Poco antes del amanecer, cuando la mayoría de los hermanos se encontraban en la cripta para el oficio de prima, sólo quedaban dos personas en el dormitorio, Johnny, que barría en un extremo de la larga habitación, y Jonathan, que se hallaba en el otro, jugando a la escuela.
El prior Philip se detuvo en la puerta y se quedó observando a Jonathan. Tenía ya casi cinco años, era un chiquillo despierto y decidido, con una seriedad infantil que encantaba a todos. Johnny aún seguía vistiéndole con un hábito de monje en miniatura. Aquel día Jonathan imitaba al maestro de novicios dando clase ante una imaginaria hilera de alumnos. ¡Eso está mal, Godfrey!, decía con gran severidad ante el banco vacío. No habrá comida para ti si no te aprendes los veleros. Quería decir los verbos. Philip sonrió con cariño. No habría podido querer más a un hijo. Jonathan era la única cosa en su vida que le producía la más pura alegría.
El niño correteaba por el priorato como un cachorro, mimado y consentido por todos los monjes. Para la mayoría de ellos era como un cachorrillo, algo con lo que jugar. Para Philip y Johnny era algo más. Johnny lo quería como una madre; y Philip, a pesar de que trataba de ocultarlo, se sentía como el padre del rapaz. Él mismo había sido educado, desde muy pequeño, por un bondadoso abad, y le parecía lo más natural del mundo desempeñar idéntico papel con Jonathan. No le hacía cosquillas ni le perseguía como los monjes, pero le contaba historias de la Biblia, jugaba con él a contar y vigilaba a Johnny.
Entró en la habitación y, después de sonreír a Johnny, se sentó en el banco con los imaginarios escolares.
—Buenos días, padre —dijo Jonathan con tono solemne. Johnny le había enseñado a mostrarse muy cortés.
—¿Te gustaría ir a la escuela? —le preguntó Philip.
—Ya sé latín —fanfarroneó Jonathan.
—¿De veras?
—Sí. Escucha, Omnius pluvius buvius tuvius nomine patri amén.
Philip procuró no reírse.
—Eso suena como latín, pero no lo es del todo. El maestro de novicios, el hermano Osmund, te enseñará a hablarlo con toda corrección.
Jonathan se había quedado un poco desanimado al descubrir que, después de todo, no sabía latín.
—Bueno, pero puedo correr deprisa. Y todavía más deprisa. ¡Mira!
Recorrió a toda velocidad la habitación de un extremo al otro.
—¡Formidable! —elogió Philip—. ¡Eso sí que es correr!
—Sí… y todavía puedo hacerlo más rápido.
—Ahora no —le dijo Philip—. Escúchame un momento. Voy a estar fuera durante un tiempo.
—¿Volverás mañana?
—No, no tan pronto.
—¿La semana que viene?
—No. Tampoco la semana que viene.
Jonathan parecía desconcertado. No podía concebir el tiempo más allá de una semana. Y aún había otro misterio.
—Pero… ¿por qué?
—Tengo que ver al rey.
—¡Ah! —Aquello tampoco significaba gran cosa para Jonathan.
—Y, mientras estoy fuera, me gustaría que fueses a la escuela. ¿Te gustaría a ti?
—¡Sí!
—Tienes casi cinco años. La semana próxima es tu cumpleaños. Viniste a nosotros el primer día del año.
—¿De dónde vine?
—De Dios. Todas las cosas vienen de Dios.
Jonathan sabía que aquello no era una contestación.
—Pero ¿dónde estaba antes? —insistió.
—No lo sé.
Jonathan frunció el ceño, lo cual resultaba extraño en un rostro tan joven y despreocupado.
—Tengo que haber estado en alguna parte.
Philip comprendió que llegaría un día en que alguien tendría que decirle a Jonathan cómo nacían los bebés. Hizo una mueca ante aquella idea. Bien, por fortuna, todavía no era tiempo. Cambió de tema.
—Mientras esté fuera, quiero que aprendas a contar hasta cien.
—Puedo contar —dijo Jonathan—. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quincie, dieséis, diesiete…
—No está mal —aprobó Philip—. Pero el hermano Osmond te enseñará más. En clase has de permanecer sentado, muy quieto, y hacer todo lo que él te diga.
—¡Voy a ser el mejor de la escuela! —se jactó el chaval.
—Ya lo veremos.
Philip se quedó mirándolo un momento más. Estaba fascinado por la forma en que se desarrollaba el chiquillo, de cómo aprendía cosas y de las fases por las que pasaba. Era curiosa esa continua insistencia en querer hablar latín, o contar, o correr mucho. ¿Acaso era un preludio necesario para un saber auténtico? Debía responder sin duda a algún propósito en el plan de Dios. Y llegaría día en que Jonathan se convertiría en un hombre. ¿Cómo sería entonces? La idea despertó la impaciencia de Philip porque Jonathan creciera. Pero eso tardaría tanto como la construcción de la catedral.
—Pues entonces dame un beso y dime adiós —le pidió Philip.
Jonathan levantó la cara y Philip le besó en la suave mejilla.
—Adiós, padre —dijo Jonathan.
—Adiós, hijo mío —repuso Philip. Luego apretó con afecto el brazo de Johnny y se marchó.
Los monjes estaban ya saliendo de la cripta y se encaminaban al refectorio. Philip anduvo en sentido contrario y entró en la cripta para orar por el éxito de su misión.
Sintió que se le rompía el corazón cuando le notificaron lo ocurrido en la cantera. ¡Habían matado a cinco personas, entre ellas una pobre chiquilla! Se refugió en su habitación y lloró como un niño. Cinco miembros de su rebaño asesinados por William Hamleigh y su manada de bestias. Philip los había conocido a todos. Harry de Shiring que había sido un día el cantero de Lord Percy, Otto, el hombre de rostro atezado que estuvo al frente de la cantera desde sus comienzos; Mark, el apuesto hijo de Otto, su mujer, Alwen, que en los atardeceres tocaba canciones con los cencerros de las ovejas, y la pequeña Norma, la nieta de siete años de Otto y la niña de sus ojos. Gente trabajadora, de buen corazón y temerosa de Dios, que habían tenido derecho a esperar de sus señores paz y justicia. William los había matado como un zorro mata pollitos. Era algo que hacía llorar a los ángeles.
Philip había llorado por ellos, y luego había ido a Shiring a pedir justicia. El sheriff se había negado en redondo a ejercer acción alguna.
—Lord William tiene un pequeño ejército… ¿cómo podría arrestarle? —había dicho el sheriff Eustace—. El rey necesita caballeros para luchar contra Maud… ¿qué diría si encarcelara a uno de sus mejores hombres? Si culpara de asesinato a William, sus caballeros me matarían de inmediato o, más adelante, el rey Stephen ordenaría que me colgasen por traidor.
Philip se dio cuenta que, en una guerra civil, la primera baja era la de la justicia.
Luego, el sheriff le comunicó que William había presentado una denuncia oficial referente al mercado de Kingsbridge.
Era absurdo que William quedara impune por asesinato y, además, le acusara por un tecnicismo. Se sentía impotente. Bien era verdad que no tenía permiso para instalar un mercado y que infringía la ley desde un punto de vista estricto. Pero no podía estar equivocado. Era el prior de Kingsbridge. Lo único que tenía era su autoridad moral. William podía reunir un ejército de caballeros. El obispo Waleran podía recurrir a sus contactos en las altas esferas, el sheriff podía alegar la autoridad real. Pero todo cuanto Philip tenía en su mano era decir: esto está bien y esto está mal. Y, si intentara cambiar la situación, se encontraría realmente indefenso. De manera que ordenó que se suspendiera el mercado.
Aquello lo dejó en una posición desesperada.
Las finanzas del priorato habían mejorado de forma espectacular gracias, por una parte, al más estricto control y, por otra, a las ganancias, siempre en alza, procedentes del mercado y de la cría de ovejas. Pero Philip gastaba siempre hasta el último penique en la construcción, y había obtenido fuertes préstamos de los judíos de Winchester, los cuales todavía se hallaban pendientes de pago. Y ahora, de golpe y porrazo, había perdido su suministro de piedra libre de costos, se habían acabado sus ingresos del mercado y era más que probable que sus trabajadores voluntarios, muchos de los cuales acudían principalmente por el mercado, empezaran a disminuir. Tendría que despedir por un tiempo a la mitad de los constructores, y abandonar la esperanza de que la catedral fuese acabada cuando él estuviera todavía con vida. No estaba dispuesto a aceptarlo.
Se preguntaba si aquella crisis sería culpa suya. ¿Había tenido, tal vez un exceso de confianza? ¿Se mostró más ambicioso de lo debido? El sheriff Eustace le dio a entender algo semejante: Sois demasiado grande para vuestras botas, Philip, le había dicho malhumorado. Dirigís un pequeño monasterio, sois un insignificante prior. Pero queréis gobernar al obispo, al conde y al sheriff. Bien, pues no podéis. Somos demasiado poderosos para vos. Lo único que hacéis es crear dificultades.
Eustace era un hombre feo, de dientes desiguales y con un ojo estrábico. Vestía una sucia túnica amarilla. Pero, por poco respetable que fuera, sus palabras hirieron profundamente a Philip. La conciencia le decía que los canteros no habrían muerto si él no se hubiera ganado la enemistad de William Hamleigh. Pero no podía hacer otra cosa que ser enemigo de William. Si renunciara, sería mayor aún el número de personas que sufrirían, gente como el molinero a quien William había matado, o la hija del siervo a quien él y sus caballeros habían violado. Philip tenía que seguir en la brecha.
Y ello significaba que tenía que ir a ver al rey.
Le desagradaba en extremo la idea. Ya lo había visitado en una ocasión, en Winchester, hacía cuatro años, y aún cuando había obtenido lo que quería, se sintió incomodísimo en la corte real. El rey estaba rodeado de gentes sin escrúpulos, y muy astutas, que andaban a empellones por lograr su atención y se disputaban sus favores. Philip los encontró a todos despreciables. Intentaban lograr una riqueza y una posición que no merecían. No llegaba a comprender bien el juego que practicaban en su mundo, pues consideraba que la mejor manera de obtener algo era procurar merecerlo, y no adular al donante. Pero, en aquel momento, no le quedaba otra alternativa que entrar en ese mundo y practicar aquel juego. Tan sólo el rey podía conceder a Philip el permiso para tener un mercado. Sólo el rey podía ya salvar la catedral.
Terminó sus rezos y abandonó la cripta. Estaba saliendo el sol. Los muros grises de la catedral a medio edificar aparecían bañados por una tonalidad rosada. Los constructores que trabajaban desde que apuntaba el sol hasta que se ponía, comenzaban ya la faena. Abrían sus viviendas, afilaban sus herramientas y se ponían a mezclar la argamasa. La pérdida de la cantera aún no había afectado a la construcción. Desde el principio, habían estado sacando sin cesar más piedras de las que utilizaban y disponían de unas existencias que les durarían durante muchos meses.
Había llegado el momento en que Philip debía partir. El rey se encontraba en Lincoln. Philip tendría un compañero de viaje, el hermano de Aliena, Richard. Después de luchar durante un año como escudero, el rey lo había nombrado caballero. Había vuelto a casa a equiparse de nuevo y, en aquellos momentos, iba a incorporarse otra vez al ejército real.
A Aliena le había ido asombrosamente bien como mercader de lana. Ya no vendía su lana a Philip, sino que trataba directamente con los compradores flamencos. En realidad, ese mismo año había querido adquirir toda la producción de vellón al priorato. Habría pagado algo menos que los flamencos; pero Philip hubiera recibido el dinero antes. El prior lo había rechazado. Sin embargo era un signo de su éxito que hubiera podido hacer siquiera la oferta.
En aquellos momentos se encontraba en la cuadra con su hermano, como pudo ver Philip al dirigirse hacia allí. Se había congregado buen número de gente para decir adiós a los viajeros. Richard se encontraba montado en un caballo de guerra castaño, que debía de haber costado a Aliena veinte libras por lo menos. Se había convertido en un joven apuesto, de espaldas anchas. Sus rasgos perfectos quedaban algo empañados por una fea cicatriz en la oreja derecha, tal vez, pensaban todos, a causa de un accidente de esgrima. Llevaba una espléndida indumentaria en rojo y verde, e iba armado con una espada nueva, lanza, hacha de combate y daga. Su equipaje se hallaba sobre un segundo caballo que llevaba de la rienda. Lo acompañaban dos hombres de armas, montando corceles, y un escudero sobre una vigorosa jaca.
Aliena se encontraba hecha un mar de lágrimas. Philip no podría decir con exactitud si estaba triste de ver a su hermano partir, orgullosa de su magnífico aspecto o temerosa de que acaso no volviera. Tal vez las tres cosas. Algunos de los aldeanos habían acudido a decirle adiós, incluidos la mayoría de los jóvenes y muchachos. Sin duda Richard era su héroe. También se encontraban allí todos los monjes para desear a su prior un buen viaje.
Los mozos de cuadra llevaron los caballos. Un palafrén ensillado para Philip y una jaca cargada con su modesto equipaje, casi todo comida. Los constructores dejaron sus herramientas y se acercaron hasta allí, con el barbudo Tom y su pelirrojo hijastro a la cabeza. Como era de rigor, Philip abrazó a Remigius, el sub-prior, y se despidió con mayor afecto de Milius y Cuthbert. Luego montó en el palafrén. Pensó con tristeza que, durante cuatro semanas, habría de permanecer todo el día sentado en aquella dura silla. Desde allí arriba, bendijo a todos. Los monjes, los constructores y los aldeanos agitaban las manos y les deseaban buen viaje mientras él y Richard atravesaban juntos las puertas del priorato. Bajaron por la angosta calle y atravesaron la aldea saludando a quienes acudían a verlos marchar. Luego los cascos resonaron sobre el puente de madera y, por último, enfilaron el camino a través de los campos. Poco después, al mirar Philip por encima del hombro, vio el sol naciente brillando a través del hueco de la ventana en el extremo oriental, a medio construir, de la nueva catedral. Si fracasaba en su misión, tal vez nunca llegaría a terminarse. Después de cuanto había pasado para llegar a aquel punto, ahora no podía soportar la idea de la derrota. Giró la cabeza y se concentró en el camino que tenía por delante.
La ciudad de Lincoln se alzaba sobre una colina. Philip y Richard llegaban a ella por la parte sur, por una antigua y concurrida calle llamada Ermine Street. Incluso desde aquella distancia, podían ver las torres de la catedral y las almenas del castillo. Pero se encontraban todavía a tres o cuatro millas cuando se hallaron de pronto con una puerta de la ciudad. Los suburbios deben ser extensos, se dijo. Y la población debe contarse por miles.
Lincoln había sido tomada en Navidad por Ranulf de Chester, el hombre más poderoso del norte de Inglaterra, y pariente de la emperatriz Maud. Después, el rey Stephen se había apoderado de nuevo de la ciudad; pero las fuerzas de Ranulf seguían atrincheradas en el castillo. A medida que se acercaban, Philip y Richard se enteraron de que la ciudad se encontraba en una posición desusada al tener a dos ejércitos rivales acampados dentro de sus murallas.
Philip no había hablado gran cosa con Richard durante las cuatro semanas que cabalgaban juntos. El hermano de Aliena era un joven airado, que odiaba a los Hamleigh y estaba empecinado en tomar venganza. Y hablaba como si los sentimientos de Philip fueran idénticos. Sin embargo, había una diferencia. Philip aborrecía a los Hamleigh por lo que hacían a sus vasallos, consideraba que el mundo sería un lugar mejor si se viera libre de ellos. Richard no se sentiría a gusto consigo mismo hasta que no hubiera derrotado a los Hamleigh. Su motivo era del todo egoísta.
Físicamente, Richard era fuerte y valiente, siempre dispuesto a luchar; pero en otros aspectos, era un ser débil. Confundía a sus hombres de armas tratándolos a veces en plan de igualdad, mientras en otras ocasiones les daba órdenes como a sirvientes. En las tabernas intentaba causar impresión pagando cerveza a los forasteros. Pretendía conocer el camino cuando en realidad no estaba seguro, y había llegado a hacer que el grupo se desviara en ciertos momentos porque no era capaz de admitir que había cometido una equivocación. Cuando llegaron a Lincoln, Philip ya sabía que Aliena valía diez veces más que su hermano.
