La ramera que William eligió no era muy bonita pero tenía grandes senos. Además se sintió atraído por su cabellera abundante y rizosa. Se había acercado a él con paso lento y moviendo las caderas. Se dio cuenta entonces de que tenía algunos años más de los que él imaginó. Tal vez veinticinco o treinta. Aunque su sonrisa era inocente, la mirada se percibía dura y calculadora. Walter fue el siguiente en elegir, y se decidió por una muchacha menuda, de aspecto vulnerable y juvenil, con el pecho liso. Una vez que William y Walter hicieron su selección, les llegó el turno a los otros cuatro caballeros.
William los había llevado al burdel porque necesitaban un poco de expansión. Hacía meses que no participaban en batalla alguna y empezaban a mostrarse descontentos y pendencieros.
La guerra civil que había estallado hacía un año entre el rey Stephen y su rival Maud, la llamada Emperatriz, parecía atravesar momentos de calma. William y sus hombres estuvieron siguiendo a Stephen por todo el suroeste de Inglaterra. La estrategia de este era enérgica aunque errática. De repente atacaba con enorme entusiasmo una de las plazas fuertes de Maud; pero, de no obtener una victoria rápida, se cansaba pronto del asedio y se retiraba. El jefe militar de los rebeldes no era la propia Maud, sino su medio hermano Robert, conde de Gloucester. Y, hasta ese momento, Stephen no había logrado obligarle a una lucha abierta. Era una guerra indecisa con mucho movimiento y escasa lucha real, y por ello los hombres se mostraban inquietos.
El lupanar se hallaba dividido mediante mamparas, en pequeños cuartos, en cada uno de los cuales había un colchón de paja. William y sus caballeros llevaron a las mujeres elegidas detrás de las mamparas. La puta de William ajustó la mampara para tener algo de intimidad. Luego, se bajó la parte superior de la camisola y dejó los senos al descubierto. Eran grandes, como ya supuso William, pero también lo eran los pezones, y además resultaban visibles las venas de una mujer que hubiera amamantado niños. William se sintió algo decepcionado. Sin embargo, la atrajo hacia sí, le cogió los pechos, los apretó y le pellizcó los pezones.
—Con cuidado —pidió la mujer con tono de ligera protesta.
Lo rodeó con los brazos empujándole hacia delante las caderas y frotándose contra él. Al cabo de unos momentos, metió la mano entre sus dos cuerpos y tanteó en busca de su ingle.
William farfulló un juramento. Su cuerpo no respondía.
—No te preocupes —murmuró la ramera.
Le enfureció su tono condescendiente; pero nada dijo mientras se soltaba de su abrazo, se arrodillaba, levantaba la parte delantera de su túnica y empezaba a trabajar con la boca.
En un principio, a William le resultó grata la sensación y pensó que todo marcharía bien. Pero después de la excitación inicial, perdió de nuevo interés. Se quedó mirando la cara de ella, ya que eso le excitaba en algunas ocasiones. Sin embargo, en aquel momento, sólo le hacía pensar en lo impotente que debía parecerle. Empezó a ponerse furioso, lo que sólo sirvió para que se le encogiera más.
—Intenta tranquilizarte —le aconsejó la mujer deteniéndose.
Al empezar de nuevo, chupó con tal fuerza que le hizo daño. William la apartó con rudeza y los dientes de ella rascaron su delicada piel haciéndole gritar. La abofeteó con el dorso de la mano. La prostituta lanzó un grito entrecortado y cayó de lado.
—Eres una zorra torpe —gruñó William.
La mujer yacía a sus pies, sobre el colchón, mirándolo temerosa.
Le propinó un puntapié al azar, más por irritación que con deseos de hacerle daño. Le dio en el vientre. Fue más fuerte de lo que él pensaba y el dolor la hizo doblarse.
William se dio cuenta de que, al fin, su cuerpo reaccionaba.
Se arrodilló, le hizo ponerse boca arriba y la montó. La mujer lo miraba con una expresión de dolor y miedo. William le levantó la falda del traje hasta la cintura. El vello entre sus piernas era abundante y rizoso. Eso le gustó. Se acariciaba a sí mismo mientras miraba el cuerpo femenino. El miembro de William no estaba lo bastante duro.
Empezaba a desaparecer el miedo de la mirada de ella. A él se le ocurrió que acaso aquella puta estuviera intentando deliberadamente ahogar el deseo de él para no tener que prestarle servicio. Aquella idea le enfureció. Le pegó en la cara con el puño cerrado.
La mujer chilló e intentó zafarse de debajo de él. William descargó sobre ella todo su peso para inmovilizarla pero la ramera seguía debatiéndose y chillando. Ahora ya lo tenía completamente erecto. Intentó separarle los muslos pero ella se le resistía. Alguien apartó la mampara y Walter entró. Llevaba sólo las botas y la camiseta, y tenía el pene erecto semejante al asta de una bandera. Otros dos caballeros le iban a la zaga, Ugly Gervase y Hugh Axe.
—Sujetádmela, muchachos —les dijo William.
Los tres caballeros se arrodillaron en derredor de la prostituta y la sujetaron hasta inmovilizarla.
William se puso en posición para penetrarla; luego, hizo una pausa disfrutando de antemano.
—¿Qué ha ocurrido, señor? —le preguntó Walter.
—Cambió de idea al ver el tamaño —respondió William con una mueca burlona.
Todos rompieron a reír de forma estrepitosa. William la penetró.
Le gustaba hacerlo mientras alguien miraba. Empezó a moverlo adentro y afuera.
—Me interrumpiste justo cuando yo estaba metiendo la mía —le dijo Walter.
William pudo darse cuenta de que Walter aún no estaba satisfecho.
—Métesela en la boca a esta —le sugirió—. Eso le gusta.
—Lo intentaré.
Walter cambió de posición y agarró a la mujer por el pelo haciéndole levantar la cabeza. La puta estaba demasiado atemorizada para intentar algo, de manera que se sometió sin rechistar. Ya no era necesario que Gervase y Hugh la sujetaran, pero se quedaron allí mirando. Parecían fascinados. Probablemente jamás habían visto que dos hombres gozaran a una mujer al tiempo. William tampoco lo había visto nunca. Lo encontraba curiosamente excitante. Walter parecía sentir lo mismo porque, al cabo de unos momentos empezó a jadear y a moverse de forma convulsiva. Luego, eyaculó. Mirándolo, William hizo lo mismo un segundo o dos después.
Al cabo de un momento se levantaron. William aún seguía excitado.
—¿Por qué no la tomáis vosotros dos? —propuso a Gervase y a Hugh. Le gustaba la idea de ver una repetición del espectáculo.
Sin embargo a ellos no pareció interesarles.
—Yo tengo un encanto que me está esperando —respondió Hugh.
—Y yo también —rubricó Gervase.
La puta se puso en pie y se aseó el traje. La expresión de su rostro era impenetrable.
—No estuvo tan mal, ¿eh? —le comentó William.
La mujer se puso delante de él y se quedó mirándolo un momento. Después se humedeció los labios y escupió. William sintió un fluido pegajoso y caliente sobre la cara. La prostituta había retenido en la boca el semen de Walter. Aquella porquería le empañó la visión. Levantó furioso una mano para golpearla; pero la mujer se escurrió entre las mamparas. Walter y los otros caballeros rompieron a reír. William no pensó que fuera divertido; pero, como no podía perseguirla con toda la cara cubierta de semen, comprendió que la única manera de conservar la dignidad era simular que no le importaba, por lo que se unió a las risas.
—Bien, señor, espero que ahora no vayas a tener un bebé de Walter —bromeó Ugly Gervase, haciendo que arreciaran las risotadas.
Incluso a William le pareció aquello divertido. Salieron juntos del pequeño reservado, apoyándose unos en otros y enjugándose los ojos.
Las demás chicas se quedaron mirándolos con inquietud. Habían escuchado los gritos de la puta de William y temían que hubiera dificultades. Algún que otro cliente atisbó curioso desde su reservado.
—Es la primera vez que he visto que eso lo suelte una mujer —se chanceó Walter, y empezaron de nuevo a reír.
Uno de los caballeros de William se encontraba de pie en la puerta con aire inquieto. Era tan sólo un muchacho y probablemente nunca, hasta entonces, había pisado un burdel. Sonrió nervioso sin saber si debía unirse a las risas.
—¿Qué estás haciendo aquí con esa cara de inquisidor, idiota? —le preguntó William.
—Hay un mensaje para vos, señor —dijo el escudero.
—Bien, no pierdas el tiempo. Dime de qué se trata.
—Lo siento mucho, señor —repuso el zagal. Parecía tan asustado que William pensó que iba a dar media vuelta y a salir corriendo de la casa.
—¿Qué es lo que te pasa, pedazo de ceporro? —rugió William—. ¡Dame el mensaje!
—Vuestro padre ha muerto, señor —respondió el mozo de sopetón al tiempo que rompía a llorar.
William enmudeció y se quedó mirándolo. ¿Muerto? ¿Ha dicho muerto?
—¡Pero si gozaba de excelente salud! —gritó al fin como un estúpido.
Era verdad que su padre ya no se hallaba en condiciones de luchar en los campos de batalla, lo que no era de extrañar en un hombre que rondaba los cincuenta años. El escudero siguió llorando. William recordó el aspecto del padre la última vez que le vio. Corpulento, de rostro encendido, campechano y colérico, tan rebosante de vida como el que más. Y de eso sólo hacía… Entonces se dio cuenta, con cierto asombro, de que llevaba casi un año sin ver a su padre.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó al escudero—. ¿Qué es lo que le ha ocurrido?
—Sufrió un ataque, señor —contestó el muchacho sollozando.
¡Un ataque!
Empezaba a penetrar en su mente la noticia. Padre estaba muerto. Aquel hombre corpulento, fuerte, jactancioso e irascible, yacía indefenso y helado sobre una losa de piedra en cualquier parte…
—Tengo que ir a casa —dijo de repente William.
—Primero habrás de pedir al rey que te libere —le advirtió Walter en tono cariñoso.
—Sí, así es —asintió William con vaguedad—. Tengo que pedir permiso.
Su mente era un torbellino.
—¿He de pagar a la propietaria del burdel? —le preguntó Walter.
—Sí.
Le entregó una bolsa.
Alguien le echó a William la capa sobre los hombros. Walter murmuró algo a la mujer que dirigía el prostíbulo y le dio algún dinero. Hugh Axe abrió la puerta para que William saliera. Los demás le siguieron.
