Capítulo Siete

1

Fue un gran día cuando Tom Builder condujo a los picapedreros a la cantera.

Fueron allí unos días antes de Pascua, quince meses después de que ardiera la vieja catedral. El prior había necesitado todo ese tiempo para reunir el dinero suficiente que le permitiera contratar artesanos.

Tom había encontrado en Salisbury un leñador y un maestro cantero, casi terminado ya el palacio del obispo. Hacía dos semanas que el leñador y sus hombres habían estado trabajando, descubriendo y talando altos pinos y robles en sazón. Concentraban sus esfuerzos en los bosques cercanos al río, aguas arriba desde Kingsbridge, ya que resultaba muy costoso el transporte de materiales por las carreteras zigzagueantes y embarradas, y podía ahorrarse muchísimo dinero haciendo flotar la madera río abajo hasta el emplazamiento en construcción. Se desmochaba toscamente la madera para planchas de andamiaje, dándoles cuidadosamente la forma de plantillas para guiar a los albañiles y los canteros o, en el caso de los árboles más altos, apartándolos para ser utilizados como vigas de tejado. En aquellos momentos estaba llegando a Kingsbridge una madera excelente, a un ritmo constante, y todo cuanto Tom tenía que hacer era pagar a los leñadores todos los sábados por la tarde.

Los canteros habían ido llegando a lo largo de los últimos días. Otto Blackface, el maestro cantero, había llevado consigo a sus dos hijos, ambos canteros, cuatro nietos, todos ellos aprendices, y dos peones, uno primo suyo y el otro, cuñado. Semejante nepotismo era normal y Tom no tenía nada que objetar. Por lo general, un grupo familiar formaba un excelente equipo.

Pero aún no había ningún artesano trabajando en Kingsbridge, en el propio enclave, salvo Tom y el carpintero del priorato. Era una buena idea almacenar algunos materiales. Pero muy pronto, Tom habría de contratar a la gente que constituía el espinazo del equipo constructor, a los albañiles. Eran los hombres que ponían una piedra sobre otra y hacían que los muros se elevaran. Y entonces comenzaría la gran empresa. Tom caminaba como en volandas. Aquello era lo que había esperado y por lo que había trabajado durante diez años.

Decidió que su hijo Alfred sería el primer albañil que contrataría. Tenía dieciséis años y había aprendido los conocimientos básicos de un albañil. Era capaz de cortar piedras cuadradas y de levantar un auténtico muro. Tan pronto como empezara la contratación, Alfred cobraría el salario completo.

Jonathan, el otro hijo de Tom, tenía quince meses y crecía deprisa. Era un niño robusto que se había convertido en el favorito mimado de todo el monasterio. Al principio, Tom se había sentido algo preocupado de que Johnny Eightpence, en cierto modo retrasado, fuera quien se ocupara del bebé, pero Johnny se mostraba tan cuidadoso como cualquier madre y tenía más tiempo para dedicarle que muchas de ellas. Los monjes seguían sin sospechar siquiera que Tom fuera el padre de Jonathan, y era posible que jamás llegaran a saberlo.

Martha, de siete años, había perdido los incisivos y echaba de menos a Jack. Era la que más preocupaba a Tom porque necesitaba una madre.

No eran pocas las mujeres dispuestas a casarse con Tom y a ocuparse de su pequeña hija. Él sabía que no carecía de atractivo y, sin duda, tenía asegurada la vida ahora que el prior Philip había empezado a construir en serio. Había dejado la casa de huéspedes y se había construido en la aldea una bonita casa de dos habitaciones con chimenea. Finalmente, como maestro constructor de todo el proyecto, confiaba en recibir un salario y beneficios que serían la envidia de muchos pequeños nobles rurales. Pero le era imposible imaginarse casado con alguna mujer que no fuese Ellen. Era como un hombre acostumbrado a beber el mejor de los vinos y a quien el vino corriente le sabía a vinagre. En la aldea había una viuda, una mujer bonita y metida en carnes, de rostro sonriente y pecho generoso, con dos hijos bien educados, que había hecho varias empanadas para él, le había besado con vehemencia durante la fiesta de Navidad y estaría dispuesta a casarse tan pronto como él quisiera. Pero Tom sabía que se sentiría infeliz con ella, porque siempre añoraría la excitación de estar casado con la hechicera y apasionada Ellen, siempre desconcertante.

Ellen había prometido volver algún día a visitarle. Tom estaba completamente seguro de que cumpliría su promesa y se aferraba tenazmente a ella, aunque ya hacía más de un año que se había ido. Y cuando Ellen volviera, le iba a pedir que se casara con él.

Pensaba que ahora aceptaría. Ya no se encontraba en la miseria, estaba en condiciones de mantener a su propia familia y también a la de ella. Estaba convencido de que podrían evitarse las peleas de Alfred y Jack si se les manejaba bien. Si a Jack se le hacía trabajar, se decía Tom, Alfred no se resentiría tanto por su presencia. Ofrecería tomar a Jack como aprendiz. El muchacho había mostrado interés por la construcción, era más listo que una ardilla y al cabo más o menos de un año sería lo bastante mayor para hacer trabajos pesados.

Entonces Alfred no podría decir que Jack estuviera ocioso. El otro problema que se planteaba era que Jack sabía leer y Alfred no. Tom pediría a Ellen que enseñara a Alfred a leer y a escribir. Podía darle lecciones todos los domingos. Entonces Alfred y Jack estarían en igualdad de condiciones. En esas condiciones los muchachos serían semejantes, los dos educados, los dos trabajando y antes de que pasara mucho tiempo, los dos igualmente desarrollados.

Sabía que, pese a todas las dificultades, a Ellen le gustaba realmente vivir con él. Le gustaba su cuerpo y también su mente. Quería regresar junto a él.

Otra cuestión era la de si podría arreglar las cosas con el prior Philip. Ellen había insultado la religión de Philip de manera más bien contundente. Resultaba difícil de imaginar algo más ofensivo para un prior que lo que ella había hecho. Tom aún no había resuelto ese problema.

Entretanto, toda su energía intelectual se concentraba en la planificación de la catedral. Otto y su equipo de canteros construirían para ellos una vivienda rústica en la cantera, donde podrían dormir por la noche. Una vez instalados construirían casas auténticas, y quienes estuvieran casados llevarían a sus familias a vivir con ellos.

De todos los trabajos especializados de la construcción, el que requería menos habilidad y más músculo era la explotación de la cantera. El maestro cantero era quien ejercitaba su derecho para decidir las zonas que habrían de minarse y en qué orden. Tenía que ocuparse de las escalas y del equipo de elevación. Si hubieran de trabajar en una cara cortada a pico, diseñaría un andamiaje. Habría de asegurarse que hubiera un suministro constante de herramientas procedente de la herrería. En realidad, la extracción de las piedras era relativamente sencilla. El cantero solía utilizar un zapapico con cabeza de hierro con el que hacía una estría inicial en la roca, profundizándola luego con un martillo y un escoplo. Una vez que la estría era lo bastante grande para aflojar la roca, introducía en ella una cuña de madera. Si había calculado bien, la roca se dividía exactamente por donde él quería.

Los peones retiraban las piedras de la cantera con sogas o levantándolas con una cuerda sujeta a una gran rueda giratoria. En el taller, los canteros cortaban las piedras toscamente con hachas, dándoles la forma especificada por el maestro constructor. Luego, naturalmente, en Kingsbridge se haría el tallado y se les daría forma.

El transporte era el principal problema. La cantera estaba a un día de viaje del emplazamiento de la construcción, y un carretero cargaría probablemente cuatro peniques por viaje, sin poder transportar además más de ocho o nueve de las piedras grandes, so pena de romper el carro o matar al caballo. Una vez que los canteros se hubieran instalado, Tom tendría que explorar la zona y ver si había algunas vías fluviales que pudieran utilizar para acortar el viaje.

Se pusieron en marcha desde Kingsbridge con el alba. Mientras caminaban a través del bosque, los árboles que se arqueaban sobre el camino hicieron pensar a Tom en las columnas de la catedral que construiría. Siempre le habían enseñado a decorar los remates redondeados de las columnas con volutas y zigzags, pero recientemente se le había ocurrido que las decoraciones en forma de hoja resultarían más llamativas.

Habían viajado a buen ritmo de tal manera que, mediada la tarde, se encontraron en los aledaños de la cantera. Tom escuchó sorprendido, a cierta distancia, el sonido del metal golpeando sobre roca, como si alguien estuviera trabajando allí. De hecho, la cantera pertenecía al conde de Shiring, Percy Hamleigh, pero el rey había dado al priorato de Kingsbridge el derecho a la explotación de la cantera para la catedral. Tom pensó que quizás el conde Percy intentara trabajar en la cantera para su propio beneficio al tiempo que lo hacía el priorato. Posiblemente el rey no habría prohibido eso de manera específica, pero de ser así resultaría inconveniente en extremo.