Pasaron junto a un gran lago lleno de barcos. Luego, al pie de la colina, atravesaron el río que constituía el límite sur de la propia ciudad. Era evidente que el medio de vida de Lincoln estaba en las embarcaciones. Junto al puente, había un mercado de pescado. Atravesaron otra puerta con centinela. Habían dejado atrás los suburbios caóticos y penetraron en la bulliciosa ciudad. Delante de ellos, una calle angosta, increíblemente concurrida, ascendía empinada hasta la cima del monte. Las casas, prácticamente pegadas unas a otras a cada lado de la calle, estaban construidas casi todas de piedra, al menos en parte, señal inconfundible de considerable riqueza. La colina era tan empinada, que la mayoría de las casas tenían su piso principal, varios pies por encima del nivel del suelo en un extremo, mientras que el otro se encontraba por debajo de la superficie. La zona de la parte baja del extremo del declive se hallaba ocupada invariablemente por un taller de artesano o una tienda. Los únicos espacios abiertos eran los cementerios junto a las iglesias, y en cada uno de ellos había un mercado, de grano, de aves de corral, de lana, de cuero o de otras cosas. Philip y Richard, con su séquito, se abrieron camino a duras penas a través de la densa muchedumbre de ciudadanos, hombres de armas, animales y carretas. Philip descubrió asombrado que, a sus pies, había piedras. ¡Toda la calle estaba empedrada! Cuánta riqueza debe de haber aquí, se dijo, para cubrir el suelo de piedra como en una catedral o un palacio. El suelo seguía estando resbaladizo por los desperdicios y los excrementos de los animales, pero era muchísimo mejor que el río de barro en que se transformaban en invierno las calles de casi todas las ciudades.
Llegaron a la cima de la colina y pasaron por otra puerta. Habían penetrado en el corazón de la ciudad, y el ambiente cambiaba de repente. Reinaba una mayor tranquilidad, aunque muy tensa. Inmediatamente a su izquierda se encontraba la entrada al castillo. La gran puerta reforzada con hierro que daba acceso al pasaje abovedado, se encontraba herméticamente cerrada. Detrás de las ventanas, estrechas y alargadas como flechas, se movían sombras difusas: centinelas enfundados en armaduras patrullaban en lo alto de las murallas. Los débiles rayos de sol centelleaban en sus bruñidos cascos. Philip observó sus idas y venidas. No hablaban entre sí, no bromeaban o reían, ni se inclinaban sobre la balaustrada para silbar a las jóvenes que pasaban. Permanecían ojo avizor erguidos y temerosos.
A la derecha de Philip, a no más de un cuarto de milla de la puerta del castillo, se alzaba la fachada oeste de la catedral. Philip descubrió al punto que, pese a su proximidad a la fortaleza, la había ocupado el cuartel general de los ejércitos del rey. Una hilera de centinelas cerraba el paso a la angosta calle que conducía a la iglesia a través de las casas de los canónigos. Detrás de los guardias, caballeros y hombres de armas entraban y salían a través de las tres puertas de la catedral. El cementerio se había convertido en un campamento del ejército; con tiendas, hogueras para cocinar y caballos pastando en el tepe[5]. Allí no había edificios monásticos. De la catedral de Lincoln no se ocupaban los monjes sino unos sacerdotes, llamados canónigos, que vivían en casas urbanas corrientes cerca de la iglesia.
El espacio entre la catedral y el castillo se hallaba vacío, salvo por la presencia de los recién llegados. Philip se dio cuenta de que toda la atención estaba concentrada en ellos, tanto la de los guardias que se encontraban del lado del rey como la de los centinelas que guardaban las murallas opuestas. Atravesaban tierra de nadie, entre dos campos armados. Tal vez el lugar más peligroso de Lincoln. Miró en derredor y vio que Richard y los otros se habían puesto ya en marcha. Los siguió presuroso.
Los centinelas del rey les hicieron pasar de inmediato. Richard era bien conocido. Philip contempló admirado la fachada oeste de la catedral. Tenía un arco principal altísimo, y otros arcos a cada lado, la mitad del tamaño del central pero, aún así, asombrosos. Parecía el camino al cielo. En cierto modo, lo era. Philip decidió al punto que quería arcos altos en la fachada oeste de la catedral de Kingsbridge.
Un escudero se hizo cargo de los caballos. Philip y Richard atravesaron el campamento y entraron en la catedral. Estaba más atestada en el interior que fuera. Las naves laterales habían sido convertidas en cuadras, y centenares de caballos se encontraban atados a las columnas de la arcada. Hombres armados pululaban entre fuegos de campamento. Algunos hablaban inglés, otros francés y unos pocos flamenco, la lengua gutural de los mercaderes de lana de Flandes. En general, los caballeros se encontraban allí dentro y los hombres de armas en el exterior. Philip se entristeció al ver a varios de los ocupantes jugando al Nine Men's Morris[6] por dinero; y todavía se sintió más conturbado ante la presencia de algunas mujeres con ropa demasiado escasa para ser invierno, y que parecían coquetear con los hombres, como si se tratase de pecadoras o incluso, Dios no lo quisiera, prostitutas.
Para evitar mirarlas, levantó la vista al techo. Era de madera y se hallaba bellamente pintado de resplandecientes colores. Pero corría un terrible peligro de incendio con todas aquellas gentes cocinando en la nave. Siguió a Richard a través de la muchedumbre. El joven parecía estar allí a sus anchas y sentirse confiado y seguro de sí mismo. Saludaba a los caballeros tanto como a los barones y a los lores.
El crucero y el extremo este de la catedral habían sido acordonados. Al parecer, este último había quedado reservado para los sacerdotes. Como debía ser, pensó Philip. Y el crucero se había convertido en la vivienda del rey. Detrás de un cordón, había otra fila de guardias. A continuación, un gran número de cortesanos; luego, un círculo interior de condes y en el centro el rey Stephen, sentado en un trono de madera. El monarca había envejecido desde la última vez que Philip le vio hacía ya cinco años, en Winchester. Tenía el hermoso rostro surcado por arrugas nacidas de la preocupación, y en su pelo leonado podían verse ya las canas. Además, había adelgazado durante el batallar de todo aquel año. Parecía mantener una amable discusión con sus condes, disintiendo sin acritud. Richard se acercó al círculo interior e hizo una profunda y ceremoniosa reverencia. El rey lo miró.
—¡Richard de Kingsbridge! ¡Estoy muy contento de tu regreso! —dijo con voz sonora al reconocerle.
—Gracias, mi rey y señor —contestó el joven caballero.
Philip se adelantó, se colocó junto a Richard y saludó de la misma manera ceremoniosa.
—¿Has traído a un monje como escudero? —le preguntó Stephen.
Todos los cortesanos rieron.
—Es el prior de Kingsbridge, señor —le informó Richard.
Stephen volvió a mirarlo y Philip pudo darse cuenta de que empezaba a recordar quién era.
—Claro, claro. Conozco al prior… Philip. —Su tono no era tan cálido como al saludar a Richard—. ¿Habéis venido a luchar a mi lado?
Los cortesanos rieron de nuevo.
Philip se sentía satisfecho de que el rey hubiera recordado su nombre.
—Estoy aquí porque el trabajo de Dios para la reconstrucción de la catedral de Kingsbridge necesita ayuda urgente de mi rey y señor.
—He de oír eso —le interrumpió presuroso Stephen—. Venid a verme mañana cuando tenga más tiempo.
Se volvió de nuevo hacia los condes y reanudó la conversación en voz más baja.
Richard hizo una reverencia y se retiró, imitado por el prior.
Philip no habló con el rey al día siguiente, ni tampoco al otro ni al otro.
La primera noche pernoctó en una cervecería, pero se sintió desazonado por el constante olor a carne asada y las risas de las mujeres de la vida. Por desgracia, en la ciudad no había monasterio alguno. En circunstancias normales, el obispo le habría ofrecido alojamiento. Pero el rey vivía en el palacio episcopal y todas las casas alrededor de la catedral se encontraban atestadas con los miembros de la corte de Stephen. La segunda noche, Philip salió de la ciudad, fue más allá del suburbio de Wigford, donde había un monasterio que tenía una casa para leprosos. Allí le dieron pan bazo y cerveza floja, un duro colchón sobre el suelo, silencio desde la puesta del sol hasta media noche, oficios sagrados en las primeras horas de la mañana y gachas claras sin sal de desayuno. Se sintió feliz.
Cada día, por la mañana temprano, iba a la catedral, llevando consigo la valiosa carta de privilegio dando al priorato derecho a sacar piedra de la cantera. Un día tras otro, el rey hacía la vista gorda ante su presencia. Cuando los demás peticionarios hablaban entre sí, discutiendo acerca de quién gozaba del favor real y quién no, Philip permanecía al margen.
Sabía bien el motivo por el que se le mantenía a la espera. La Iglesia toda estaba malquistada con el rey. Stephen no había cumplido las generosas promesas que habían logrado obtener de él en los inicios de su reinado. Se había enemistado con su hermano, el astuto obispo Henry de Winchester, al dar su apoyo a otra persona para la dignidad de arzobispo de Canterbury, acción que también decepcionó a Waleran Bigod, el cual pretendía subir agarrado a los faldones de Henry. Pero el pecado más grande de Stephen a los ojos de la Iglesia, era haber ordenado el arresto del obispo Roger de Salisbury y de sus dos sobrinos, que eran obispos de Lincoln y de Ely, los tres en un día, bajo la acusación de estar construyendo un castillo sin licencia. Desde las catedrales y monasterios se había alzado en todo el país un coro ofendido ante semejante acto de sacrilegio. Stephen se mostró dolido. Alegó que los obispos, como hombres de Dios, no tenían necesidad de castillos, y si los construían no podía esperar que se les tratara como hombres de Dios. Era sincero, aunque cándido.
La ruptura había sido reparada, pero el rey Stephen ya no se mostraba dispuesto a escuchar las peticiones de los hombres santos, de manera que Philip hubo de esperar. Aprovechó la oportunidad para dedicarse a la meditación. Era algo para lo que, como prior, tenía poco tiempo, y que echaba en falta. Pero de súbito se encontró sin nada que hacer durante horas, y pasaba el tiempo sumido en meditación.
Finalmente, los demás cortesanos dejaron un espacio en derredor suyo, haciendo bien patente su presencia, y a Stephen le debió resultar cada vez más difícil ignorarle. Durante la mañana de su séptimo día en Lincoln se encontraba sumido en la contemplación del sublime misterio de la Trinidad cuando se dio cuenta de que alguien se encontraba en pie delante de él, mirándolo y hablándole. Era el rey.
—¿Dormías con los ojos abiertos, hombre de Dios? —estaba diciendo Stephen en un tono entre divertido e irritado.
—Lo siento, señor. Estaba pensando —se disculpó Philip sorprendido, e hizo una reverencia.
—No importa. Quiero que me prestes tu hábito.
—¿Qué? —Philip estaba demasiado sorprendido para cuidar sus maneras.
—Quiero echar un vistazo al castillo y, si voy vestido de monje, no me lanzarán flechas. Vamos, entra en una de las capillas y quítate el hábito.
Philip sólo llevaba debajo una larga camiseta.
—Pero… ¿qué me pondré yo, señor?
—Olvidé lo recatados que sois los monjes. —Stephen chasqueó los dedos dirigiéndose a un joven caballero.
—Préstame tu túnica, Robert. Rápido.
El caballero, que se encontraba hablando con una joven, se quitó la túnica con un rápido movimiento y se la dio al rey con una reverencia. Luego, hizo un gesto vulgar a la joven. Sus amigos rieron y le vitorearon.
El rey Stephen entregó la túnica a Philip.
El prior se metió en la pequeñísima capilla de San Dunstan y, después de pedir perdón al santo con una apresurada oración, se quitó el hábito y se endosó la corta túnica escarlata del caballero.
Desde luego se sentía muy extraño. Había llevado ropas monásticas desde los seis años, y no se encontraría más raro si se vistiera de mujer. Salió de la capilla y entregó su hábito a Stephen, quien se apresuró a endosárselo por la cabeza. Luego, el rey le dejó asombrado con sus palabras.
—Ven conmigo si quieres. Podrás hablarme de la catedral de Kingsbridge.
Philip quedó desconcertado. Su primer impulso fue negarse; tal vez uno de los centinelas que hacían guardia en las murallas del castillo se sintiera tentado a disparar contra él, al no hallarse protegido por hábitos religiosos. Pero se le estaba ofreciendo la oportunidad de hallarse a solas con el rey y de disfrutar de mucho tiempo para explicarle todo lo referente a la cantera y al mercado. Jamás tendría una ocasión como aquella.
Stephen cogió su propia capa, que era púrpura con el cuello y todo el reborde de piel blanca.
—Poneos esto —dijo a Philip—. Alejaréis sus disparos de mí.
Los demás cortesanos se quedaron muy quietos, observando y preguntándose qué iba a ocurrir.
El rey expresaba así una opinión. Estaba diciendo que Philip no tenía nada que hacer en un campamento armado y no podía esperar que se le concedieran privilegios a costa de hombres que arriesgaban sus vidas por el rey. En verdad no era injusto. Pero el prior sabía que, si aceptaba ese punto de vista, más le valdría volver a casa y renunciar a toda esperanza de disponer de nuevo de la cantera o de reabrir el mercado. Tenía que aceptar el desafío.
—Acaso sea la voluntad de Dios que yo muera para salvar al rey —dijo después de respirar hondo.
Cogió la capa púrpura y se la puso.
Un murmullo de sorpresa corrió entre aquel gentío, y el propio rey Stephen pareció sorprendido. Todo el mundo esperaba que Philip se negara. Casi al punto deseó haberlo hecho. Pero ya se había comprometido.
Stephen dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta norte. Philip lo siguió. Varios cortesanos iniciaron un movimiento en pos de ellos; pero Stephen les hizo retroceder con un gesto de la mano.
—Hasta un monje puede despertar sospechas si va acompañado de toda la corte real —dijo.
Se cubrió la cabeza con la capucha del hábito del prior y salieron al cementerio.
La suntuosa capa que Philip llevaba atrajo miradas curiosas mientras se abrían camino a través del campamento. Los hombres que daban por sentado que era un barón, se extrañaban de no reconocerlo. Aquellas miradas le hicieron sentirse culpable, como si fuera un impostor. Nadie miraba a Stephen.
No fueron derechos a la puerta principal del castillo sino que caminaron a través de un laberinto de angostos senderos para salir junto a la iglesia de San Pablo, a través de la esquina noreste del castillo, cuyas murallas estaban construidas sobre grandes terraplenes rodeados de un foso seco. Había una franja de espacio abierto de cincuenta yardas de ancho entre el borde del foso y los edificios más cercanos. Stephen anduvo sobre la hierba y se encaminó hacia el oeste; estudió el muro norte del castillo, manteniéndose pegado a la parte trasera de las casas en el borde exterior de la zona despejada.
Philip fue con él. El rey le hizo caminar a su izquierda, entre él y el castillo. Huelga decir que aquel espacio abierto tenía como objeto permitir que los arqueros hicieran un buen disparo sobre cualquiera que se acercara a los muros. Philip no tenía miedo a morir, aunque sí al dolor, y el pensamiento que ocupaba su mente era hasta qué punto podía doler que te clavaran una flecha.
—¿Asustado, Philip? —le preguntó Stephen.
—Aterrado —respondió el monje con candidez. Y luego, sintiéndose audaz por el propio miedo, añadió con desenvoltura—: ¿Y qué me decís vos?
El rey se echó a reír ante su atrevimiento.
—Algo —admitió.
Philip consideró que esa era su oportunidad para hablar de la catedral. Pero no lograba concentrarse cuando su vida corría semejante peligro. El castillo le obsesionaba y no cesaba de escrutar las murallas por si hubiera algún hombre con un arco.
La fortaleza ocupaba todo el lado suroeste de la ciudad interior, y el muro oeste formaba parte de la muralla de la ciudad. Stephen llevó a Philip a través de la puerta oeste y entraron en el suburbio llamado Newland. Allí las casas eran como cabañas de campesinos, construidas con cañas y barro, pero tenían grandes jardines al igual que las casas de la ciudad. Un viento glacial azotaba a través de los campos abiertos, más allá de las casas. Stephen torció hacia el sur bordeando siempre el castillo. Señaló una pequeña puerta en el muro.
