—. Sólo creo que el artesano también deberá recibir su merecido. Los maestros artesanos deberían hacer uso de la prudencia que le otorgan sus años para lograr la paz y la armonía en una construcción. Si provocan peleas, están faltando a su deber.

Aquello pareció despertar cierta aprobación; pero intervino de nuevo Dan, el partidario de Alfred.

—Sería un principio arriesgado perdonar al aprendiz porque el artesano no se muestre amable. Los aprendices siempre creen que los maestros no son amables. Si empezáis a discutir en ese sentido, resultará que los maestros nunca hablarán a sus aprendices por temor a que estos les golpeen por mostrarse descorteses.

Aquella arenga fue acogida con mucho entusiasmo, ante el fastidio de Jack. Sólo servía para sostener que había de apoyarse sin recato la autoridad de los maestros, sin tener en cuenta lo justo o injusto del caso. Se preguntaba cuál podría ser su castigo. No tenía dinero para pagar una multa. Aborrecía la idea de que le metieran en el cepo. ¿Qué pensaría Aliena de él? Pero todavía sería peor que le azotaran.

Pensó que acuchillaría a cualquiera que lo intentara.

—No debemos olvidar que nuestro patrón tiene también una idea muy firme sobre esto. Dice que no debemos tener trabajando a Alfred y a Jack en el mismo lugar. Uno de ellos habrá de irse —dijo Tom.

—¿No se le podría hacer cambiar de idea? —preguntó Peter.

—No —respondió Tom al cabo de una pausa en la que permaneció pensativo.

Jack se mostró sobresaltado. No había tomado en serio el ultimátum del prior Philip. Pero, al parecer, Tom sí lo había hecho.

—Si uno de ellos ha de irse, confío en que no habrá discusión acerca de quién ha de hacerlo —planteó Dan.

Era uno de los albañiles que trabajaban para Alfred y no directamente para el priorato. Por tanto si Alfred se fuera, Dan con toda probabilidad habría de irse también.

Una vez más Tom pareció pensativo.

—No, no habrá discusión —dijo y luego, mirando a Jack, añadió—: Jack deberá ser el que se vaya.

Jack comprendió que había calculado de manera desastrosa las consecuencias de la pelea. Apenas podía creer que fueran a echarle. ¿Qué sería de su vida si no trabajara en la catedral de Kingsbridge? Desde que Aliena se había retirado a su caparazón, lo único que le importaba era la catedral. ¿Cómo iba a abandonarla?

—Es posible que el priorato acepte un compromiso. Podría suspenderse a Jack por un mes —propuso Peter Carpenter.

Sí, por favor, suplicó Jack en su fuero interno.

—Demasiado flojo —alegó Tom—. Tenemos que demostrar que actuamos con firmeza. El prior Philip no se contentará con menos.

—Que así sea —dijo Peter cediendo al fin—. Pero esta catedral pierde al joven tallista de piedra de más talento que la mayoría de nosotros hemos conocido, y todo porque Alfred no ha podido tener cerrada su condenada boca.

Varios albañiles expresaron en voz alta el mismo sentimiento.

Alentado con ello, Peter siguió con su andanada.

—A ti, Tom Builder, te respeto más de lo que nunca he respetado a cualquier otro maestro constructor para los que he trabajado; pero debo decir que sientes debilidad por esa cabeza dura de hijo tuyo.

—Nada de improperios, por favor —pidió Tom—. Ajustémonos a los hechos del caso.

—Muy bien —convino Peter—. Yo digo que debe castigarse a Alfred.

—Estoy de acuerdo —asintió Tom ante la sorpresa de todos—. Alfred ha de sufrir castigo.

—¿Por qué? —preguntó este indignado—. ¿Por pegar a un aprendiz?

—No es tu aprendiz sino el mío —respondió—. E hiciste algo más que pegarle. Le perseguiste por todo el enclave. Si le hubieras dejado irse, no se habría caído la cal, el trabajo de albañilería no se hubiera venido abajo y la vivienda de los carpinteros no habría ardido. Y podrías haberle leído la cuartilla cuando hubiera vuelto. No había necesidad de que hicieras lo que hiciste.

Los albañiles se mostraron de acuerdo.

Dan, que parecía haberse convertido en portavoz, intervino.

—Espero que no estarás proponiendo que expulsemos a Alfred de la logia. Yo, por mi parte, me opondré a ello.

—No —dijo Tom—. Ya es bastante malo perder a un aprendiz de talento. No quiero perder también a un buen albañil con una cuadrilla excelente. Alfred tiene que quedarse, pero creo que habrá que multarle.

Los hombres de Alfred parecieron aliviados.

—Una fuerte multa —intervino Peter.

—El salario de una semana —propuso Dan.

—El de un mes —dijo Tom—. Dudo que el prior se satisfaga con menos.

—A favor —exclamaron varios de los hombres.

—¿Estamos todos de acuerdo sobre esto, hermanos albañiles?

—A favor —exclamaron todos.

—Entonces comunicaré al prior nuestra decisión. Y a vosotros más os valdrá volver al trabajo.

Jack, desolado, vio cómo iban saliendo. Alfred le miró con farisaico triunfo. Tom esperó a que todo el mundo hubiera salido.

—He hecho por ti cuanto he podido —dijo a Jack—. Espero que tu madre lo comprenderá así.

—¡Tú jamás has hecho nada por mí! —explotó Jack—. No pudiste darme de comer, ni vestirme ni darme un techo. ¡Mi madre y yo éramos felices hasta que tú apareciste! ¡Y entonces empezamos a pasar hambre!

—Pero al final…

—¡Jamás me protegiste de ese animal sin seso que llamas hijo!

—Intenté…

—¡Ni siquiera hubieras tenido este trabajo si yo no hubiera prendido fuego a la vieja iglesia!

—¿Qué has dicho?

—Sí, yo prendí fuego a la vieja catedral.

Tom se quedó pálido.

—Fue a causa del rayo…

—No hubo rayo alguno. Era una noche hermosa. Y tampoco nadie encendió fogata alguna en la iglesia. Yo prendí fuego al tejado.

—Pero ¿por qué?

—Para que pudieras tener trabajo. De lo contrario, mi madre habría muerto en el bosque.

—No, no habría…

—Tu primera mujer murió, ¿no?

Tom se puso lívido. De repente pareció envejecer. Jack comprendió que había herido profundamente a Tom. Había salido triunfante de la discusión pero probablemente había perdido a un amigo. Se sintió agriado y triste.

—Sal de aquí —musitó Tom.

Jack se fue. Casi a punto de llorar, se alejó de los altivos muros de la catedral. Su vida había quedado arrasada en cuestión de momentos. Le resultaba increíble pensar que fuera a alejarse de aquella iglesia para siempre. Al llegar a la puerta del priorato se volvió a mirar. Había estado planeando tantas cosas. Quería esculpir él solo un pórtico entero, quería convencer a Tom para que hubiera ángeles de piedra en el presbiterio, tenía un dibujo innovador para los arcos ciegos en los cruceros, el cual no había mostrado todavía a nadie. Ahora ya no podría realizar ninguna de esas cosas. Era injusto. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Hizo todo el camino hasta su casa viéndolo todo entre brumas.

Madre y Martha se encontraban sentadas a la mesa de la cocina. Madre estaba enseñando a Martha a escribir con una piedra afilada y una pizarra. Quedaron sorprendidas al verlo.

—No es posible que ya sea la hora del almuerzo —dijo Martha.

Madre leyó en la cara de Jack.

—¿Qué pasa? —le preguntó inquieta.

—He tenido una pelea con Alfred y me han expulsado de la construcción —dijo ceñudo.

—¿Expulsaron también a Alfred? —preguntó Martha.

Jack negó con la cabeza.

—¡Eso no es justo! —exclamó la hermana.

—¿Por qué os peleasteis esta vez? —preguntó madre fastidiada.

—¿Ahorcaron en Shiring a mi padre por ladrón? —preguntó Jack.

Martha lanzó una exclamación entrecortada.

Madre parecía triste.

—No era un ladrón —dijo—. Pero, sí. Lo colgaron en Shiring.

Jack estaba harto de aquellas declaraciones misteriosas sobre su padre.

—¿Por qué no habrás de decirme nunca la verdad? —se lamentó con tono salvaje.

—¡Porque me da muchísima pena! —exclamó.

Y, ante el horror de Jack, estalló en llanto.

Nunca la había visto llorar. ¡Siempre fue tan fuerte! También él estaba a punto de desmoronarse. Sin embargo se contuvo e insistió.

—Si no era un ladrón, ¿por qué lo colgaron?

—¡No lo sé! —gritó ella—. Jamás lo supe. Y él tampoco lo supo nunca. Dijeron que había robado una copa incrustada con piedras preciosas.

—¿A quién?

—De aquí…, del Priorato de Kingsbridge.

—¡Kingsbridge! ¿Le acusó el prior Philip?

—No, no. Fue mucho antes de que llegara Philip —miró a Jack a través de las lágrimas—. No empieces a preguntarme quién le acusó y por qué. No entres en ese juego. Podrías pasar el resto de tu vida intentando enderezar un daño que se hizo antes de que tú nacieras. No te he criado para que tomaras venganza. No le hagas eso a tu vida.

Jack se juró a sí mismo que algún día averiguaría más cosas, pese a lo que su madre había dicho. Pero, por el momento, sólo quería que dejara de llorar. Se sentó junto a ella en el banco y la rodeó con el brazo.