Caminaban en silencio por las calles de la pequeña ciudad. William experimentaba un peculiar desinterés, como si estuviera viéndolo todo desde arriba. No podía hacerse a la idea de que su padre ya no existiera. Mientras se acercaban al cuartel general, intentó sobreponerse.
El rey Stephen se encontraba celebrando audiencia en la iglesia, ya que por allí no había castillo o casa consistorial. Era una iglesia de piedra, pequeña y sencilla, con los muros pintados por dentro de rojo vivo, de azul y de naranja. En medio del suelo de la nave, había un fuego encendido y junto a él se hallaba el rey. Apuesto, con su cabello leonado, se encontraba sentado en un trono de madera, con las piernas estiradas en su habitual postura de descanso. Vestía como soldado, botas altas y túnica de cuero; pero llevaba corona en lugar de casco. William y Walter se abrieron paso entre los numerosos peticionarios que se encontraban ante la puerta de la iglesia, saludaron a los guardias que mantenían quieto al público y se introdujeron en el círculo interior. Stephen, que estaba hablando con un conde recién llegado, vio aproximarse a William y se interrumpió de inmediato.
—William, amigo mío. Ya te has enterado.
William se inclinó.
—Mi rey y señor.
Stephen se puso en pie.
—Te acompaño en tu dolor —dijo.
Rodeó a William con los brazos y lo retuvo un instante antes de soltarlo.
Sus muestras de afecto hicieron brotar las primeras lágrimas de William.
—Vengo a pediros permiso para ir a casa —dijo.
—Concedido con gusto, aunque no contento —respondió el rey—. Echaremos en falta tu fuerte brazo derecho.
—Gracias, señor.
—También te concedo la custodia del Condado de Shiring y todas las rentas hasta que sea decidida la cuestión de la sucesión. Ve a casa, entierra a tu padre y vuelve con nosotros tan pronto como puedas.
William hizo una nueva inclinación y se retiró. El rey reanudó su conversación con el conde. Los cortesanos se reunieron en torno a William para expresarle su condolencia. Mientras recibía las frases de cada uno de ellos y las agradecía, le vino a la memoria, con sobresalto, el significado de lo que le había dicho el rey. Le había concedido la custodia del Condado hasta que quede decidida la cuestión de la sucesión. ¿Qué cuestión? William era el hijo único de su padre. ¿Cómo podía haber cuestión alguna? Observó los rostros que tenía en derredor y su expresión se animó al ver a un joven sacerdote que era uno de los clérigos del rey, que estaban siempre mejor informados.
Se llevó aparte al sacerdote.
—¿Qué diablos ha querido decir al mencionar la «cuestión» de la sucesión, Joseph?
—Hay otro pretendiente al Condado —repuso Joseph.
—¿Otro pretendiente? —repitió asombrado William, pues no tenía medio hermanos, hermanos ilegítimos, primos ni…—. ¿Quién es?
Joseph señaló hacia una figura en pie, de espaldas a ellos. Se encontraba entre la comitiva del conde recién llegado. Vestía la indumentaria de un escudero.
—Pero si ni siquiera es caballero —exclamó William en voz alta—. ¡Mi padre era el conde de Shiring!
El escudero le oyó y se volvió hacia ellos.
—¡Mi padre también era el conde de Shiring!
En un principio, William no lo reconoció. Sólo vio a un joven de unos dieciocho años, guapo, de hombros anchos, bien vestido para ser escudero y con una espada al cinto. Su actitud revelaba seguridad en sí mismo, incluso arrogancia. Y lo más asombroso fue que se quedó mirando a William con tan profunda expresión de odio que le hizo retroceder.
La cara le resultaba muy familiar, aunque cambiada. Así y todo, a William le era imposible identificarlo. Pero entonces descubrió una fea cicatriz en la oreja derecha del escudero, donde le había sido seccionado el lóbulo. Como un relámpago, le vino a la memoria un pequeño trozo de carne blanca cayendo sobre el pecho palpitante de una virgen aterrada y escuchó a un muchacho gritar de dolor. Aquel era Richard, el hijo del traidor Bartholomew, el hermano de Aliena.
El chiquillo al que habían obligado a mirar mientras dos hombres violaban a su hermana, se había convertido en un hombre formidable en cuyos ojos, de un azul claro, ardía la llama del deseo de venganza. De repente William se sintió asustadísimo.
—Lo recuerdas, ¿verdad? —preguntó Richard arrastrando un poco las palabras, lo que no llegó a enmascarar del todo la furia glacial que palpitaba en ellas.
William asintió.
—Recuerdo.
—Y yo también, William Hamleigh —dijo Richard—. Y yo también.
William se encontraba sentado en el gran sillón, a la cabecera de la mesa que solía ocupar su padre. Siempre supo que un día le pertenecería aquel asiento. Imaginó que se sentiría muy poderoso cuando lo hiciera; sin embargo, ahora, lo que estaba era bastante atemorizado. Temía que la gente dijera que no era el hombre que su padre había sido, y que no le tuvieran respeto.
Su madre se hallaba a su derecha. La había observado con frecuencia cuando su padre se sentaba en aquel sillón, y se daba cuenta de cómo ella jugaba con sus temores y debilidades para salirse con la suya. Estaba decidido a no dejarla hacer lo mismo con él.
El asiento de su izquierda lo ocupaba Arthur, un hombre carnoso, de modales tranquilos, que fue el juez local del conde Bartholomew.
Al acceder al título de conde, padre había contratado a Arthur, porque tenía buen conocimiento de las propiedades. A William nunca le convenció aquel razonamiento. Los servidores de otras gentes se aferraban a veces a las ideas de sus anteriores amos.
—No es posible que el rey Stephen haga conde a Richard —decía madre furiosa—. ¡No es más que un escudero!
—No entiendo cómo ha logrado siquiera llegar hasta ahí —dijo William con irritación—. Creí que se habían quedado en la miseria.
Pero llevaba ropas estupendas y una buena espada. ¿De dónde ha sacado el dinero?
—Se estableció como mercader de lana —explicó la madre—. Tiene todo el dinero que necesita. O más bien lo tiene su hermana. He oído decir que es Aliena quien lleva el negocio.
Aliena. Así que ella estaba detrás de todo aquello. William nunca la había olvidado del todo. Pero jamás le había vuelto a atormentar tanto desde que estalló la guerra, hasta su encuentro con Richard.
Desde entonces había pensado de continuo en ella, tan fragante y hermosa, tan vulnerable y deseable como siempre. La aborrecía, precisamente por el dominio que tenía sobre él.
—¿De manera que ahora Aliena es rica? —preguntó simulando indiferencia.
—Sí. Pero tú has estado luchando por el rey durante un año. No puede negarte tu herencia.
—Al parecer Richard también ha peleado como un valiente —objetó William—. He hecho algunas averiguaciones. Y, lo que todavía es peor, he oído decir que su valor ha llegado a conocimiento del rey.
La expresión de la madre cambió de furioso desdén a una actitud reflexiva.
—De manera que tiene una oportunidad.
—Mucho me lo temo.
—Muy bien. Hemos de luchar por desbancarlo.
—¿Cómo? —preguntó William de manera automática.
Había decidido no permitir que su madre se hiciera cargo, pero en esos momentos acababa de hacerlo.
—Tienes que volver junto al rey con más caballeros, armas nuevas y mejores caballos. También con muchos escuderos y hombres de armas.
A William le hubiera gustado mostrarse en desacuerdo con ella pero sabía que tenía razón. A la larga, el rey concedería el Condado al hombre que considerase iba a ser su partidario más efectivo, sin importarle lo justo o injusto del caso.
—Y eso no es todo —siguió diciendo la madre—. Has de tener mucho cuidado en presentarte y actuar como un conde. De esa manera, el rey empezará a pensar en el nombramiento como en algo que no admite duda.
—¿Qué aspecto debe tener un conde y cómo ha de actuar? —preguntó intrigado William a pesar suyo.
—Expresa tu pensamiento con la mayor frecuencia. Ten siempre una opinión acerca de todo cuanto acontezca. Cómo debería el rey proseguir con la guerra; cuáles son las mejores tácticas para cada batalla, en qué situación política se halla el norte y, de modo muy especial, comenta la cualidad y lealtad de otros condes. Habla de unos a otros. Di al conde de Huntington que el conde de Wearenne es un gran luchador, di al obispo de Ely que no confías en el sheriff de Lincoln. La gente dirá al rey: William de Shiring pertenece a la facción de Wearenne; o William de Shiring y sus seguidores están en contra del sheriff de Lincoln. Si te muestras como poderoso, el rey se sentirá a gusto concediéndote un mayor poder.
William tenía escasa fe en aquellas sutilezas.
—Creo que será más efectivo lo poderoso de mi ejército —dijo, y volviéndose al juez local le preguntó—: ¿Cuánto hay en mi tesorería, Arthur?
—Nada, señor —contestó este.
—¿De qué diablos hablas? —inquirió William con aspereza—. Tiene que haber algo. ¿Cuánto?
Arthur mostraba un ligero aire de superioridad como si nada tuviera que temer de William.
—No hay dinero alguno en la tesorería, señor.
A William le habría gustado estrangularlo.
—¡Este es el Condado de Shiring! —dijo con voz lo bastante alta para hacer levantar la vista a los caballeros y los funcionarios del castillo que comían al otro extremo de la mesa—. ¡Tiene que haber dinero!
—Desde luego entra dinero sin cesar, señor —dijo tranquilamente Arthur—. Pero vuelve a salir, sobre todo en tiempos de guerra.
William estudió el rostro pálido y bien afeitado. Arthur se mostraba demasiado suficiente. ¿Era honrado? No había forma de saberlo.
William habría dado algo porque sus ojos pudieran penetrar en la mente de un hombre.
Madre sabía lo que William estaba pensando.
—Arthur es honrado —respondió sin importarle que el hombre estuviera presente—. Es viejo, perezoso y se halla encastillado en sus ideas, pero es honrado.
William quedó como herido por un rayo. Apenas había tomado asiento en el sillón y su poder empezaba ya a desvanecerse como por arte de magia. Le pareció encontrarse bajo una maldición. Parecía existir una ley según la cual William sería siempre un muchacho entre hombres, cualquiera que fuese la edad que tuviera.
—¿Cómo ha podido ocurrir esto? —preguntó casi sin fuerzas.
—Antes de morir, tu padre estuvo enfermo durante la mayor parte del año —dijo madre—. Me daba cuenta de que estaba dejando que la situación se le escapara de las manos; pero no logré que hiciera nada al respecto.