—Supongo que fue por ahí por donde Ranulf de Chester logró huir —dijo.
Philip se sentía allí menos asustado. En el sendero había otras personas y las murallas tenían menos vigilancia por aquel lado, ya que los ocupantes del castillo temían un ataque desde la ciudad y no desde el campo. Philip respiró hondo y luego lo soltó.
—Si me matan, ¿daréis a Kingsbridge un mercado y haréis que William Hamleigh devuelva la cantera?
Stephen no contestó de inmediato. Descendieron por la colina hasta la esquina suroeste del castillo y alzaron la vista hacia la torre del homenaje. Desde el lugar en que ellos se encontraban parecía inexpugnable. Al dar la vuelta, encontraron otro paso justo debajo de aquella esquina. Entraron entonces en la ciudad baja para caminar a lo largo del costado sur del castillo. Philip sintió de nuevo el peligro. No resultaría difícil para alguien que se encontrara dentro de la fortaleza, llegar a la conclusión de que los dos hombres que estaban haciendo un recorrido a lo largo de los muros debían de andar de exploración y, por lo tanto, serían buena presa, sobre todo el de la capa púrpura. Para distraer su miedo, se dedicó a observar la torre del homenaje. Había en el muro unos pequeños agujeros que eran las salidas de las letrinas. Todos los excrementos y porquería que se expulsa descendían por la pared de piedra, se iban terraplén abajo, y allí se quedaban hasta pudrirse. No era de extrañar que apestara. Philip intentó contener la respiración. Apresuraron el paso.
Había otra torre más pequeña en la esquina sureste. El monje y el rey habían contorneado ya tres lados del cuadrado. Philip se preguntaba si Stephen habría olvidado la pregunta. Pero no se animaba a formularla de nuevo. Podía pensar que le estaba presionando y ofenderse.
Llegaron a la calle mayor, que atravesaba el centro de la ciudad, y torcieron de nuevo; pero, antes de que Philip tuviera tiempo de sentirse aliviado, cruzaron otra puerta que les condujo a la ciudad interior. Instantes después se hallaban en lo que era tierra de nadie, entre la catedral y el castillo. Philip vio, horrorizado, que el rey se detenía allí.
Stephen se volvió a hablar a Philip, colocándose de manera que pudiese observar el castillo por encima del hombro del monje, cuya vulnerable espalda cubierta de púrpura y armiño quedaba expuesta ante la garita de guardia por la que pululaban centinelas y arqueros. El prior se quedó rígido como una estatua pensando que, en cualquier momento, iban a dispararle por detrás una flecha o un venablo. Empezó a sudar a pesar del gélido viento.
—Os di la cantera hace años, ¿no es así? —dijo el rey Stephen.
—No fue así exactamente —contestó Philip apretando los dientes—. Nos concedisteis el derecho a sacar piedra para la catedral. Pero la cantera se la disteis a Percy Hamleigh. Ahora, William, el hijo de Percy, ha expulsado a mis canteros, matando a cinco personas, entre ellas a una mujer y una niña, y nos niega el acceso.
—No debería hacer tales cosas, sobre todo si quiere que le nombre conde de Shiring —dijo Stephen pensativo.
Philip se sintió alentado. Pero, un momento después, el rey dijo:
—Ya me gustaría encontrar el modo de entrar en ese castillo.
—Haced que William abra de nuevo la cantera. Por favor —pidió Philip—. Os está desafiando a vos y robando a Dios.
Stephen pareció no oír.
—No creo que tengan ahí muchos hombres —volvió a musitar—. Supongo que casi todos ellos están en las murallas para dar impresión de fuerza. ¿Qué era eso de un mercado?
Philip llegó a la conclusión de que todo aquello formaba parte de la prueba. Hacerle permanecer en pie en zona descubierta dando la espalda a un montón de arqueros. Se limpió el sudor de la frente con el borde de piel de la capa del rey.
—Mi rey y señor —empezó diciendo—, todos los domingos la gente acude desde todo el Condado para rezar en Kingsbridge y trabajar, sin percibir un penique, en la construcción de la catedral. Durante los comienzos, algunos hombres y mujeres emprendedores solían acudir y vendían empanadas de carne, vino, sombreros y cuchillos a los trabajadores voluntarios. Y así, poco a poco fue creciendo un mercado. Y ahora os estoy pidiendo que le concedáis licencia.
—¿Pagaríais por vuestra licencia?
Philip sabía que un pago era normal. Pero también estaba al corriente de que acostumbraban a liberar de él a las instituciones religiosas.
—Sí, señor. Pagaré. A menos que vos queráis darme la licencia sin tener que pagarla, a la mayor gloria de Dios.
Por primera vez Stephen miró a Philip a los ojos.
—Eres un hombre valiente, permaneciendo ahí, con el enemigo detrás de ti mientras intentas convencerme.
El prior le devolvió la mirada con tono de franqueza.
—Si Dios decide que mi vida ha llegado a su fin, nada me salvará —respondió aparentando más valentía de la que sentía en realidad—. Pero si Dios quiere que viva y construya la catedral de Kingsbridge, ni diez mil arqueros podrán derribarme.
—¡Bien dicho! —aprobó Stephen y, dando una palmada en el hombro a Philip, se volvió en dirección a la catedral. El monje caminó junto a él, las piernas flojas por el alivio, sintiéndose mejor a cada paso que le alejaba del castillo. Al parecer, había pasado con éxito la prueba. Pero era importante obtener del rey un compromiso sin ambigüedades. Dentro de un momento, le absorberían de nuevo los cortesanos.
—Mi señor, si quisierais escribir una carta al sheriff de Shiring… —sugirió Philip haciendo acopio de valor.
Le interrumpieron. Uno de los condes se precipitó hacia ellos presa de gran agitación.
—Robert de Gloucester viene hacia aquí, mi rey y señor.
—¿Cómo? ¿A qué distancia se encuentra?
—Muy cerca. Todo lo más a un día.
—¿Por qué no se me ha advertido? ¡Había destacado hombres por doquier!
—Llegaron por el Fosse Way y luego dejaron el camino para acercarse a campo traviesa.
—¿Quién va con él?
—Todos los condes y caballeros que están de su parte y que han perdido sus tierras en los dos últimos años. Ranulf de Chester también le acompaña.
—Naturalmente… ¡Ese perro traidor!
—Se ha traído a todos sus caballeros desde Chester, además de una horda de galeses salvajes y rapaces.
—¿Cuántos hombres en total?
—Alrededor de mil.
—¡Maldición…! Son cien más que nosotros.
Se habían acercado a ellos varios barones, uno de los cuales tomó la palabra.
—Señor, si vienen a campo traviesa tendrán que cruzar el río por el vado…
—¡Bien pensado, Edward! —exclamó Stephen—. Llévate a tus hombres a ese vado e intenta resistir. También necesitarás arqueros.
—¿Sabe alguien a qué distancia se encuentran ahora? —preguntó Edward.
—El batidor ha dicho que muy cerca —contestó el primer conde—. Pueden alcanzar el vado antes que tú.
—Ahora mismo salgo —decidió Edward.
—¡Excelente muchacho! —comentó el rey Stephen, y se golpeó la palma de la mano derecha con el puño cerrado de la izquierda—. Por fin me enfrentaré a Robert de Gloucester en el campo de batalla. Quisiera tener más hombres. Aun así… una ventaja de cien soldados no es excesiva.
Philip escuchaba todo aquello ceñudo y en silencio. Tenía la seguridad de que había estado a punto de obtener la aceptación del rey. Pero la mente del monarca se encontraba ya ocupada por otras cuestiones. Aunque Philip no se hallaba dispuesto a darse por vencido. Todavía llevaba puesta la capa púrpura del rey. Se desprendió de ella.
—Tal vez convenga que cada uno vuelva a recuperar su personalidad, mi rey y señor —dijo.
Stephen asintió con gesto ausente. Un cortesano que se encontraba detrás del rey se adelantó y le ayudó a quitarse el hábito monacal.
—Señor, parecíais bien dispuesto a sancionar mi solicitud —le dijo al tiempo que le entregaba la capa real.
A Stephen pareció irritarle que se lo recordara. Se ajustó la capa, y estaba a punto de hablar cuando se escuchó una nueva voz.
—¡Mi rey y señor!
Philip reconoció la voz. Se le cayó el alma a los pies. Al volverse, vio a William Hamleigh.
—¡William, muchacho! —exclamó el rey con el tono cordial que reservaba para los combatientes—. ¡Has llegado justo a tiempo!
William se inclinó.
—Señor, he traído cincuenta caballeros y doscientos hombres de mi condado.
Aquello acabó con las esperanzas de Philip.
Stephen se mostró muy contento.
—Eres un hombre excelente —dijo con tono caluroso—. Esto nos da ventaja sobre el enemigo.
Echó el brazo por los hombros de William y se encaminó con él a la catedral.
Philip se quedó quieto, viendo cómo se alejaban. Había tenido el éxito al alcance de la mano. Al final, el ejército de William había prevalecido sobre la justicia, se dijo con amargura. El cortesano que había ayudado al rey a quitarse el hábito monacal se lo tendió a Philip, el cual lo cogió. El cortesano siguió al rey y a su séquito hasta el interior de la catedral. Philip se puso de nuevo su ropa. Se sentía decepcionadísimo. Contempló los tres inmensos arcos de las puertas de la catedral. Había tenido la esperanza de construir en Kingsbridge arcadas parecidas. Pero el rey Stephen acababa de ponerse al lado de William Hamleigh. Se vio enfrentado a dos opciones: lo justo del caso presentado por Philip frente a la ventaja del ejército de William. No había pasado la prueba.
La única esperanza que le quedaba a Philip era que Stephen fuera derrotado en el combate que se avecinaba.
El obispo celebró la misa en la catedral cuando el cielo empezaba a pasar de negro a gris. Para entonces, los caballos estaban ya ensillados, los caballeros vestían su cota de malla, se había dado de comer a los hombres de armas y se les había servido una medida de vino fuerte para aumentar su valor.
William Hamleigh se encontraba arrodillado en la nave, junto con otros caballeros y condes, mientras los caballos de guerra pateaban y relinchaban en las naves laterales. Se encontraba recibiendo de antemano el perdón por las muertes que causara ese día.
A William se le habían subido a la cabeza el miedo y la excitación.
Si ese día el rey saliera victorioso, el nombre de William se vería asociado para siempre a él, porque se diría que los hombres que había llevado de refuerzo inclinaron la balanza en favor de aquel. En cambio, si el rey saliera derrotado, nadie sabía lo que podría ocurrir. Se estremeció sobre el frío suelo de piedra.
El rey estaba delante, con una nueva indumentaria blanca y una vela en la mano. En el momento de la consagración, la vela se rompió, apagándose su llama. William tembló atemorizado. Era un mal presagio. Un sacerdote le llevó una nueva vela y retiró la rota. Stephen sonrió indiferente; pero la sensación de terror sobrenatural siguió embargando a William y, al mirar en derredor, pudo comprobar que otros sentían lo mismo.
Después del oficio, el rey se puso la armadura ayudado por un paje. Tenía una cota que le llegaba a la rodilla, confeccionada en cuero y que llevaba cosidos unos anillos de hierro. De cintura para abajo, se abría por delante y por detrás para que le permitiera cabalgar. El paje se la ajustó con fuerza a la garganta. Luego, le puso un ceñido casquete al que iba unido un largo capirote de malla que le cubría el pelo leonado y le protegía el cuello. Sobre el casquete llevaba yelmo de hierro. Sus botas de cuero llevaban guarniciones de malla y espuelas puntiagudas.
Mientras se ponía la armadura, los condes se agolparon a su alrededor. William, siguiendo el consejo de su madre, se comportó como si fuera ya uno de ellos, abriéndose paso entre el gentío para poder incorporarse al grupo que rodeaba al rey. Después de escuchar durante un momento, comprendió que intentaban persuadir a Stephen de que se retirara, dejando a Lincoln en poder de los rebeldes.
—Poseéis un territorio más extenso que el de Maud… Podéis formar un ejército más numeroso —le aconsejaba un hombre ya de edad en quien William reconoció a Lord Hugh—. Id al sur, obtened refuerzos y luego regresad con un ejército que les supere en número.
Después del augurio de la vela rota, el propio William se sentía casi inclinado a la retirada. Pero el rey no tenía tiempo para semejantes charlas.
—Ahora somos lo bastante fuertes para derrotarlos —dijo en tono animoso—. ¿Dónde está vuestro espíritu?
Se ciñó un cinto con la espada a un lado y una daga en el otro, ambas armas enfundadas en vainas de madera y cuero.
—Los ejércitos están demasiado equilibrados —advirtió un hombre alto, de pelo corto y rizado y una barba muy recortada, el conde de Surrey—. Es, por tanto, arriesgado en exceso.
William sabía que aquel argumento era muy flojo para Stephen. El rey era ante todo un caballero.
—¿Demasiado equilibrados? —repitió con desdén—. Prefiero un combate justo.
Se puso los guanteletes con malla en el dorso de los dedos. El paje le entregó un largo escudo de madera, recubierto de cuero. El monarca puso la correa alrededor del cuello y lo empuñó con la mano izquierda.
—Si nos retiramos, tenemos poco que perder en estos momentos —insistió Hugh—. Ni siquiera poseemos el castillo.
—Perdería la oportunidad de enfrentarme a Robert de Gloucester en el campo de batalla —respondió Stephen—. Durante dos años me ha estado evitando. Ahora que se me presenta la ocasión de habérmelas con ese traidor de una vez por todas, no voy a retroceder sólo porque nuestras fuerzas estén equilibradas.
Un mozo de cuadra le llevó su caballo, ensillado con esmero. Cuando Stephen estaba a punto de montarlo, hubo señales de gran actividad en la puerta del extremo oeste de la catedral. Un caballero llegó corriendo a través de la nave, cubierto de barro y sangrando. William tuvo la fatídica premonición de que las noticias que traía eran muy malas. Al inclinarse ante el rey, William lo reconoció como uno de los hombres de Edward que fueron enviados a defender el vado.
—Llegamos demasiado tarde, señor —anunció el mensajero con voz ronca y resollando con fuerza—. El enemigo ha cruzado el río.
Era otra mala señal. De repente, William se quedó frío. Ahora sólo había campo abierto entre el enemigo y Lincoln.
Stephen también se mostró abatido por un instante. Pero recuperó en seguida la compostura.
—¡No importa! —clamó—. ¡Así tardaremos menos en encontrarnos!
Montó su caballo de guerra.
Llevaba el hacha de combate sujeta a la silla. El paje le entregó una lanza de madera con punta de hierro brillante, completando de ese modo sus armas. Stephen chasqueó la lengua y el caballo emprendió obediente la marcha.
Mientras avanzaba por la nave de la catedral, los condes, barones y caballeros montaron a su vez y lo siguieron. Salieron del templo en procesión. Una vez fuera, se les unieron los hombres de armas. Y entonces fue cuando empezaron a sentirse atemorizados, buscando una oportunidad para alejarse. Pero su digno desfile, y el ambiente casi ceremonioso ante los ciudadanos que los contemplaban, no facilitaba la evasión de quienes se acobardaran. Sus filas engrosaron con un centenar o más de ciudadanos, panaderos gordos, tejedores cortos de vista y cerveceros de rostros congestionados, armados con gran pobreza y cabalgando en sus jacas y palafrenes. Su presencia demostraba la impopularidad de Ranulf.
El ejército no podía pasar por delante del castillo porque habría quedado expuesto a los disparos de los arqueros desde las murallas almenadas. Por tanto, hubieron de salir de la ciudad por la puerta Norte, la llamada Newport Arch, torciendo hacia el oeste. Allí era donde habría de librarse la batalla.
William estudió el terreno. Aun cuando la colina, por la parte sur de la ciudad, descendía abrupta hasta el río, allí en el lado oeste había una larga serranía que bajaba suavemente hasta la llanura. William comprendió de inmediato que Stephen había elegido el lugar perfecto para defender la ciudad; ya que, por doquiera que el enemigo se acercara, siempre se encontraría por debajo del ejército del rey.
Cuando Stephen se encontraba más o menos a un cuarto de milla de la ciudad, dos ojeadores ascendieron por la ladera cabalgando veloces. Divisaron al rey y se dirigieron a él. William trató de acercarse para oír su informe.
—El enemigo se acerca rápidamente, señor —dijo uno.