Al acercarse más, Otto, un hombre de rostro atezado y modales toscos, frunció el ceño al oír el ruido, pero no dijo palabra. Los demás hombres farfullaron entre sí incómodos. Tom les ignoró pero caminó más deprisa, impaciente por averiguar lo que estaba pasando. El camino se curvaba a través de un trecho de bosque y terminaba al pie de una colina. La propia colina era la cantera, y antiguos canteros le habían arrancado un buen bocado del costado. La impresión inicial de Tom fue que resultaría fácil de trabajar. Siempre solía ser mejor una colina que bajo tierra porque resultaba más fácil bajar las piedras desde la altura que subirlas desde una hondonada.

No había duda alguna de que estaban explotando la cantera. Había un alojamiento al pie de la colina, un sólido andamiaje que se alzaba veinte pies o más en la ladera rocosa de la colina, y un montón de piedras esperando ser retiradas. Tom pudo contar diez canteros como mínimo. Y lo que era peor, había un par de hombres de armas de rostro duro, zanganeando delante de la vivienda y arrojando piedras a un barril.

—No me gusta el aspecto de esto —dijo Otto.

A Tom tampoco, pero simuló mantenerse imperturbable. Entró en la cantera como si fuera de su propiedad y se acercó rápido a los dos hombres de armas. Se pusieron en pie torpemente con el aire sobresaltado y levemente culpable de los centinelas que han estado de guardia demasiados días sin que nada ocurriera. Tom repasó rápidamente sus armas. Cada uno de ellos llevaba una espada y una daga, así como fuertes justillos de cuero, pero no tenían armadura. El propio Tom llevaba el martillo de albañil colgado del cinto. No estaba en situación de provocar una pelea. Caminó directo hacia los dos hombres sin decir palabra, pero en el último momento se apartó, y pasando junto a ellos se dirigió a la vivienda. Los dos hombres se miraron sin estar seguros de lo que tenían que hacer. Si Tom hubiera sido de constitución menos fuerte o no hubiera llevado el martillo, quizás hubieran sido más rápidos en detenerle, pero ya era demasiado tarde.

Tom entró en la vivienda. Era una construcción espaciosa de madera con una chimenea. De las paredes colgaban herramientas limpias y en el rincón había una gran piedra para afilarlas. Dos canteros permanecían en pie delante de un macizo banco de madera moldeando piedras con hachas.

—Saludos, hermanos —dijo Tom utilizando la expresión con que se saludaban entre sí los artesanos—. ¿Quién es aquí el maestro?

—Yo soy el maestro cantero —dijo uno de ellos—. Soy Harold de Shiring.

—Yo soy el maestro constructor de la catedral de Kingsbridge. Me llamo Tom.

—Saludos, Tom Builder. ¿A qué has venido?

Tom examinó a Harold por un instante antes de contestar. Era un hombre pálido y lleno de polvo, de ojos pequeños de un verde también polvoriento que entornaba al hablar, como si estuviese siempre parpadeando por el polvo de la piedra. Se apoyaba indiferente en el banco aunque no estuviera tan tranquilo como pretendía. Estaba nervioso, cauteloso e inquieto. Sabe perfectamente por qué estoy aquí, pensó Tom.

—Naturalmente he traído a mi maestro cantero para trabajar aquí.

Los dos hombres de armas habían entrado siguiendo a Tom, y Otto y su equipo llegaron pisándoles los talones. A continuación también se acercaron uno o dos de los hombres de Harold, curiosos por averiguar a qué venía tanto jaleo.

—La cantera es propiedad del conde. Si quieres sacar piedra, tendrás que ir a verle.

—No, no lo haré —dijo Tom—. Cuando el rey dio la cantera al conde Percy también dio el derecho al priorato de Kingsbridge para sacar piedra. No necesitamos ningún otro permiso.

—Bueno, no podemos trabajarla todos, ¿verdad?

—Tal vez sí —dijo Tom—. No quisiera privar a tus hombres de su trabajo. Esta colina es toda de roca, suficiente para dos catedrales y más. Tendríamos que conseguir la manera de administrar la cantera para que todos podamos cortar piedra aquí.

—No puedo aceptar eso —dijo Harold—. Estoy empleado por el conde.

—Muy bien, yo estoy empleado por el prior de Kingsbridge y mis hombres empezarán a trabajar aquí mañana, te guste o no.

Llegados a ese punto, habló uno de los hombres de armas.

—Mañana no trabajarás aquí ni ningún otro día.

Hasta aquel momento Tom se había aferrado a la idea de que, aún cuando Percy estaba violando el espíritu del edicto real al trabajar él mismo la cantera, de verse obligado acataría la letra del acuerdo, permitiendo que el priorato sacara piedra. Pero era evidente que se había dado instrucciones a aquellos hombres de armas para que obligaran a abandonar el campo a los canteros del priorato. Aquella era una cuestión distinta. Tom comprendió, con el ánimo decaído, que no le sería posible sacar piedra alguna sin lucha previa.

El hombre de armas que acababa de hablar era un individuo bajo aunque fornido, de unos veinticinco años, con expresión belicosa. Parecía estúpido aunque testarudo, del tipo con los que resulta más difícil razonar.

—¿Quién eres tú? —dijo Tom con mirada desafiante.

—Soy un alguacil del conde de Shiring. Me dijo que protegiera esta cantera y eso es precisamente lo que voy a hacer.

—¿Y cómo te propones hacerlo?

—Con esta espada. —Apoyó la mano en la empuñadura del arma que llevaba al cinto.

—¿Y qué crees que el rey te hará cuando seas conducido ante su presencia por quebrantar su paz?

—Correré el riesgo.

—Pero sólo sois dos —dijo Tom con tono razonable—. Nosotros somos siete hombres y cuatro muchachos. Si os matamos no nos ahorcarán.

Los dos hombres parecieron pensativos, pero antes de que Tom pudiera aprovecharse de su ventaja intervino Otto.

—Un momento —dijo a Tom—. He traído aquí a mi gente para cortar piedra, no para luchar.

A Tom se le cayó el alma a los pies. Si los canteros no estaban dispuestos a respaldarle, no había nada que hacer.

—¡No seas apocado! —dijo Tom—. ¿Vas a dejar que un par de fanfarrones te priven de tu trabajo?

Otto parecía malhumorado.

—Lo que no voy a hacer es luchar con hombres armados —replicó—. He estado ganándome bien la vida durante diez años y no estoy desesperado hasta ese punto por tener trabajo. Además yo no sé quién tiene razón en esta porfía. En lo que a mí respecta es tu palabra contra la de ellos.

Tom miró a los que formaban el equipo de Otto. Los dos canteros tenían la misma expresión obstinada de Otto. Como era de esperar acataban sus decisiones, era su padre y también su jefe. Y Tom comprendía el punto de vista de Otto. En realidad, si él se encontrara en su situación, probablemente se comportaría de igual manera. No se arriesgaría a luchar contra hombres armados a menos que estuviera desesperado.

Pero el saber que Otto se estaba comportando de manera razonable no daba a Tom consuelo alguno. De hecho le hacía sentirse aún más frustrado. Decidió intentarlo de nuevo.

—No habrá lucha —aseguró—. Saben muy bien que el rey les ahorcaría si nos hicieran algún daño. Encendamos una hoguera y preparémonos a pasar la noche para empezar a trabajar por la mañana.

Fue una equivocación el mencionar la noche.

—¿Cómo podremos dormir rondando por ahí esos sanguinarios bribones? —dijo uno de los hijos de Otto.

Un murmullo de acuerdo corrió entre los restantes componentes del equipo.

—Haremos turnos de vigilancia —dijo Tom desesperado.

Otto sacudió negativamente la cabeza.

—Nos vamos esta noche. Ahora mismo —afirmó decidido.

Tom miró a los hombres y comprendió que había perdido. Había emprendido el viaje aquella mañana con tantas esperanzas y apenas podía creer que sus planes se vieran frustrados por aquel par de brutos. Era demasiado mortificante para poder expresarlo. No pudo evitar una última y amarga observación de despedida.

—Vais contra los deseos del rey y eso es algo muy peligroso —dijo a Harold—. Díselo así al conde de Shiring. Y dile también que soy Tom Builder, de Kingsbridge, y que si alguna vez llego a poner las manos alrededor de su cuello es posible que apriete hasta ahogarlo.

Johnny Eightpence había confeccionado un hábito de monje en miniatura para el pequeño Jonathan, con mangas amplias y una capucha. Aquella minúscula figura estaba tan encantadora con él que conmovía a cualquiera, pero no era práctico en modo alguno. La capucha le caía constantemente hacia delante impidiéndole ver, y cuando se arrastraba por el suelo el hábito se le enredaba entre las rodillas.

Mediada la tarde, cuando Jonathan hubo dormido su siesta y los monjes la suya, el prior Philip se encontró con el bebé, acompañado por Johnny Eightpence, en lo que había sido la nave de la iglesia y ahora se había convertido en el patio de juegos de los novicios.