—Bien, ahora parece que la catedral ha salido de mi vida.

—¿Qué harás, Jack? —le preguntó Martha.

—No lo sé. No puedo vivir en Kingsbridge, ¿verdad?

La muchacha estaba aturdida.

—¿Y por qué no?

—Alfred ha intentado matarme y Tom me ha expulsado de las obras. No voy a vivir con ellos. De cualquier manera, ya soy un hombre. He de separarme de mi madre.

—¿Pero qué harás?

Jack se encogió de hombros.

—Sólo conozco la construcción.

—Puedes trabajar en otra iglesia.

—Supongo que es posible que llegue a sentir por otra catedral el mismo cariño que le tengo a esta —dijo desalentado al tiempo que pensaba: Pero jamás amaré a otra mujer como amo a Aliena.

—¿Cómo es posible que Tom te haya hecho esto? —dijo la madre.

Jack suspiró.

—En realidad, no creo que quisiera hacerlo. El prior Philip dijo que no estaba dispuesto a permitir que Alfred y yo trabajáramos en el mismo lugar.

—¡De manera que ese condenado monje está en el fondo de todo esto! —exclamó la madre furiosa—. ¡Juro que…!

—Estaba muy enfadado por todos los perjuicios que habíamos causado.

—Me pregunto si no se le podría hacer entrar en razón.

—¿Qué quieres decir?

—Se supone que Dios es misericordioso… Tal vez también deberían serlo los monjes.

—¿Crees que he de ir a suplicar a Philip? —preguntó Jack algo asombrado ante la dirección de las ideas de su madre.

—Estaba pensando en que yo podría hablar con él —dijo Ellen.

—¿Tú?

Eso era todavía más extraño. Jack se sintió inquieto. Para que su madre estuviera dispuesta a suplicar clemencia a Philip, debía sentirse muy trastornada.

—¿Qué te parece? —le preguntó.

Jack recordó que, a juicio de Tom, Philip no se mostraría clemente. Pero, en aquel momento, la preocupación principal de su padrastro se había centrado en que la logia tomara una decisión definitiva. Como había prometido a Philip que se mostrarían firmes, no estaba entonces en situación de pedir clemencia. Pero la posición de madre era distinta. Jack empezó a sentirse algo más esperanzado. Tal vez no tuviera que irse, después de todo. Acaso podría quedarse en Kingsbridge, cerca de la catedral y de Aliena. Ya había dejado de esperar que ella pudiera amarle; no obstante, aborrecía la idea de tener que irse y no volver a verla jamás.

—Muy bien —aceptó—. Vayamos a suplicar al prior Philip. No tenemos nada que perder salvo nuestro orgullo.

Madre se puso la capa y salieron juntos, dejando a Martha sola, sentada a la mesa y con aspecto inquieto.

Jack y su madre no solían caminar juntos y, en aquel momento, quedó asombrado al darse cuenta de lo pequeña que era. Él a su lado, parecía un gigante. De repente sintió un gran cariño por ella. Siempre estaba dispuesta a luchar como un gato en su defensa. La rodeó con el brazo apretándola contra sí. Ellen le sonrió como si supiera lo que estaba pensando.

Entraron en el recinto del priorato y se encaminaron hacia la casa del prior. Madre llamó a la puerta y a continuación entró. Tom estaba allí con el prior Philip. Por la expresión de sus rostros Jack supo al punto que Tom no le había dicho que había sido Jack quien prendió fuego a la catedral vieja. Eso ya era un alivio. Probablemente no se lo diría nunca. El secreto estaba a salvo. Tom pareció ansioso, incluso algo atemorizado, al ver a su mujer. Jack recordó lo que le había dicho: He hecho por ti cuanto he podido. Espero que tu madre lo comprenderá así. Sin duda recordaba que, a raíz de la última vez que Jack y Alfred se pelearon, madre dejó a Tom, el cual temía que en aquellos momentos ocurriera lo mismo.

A Jack le pareció que Philip ya no estaba enfadado. Tal vez la decisión de la logia le hubiera ablandado. Incluso daba la impresión de que se sentía un poco culpable por su dureza.

—He venido aquí a pediros que os mostréis compasivo, prior Philip —dijo madre.

Tom pareció sentirse al punto aliviado.

—Os proponéis enviar a mi hijo lejos de cuanto ama. Su casa, su familia, su trabajo —siguió diciendo madre.

Y la mujer a la que adora, pensó Jack.

—¿De veras? Creí que sólo le habían despedido de su trabajo —contestó Philip.

—Nunca ha aprendido a hacer otro tipo de oficio que el de la construcción, y en Kingsbridge no hay otra obra de ese estilo que pueda hacer. Le ha penetrado en la sangre el desafío de esa gran iglesia. Iría allá donde alguien estuviera construyendo una catedral. Marcharía a Jerusalén si allí hubiera una piedra para ser esculpida con ángeles y demonios.

¿Cómo puede saber todo eso?, se preguntó Jack. Él mismo apenas había pensado en ello; sin embargo era la pura verdad. Ellen añadió:

—Podría no volver a verlo jamás.

Al terminar de hablar, la voz de Ellen acusó un ligero temblor.

Y Jack pensó asombrado en lo mucho que debía quererle. Sabía muy bien que su madre jamás habría suplicado así de haberse tratado de ella.

Philip parecía comprenderla, pero intervino Tom.

—No podemos tener trabajando en el mismo emplazamiento a Jack y a Alfred —argumentó tozudo—. Volverán a pelearse. Tú lo sabes.

—Puede irse Alfred —sugirió ella.

Tom parecía entristecido.

—Alfred es mi hijo.

—¡Pero tiene ya veinte años y es tan mezquino como un oso! —a pesar de que la voz de su madre era firme, las lágrimas le rodaban por las mejillas—. No le importa esta catedral más que a mí, sería felicísimo construyendo casas para carniceros o panaderos en Winchester o en Shiring.

—La logia no puede expulsar a Alfred y retener a Jack —razonó Tom—. Además, ya se ha tomado la decisión.

—¡Pero es una decisión equivocada!

—Es posible que haya otra solución —intervino Philip.

Todos se quedaron mirándolo.

—Puede ser que exista otra manera de que Jack se quede en Kingsbridge, e incluso que se dedique a la catedral, sin el continuo temor de enfrentarse a Alfred.

Jack se preguntaba qué se le vendría encima. Era demasiado bueno para ser verdad.

—Necesito a alguien que trabaje conmigo —siguió diciendo Philip—. Paso demasiado tiempo tomando decisiones de menor importancia sobre la construcción. Me hace falta una especie de ayudante que desempeñe el papel de oficial de las obras. Él se ocuparía de casi todo, dejándome a mí tan sólo las cuestiones más importantes. También administraría el dinero y las materias primas, ocupándose de los pagos a suministradores y carreteros, así como de los salarios. Jack sabe leer y escribir, y también sumar con más rapidez que nadie que yo haya conocido…

—Y conoce todos los aspectos de la construcción —intervino Tom—. Yo me he ocupado de que así fuera.

La mente de Jack giraba vertiginosa. ¡Después de todo podía quedarse! No estaría esculpiendo la piedra sino ocupándose de todo el proyecto en nombre de Philip. Era una proposición asombrosa. Se relacionaría con Tom en plan de igualdad. Sabía que era capaz de hacerlo. Y Tom también.

Sólo había un obstáculo y Jack lo expuso sin rebozo.

—No puedo vivir con Alfred por más tiempo.

—De cualquier manera ya es hora de que Alfred tenga casa propia. Tal vez si nos dejara se dedicaría con más ahínco a buscar una esposa —intervino Ellen.

—Siempre encuentras motivos para librarte de Alfred —dijo enfadado Tom—. ¡No voy a echar a mi hijo de casa!

—Ninguno de vosotros me ha entendido —declaró Philip—. No habéis comprendido del todo mi proposición. Jack no vivirá con vosotros.

Hizo una pausa. Jack adivinó lo que se avecinaba y fue el último y mayor sobresalto del día.

—Jack habrá de vivir aquí, en el priorato —explicó el monje.

Se quedó mirándolos con el entrecejo levemente fruncido, como si no entendiera que aún no se hubiesen dado cuenta de lo que quería decir.

Jack le había comprendido muy bien. Recordó a su madre diciendo en la Noche de San Juan del año anterior: ese astuto prior tiene buena maña para salirse con la suya, a fin de cuentas. Madre tenía razón. Philip renovaba la proposición que hizo entonces. La oferta que se hacía a Jack era inflexible. Podía irse de Kingsbridge y abandonar cuanto amaba o quedarse y perder su libertad.

—Claro que mi oficial de obras no puede ser un laico —terminó diciendo con el tono de quien expresa algo evidente—. Jack habrá de profesar.

5

Durante la noche anterior a la Feria del vellón de Kingsbridge, Philip permaneció levantado como de costumbre, después de los oficios sagrados de medianoche; pero, en lugar de leer y meditar en su casa, dio una vuelta por el recinto del priorato. Era una cálida noche estival con el cielo despejado. Había luna y podía ver sin necesidad de linterna.