William miró a través de la llanura. Desde luego podía divisar a lo lejos una masa negra que se movía con lentitud en dirección a él. Le recorrió un escalofrío de miedo. Trató de dominarse pero el temor persistía. Desaparecería cuando empezara la lucha.
—¿Cómo están organizados? —preguntó Stephen.
—Ranulf y los caballeros de Chester marchan en el centro, señor —explicó el ojeador—. Van a pie.
William se preguntó cómo podía saber eso el ojeador. Debía de haberse introducido en el campamento enemigo y escuchado mientras se daban las órdenes de marcha. Se necesitaba mucho valor.
—¿Ranulf en el centro? —dijo Stephen—. ¡Como si fuera el líder en lugar de Robert!
—Robert de Gloucester cubre su flanco izquierdo con un ejército de hombres que se llaman a sí mismos «Los Desheredados» —siguió diciendo el ojeador.
William sabía por qué utilizaban ese nombre. Habían perdido todas sus tierras desde que empezó la guerra civil.
—Entonces Robert ha dado el mando de la operación a Ranulf —murmuró pensativo Stephen—. Una lástima. Conozco bien a Robert, prácticamente hemos crecido juntos, y puedo adivinar sus tácticas. Pero Ranulf es un extraño para mí. No importa. ¿Quién está a su derecha?
—Los galeses, señor.
—Supongo que arqueros.
Los hombres del Sur de Gales tenían fama de ser unos insuperables arqueros.
—Estos no —puntualizó el ojeador—. Son una manada de locos, con las caras pintadas, que entonan canciones bárbaras y van armados con martillos y clavas. Muy pocos de ellos tienen caballo.
—Deben ser del norte de Gales —musitó Stephen—. Supongo que Ranulf les ha prometido botín de pillaje. Que Dios ayude a Lincoln si llegan a atravesar sus murallas. ¡Pero no lo harán! ¿Cómo te llamas, ojeador?
—Roger —repuso el hombre.
—Por este trabajo te concedo cuatrocientas áreas de tierra.
—Gracias, señor —exclamó el hombre excitado.
—Y ahora veamos.
Stephen se volvió y miró a sus condes. Estaba a punto de tomar sus disposiciones. William se puso rígido, preguntándose qué papel le asignaría el rey, el cual preguntó:
—¿Dónde está mi Lord Alan de Brittany?
Alan hizo adelantarse a su caballo. Era el líder de unas fuerzas de mercenarios bretones, hombres desarraigados que luchaban por una paga y cuya lealtad era para sí mismos.
—Te colocarás en primera línea, a mi izquierda, con tus valientes bretones.
William comprendió aquella medida. Los mercenarios bretones contra los aventureros galeses. Los felones contra los indisciplinados.
—¡William de Ypres! —llamó Stephen.
—Mi rey y señor. —Un hombre moreno, con un caballo de guerra negro levantó su lanza. Aquel William era el líder de otra fuerza de mercenarios, estos flamencos, de los que se decía que eran algo más dignos de confianza que los bretones.
—Tú también a mi izquierda, pero detrás de los bretones de Alan.
Los líderes mercenarios dieron media vuelta y cabalgaron de nuevo hasta donde estaban las fuerzas, para organizar a sus hombres.
William se preguntaba dónde iba a colocarlo a él. No deseaba en modo alguno encontrarse en primera línea. Ya había hecho suficiente para sobresalir llevando consigo a su ejército. Ese día le vendría muy bien una posición en retaguardia, segura y sin sobresaltos.
—Mis lores de Worcester, Surrey, Northampton, York y Hertford formarán en mi flanco derecho.
William comprobó una vez más la sensatez de las disposiciones de Stephen. Los condes y sus caballeros, en su mayoría a caballo, harían frente a Robert de Gloucester y los nobles desheredados que lo apoyaban, los cuales, en su mayoría, irían también a caballo. Pero William se sintió decepcionado al no hallarse incluido entre los condes. Estaba seguro de que el rey no le había olvidado.
—Yo defenderé el centro, desmontado y con soldados de a pie —dijo Stephen.
Por primera vez, William se sintió contrario a aquella decisión. Siempre que se pudiera, era preferible seguir montado. Pero se decía que Ranulf iba a pie en cabeza del ejército adversario; y el excesivo sentido del juego limpio de Stephen le impulsaba a encontrarse con el enemigo en un plano de igualdad.
—Conmigo en el centro, tendré a mi izquierda a William de Shiring con sus hombres —manifestó el rey.
William no supo si sentirse excitado o aterrado. Era un gran honor el ser elegido para presentar batalla junto al rey. Su madre estaría muy contenta; pero a él le colocaba en la situación más peligrosa. Y lo que todavía era peor, tendría que ir a pie. Y también significaba que el rey podría verle y juzgar su actuación, lo cual le obligaría a mostrarse arrojado y tomar la iniciativa llevando la lucha a las filas enemigas, en lugar de mantenerse alejado de los puntos de combate y pelear tan sólo cuando se viere obligado. Esta última táctica era su preferida.
—Los leales ciudadanos de Lincoln formarán la retaguardia —decidió Stephen.
Aquello era una mezcla de comprensión y excelente sentido militar. Los ciudadanos no serían muy útiles en parte alguna; pero, en la retaguardia, no crearían demasiadas dificultades y sufrirían pocas bajas.
William alzó el pendón del conde de Shiring. Era otra idea de madre. Desde un punto de vista estricto, no tenía derecho a ondear el estandarte, ya que todavía no era conde; pero los hombres que le acompañaban estaban acostumbrados a seguir el estandarte de Shiring… Eso era lo que él alegaría en el caso de que se le interpelase al respecto. Y, si la batalla la ganaban ellos, era muy posible que antes de terminar el día fuera conde.
Sus hombres se agolparon alrededor de él. Walter estaba a su lado como siempre, una presencia firme, tranquilizadora. Y también Gervase, Hugh y Miles. Gilbert, a quien mataron en la cantera, había sido sustituido por Guillaume de St. Clair, un muchacho de rostro juvenil con una vena depravada.
William miró en derredor y se sintió acometido por la ira al ver a Richard de Kingsbridge vistiendo una centelleante armadura nueva y a lomos de un magnífico caballo de guerra. Estaba con el conde de Surrey. No había llevado consigo un ejército para el rey como hizo William; pero su aspecto era impresionante. Un rostro juvenil, vigoroso y valiente. Si en ese día acometía grandes hazañas, podía ganarse el favor real. Las batallas eran imprescindibles. Y los reyes también.
Cabía también la posibilidad de que Richard resultara muerto. Menudo golpe de suerte sería. William lo deseó más de lo que jamás había deseado a mujer alguna.
Miró hacia el lado oeste. El enemigo estaba ya más cerca.
Philip se encontraba en el tejado de la catedral y podía divisar la ciudad de Lincoln, extendida a sus pies como si fuera un mapa. La parte vieja rodeaba la catedral en la cima de la colina. Tenía calles rectas y jardines bien cuidados. El castillo se alzaba en el lado suroeste. La zona más suave, ruidosa y atestada de gente, ocupaba la empinada ladera del lado sur, entre la ciudad vieja y el río Witham. Ese distrito solía bullir de actividad comercial; pero aquel día, un temeroso silencio la cubría como un sudario, y las gentes se encontraban en pie en sus tejados para ver la batalla. El río llegaba del Este, corría al pie de la colina y luego se ensanchaba hasta convertirse en un gran puerto natural llamado Brayfield Pool, lleno de muelles, naves y embarcaciones pequeñas. A Philip le habían dicho que un canal llamado el Fosdyke iba hacia el Oeste desde Brayfield Pool hasta desembocar en el río Trent. Al contemplarlo desde aquella altura, Philip quedó maravillado de lo recto que era su curso durante millas. La gente decía que su cauce fue construido en los viejos tiempos.
El canal constituía el borde del campo de batalla. Philip observó al ejército del rey Stephen saliendo de la ciudad en desordenado tropel y, ya en la serranía, formar tres perfectas columnas. El prior vio que Stephen había colocado a los condes a su derecha porque ofrecían un mayor colorido con sus túnicas rojas y amarillas y sus llamativos estandartes. También eran los más activos, pues cabalgaban arriba y abajo, dando órdenes, celebrando consultas y haciendo planes. Los miembros del grupo situado a la izquierda del rey, en la ladera de la serranía que descendía hasta el canal, iban vestidos con tonos mortecinos, grises y marrones, tenían menos caballos y no mostraban tanta actividad, reservando sus energías. Esos debían ser los mercenarios.
Más allá del ejército de Stephen, donde la línea del canal se hacía borrosa y se fundía con los setos vivos, el ejército enemigo cubría los campos como un enjambre de abejas. En un principio, daba la impresión de que se mantenían estacionados. Pero luego, cuando volvió a mirar al cabo de un rato, descubrió que se hallaban más cerca. Y, si se concentraba un poco, podía ver ya cómo se movían. Se preguntaba qué fuerza tendrían. Según todos los indicios, ambos ejércitos estaban a la par.
No había nada que Philip pudiera hacer para influir sobre el resultado, una situación que solía sacarle de quicio. Intentó tranquilizar su espíritu y mostrarse fatalista. Si Dios quería una nueva catedral en Kingsbridge, haría que Robert de Gloucester derrotara en esa batalla al rey Stephen. Así, él podría pedir a la victoriosa emperatriz Maud que le devolviese la cantera y le permitiera abrir de nuevo el mercado. Si, por el contrario, Stephen derrotara a Robert, no tendría más remedio que aceptar la voluntad de Dios, renunciar a sus ambiciosos planes y dejar, una vez más, que Kingsbridge fuera declinando hasta una adormecida oscuridad.
Por mucho que lo intentara, a Philip no le era posible pensar en esa posibilidad. Quería que Robert venciera.
Un fuerte viento azotó las torres de la catedral, amenazando con derribar a los espectadores más débiles y arrojarlos al cementerio que estaba debajo. El viento era glacial. Philip sintió escalofríos y se arrebujó en la capa.
Los dos grupos se encontraban ya bastante cerca uno del otro.
El ejército rebelde se detuvo cuando se hallaba a una milla más o menos de la primera línea de las huestes del rey. Era irritante poder verlos así, en conjunto, sin lograr distinguir detalle alguno. William quería saber hasta qué punto iban bien armados, si marchaban al encuentro animados y agresivos, o cansados y reacios. Incluso le interesaba su estatura. Seguían avanzando con un lento serpentear, como si los que formaban la retaguardia, víctimas de la misma ansiedad que embargaba a William, quisieran adelantarse para echar una ojeada al enemigo.
En el ejército de Stephen, los condes y los caballeros que iban montados se alinearon lanza en ristre, como si estuvieran en un torneo, a punto de empezar las justas. William, reacio, envió a la retaguardia a todos los caballos de su contingente. Dijo a los escuderos que no volvieran a la ciudad, sino que mantuvieran allí a las cabalgaduras por si acaso las necesitaban… Se refería, por supuesto, a si las necesitaban para huir; pero no lo dijo. Si se perdía una batalla, siempre era preferible correr que morir.
Hubo un tiempo de calma durante el cual parecía que la lucha jamás iba a empezar. Paró el viento y los caballos se calmaron. No así los hombres. El rey Stephen se quitó el casco y se rascó la cabeza. William se sintió inquieto. Lo de luchar estaba muy bien; pero pensar en ello le producía nauseas.
Luego, sin motivo aparente, el ambiente volvió a ser tenso. Alguien lanzó un grito de guerra. Todos los caballos se mostraron de pronto espantadizos. Se inició un vítor que quedó al punto ahogado por el estruendo de los cascos. La batalla había comenzado. William percibió el olor acre y penoso del miedo.
Miró en derredor, en su desesperado intento de averiguar lo que estaba ocurriendo. Pero la confusión reinaba por doquier y, al ir a pie, tan sólo podía ver lo que tenía a su lado. Los condes, a la derecha, parecían haber iniciado la batalla al cargar contra el enemigo. Era de presumir que las fuerzas que se enfrentaban a ellos, el ejército de los nobles desheredados del conde Robert, estuvieran respondiendo de la misma manera, cargando en formación. Casi de inmediato, le llegó un grito desde la izquierda y, al volverse, William vio que aquellos de los mercenarios bretones que todavía montaban caballos los estaban espoleando para que avanzasen. Ante aquello, se alzó una terrorífica cacofonía en el sector correspondiente del ejército enemigo, seguramente la chusma galesa. No podía ver de qué lado se hallaba la ventaja.
Había perdido de vista a Richard.
De detrás de las filas enemigas, salieron disparadas docenas de flechas semejantes a una bandada de pájaros. Cayendo por todas partes. William aborrecía las flechas porque mataban al azar. El rey Stephen rugió un grito de guerra y se lanzó a la carga. William desenvainó su espada y corrió hacia delante. Pero los jinetes a derecha e izquierda se habían desplegado en su avance, situándose entre él y el enemigo.
A su derecha, se produjo un ensordecedor estruendo de hierro contra hierro, y el aire se impregnó de un olor metálico que conocía bien. Los condes y los desheredados se habían incorporado a la batalla. Todo cuanto William podía ver era hombres y caballos chocando, dando vueltas, cargando y cayendo. Los relinchos de los animales se confundían con los gritos de guerra de los combatientes y, en alguna parte, entre todo aquel ruido, William podía oír ya los chillidos espantosos, que helaban la sangre, de los heridos agonizantes. Albergó la esperanza de que Richard fuera uno de los que gritaban.
William miró a la izquierda y quedó horrorizado el ver que los bretones estaban retrocediendo ante las clavas y las hachas de la salvaje horda galesa. Estos habían enloquecido. Gritaban, chillaban y se pateaban los unos a los otros en su avidez por alcanzar al enemigo. Tal vez les impulsara su codicia por saquear la opulenta ciudad. Los bretones, sin más perspectiva que les sirviera de acicate que otra semana de paga, luchaban a la defensiva cediendo terreno. William se sintió asqueado. Se sentía frustrado al no haber podido siquiera descargar un solo golpe. Le rodeaban sus caballeros y, delante de él, estaban los caballos de los condes y los bretones. Forzó el paso al lado del rey y un poco adelantado. Se peleaba por todas partes. Caballos derribados, hombres enfrentados mano a mano como gatos enfurecidos, el ensordecedor chocar de las espadas y el olor dulzón de la sangre. Pero William y el rey Stephen se encontraron, por un momento, inmovilizados en una zona muerta.
Philip lo veía todo; pero no comprendía nada. No tenía la menor idea de lo que estaba pasando. Sólo apreciaba una gran confusión. Espadas centelleantes, caballos cargando, estandartes ondeando y cayendo, y los ruidos de batalla que, arrastrados por el viento, le llegaban en sordina, a causa de la lejanía. Aquello era demencial y desolador. Algunos hombres caían y morían; otros se levantaban de nuevo y volvían a la lucha. Pero le resultaba imposible saber quién llevaba ventaja.
—¿Qué está sucediendo? —preguntó un sacerdote de la catedral que se hallaba en pie junto a Philip y que llevaba un abrigo de piel.
—No logro saberlo —respondió el prior moviendo la cabeza.
Pero mientras hablaba, percibió un movimiento. Por el lado izquierdo del campo de batalla, algunos hombres bajaban corriendo la colina en dirección al canal. Eran mercenarios andrajosos y por lo que Philip podía ver, los que huían eran los hombres del rey y quienes los perseguían eran los mercenarios tribales y pintarrajeados del ejército atacante. Hasta allí llegó el grito victorioso de los galeses. Philip sintió levantársele el ánimo. ¡Ya estaban ganando a los rebeldes!
Entonces, se produjo un cambio de marea en el otro lado. A la derecha, donde luchaban los hombres a caballo, dio la impresión de que el ejército del rey retrocedía. La retirada llegó a convertirse en descarada huida. Fueron muchos los hombres del rey que hicieron volver a sus caballos y empezaron a alejarse del campo de batalla. Philip se dijo exaltado: ¡Debe ser la voluntad de Dios!
¿Era posible que todo hubiera terminado tan pronto? Los rebeldes avanzaban por los dos flancos. Pero el centro seguía resistiendo con firmeza. Los hombres que rodeaban al rey Stephen luchaban con mayor fiereza que los que estaban situados a ambos lados. ¿Serían capaces de contener el torrente? Tal vez Stephen y Robert de Gloucester lucharan frente a frente, un combate en solitario de los líderes podía a veces solventar la cuestión, pese a lo que estuviera ocurriendo en el campo de batalla. La cuestión todavía no había quedado resuelta.