Aquella era la hora en que se permitía a los novicios dar rienda suelta a sus energías y Johnny les miraba jugar al marro mientras Jonathan observaba el laberinto de clavos y cuerdas con el que Tom Builder había trazado el plano de la planta baja del extremo oriental de la nueva catedral.

Philip se detuvo unos momentos junto a Johnny para disfrutar de un silencio en compañía, mientras contemplaba correr a los muchachos. Sentía un gran afecto por Johnny, que compensaba con un corazón extraordinariamente bondadoso su falta de cerebro.

Jonathan se había puesto en pie apoyándose contra una estaca que Tom había hincado en tierra para indicar el pórtico norte. Agarrándose a la cuerda sujeta a la estaca y con un apoyo tan inestable, dio un par de pasos, lentos y torpes.

—Pronto andará —dijo Philip a Johnny.

—Lo intenta, padre, pero casi siempre se cae sobre el trasero.

Philip se puso en cuclillas y alargó las manos hacia Jonathan.

—Ven hacia mí —dijo—. Vamos.

Jonathan sonrió, mostrando algunos dientes. Dio otro paso sujetándose a la cuerda de Tom. Luego, señalando a Philip como si ello pudiera servirle de ayuda, con un repentino impulso de audacia, atravesó el espacio que les separaba con tres pasos rápidos y decisivos.

—¡Estupendo! —exclamó Philip al tiempo que le cogía en brazos.

Abrazó al chiquillo sintiéndose orgulloso, como si aquel logro no fuera del niño sino suyo.

Johnny también estaba excitado.

—¡Ha andado! ¡Ha andado!

Jonathan forcejeaba para que le dejaran en el suelo; así lo hizo Philip para ver si podía volver a andar, pero al parecer había tenido suficiente por aquel día e inmediatamente se puso de rodillas, gateando hacia Johnny.

Philip recordaba que algunos monjes se habían mostrado escandalizados de que hubiera llevado a Kingsbridge a Johnny y al pequeño Jonathan, pero con Johnny era fácil el trato siempre que no se olvidara que era un niño con un cuerpo de hombre. Y Jonathan había superado toda oposición gracias a su propio encanto.

Durante el primer año no fue Jonathan el único motivo de desasosiego. Habiendo elegido un buen administrador, los monjes se habían sentido burlados al introducir Philip una conducta de austeridad para reducir los gastos diarios del priorato. Philip se había sentido algo dolido. Estaba seguro de haber dejado bien claro que la principal de sus prioridades sería la nueva catedral. Los funcionarios monásticos también habían mostrado resistencia a su plan de retirarles la independencia económica, aunque supieran muy bien que sin las adecuadas reformas el priorato iba de cabeza a la ruina. Y cuando gastó dinero para aumentar los vellones de ovejas del monasterio, estuvo a punto de estallar un motín. Pero los monjes eran, ante todo, gentes que querían que se les dijera lo que había que hacer. Y el obispo Waleran, que quizás hubiera alentado a los rebeldes, se había pasado la mayor parte del año yendo y viniendo de Roma. Así que a lo más que llegaron los monjes fue a refunfuñar.

Philip había sufrido algunos momentos de soledad, pero estaba seguro de que los resultados le darían la razón. Su política ya estaba dando unos frutos muy satisfactorios. El precio de la lana había vuelto a subir y Philip había empezado con el esquilado. Esa era precisamente la razón de que se hubiera permitido contratar leñadores y canteros. A medida que la situación económica fuera mejorando y progresara la construcción de la catedral, su posición como prior llegaría a ser inexpugnable.

Dio una cariñosa palmada en la cabeza de Johnny Eightpence y atravesó el emplazamiento de la construcción. Tom y Alfred habían empezado a cavar los cimientos con alguna ayuda de los servidores del priorato y de los monjes más jóvenes. Pero hasta el momento sólo habían alcanzado cinco o seis pies de profundidad. Tom había dicho a Philip que las zanjas en algunos sitios habían de tener hasta veinticinco pies de profundidad. Necesitaría gran cantidad de peones y alguna maquinaria de elevación para cavar tan hondo.

La nueva iglesia sería más grande que la antigua, pero aún seguiría siendo pequeña para una catedral. Philip quería que fuera la catedral más larga, más alta, más rica y más hermosa de todo el reino, pero logró ahogar ese deseo y se dijo que debía sentirse agradecido con cualquier tipo de iglesia.

Entró en el cobertizo de Tom y contempló el trabajo en madera sobre el banco. El constructor había pasado allí la mayor parte del invierno trabajando con una vara de medición de hierro y una serie de excelentes formones, haciendo lo que él llamaba plantillas, modelos en madera para que los albañiles los utilizaran a manera de guía cuando cortaban la piedra para darle forma. Philip había estado observando admirado mientras Tom, un hombre grande con manos grandes, tallaba la madera de manera exacta y concienzuda, formando curvas perfectas, esquinas escuadradas y ángulos exactos. Philip cogió una de las plantillas y la examinó. Tenía la forma de una margarita, un cuarto de círculo con varios salientes redondeado; semejantes a pétalos. ¿Qué tipo de piedra necesitaba adoptar esa forma? Descubrió que aquellas cosas resultaban difíciles de visualizar y se sentía constantemente impresionado por la poderosa imaginación de Tom. Miró los dibujos de Tom trazados sobre argamasa en marcos de madera y finalmente llegó a la conclusión de que lo que tenía en la mano era una plantilla para los pilares de la arcada, que tendrían el aspecto de grupos de fustes, pero en ese momento se daba cuenta de que sería una ilusión. Los pilares serían sólidas columnas de piedra con decoraciones semejantes a saetas.

Cinco años, había dicho Tom, y la parte este quedaría terminada. Cinco años, y Philip podría celebrar de nuevo oficios sagrados en una catedral. Todo cuanto había de hacer era encontrar el dinero. Había sido una dura tarea reunir ese año el dinero necesario para comenzar modestamente, porque sus reformas eran lentas en dar resultados. Pero al próximo año, una vez que hubiera vendido la lana nueva de primavera, estaría en condiciones de contratar a más artesanos y empezar a construir en serio.

Sonó el tañido de la campana llamando a vísperas. Philip salió del pequeño cobertizo encaminándose hacia la entrada a la cripta. Al mirar por encima de la puerta del priorato quedó asombrado al ver llegar a Tom Builder con todos los canteros. ¿Por qué habían regresado? Tom había dicho que estaría fuera una semana y que los canteros se quedarían allí por tiempo indefinido. Philip se dirigió presuroso a reunirse con ellos.

Al acercarse más notó que su aspecto era de cansancio y desánimo, como si hubiera ocurrido algo terriblemente desalentador.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Por qué estáis aquí?

—Malas noticias —dijo Tom Builder.

Durante el oficio de vísperas, Philip se sintió dominado por la ira. Lo que el conde Percy había hecho era indignante. No existía duda alguna sobre quién había obrado bien y quién había obrado mal en aquel caso, y tampoco la más mínima ambigüedad en las instrucciones del rey. El propio conde estuvo presente cuando se hizo el anuncio, y el derecho del priorato a explotar la cantera estaba contenido en una cédula real. El pie derecho de Philip golpeaba sin cesar sobre el suelo de piedra de la cripta con ritmo rápido y exacerbado.

Le estaban robando. Era como si Percy estuviera sustrayendo peniques del cepillo de una iglesia. No existía excusa posible para ello. Percy desafiaba de forma flagrante tanto a Dios como al rey. Pero lo peor de todo era que Philip no podía construir la catedral nueva a menos que sacara piedra gratis de la cantera. Ya estaba trabajando con un mínimo de presupuesto y si tuviera que pagar el precio de mercado para la piedra y transportarla desde una distancia aún mayor, no podría en modo alguno construir. Tendría que esperar otro año o más y luego pasarían seis o siete antes de poder volver a celebrar los oficios en una catedral. La idea le resultaba totalmente insoportable.

Hizo una llamada a capítulo urgente tan pronto como hubieron concluido las vísperas y dio a los monjes la noticia.

Había desarrollado una técnica especial para manejar las reuniones de las llamadas a capítulo. Remigius, el sub-prior, todavía guardaba rencor a Philip por haberle derrotado en la elección y con frecuencia desvelaba su resentimiento cuando se discutían cuestiones del monasterio. Era un hombre conservador, falto de imaginación y pedante, cuyo punto de vista sobre la manera de llevar el priorato chocaba frontalmente con el de Philip. Los hermanos que apoyaron a Remigius en la elección mostraban tendencia a respaldarlo en las sesiones capitulares. Andrew, el sacristán apopléjico, Fierre el admonitor, a quien competía la disciplina y mantenía las actitudes de mira estrecha que parecían inherentes a aquel cargo. Y finalmente, John Small, el tesorero perezoso. De la misma manera, los colegas más cercanos a Philip eran los hombres que habían hecho campaña a su favor: Cuthbert Whitehead, el viejo intendente y el joven Milius, a quien Philip había designado para el cargo de nueva creación de tesorero, controlador de las finanzas del priorato. Philip dejaba siempre que Milius discutiera con Remigius. Habitualmente Philip examinaba todo cuanto fuera importante con Milius antes de la reunión, y cuando no lo hacía se podía esperar que Milius expresara un punto de vista cercano al de Philip. Luego Philip lo resumía todo como árbitro imparcial y, aunque Remigius rara vez se salía con la suya, Philip aceptaba con frecuencia algunos de sus argumentos o adoptaba parte de su proposición para dar la impresión de un gobierno de consenso.