Fue una novedad para William descubrir que, a fin de cuentas, su madre no era omnipotente. Volvióse hacia Arthur.
—Tenemos algunas de las mejores tierras de cultivo del reino. ¿Cómo es posible que estemos sin dinero?
—Hay granjas que están en dificultades y varios arrendatarios van atrasados en el pago de sus rentas.
—¿Y por qué?
—Una de las razones que escucho con frecuencia es que los jóvenes no quieren trabajar el campo y se van a las ciudades.
—¡Entonces hemos de impedírselo!
Arthur se encogió de hombros.
—Una vez que un siervo ha vivido durante un año en cualquier ciudad se convierte en hombre libre. Es la ley.
—¿Y qué pasa con los arrendatarios que no han pagado? ¿Qué les has hecho?
—¿Qué puede hacérseles? —contestó Arthur—. Si les quitamos su medio de vida, jamás estarán en condiciones de pagar. De modo que hemos de ser pacientes y esperar a que llegue una buena cosecha que les permita ponerse al día.
William pensó, irritado, que Arthur parecía satisfecho de su incapacidad para resolver aquellos problemas. Pero, por un momento, frenó su genio.
—Bien, si todos los jóvenes se van a las ciudades, ¿qué me dices de nuestros alquileres por las propiedades urbanas en Shiring? Con ellos tendría que ingresar algún dinero.
—Aunque parezca extraño no ha sido así —alegó Arthur—. En Shiring hay numerosas casas vacías. Los jóvenes deben irse a cualquier otro sitio.
—O la gente te está mintiendo —replicó William—. Supongo que vas a decirme que los ingresos por el mercado de Shiring y la Feria del Vellón también han caído.
—Sí…
—Entonces, ¿por qué no aumentas las rentas y los impuestos?
—Lo hemos hecho, señor, cumpliendo las órdenes de vuestro difunto padre. Pese a todo, los ingresos han caído.
—Con una propiedad tan poco productiva, ¿cómo era posible que Bartholomew pudiera seguir adelante? —preguntó exasperado.
Incluso para aquello tenía respuesta Arthur.
—Poseía también la cantera. En los viejos tiempos daba mucho dinero.
—Y ahora está en manos de ese condenado monje.
William estaba trastornado. Justo cuando necesitaba hacer un despliegue ostentoso, le decían que estaba sin un céntimo. La situación era muy peligrosa para él. El rey sólo le había concedido la custodia de un Condado. En cierto modo, lo estaba poniendo a prueba. Si volvía a la corte con un ejército reducido, podría parecer ingratitud, incluso deslealtad.
Además, era posible que el panorama que le había presentado Arthur no fuera del todo auténtico. William se hallaba seguro de que la gente le estaba defraudando y que era muy probable que, además, se estuvieran riendo a sus espaldas. La idea le puso furioso. No se encontraba dispuesto a tolerarlo. Ya les enseñaría él. Antes de aceptar la derrota habría derramamiento de sangre.
—Has encontrado una excusa para todo —dijo a Arthur—. Y el hecho es que has dejado que estas propiedades fueran a la deriva durante la enfermedad de mi padre, que es cuando debieras haberte mostrado más vigilante.
—Pero, señor…
William levantó la voz.
—Cierra la boca o haré que te azoten.
Arthur palideció y guardó silencio.
—A partir de mañana —decidió William—, vamos a empezar a recorrer el Condado. Iremos a visitar cada una de las aldeas de mi propiedad y a sacudirlas para que se pongan en marcha. Tal vez tú no sepas cómo tratar a esos campesinos embusteros y quejumbrosos, pero yo sí. Pronto averiguaremos hasta qué punto se encuentra empobrecido mi Condado. Y, si me has mentido, juro por Dios que serás el primer ahorcado de los muchos que van a verse.
Además de Arthur, se llevó consigo a su escudero Walter, así como a los otros cuatro caballeros que habían luchado junto a él durante el pasado año. Ugly Gervase, Hugh Axe, Gilbert de Rennes y Miles Dice.
Todos ellos eran hombres grandotes y violentos, prontos a la cólera y dispuestos siempre a pelear. Cabalgaban con sus mejores caballos e iban armados hasta los dientes para imponer el terror entre los campesinos. William tenía el convencimiento de que un hombre se encontraba indefenso si la gente no le tenía miedo.
Era un día caluroso de fines de verano y, en los campos, se veían las gavillas de trigo. Aquella abundancia de riqueza visible enfureció más a William, al carecer él de dinero. Alguien tenía que estar robándole. A esas alturas, deberían sentirse ya demasiado atemorizados para atreverse a hacerlo. Su familia había obtenido el Condado al caer en desgracia Bartholomew. Sin embargo, él no tenía un céntimo mientras que el hijo de Bartholomew nadaba en la abundancia. La idea de que la gente le estuviera robando y que, al mismo tiempo, se rieran de su ignorancia, lo sacaba de quicio. Su cólera iba en aumento conforme cabalgaba.
Decidió empezar por Northbrook, una pequeña aldea bastante alejada del castillo. Los aldeanos componían una mezcla de siervos y hombres libres. William era el propietario de los siervos, los cuales nada podían hacer sin su permiso. En ciertas épocas del año, le debían un determinado número de horas de trabajo, además de una parte de sus propias cosechas. Los hombres libres sólo tenían que pagarle el alquiler, en dinero o en especie. Cinco de ellos iban retrasados en el pago. William suponía que ellos habían creído que podrían salirse con la suya al estar tan lejos del castillo. Sería un buen lugar para empezar la danza.
Había sido una larga cabalgada y el sol ya estaba alto cuando se acercaban a la aldea. Había veinte o treinta casas rodeadas de tres grandes campos, todos ellos cubiertos ya de rastrojos. Cerca de las casas, en el lindero de uno de los campos, había tres grandes robles agrupados. Al aproximarse más, William vio que la mayoría de los aldeanos se encontraban sentados a la sombra de los robles, al parecer comiendo. Espoleó a su caballo, recorrió a medio galope los últimos metros, y los demás le siguieron. Se detuvieron frente a los reunidos en medio de una nube de polvo.
Aquellas gentes se pusieron torpemente en pie, tragándose con precipitación su pan bazo e intentando quitarse el polvo de los ojos. La mirada recelosa de William observó un pequeño y curioso drama. Un hombre de mediana edad, de barba negra, habló en voz baja, pero con tono apremiante, a una rolliza muchacha que tenía en los brazos un gordito bebé de mejillas coloradas. Un joven se les acercó; pero el hombre de más edad se apresuró a obligarle a que se alejara. Luego, la muchacha, protestando al parecer, se alejó en dirección a las casas y desapareció entre el polvo. William quedó intrigado. Había algo furtivo en toda aquella escena y le hubiera gustado que madre estuviera allí para interpretarlo.
Decidió no hacer nada por el momento. Luego, habló a Arthur en voz lo bastante alta para que todos pudieran oírlo.
—Cinco de mis arrendatarios libres están retrasados en sus pagos, ¿no es así?
—Sí, señor.
—¿Quién es el peor?
—Athelstan hace dos años que no paga pero ha tenido muy mala suerte con sus cerdos…
William le interrumpió imponiendo su voz sobre la de Arthur.
—¿Quién de vosotros es Athelstan?
Se adelantó un hombre alto, de hombros hundidos, de unos cuarenta y cinco años. Estaba perdiendo pelo y tenía los ojos acuosos.
—¿Por qué no me pagas la renta? —inquirió William.
—Es una propiedad pequeña, señor, y no tengo gente que me ayude, ahora que mis muchachos se han ido a trabajar a la ciudad. Además hubo la fiebre porcina y…
—Un momento —le interrumpió William—. ¿A dónde fueron tus hijos?
—A Kingsbridge, señor, para trabajar en la nueva catedral, porque quieren casarse como tienen que hacer los jóvenes, y mi tierra no da para sostener a tres familias…
William almacenó en su memoria, para analizarla más adelante con detenimiento, la información de que aquellos jóvenes habían ido a trabajar en la catedral de Kingsbridge.
—De cualquier manera, tu propiedad es lo bastante grande para mantener a una familia. Sin embargo, sigues sin pagarme la renta.
Athelstan empezó a hablar de nuevo de sus cerdos. William lo contemplaba con expresión malévola sin escuchar siquiera. Sé por qué no has pagado, se dijo, sabías que tu señor estaba enfermo y decidiste estafarle mientras se encontraba incapacitado para hacer valer sus derechos. Los otros cuatro estafadores pensaron lo mismo. ¡Nos robasteis cuando éramos débiles!
Por un momento sintió una enorme compasión de sí mismo.
Estaba seguro de que los cinco lo habían estado pasando en grande con su habilidad para robarles. Pues bien, ahora aprenderían la lección.
—Vosotros, Gilbert y Hugh, coged a ese campesino y mantenedlo quieto —ordenó con voz tranquila.
Athelstan todavía seguía hablando. Los dos caballeros desmontaron y se acercaron a él. La historia de la fiebre porcina no llegó a su fin. Los caballeros lo cogieron por los brazos. El hombre palideció de miedo.
William habló a Walter con la misma voz tranquila.
—¿Tienes tus guantes de cota de malla?
—Sí, señor.
—Póntelos. Dale a Athelstan una lección. Pero asegúrate de que queda vivo para que haga correr la noticia.
—Sí, señor.
Walter sacó de sus alforjas un par de manoplas de cuero con una excelente malla cosida a los nudillos y al dorso de los dedos, y se los calzó con deliberada lentitud. Los aldeanos observaban atemorizados, y Athelstan empezó a gemir de terror.
Walter se bajó del caballo, se aproximó a Athelstan y le golpeó en el estómago con el puño de malla. El ruido, al descargar el golpe, resonó de manera terrible. Athelstan se dobló en dos y se quedó sin respiración ni siquiera para gritar. Gilbert y Hugh le hicieron enderezarse y Walter le golpeó en la cara. Empezó a sangrar por la nariz y la boca. Entre los que miraban, una mujer que sin duda sería la suya, empezó a chillar precipitándose hacia Walter.
—¡Deteneos! ¡Dejadlo en paz! ¡No lo matéis! —gritaba.
Walter la apartó con violencia. Otras dos mujeres la retuvieron y le hicieron retirarse. Pero ella seguía chillando y forcejeando. Los demás campesinos, sublevándose en silencio, miraban a Walter golpear sistemáticamente a Athelstan hasta que su cuerpo quedó inerte, la cara cubierta de sangre y los ojos cerrados por la inconsciencia.
—¡Soltadlo! —dijo finalmente William.