Todo el recinto se encontraba invadido por la feria, salvo los edificios monásticos y los claustros, que eran sagrados. En cada una de las esquinas, habían sido cavados unos grandes pozos para letrinas, con la intención de que el resto del recinto no llegara a estar fétido y, al propio tiempo, se habían cubierto las letrinas, a fin de salvaguardar la sensibilidad de los monjes. Se habían colocado centenares de puestos. Los más sencillos consistían en unos toscos tableros de madera sobre unos caballetes. Pero la mayoría era cosa más elaborada. Tenían un cartel con el nombre del propietario y unos dibujos de sus productos, una mesa aparte para pesar y una especie de alacena o cobertizo para guardar las mercancías. Algunos de los puestos tenían tiendas incorporadas, bien para resguardarse de la lluvia o para llevar a cabo los negocios en privado. Los más refinados eran pequeñas casas, con grandes zonas de almacenamiento, varios mostradores, así como mesas y sillas para que el mercader ofreciera hospitalidad a sus clientes más importantes. Philip había quedado sorprendido cuando, con toda una semana de antelación, llegaron los carpinteros del primero de los mercaderes y pidieron que les enseñaran dónde iba a instalarse el puesto. Tardaron cuatro días en construir todo el complejo y dos en almacenar las mercancías.

En un principio, Philip había proyectado instalar los puestos formando dos anchas avenidas en la parte oeste del recinto, más o menos como los puestos del mercado semanal. Pero pronto se dio cuenta de que no sería suficiente. Esas dos avenidas de puestos habían tenido que prolongarse también a todo lo largo de la parte norte de la iglesia, y luego por todo el extremo este del recinto hasta la casa de Philip. Y todavía había más puestos en el interior de la iglesia sin terminar, las naves, entre los pilones. Ni que decir tiene que los propietarios de los puestos no eran todos mercaderes en lanas. En una feria se vendía de todo, desde pan bazo hasta rubíes.

Philip caminó entre las largas hileras iluminadas por la luna.

Como era natural, ya estaban todas preparadas. No se permitiría la instalación de ningún otro puesto. La mayoría de ellos tenían también almacenados sus artículos. El priorato había cobrado ya más de diez libras por derechos e impuestos. Las únicas cosas que ese día podían llevarse a la feria eran platos recién cocinados, pan, empanadas calientes y manzanas asadas. Incluso los barriles de cerveza se habían llevado el día anterior.

Mientras Philip recorría todo aquello, le observaban docenas de ojos entreabiertos y le saludaban frecuentes gruñidos somnolientos. Los propietarios de los puestos no estaban dispuestos a dejar sin vigilancia sus preciosas mercancías. La mayoría de ellos dormían en sus puestos, y los mercaderes más acaudalados dejaban sirvientes de guardia.

Philip no sabía con exactitud el dinero que podría obtener con la feria; pero estaba garantizado que sería un éxito y tenía esperanzas de que su rendimiento superaría en mucho su cálculo inicial en veinticinco libras. Durante los últimos meses, hubo momentos en los que había temido que la feria nunca llegara a celebrarse. La guerra civil se prolongaba sin que Stephen o Maud lograran imponerse. Pero su licencia no había sido revocada. William Hamleigh había recurrido a diversas tretas para sabotear la feria. Había dicho al sheriff que la prohibiera, y este había pedido autorización para hacerlo a uno de los dos monarcas rivales. Pero no lo había logrado. William había prohibido a sus arrendatarios que vendieran lana en Kingsbridge. Sin embargo como quiera que la mayoría de estos estaban acostumbrados a venderla a mercaderes como Aliena y no a comercializarla por sí mismos, el resultado de la prohibición fue un aumento en los negocios de la joven. Por último, anunció que reducía los derechos e impuestos de la Feria del Vellón de Shiring al mismo nivel que los que cobraba Philip. Pero la comunicación llegó muy tarde, pues los compradores y vendedores importantes habían hecho ya sus planes.

Ahora ya, en el cielo que se veía ya iluminarse por oriente en la mañana del gran día, William no podía poner en práctica ninguna de sus argucias. Los vendedores se encontraban instalados con sus mercancías y dentro de poco empezarían a llegar los compradores. Philip pensó que William acabaría descubriendo que la Feria del Vellón de Kingsbridge había perjudicado a la de Shiring menos de lo que él había temido. Parecía que las ventas de lana aumentaban cada año sin interrupción. Y había negocio suficiente para dos ferias.

Recorrió todo el recinto hasta la esquina suroeste, donde se encontraban los molinos y el vivero. Permaneció allí un rato viendo el agua fluir entre los dos molinos silenciosos. En la actualidad, uno de ellos se utilizaba exclusivamente para abatanar el paño, lo cual producía un buen dinero. Eso se lo debían al joven Jack. Tenía un gran ingenio. Sería una buena baza para el priorato. Parecía haberse adaptado bien al noviciado aún cuando mostrara tendencia a considerar los oficios sagrados como consecuencia de la construcción de la catedral, cuando en realidad era lo contrario. Sin embargo ya aprendería. La vida monástica ejercía una influencia santificadora. Philip creía que Dios tenía un propósito para Jack. En lo más recóndito de su mente, alimentaba una esperanza secreta a largo plazo, la de que un día Jack llegase a ocupar su puesto como prior de Kingsbridge.

Jack se levantó con el alba y salió del dormitorio antes del oficio de prima para hacer un último recorrido de inspección al enclave de la construcción. El aire de la mañana era fresco y claro, como las aguas puras de un manantial. Sería un día cálido y soleado, bueno para los negocios y bueno para el priorato. Caminó alrededor de los muros de la catedral, asegurándose de que todas las herramientas y trabajos en marcha estuvieran bien guardados y a salvo en las logias.

Tom había construido unas ligeras vallas alrededor de la madera y la piedra almacenadas, a fin de proteger las materias primas contra los daños accidentales por parte de visitantes descuidados o embriagados. Tampoco querían que alborotador alguno trepara por la estructura, por lo que las escalas habían sido guardadas, las escaleras de caracol adosadas a los muros fueron cerradas con puertas provisionales, y los planos inclinados de las paredes construidas en parte, fueron obstaculizados con grandes bloques de madera. Algunos de los maestros artesanos patrullarían por el recinto a lo largo del día para asegurarse de que no tenía lugar accidente alguno.

Jack siempre se las arreglaba, de una manera o de otra, para pasar por alto muchos de los oficios sagrados. No sentía la aversión de su madre por la religión católica; pero se mostraba un tanto indiferente a ella. No le entusiasmaba en modo alguno, aunque se hallaba dispuesto a tomar parte en cuanto a ella se refería, si eso servía a sus propósitos. Se aseguraba de asistir todos los días al menos a un oficio, por lo general a alguno celebrado por el prior Philip o por el maestro de novicios, que eran los dos monjes con más probabilidades de percatarse de su presencia o de su ausencia. No hubiera podido soportarlo de haber tenido que asistir a todos ellos. Ser monje era el estilo de vida más extraño y perverso que cabía imaginar. Se pasaban la mitad de su vida sometiéndose a dolores e incomodidades que podían evitarse con facilidad, y la otra mitad farfullando galimatías sin sentido, en iglesias vacías, a todas las horas del día y la noche. Rehuían de forma deliberada todo cuanto fuera agradable: chicas, deportes, fiestas y vida familiar. Sin embargo, Jack había observado que, entre ellos, los monjes que parecían más felices habían encontrado, por lo general, algo que les producía una profunda satisfacción. Ilustrar manuscritos, escribir historia, cocinar, estudiar filosofía o, como Philip, convertir a Kingsbridge de una aldea somnolienta en una ciudad con catedral rebosante de vida.

A Jack no le gustaba Philip, aunque sí trabajar con él. No sentía simpatía por los hombres profesionales de Dios, en lo que coincidía con su madre. Le incomodaba la devoción de Philip, le disgustaba su idea fija de no caer en pecado y desconfiaba de su tendencia a creer que Dios se ocuparía de aquello que Philip no era capaz de solucionar. Pese a todo, trabajar con Philip resultaba muy satisfactorio. Sus órdenes eran claras, dejaba a Jack en libertad para tomar sus propias decisiones y jamás culpaba a sus servidores de sus propios errores.

Sólo hacía tres meses que Jack era novicio, de manera que no se le pediría que pronunciara los votos hasta dentro de otros nueve. Los tres votos eran pobreza, obediencia y castidad. El de pobreza no era lo que parecía. Los monjes no tenían pertenencias personales y tampoco dinero propio, pero vivían más bien como señores que como campesinos. Disfrutaban de buena comida, de ropa caliente y de hermosas casas de piedra para vivir. La castidad no era problema, se dijo Jack con amargura. Había obtenido una cierta satisfacción al decir personalmente y con frialdad a Aliena que entraba en el monasterio. Ella pareció sobresaltarse y sentirse culpable. Y ahora, siempre que sentía esa irritabilidad inquieta que se experimentaba con la falta de compañía femenina, solía pensar en cómo le había tratado Aliena, sus encuentros secretos en el bosque, las veladas en las noches de invierno, las dos veces que la había besado, para recordar luego la repentina transformación de ella en un ser duro y frío como una roca. Al pensar en ello, sentía que nunca querría tener nada que ver con mujeres. Sin embargo, sabía ya de antemano que le resultaría en extremo difícil cumplir con el voto de obediencia. Estaba contento de aceptar las órdenes de Philip, que era inteligente y buen organizador; pero se le hacía muy cuesta arriba obedecer a Remigius, el estúpido sub-prior, al maestro de invitados siempre embriagado, o al pomposo sacristán.