Los monjes estaban furiosos por lo que había hecho el conde Percy. Todos ellos se habían alegrado cuando el rey Stephen dio al priorato madera y piedra gratis, y en esos momentos se sentían escandalizados ante el hecho de que Percy hubiera desafiado la orden del rey.

Sin embargo, al apagarse las protestas, Remigius quiso dejar algo bien sentado.

—Recuerdo haber dicho esto hace un año —empezó a decir—. Siempre fue poco satisfactorio el pacto según el cual la cantera es propiedad del conde aunque nosotros tengamos derecho a su explotación. Deberíamos haber insistido en la propiedad absoluta.

El hecho de que hubiera mucho de cierto en aquella observación no hizo que a Philip le resultara más fácil reconocerlo. La propiedad absoluta era lo que había acordado con Lady Regan, pero en el último momento ella le había hecho la jugarreta. Se sintió tentado de decir que había obtenido el mejor trato que le fue posible y que le hubiera gustado ver a Remigius mejorándolo en el laberinto traicionero de la corte real. Pero se mordió la lengua ya que a fin de cuentas era el prior y tenía que aceptar la responsabilidad cuando las cosas marchaban mal.

Milius acudió en su ayuda.

—Está muy bien todo eso de desear que el rey nos hubiera dado la propiedad absoluta de la cantera, pero no lo hizo, y la cuestión principal es: ¿Qué hacemos ahora?

—Creo que es evidente a todas luces —intervino de inmediato Remigius—. Podemos expulsar a los hombres del conde nosotros mismos o tendremos que lograr que lo haga el rey. Debemos enviarle una delegación para pedir que haga cumplir su carta de privilegio.

Hubo un murmullo de asentimiento.

—Deberíamos enviar a nuestros oradores más prudentes y fáciles de palabra —intervino el sacristán Andrew.

Philip se dio cuenta de que Remigius y Andrew se veían ya encabezando la delegación.

—Una vez que el rey se entere de lo ocurrido, no creo que Percy de Hamleigh sea conde de Shiring por mucho tiempo.

Philip no estaba tan seguro de ello.

—¿Dónde está el rey? —dijo Andrew como si se le ocurriera de pronto— ¿Lo sabe alguien?

Philip había estado recientemente en Winchester y allí se había enterado de los movimientos del rey.

—Ha ido a Normandía —dijo.

—Costará mucho tiempo alcanzarle —se apresuró a decir Milius.

—La búsqueda de la justicia requiere siempre paciencia —dijo Remigius con tono docto.

—Pero cada día que pasa buscando justicia dejamos de construir nuestra nueva catedral —replicó Milius. Por el tono de su voz se notaba que estaba exasperado por la facilidad con que Remigius aceptaba un aplazamiento en el programa de la construcción. Philip compartía ese sentimiento. Milius siguió diciendo—: Y no es ese nuestro único problema. Cuando hayamos encontrado al rey habremos de persuadirle de que nos escuche. Y ello tal vez nos cueste semanas. Luego es posible que conceda a Percy la oportunidad de defenderse y eso representará un nuevo aplazamiento…

—¿Cómo podría defenderse Percy? —inquirió Remigius enojado.

—No lo sé, pero estoy seguro de que ya pensará en algo —le contestó Milius.

—Pero en definitiva el rey está obligado a cumplir su palabra.

—No estéis tan seguros —intervino una nueva voz.

Todo el mundo se volvió a mirar. Quien hablaba era el hermano Timothy, el monje de más edad del priorato. Un hombre pequeño y modesto que raramente hablaba, pero que cuando lo hacía merecía la pena escucharle. Philip pensaba de vez en cuando que Timothy debiera haber sido el prior. Durante el capítulo solía permanecer sentado, al parecer medio dormido, pero en ese momento se inclinaba hacia delante, brillándole los ojos por la convicción.

—Un rey es una criatura del momento —siguió diciendo—. Se encuentra constantemente bajo amenazas de rebeldes dentro de su propio reino y también de los monarcas vecinos. Necesita aliados. El conde Percy es un hombre poderoso con gran número de caballeros. Si el rey necesita de Percy en el momento en que presentemos nuestra petición nos será rechazada sin tener en cuenta lo justo de nuestro caso. El rey no es perfecto. Sólo hay un juez verdadero y es Dios. —Volvió a sentarse, reclinándose contra la pared y entornando los ojos como si no le interesara lo más mínimo cómo eran recibidas sus palabras. Philip disimuló una sonrisa. Timothy había expresado con toda contundencia sus propias dudas en la conveniencia de recurrir al rey en busca de justicia.

Remigius se mostraba reacio a renunciar a la perspectiva de un viaje largo y excitante a Francia y a una estancia en la corte real, pero al propio tiempo no podía discutir la lógica de Timothy.

—¿Qué podemos hacer entonces? —dijo.

Philip no estaba seguro. El sheriff no estaría en condiciones de intervenir en el caso. Percy era demasiado poderoso para que un simple sheriff pudiera controlarlo. Y tampoco se podía confiar en el obispo. Era realmente frustrante. Pero Philip no estaba dispuesto a cruzarse de brazos y a aceptar la derrota. Entraría en aquella cantera aunque hubiera de hacerlo él mismo.

Ello le dio una idea.

—Un momento —dijo.

Implicaría a todos los hermanos sanos del monasterio y tenía que prepararse minuciosamente como si se tratara de una operación militar sin armas. Necesitarían comida para dos días.

—No sé si esto dará resultado, pero vale la pena intentarlo. Escuchad —dijo.

Y enseguida les expuso su plan.

Se pusieron en marcha casi de inmediato: treinta monjes, diez novicios, Otto Blackface y su cuadrilla de canteros. Tom Builder, Alfred, dos caballos y un carro. Cuando oscureció encendieron fanales para que les iluminaran el camino. A medianoche se detuvieron a descansar y a devorar la comida que habían preparado apresuradamente en la cocina. Pollo, pan blanco y vino tinto. Philip siempre estuvo convencido de que el trabajo duro había de ser recompensado con buena comida. Al reanudar la marcha entonaron el oficio sagrado al que debieran estar asistiendo en el priorato.

En un momento dado en que la oscuridad era más intensa, Tom Builder, que iba en cabeza, alzó una mano para detenerles.

—Sólo nos queda una milla hasta la cantera —dijo a Philip.

—Bien —dijo Philip. Luego se volvió hacia los monjes—. Quitaos las galochas y las sandalias y poneos las botas de fieltro. —Él mismo se quitó las sandalias, enfundándose unas botas de fieltro suave que los campesinos llevaban en invierno.

Apartó a dos novicios.

—Edward y Philemon, quedaos aquí con los caballos y el carro. Permaneced callados y esperad a que se haga completamente de día. Entonces reuníos con nosotros. ¿Habéis comprendido?

—Sí, padre —respondieron al unísono.

—Muy bien —dijo Philip—. Todos los demás seguid a Tom Builder, en silencio absoluto, por favor.

Todos se pusieron en marcha.

Soplaba un ligero viento del oeste y el susurro de los árboles cubría el sonido de la respiración de cincuenta hombres y el arrastre de cincuenta pares de botas de fieltro. Philip empezó a sentirse inquieto. En aquel momento en que iba a poner en marcha su plan, le parecía algo descabellado. Elevó una oración silenciosa para que tuviera el resultado apetecido.

El camino torcía hacia la izquierda, y entonces la luz trémula de los fanales mostró de manera difusa una vivienda de madera, un montón de bloques de piedra a medio terminar, algunas escalas y andamiajes y, al fondo, la oscura ladera de una colina desfigurada por las blancas cicatrices infligidas por los canteros. De repente, a Philip se le ocurrió pensar si los hombres dormidos en la vivienda tendrían perros. Si así fuera, Philip habría perdido el elemento sorpresa haciendo peligrar todo el esquema. Pero ya era demasiado tarde para retroceder.

Todo el grupo se deslizó por el costado de la vivienda. Philip contuvo el aliento esperando oír en cualquier momento una cacofonía de ladridos. Pero no había perros.

Hizo detenerse a su gente alrededor de la base del andamio.

Estaba orgulloso de ellos por haber mantenido un hermético silencio. A la gente le resultaba difícil mantenerse callada incluso en la iglesia. Tal vez se sintieron demasiado atemorizados para hacer ruido.