Gilbert y Hugh soltaron a Athelstan, el cual se desplomó en el suelo y quedó inmóvil. Las mujeres soltaron a la esposa, la cual corrió hacia él sollozando y cayendo de rodillas. Walter se quitó las manoplas y limpió la malla de la sangre y los pequeños restos de piel y carne que habían quedado adheridos.
William perdió todo su interés por Athelstan. Recorrió con la mirada la aldea y vio una construcción de madera de dos pisos, al parecer nueva, levantada al borde del arroyo.
—¿Qué es eso? —preguntó a Arthur señalándola.
—No lo he visto hasta ahora, señor —repuso este nervioso.
William pensó que mentía.
—Es un molino de agua, ¿verdad?
Arthur se encogió de hombros pero su indiferencia resultó poco convincente.
—No imagino qué otra cosa puede ser ahí junto al arroyo.
¿Cómo podía mostrarse tan insolente cuando acababa de ver a un campesino apaleado casi hasta la muerte por orden suya?
—¿Pueden mis siervos construir molinos sin mi permiso? —preguntó casi al borde de la desesperación.
—No, señor.
—¿Y sabes por qué está prohibido?
—Para que tengan que llevar su grano a los molinos del señor y pagarle por la molienda.
—Y el señor obtendrá beneficios.
—Sí, señor. —Arthur habló con el tono condescendiente de quien explica a un niño algo elemental—. Pero si pagan una multa por construir el molino, el señor se beneficiará igualmente.
A William su tono le pareció exasperante.
—No, no se beneficiará lo mismo. La multa nunca alcanzaría a lo que de otra manera habrían de pagar los campesinos. Por eso les gusta construir molinos. Y, también por eso, mi padre jamás lo permitió.
Sin dar tiempo a que Arthur pudiera contestarle, espoleó su caballo y se dirigió al molino. Sus caballeros le siguieron llevando a la zaga a los aldeanos en desordenado grupo.
William desmontó. No cabía la menor duda de lo que era aquella construcción. Una gran rueda giraba a impulsos de la rápida corriente del arroyo. La rueda hacía girar un astil que atravesaba el muro lateral del molino. Era una construcción de madera sólida, hecha para que durara. Quien la había construido esperaba a todas luces ser libre para utilizarla durante años.
El molinero se encontraba en pie, junto a la puerta abierta, con una pretendida expresión de ofendida inocencia. En la habitación, detrás de él, había sacos de grano amontonados de forma ordenada. William desmontó. El molinero se inclinó ante él con un ademán cortés. Pero ¿no había acaso en su mirada un atisbo de desdén? Una vez más, William tuvo la penosa sensación de que aquella gente creía que él era un don nadie y que su incapacidad para imponerles su voluntad le hacía sentirse impotente. Le embargaban la indignación y la frustración. Gritó furioso al molinero.
—¿Qué te hizo pensar que podrías salirte con la tuya? ¿Imaginas que soy tan estúpido? ¿Es eso? ¿Es eso lo que crees?
Y le dio al hombre un puñetazo en la cara.
El molinero lanzó un exagerado grito de dolor y cayó al suelo de manera premeditada.
William, pasando por encima de él, entró en el molino. El astil de la rueda exterior se hallaba conectado, con una serie de ruedas dentadas de madera, al astil de la muela en el piso de arriba. El grano molido caía a través de una tolva a la era a ras del suelo. El segundo piso, que tenía que soportar el peso de la muela, estaba sostenido por cuatro robustos maderos, cogidos sin duda del bosque de William sin su permiso. Si se cortaran esos maderos, toda la construcción se vendría abajo.
William volvió a salir. Hugh Axe (Hacha) llevaba sujeta a su montura el arma de la que había tomado el nombre.
—Dame tu hacha de combate —dijo William.
Hugh se la entregó.
William entró de nuevo y empezó a golpear los maderos de apoyo en el piso superior.
Le producía una satisfacción inmensa sentir los golpes del hacha contra la edificación que con tanto cuidado habían construido los campesinos en su intento de birlarle sus ingresos por molienda. Ahora ya no se ríen de mí, se dijo con bestial regocijo. Walter entró a su vez y se quedó mirando. William hizo una profunda hendidura en uno de los apoyos y luego cortó un segundo hasta la mitad. La plataforma superior, que soportaba el enorme peso de la muela, empezó a oscilar.
—Trae una cuerda —ordenó William.
Walter salió a buscarla.
William atacó los otros dos maderos y ahondó todo lo que se atrevió. La estructura estaba a punto para derrumbarse. Walter regresó con una cuerda. William la ató a uno de los maderos y luego sacó el otro extremo y lo amarró al cuello de su caballo de guerra.
Los campesinos observaban todos aquellos manejos en hosco silencio.
—¿Dónde está el molinero? —preguntó William una vez asegurada la cuerda.
El molinero se acercó manteniendo el aire de quien recibe un trato injusto.
—Átalo y mételo dentro, Gervase —dijo William.
El molinero intentó echar a correr; pero Gervase le puso la zancadilla, se sentó luego sobre él y le ató con correas las manos y los pies. Luego, los dos caballeros le agarraron. El molinero empezó a forcejear y a suplicar clemencia.
—No podéis hacer eso. Es asesinato. Ni siquiera un señor puede ir asesinando a la gente —protestó uno de los aldeanos adelantándose entre los reunidos allí.
—Si vuelves a abrir la boca te meteré adentro con él —le amenazó William apuntándole con un dedo tembloroso.
Por un instante, el hombre pareció desafiante. Luego lo pensó mejor y dio media vuelta.
Los caballeros salieron del molino. William hizo avanzar a su caballo hasta que la cuerda quedó tensa. Después le dio una palmada en la grupa, tensándola aún más.
El molinero empezó a gritar dentro de la casa. Eran alaridos que helaban la sangre. Eran las voces de un hombre poseído por un terror mortal, de un hombre que sabía que en cuestión de minutos iba a quedar aplastado hasta morir.
El caballo agitó la cabeza intentando aflojar la cuerda que le rodeaba el cuello. William le gritó y le asestó un puntapié en las ancas para que hiciera fuerza.
—¡Vosotros, tirad de la cuerda! —voces a sus hombres.
Los cuatro caballeros agarraron la cuerda tensa y unieron sus esfuerzos a los del caballo. Se alzaron en protesta las voces de los aldeanos; pero estaban demasiado aterrados para intervenir. Arthur se encontraba apartado de todos ellos, con aspecto de sentirse mal.
Los gritos del molinero se hicieron más agudos. William se imaginaba el terror ciego que debía embargar al hombre mientras esperaba su espantosa muerte. Se decía que ninguno de aquellos campesinos olvidaría jamás el castigo de los Hamleigh.
El madero crujió con fuerza. Se oyó un fuerte chasquido al romperse. El caballo saltó hacia delante y los caballeros soltaron la cuerda. Empezó a desplomarse una esquina del tejado. Las mujeres comenzaron a lanzar fuertes gemidos. Las paredes de madera del molino se estremecieron. Arreciaron los gritos del molinero. Hubo un potente estruendo al ceder el piso superior. Los chillidos enmudecieron de repente y el suelo tembló al caer la muela sobre la era. Las paredes se astillaron, el tejado se derrumbó y, al cabo de un instante, el molino se había convertido en un montón de leña con un muerto debajo.
William empezó a sentirse mejor.
Algunos aldeanos corrieron junto a las ruinas y empezaron a apartar maderas frenéticamente. Si esperaban encontrar al molinero con vida iban a tener una gran decepción. Su cuerpo tendría un aspecto horripilante. Tanto mejor.
William miró en torno suyo y vio a la muchacha de mejillas coloradas como las del bebé que llevaba en brazos, en pie detrás del gentío, como si intentase pasar inadvertida. Recordó al hombre de la barba negra, seguramente su padre, que tan interesado se mostró en que no fuera vista. Decidió que descubriría el misterio antes de abandonar la aldea. Se encontró con la mirada de ella y le hizo una seña para que se acercara. La muchacha miró hacia atrás con la esperanza de que estuviera llamando a otro.
—Tú —le dijo William—. Ven aquí.
El hombre de la barba negra la vio y gruñó exasperado.
—¿Quién es tu marido, zagala?
—No tiene ma… —empezó a decir el padre.
Sin embargo llegó demasiado tarde, porque la muchacha ya había contestado.
—Edmund.
—Así que estás casada. Pero ¿quién es tu padre?
—Yo lo soy —respondió el hombre de la barba—. Theobald.
William se volvió hacia Arthur.
—¿Es Theobald hombre libre?
—Es un siervo, señor.
—Y cuando la hija de un siervo se casa, ¿no tiene derecho el señor, como su propietario, a gozar de ella la noche de la boda?
Arthur se mostró escandalizado.
—¡Señor! Esa costumbre primitiva no se ha puesto en práctica en esta parte del mundo desde donde alcanza la memoria.
—Una gran verdad —reconoció William—. En su lugar, el padre paga una multa. ¿Cuánto pagó Theobald?
—Aún no la ha pagado, señor; pero…
—¡No la has pagado! Y la zagala tiene ya un hijo gordinflón de mejillas coloradas.
—Nunca tuvimos el dinero, señor. Ella estaba encinta de Edmund y querían casarse. Pero ahora podemos pagar porque hemos recogido la cosecha —dijo Theobald.
William sonrió a la muchacha.
—Déjame ver al niño.
Ella lo miró temerosa.
—Vamos. Dámelo.
La muchacha tenía miedo pero le resultaba imposible decidirse a entregarle al crío. William se le acercó más y le quitó con delicadeza el chiquillo. La moza lo miró con ojos aterrorizados pero no se resistió. El bebé empezó a gritar. William lo sostuvo por un instante. Luego, lo agarró por los tobillos con una mano y con movimiento rápido lo lanzó al aire, todo lo que le fue posible. La muchacha lanzó un alarido semejante al de un fantasma agorero anunciando la muerte, siguiendo con la mirada la trayectoria hacia arriba del pequeñín. El padre corrió con los brazos extendidos, intentando recogerlo cuando cayera.
Mientras la muchacha miraba hacia arriba gritando, William la agarró por el traje y se lo rasgó. Tenía un cuerpo juvenil, redondeado y sonrosado.
El padre logró recoger al bebé, poniéndolo a salvo. La joven intentó echar a correr. Pero William la alcanzó y la tiró al suelo.
El padre entregó el niño a una mujer y se volvió a mirar a William.