La marea creció con aterradora rapidez. En un determinado momento, los dos ejércitos se encontraron igualados, ambos luchando de manera feroz. Al instante siguiente, los hombres del rey retrocedían con rapidez. William se sintió muy descorazonado. A su izquierda, los mercenarios bretones bajaban corriendo la colina perseguidos hasta dentro del canal por los galeses. A su derecha, los condes, con sus caballos de guerra y sus estandartes, se batían en retirada tratando de escapar hacia Lincoln. Tan sólo el centro ofrecía resistencia. El rey Stephen se batía denodadamente, descargando su espada a diestro y siniestro y los hombres de Shiring luchaban como manadas de lobos en derredor suyo. Pero la situación era insostenible. Si los flancos seguían retirándose, el rey pronto se encontraría rodeado. William quería que Stephen retrocediera. Pero el monarca era más valiente que prudente y siguió luchando tenaz.
William advirtió que el centro de la batalla se desplazaba hacia la izquierda. Miró alrededor y vio que los mercenarios flamencos avanzaban desde atrás y caían sobre los galeses, los cuales se vieron forzados a dejar de perseguir a los bretones colina abajo y hubieron de dar la vuelta para defenderse. Por un momento se estableció una refriega. Luego, los hombres de Ranulf de Chester, en el centro de la primera línea del enemigo, atacaron a los flamencos, que se encontraron emparedados entre ellos y los galeses. Al ver el repliegue, el rey Stephen apremió a sus hombres para que avanzaran. William pensó que acaso Ranulf había cometido una equivocación. Si ahora las fuerzas del rey se cernieran sobre los hombres de Ranulf, sería este quien quedaría inmovilizado entre ambos lados.
Uno de los caballeros de William cayó a los pies de este, que de repente se encontró en pleno combate.
Un robusto norteño con la espada ensangrentada arremetió contra William, que esquivó la estocada con facilidad. No había gastado fuerzas y, en cambio, su adversario estaba ya cansado. William atacó buscando la cara del hombre, falló y paró otra estocada. Luego, levantó bien alta la espada, exponiéndose deliberadamente a otro ataque, y cuando el otro hombre avanzó, como era de esperar, para su nuevo ataque, William lo esquivó una vez más y sujetando la empuñadura de la espada con ambas manos, la descargó sobre el hombro de su contrincante. El golpe le partió la armadura y le rompió la clavícula. Rodó por el suelo.
En ese instante, William disfrutó jubiloso. Ya no sentía miedo.
—¡Venid aquí, perros! —rugió.
Otros dos caballeros ocuparon el lugar del que había caído y atacaron a William al mismo tiempo. Los mantuvo alejados; pero se vio obligado a retroceder.
Hubo un movimiento a su derecha y uno de sus adversarios hubo de hacerse a un lado para defenderse de un hombre de rostro congestionado. Iba armado con una clava y parecía un carnicero enloquecido. De esa manera, William ya sólo tuvo que ocuparse de un atacante. Se abalanzó sobre él con una mueca salvaje. A su adversario lo dominó el pánico y empezó a dar estocadas sin orden ni concierto, dirigidas a la cabeza de William, el cual las esquivó y hundió la daga en el muslo del hombre, justo debajo del borde de su chaqueta corta de malla. Al doblársele la pierna, el hombre cayó.
Una vez más, William se había quedado sin adversario. Permaneció allí, inmóvil, respirando de forma entrecortada. Por un instante, había creído que el ejército del rey iba a ser derrotado, pero se había rehecho y por el momento ninguno de los dos contendientes parecía llevar ventaja. Miró a su derecha preguntándose qué sería lo que había desviado la atención de uno de sus contrarios. Y entonces pudo ver, atónito, que los ciudadanos de Lincoln estaban presentando al enemigo dura batalla. Tal vez se debiera a que lo que defendían eran sus propios hogares. Pero ¿quién los había reunido después de que los condes hubieran huido en ese flanco? Su pregunta obtuvo rápida respuesta. Para su consternación, vio a Richard de Kingsbridge montado en su caballo de guerra urgiendo y animando a la lucha a los ciudadanos. Si el rey llegara a ver a Richard comportándose con bravura, todo el trabajo de William habría sido en vano. En aquel momento el rey se encontró con la mirada del joven caballero y agitó la mano a modo de aliento. William lanzó un rabioso juramento.
Al rehacerse las fuerzas de los ciudadanos, se alivió la presión sobre el rey, pero sólo durante un momento. Por la izquierda, los hombres de Ranulf habían provocado la desbandada de los mercenarios flamencos y, en aquellos instantes, este se lanzaba hacia el centro de las fuerzas defensoras. Al propio tiempo, los llamados desheredados concentraban sus fuerzas contra Richard. La lucha se hizo encarnizada.
Un hombre inmenso, enarbolando un hacha de combate, atacó a William, quien lo esquivó con un movimiento desesperado, temiendo de repente por su vida. A cada acometida del hacha, William retrocedía de un salto, dándose cuenta aterrado de que todo el ejército del rey retrocedía a su vez al mismo ritmo. A su izquierda, los galeses volvían a subir por la colina y empezaron a arrojar piedras. La acción resultaba ridícula, pero era efectiva, porque ahora William había de vigilar, por una parte las piedras que llovían por doquier, y, por la otra, defenderse contra el gigante que blandía el hacha de combate. Parecía como si hubiera muchos más enemigos que antes, y William comprendió, abatido, que aquellos efectivos superaban en mucho a los hombres del rey. Sintió la garganta agarrotada por un miedo histérico al darse cuenta de que la batalla estaba perdida y que él se encontraba en peligro mortal. El rey debería huir ya. ¿Por qué diablos seguía luchando? Era demencial. Lo matarían. ¡Los matarían a todos! Se impusieron los instintos de lucha de William y, en lugar de retroceder como había estado haciendo, saltó hacia delante dirigiendo su espada a la cara del hombre. Lo alcanzó en el cuello, justo debajo de la barbilla. Hundió la espada con fuerza. El hombre cerró los ojos. Por un instante William sintió un alivio agradecido. Sacó la espada y esquivó rápido el hacha que caía de las manos del hombre muerto.
Echó una ojeada al rey que se encontraba a unas yardas a su izquierda. En aquel momento, descargaba su espada con fuerza sobre el casco de un hombre, y el arma real se partió en dos como la ramita de un árbol. Ya está, se dijo William aliviado; la batalla ha terminado. El rey huirá y se pondrá a salvo para volver otro día a la lucha.
Pero la esperanza fue prematura. El rey había iniciado una media vuelta para salir corriendo, cuando un ciudadano le ofreció un hacha de leñador, de mango largo. Ante la desolación de William, Stephen la agarró y reanudó la lucha.
William estuvo tentado a salir huyendo. Al mirar a su derecha vio a Richard a pie, luchando como un demente, presionando hacia adelante, repartiendo mandobles en derredor suyo y derribando hombres por la derecha, por la izquierda y por el centro. William no podía huir cuando su rival seguía luchando.
Se vio ante un nuevo atacante. Esta vez era un hombre bajo enfundado en una armadura ligera y que se movía con extrema rapidez. Su espada centelleaba bajo la luz del sol. Al chocar sus espadas, William se dio cuenta de que estaba enfrentándose a un luchador formidable. Una vez más se encontró a la defensiva y temiendo por su vida. El convencimiento de que tenían perdida la batalla minaba su voluntad de lucha. Esquivó las rápidas estocadas con la esperanza de poder descargar un golpe lo bastante fuerte para atravesar la armadura del rival. Vio su oportunidad y lanzó una estocada. El otro hombre esquivó y atacó a su vez. William sintió que el brazo izquierdo se le quedaba inerte. Le habían herido.
Se puso enfermo de terror. Siguió retrocediendo frente al ataque, sintiéndose en extraño desequilibrio, como si el suelo oscilara bajo sus pies. El escudo le colgaba suelto del cuello, puesto que le era de todo punto imposible mantenerlo firme con el brazo izquierdo inutilizado. El hombre pequeño vio la victoria a su alcance y arreció su ataque. William vio la muerte y se sintió embargado de un inmenso terror.
De repente, Walter apareció a su lado.
William se echó atrás. Walter descargó su espada con las dos manos. Al coger por sorpresa al hombre pequeño, lo partió limpiamente por la mitad. A William el alivio le hizo sentir vértigo. Puso una mano sobre el hombro de Walter.
—¡Nos han vendido! —le gritó Walter a través de todo aquel estruendo—. ¡Larguémonos de aquí!
William se recobró. El rey seguía luchando aún cuando la batalla estuviera ya perdida. Si al menos abandonara e intentase escapar, podría huir al sur y reunir un nuevo ejército. Pero cuanto más tiempo siguiera luchando mayor era la probabilidad de que lo capturaran o le mataran, lo cual sólo podía significar una cosa. Que Maud sería reina.
William y Walter empezaron a retroceder juntos. ¿Por qué el rey se comportaba como un loco? Tenía que demostrar su valor. La bizarría sería su muerte. Una vez más, William se vio tentado de abandonar al rey. Pero Richard de Kingsbridge seguía allí, defendiendo como una roca el flanco derecho, accionando su espada y tumbando hombres como un segador.
—Todavía no —gritó William a Walter—. ¡Vigila al rey!
Iban retrocediendo paso a paso. La lucha fue haciéndose menos encarnizada al darse cuenta los hombres de que la suerte estaba ya echada y no valía la pena correr riesgos. William y Walter cruzaron sus espadas con dos caballeros, pero a estos les bastaba con echarlos para atrás, y William y Walter peleaban a la defensiva. Se asestaron duros golpes; sin embargo, ninguno de los que peleaban quería exponerse al peligro.
William retrocedió dos pasos y se arriesgó a echar una ojeada al rey. En aquel preciso momento, una gran piedra atravesó volando el campo y fue a estrellarse contra el casco de Stephen. El rey se tambaleó y cayó de rodillas. El adversario de William se detuvo y volvió la cabeza para ver qué era lo que este miraba. El hacha de combate cayó de las manos del monarca. Un caballero enemigo corrió hacia él y le quitó el casco.
—¡El rey! —vociferó triunfante—. ¡Tengo al rey!
William, Walter y el ejército real en pleno, dieron media vuelta y corrieron.
Philip no cabía en sí de júbilo. La retirada comenzó en el centro del ejército y fue extendiéndose como una oleada a los flancos. En cuestión de segundos, todas las huestes reales estaban en fuga. Esa era la recompensa que recibía el rey Stephen por su injusticia.
Los atacantes los persiguieron. En la retaguardia de las fuerzas del rey, había cuarenta o cincuenta caballos sin jinete, cuyas riendas sujetaban escuderos. Algunos de los hombres que huían saltaron sobre ellos y se dirigieron, no a la ciudad de Lincoln, sino a campo abierto.
Philip se preguntaba qué le habría pasado al soberano.
Los ciudadanos de Lincoln empezaron a abandonar precipitadamente sus tejados. Reunieron a los niños y a los animales. Algunas familias desaparecieron en el interior de sus casas, cerrando herméticamente las ventanas y asegurando las puertas con barras. Se produjo un agitado movimiento entre las embarcaciones en el lago. Varios ciudadanos estaban intentando huir por el río. La gente empezó a llegar a la catedral en busca de refugio.
Otros muchos corrieron a todas las entradas de la ciudad, para cerrar las inmensas puertas reforzadas con hierro. De repente, los hombres de Ranulf de Chester irrumpieron desde el castillo. Se dividieron en grupos, siguiendo seguramente un plan previamente establecido, y cada grupo se dirigió a una de las puertas de la ciudad. Se abrieron paso entre los ciudadanos, derribándolos a un lado y a otro, y abrieron de nuevo las puertas para dar paso a los rebeldes victoriosos. Philip decidió bajar del tejado de la catedral. Los demás que estaban con él, en su mayoría canónigos pertenecientes a ella, tuvieron la misma idea. Todos atravesaron encorvados la puerta baja que conducía a la torrecilla. Allí se encontraron con el obispo y los arcedianos, que lo habían presenciado todo desde una mayor altura, en la torre. Philip tuvo la impresión de que el obispo Alexander parecía asustado. Era una lástima, el obispo debería tener ese día valor para dar y vender.
Todos bajaron con sumo cuidado la escalera de caracol, larga y angosta y salieron a la nave de la iglesia por el lado oeste. En el templo había ya alrededor de un centenar de ciudadanos, y seguían entrando como un torrente por las tres grandes puertas. Mientras Philip observaba todo aquello, llegaron dos caballeros al patio de la catedral. Venían manchados de sangre y embarrados, procedentes a todas luces del campo de batalla. Sin desmontar, entraron directamente a la iglesia.
—¡Han capturado al rey! —gritó uno de ellos al ver al obispo.
El corazón de Philip latió con fuerza. El rey Stephen no sólo había sido derrotado, sino que se encontraba prisionero. Ahora ya, las fuerzas que lo apoyaban se vendrían abajo en todo el reino. En la mente de Philip se precipitaban confusas las implicaciones. Pero, antes de que pudiera reflexionar sobre todo ello, oyó gritar al obispo Alexander.
—¡Cerrad las puertas!
Philip apenas podía creer lo que estaba oyendo.
—¡No! —gritó a su vez—. ¡No podéis hacer eso!
El obispo se quedó mirándolo, lívido de terror. No estaba seguro de quién era Philip. Este había ido a visitarlo por pura cortesía y, desde entonces, no habían cruzado palabra. Haciendo un visible esfuerzo, Alexander le recordó en aquellos penosos momentos:
—Esta no es vuestra catedral, prior Philip, sino la mía. ¡Cerrad las puertas!
Varios sacerdotes se dispusieron a cumplir su orden.
Philip estaba horrorizado ante aquel despliegue de egoísmo absoluto por parte de un clérigo.
—¡No podéis cerrar las puertas a las gentes! —gritó iracundo—. ¡Pueden matarlos!
—¡Si no cerramos las puertas nos mataran a todos! —chilló histérico Alexander.
Philip lo agarró por la pechera de sus vestiduras.
—Recordad quién sois —dijo subrayando las palabras—. No se espera de nosotros que tengamos miedo, y en particular ante la muerte. Dominaos.
—¡Quitádmelo de encima! —chilló de nuevo, histérico, Alexander.
Varios canónicos obligaron a Philip a apartarse.
—¿Acaso no veis lo que está haciendo? —les gritó Philip.
—Si te sientes tan valiente, ¿por qué no sales ahí afuera y los proteges tú mismo?
Philip se soltó furioso.
—Eso es lo que voy a hacer —masculló.
Dio media vuelta. La gran puerta central se estaba cerrando. Philip atravesó como un rayo la nave. Tres sacerdotes estaban empujando para cerrarla del todo mientras, desde el exterior, más gente forcejeaba pretendiendo entrar por el hueco que aún había, aunque cada vez más estrecho. Philip logró pasar a través de él un instante antes de que la puerta quedara cerrada.
En los momentos que siguieron, un pequeño gentío se había agolpado en el pórtico. Hombres y mujeres aporreaban la puerta pidiendo a gritos que les dejaran entrar. Pero en el interior de la iglesia no hubo respuesta alguna.
De repente, Philip sintió miedo. Le asustaba ver el pánico reflejado en los rostros de aquellas gentes a las que habían dejado fuera. Él mismo sintió que temblaba. Ya había tenido antes, en una ocasión, un encuentro con un ejército victorioso, a la edad de seis años, y sentía que volvía a embargarle el horror de aquel día. Revivió, con toda nitidez, como si hubiera ocurrido el día anterior, el momento en que los hombres de armas irrumpieran en casa de sus padres. Permaneció clavado en el lugar donde se encontraba, tratando de dominar el temblor mientras la muchedumbre se agitaba en derredor suyo. Durante mucho tiempo, le atormentó aquella pesadilla. Veía las caras de aquellos hombres sedientos de sangre, y cómo la espada había traspasado a su madre, así como el espantoso espectáculo de las entrañas de su padre saliéndole del vientre. Se sintió dominado de nuevo por el terror histérico, abrumador, demencial e incomprensible. Luego, vio un monje que entraba por la puerta con una cruz en la mano y los gritos callaron. El monje les enseñó, a su hermano y a él, a cerrar los ojos de su madre y de su padre, para que así pudieran dormir el largo sueño. Y entonces recordó, como si acabara de despertarse de una ensoñación, que ya no era un niño asustado, sino un hombre hecho y derecho y un monje. Y que al igual que el abad Peter los rescató a su hermano y a él en aquel día espantoso, veintisiete años atrás, ahora, en este sombrío día, un Philip adulto, fortalecido por la fe y protegido por Dios, acudiría en ayuda de quienes temían por su vida.