Tom Builder y Otto Blackface empezaron a situar en silencio a los canteros alrededor del enclave. Los dividieron en dos grupos. Uno de ellos se reunió cerca de la cara de la roca, a nivel del suelo. Los componentes del otro grupo subieron al andamio. Cuando todos estuvieron situados, Philip indicó con gestos a los monjes, que se colocaron en pie o sentados en derredor de los trabajadores. Él permaneció separado del resto, a medio camino entre la vivienda y la cara de la roca.

Su sincronización fue perfecta. El alba llegó momentos después de que Philip tomara sus disposiciones finales. Sacó una vela de debajo de la capa y la encendió con uno de los fanales. Luego, poniéndose de cara a los monjes alzó la vela. Era la señal acordada. Cada uno de los cuarenta monjes y novicios sacaron una vela y la fueron encendiendo de alguno de los tres fanales. El efecto resultó espectacular. El día se hizo sobre una cantera ocupada por figuras silenciosas y fantasmales, sosteniendo cada una de ellas una luz pequeña y parpadeante. Philip se volvió de nuevo de cara a la vivienda. Seguían sin dar señales de vida. Se dispuso a esperar. Los monjes sabían bien cómo hacerlo. Permanecer en pie inmóviles durante horas formaba parte de su vida cotidiana. Sin embargo, los trabajadores no estaban acostumbrados a aquello y al cabo de un rato empezaron a impacientarse, arrastrando los pies y murmurando en voz baja, pero en aquellos momentos ya no importaba.

Sus murmullos o la luz diurna que iba aumentando despertaron a los moradores de la vivienda. Philip oyó a alguien toser y escupir. Luego sonó como una raspadura, como si se estuviera levantando una barra detrás de la puerta. Alzó la mano pidiendo absoluto silencio.

Se abrió de par en par la puerta de la vivienda. Philip mantuvo la mano en alto, salió un hombre frotándose los ojos. Philip le reconoció como Harold de Shiring, el maestro cantero, por la descripción que de él le había hecho Tom. Al principio, Harold no observó nada desusado. Se apoyó en el quicio de la puerta y tosió de nuevo, esa tos profunda y borbotante del hombre que tiene en sus pulmones demasiado polvo de piedra. Philip bajó la mano. En alguna parte, detrás de él, el chantre dio una nota y de inmediato todos los monjes empezaron a cantar. La cantera se inundó de armonías misteriosas.

El efecto sobre Harold fue devastador. Levantó la cabeza como si hubieran tirado de ella con un cordel. Se le desorbitaron los ojos y quedó con la boca abierta al ver el coro espectral que, como por arte de magia, había aparecido en la cantera. Lanzó un grito de terror. Retrocedió vacilante y entró de nuevo en la vivienda. Philip se permitió una sonrisa satisfecha. Era un buen comienzo.

Sin embargo, el pavor sobrenatural no duró mucho tiempo. Philip, levantando de nuevo la mano, la agitó sin volverse. Los canteros empezaron a trabajar en respuesta a su señal y el ruido metálico del hierro sobre la roca puntuaba la música del coro.

Dos o tres caras se asomaron temerosas por la puerta. Pronto se dieron cuenta los hombres de que lo que veían era a unos monjes y trabajadores corpóreos y corrientes, nada de visiones ni de espíritus, y salieron de la vivienda para verlos mejor. Aparecieron dos hombres de armas abrochándose el cinto y se quedaron inmóviles mirando.

Para Philip ese era el momento crucial. ¿Qué harían los hombres de armas?

La visión de aquellos hombres grandes barbudos y sucios con sus cintos, sus espadas y dagas y su justillo de cuero duro evocó en Philip el recuerdo vívido, claro como el cristal, de los dos soldados que irrumpieran en su hogar cuando tenía seis años matando a su madre y a su padre. De repente y de forma inesperada acusó un punzante dolor por unos padres que apenas recordaba. Se quedó mirando con repugnancia a los hombres del conde Percy, no viéndolos a ellos sino a un horrible hombre de nariz ganchuda y a otro hombre moreno con sangre en la barba. Y se sintió embargado por la furia y el asco y por la firme decisión de que aquellos rufianes estúpidos y sin el menor temor a Dios fueran derrotados.

Por el momento no hicieron nada. De manera gradual fueron apareciendo los canteros del conde. Philip los contó. Había doce más los hombres de armas.

El sol apuntó en el horizonte.

Los canteros de Kingsbridge estaban ya sacando piedras. Si los hombres de armas quisieran detenerlos habrían de empezar por los monjes que rodeaban y protegían a los trabajadores. Philip había jugado la carta de que los hombres de armas vacilarían antes de usar la violencia con unos monjes que estaban rezando.

Hasta allí había acertado. En efecto vacilaban.

Los dos novicios que quedaron atrás llegaron conduciendo los caballos y el carro. Miraron temerosos en derredor suyo. Philip les indicó con un gesto dónde habían de situarse. Luego, volviéndose, se encontró con la mirada de Tom Builder e hizo un ademán de aquiescencia.

Para entonces ya habían cortado varias piedras y Tom encomendó a algunos de los monjes más jóvenes que cogieran las piedras y las llevaran al carro. Los hombres del conde observaban con interés aquella nueva situación, las piedras eran demasiado pesadas para que las levantara un solo hombre de manera que hubieron de bajarla del andamio con cuerdas y una vez en tierra llevarlas en andas. Cuando metieron la primera piedra en el carro los hombres de armas se reunieron con Harold. Subieron otra piedra al carro. Los dos hombres de armas se separaron del grupo que se encontraba junto a la vivienda y se dirigieron al carro. Philemon, uno de los novicios, subió de un salto al carro y se sentó sobre una de las piedras en actitud desafiante. Un chico valiente, se dijo Philip. Pero sintió temor.

Los hombres se acercaron al carro. Los cuatro monjes que habían transportado las dos primeras piedras permanecían delante de él formando una barrera. Philip se puso tenso. Los hombres se detuvieron plantando cara a los monjes. Ambos se llevaron la mano a la empuñadura de sus espadas. Callaron los cánticos y todo el mundo permaneció silencioso conteniendo el aliento.

Philip se decía que seguramente no serían capaces de pasar a cuchillo a cuatro monjes indefensos. Luego pensó lo fácil que sería para ellos, hombres grandes y fuertes, acostumbrados a matanzas en los campos de batalla, hundir sus afiladas espadas en los cuerpos de quienes nada tenían que temer, ni siquiera venganza. Y, sin embargo, también habrían de tener en cuenta el castigo divino al que se arriesgaban asesinando a hombres de Dios. Incluso desalmados como aquellos debían de saber que, finalmente, habría de llegarles el día del Juicio. ¿Les aterrarían las llamas eternas? Tal vez, pero también les aterrorizaba su patrón, el conde Percy. Philip supuso que el pensamiento dominante en sus mentes debía de ser si el conde consideraría que habían tenido una excusa adecuada para su fracaso en mantener alejados de la cantera a los hombres de Kingsbridge. Les observó, vacilantes ante un puñado de monjes jóvenes, con la mano en la empuñadura de sus espadas, y se los imaginó sopesando el peligro de fallar a Percy frente a la ira de Dios.

Los dos hombres se miraron. Uno de ellos sacudió negativamente la cabeza. El otro se encogió de hombros. Ambos se alejaron de la cantera.

El chantre dio una nueva nota y las voces de los monjes estallaron en un himno triunfal. Los canteros lanzaron vítores, Philip sintió un inmenso alivio. Por un momento la situación pareció terriblemente peligrosa. No pudo evitar una resplandeciente sonrisa de placer. La cantera era suya.

Apagó de un soplo su vela y se acercó al carro. Abrazó a cada uno de los cuatro monjes que habían plantado cara a los hombres de armas y a los dos novicios que condujeron el carro hasta allí.

—Estoy orgulloso de vosotros —dijo con tono afectuoso—. Y creo que Dios también lo está.

Los monjes y los canteros se estrechaban las manos y se felicitaban mutuamente.

—Ha sido una acción excelente, padre Philip —dijo Otto Blackface acercándose al prior—. Es usted un hombre valiente, si me permite decírselo.

—Dios nos ha protegido —dijo Philip.

Dirigió la mirada hacia los canteros del conde que formaban un desconsolado grupo en pie, delante de la vivienda. No quería enemistarse con ellos, pues aunque en ese momento eran los perdedores, existía el peligro de que Percy pudiera utilizarlos para crear nuevos problemas. Philip decidió hablar con ellos.

Cogió a Otto del brazo y le condujo hasta la vivienda.

—Hoy se ha hecho la voluntad de Dios —dijo a Harold—. Espero que no haya resentimiento.

—Nos hemos quedado sin trabajo —dijo Harold—. Eso es duro.

De repente, a Philip se le ocurrió la manera de tener a los hombres de Harold de su parte.