No obstante, estaba pensando en pronunciar votos. No tendría por qué cumplirlos. Lo único que le importaba era levantar la catedral. Los problemas de los suministros, la construcción y la administración le absorbían por completo. Un día podía estar ayudando a Tom a encontrar la manera de comprobar que el número de piedras que llegaban al emplazamiento era el mismo que el que las que salían de la cantera, un problema complejo ya que el tiempo del viaje variaba entre dos y cuatro días, de manera que no era posible establecer sencillamente una cuota diaria. Otro día, los albañiles podían quejarse de que los carpinteros no estaban haciendo las cimbras como correspondía. Y lo que presentaba un mayor desafío eran los problemas de ingeniería, como levantar toneladas de piedra hasta la parte superior de los muros utilizando la maquinaria provisional sujeta a los endebles andamiajes. Tom Builder discutía todas aquellas cosas con Jack en un plan de igualdad. Parecía haber olvidado la furiosa acusación de su hijastro cuando le dijo que nunca había hecho nada por él. Tom se comportaba como si hubiera olvidado la revelación de que fue Jack quien prendió fuego a la vieja catedral. Ambos trabajaban juntos animosos y los días pasaban rápidos. Incluso durante los tediosos oficios, Jack tenía la mente ocupada en alguna cuestión más o menos enrevesada de la construcción o la planificación. Aumentaban con rapidez sus conocimientos. En lugar de pasar años esculpiendo piedras, estaba aprendiendo el diseño de la catedral. No se podía encontrar nada mejor si se quería ser maestro constructor. Para lograrlo, Jack estaba dispuesto a bostezar durante una serie infinita de maitines de medianoche.

El sol empezaba a apuntar por el muro este del recinto del priorato. Todo estaba en orden. Los propietarios de los puestos que habían pasado la noche con ellos, empezaban a recoger los trastos de dormir y a sacar su mercancía. Pronto aparecerían los primeros clientes. Una panadera pasó junto a Jack llevando sobre la cabeza una bandeja con hogazas recién horneadas. Al chico se le hizo la boca agua al aspirar el aroma del pan caliente. Dio media vuelta, regresó al monasterio y se dirigió al refectorio donde pronto servirían el desayuno. Los primeros en llegar fueron las familias de los propietarios de puestos y las gentes de la ciudad, todos curiosos por ver la primera Feria del Vellón de Kingsbridge; ninguno iba demasiado interesado en comprar. La gente ahorrativa había llenado los estómagos con pan bazo y gachas antes de salir de casa, por lo que no se sentían tentadas por los manjares fuertemente condimentados y de alegres colores que se ofrecían en algunos puestos de comidas. Los niños pululaban por doquier con mirada asombrada, deslumbrados por tantas cosas deseables. Una prostituta optimista y madrugadora, con los labios muy rojos y rojas botas también, iba de un lado a otro sonriendo esperanzada a los hombres de mediana edad; pero a aquella hora el ambiente no era receptivo.

Aliena lo observaba todo desde su puesto, que era uno de los más grandes. En las últimas semanas le había sido entregada la cosecha completa de algodón de todo el año del priorato de Kingsbridge. Y también, como siempre hacía, había estado comprando a granjeros. Ese año había encontrado más vendedores de lo habitual porque William Hamleigh había prohibido a sus arrendatarios vender en la feria de Kingsbridge, por lo que habían vendido toda su lana a los mercaderes. Y, entre ellos, Aliena era la que había hecho más negocio porque estaba establecida en Kingsbridge, que era donde se celebraba la feria. Hasta tal punto había hecho negocio que se quedó sin dinero de tanto que había comprado y hubo de pedir prestadas a Malachi cuarenta libras para seguir adelante. Ahora, en el almacén instalado en la parte trasera de su puesto, tenía ciento sesenta sacos de vellón, producto de cuarenta mil ovejas, que le habían costado más de doscientas libras; pero que vendería por trescientas, dinero más que suficiente para pagar durante un siglo los salarios de un albañil especializado. El franco florecimiento de su negocio la asombraba a ella misma siempre que pensaba en las cifras.

No esperaba ver a sus compradores antes del mediodía. Sólo acudirían cinco o seis de ellos. Todos se conocían entre sí y ella conocía a casi todos de años anteriores. Ofrecería a cada uno una copa de vino y pasarían un rato sentados hablando. Luego enseñaría su lana al cliente, que pediría que abriera uno o dos sacos, desde luego nunca el primero del montón. El hombre hundiría la mano en el saco y la sacaría con un puñado de lana. Cardaría los mechones para establecer su longitud, los frotaría entre el índice y el pulgar para probar su suavidad y los olisquearía.

Por fin le ofrecería comprarle todas sus existencias por un precio ridículamente bajo y Aliena rechazaría la oferta. Ella, a su vez, le diría el precio que quería y el cliente menearía la cabeza. Luego, tomarían otro vaso de vino.

Aliena practicaría el mismo ritual con otro comprador. Ofrecería almuerzo a cuantos se encontrasen en el puesto a mediodía. Alguno le ofrecería llevarse una gran cantidad de lana a un precio no mucho más alto que el que Aliena había pagado por ello. Le respondería bajando una pizca su precio de venta. A primera hora de la tarde empezaría a cerrar tratos. El primero lo haría a un precio más bien bajo. Los otros mercaderes le pedirían que tratara con ellos al mismo precio pero Aliena se negaría. A lo largo de la tarde, su precio iría subiendo. Si lo hiciera demasiado deprisa, los negocios marcharían lentos y, mientras tanto, los mercaderes calcularían cuanto tiempo les costaría cubrir sus cuotas en otra parte. Solía cerrar los tratos uno por uno, y los sirvientes de sus clientes empezarían a cargar los grandes sacos de lana en las carretas, tiradas por bueyes, con sus enormes ruedas de madera. Mientras Aliena pesaba las bolsas de libra llenas con peniques de plata y florines holandeses.

No cabía duda alguna de que ese día iba a recoger más dinero del que jamás obtuvo antes. Tenía el doble para vender y los precios de la lana se hallaban en alza. Pensaba comprar de nuevo por anticipado la cosecha de un año de Philip, y tenía el secreto propósito de construirse una casa de piedra, con sótanos espaciosos para almacenar lana, un salón elegante y confortable y, en la parte de arriba, un bonito dormitorio para ella. Tenía su futuro asegurado y confiaba en ser capaz de mantener a Richard el tiempo que él la necesitara. Todo era perfecto. Por eso mismo era tan extraño que se sintiera tan desgraciada.

Hacía casi cuatro años que Ellen regresó a Kingsbridge, y habían sido los mejores cuatro años de la vida de Tom. El dolor por la muerte de Agnes se había ido amortiguando en una pena lejana y sorda. No le había abandonado pero ya no tenía aquella embarazosa sensación de estar a punto de romper a llorar de cuando en cuando sin motivo aparente. Todavía seguía manteniendo conversaciones imaginarias con ella, en las que le hablaba de los hijos, del prior Philip y de la catedral. Pero estas conversaciones eran ya menos frecuentes. Su recuerdo agridulce no empañaba su amor por Ellen.

Era capaz de vivir en el presente. Ver a Ellen y tocarla, hablar con ella y dormir con ella era un gozo permanente.

El día de la pelea entre Jack y Alfred se había sentido muy herido cuando Jack le dijo que jamás se había ocupado de él. Esa acusación había llegado incluso a relegar la aterradora revelación de que había sido Jack quien prendió fuego a la vieja catedral. Durante semanas, le había estado agobiando aquella acusación pero había llegado al fin a la conclusión de que Jack estaba equivocado. Tom lo había hecho lo mejor que pudo y supo y ningún otro hombre habría podido hacer más. Tras llegar a esa certeza, dejó de preocuparse.

La construcción de la catedral de Kingsbridge era el trabajo más satisfactorio que jamás había hecho. Él era el responsable del diseño y de su ejecución. Nadie se interfería en su tarea y tampoco cabría culpar a nadie si las cosas fueran mal. A medida que se alzaban los potentes muros, con sus arcos rítmicos, sus elegantes molduras y sus cinceladuras individuales, podía mirar en derredor suyo y pensar: Esto lo hice yo y lo hice bien.

Parecía muy lejana aquella pesadilla suya de que un día podía volver a encontrarse en los caminos sin trabajo, sin dinero y sin posibilidad de alimentar a sus hijos, ya que ahora tenía un pesado cofre lleno de peniques de plata hasta reventar oculto bajo la paja de su cocina. Aún se estremecía al recordar aquella noche glacial cuando Agnes dio a luz a Jonathan y murió. Pero estaba seguro de que nada parecido volvería a suceder. A veces se preguntaba por qué Ellen y él no tenían hijos. Ambos habían demostrado ser fértiles en el pasado y eran más que frecuentes las oportunidades de que ella se quedara encinta ya que, al cabo de cuatro años, seguían haciendo el amor casi cada noche. Sin embargo, ello no era motivo de pesar para él. El pequeño Jonathan era la niña de sus ojos.

Por antigua experiencia, sabía que la mejor manera de disfrutar de una feria era con un niño pequeño; de manera que, alrededor del mediodía, al empezar la gran afluencia de la gente, buscó a Jonathan, el cual era ya casi una atracción de por sí, vestido con su hábito en miniatura. Hacía poco, quiso que le afeitaran la cabeza y Philip, que sentía tanto cariño por el niño como Tom, lo había permitido, con el resultado de que ahora parecía más que nunca un diminuto monje. Entre la gente, había varios enanos auténticos, haciendo trucos y mendigando. Jonathan se sintió fascinado con ellos. Tom se apresuró a alejarlo, ya que uno de ellos estaba atrayendo a buen número de mirones al exhibir su pene de tamaño nada enano. Había titiriteros, acróbatas y músicos que actuaban y luego pasaban el sombrero. Adivinos, sacamuelas y prostitutas en busca de cándidos. Y también pruebas de fuerza, concursos de lucha y juegos de azar. Las gentes vestían sus ropas de colores más llamativos y quienes podían permitírselo se empapaban de aromas y se abrillantaban el pelo. Todos parecían tener dinero para gastar y se oía sin cesar el tintineo de la plata.