—Como no pude ejercer mi derecho de pernada en la noche de bodas, y tampoco me ha sido pagada la multa, ahora me cobraré lo que se me debe —dijo William.
El padre se precipitó hacia él. William desenvainó su espada. El padre se detuvo. William miró a la zagala, caída en el suelo, intentando cubrir su desnudez con las manos. El miedo de ella le excitaba.
—Y, cuando haya terminado, también la disfrutarán mis caballeros —dijo con sonrisa satisfecha.
En tres años, Kingsbridge había cambiado hasta el punto de estar irreconocible.
William no había estado allí desde Pentecostés, cuando Philip y su ejército de voluntarios frustraron los planes de Waleran Bigod. Había entonces cuarenta o cincuenta casas de madera que rodeaban como un enjambre la puerta del priorato y se desperdigaban por el sendero cenagoso que conducía, ladera abajo, hasta el puente. Sin embargo, en esos momentos, al acercarse a la aldea, vio a través de los campos ondulantes, que había al menos tres veces más de casas. Formaban una franja parda a lo largo del muro de piedra gris del priorato y cubrían por completo el espacio entre este y el río. Algunas de aquellas casas parecían grandes. En el interior del recinto del priorato, había nuevos edificios de piedra y los muros de la iglesia daban la impresión de estar alzándose con rapidez. Junto al río, había dos nuevos muelles. Kingsbridge se estaba convirtiendo en una ciudad.
El aspecto de aquel lugar le confirmaba la sospecha que venía albergando desde que regresó de la guerra. Durante su recorrido cobrando rentas atrasadas y aterrorizando a los siervos desobedientes, había estado oyendo hablar de Kingsbridge. Los jóvenes desposeídos de tierras iban allí a trabajar; familias pudientes enviaban a sus hijos a la escuela del priorato; los pequeños propietarios vendían sus huevos y sus quesos a los hombres que trabajaban en la construcción.
Y todo aquel que podía, acudía allí en las fiestas de guardar a pesar de que no hubiera catedral. El de hoy era un día sagrado, el de la Sanmiguelada, que ese año caía en domingo. En aquella mañana tibia, de principios de otoño, el tiempo era bueno para viajar, de manera que habría un buen gentío. William esperaba averiguar qué era lo que les impulsaba a acudir a Kingsbridge.
Con él cabalgaban sus cinco hombres. Habían llevado a cabo un trabajo de primera en las aldeas. Las noticias del recorrido de William se habían propagado con extraordinaria rapidez y, a los pocos días, la gente sabía a qué atenerse. Ante la próxima llegada de William solían enviar a sus hijos y a las mujeres jóvenes a ocultarse en el bosque. William gozaba infundiendo pavor en los corazones de las gentes. De esa manera los mantenía en su lugar. ¡Ahora ya sabían bien quién estaba al mando!
Cuando el grupo se acercaba a Kingsbridge, puso su caballo al trote y los demás le imitaron. Llegar veloces siempre resultaba más impresionante. Las gentes se retiraban apretándose en los linderos del camino, o se lanzaban hacia los campos para apartarse de los grandes caballos, cuyos cascos resonaban estruendosos por el puente de madera, dando sus jinetes de lado al funcionario que se encontraba en la garita para el cobro del portazgo. Pero se vieron obligados a reducir de pronto la marcha al encontrar la angosta calle bloqueada ante ellos por una carreta cargada de barriles de cal, tirada por dos poderosos bueyes de movimientos lentos.
William miró en derredor mientras seguían al carro en su ascenso por la ladera de la colina. Casas nuevas, construidas de forma apresurada, llenaban los espacios existentes entre las antiguas. Pudo ver una pollería, una cervecería, una herrería y una zapatería. Existía un inconfundible ambiente de prosperidad. William sintió envidia. Sin embargo no había mucha gente por la calle. Tal vez estuvieran todos arriba, en el priorato. Con sus caballeros a la zaga siguió a la carreta de bueyes a través de las puertas del priorato. No era la clase de entrada que a él le gustaba hacer, y sintió un atisbo de inquietud ante la posibilidad de que la gente se diera cuenta y se riera de él.
Pero, por fortuna, nadie miró.
En claro contraste con la ciudad desierta al otro lado de los muros, en el recinto del priorato reinaba la más afanosa actividad. William detuvo su caballo y miró alrededor intentando captarlo todo. Había tanta gente y tanto trasiego de un lado a otro que, en un principio, le pareció algo desconcertante. Luego, el panorama se dividió en tres secciones.
En la zona más cercana a él, en el extremo oeste del recinto del priorato, había un mercado. Los puestos formaban hileras perfectas de norte a sur, y varios centenares de personas circulaban por los pasillos comprando comida y bebida, sombreros y zapatos, cuchillos, cinturones, patitos, cachorros, ollas, pendientes, lana, hilos, cuerda y otros muchos artículos de primera necesidad, y también superfluos.
Era evidente que el mercado florecía y que todos los peniques, medios peniques y cuartos de penique que cambiaban de manos debían sumar una gran cantidad de dinero. No era de extrañar, se dijo William con amargura, que en Shiring el mercado estuviera de capa caída cuando allí, en Kingsbridge, había una alternativa floreciente. Las rentas que pagaban los propietarios de puestos, los portazgos por suministros y los impuestos sobre las ventas que debería ingresar la tesorería del conde de Shiring iban a parar a los cofres del priorato de Kingsbridge.
Pero un mercado necesitaba de una licencia del rey, y William estaba seguro de que el prior Philip no la tenía. Probablemente pensaría solicitarla tan pronto como le pescaran, al igual que el molinero de Northbrook. Por desgracia, no le resultaría tan fácil a William dar una lección a Philip.
Más allá del mercado, había una zona de tranquilidad. Adyacente a los claustros, donde sin duda estuvo la crujía de la vieja iglesia, había un altar debajo de un dosel. Un monje de pelo blanco se encontraba en pie delante de él leyendo un libro. En el extremo más alejado del altar, unos monjes, formando filas perfectas, cantaban himnos; pero, a aquella distancia, la música quedaba ahogada por los ruidos procedentes de la plaza del mercado. Era una pequeña congregación.
Aquello debían ser nonas, un oficio sagrado reservado a los monjes, se dijo William. Como era natural, todo trabajo y toda actividad quedarían suspendidas, en el mercado, durante el principal servicio sagrado de la Sanmiguelada.
En el área más alejada del recinto del priorato, se estaba construyendo el extremo oriental de la catedral. En eso era en lo que el prior Philip estaba gastando lo que arañaba del mercado, se dijo con acritud William. Los muros tenían diez o doce metros de altura, y era ya posible ver la silueta de las ventanas y la línea de la arcada. Las intricadas estructuras, de aspecto ligero, del andamiaje de madera, colgaban de forma precaria del trabajo en piedra, semejantes a nidos de gaviotas sobre un risco cortado a pico. Por todo el recinto pululaban trabajadores. William pensó que había algo extraño en su aspecto. Al cabo de un momento se dio cuenta de que se trataba del colorido de sus trajes. Desde luego, aquellos no eran los peones habituales. Los trabajadores que cobraban tendrían ese día festivo.
Aquellas gentes eran voluntarios.
No había esperado que hubiera tantos. Centenares de hombres y mujeres acarreaban piedras, cortaban madera y hacían rodar barricas. También subían carros llenos de arena, desde el río. Todos ellos trabajando sin cobrar un céntimo, sólo para obtener el perdón de sus pecados.
El astuto prior había imaginado un hábil plan, pensó William con envidia. La gente que acudiera a trabajar en la catedral gastaría dinero en el mercado. La gente que acudiera al mercado dedicaría algunas horas a la catedral, por sus pecados. Una mano lava a la otra.
Cabalgó atravesando el cementerio, hasta llegar al enclave de la construcción, curioso por verla más de cerca.
Los ocho pilares macizos de la arcada desfilaban a cada lado en cuatro parejas opuestas. Desde lejos, William había pensado que podía ver los arcos redondeados uniendo un pilar con el otro; pero, en ese momento, se dio cuenta de que los arcos no habían sido construidos todavía. Lo que había visto era la cimbra en madera, a la que habían dado la forma que esto iba a tener, y sobre la que descansarían las piedras mientras se construían los arcos y la argamasa se endurecía. La cimbra no descansaba sobre el suelo, sino que se apoyaba en los moldes de proyectura de los capiteles en la parte superior de los pilares.
Los muros exteriores de los pasillos iban alzándose paralelos a la arcada, con espacios regulares para las ventanas. Entre hueco y hueco, se proyectaba un contrafuerte desde el muro. Mirando a través de los extremos abiertos de los muros sin terminar, William pudo ver que no eran de piedra maciza, sino muros dobles con un espacio entre sí. Al parecer la cavidad se rellenaba con escombros y argamasa.
El andamiaje estaba hecho con recias estacas unidas con caballetes de vástagos flexibles y juncos tejidos colocados a través de las estacas. William observó que en todo ello debían haber gastado cuantioso dinero.
Cabalgó alrededor del exterior del presbiterio, seguido de sus caballeros. Contra los muros, había cabañas colgadizas de madera, y viviendas para los artesanos. La mayoría de ellas estaban en aquellos momentos cerradas a cal y canto, porque ese día no había albañiles colocando piedras ni carpinteros haciendo cimbras. Sin embargo, los artesanos supervisores, el maestro albañil y el maestro carpintero, se encontraban dando instrucciones a los peones voluntarios, y les decían dónde tenían que almacenar la piedra, la madera, la arena y la cal que estaban acarreando desde las orillas del río.
William cabalgó alrededor del extremo este de la iglesia hasta el lado sur, donde su camino se vio bloqueado por los edificios monásticos. Entonces dio media vuelta, maravillado por la astucia del prior Philip, que tenía a sus maestros artesanos ocupados en domingo y a más trabajadores laborando sin paga.
Mientras reflexionaba acerca de lo que iba viendo, le pareció clarísimo que el prior Philip era responsable en gran medida del declive en la buena fortuna del Condado de Shiring. Las granjas estaban perdiendo a sus hombres jóvenes en favor de la construcción; y Shiring, la joya del Condado, estaba siendo eclipsada por la nueva ciudad de Kingsbridge, en rápido crecimiento. Los residentes en ella pagaban rentas a Philip, no a William, y la gente que compraba y vendía mercancías en su mercado proporcionaba ingresos al priorato y se los quitaba al Condado. Philip tenía la madera, las granjas ovinas y la cantera que un día fueron fuentes de riqueza para el conde.