—Si queréis podéis volver hoy de nuevo al trabajo. Trabajad para mí. Contrataré a todo el equipo. Ni siquiera habréis de abandonar vuestra vivienda —dijo impulsivo.

Harold quedó sorprendido ante el giro que tomaban los acontecimientos; pareció sobresaltado pero en seguida recobró la compostura.

—¿Con qué salarios?

—De acuerdo con las tarifas medias —contestó rápidamente Philip—. Dos peniques al día para los artesanos, un penique para los peones y cuatro para ti. Tú pagarás a los aprendices.

Harold se volvió a mirar a sus compañeros. Philip se llevó aparte a Otto para dejarles discutir en privado la proposición. En realidad no podía permitirse pagar a doce hombres más y si aceptaban su oferta habría de aplazar aún más la fecha en que pudiera contratar albañiles; también significaba que habría de cortar la piedra a un ritmo más rápido del que pudiera utilizarla.

Constituiría una autentica reserva pero perjudicaría a sus entradas de dinero. Sin embargo, poner a todos los canteros de Percy en la nómina del priorato sería un excelente movimiento defensivo. Si Percy quisiera trabajar de nuevo la cantera por sí mismo habría de contratar primero a un equipo de canteros, lo que quizás le fuera difícil una vez que hubiera corrido la voz de los acontecimientos que ese día habían tenido lugar allí. Y si en el futuro Percy intentara otra artimaña para cerrar la cantera, Philip tendría excelentes existencias de piedra.

Harold parecía estar discutiendo con sus hombres. Al cabo de unos momentos se apartó de ellos y se acercó de nuevo a Philip.

—Si trabajamos para vos, ¿quién estará a cargo? —preguntó—. ¿Yo o su propio maestro cantero?

—Será Otto quien esté a cargo —repuso Philip sin vacilar. Ciertamente no podía estarlo Harold por si un día su lealtad volviera al servicio de Percy. Y tampoco podía haber dos maestros porque ello posiblemente provocaría disputas—. Tú seguirás dirigiendo a tu propio equipo —dijo Philip a Harold—. Pero Otto estará por encima de ti.

Harold pareció decepcionado y volvió junto a sus hombres, prosiguiendo la discusión. Tom Builder se reunió con Philip y Otto.

—Vuestro plan ha dado resultado, padre —dijo con una amplia sonrisa—. Hemos vuelto a tomar posesión de la cantera sin derramar una gota de sangre. Sois asombroso.

Philip estuvo de acuerdo hasta que se dio cuenta de que estaba cometiendo pecado de orgullo.

—Ha sido Dios quien ha hecho el milagro —se recordó a sí mismo y también a Tom.

—El padre Philip ha contratado a Harold y a sus hombres para que trabajen conmigo —dijo Otto.

—¿De veras? —Tom parecía disgustado. Se suponía que era el maestro constructor quien había de reclutar a los artesanos, no el prior—. Yo hubiera dicho que no podía permitírselo.

—En efecto, no puedo —admitió Philip—. Pero no quiero que esos hombres anden por ahí sin nada que hacer, a la espera de que a Percy se le ocurra otra nueva estratagema para hacerse de nuevo con la cantera.

Tom pareció pensativo, y luego asintió.

—Y será muy útil disponer de una buena reserva de piedra para el caso de que Percy se saliera con la suya.

A Philip le satisfizo que Tom se diera cuenta de la utilidad de lo que había hecho.

Harold pareció haber llegado a un acuerdo con sus hombres. Se acercó de nuevo a Philip.

—¿Me entregará a mí los salarios, dejándome repartir el dinero como me parezca bien?

Philip se mostró dubitativo. Ello significaba que el maestro se llevaría más de lo que le correspondiera.

—Eso corresponde al maestro constructor —dijo, sin embargo.

—Es una práctica bastante común —dijo Tom—. Si es eso lo que quiere tu equipo, yo estoy de acuerdo.

—En tal caso aceptamos —dijo Harold.

Harold y Tom se estrecharon las manos.

—De manera que todo el mundo tiene lo que quiere. Formidable —exclamó Philip.

—Hay alguien que no tiene lo que quería —dijo Harold.

—¿Quién? —preguntó Philip.

—Regan, la mujer del conde Percy —dijo Harold con voz lúgubre—. Cuando descubra lo que ha ocurrido aquí, correrá la sangre.

2

Aquel no era día de caza, de manera que los jóvenes de Earlcastle practicaban uno de los juegos favoritos de William Hamleigh, el de apedrear al gato.

En el castillo siempre había muchísimos gatos y poco importaba uno más o uno menos. Los hombres cerraban las puertas y las contraventanas del vestíbulo de la torre del homenaje y adosaban los muebles contra la pared a fin de que el animal no pudiera esconderse en parte alguna. Luego hacían un montón de piedras en el centro de la habitación. El gato, un viejo cazarratones con el pelo ya grisáceo, olfateó en el aire la sed de sangre y se sentó junto a la puerta con la esperanza de salir.

Cada uno de los jóvenes había de depositar un penique en el pote por cada piedra que lanzara, y quien arrojara la piedra fatal se llevaba el pote. Mientras se echaban suertes para establecer el orden de lanzamientos, el gato empezó a ponerse nervioso yendo arriba y abajo por delante de la puerta.

Walter fue el primero en tirar. Eso suponía una ventaja ya que aunque el gato se mostraba cauteloso ignoraba la naturaleza del juego y se le podía coger por sorpresa. Walter dio la espalda al animal, cogió una piedra del montón y manteniéndola oculta en la mano se volvió con lentitud y la arrojó de repente.

Falló. La piedra dio contra la puerta y el gato echó a correr dando saltos. Los otros rieron burlones.

El segundo lanzamiento solía ser desafortunado, ya que el gato estaba fresco y corría ligero, mientras que más adelante se sentiría cansado y posiblemente herido. El siguiente era un joven hacendado.

Observó al gato correr alrededor de la habitación en busca de algún sitio por donde salir, y esperó a que redujera la marcha. Entonces arrojó la piedra. Fue un buen disparo pero el gato lo vio venir e hizo un regate. Los hombres mugieron.

Volvió a correr el gato por la habitación, presa ya de pánico, saltando los caballetes y las mesas arrinconadas contra la pared, y luego de nuevo al suelo. El siguiente en lanzar fue un caballero de más edad. Observó al gato correr alrededor de la habitación. Simuló un lanzamiento para ver hacia dónde saltaría el gato y luego arrojó de veras la piedra mientras el animal corría, apuntando algo por delante de él. Los demás aplaudieron su astucia, pero el gato había visto venir la piedra y se detuvo de repente, evitándola. El gato, desesperado, intentó meterse detrás de un cofre de roble que había en un rincón. El lanzador de turno vio una oportunidad y la aprovechó, arrojando rápidamente la piedra mientras el gato se encontraba parado, y le dio en la grupa. Hubo un gran coro de vítores. El gato renunció a esconderse detrás del cofre y corrió en derredor de la habitación, pero ya iba cojeando y se movía con más lentitud.

Le tocaba el turno a William.

Pensó que si andaba con cuidado probablemente podría matar al gato. Le chilló, para fatigarlo algo más, haciéndole correr por un instante más aprisa. Luego, con el mismo fin, simuló un lanzamiento. Si alguno de los otros se hubiera demorado tanto le habrían abroncado, pero William era el hijo del conde y naturalmente esperaron con paciencia. El gato, sin duda dolorido, redujo la marcha, acercándose esperanzado a la puerta. William echó hacia atrás el brazo dispuesto a lanzar la piedra. Antes de que esta abandonara su mano, se abrió la puerta de manera inesperada y en el umbral apareció un sacerdote vestido de negro. William hizo su lanzamiento, pero el gato salió disparado como la flecha de un arco. El sacerdote lanzó un chillido agudo y aterrado y se recogió los faldones de sus vestiduras. Los jóvenes estallaron en risas. El gato se estrelló contra las piernas del sacerdote y luego, recobrando el equilibrio, salió disparado por la puerta. El sacerdote permaneció inmóvil en actitud aterrada como una vieja a la que hubiera asustado un ratón. Los jóvenes reían estrepitosamente.

William reconoció al sacerdote. Era el obispo Waleran.

Y ello le hizo reír todavía más. El hecho de que aquel sacerdote afeminado sintiera terror de un gato y fuera también un rival de la familia hacía más jugoso el incidente.

El obispo recuperó rápidamente su compostura. Enrojeció, y señaló con dedo acusador a William.

—Sufrirás tormento eterno en las más hondas profundidades del infierno —dijo con voz áspera.

Al punto la risa de William se transformó en terror. Cuando era pequeño su madre le había provocado pesadillas, contándole lo que los demonios hacían a la gente en el infierno, haciéndoles arder entre llamas, sacándoles los ojos y cortándoles sus partes pudendas con afilados cuchillos, y desde entonces le sacaba de quicio oír hablar de ello.