Se obligó a dar un solo paso adelante. Una vez que lo hubo hecho, el segundo resultó algo menos difícil y el tercero ya casi fue fácil.
Al llegar a la calle que conducía a la puerta oeste, estuvo a punto de que le derribara una multitud de gente que huía. Hombres y muchachos corrían cargados con fardos, que contenían sus más valiosas posesiones; había ancianos con la respiración entrecortada, zagalas gritando, mujeres llevando en brazos niños que chillaban. El gentío lo arrastró con él durante un trecho; luego, forcejeó contra corriente. Se dirigían a la catedral. Philip quería decirles que estaba cerrada y que debían mantenerse tranquilos en sus casas, que atrancaran las puertas. Pero todo el mundo gritaba y nadie se detenía a escuchar.
Avanzó despacio por la calle, moviéndose en sentido contrario al de la gente. Había avanzado apenas un poco cuando apareció por la calle un grupo de cuatro jinetes a la carga. Ellos eran la causa de la estampida. Algunas gentes se apretaron contra los muros de las casas. Pero otras no pudieron quitarse de en medio a tiempo y cayeron bajo los rápidos cascos. Philip se sintió horrorizado ante su propia impotencia para hacer algo, y se escurrió hasta un callejón para evitar convertirse también en víctima. Un momento después, los jinetes habían desaparecido y la calle se halló desierta.
Varios cuerpos yacían en el suelo. Al salir Philip de su callejón, vio que uno de ellos se movía. Era un hombre de mediana edad con una capa escarlata. Trataba de arrastrarse sobre el suelo a pesar de su pierna herida. Philip cruzó la calle con intención de ayudarle; pero, antes de que llegara junto a él, aparecieron dos hombres con cascos y escudos de madera.
—Este está vivo, Jack —dijo uno de ellos.
Philip se estremeció. Le pareció que el comportamiento, las voces, la indumentaria, e incluso las caras, eran las mismas que las de aquellos dos hombres que asesinaran a sus padres.
—Nos valdrá un buen rescate… Mira esa capa roja —dijo el que respondía al nombre de Jack.
Se volvió, se llevó los dedos a la boca y silbó. Apareció corriendo un tercer hombre.
—Llévate al castillo a este hombre y átalo.
El que acababa de llegar pasó los brazos alrededor del pecho del hombre caído y lo arrastró. El herido gritó de dolor al rebotarle las piernas sobre las piedras.
—¡Deteneos! —gritó Philip.
Los tres se pararon un instante. Lo miraron y se echaron a reír. Luego, siguieron con lo que estaban haciendo.
Philip volvió a gritarles pero le ignoraron por completo. Vio impotente cómo arrastraban al hombre herido. Otro hombre de armas salió de una casa, llevando una larga capa de piel y con seis bandejas de plata debajo del brazo. Jack lo vio y se dio cuenta del botín.
—Estas son casas ricas —informó a su camarada—. Deberíamos entrar en una de ellas a ver lo que encontramos.
Se dirigieron a la puerta cerrada de una casa de piedra y trataron de abrirla a golpes con un hacha de combate.
Philip comprendía lo inútil de su cruzada; pero no estaba dispuesto a renunciar. Sin embargo Dios no le había colocado en aquella situación para defender las propiedades de las gentes acaudaladas. Así que dejó a Jack y a sus compañeros y caminó presuroso hacia la puerta oeste. Por la calle, llegaban corriendo más hombres de armas. Mezclados con ellos venían varios hombres morenos y bajos, con las caras pintadas, vestidos con zamarras de piel de cordero y armados con clavas. Philip supo que se trataba de los galeses tribales, y se avergonzó de pertenecer a la misma tierra que aquellos salvajes. Se afirmó contra el muro de una casa y trató de pasar inadvertido.
Dos hombres salieron de una casa de piedra arrastrando por las piernas a un hombre de barba blanca con un birrete.
—¿Dónde está tu dinero, judío? —preguntó uno de ellos, con la punta de un cuchillo apoyada en la garganta del hombre.
—No tengo dinero —contestó el judío con tono lastimero.
Philip pensó que nadie se lo creería. Era famosa la riqueza de los judíos de Lincoln. Y, además, el hombre vivía en una casa de piedra.
Otro soldado salió arrastrando a una mujer por el pelo. Era de mediana edad y, probablemente, la esposa del judío.
—Dinos dónde está el dinero o le meteré la espada por el culo —vociferó el primero de los hombres. Levantó la falda de la mujer, dejando al descubierto el vello grisáceo y apuntando una larga daga a su pubis.
Philip estaba a punto de intervenir, pero el viejo cedió de inmediato.
—No le hagáis daño. El dinero está en la parte de atrás —dijo con tono apremiante—. Se halla enterrado en el jardín, junto a la pila de leña… Soltadla, por favor.
Los tres hombres entraron corriendo en la casa. La mujer ayudó a su marido a levantarse. Otro grupo de jinetes cabalgó con estruendo por la angosta calle. Philip se apresuró a quitarse de la vista. Cuando volvió a salir, los dos judíos habían desaparecido.
Un joven con armadura bajó, desolado, por la calle, intentando salvar la vida, perseguido por tres o cuatro galeses. El primero de los perseguidores enarboló su espada y alcanzó al fugitivo en la pantorrilla. A Philip no le pareció que la herida fuera profunda; pero resultó suficiente para que el joven tropezara y cayera al suelo. Otro de los perseguidores llegó junto al caído y balanceó un hacha de combate. Philip se adelantó con el corazón en la boca.
—¡Detente! —gritó.
El hombre levantó el hacha.
Philip se precipitó sobre él.
El agresor descargó el hacha; pero Philip le empujó en el último momento. La afilada hoja resonó al chocar contra el pavimento de piedra, a un palmo de la cabeza de la víctima. El atacante recuperó el equilibrio y se quedó mirando asombrado a Philip, el cual le devolvió la mirada con firmeza, intentando no temblar y deseando poder recordar algunas palabras en galés. Antes de que ninguno hiciera el menor movimiento, los otros dos perseguidores llegaron junto a ellos, y uno le dio un fuerte empujón a Philip, derribándolo. Eso fue lo que le salvó la vida, como pudo apreciar un instante después. Cuando se recuperó, todos se habían olvidado de él. Con un salvajismo increíble, estaban dando muerte al pobre muchacho que yacía en el suelo. Philip se puso en pie a duras penas. Era ya demasiado tarde; sus martillos y hachas seguían golpeando un cadáver.
—Si no puedo salvar a nadie, ¿para qué me habéis enviado aquí? —gritó airado levantando los ojos al cielo.
A modo de respuesta, oyó un grito procedente de una casa cercana. Era un edificio de una sola planta, de madera y piedra, no tan costoso como los que lo rodeaban. La puerta estaba abierta y Philip entró corriendo. Había dos habitaciones, con un arco entre ambas y paja sobre el suelo. En un rincón, se acurrucaba aterrorizada una mujer con dos niños pequeños. Tres soldados se encontraban en el centro de la casa enfrentándose a un hombre menudo y calvo. En el suelo, yacía una joven de unos dieciocho años. Le habían rasgado el traje de arriba abajo y uno de los agresores estaba arrodillado sobre ella, sujetándole los muslos abiertos. Era evidente que el hombre trataba de evitar que violaran a su hija. Al entrar Philip, el padre se lanzó contra uno de los soldados, el cual lo apartó de un manotazo. Retrocedió tambaleándose. El soldado hundió su espada en el abdomen del padre. La mujer del rincón gritó como un alma en pena.
—¡Deteneos! —vociferó Philip.
Lo miraron como si estuviera loco.
—¡Todos iréis al infierno si hacéis eso! —sentenció intentando hablar con el tono más autoritario.
El que había matado al padre levantó su espada para descargarla sobre él.
—Un momento —dijo el hombre que se encontraba en el suelo y que seguía sujetando las piernas de la muchacha—. ¿Quién eres tú, monje?
—Soy Philip de Gwynedd, prior de Kingsbridge y, en el nombre de Dios, te ordeno que dejes tranquila a esa muchacha si es que estimáis en algo vuestras almas inmortales.
—¡Un prior! Eso me pareció —dijo el hombre del suelo—. Vale un buen rescate.
—Ve al rincón con la mujer, que es tu sitio —dijo el primero de los hombres envainando la espada.
—No pongáis vuestras manos sobre los hábitos de un monje —ordenó Philip intentando mostrarse peligroso; pero él mismo escuchaba una nota de desesperación en su voz.
—Llévatelo al castillo, John —dijo el hombre que estaba todavía sentado sobre la muchacha, y que parecía ser el jefe.
—Vete al infierno —contestó John—. Antes quiero joderla yo también.
Agarró a Philip por los brazos antes de que pudiera resistirse y lo arrojó al rincón. El monje cayó al suelo junto a la madre.
El hombre llamado John se levantó la parte delantera de la túnica y cayó sobre la joven.
La madre volvió la cabeza y empezó a sollozar.
—¡No lo permitiré! —exclamó Philip.
Se puso en pie, cogió al violador por el pelo y lo apartó de la joven.
El tercer hombre levantó una cachiporra. Philip vio venir el golpe; pero ya era demasiado tarde. La cachiporra cayó sobre su cabeza. Por un instante, sintió un dolor espantoso; luego, todo se hizo negro y perdió la conciencia antes de caer al suelo.
Los prisioneros fueron llevados al castillo y encerrados en jaulas de madera, estrechas y de la altura de un hombre. En lugar de paredes compactas, tenían postes verticales, poco separados entre sí, pero que permitían al carcelero vigilar su interior. En época normal, cuando se utilizaban para encerrar a ladrones, asesinos y herejes, solía haber una o dos personas por jaula. En aquellos momentos, los rebeldes tenían encerrados ocho o diez en cada una de ellas, y todavía quedaban más prisioneros. A estos últimos los ataron juntos y los condujeron a un lugar aislado del castillo. Habrían podido escapar con bastante facilidad; pero no lo hicieron, quizás porque se sentían más seguros allí que fuera, en la ciudad.
Philip se sentó en un rincón de una de las jaulas, con un espantoso dolor de cabeza. Se consideraba un loco y un fracasado. A fin de cuentas, había resultado tan inútil como el cobarde obispo Alexander. No había salvado una sola vida ni evitado un solo golpe. Sin él, los ciudadanos de Lincoln no habrían estado peor. A diferencia del abad Peter, se había visto impotente para detener la violencia. Se dijo que, sencillamente, él no era el mismo tipo de hombre.
Y, lo que era peor aún, en su vano intento por ayudar a los ciudadanos, era muy posible que hubiera perdido toda probabilidad de obtener concesiones de la emperatriz Maud cuando se convirtiera en su soberana. En aquellos momentos, era prisionero de su ejército. Por lo tanto, se daría por sentado que había estado al lado de las fuerzas del rey Stephen. El priorato de Kingsbridge tendría que pagar un rescate para su liberación. Lo más probable era que todo aquel asunto llegara a conocimiento de Maud, en cuyo caso esta no mostraría buena disposición hacia él. Se sentía enfermo, decepcionado y torturado por los remordimientos.
Durante todo aquel día, fueron llegando más prisioneros. La afluencia cesó alrededor de la caída de la noche. Pero el saqueo de la ciudad continuaba fuera de los muros del castillo. Philip podía oír gritos, las voces bárbaras y los ruidos de destrucción. Hacia la media noche, cesaron todos los ruidos, seguramente porque los soldados estaban tan borrachos con el vino robado y tan saciados de violaciones y violencia que ya ni siquiera podían causar más daño. Algunos de ellos entraron tambaleándose en el castillo, fanfarroneando de sus triunfos, peleándose entre sí y vomitando sobre la hierba, hasta quedar agotados y dormidos.
Philip también durmió, aunque no tenía espacio suficiente para tumbarse y hubo de hacerlo en un rincón de la jaula con la espalda apoyada en los barrotes de madera. Se despertó con el alba, temblando de frío; pero, gracias a Dios, se le había calmado el dolor de cabeza reduciéndose a una sorda molestia. Se levantó para estirar las piernas y se dio golpes en el cuerpo con los brazos para entrar en calor. Las cuadras abiertas mostraban a hombres durmiendo en los cubículos, mientras los caballos se encontraban atados afuera. A través de la puerta de la panadería y del sótano de la cocina, aparecían pares de piernas. Los pocos soldados que permanecían sobrios habían levantado tiendas. Se veían caballos por todas partes. En la esquina sureste del castillo se encontraba la torre del homenaje, un castillo dentro del castillo, construida sobre un alto montículo. Sus potentes muros de piedra rodeaban media docena o más de edificios de madera. Los condes y los caballeros del lado de los vencedores se encontrarían allí durmiendo después de haber hecho su propia celebración.
El pensamiento de Philip se centró de nuevo en las implicaciones de la batalla del día anterior. ¿Significaría aquella que la guerra había terminado? Era muy probable. Stephen tenía una esposa, la reina Matilda, que acaso siguiera con la lucha. Era condesa de Boulogne y, con sus caballeros franceses, había tomado el castillo Dover durante los comienzos de la guerra. Ahora, controlaba gran parte de Kent en beneficio de su marido. Sin embargo, le resultaría difícil reunir el apoyo de los barones mientras Stephen estuviera cautivo. Era posible que resistiera por un tiempo en Kent, pero no cabía esperar que realizara avance alguno.
Sin embargo, aún no habían terminado los problemas de Maud. Todavía tenía que consolidar su victoria militar, obtener la aprobación de la Iglesia y ser coronada en Westminster. Pese a todo, con decisión y cierta prudencia era posible que saliera triunfante.
Y esas eran buenas noticias para Kingsbridge, o deberían serlo si Philip lograra salir de allí sin estar marcado como partidario de Stephen.
No había sol, pero el ambiente fue haciéndose algo más cálido a medida que avanzaba el día. Los compañeros de prisión de Philip fueron despertándose; se quejaban de dolores y molestias. La mayoría de ellos habían recibido al menos golpes, y se sentían peor después de una noche fría con el mínimo cobijo del techo y los maderos de la jaula. Algunos eran ciudadanos acaudalados y otros caballeros capturados durante la batalla. Cuando la mayoría de ellos estuvieron despiertos Philip preguntó:
—¿Sabe alguien qué le ha ocurrido a Richard de Kingsbridge?
Por Aliena esperaba que Richard hubiera sobrevivido.
—Luchó como un león… Al ponerse las cosas mal, reunió a los ciudadanos —respondió un hombre con un vendaje ensangrentado en la cabeza.
—¿Murió o ha sobrevivido?
—Cuando llegó el final no lo vi —dijo el hombre, agitando despacio la cabeza herida.
—¿Y qué le pasó a William Hamleigh?
Sería un bendito alivio que William hubiese caído.
—Estuvo junto al rey durante casi toda la batalla. Pero luego huyó… Lo vi a caballo, atravesando raudo los campos, muy por delante del grupo.
—¡Ah!
Se esfumó la débil esperanza. Los problemas de Philip no se resolverían con tanta facilidad.
La conversación fue extinguiéndose y en la jaula reinó el silencio. Afuera, los soldados empezaban a moverse, tratando de vencer sus resacas, comprobando su botín, asegurándose de que sus rehenes seguían cautivos y cogiendo su desayuno de la cocina. Philip se preguntaba si darían de comer a los prisioneros. Tenían que hacerlo, se dijo; de lo contrario, morirían y no cobrarían rescate alguno. ¿Pero quién aceptaría la responsabilidad de alimentar a toda aquella gente? Eso le indujo a pensar cuanto tiempo iba a estar allí. Sus aprehensores enviarían un mensaje a Kingsbridge exigiendo un rescate. Los hermanos enviarían a uno de sus miembros para negociar su liberación. ¿A cuál de ellos? Milius sería el mejor; pero Remigius, que en su calidad de sub-prior estaba a cargo del priorato durante la ausencia de Philip, enviaría a alguno de sus incondicionales; hasta era posible que acudiera él mismo. Remigius actuaría con extrema lentitud, pues era incapaz de una acción rápida y decisiva, ni siquiera en su propio interés. Podrían pasar meses. Philip se sintió cada vez más pesimista.