William, acompañado de sus hombres, cabalgó de nuevo a través del recinto, hasta el mercado. Decidió echarle un vistazo más de cerca. Hizo entrar al caballo entre los vendedores. Marchaba muy despacio. La gente no se apartaba temerosa para abrirle paso. Cuando el caballo les empujaba, miraban a William con irritación o fastidio, más que con temor, y se apartaban del camino cuando les parecía bien, en actitud un tanto condescendiente. Allí no aterraba a nadie. Aquello le puso nervioso. Si la gente no se asustaba, era imposible predecir lo que podía hacer.
Recorrió una hilera y volvió por la siguiente, siempre con sus caballeros a la zaga. Le contrariaban los parsimoniosos movimientos del gentío. Habría ido más rápido andando; pero estaba seguro de que, en ese caso, aquellas gentes insubordinadas de Kingsbridge hubieran sido lo bastante insolentes como para darle empellones.
Se encontraba a mitad del recorrido en el pasillo de regreso cuando vio a Aliena.
Tiró bruscamente de las riendas y se quedó mirándola pasmado.
Ya no era aquella joven delgada, tensa y asustada, calzando zuecos que había visto allí mismo, en Pentecostés, hacía ya tres años. Su cara, enflaquecida entonces por la tensión, estaba de nuevo más llena y tenía un aspecto feliz y saludable. Los ojos oscuros le brillaban alegres, y los bucles danzaban alrededor de su rostro cuando movía la cabeza.
Estaba tan hermosa que la cabeza de William era un torbellino de deseo.
Vestía un traje escarlata, con ricos bordados y, en sus expresivas manos, centelleaban sortijas. La acompañaba una mujer de más edad, que permanecía en pie algo separada de ella, como una sirviente.
Mucho dinero, había dicho madre. Así era como Richard había podido convertirse en escudero y unirse al ejército del rey Stephen, equipado con hermosas armas. Maldita sea. Era una joven en la miseria, sin dinero ni poder…, ¿cómo lo había logrado? Se encontraba ante un puesto que vendía agujas de hueso, hilo de seda, dedales de madera y otros artículos para coser, discutiendo alegremente sobre los artículos con el judío de baja estatura y pelo oscuro que los vendía. Su actitud era firme, y se mostraba tranquila y segura de sí misma. Había recuperado las maneras que tuvo como hija del conde.
Parecía mucho mayor. Bueno, es que lo era. William tenía veinticuatro; así que ella debía andar ahora por los veintiuno. Pero representaba más edad aún. Ya no quedaba en ella nada de la niña que él había conocido. Era una mujer.
Aliena levantó la vista y se tropezó con su mirada.
La última vez que eso ocurrió, Aliena, ruborizada de vergüenza, había huido. En esta ocasión, siguió a pie firme sin apartar la vista. William intentó esbozar una sonrisa de complicidad. El rostro de ella expresó un desprecio abrumador.
William sintió que enrojecía. Seguía tan altanera como siempre, y se mofaba de él como lo hizo cinco años atrás. La había humillado y desflorado. Pero ya no se mostraba aterrada por su presencia. Quería hablarle y decirle que podía hacerle lo que ya le había hecho una vez. Pero no estaba dispuesto a gritárselo por encima de las cabezas de la multitud. La impávida mirada de ella le hacía sentirse empequeñecido. Intentó un gesto de desprecio; pero no le fue posible. Se daba cuenta de que estaba haciendo una estúpida mueca. Lleno de una profunda conturbación, dio media vuelta y espoleó a su caballo; pero aún así el gentío le obligó a aminorar la marcha, y la destructiva mirada de Aliena le abrasaba la nuca mientras iba alejándose de ella palmo a palmo.
Cuando al fin logró salir de la plaza del mercado, se encontró frente a frente con el prior Philip.
El pequeño galés se encontraba allí plantado, con los brazos en jarra y el pecho abombado en actitud agresiva. William vio que no estaba tan delgado como tiempo atrás y que el poco pelo que le quedaba se le estaba volviendo prematuramente gris. Tampoco parecía ya demasiado joven para su cargo. En esos momentos sus ojos azules brillaban por la ira.
—Lord William —le llamó en tono desafiante.
William logró apartar de su mente el pensamiento de Aliena y recordó que tenía una acusación que formular contra Philip.
—Me alegro de encontraros, prior.
—Y yo a vos —dijo furioso Philip, a pesar de que fruncía el ceño un poco dubitativo.
—Estáis levantando aquí un mercado —dijo William en tono reprobador.
—¿Y qué?
—No creo que el rey Stephen haya dado licencia para establecer un mercado en Kingsbridge. Ni tampoco ningún otro rey, que yo sepa.
—¿Cómo os atrevéis? —explotó Philip.
—Yo o cualquiera…
—¡Vos! —gritó Philip ahogando su voz—. ¿Cómo os atrevéis a venir aquí y hablar de una licencia…, vos que durante todo el mes pasado habéis recorrido este Condado provocando incendios, cometiendo robos, violaciones y al menos un asesinato?
—Eso no tiene nada que ver con…
—¡Cómo es posible que os atreváis a venir a un monasterio y hablar de licencias! —gritó Philip.
Dio un paso adelante señalando con dedo acusador a William, cuyo caballo le esquivó nervioso. La voz de Philip era más penetrante que la de William, a quien le resultaba imposible decir palabra; empezó a formarse un gentío de monjes, trabajadores voluntarios y clientes del mercado para seguir el altercado. Philip se mostraba imparable.
—Después de todo lo que has hecho sólo hay una cosa que deberías decir: He pecado, padre. ¡Deberías caer de rodillas en este priorato! Deberías suplicar el perdón si quieres escapar a las llamas del infierno.
William palideció. Siempre que se mencionaba el infierno le embargaba un terror incontrolable. Trató desesperadamente de interrumpir el torrente de palabras de Philip.
—Pero ¿qué me dice de su mercado? ¿Qué hay de su mercado? —insistió en preguntar.
Philip apenas le oyó. Se hallaba poseído de una fortísima indignación.
—¡Suplica el perdón por las terribles cosas que has hecho! —gritó—. ¡De rodillas! ¡De rodillas o arderás en el infierno!
William estaba tan aterrado que ya no dudaba de que iba a sufrir el fuego del infierno si no se arrodillaba y rezaba en ese mismo instante delante de Philip. Sabía que tenía que confesarse porque había matado a muchos hombres en la guerra, además de los pecados cometidos durante su recorrido por el Condado. ¿Qué pasaría si muriera antes de haber confesado? Se sentía demasiado sobrecogido ante la idea de las llamas eternas y los demonios con sus afilados cuchillos.
Philip se dirigió hacia él con el dedo enhiesto y le gritó.
—¡De rodillas!
William hizo retroceder a su caballo. Miró desesperado en torno suyo. La gente le cercaba por todas partes. Sus caballeros estaban detrás de él con aspecto confundido. No sabían qué hacer frente a aquella amenaza espiritual lanzada por un monje desarmado. William se sintió incapaz de soportar más humillaciones; después de lo de Aliena aquello era demasiado. Tiró de las riendas haciendo que su poderoso caballo de guerra anduviera hacia atrás de forma grosera. La multitud se dividió ante sus potentes cascos. Cuando sus patas delanteras golpearon de nuevo el suelo, William le espoleó con dureza y el animal se lanzó hacia delante. Los mirones se dispersaron; volvió a espolearlo y el caballo avanzó a medio galope. Descompuesto por la vergüenza atravesó veloz la puerta del priorato seguido de sus caballeros. Asemejaban una jauría de perros rabiosos ahuyentados por una vieja con una escoba.
William confesó sus pecados, tembloroso y abrumado por el miedo, sobre el suelo frío de la pequeña capilla del palacio episcopal. El obispo Waleran escuchaba en silencio, y su rostro era una máscara de aversión mientras William enumeraba todas las muertes, palizas y violaciones de que era culpable. William, incluso mientras se confesaba, sentía la más profunda repugnancia hacia aquel obispo arrogante con sus manos limpias y blancas cruzadas sobre el corazón y un leve palpitar en las traslucidas aletas de la nariz, como si olfateara mal olor en el aire polvoriento. A William le atormentaba tener que suplicar a Waleran la absolución pero sus pecados eran de tal categoría que ningún sacerdote corriente podría perdonarlos. Así que se arrodilló, poseído por el temor, cuando Waleran le ordenó que encendiera una vela a perpetuidad en la capilla de Earlcastle. Luego, le dijo que había quedado absuelto de sus pecados.
El miedo, como si de niebla se tratara, se fue levantando poco a poco.
Salieron de la capilla al ambiente cargado de humo del gran salón y se sentaron junto al fuego. El otoño se disponía a dar paso al invierno, y hacía frío en la inmensa casa de piedra. Un pinche de cocina les llevó pan caliente especiado, hecho con miel y jengibre. Al fin William empezaba a sentirse a gusto. Entonces recordó sus otros problemas: Richard, el hijo de Bartholomew, estaba tratando de hacer valer su derecho al Condado, y William era demasiado pobre para reunir un ejército lo bastante grande como para que impresionara al rey. Durante el mes anterior había rastrillado considerables sumas de dinero, pero seguían sin ser suficientes.
—Ese condenado monje le está chupando la sangre al Condado de Shiring —comentó con un suspiro.
Waleran cogió pan con una mano pálida de dedos largos como una garra.
—Me he estado preguntando cuánto tiempo ibas a tardar en llegar a esa conclusión.
Claro que a Waleran se le habría ocurrido aquello mucho antes.
Se mostraba tan superior. William hubiera preferido no hablar con él, pero necesitaba la opinión del obispo sobre un punto legal.
—El rey nunca concedió licencia para establecer un mercado en Kingsbridge, ¿verdad?
—Que yo sepa, no.
—Entonces Philip está quebrantando la ley.
Waleran encogió sus huesudos hombros cubiertos de negro.
—Sí, hasta donde yo tengo conocimiento.
Waleran se mostraba muy poco interesado, pero William siguió hurgando.
—¡Hay que impedírselo!
Waleran sonrió con suficiencia.
—No podéis tratarlo del mismo modo que a un siervo que ha casado a su hija sin vuestro permiso.
William enrojeció. Waleran se refería a uno de los pecados que acababa de confesar.
—Entonces, ¿cómo hay que tratarlo?
Waleran reflexionó.
—Los mercados son prerrogativa del rey. En tiempo de mayor tranquilidad, tal vez él mismo se ocupara de ello.
William rio burlón. Pese a toda su inteligencia, Waleran no conocía al rey como él.