Estaba a punto de empezar el espectáculo de acosar al oso. Jonathan nunca había visto un animal semejante y estaba como hipnotizado. La capa del animal, de un marrón grisáceo, mostraba cicatrices en varias partes, señal de que había sobrevivido al menos a una prueba anterior. Alrededor del cuerpo, llevaba una pesada cadena que estaba sujeta a un poste muy bien clavado en el suelo. El oso daba vueltas a cuatro patas hasta donde le alcanzaba la cadena, mirando furibundo al gentío que esperaba. Tom tuvo la impresión de que en los ojillos del animal se había encendido una mirada aviesa. Si fuera jugador habría apostado por el oso.

A un lado, había un gran cofre cerrado del que llegaban unos ladridos frenéticos. Allí se encontraban los perros y podían oler a su enemigo. De cuando en cuando, el oso dejaba de moverse, miraba hacia el cofre y gruñía. Entonces los ladridos se volvían histéricos. El propietario de los animales estaba recogiendo apuestas. Jonathan empezaba a impacientarse y Tom se hallaba a punto de alejarse cuando, al fin, el guardián del oso quitó el cerrojo al cofre. El oso se puso de manos con la cadena tensa y gruñó. El guardián gritó algo y abrió el cofre.

De él saltaron cinco lebreles. Eran ligeros y rápidos de movimientos y sus hocicos abiertos mostraban unos dientes pequeños y agudos. Todos se lanzaron sobre el oso, el cual les sacudió con sus macizas patas. Alcanzó a uno de los perros y lo lanzó al aire. Entonces los otros retrocedieron.

El gentío se acercó más. Tom vigiló a Jonathan. Vio que estaba en primera fila; pero, aún así, muy lejos del alcance del oso. Este fue lo bastante listo para retroceder hasta la estaca dejando la cadena floja, de manera que, si se lanzaba hacia delante, no hubiera de pararse en seco. Pero los perros también hicieron gala de su inteligencia. Después de su desbordado ataque inicial, se reagruparon y se colocaron en círculo. El oso se movió de un lado a otro con agitación, intentando captar todos los canes a la vez.

Uno de los perros se lanzó contra él ladrando con fiereza. El oso le salió al encuentro e intentó fustigarle. El perro retrocedió rápido y quedó fuera de su alcance. Los otros cuatro se lanzaron desde todas direcciones. El oso iba de un lado a otro tratando de barrerlos. El gentío vitoreó cuando tres de los perros hincaron los dientes en las ancas del oso, que se levantó sobre las patas traseras lanzando un alarido de dolor y sacudiéndoselos. Los perros se pusieron rápidamente fuera de su alcance.

Intentaron poner en práctica una vez más la misma táctica. Tom pensó que el oso iba a caer de nuevo en la trampa. El primer perro se lanzó rápido poniéndose a su alcance, el oso avanzó hacia él y entonces el can retrocedió. Pero, al precipitarse los demás, el oso ya estaba en guardia, se volvió rápido y se lanzó hacia el más cercano y le alcanzó en un costado con su zarpa. La multitud vitoreó tanto al oso como lo había hecho con el perro. Las afiladas garras del oso desgarraron la sedosa piel dejando tres surcos profundos y ensangrentados. El perro aulló lastimero y se retiró de la lucha para lamerse las heridas. El gentío se mofó y abucheó.

Los cuatro perros restantes rodearon al oso con cautela, haciendo algunos rápidos avances, aunque retrocediendo antes del punto de peligro. Alguien inició un lento aplauso. Entonces uno de los perros atacó de frente. Se precipitó como un rayo y, metiéndose por debajo de las defensas del oso, se lanzó a su garganta. La gente enloqueció. El perro clavó sus dientes blancos y afilados en el cuello macizo del oso. Los otros perros atacaron a su vez. El oso retrocedió, tratando de sacudir con la zarpa a su atacante. Luego, se tumbó y rodó. Por un momento, Tom no pudo saber lo que ocurría, sólo se veía un montón de piel. Después, tres perros se apartaron y el oso se incorporó y quedó en pie sobre las cuatro patas, dejando en tierra a un perro muerto por aplastamiento.

La gente quedó tensa. El oso había eliminado a dos perros; pero sangraba por el dorso, el cuello y las patas traseras, y parecía asustado. La atmósfera estaba impregnada de olor a sangre y a sudor de los espectadores. Los perros dejaron de ladrar y empezaron a dar vueltas en silencio alrededor del oso. Ellos también parecían atemorizados, sin embargo, tenían el sabor a sangre en la boca y ansiaban matar. Su ataque se inició para luego retroceder. El oso, desganado, intentó alcanzarlo y luego se volvió rápido para hacer frente al segundo perro. Pero esta vez también ese cortó en seco su avance y se puso fuera del alcance del oso. Y entonces el tercer perro hizo lo mismo. Los perros se lanzaban y retrocedían por turno, manteniendo al oso en constante movimiento. A cada impulso, se acercaban algo más y las zarpas del oso estaban más próximas para agarrarlos. Los espectadores podían darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, aumentando su excitación. Jonathan seguía en primera fila del gentío, a sólo unos pasos de Tom con expresión asombrada y algo asustado. Tom volvió de nuevo los ojos a la lucha en el preciso momento en que el oso apartaba de un zarpazo a uno de los perros mientras que otro se metía entre sus patas traseras y atacaba feroz su blando vientre. El oso hizo un ruido semejante a un chillido. El perro salió de entre sus patas y escapó. Otro de los perros se precipitó hacia el oso. Este intentó barrerlo fallando sólo por unas pulgadas. Y entonces el mismo perro le volvió a atacar por el vientre. Esta vez al escapar el perro había infligido al oso una gran herida que le hacía sangrar por el abdomen. El oso retrocedió y volvió a ponerse a cuatro patas. Por un momento, Tom pensó que aquello había terminado; pero se equivocaba. Al oso aún le quedaban fuerzas para luchar. Al precipitarse contra el siguiente perro, el oso hizo un amago de ataque, volvió la cabeza, vio llegar al segundo perro y volviéndose con sorprendente rapidez, le descargó un poderoso golpe que le envió volando por los aires. La muchedumbre rugió entusiasmada. El perro aterrizó como un saco de carne. Tom lo miró un instante. Todavía vivía pero parecía incapaz de moverse. Tal vez se hubiera roto la espina dorsal. El oso le ignoró, ya que se encontraba fuera de su alcance, así como incapacitado para la acción.

Ahora ya sólo quedaban dos perros. Ambos se ponían veloces al alcance del oso y se retiraban con la misma rapidez, repitiéndolo varias veces, hasta que las arremetidas del oso fueron perdiendo fuerza. Entonces los perros empezaron a moverse en círculos a su alrededor, cada vez con mayor rapidez. El oso se movía a un lado y a otro intentando no perder de vista a ninguno de ellos. Agotado y sangrando con profusión, apenas podía tenerse en pie. Los perros siguieron girando a su alrededor en círculos cada vez más cerrados. La tierra bajo las poderosas patas del oso se había transformado en barro enrojecido debido a toda aquella sangre. Cualquiera que fuese el resultado, aquello llegaba a su fin. Por último, los dos perros atacaron a la vez. Uno se lanzó a la garganta y el otro al vientre del oso. Con un último y desesperado zarpazo el oso desgarró al perro que se aferraba a su garganta. Brotó un espantoso surtidor de sangre. El gentío lanzó un aullido de aprobación. En un principio, Tom pensó que el perro había matado al oso, pero había sido al revés, la sangre era del perro que en ese momento caía al suelo con la garganta abierta. Siguió brotándole la sangre por un momento y luego se cortó. Había muerto. Pero, entretanto, el último perro había desgarrado el vientre del oso y empezaba a salírsele las entrañas. Cargó débilmente contra el perro. Este evadió con facilidad el golpe y atacó de nuevo, arrancando los intestinos al oso, que vaciló y pareció a punto de caer. El rugido de la gente fue in crescendo. Las entrañas del oso esparcían un repulsivo olor. El animal hizo acopio de fuerzas y atacó de nuevo al perro. El golpe dio en el blanco y el perro saltó de costado, brotándole la sangre de una herida en el lomo. Se trataba, no obstante, de una herida superficial, y el perro sabía que el oso estaba acabado, así que volvió al ataque mordiéndole las entrañas hasta que el inmenso animal cerró los ojos y se desplomó muerto en el suelo.

El guardián se adelantó y cogió por el collar al perro victorioso. El carnicero de Kingsbridge y su aprendiz salieron de entre la multitud y empezaron a despedazar al oso para obtener su carne. Tom supuso que había acordado un precio con el guardián por anticipado. Los apostadores que habían ganado pedían que se les pagara. Todo el mundo quería dar palmadas al perro victorioso. Tom buscó a Jonathan. Había desaparecido.