Otros prisioneros tuvieron mejor fortuna. Poco después de la salida del sol, empezaron a llegar las mujeres, los hijos y los parientes de los cautivos, en un principio temerosos y vacilantes, y luego más seguros de sí mismos, para negociar el rescate de las personas queridas. Solían regatear durante un rato con los aprehensores, alegando su falta de dinero, ofreciendo joyas baratas u otros objetos. Hasta que, al fin, llegaban a un acuerdo, se iban y volvían poco después con el rescate convenido, por lo general dinero. Crecían sin cesar los montones del botín, y las jaulas empezaban a vaciarse.
Hacia mediodía, la mitad de los prisioneros habían salido. Philip supuso que serían gentes de la localidad. Los que quedaban debían proceder de ciudades lejanas y se trataba probablemente de los caballeros capturados durante la batalla. Aquella suposición quedó confirmada al aparecer el alguacil del castillo y preguntar los nombres de cuantos allí quedaban. La mayoría de ellos eran caballeros del sur. Philip observó que, en una de las jaulas, no había más que un hombre, y estaba sujeto a un cepo, como si alguien quisiera asegurarse por partida doble contra el riesgo de fuga. Luego de mirar durante algunos minutos a aquel prisionero tan especial, Philip se dio cuenta de quién era.
—¡Mirad! —dijo a sus tres compañeros de jaula—. Ese hombre que está ahí solo. ¿Es quien creo que es?
Los otros lo miraron.
—¡Por Cristo, es el rey! —exclamó uno de ellos.
Los demás asintieron.
Philip se quedó mirando al hombre de pelo leonado, lleno de barro, con las manos y los pies sujetos cruelmente con los tornillos del cepo. Su aspecto no se diferenciaba del de cualquiera de ellos. El día anterior era el rey de Inglaterra. El día anterior había negado una licencia de mercado a Kingsbridge. Hoy no podía ponerse en pie sin la ayuda de alguien. El rey había recibido su merecido; aunque, de todas maneras, Philip sentía lastima por él.
A primera hora de la tarde, llevaron alimento a los prisioneros. Eran los restos tibios de la comida cocinada para los combatientes. No obstante, se lanzaron voraces sobre ella. Philip se contuvo y dejó a los otros la mayor parte, ya que consideraba el hambre como una baja debilidad a la que uno había de resistirse de cuando en cuando. Cualquier ayuno obligado le parecía una oportunidad de mortificación de la carne.
Cuando se encontraban rebañando la escudilla, hubo un brote de actividad en la torre del homenaje de la que salió un grupo de condes. Philip observó que dos de ellos caminaban un poco adelantados a los otros, que los trataban con deferencia. Tenían que ser Ranulf de Chester y Robert de Gloucester. Pero Philip no sabía quién era cada uno.
Se acercaron a la jaula de Stephen.
—Buen día, primo Robert —dijo el rey subrayando con fuerza la palabra primo.
—No era mi intención que pasaras la noche en el cepo. Ordené que te trasladaran. Pero mi orden no fue cumplida. Sin embargo veo que has sobrevivido —contestó el más alto de los dos hombres.
Un hombre con el ropaje de sacerdote se apartó del grupo y se dirigió a la jaula donde se encontraba Philip. En un principio este no le prestó atención, porque Stephen estaba preguntando qué pensaban hacer con él y Philip quería oír la respuesta. Pero el sacerdote hizo una pregunta.
—¿Quién de vosotros es el prior de Kingsbridge?
—Soy yo —repuso Philip.
El sacerdote se dirigió a uno de los hombres de armas que había llevado a Philip hasta allí.
—Suelta a ese hombre.
Philip se sentía confundido. Jamás había visto a aquel sacerdote. Su nombre había sido sacado con toda seguridad de la lista que hizo el alguacil del castillo. Pero… ¿por qué? Se sentía contento de salir de la jaula, pero no estaba dispuesto a celebrarlo… todavía. Ignoraba lo que podía esperarle.
El hombre de armas protestó.
—¡Es mi prisionero!
—Ya no lo es —le contestó el sacerdote—. Déjalo salir.
—¿Por qué he de liberarlo sin recibir un rescate? —protestó el hombre intransigente.
El sacerdote le replicó con igual energía.
—En primer lugar, porque no es un combatiente del ejército del rey, y tampoco un residente de esta ciudad y, por ello, has cometido un delito al encarcelarlo. Segundo, porque es un monje y tú eres culpable de sacrilegio al poner las manos sobre un hombre de Dios. Y tercero porque el secretario de la reina Maud dice que tienes que ponerlo en libertad y, si te niegas, tú mismo acabarás dentro de la jaula en un abrir y cerrar de ojos. Así que, apresúrate.
—Muy bien —farfulló el hombre.
Philip quedó consternado. Había estado alimentando la débil esperanza de que Maud jamás llegaría a saber que hubiera estado en prisión allí. Si el secretario de Maud había podido verlo, esa esperanza se esfumaba.
Salió de la jaula con la sensación de haber tocado fondo.
—Acompáñame —dijo el sacerdote.
Philip le siguió.
—¿Van a dejarme en libertad? —preguntó.
—Así lo creo. —El sacerdote quedó sorprendido ante la pregunta—. ¿Ignoras a quién vas a ver?
—No tengo la menor idea.
El sacerdote sonrió.
—Entonces dejaré que te lleves una sorpresa.
Recorrieron parte del castillo hasta llegar a la torre del homenaje y subieron el largo tramo de escalera que cubría el montículo hasta la puerta. Philip se devanaba los sesos sin lograr adivinar por qué el secretario de Maud podía sentirse interesado por él.
Atravesó la puerta detrás del sacerdote. La torre del homenaje era circular, estaba construida en piedra y se hallaba alineada con casas de dos plantas que habían sido edificadas pegadas al muro. En el centro, había un pequeñísimo patio con un pozo. El sacerdote condujo a Philip hasta una de las casas. En el interior, había otro sacerdote, en pie delante de la chimenea y de espaldas a la puerta. Tenía la misma constitución que Philip, de baja estatura y delgado, y el mismo pelo negro; sólo que no llevaba la cabeza afeitada ni se le veían canas. Era una espalda que le resultaba muy familiar. Philip apenas podía creer en su suerte. Se le iluminó el rostro con una amplia sonrisa.
El sacerdote se volvió. Tenía los mismos ojos azules y brillantes que Philip, y también él sonreía. Extendió los brazos.
—¡Philip! —dijo.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó atónito el prior—. ¡Francis!
Los dos hermanos se abrazaron y a Philip se le llenaron los ojos de lágrimas.
En el castillo de Winchester el salón de recepciones real ofrecía un aspecto muy diferente. Los perros habían desaparecido y también el sencillo trono de madera del rey Stephen, los bancos y las pieles de animales en las paredes. En su lugar, se veían tapices bordados, alfombras de rico colorido, cuencos con dulces y sillas pintadas. La estancia olía a flores.
Philip nunca se había sentido a gusto en la corte real. Y una corte real feminine era más que suficiente para que se sintiera presa de una embarazosa inquietud. La emperatriz Maud representaba su única esperanza para recuperar la cantera y abrir de nuevo el mercado. Pero no confiaba demasiado en que aquella mujer altiva y obstinada tomara una decisión justa.
La emperatriz se encontraba sentada en un trono dorado, delicadamente tallado. Vestía un traje del color azul celeste. Era alta y delgada, de ojos oscuros y orgullosos y tenía un brillante pelo negro y liso. Sobre el traje, llevaba una especie de casaca de seda que le llegaba a la rodilla, con la cintura muy ceñida y el faldellín acampanado, un estilo que no se había visto en Inglaterra hasta su llegada, pero que ya estaba siendo muy imitado. Con su primer marido había estado casada durante once años, y otros catorce con el segundo; pero aún parecía no haber cumplido los cuarenta. La gente se hacía lenguas de su belleza; sin embargo, a Philip le parecía un tanto angulosa y la encontraba poco afable. Pero debía reconocer que no se hallaba muy ducho en encantos femeninos, puesto que era más bien inmune a ellos.
Philip, Francis, William Hamleigh y el obispo Waleran le hicieron una reverencia y permanecieron en pie esperando. Maud los ignoró durante un rato y siguió hablando con una de sus damas. La conversación parecía bastante trivial, porque ambas reían con agrado. Sin embargo, Maud no la interrumpió para saludar a sus visitantes.
Francis trabajaba en estrecha colaboración con ella y la veía casi a diario; pero no eran grandes amigos. Su hermano Robert, el antiguo patrón de Francis, se lo había cedido al llegar ella a Inglaterra, porque necesitaba un secretario de primera clase. Sin embargo, ese no era el único motivo. Francis actuaba de enlace entre los dos hermanos y vigilaba a la impetuosa Maud. En la vida llena de hipocresía de la corte real, no era de extrañar que los hermanos se traicionaran mutuamente, y el verdadero papel de Francis consistía en impedir a Maud que hiciera algo bajo mano. Maud lo sabía y lo aceptaba, pero su relación con Francis no dejaba de ser bastante incómoda.
Habían transcurrido dos meses desde la batalla de Lincoln y, durante ese tiempo, todo había ido bien para Maud. El obispo Henry le había dado la bienvenida a Winchester, traicionando así a su hermano el rey Stephen, y había convocado a un concilio de obispos y abates, los cuales la habían elegido como su reina. En aquellos momentos, se encontraba negociando con la comunidad de Londres los preparativos para su coronación en Westminster. El rey David, de Escocia, que además era tío suyo, iba de camino para hacerle una visita real oficial, de soberano a soberana.
El obispo Henry tenía el fuerte respaldo del obispo Waleran de Kingsbridge y, según Francis, este último había convencido a William Hamleigh de que cambiara de lado y prestara juramento de lealtad a Maud. Y ahora William acudía a recibir su recompensa.
Los cuatro hombres permanecían esperando en pie. El conde William, con su patrocinador el obispo Waleran, y el prior Philip con el suyo, Francis. Era la primera vez que Philip ponía los ojos en Maud. Su aspecto no contribuyó a tranquilizarle. Pese a su porte regio, le pareció más bien voluble. Cuando Maud terminó de charlar, se volvió hacia ellos con expresión triunfante como diciendo: Daos cuenta de lo poco importantes que sois, hasta mi dama tiene prioridad sobre vosotros.
Miró fijamente a Philip durante unos momentos, hasta que él empezó a encontrar la situación embarazosa.
—Bien, Francis. ¿Me has traído a tu gemelo? —preguntó al fin.
—Mi hermano Philip, señora, el prior de Kingsbridge.
Philip volvió a hacer una reverencia.
—Demasiado viejo y canoso para ser un gemelo, señora.
Era el tipo de observación trivial y humilde que los cortesanos parecían encontrar divertida. Pero ella le dirigió una mirada glacial y le ignoró. Philip decidió renunciar a cualquier intento de hacerse simpático.
Maud se volvió hacia William.
—Y el conde de Shiring, que luchó con valentía contra mi ejército en la batalla de Lincoln; pero que ahora ha comprendido que se hallaba en un error.
William se inclinó y tuvo la prudencia de mantener la boca cerrada.
Maud se dirigió de nuevo a Philip.
—Me pides que te conceda una licencia para tener un mercado.
—Sí, mi señora.
—Los ingresos del mercado se destinaran a la construcción de la catedral, señora —explicó Francis.
—¿Qué día de la semana quieres celebrar tu mercado? —le preguntó Maud.
—El domingo.
La reina enarcó sus cejas depiladas.
—Por lo general vosotros, los hombres santos, sois contrarios a la celebración de mercados en domingo. ¿Acaso no alejan a la gente de la iglesia?
—En nuestro caso no es así —respondió Philip—. La gente acude para trabajar en la construcción y asistir al oficio sagrado y, por lo tanto, también compran y venden.
—Así que ya tienes ese mercado en funcionamiento —le atajó bruscamente Maud.
Philip se dio cuenta de que había cometido una torpeza. Sentía deseos de abofetearse.
Francis acudió en su ayuda.
—No, señora, en la actualidad no se celebra el mercado —dijo—. Empezó de manera informal; pero el prior Philip ordenó su interrupción hasta obtener una licencia.
Era la verdad; pero no del todo. Sin embargo, Maud pareció aceptarla. Philip pidió en silencio el perdón para Francis.
—¿Hay algún otro mercado en la zona? —preguntó Maud.
En aquel momento intervino el conde William.
—Sí, lo hay. En Shiring. Y el mercado de Kingsbridge le ha estado perjudicando.
—¡Pero Shiring se halla a veinte millas de Kingsbridge! —intervino a su vez Philip.
—La regla establece que los mercados deberán estar separados entre sí por al menos catorce millas. De acuerdo con ese criterio Kingsbridge y Shiring no están en condiciones de competir —argumentó Francis.
Maud asintió dispuesta, al parecer, a aceptar la opinión de Francis en materia de legislación. Hasta el momento, la cosa marcha a nuestro favor, se dijo Philip.
—También has solicitado el derecho a sacar piedra de la cantera del conde de Shiring.
—Durante muchos años, tuvimos ese derecho pero el conde William expulsó últimamente a nuestros canteros y mató a cinco…
—¿Quién os concedió el derecho a sacar la piedra? —le interrumpió Maud.
—El rey Stephen…
—¿El usurpador?
—Mi señora, el prior Philip reconoce, como es natural, que todos los edictos del pretendiente Stephen quedan invalidados a menos que vos los ratifiquéis —se apresuró a decir Francis.
Philip no estaba de acuerdo con semejante cosa; pero comprendió que sería imprudente decirlo.
—¡Cerré la cantera como represalia con su mercado ilegal! —replicó con brusquedad William.
Philip se dijo que era asombroso cómo, un caso palpable de justicia quedaba completamente nivelado cuando se presentaba en la corte.
—Toda esta deplorable querella es resultado de la demencial forma de gobernar de Stephen.
El obispo Waleran habló por primera vez:
—Sobre ese punto, señora, estoy de corazón con vos —dijo en tono almibarado.
—Entregar una cantera a una persona y dejar que otra la explotara sólo podía crear dificultades —comentó Maud—. La cantera debe pertenecer a uno o a otro.
Así era en verdad, se dijo Philip y, si hubiera de seguir el espíritu del gobierno de Stephen, pertenecería a Kingsbridge.
—Mi decisión es que pertenezca a mi muy noble aliado, el conde de Shiring —siguió diciendo Maud.
A Philip se le cayó el alma a los pies. La construcción de la catedral no podría proseguir tan bien como hasta entonces sin tener libre acceso a la cantera. Habría que ir más despacio mientras Philip intentaba encontrar dinero para comprar piedra. ¡Y todo por el antojo de una mujer caprichosa! Philip echaba humo.
—Gracias, señora —contestó William.
—Por otra parte, Kingsbridge tendrá los mismos derechos a un mercado como el de Shiring —agregó Maud.
Maud había dado a cada uno una parte de lo que querían. Tal vez no fuese tan cabeza hueca después de todo.
—¿Un mercado con los mismos derechos que el de Shiring, señora? —inquirió Francis.
—Eso es lo que he dicho.
Philip no estaba seguro de por qué Francis había repetido aquello. En cuestión de licencias era común hacer referencias a los derechos que disfrutaba otra ciudad. Era imparcial y ahorraba escrituras. Philip habría de comprobar qué era lo que decía la carta de privilegio de Shiring. Cabía la posibilidad de que hubiera restricciones o privilegios adicionales.
—De esa manera ambos obtenéis algo. El conde William, la cantera; y el prior Philip, el mercado. A cambio, cada uno de vosotros habrá de pagarme cien libras. Eso es todo —concluyó Maud.
Y dirigió la atención a otra cosa.
Philip se sentía abrumado. ¡Cien libras! En aquel momento, el monasterio no tenía ni cien peniques. ¿De dónde iba a sacar ese dinero? Pasarían años antes de que el mercado rindiera un centenar de libras. Era un golpe devastador que de manera irremisible detendría a perpetuidad el programa de construcción. Permaneció allí en pie, mirando a Maud. Ella, al parecer, se encontraba de nuevo enfrascada en conversión con su dama, Francis le dio con el codo. Philip abría ya la boca para hablar; pero su hermano se llevó un dedo a los labios.