—Ni siquiera en tiempo de paz, le parecería bien que le presentara una queja respecto a un mercado que carece de licencia.
—Bien, entonces su delegado para los asuntos locales es el sheriff de Shiring.
—¿Qué puede hacer?
—Puede presentar una denuncia contra el priorato ante el tribunal de justicia del Condado.
William negó con la cabeza.
—Eso es lo que menos me interesa. El tribunal le impondría una multa, el priorato la pagaría y el mercado continuaría prosperando. Es casi como si se le concediera la licencia.
—Lo malo es que, en realidad, no existen motivos para impedir que Kingsbridge tenga un mercado.
—¡Sí que los hay! —exclamó indignado William—. Reduce el comercio en el mercado de Shiring.
—Shiring está a un día entero de viaje desde Kingsbridge.
—La gente recorre largos caminos.
Waleran volvió a encogerse de hombros. William se había dado cuenta de que hacía ese gesto cuando no se hallaba conforme con algo.
—De acuerdo con la tradición, un hombre pasará una tercera parte del día caminando hacia el mercado, otra tercera parte del día en el mercado y la última tercera parte del día regresando a casa. Por lo tanto, un mercado da servicio a la gente durante una tercera parte del día del viaje, que se calcula son siete millas. Si dos mercados se encuentran separados por más de catorce millas, entonces las zonas de captación no se superponen. Shiring está a veinte millas de Kingsbridge. De acuerdo con la regla, Kingsbridge tiene derecho a un mercado, y el rey debería concedérselo.
—El rey hace lo que quiere —replicó William jactancioso.
Pero se quedó preocupado. No sabía nada de la regla. Con ella se fortalecía la posición del prior Philip.
—De cualquier modo, no estamos tratando con el rey sino con el sheriff —apuntó Waleran; frunció el entrecejo y añadió—: El sheriff puede ordenar al priorato que desista de crear un mercado sin licencia.
—Eso es una pérdida de tiempo —objetó William desdeñoso—. ¿Quién hace caso de una orden que no está respaldada por una amenaza?
—Es posible que Philip.
William no creyó semejante cosa.
—¿Por qué habría de hacerlo?
Los labios exangües de Waleran esbozaron una sonrisa burlona.
—No sé si seré capaz de explicároslo bien. Philip cree que la ley debe cumplirse, que ha de imperar.
—Una idea estúpida —respondió con impaciencia William—. El rey es el rey.
—Os dije que no os lo haría entender.
El aire de suficiencia de Waleran enfureció a William, que se puso en pie y se acercó a la ventana. Al mirar por ella, vio, en la cima de la colina cercana, los terraplenes donde Waleran, cuatro años atrás, empezó a construirse un castillo, confiando en sufragar los gastos con los ingresos del Condado de Shiring. Philip había hecho fracasar sus planes; y ahora la hierba había vuelto a crecer sobre los montículos de tierra, y el seco foso estaba lleno de zarzas. William recordó que Waleran había esperado edificar con la piedra procedente de la cantera del Condado de Shiring. Y ahora era Philip quien la poseía.
—Si fuera otra vez dueño de la cantera, podría utilizarla como garantía y pedir dinero prestado para reunir un ejército —musitó.
—¿Por qué no la recuperáis? —le pregunto Waleran.
William meneó la cabeza.
—Lo intenté en una ocasión.
—Y Philip os ganó por la mano. Pero ahora ya no hay allí monjes. Podéis enviar una partida de hombres para expulsar a los canteros.
—¿Pero cómo impediría que Philip volviera a tomar posesión al igual que hizo la última vez?
—Construid una cerca alta alrededor de la cantera y mantened vigilancia permanente.
Era posible, pensó William con avidez. Y resolvería su problema de una vez por todas. No obstante se detuvo a meditar: ¿Qué motivo impulsaba a Waleran a sugerir aquello? Madre le había advertido que anduviera con ojos con aquel obispo poco escrupuloso. Lo único que necesitas saber de Waleran Bigod, le había dicho, es que cuanto hace lo ha calculado antes con minucioso cuidado. En él no hay nada espontáneo, nada improvisado, nada casual, nada superfluo. Y, sobre todo, nada generoso.
Pero Waleran odiaba a Philip y había jurado que le impediría construir su catedral. Ese era motivo suficiente.
William lo miró pensativo. Su carrera se encontraba atascada.
Había llegado a obispo muy joven; pero Kingsbridge era una diócesis insignificante y empobrecida y, con toda seguridad, Waleran la había considerado tan sólo un peldaño para dignidades más altas. Sin embargo, era el prior, y no el obispo, quien estaba adquiriendo riquezas y fama. Waleran se apagaba, ensombrecido por Philip, al igual que William. Ambos tenían motivo para querer destruirlo.
William decidió una vez más sobreponerse a la repugnancia que le inspiraba Waleran, en beneficio de sus propios intereses a largo plazo.
—Muy bien —dijo—. Eso puede dar resultado. Pero supongamos que entonces Philip va a quejarse al rey.
—Diréis que lo habéis hecho como represalia por el mercado que Philip ha creado sin licencia —apuntó Waleran.
William asintió.
—Cualquier excusa valdrá, siempre que yo vuelva a la guerra con un ejército lo bastante numeroso.
Los ojos de Waleran brillaron de malicia.
—Tengo la impresión de que Philip no construirá esa catedral si ha de comprar la piedra al precio del mercado. Y, si deja de construir, Kingsbridge empezara a declinar. Eso solucionará todos vuestros problemas.
William no estaba dispuesto a mostrar gratitud.
—Aborrecéis de veras a Philip, ¿verdad?
—Se interpone en mi camino —se limitó a decir Waleran; pero, por un instante, William tuvo un atisbo de la descarnada crueldad que latía bajo los modales fríos y calculadores del obispo.
William volvió a fijar la mente en las cuestiones prácticas.
—Allí debe de haber unos treinta canteros, algunos con sus mujeres e hijos.
—¿Y qué?
—Puede que haya derramamiento de sangre.
Waleran enarcó sus negras cejas.
—¿De veras? Entonces habré de darte la absolución.
A fin de llegar con el alba, se pusieron en marcha cuando todavía estaba oscuro. Enarbolaban antorchas que ponían nerviosos a los caballos. Además de Walter y los otros cuatro caballeros, William llevaba consigo seis hombres de armas. Caminando detrás de ellos, iban una docena de campesinos que habrían de cavar el foso y levantar la cerca.
William creía con firmeza en una planificación militar cuidadosa, lo cual era precisamente el motivo de que él y sus hombres fueran tan útiles al rey Stephen; pero, en esta ocasión, no tenía plan alguno de batalla. Unos cuantos canteros y sus familias no podían oponer mucha resistencia, y William no podía dejar de recordar lo que le dijo el líder de los canteros… ¿Se llamaba Otto? Sí, Otto Blackface. Pues Otto se había negado a luchar el primer día que Tom Builder llevó a sus hombres a la cantera.
Amaneció una helada mañana de diciembre, con jirones de niebla colgando de los árboles, semejantes a la ropa tendida de la gente pobre. William aborrecía aquella época del año. Hacía frío por la mañana, oscurecía muy pronto y en el castillo siempre había humedad. Se servían demasiada carne y demasiado pescado en salazón. Su madre siempre estaba enfadada y los sirvientes malhumorados. Sus caballeros se mostraban pendencieros. Esa pequeña escaramuza les vendría bien. Y también a él. Ya había gestionado un préstamo de doscientas libras con los judíos de Londres, con la cantera como la garantía. Antes de que el día finalizara, tendría asegurado su futuro. Cuando les faltaba alrededor de una milla para llegar a la cantera, William se detuvo, eligió dos hombres y los envió a pie, a modo de avanzadilla.
—Tal vez haya un centinela o algunos perros —les advirtió—. Tened preparado un arco con la flecha dispuesta en la cuerda.
Un poco más adelante, el camino torcía a la izquierda, y terminaba de repente ante la ladera cortada a pico de una colina mutilada. Era la cantera. Reinaba el más absoluto silencio. Junto al camino, los hombres de William sujetaban a un asustado rapaz, seguramente un aprendiz al que habían enviado a montar guardia. A sus pies, un perro se desangraba con una flecha clavada en el cuello.
La partida que había emprendido la incursión, se acercó sin preocuparse por guardar silencio. William detuvo el caballo y examinó el panorama. Había desaparecido gran parte de la colina desde la última vez que la vio. El andamiaje subía por la ladera hasta zonas inaccesibles y descendía luego hasta una profunda hondonada abierta al pie. Cerca de la carretera, se encontraban almacenados bloques de piedra de distintas formas y tamaños; dos macizas carretas de madera, con inmensas ruedas, estaban cargadas de piedra y dispuestas para salir. Todo aparecía cubierto de polvo gris, incluso los arbustos y los árboles. Habían talado una gran área de bosque. «Mi bosque», pensó furioso William, y había diez o doce construcciones de madera, algunas con pequeños huertos, uno de ellos con una pocilga. Era una pequeña aldea.
Probablemente, el centinela se había quedado dormido y su perro también.
—¿Cuántos hombres hay aquí, zagal? —le preguntó William.
El mozo, aunque se hallaba asustado, parecía valiente.
—Vos sois Lord William, ¿verdad?
—Contesta a la pregunta, muchacho, o te cortaré la cabeza con esta espada.
El chico se puso lívido de miedo, pero contestó con una voz de tembloroso desafío.
—¿Va a tratar de robar esta cantera al prior Philip?
¿Qué me pasa?, se preguntó William. Ni siquiera soy capaz de asustar a un flacucho zagal barbilampiño. ¿Por qué la gente cree que puede desafiarme?
—Esta cantera es mía —respondió con tono sibilante—. Olvídate del prior Philip. Ahora ya nada puede hacer por vosotros. ¿Cuántos hombres?
Y en lugar de contestar, el muchacho volvió la cabeza y empezó a vociferar:
—¡Ayuda! ¡Guardia! ¡Nos atacan! ¡Nos atacan!
William se llevó la mano a la espada. Vaciló mirando hacia las casas. Un rostro espantado atisbaba desde una puerta. Arrebató a uno de sus hombres una antorcha llameante y espoleó a su caballo. Cabalgó hacia las casas llevando la antorcha muy alta, mientras veía a sus caballeros detrás de él. Se abrió la puerta de la cabaña más cercana y asomó la cabeza un hombre de ojos legañosos que se hallaba en ropa interior. William arrojó la tea ardiendo por encima de la cabeza del hombre. Cayó en el suelo, detrás de él, sobre la paja, en la cual prendió rápidamente. William, con un grito triunfal siguió cabalgando.