Durante todo el espectáculo, el niño permaneció a un par de yardas de él. ¿Cómo se las había arreglado para desaparecer? Debió de ser cuando el espectáculo había llegado a su punto culminante, concentrando toda la atención de Tom. Ahora estaba furioso consigo mismo. Buscó entre la gente. Tom pasaba una cabeza a casi todo el mundo, y Jonathan resultaba fácil de localizar con su hábito en miniatura y su cabeza rapada. Pero no se le veía por parte alguna.

En realidad, el niño no corría verdadero peligro dentro del recinto del priorato; pero podía toparse con cosas que el prior Philip preferiría que no viera, como por ejemplo a las prostitutas dando satisfacción a sus clientes contra el muro. Mientras miraba en derredor, Tom alzó la vista hacia el andamiaje instalado a gran altura en la catedral y allí descubrió horrorizando una pequeña figura con hábito monacal. Por un instante le embargó el pánico. Hubiera querido gritarle: ¡No te muevas! ¡Te caerás! Pero sus palabras se hubieran perdido entre el barullo de la feria. Se abrió paso a trompicones en dirección a la catedral. Jonathan corría a lo largo del andamio concentrado en un juego imaginario, sin darse cuenta del peligro que corría de resbalar y caer desde ochenta pies de altura, lo que representaba matarse.

Tom sintió la garganta oprimida por el terror.

El andamio no se apoyaba en el suelo sino en pesadas vigas encajadas en agujeros hechos a tal propósito en lo alto de los muros. Aquellos maderos sobresalían seis pies más o menos. Sobre ellos, en posición horizontal, se habían colocado y atado maderas macizas y, encima de ellas a su vez, caballetes hechos con vástagos flexibles y junquillos tejidos. Al andamiaje se llegaba habitualmente por las escaleras de piedra en espiral construidas en los gruesos muros. Pero ese día las escaleras estaban cerradas. ¿Cómo podía pues haber subido Jonathan? Tampoco había escalas. Él se había ocupado de eso, y Jack lo había comprobado, para mayor seguridad. El niño debía de haber ascendido por el extremo escalonado del muro sin terminar. El paso se había interceptado con madera para que nadie pudiera acceder al interior; pero Jonathan debió de haber trepado por los bloques. El niño rebosaba seguridad en sí mismo. Pero, de todas maneras, solía caerse al menos una vez al día.

Tom llegó al pie del muro y miró temeroso hacia arriba. Jonathan jugaba feliz a ochenta pies de altura. Sintió que se le helaba la sangre.

—¡Jonathan! —gritó a pleno pulmón.

Las gentes que había por allí se sobresaltaron y miraron hacia arriba para ver a quién gritaba. Al descubrir al niño en el andamiaje, le señalaron a sus amigos. En seguida se formó un pequeño grupo.

Jonathan no había oído a Tom.

—¡Jonathan! ¡Jonathan! —volvió a gritar Tom haciendo bocina con las manos.

Esa vez el niño le oyó. Miró hacia abajo, vio a Tom y agitó la mano.

—¡Baja! —le gritó Tom.

Jonathan estaba a punto de obedecerle pero cambió de idea al mirar el muro sobre el que tendría que andar y el empinado tramo de escalones que habría de bajar.

—¡No puedo! —gritó a su vez, y su aguda voz planeó hasta la gente que estaba abajo.

Tom comprendió que habría de subir para cogerlo.

—No te muevas de donde estás hasta que yo llegue —voceó.

Apartó los bloques de madera de los primeros peldaños y subió al muro.

En la parte inferior, tenía cuatro pies de ancho; pero a medida que se elevaba iba estrechándose. Tom ascendía sin precipitación. Se sintió tentado de apresurarse; pero se forzó a mantener la calma. Al mirar hacia arriba, vio a Jonathan sentado en el borde del andamio balanceando sus piernecillas en el profundo vacío. En lo alto del todo, el muro sólo tenía dos pies de ancho. Aun así, había espacio suficiente para caminar, siempre que se tuvieran nervios de hierro. Y Tom los tenía. Avanzó a lo largo del muro, saltó al andamio y cogió a Jonathan en brazos. Sintió un profundo alivio.

—Eres un chico muy bobo —le dijo pero su voz rebosaba cariño y Jonathan lo abrazó con fuerza.

Al cabo de un momento, Tom miró hacia abajo. Divisó un sinfín de caras mirando hacia arriba. Había unas cien personas o más siguiendo sus evoluciones. Debían creer que se trataba de otro espectáculo como el del oso.

—Muy bien, ahora vamos a bajar —dijo Tom a Jonathan; lo dejó sobre el muro y dijo—: Andando. Yo iré detrás de ti, así que no te preocupes.

Jonathan no estaba en modo alguno convencido.

—Tengo miedo —dijo.

Alargó los brazos para que Tom le cogiera y, al vacilar este, rompió a llorar.

—Muy bien, yo te llevaré —asintió Tom.

No estaba muy satisfecho, pero Jonathan se encontraba ya demasiado nervioso para hacerle andar a aquella altura.

Tom subió al muro, se arrodilló junto a Jonathan, lo cogió en brazos y se puso de nuevo en pie.

Jonathan se aferró a él con fuerza. Tom comenzó a andar. Como llevaba al niño en brazos no podía ver las piedras que tenía bajo los pies. Y eso no había manera de evitarlo. Con el alma en vilo avanzó cauteloso a lo largo del muro, calculando con cuidado cada paso. No temía por él; pero, con el niño en los brazos, se sentía aterrado. Por último alcanzó el primer peldaño. Allí, la anchura no era mayor pero, como quiera que fuese, parecía menos peligroso al tener que bajar los escalones. Empezó a descender aliviado. A cada peldaño que bajaba iba recuperando la calma. Cuando llegó al nivel de la galería, donde el muro se ensanchaba hasta tres pies, se detuvo para recuperar el aliento. Miró más allá del recinto del priorato hacia Kingsbridge, hacia los campos, pasada la ciudad. Y entonces vio algo que le extrañó. En el camino que llevaba a Kingsbridge, a una media milla de distancia, más o menos, observó una gran nube de polvo. Al cabo de un instante, se dio cuenta de que era una gran tropa de hombres a caballo que se acercaban a la ciudad a buen trote. Intentó descubrir en la lejanía de quiénes se trataba. En un principio pensó que seguramente sería un mercader muy rico o un grupo de mercaderes con un gran séquito. Pero había demasiados y, de todas formas, no parecían tener el aspecto de gentes del comercio. Trató de averiguar qué había en ellos que hiciera pensar que eran otra cosa que mercaderes. Al acercarse más, apreció que algunos de ellos montaban caballos de guerra, la mayoría llevaban cascos e iban armados hasta los dientes.

De repente sintió temor.

—¡Jesucristo! ¿Quiénes son esas gentes? —exclamó en voz alta.

—No digas «Cristo» —le reprendió Jonathan.

Quienesquiera que fuesen anunciaban dificultades.

Tom bajó rápido los escalones. El gentío le vitoreó cuando al fin saltó al suelo. Hizo caso omiso. ¿Dónde estaban Ellen y sus hijos?

Miró en derredor pero no pudo verlos.

Jonathan forcejeaba por soltarse. Tom lo sujetó con fuerza. Como en aquel momento tenía a su hijo más pequeño, lo primero que necesitaba hacer era ponerlo a salvo en alguna parte. Ya se ocuparía luego de encontrar a los otros. Se abrió paso entre la muchedumbre hasta la puerta que conducía a los claustros. Estaba cerrada por dentro para proteger la intimidad del monasterio durante la feria.

—¡Abrid! ¡Abrid! —gritó Tom al tiempo que golpeaba la puerta.

Nada.

Tom no estaba siquiera seguro de que hubiere alguien en los claustros. No disponía de tiempo para andar con adivinanzas. Retrocedió dejó a Jonathan en el suelo levantó su inmenso pie derecho calzado con una gran bota y dio un puntapié en la puerta. Se astilló la madera alrededor de la cerradura. Dio otro puntapié con más fuerza. La puerta se abrió de repente. Al otro lado, apareció un monje ya de edad con aspecto asombrado. Tom alzó a Jonathan y lo metió en el interior.

—Retenedlo aquí —dijo al viejo monje—. Va a haber jaleo.

El monje asintió sin decir palabra y cogió a Jonathan de la mano.

Tom cerró la puerta.

Ahora tenía que encontrar al resto de su familia entre una multitud de mil personas o más.

Se asustó ante la casi imposibilidad de la tarea. No veía una sola cara familiar. Se subió a un barril de cervezas vacío para dominar más. Era mediodía y la feria se encontraba en pleno auge. La muchedumbre avanzaba por los pasillos entre los puestos como un río lento, y había remansos alrededor de los vendedores de comida y bebida, al hacer cola la gente para comprar. Tom escudriñaba entre las gentes pero no lograba ver a nadie de su familia. Ya desesperaba. Miró por encima de los tejados de las casas. Los jinetes ya casi se encontraban ante el puente, y ahora cabalgaban al galope. Todos ellos eran hombres de armas y llevaban teas. Tom estaba horrorizado. Habría una carnicería.

De repente, vio a Jack junto a él, mirándolo con expresión divertida.

—¿Qué haces subido a un barril? —le preguntó.

—Va a haber jaleo —dijo Tom con tono apremiante—. ¿Dónde está tu madre?

—En el puesto de Aliena. ¿Qué clase de jaleo?

—De los peores. ¿Dónde están Alfred y Martha?

—Martha está con madre. Alfred se encuentra en la riña de gallos. ¿De qué se trata?

—Mira tú mismo.