—Pero… —empezó a decir Philip.
Francis meneó apremiante la cabeza.
Philip sabía que Francis tenía razón. Hundió los hombros, bajo el peso de la derrota. Impotente, dio media vuelta y se alejó de la presencia real.
Francis quedó impresionado durante el recorrido que hizo con Philip por el priorato de Kingsbridge.
—Estuve aquí hace diez años y era un auténtico vertedero —exclamó con irreverencia—. Le has devuelto la vida.
Se sintió atraído en especial por la sala de escribanía que Tom había terminado mientras Philip se encontraba en Lincoln. Un pequeño edificio contiguo a la sala capitular, con grandes ventanas, un hogar con chimenea, una hilera de pupitres para escribir y un gran armario de roble para los libros. Cuatro de los hermanos estaban trabajando ya allí, en pie delante de los altos pupitres, escribiendo con plumas de ave sobre pliegos de vitela. Tres de ellos se hallaban copiando. Uno, los Salmos de David; otro, el Evangelio según san Mateo y un tercero la Regla de san Benito. Además, el hermano Timothy escribía una historia de Inglaterra, aunque, como la había comenzado con la creación del mundo, Philip se temía mucho que el pobre no llegara nunca a terminarla. La sala de escribanía era pequeña, ya que Philip no había querido desviar demasiada piedra de la catedral, pero era un lugar cálido, seco y bien iluminado, justo lo que se necesitaba.
—Es vergonzoso, pero el priorato tiene pocos libros y, hoy día son extremadamente caros, así que esta es la única manera de enriquecer nuestra colección —explicó Philip.
En la cripta, había un taller donde un monje ya viejo enseñaba a dos adolescentes a tensar la piel de una oveja para hacer pergamino, y también cómo fabricar tinta y cómo ligar las hojas de un libro.
—Podrás vender libros —cometo Francis.
—Sí, claro… La sala de escribanía amortizará varias veces su costo.
Salieron del edificio y siguieron caminando por los claustros. Era la hora del estudio. La mayoría de los monjes estaban leyendo. Algunos meditaban, actividad sospechosamente similar a la de dormitar, como Francis observó escéptico. En la esquina noroeste, se encontraban veinte escolares conjugando verbos latinos.
—¿Ves a ese chiquillo al final del banco? —preguntó Philip deteniéndose y señalando.
—¿El que escribe en una pizarra sacando la lengua? —preguntó Francis.
—Es el bebé que encontraste en el bosque.
—¡Pero si es muy mayor!
—Cinco años y medio y además se muestra muy precoz.
Francis meneó la cabeza asombrado.
—El tiempo pasa tan deprisa… ¿cómo está?
—Malcriado por los monjes; pero sobrevivirá. Tú y yo lo hicimos.
—¿Quiénes son los otros alumnos?
—Unos son novicios y otros hijos de mercaderes y de la pequeña nobleza local. Aprenden a leer y a contar.
Dejaron atrás el claustro y pasaron al lugar en el que estaban edificando. Del ala oriental de la nueva catedral, se encontraba ya construida más de la mitad. La gran hilera doble de poderosas columnas tenía cuarenta pies de altura y todos los arcos que los unían se hallaban terminados. Sobre la arcada, empezaba a tomar forma la galería tribuna. A cada lado de la arquería se habían construido los muros bajos de la nave lateral, con sus contrafuertes voladizos. Mientras recorrían todo aquello, Philip vio que los albañiles estaban construyendo los arbotantes que unirían la parte superior de esos contrafuertes con la de la galería tribuna, dejando así descansar el peso del tejado sobre los contrafuertes.
Francis se mostró casi maravillado.
—¡Y tú has hecho todo esto, Philip! —exclamó—. La sala de escribanía, la escuela, la nueva iglesia, incluso todas esas cosas en el pueblo… Estas cosas están ahí porque tú has hecho que estén.
Philip se hallaba conmovido. Nadie le había dicho jamás algo semejante. De habérselo preguntado, habría respondido que Dios bendijo sus esfuerzos. Pero, en el fondo de su corazón, sabía que lo que Francis decía era verdad. Esa ciudad próspera y activa era obra suya. El que así se le reconociera le producía un sentimiento cálido y reconfortante, sobre todo viniendo de su hermano pequeño, tan crítico y sofisticado.
Tom, el constructor, los vio y se acercó a ellos.
—Has hecho un progreso maravilloso —le elogió Philip.
—Sí, pero mirad eso.
Tom señaló hacia la esquina norte del recinto del priorato donde se almacenaba la piedra de la cantera, donde solía haber centenares de piedras apiladas en hileras. En aquel momento, sólo se veían unas veinticinco desperdigadas por el suelo.
—Por desgracia —agregó—, nuestro maravilloso progreso significa que hemos agotado prácticamente nuestras existencias de piedra.
El júbilo de Philip se desvaneció. Todo cuanto había logrado allí, corría el riesgo de perderse por culpa del rígido fallo de Maud.
Caminaron a lo largo del lado norte del enclave, donde los talladores más hábiles se encontraban trabajando en sus bancos, esculpiendo las piedras, para darles forma, con sus martillos y formones. Philip se detuvo detrás de un artesano y estudió su trabajo. Era un capitel, la piedra grande y salediza que se coloca en la parte superior de una columna. Utilizando un martillo ligero y un pequeño cincel esculpía unos dibujos de hojas. Tenía mucho relieve, y el trabajo era en extremo delicado. Philip quedó sorprendido al ver que el artesano era el joven Jack, el hijastro de Tom.
—Creí que Jack era un principiante —comentó.
—Lo es.
Tom se alejó y cuando estuvieron fuera del alcance de su oído, añadió:
—El muchacho es notable. Hay hombres aquí que están esculpiendo desde antes de que él hubiera nacido, y ninguno de ellos es capaz de igualar su trabajo. —Algo incómodo, prorrumpió en una ligera risa—. Ni siquiera es mi propio hijo.
El propio hijo de Tom era ya maestro y tenía su cuadrilla de aprendices y jornaleros; pero Philip sabía que Alfred y su equipo no hacían trabajos delicados. El prior se preguntaba cómo se sentiría Tom al respecto en el fondo de su corazón.
El pensamiento de Tom retornó al problema de cómo pagar la licencia del mercado.
—Ni que decir tiene que el mercado dará un montón de dinero —dijo.
—Sí, pero no el suficiente. Al principio, producirá unas cincuenta libras anuales.
Tom asintió cabizbajo.
—Eso vendrá muy justo para pagar la piedra.
—Podríamos arreglárnoslas si no hubiéramos de pagar a Maud cien libras.
—¿Y qué hay de la lana?
La lana que iba amontonándose en los graneros de Philip podría venderse dentro de unas semanas en la Feria del Vellón de Shiring y daría alrededor de cien libras.
—Ese dinero es el que voy a dedicar a pagar a Maud. Pero entonces me quedaré sin nada para abonar los salarios de los artesanos durante los doce meses próximos.
—¿No podéis pedir prestado?
—Ya lo he hecho. Los judíos no quieren concederme más préstamos. Lo pedí durante mi estancia en Winchester. No prestan dinero si no tienes para devolvérselo.
—¿Y qué me decís de Aliena?
Philip se sobresaltó. Nunca se le había ocurrido pedirle dinero prestado. En sus graneros tenía aún más lana. Después de la Feria del Vellón, era posible que poseyera doscientas libras.
—Pero necesita el dinero para vivir. Y los cristianos no cargan intereses. Si me prestara a mí el dinero, no tendría nada con qué comerciar. Aunque… —mientras hablaba, le daba vueltas en la cabeza a una nueva idea: recordaba que Aliena había querido comprarle toda su producción de lana durante el año; tal vez pudieran hacer alguna especie de arreglo—. De cualquier manera, creo que hablaré con ella —dijo—. ¿Está ahora en casa?
—Creo que sí… La vi esta mañana.
—Vamos, Francis… Conocerás a una joven en verdad notable.
Se separaron de Tom y salieron presurosos del recinto a la ciudad.
Aliena poseía dos casas, una junto a otra, adosadas al muro oeste del priorato. Vivía en una y utilizaba la segunda a modo de granero. Era muy rica. Tenía que haber alguna manera de que pudiera ayudar al priorato a pagar el precio abusivo que Maud había impuesto para la licencia del mercado. En la mente de Philip empezaba a tomar forma una idea vaga.
Aliena estaba en el granero, inspeccionando la descarga de una carreta de bueyes cargada a más no poder de sacos de lana. Llevaba una prenda de brocado como la que vestía la emperatriz Maud, y llevaba el pelo recogido en la coronilla con una blanca cofia de hilo. Presentaba su habitual aspecto autoritario. Los dos hombres que se encontraban descargando la carreta obedecían sus instrucciones sin rechistar. Todo el mundo la respetaba aún cuando, cosa extraña, no tuviera con nadie una estrecha amistad. Saludó calurosamente a Philip.
—Cuando nos enteramos de lo de la batalla de Lincoln, temimos que os hubieran matado —exclamó.
Su mirada revelaba una auténtica preocupación, y al prior le conmovió la idea de que la gente pudiera haberse sentido preocupada por su suerte. Presentó a Aliena a Francis.
—¿Os hicieron justicia en Winchester? —preguntó ella.
—A medias —respondió Philip—. La emperatriz Maud nos concedió un mercado, pero nos negó la entrada en la cantera. De ese modo lo uno compensa más o menos lo otro. Pero nos ha impuesto el pago de cien libras por la licencia del mercado.
Aliena se mostró escandalizada.
—¡Eso es terrible! ¿Le dijisteis que los ingresos del mercado están destinados a la construcción de la catedral?
—Sí, claro.
—¿Y de dónde sacaréis cien libras?
—Pensé que tal vez tú pudieras ayudarme.
—¿Yo?
Aliena se mostró sorprendida.
—Dentro de unas semanas, una vez que hayas vendido tu lana a los flamencos, tendrás doscientas libras o más.
Aliena pareció conturbada.
—Os las daría muy gustosa; pero necesito ese dinero para adquirir más lana el año próximo.
—¿Recuerdas que querías comprarnos nuestra lana?
—Sí; pero ahora es demasiado tarde. Quise comprarla a principios de temporada. Además, pronto podréis venderla vos mismo.
—Pero estaba pensando… ¿podría venderte la lana del próximo año?
Aliena frunció el entrecejo pensativa.
—Si todavía no la tenéis.
—¿Podría vendérosla antes de tenerla?
—No sé cómo podría hacerse.
—Muy sencillo. Tú me das el dinero ahora y yo te doy la lana el año que viene.
Aliena no sabía qué pensar de aquella proposición. Era una forma de hacer negocio muy distinta de las habituales. También para Philip era nueva. Acababa de inventarla.
La joven, pensativa, habló en tono pausado.
—Habría de ofreceros un precio algo más bajo del que obtendríais si esperaseis. Además, la lana podría subir durante el tiempo que transcurra desde ahora hasta el próximo verano… Así ha ocurrido cada año desde que yo me dedico a esto.
—Yo pierdo un poco y tú ganas algo —dijo Philip—. Pero estaré en condiciones de seguir construyendo durante otro año.
—¿Y qué hará el año siguiente?
—No lo sé. Tal vez te venda la lana del año inmediato.
Aliena asintió.
—Parece razonable.
Philip le cogió las manos y la miró a los ojos.
—Si lo haces, Aliena, habrás salvado la catedral —le dijo con fervor.
La actitud de Aliena era solemne.
—Vos me salvasteis en una ocasión, ¿no es verdad?
—Así es.
—De manera que yo haré lo mismo con vos.
—¡Dios te bendiga!
La abrazó embargado por la gratitud; pero, recordando al punto que era una mujer, se apartó presuroso y dijo:
—No sé cómo darte las gracias. Me encontraba ya al borde de la desesperación.
Aliena se echó a reír.
—No estoy segura de ser merecedora de tanto agradecimiento. Seguramente saldré muy beneficiada con este acuerdo.
—Eso espero.
—Sellaremos el trato con una copa de vino —propuso Aliena.
Se interrumpió un instante para pagar al carretero.
La carreta de bueyes había quedado vacía y la lana cuidadosamente almacenada. Philip y Francis salieron del granero mientras Aliena arreglaba cuentas con el hombre que le había traído el cargamento.
Empezaba a ponerse el sol y los trabajadores de la construcción iban regresando a sus hogares. Philip se sentía de nuevo jubiloso. Había encontrado una manera de seguir adelante pese a todos los impedimentos.
—¡Gracias a Dios que nos ha dado a Aliena! —exclamó.
—No me dijiste que fuera tan bella —comentó Francis.
—¿Bella? Sí, supongo que lo es.
Francis se echó a reír.
—¡Estás ciego, Philip! Es una de las mujeres más hermosas que jamás he visto. Por ella un hombre podría renunciar al sacerdocio.
Philip miró severo a su hermano.
—No debes hablar así.
—Lo siento.
Aliena se reunió con ellos y cerró la puerta del granero. Luego se dirigieron a su casa. Era grande, con una habitación principal y un dormitorio aparte. En un rincón, había un barril de cerveza; del techo colgaba un jamón entero y la mesa estaba cubierta con un mantel de hilo blanco. Una sirvienta de mediana edad escanció vino de un frasco en cubiletes de plata, para los invitados. Aliena vivía de modo muy confortable.
Si es tan bella, se decía Philip ¿por qué no ha encontrado marido? En verdad no había escasez de aspirantes. La habían cortejado cuantos jóvenes prometedores había en el Condado. Pero Aliena los había rechazado a todos. Philip le estaba tan agradecido que quería que fuera feliz.
La mente de ella seguía ponderando los detalles prácticos.
—No tendré el dinero hasta después de la Feria del Vellón de Shiring —dijo, una vez que hubieron brindado por el acuerdo.
Philip se volvió hacia Francis.
—¿Esperará Maud?
—¿Cuánto tiempo?
—La feria se celebrará dentro de tres semanas a partir del jueves.
Francis asintió.
—Se lo diré. Y esperará.
Aliena se quitó la cofia y sacudió el ondulado pelo oscuro. Luego, suspiró cansada.
—Los días son demasiado cortos —se lamentó—. No consigo hacerlo todo. Quiero comprar más lana; pero he de encontrar carreteros suficientes para llevarla toda a Shiring.
—Y el año próximo todavía tendrás más.
—Me gustaría que fuese posible lograr que los flamencos acudieran aquí a comprar. Para nosotros sería mucho más fácil que tener que llevar toda nuestra lana a Shiring.
—Pero podéis hacerlo —intervino Francis.
Los dos se quedaron mirándolo.
—¿Cómo? —le preguntó Philip.
—Celebrando vuestra propia feria del vellón.
Philip empezó a adivinar lo que quería decir.
—¿Podemos hacerlo?
—Maud os ha concedido exactamente los mismos derechos que a Shiring. Yo mismo escribí vuestra carta de privilegio. Si Shiring puede celebrar una feria del vellón, también podéis hacerlo vosotros.
—¡Caramba! Eso sería algo maravilloso. No tendríamos que llevar todos esos sacos a Shiring. Podríamos hacer aquí los negocios y embarcar la lana directamente con destino a Flandes —exclamó Aliena.
—Eso es lo menos importante —exclamó Philip excitado—. Una feria del vellón da tanto dinero en una semana como un mercado de domingo durante todo el año. Claro que este año no podremos celebrarla, ya que nadie estaría enterado. Pero haremos correr la voz este año, durante la Feria del Vellón en Shiring, de que el año próximo celebraremos la nuestra, asegurándonos de que todos los compradores se enteren de la fecha.
—Shiring lo va a notar mucho —dijo Aliena—. Vos y yo somos los más importantes vendedores de lana de todo el Condado y, si los dos nos retiramos, la feria de Shiring quedara reducida a menos de la mitad de lo que es en la actualidad.
—William Hamleigh perderá dinero. Y se pondrá más furioso que un toro.
Philip no pudo evitar un estremecimiento de repulsión. Eso era precisamente William, un toro loco.
—¿Y qué? —replicó Aliena—. Si Maud nos ha dado su permiso, seguiremos adelante. William no puede hacer nada al respecto, ¿verdad?
—Espero que no —exclamó con fervor Philip—. Espero ciertamente que no.