Atravesó el pequeño enjambre de casas. Detrás de él sus hombres cargaban, aullando y arrojando sus antorchas sobre los tejados de barda. Se abrieron todas las puertas y empezaron a salir hombres, mujeres y niños llenos de terror que chillaban tratando de evitar los estruendosos cascos. Iban de una parte a otra, dominados por el pánico, mientras las llamas se extendían. William se detuvo un instante a contemplar la escena. Los animales domésticos corrían por todas partes, y un cerdo frenético cargaba contra cuanto encontraba al paso, en tanto que una vaca, desconcertada, permanecía inmóvil en medio de todo aquel tumulto, moviendo a un lado y a otro su estúpida cabeza. Incluso los hombres jóvenes, que solían componer el grupo más agresivo, parecían confusos y asustados.
Desde luego, el amanecer era la mejor hora para este tipo de asaltos, ya que el hecho de mostrarse medio desnudos disminuía la agresividad de las gentes.
Un hombre de tez morena, con un mechón de pelo negro, salió de una de las cabañas. Llevaba las botas puestas y empezó a dar órdenes. Debía tratarse de Otto Blackface. William no alcanzaba a oír lo que decía, aunque, por sus ademanes, suponía que Otto estaba ordenando a las mujeres que cogieran a los niños y corrieran a refugiarse en los bosques. ¿Pero qué estaría diciendo a los hombres? William lo supo un momento después. Dos jóvenes corrieron hasta una cabaña apartada de las otras y abrieron la puerta que estaba atrancada por fuera. Entraron en ella y salieron de nuevo enarbolando pesados martillos de cortar piedra. Otto envió a otros hombres a la misma cabaña que, a todas luces, era donde se hallaban guardadas las herramientas. Era evidente que se disponían a presentar batalla.
Tres años antes, Otto se había negado a luchar por Philip. ¿Por qué había cambiado de idea?
Fuera como fuera iba a matarlo. William sonrió ceñudo y desenvainó la espada.
Ya había seis u ocho hombres armados con machos y hachas de mango largo. William espoleó su caballo y cargó contra el grupo que se encontraba cerca de la puerta de la cabaña de herramientas, el cual se desperdigó, y sus integrantes quedaron fuera de su alcance. Pero enarboló su espada y pudo alcanzar a uno de ellos y hacerle un profundo corte en el brazo. El hombre soltó el hacha.
William se alejó al galope y luego hizo dar la vuelta a su caballo.
Jadeaba con fuerza y se sentía bien. Con el ardor de la batalla no se experimentaba temor, sólo excitación. Algunos de sus hombres habían visto lo ocurrido y miraron a William interrogantes. Les hizo ademán de que le siguieran y cargó de nuevo contra los canteros. No podían esquivar a seis caballeros con la facilidad que a uno. William derribó a dos, y varios más cayeron bajo las espadas de sus hombres. Se movía con demasiada rapidez para poder contarlos o comprobar si estaban muertos o nada más que heridos. Cuando Otto volvió había reagrupado a sus fuerzas. Al lanzarse los caballeros a la carga, los canteros se escurrieron entre las casas ardiendo. William se dio cuenta, bien a pesar suyo, de que se trataba de una táctica inteligente. Los caballeros los siguieron; pero a los canteros les resultaba más fácil esquivarlos por separado, y los caballos se apartaban de las viviendas en llamas. William persiguió a un hombre canoso que llevaba un martillo, y falló varias veces antes de que el hombre se evadiera de él, corriendo a través de una casa con el techo incendiado.
William comprendió que el problema era Otto. Él era quien alentaba a los canteros, y también quien los organizaba. Tan pronto como cayera, los demás abandonarían la lucha. William detuvo su caballo y buscó con la mirada al hombre de tez morena. La mayoría de las mujeres y los niños habían desaparecido, salvo dos criaturas de cinco años que se encontraban en medio de la batalla cogidas de la mano y llorando. Los caballeros de William cargaban entre las casas, persiguiendo a los canteros. Con gran sorpresa, William vio que uno de sus hombres de armas había caído bajo un martillo y yacía en el suelo quejándose y sangrando. William quedó consternado, ya que no había previsto baja alguna entre los suyos.
Una mujer corría desolada entre las casas en llamas, e iba de una a otra gritando algo. William no podía saber qué. Era evidente que llamaba a alguien. Finalmente la mujer encontró a las dos niñas, y se las llevó, una debajo de cada brazo. Al intentar alejarse corriendo, casi topó con uno de los caballeros de William, Gilbert de Rennes, el cual levantó la espada con intención de descargarla sobre ella. De repente Otto saltó de detrás de una cabaña enarbolando un hacha de mango largo. Su habilidad en el manejo de esa herramienta era tal que atravesó limpiamente el muslo de Gilbert, quedando la hoja clavada en la madera de la montura. La pierna cortada cayó al suelo y Gilbert, gritando, se desplomó del caballo, jamás volvería a luchar.
Había sido un caballero muy valioso. William espoleó furibundo su caballo. La mujer con los niños había desaparecido. Otto forcejeaba, intentando sacar la hoja de su hacha de la silla de Gilbert. Levantó la vista y vio llegar a William. Si en ese momento hubiera echado a correr, probablemente habría escapado, pero se quedó tratando de sacar su hacha. Se soltó en el preciso momento en que William caía casi sobre él. William alzó su espada. Otto se mantuvo a pie firme y levantó su hacha. William se dio cuenta, en el último momento, de que iba a descargarla sobre su caballo, y de que el cantero podía lisiar al animal antes de que él estuviera lo bastante cerca para atacarle. Tiró desesperadamente de las riendas y el caballo patinó y se detuvo, luego retrocedió, al tiempo que apartaba su cabeza de Otto, quien descargó el golpe sobre el cuello del animal. El filo del hacha se hundió profundamente en los poderosos músculos. Brotó la sangre como una fuente y el caballo se precipitó al suelo. William lo había desmontado antes de que el inmenso cuerpo tocara tierra. Estaba enfurecido; aquel caballo de batalla le había costado una fortuna y con él había sobrevivido durante todo un año de guerra civil. Era exasperante haberlo perdido bajo el hacha de un cantero. Saltó por encima del cuerpo del animal y se lanzó sobre Otto con la furia de un maníaco, enarbolando su espada.
Otto no era presa fácil. Alzando su hacha con ambas manos, utilizó el mango de corazón de roble para detener los mandobles de William, quien atacaba cada vez con más fuerza haciéndole retroceder. Pese a su edad, Otto tenía unos músculos poderosos y los golpes apenas le hacían mella. William agarró su espada con las dos manos y la descargó con mayor fuerza todavía. Una vez más se interpuso el mango del hacha, pero esta vez la espada de William se hundió en la madera. Entonces Otto empezó a avanzar y William a retroceder. Tiró con fuerza de su espada y al fin logró liberarla. Más para entonces Otto lo tenía prácticamente bajo su dominio.
De repente William temió por su vida.
Otto levantó el hacha, William la esquivó echándose hacia atrás. Su talón se encontró con algo que le hizo tropezar y caer de espaldas sobre el cuerpo de su caballo. Aterrizó en un charco de sangre cálida pero logró conservar la espada. Vio a Otto junto a él, con su hacha levantada. Al descender el arma William rodó frenéticamente de costado; sintió el viento al cortar la hoja el aire junto a su cara. Luego se levantó de un salto y atacó al cantero.
Un soldado se habría echado a un lado antes de arrancar su arma del suelo, sabedor de que un hombre es en extremo vulnerable después de asestar un golpe fallido. Pero Otto no era un soldado sino un loco valiente, y permanecía en pie con una mano en el mango de su hacha y el otro brazo extendido para recobrar el equilibrio, dejando que todo su cuerpo se convirtiera en un fácil blanco. William lanzó el apresurado ataque prácticamente a ciegas, y sin embargo acertó. La punta de la espada atravesó el pecho de Otto. William la hundió con más fuerza y la hoja se deslizó entre las costillas del hombre. Otto soltó su hacha y en su rostro apareció una expresión que William conocía bien. Sus ojos se mostraron sorprendidos. Tenía la boca abierta como si se dispusiera a gritar a pesar de que no emitía sonido alguno. De repente, su tez adquirió un color gris. Presentaba el aspecto de un hombre que ha sufrido una herida mortal. William hundió todavía más su espada para asegurarse y luego la sacó. Los ojos de Otto quedaron en blanco, una brillante mancha roja, que iba agrandándose, empapó su camisa. Por último se desplomó. William dio media vuelta y escrutó el panorama general. Vio a dos canteros que huían apresurados, seguramente después de haber visto cómo mataban a su líder. Mientras corrían, gritaban a los demás. La lucha se convirtió en una retirada. Los caballeros persiguieron a los que trataban de escapar.
William se quedó inmóvil, jadeante ¡Los condenados canteros habían presentado batalla! Miró a Gilbert, yacía inmóvil en un charco de sangre con los ojos cerrados. William le puso una mano en el pecho. Ni un latido; Gilbert había muerto.
William caminó entre las casas, que ardían aún. Fue contando los cuerpos; habían muerto tres canteros, y además una mujer y una niña. Ambas parecían haber sido pateadas por los caballos. Tres de los hombres de armas de William estaban heridos y cuatro caballos habían perecido o estaban lisiados.
Cuando completó el recuento permaneció en pie junto al cuerpo de su cabalgadura. Aquel caballo de guerra le había gustado más de lo que le gustaba la mayoría de la gente; después de la lucha, solía sentirse exultante. Pero, en esos momentos, sólo estaba deprimido. Aquello era una carnicería. Lo que hubiera debido ser una sencilla operación para expulsar a unos trabajadores indefensos, se había convertido en una batalla campal con importantes bajas. Los caballeros persiguieron a los canteros hasta el lindero del bosque. Pero, a partir de allí, los caballos nada podían contra los hombres, así que dieron media vuelta. Walter se acercó a donde estaba William y vio a Gilbert muerto en el suelo.
—Gilbert ha matado más hombres que yo —declaró santiguándose.
—No hay muchos como él para que pueda permitirme perder un hombre así en una trifulca con un condenado monje —dijo William con amargura—. Y no hablemos de los caballos.
—¡Vaya sorpresa! —comentó Walter—. Esa gente ha ofrecido más resistencia que los rebeldes de Robert de Gloucester.
William meneó la cabeza asqueado.
—No lo entiendo —dijo mirando los cuerpos que había alrededor—. ¿Por qué diablos creían que luchaban?