Tom echó una mano a Jack para ayudarle a subir. Quedó en posición precaria al borde del barril frente a Tom. Los cascos de los jinetes resonaban ya en el puente, entrando en la aldea.

—¡Cristo Jesús! ¿Quiénes son? —exclamó Jack.

Tom buscó con la mirada al jefe, un hombre corpulento montando un caballo de guerra. Lo reconoció al punto por el pelo amarillo y la pesada figura.

—Es William Hamleigh —dijo.

Al llegar los jinetes a la altura de las casas, acercaron sus teas a los tejados prendiendo fuego a la barda.

—¡Están incendiando la ciudad! —gritó Jack.

—Va a ser peor de lo que pensaba —dijo Tom—. Baja ya.

Ambos saltaron al suelo.

—Iré a buscar a madre y a Martha.

—Llévalas a los claustros —le indicó Tom con tono apremiante—, será el único lugar seguro. Si los monjes te ponen reparos, mándalos a la mierda.

—¿Y si aherrojan la puerta?

—Acabo de romper el cerrojo. ¡Date prisa! Yo iré a buscar a Alfred. ¡En marcha!

Jack emprendió rápido la marcha. Tom se dirigió hacia el reñidero de gallos, abriéndose paso a codazos. Varios hombres protestaron por sus modales pero no les hizo caso y ellos, por su parte, callaron al darse cuenta de su tamaño y de su impasible expresión de determinación. No tardó mucho en que el aire arrastrara hasta el recinto del priorato el olor de las casas quemadas. Tom lo olió y se dio cuenta de que una o dos personas olfateaban el aire con curiosidad. Sólo le quedaban unos momentos antes de que se produjera el pánico.

El reñidero de gallos estaba cerca de la puerta del priorato. A su alrededor se arremolinaba una muchedumbre ruidosa. Tom se abrió paso a empujones en busca de Alfred. En el centro de aquel gentío había en el suelo un agujero poco profundo, de unos cuantos pies. Y dentro de ese agujero, dos gallos se estaban desgarrando mutuamente con picos y acerados espolones. Por doquier se veían plumas y sangre. Alfred se encontraba cerca de la primera línea, mirando sin perder detalle, gritando a todo pulmón, animando a uno o a otro de los infelices animales. Tom forcejeó a través de aquella masa de gente para llegar hasta él y lo cogió por el hombro.

—¡Ven! —le gritó.

—¡He apostado seis peniques por el negro! —gritó a su vez Alfred.

—Tenemos que salir de aquí —se impuso Tom; en aquel momento llegó una vaharada de humo hasta el reñidero—. ¿Es que no hueles el fuego?

Un par de espectadores oyeron la palabra «fuego» y se quedaron mirando con curiosidad a Tom. Las ráfagas de viento siguieron llevándoles el olor, y todos lo notaron. Alfred también lo percibió.

—¿De dónde es? —preguntó Alfred.

—La ciudad está ardiendo.

De repente todo el mundo quería irse. Los hombres de dispersaron en todas las direcciones a empujones y codazos. En el reñidero, el gallo negro mató al marrón, pero nadie prestaba ya atención. Alfred inició la marcha en la dirección equivocada. Tom lo agarró.

—Iremos a los claustros —dijo—. Es el único sitio seguro.

El humo empezó a llegar a oleadas y el miedo se propagó entre la multitud. Todo el mundo estaba agitado, pero nadie sabía qué hacer. Tom vio, por encima de las cabezas, a la gente forcejear para salir por la puerta del priorato, pero esta era estrecha y, por otra parte, no estaban más seguros fuera del recinto que dentro de él. Sin embargo hubo más personas a las que se les ocurrió la idea. Tom y Alfred se encontraron en medio de la multitud que tomaba, frenética, la dirección contraria. Pero, de súbito, la corriente cambió y todo el mundo tomó la misma dirección que ellos. Tom miró alrededor para averiguar el motivo de aquel cambio, y vio entrar en el recinto al primero de los jinetes.

Y entonces fue cuando estalló el tumulto.

Los jinetes ofrecían un aspecto aterrador. Sus enormes caballos, tan asustados como aquel gentío, embestían, retrocedían y cargaban, pisoteando a quienes estaban a derecha, a izquierda y en el centro. Los jinetes, armados y con cascos, derribaban a golpes de tea o cachiporra a hombres, mujeres y niños, prendiendo fuego a los puestos, a las ropas y al pelo de las gentes. Todo el mundo chillaba. Más jinetes entraron por la puerta, y más gente fue cayendo ante los impetuosos caballos.

—Tú vete a los claustros…, yo iré a asegurarme de que los demás están a salvo. ¡Corre! —gritó Tom al oído de Alfred al tiempo que le daba un empujón.

Alfred salió disparado.

Tom se dirigió hacia el puesto de Aliena. Casi de inmediato, tropezó con alguien y cayó al suelo. Maldiciendo, se puso de rodillas pero antes de que pudiera levantarse vio precipitarse sobre él un caballo de guerra. El animal tenía las orejas arrugadas y los ollares dilatados, y Tom vio el blanco de sus aterrados ojos. Por encima de la cabeza del caballo, divisó el carnoso rostro de William Hamleigh, contorsionado por una mueca de odio y triunfo. De pronto pensó que sería maravilloso tener una vez más en sus brazos a Ellen. En aquel preciso instante, un poderoso casco le golpeó en el centro mismo de la frente, sintió un espantoso y aterrador dolor en el cráneo, que pareció explotarle, y el mundo entero se sumió en las tinieblas.

La primera vez que Aliena percibió el olor a humo se dijo que debía de proceder del lugar donde estaban sirviendo el almuerzo.

Tres compradores flamencos se hallaban sentados a la mesa, instalada al aire libre delante del puesto de Aliena. Eran unos hombres corpulentos, de barba negra que hablaban inglés con un fuerte acento alemán y vestían trajes de un hermoso tejido. Todo iba bien. Aliena estaba a punto de cerrar la venta y había decidido servir el almuerzo primero para dar tiempo de inquietarse a los compradores. Sin embargo, se sentiría profundamente satisfecha cuando aquella gran fortuna en lana pasara a manos de otros. Puso delante de ellos la fuente con las chuletas de cerdo asadas con miel, y se quedó mirándolos con ojo crítico. La carne estaba en su punto, con el reborde de grasa crujiente y de un dorado oscuro. Escanció más vino. Uno de los compradores olfateó el aire y luego todos miraron alrededor con inquietud. De repente, Aliena sintió miedo. El fuego era la pesadilla de los mercaderes de lana. Miró a Ellen y a Martha, que estaba ayudándola a servir el almuerzo.

—¿No oléis a humo? —les preguntó.

Antes de que pudieran contestar apareció Jack. Aliena todavía no se había acostumbrado a verlo vistiendo el hábito de monje y con la cabeza afeitada. Su querido rostro mostraba una expresión agitada. De pronto, sintió deseos de abrazarlo y de borrar aquel ceño de su frente, pero se apartó de inmediato al recordar el modo en que se había dejado atraer por él en el viejo molino, hacía ya meses. Todavía enrojecía de vergüenza cada vez que recordaba el incidente.

—Hay jaleo —gritó Jack en tono apremiante—. Tenemos que refugiarnos todos en los claustros.

Aliena se quedó mirándolo.

—¿Qué pasa? ¿Hay fuego?

—Es el conde William y sus hombres —repuso Jack.

Aliena se quedó helada. William. Otra vez.

—Han incendiado la ciudad. Tom y Alfred van a los claustros. Haced el favor de venir conmigo —añadió Jack.

Ellen, que llevaba una escudilla con verdura, la dejó sin ceremonia alguna sobre la mesa, delante de un comprador flamenco, alarmado.

—Muy bien —dijo cogiendo a Martha por el brazo—. En marcha.

Aliena miró con auténtico pánico hacia su almacén. Allí había lana virgen por valor de centenares de libras, y tenía que protegerla del fuego. Pero ¿cómo? Se volvió hacia Jack, expectante. Los compradores abandonaron presurosos la mesa.

—Id vosotros. Yo tengo que cuidar de mi puesto —dijo Aliena a Jack.

—Vamos, Jack —lo apremió Ellen.

—Dentro de un momento —contestó él, volviéndose de nuevo hacia Aliena.

Esta vio vacilar a Ellen. A todas luces se debatía entre poner a salvo a Martha y esperar a Jack.

—¡Jack! ¡Jack! —dijo de nuevo.

Jack se volvió hacia ella.

—¡Llévate a Martha, madre!

—Muy bien —repuso Ellen—. Pero, por favor, date prisa.

Ellen y Martha se fueron.

—La ciudad está en llamas. Los claustros son el único lugar seguro, pues están construidos en piedra. Ven conmigo, deprisa —le imploró Jack a Aliena.

Aliena oyó gritos de horror procedentes de la puerta del priorato. Ahora ya el humo lo invadía todo. Miró alrededor intentando averiguar qué estaba ocurriendo. El miedo le había puesto un nudo en el estómago. Todo aquello por lo que había trabajado durante seis años estaba dentro del almacén.

—¡Aliena! Ven a los claustros…, allí estaremos a salvo —repitió Jack.

—¡No puedo! —gritó ella—. ¡Ahí está mi lana!

—¡Al infierno con tu lana!

—¡Es todo cuanto tengo!

—¡De nada te servirá si estás muerta!

—Para ti es fácil decirlo, pero me he pasado todos estos años luchando para alcanzar esta posición…

—¡Aliena! ¡Por favor!