—¡Callaos! —dijo chillando al obispo. En la habitación se hizo el más absoluto silencio. William desenvainó su cuchillo y se dirigió hacia Waleran—. ¡No vengáis aquí predicando, serpiente!

Waleran no parecía en modo alguno asustado, tan solo intrigado e interesado al haber descubierto la debilidad de William. Aquello enfureció aún más a William.

—¡Voy a atravesaros, por todos los…!

Estaba lo bastante fuera de sí como para apuñalar al obispo. Pero le detuvo una voz procedente de las escaleras, detrás de él.

—¡William! ¡Ya basta!

Era su padre.

William se detuvo y al cabo de un instante envainó el cuchillo.

Waleran entró en el salón, seguido de otro sacerdote que cerró la puerta tras él. Era el deán Baldwin.

—Me sorprende veros, obispo.

—¿Porque la última vez que nos vimos indujo al prior de Kingsbridge a que me traicionara? Sí, supongo que debería estar sorprendido porque habitualmente no soy hombre que olvide fácilmente. —Por un momento volvió de nuevo su mirada glacial hacia William y luego la concentró una vez más en el padre—. Pero prescindo de mi resentimiento cuando va contra mis intereses. Necesitamos hablar.

El padre asintió pensativo.

—Será preferible que vayamos arriba. Tú también, William.

El obispo Waleran y el deán Baldwin subieron las escaleras hasta los apartamentos del conde, seguidos de William. Se sentía chasqueado por habérsele escapado el gato. Por otra parte se daba cuenta de que él también había escapado de milagro, ya que si hubiese tocado al obispo le habrían ahorcado, pero había algo en la exquisitez y en los modales relamidos de Waleran que William detestaba.

Entraron en la cámara de su padre, la habitación donde William había violado a Aliena. Cada vez que entraba allí recordaba la escena. Su cuerpo blanco y lozano, el miedo que reflejaba su cara, la forma en que gritaba, el rostro contraído de su hermano pequeño cuando le obligaron a mirar y finalmente el toque maestro de William, la forma en que luego había dejado a Walter gozar de ella. Hubiera querido retenerla allí, prisionera, para poder tenerla a su disposición siempre que quisiera.

Desde entonces Aliena se había convertido en su obsesión. Incluso había intentado seguirle la pista. Habían pillado a un guardabosque tratando de vender el caballo de guerra de William en Shiring, y confesó bajo tortura que se lo había robado a una joven que respondía a la descripción de Aliena. William se había enterado por el carcelero de Winchester que había visitado a su padre antes de que este muriera. Y su amiga Mrs. Kate, la propietaria de un burdel que él solía frecuentar, le dijo que había ofrecido a Aliena un lugar en su casa. Pero el rastro había terminado allí. No dejes que te ofusque la mente, Willy boy, le había dicho Kate animándole. ¿Necesitas tetas grandes y pelo largo? Nosotras lo tenemos. Llévate esta noche a Betty y a Minie, cuatro grandes tetas para ti solo, ¿por qué no? Pero Betty y Minie no eran inocentes y de tez blanca, ni sentían un miedo de muerte. Y tampoco le habían satisfecho. De hecho, no había alcanzado una verdadera satisfacción con mujer alguna desde aquella noche con Aliena en esa misma cámara del conde.

Apartó de la mente aquella idea. El obispo Waleran hablaba con su madre.

—Supongo que sabéis que el prior de Kingsbridge ha tomado posesión de vuestra cantera.

No lo sabían. William estaba asombrado y su madre furiosa.

—¿Qué? ¿Cómo? —exclamó.

—Al parecer vuestros hombres de armas lograron que los canteros se retiraran, pero al día siguiente cuando se despertaron se encontraron con la cantera llena de monjes cantando himnos y temieron atacar a hombres de Dios. El prior Philip ha contratado a vuestros canteros y ahora se encuentran todos trabajando juntos en perfecta armonía. Me sorprende que vuestros hombres de armas no volvieran para informaros.

—¿Dónde están esos cobardes? —chilló madre. Tenía la cara congestionada—. Tengo que verlos…, haré que les corten las pelotas y…

—Comprendo por qué no han regresado —dijo Waleran.

—Poco importan los hombres de armas —dijo padre—. No son más que soldados. El único responsable es ese taimado prior. Jamás imaginé que recurriera a una treta semejante. Se ha burlado de nosotros, eso es todo.

—Exactamente —dijo Waleran—. Con todos esos aires de santa inocencia tiene la astucia de una rata casera.

William pensó que Waleran era también como una rata, una rata negra de hocico puntiagudo, de pelo negro y resbaladizo, sentada en un rincón, con una corteza entre las zarpas, lanzando miradas astutas alrededor de la habitación mientras mordisqueaba su comida. ¿Por qué le interesaba tanto quién ocupara la cantera? Era tan astuto como el prior Philip, también él tramaba algo.

—No podemos dejarle que se salga con la suya —estaba diciendo madre—. Los Hamleigh no pueden aceptar esa derrota. Hay que humillar a ese prior.

Padre no estaba tan seguro.

—No es más que una cantera —dijo—. Y el rey di…

—No es sólo la cantera, se trata del honor de la familia —le interrumpió madre—. Y poco importa lo que haya dicho el rey.

William estaba de acuerdo con madre. Philip de Kingsbridge había desafiado a los Hamleigh y había que aplastarle. Si la gente no tuviera miedo de uno, uno no sería nadie. Pero lo que no comprendía era dónde estaba el problema.

—¿Por qué no vamos con algunos hombres y arrojamos a los canteros del prior?

Padre sacudió la cabeza.

—Una cosa es poner impedimentos pasivos a los deseos del rey como hicimos al explotar nosotros mismos la cantera, y otra muy distinta enviar hombres armados para expulsar a trabajadores que están allí con permiso expreso del rey. Eso podría hacerme perder el condado.

William aceptó reacio su punto de vista. Padre siempre se mostraba cauto, pero por lo general tenía razón.

—Tengo una sugerencia —dijo el obispo Waleran. William estaba seguro de que ocultaba algo debajo de la manga negra y bordada—. Creo que la catedral no debiera construirse en Kingsbridge.

Aquella observación dejó atónito a William. No comprendía su importancia. Y tampoco padre. Pero a madre se le desorbitaron los ojos y dejó de rascarse la cara por un momento.

—Es una idea interesante —dijo pensativa.

—Antiguamente la mayoría de las catedrales se encontraban en pueblos como Kingsbridge —siguió diciendo Waleran—. Hace sesenta o setenta años, en tiempos del primer rey Guillermo, muchas de ellas fueron trasladadas a ciudades. Kingsbridge es un pueblo pequeño en medio de ninguna parte, allí no hay nada más que un monasterio decadente que no es lo bastante rico para mantener una catedral, y mucho menos para construirla.

—¿Y dónde deseáis vos que se construya? —pregunto madre.

—En Shiring —repuso Waleran—. Es una gran ciudad, su población debe alcanzar los mil habitantes y tiene un mercado y una feria de lana anual. Está en un camino principal. Shiring es apropiada. Y si los dos hacemos campaña en ese sentido, el obispo y el conde unidos, podremos lograrlo.

—Pero si la catedral estuviera en Shiring, los monjes de Kingsbridge no podrían ocuparse de ella.

—Ahí está el quid de la cuestión —dijo madre impaciente—. Sin la catedral, Kingsbridge no sería nada. El priorato se hundiría en la oscuridad y Philip sería de nuevo un cero a la izquierda, que es lo que se merece.

—Entonces ¿quién se ocuparía de la nueva catedral? —insistió padre.

—Un nuevo capítulo de canónigos nombrados por mí —dijo Waleran.

Hasta entonces William se había sentido tan desconcertado como su padre, pero en ese momento empezó a comprender la idea de Waleran. Con el traslado de la catedral a Shiring, este se haría también con el control personal de la misma.

—¿Y qué me decís del dinero? —preguntó padre—. ¿Quién pagará la construcción de la nueva catedral, de no ser el priorato de Kingsbridge?

—Creo que nos encontraremos con que la mayor parte de las propiedades del priorato están dedicadas a la catedral —dijo Waleran—. Si la catedral se traslada, las propiedades van con ella. Por ejemplo, cuando el rey Stephen dividió el antiguo condado de Shiring, cedió las granjas de la colina al priorato de Kingsbridge, como desgraciadamente sabemos muy bien, pero lo hizo para ayudar a la financiación de la nueva catedral. Si le dijéramos que algún otro estaba construyendo la nueva catedral, esperaría que el priorato entregara esas tierras a los nuevos constructores. Como es de suponer, los monjes presentarían batalla, pero el examen de sus cartas de privilegio daría por zanjada la cuestión.

A William, el panorama se le aparecía cada vez más claro. Con esta estratagema, Waleran no sólo obtendría el control de la catedral sino que también se haría con la mayor parte de las riquezas del priorato.