De repente, la gente que se encontraba en torno al puesto empezó a lanzar alaridos, aterrorizada. Los jinetes habían invadido el recinto del priorato y cargaban contra la multitud sin importarles quiénes caían, pegando fuego a los puestos. La muchedumbre, espantada, corría aplastándose los unos a los otros en sus desesperados intentos por apartarse del camino de los veloces cascos y de las teas. Se apretaba contra la endeble valla de madera que formaba el frente del puesto de Aliena, el cual se desplomó de inmediato. La gente invadió el espacio abierto que había delante del almacén, derribando la mesa con sus fuentes de comida y las copas de vino. Jack y Aliena se vieron obligados a retroceder. Dos jinetes cargaron contra el puesto, uno de ellos blandiendo una cachiporra; el otro, agitando una tea. Jack se puso delante de Aliena para protegerla. La cachiporra se dirigió hacia la cabeza de Aliena, pero Jack puso sobre ella un brazo protector, de manera que detuvo el golpe con la muñeca. Al levantar Aliena los ojos, vio la cara del segundo jinete.

Era William Hamleigh.

Aliena soltó un grito de desesperación.

Él la miró fijamente por un instante, con la tea encendida en la mano y una expresión de triunfo en los ojos. Luego, espoleó su caballo y se lanzó hacia el almacén de ella.

—¡No! —chilló Aliena.

Forcejeó empujando y golpeando a cuantos la rodeaban, incluido Jack. Al fin quedó libre y se precipitó hacia el almacén. William se encontraba inclinado sobre la silla, acercando la tea a un montón de sacos de lana.

—¡No! —volvió a gritar Aliena. Se arrojó sobre él e intentó derribarlo del caballo. William la arrojó al suelo de un manotazo. Volvió a acercar la tea a los sacos de lana. El fuego prendió con un poderoso bramido. De repente, Jack estaba allí apartando del paso a Aliena. William volvió grupas al caballo y salió rápidamente del almacén. Aliena se puso en pie de un salto, cogió un saco vacío e intentó apagar las llamas.

—¡Morirás, Aliena! —le gritó Jack.

El calor empezaba a hacerse insoportable. Aliena cogió un saco de lana que todavía no había sido alcanzado por el fuego e intentó ponerlo a buen recaudo. De repente, oyó un fragor al tiempo qué sentía un calor intenso en la cara. Se dio cuenta, aterrada, de que su pelo estaba ardiendo. Un instante después, Jack se precipitó hacia ella, le rodeó la cabeza con los brazos y la apretó con fuerza contra su cuerpo. Ambos cayeron al suelo. Él la mantuvo apretada contra sí por un momento y luego aflojó el brazo. Aliena percibió el olor del pelo chamuscado, pero ya no le ardía. Advirtió que Jack tenía la cara quemada y que las cejas le habían desaparecido. Él la cogió por un tobillo y la arrastró fuera del almacén. Luego, siguió arrastrándola pese a la resistencia que oponía, hasta que se encontraron en un lugar seguro.

La zona que rodeaba su puesto había quedado vacía. Jack la soltó. Aliena intentó levantarse, pero él volvió a agarrarla y se lo impidió. Aliena siguió forcejeando mientras observaba con ojos desorbitados el fuego que estaba consumiendo todos sus años de trabajo y preocupaciones, toda su riqueza y seguridad, hasta que ya no le quedaron energías para impedir que Jack la retuviese. Entonces permaneció allí, caída en el suelo, y empezó a gemir.

Philip se encontraba en la cripta, debajo de la cocina del priorato, contando dinero con Cuthbert, cuando oyó el ruido. Se miraron frunciendo el entrecejo y luego se pusieron de pie para averiguar qué ocurría. Al cruzar el umbral se encontraron con un auténtico tumulto. La gente corría en todas las direcciones, forcejeando y dándose codazos y empujones, pisoteándose los unos a los otros. Los hombres y las mujeres gritaban, y los niños lloraban. El aire estaba lleno de un humo denso. Todo el mundo parecía querer salir del recinto del priorato. Aparte de la puerta principal, la única posibilidad de abandonarlo era a través del portillo entre los edificios de la cocina y el molino. Allí no había muro, aunque sí un profundo badén que llevaba agua desde el estanque del molino hasta la cervecería. Philip quería advertir a la gente de que tuviera cuidado con el badén, pero nadie escuchaba a nadie.

La causa de aquel tumulto era, a todas luces, un incendio. Y además, importante. La atmósfera se hallaba por completo enrarecida a causa del humo procedente de él. A Philip le embargó el miedo. Con toda aquella gente aglomerada, la mortandad podía ser aterradora.

Ante todo tenía que averiguar qué estaba pasando. Subió por los escalones que conducían a la puerta de la cocina para ver mejor. Lo que contempló le hizo sentir un espanto atroz.

Toda la ciudad de Kingsbridge era pasto de las llamas.

De su garganta brotó un grito de horror y desesperación.

¿Cómo podía haber ocurrido aquello?

Y entonces vio a los jinetes cargar contra la multitud con sus teas encendidas. Comprendió que no se trataba de un accidente. Lo primero que sé le ocurrió fue que se estaba librando una batalla entre los dos contendientes de la guerra civil, y Kingsbridge se había visto cogido entre dos fuegos. Pero los hombres de armas no se atacaban entre sí, sino que iban contra los ciudadanos. No era una batalla, sino una matanza.

Vio que un hombre rubio y corpulento, montado en un poderoso caballo de guerra, se lanzaba contra la multitud. Era William Hamleigh.

El odio atenazó la garganta de Philip. Casi le hizo enloquecer el mero pensamiento de que toda aquella carnicería y destrucción hubiera sido provocada deliberadamente, sólo por codicia y orgullo.

—¡Te estoy viendo, William Hamleigh! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

William oyó pronunciar su nombre entre los gritos del gentío. Sofrenó su caballo y se encontró con la mirada de Philip.

—¡Irás al infierno por esto! —le gritó el prior.

William tenía el rostro congestionado por la sed de sangre. Ni siquiera la amenaza que más temía en el mundo le produjo efecto aquel día. Estaba como enloquecido. Agitó su tea en el aire como un estandarte.

—¡El infierno está aquí, monje! —gritó a su vez.

Espoleó a su caballo y siguió cabalgando.

De repente todo había desaparecido, los jinetes y la multitud. Jack soltó a Aliena y se puso en pie. Tenía entumecida la mano derecha. Recordó que con ella había defendido el golpe destinado a la cabeza de Aliena. Estaba contento de que le doliera la mano. Esperaba que siguiera doliéndole mucho tiempo a manera de recordatorio.

El almacén era un infierno, y alrededor ardían pequeños fuegos. El suelo estaba cubierto de cuerpos; algunos se movían; otros sangraban, muchos estaban inmóviles. Reinaba el silencio salvo por el crepitar de las llamas. La multitud se había ido por un camino o por otro, dejando atrás a sus muertos y heridos. Jack estaba mareado. Jamás había estado en un campo de batalla, pero imaginaba que debía de tener ese mismo aspecto.

Aliena empezó a llorar. Jack le puso una mano tranquilizadora en el hombro. Ella se la apartó. Le había salvado la vida, pero eso a ella no le importaba; sólo le preocupaba su lana, que ahora ya se había convertido en humo. Jack la miró por un instante, embargado por una profunda tristeza. Tenía casi todo el pelo quemado y ya no parecía hermosa. A pesar de todo, él la quería. Le dolía verla tan compungida y no ser capaz de consolarla.

Estaba seguro de que ya no intentaría entrar en el almacén. Le inquietaba el resto de su familia, así que dejó a Aliena para ir en su busca.

Le dolía la cara. Se llevó una mano a la mejilla y esta le escoció. Seguramente también había sufrido quemaduras. Miró los cuerpos caídos en el suelo. Quería hacer algo por los heridos, pero no sabía por dónde empezar. Buscó entre los caídos caras familiares, con la esperanza de no encontrar ninguna. Su madre y Martha habían ido a los claustros; se dijo que habían marchado muy por delante de la multitud. ¿Habría encontrado Tom a Alfred? Se volvió hacia los claustros. Y fue entonces cuando vio a Tom.

Yacía en el suelo completamente inmóvil. Su rostro estaba reconocible, incluso con expresión de paz, hasta la altura de las cejas, pero tenía la frente y el cráneo completamente aplastados. Jack estaba aterrado. No podía creer lo que veía. Era imposible que Tom estuviese muerto. Pero la figura que tenía delante tampoco podía estar viva. Apartó los ojos y luego volvió a mirarlo. Era Tom, y estaba muerto.

Jack se arrodilló junto al cadáver. Sentía ansias de hacer algo o decir algo y por primera vez comprendió por qué a la gente le gustaba rezar por sus muertos.

—Mi madre va a echarte muchísimo de menos —musitó, y recordó las hirientes palabras que le había dirigido el día de su pelea con Alfred—. La mayor parte no era verdad —añadió entre sollozos—. No me abandonaste. Me diste de comer y cuidaste de mí e hiciste a mi madre feliz, verdaderamente feliz.

Pero hubo algo más importante que todo eso, se dijo. Lo que Tom le había dado no eran sólo cosas corrientes, como un techo o comida. Tom le había dado algo único, algo que ningún otro hombre podía dar, algo que ni siquiera su propio padre podría haberle dado. Algo que era una pasión, una habilidad, un arte y un modo de vida.

—Me diste la catedral —musitó Jack—. Gracias.