Padre pensaba lo mismo.

—Para vos es un buen plan, obispo, pero ¿queréis decirme qué gano yo con todo ello?

Fue madre quien le contestó.

—¿Es que no lo ves? —dijo enojada—. Tú posees Shiring. Piensa en toda la prosperidad que la catedral traerá consigo a la ciudad. Durante años habrá centenares de artesanos y peones construyendo la iglesia. Todos ellos habrán de vivir en algún sitio y pagarte una renta, tendrán que comer y vestirse de tu mercado. Luego estarán los canónigos a cargo de la catedral, y los fieles que acudirán a Shiring por Pascua y Pentecostés en lugar de hacerlo a Kingsbridge, y los peregrinos que acudirán a ver los sepulcros… Todos ellos gastarán dinero.

Los ojos le brillaban por la codicia. Hacía mucho tiempo que William no recordaba haberla visto tan entusiasmada.

—Si manejamos bien esto —añadió tras una breve pausa—, convertiremos a Shiring en una de las ciudades más importantes del reino.

Y será mía, se dijo William. Cuando mi padre muera, yo seré el conde.

—Muy bien —dijo padre—. Arruinará a Philip, os dará poder a vos, obispo, y a mí me hará rico. ¿Cómo podrá hacerse?

—En teoría la decisión de trasladar el emplazamiento de la catedral debe tomarla el arzobispo de Canterbury.

Madre se le quedó mirando.

—¿Por qué «en teoría»?

—Porque precisamente ahora no hay arzobispo. William de Corbeil murió en Navidad y el rey Stephen todavía no ha nombrado sucesor. Sin embargo, sabemos quién tiene todas las probabilidades de obtener el cargo. Nuestro viejo amigo Henry de Winchester. Quiere esa dignidad. El Papa ya le ha dado mando interino y el rey es su hermano.

—¿Hasta qué punto es su amigo? —inquirió padre—. No fue de mucha ayuda para vos cuando intentasteis apoderaros de este condado.

Waleran se encogió de hombros.

—Si puede, me ayudará. Tenemos que presentarle el caso de manera convincente.

—No querrá hacerse enemigos poderosos precisamente en estos momentos en que espera que le nombren arzobispo —sugirió madre.

—Desde luego. Pero Philip no es lo bastante poderoso para ser tenido en cuenta. No es probable que se le consulte para la elección de arzobispo.

—Entonces ¿por qué no habría de darnos Henry lo que queremos? —preguntó William.

—Porque aún no es el arzobispo y sabe que la gente le está observando para ver cómo se comporta durante su periodo transitorio. Quiere que se le vea tomando decisiones juiciosas y no simplemente repartiendo favores entre sus amigos. Ya habrá tiempo suficiente después de la elección.

—De manera que lo más que podemos hacer es que atienda favorablemente nuestro caso. ¿Y cuál es nuestro caso? —dijo madre en actitud reflexiva.

—Que Philip no puede construir una catedral y nosotros sí.

—¿Y cómo podemos convencerle de ello?

—¿Habéis estado últimamente en Kingsbridge?

—No.

—Yo estuve en Pascua. —Waleran sonrió—. Ni siquiera habían empezado a construir. Todo cuanto tenían era una extensión llana de tierra con unas cuantas estacas clavadas en el suelo y algunas cuerdas marcando el lugar donde esperan construir. Habían empezado a cavar para los cimientos, pero sólo tenían unos cuantos pies de profundidad, allí tienen trabajando a un albañil con su aprendiz y al carpintero del priorato. Y de vez en cuando también trabaja algún que otro monje. Es un panorama poco impresionante, sobre todo bajo la lluvia. Me gustaría que el obispo Henry lo viera.

Madre asintió comprensiva. William pudo darse cuenta de que el plan era bueno, aunque le fastidiara la idea de colaborar con el odioso Waleran Bigod.

Waleran siguió con su exposición:

—Primero pondremos al corriente a Henry sobre el lugar tan pequeño e insignificante que es Kingsbridge y lo pobre que es el monasterio. Le enseñaremos el enclave donde les ha costado más de un año cavar algunos hoyos poco profundos. Luego le llevaremos a Shiring y le impresionaremos con la rapidez con la que allí puede levantarse una catedral, con el obispo, el conde y los ciudadanos contribuyendo conjuntamente en el proyecto con las máximas energías.

—¿Vendrá Henry? —preguntó con ansiedad madre.

—Todo cuanto podemos hacer es pedírselo —contestó Waleran—. En su calidad de arzobispo, le invitaré a visitarnos en Pentecostés. Le halagará el que le consideremos ya como arzobispo.

—Tenemos que mantener esto en secreto para que no se entere el prior Philip —dijo padre.

—No creo que sea posible —repuso Waleran—. El obispo no puede hacer una visita por sorpresa a Kingsbridge, resultaría demasiado extraño.

—Pero si Philip sabe de antemano que va a visitarle el obispo Henry, es posible que haga un gran esfuerzo para adelantar el programa de construcción.

—¿Cómo? No tiene dinero, sobre todo ahora que ha contratado todos vuestros canteros. Los canteros no pueden construir muros. —Waleran movió de un lado a otro la cabeza con sonrisa satisfecha—. De hecho, no puede hacer absolutamente nada, salvo esperar a que el sol brille en Pentecostés.

Al principio Philip se sintió complacido de que el obispo de Winchester acudiera a Kingsbridge. Naturalmente el oficio se celebraría al aire libre, pero eso estaba bien. Lo harían en el lugar donde estuvo la antigua catedral. En el caso de que lloviera, el carpintero del priorato construiría una protección provisional sobre el altar y todo el espacio en derredor, para que el obispo no se mojara. La congregación podía soportar la lluvia. La visita parecía un acto de fe por parte del obispo Henry, como si quisiera significar que todavía seguía considerando Kingsbridge como una catedral, y que la carencia de una iglesia auténtica sólo era un problema temporal. Sin embargo, se le ocurrió preguntarse qué motivo pudiera haber impulsado a Henry. La razón habitual para que un obispo visitara un monasterio era la de obtener comida, bebida y alojamiento gratis para él y su séquito. Pero Kingsbridge era famoso, por no decir escandaloso, por la sencillez de su comida y la austeridad de sus acomodos, y las reformas de Philip apenas habían conseguido elevar su desastroso nivel al de más o menos adecuado, además Henry era el clérigo más rico del reino, por lo que con toda certeza no acudía a Kingsbridge en busca de comida y bebida. Pero a Philip también le parecía un hombre que no hacía nada sin un motivo determinado.

Cuanto más pensaba en ello mayor era su sospecha de que el obispo Waleran tenía algo que ver con aquella visita; había esperado que Waleran se presentara en Kingsbridge uno o dos días después de recibir la carta, para discutir las medidas a tomar para el servicio y la hospitalidad a Henry y asegurarse de que este se sintiera complacido e impresionado por Kingsbridge, pero a medida que pasaban los días sin que apareciera Waleran fueron afirmándose las sospechas de Philip.

Sin embargo, incluso en los momentos de mayor suspicacia jamás había soñado por un momento en la traición que, diez días antes de Pentecostés, le había sido revelada por el prior de la catedral de Canterbury. Al igual que Kingsbridge, Canterbury estaba a cargo de monjes benedictinos y estos se ayudaban entre sí, siempre que les era posible. El prior de Canterbury, que trabajaba en estrecha relación con el arzobispo en funciones, se había enterado de que Waleran había invitado a Henry a Kingsbridge con el propósito expreso de convencerle de que trasladara la diócesis y la nueva catedral a Shiring.

Philip se sintió sobrecogido. El corazón le palpitó con fuerza y le tembló la mano que sostenía la carta. Era una maniobra diabólicamente inteligente por parte de Waleran, que Philip no había previsto. Ni siquiera se le pasó por la imaginación algo semejante. Lo que en realidad le sobresaltaba era su falta de percepción.

Sabía lo traicionero que era Waleran. Hacía un año que el obispo había intentado engañarle en lo referente al condado de Shiring. Y jamás olvidaría lo furioso que se había mostrado Waleran cuando Philip le ganó por la mano. Aún podía ver el rostro de Waleran contraído por la ira cuando le dijo: Juro por todo cuanto hay de sagrado que jamás construirás tu iglesia. Pero a medida que pasaba el tempo fue perdiendo fuerza la amenaza de aquel juramento. Philip había bajado la guardia y ahora se encontraba con el brutal recordatorio de la larga memoria de Waleran.

El obispo Waleran dice que no tienes dinero y que en quince meses no has construido nada, escribía el prior de Canterbury. Dice que el obispo Henry comprobará por sí mismo que la catedral jamás llegará a construirse si se deja en manos del priorato de Kingsbridge. Alega que ahora es el momento de actuar antes de que haya algún progreso real.

Waleran era demasiado astuto para dejarse coger en un embuste patente, de manera que formulaba una enorme exageración. De hecho, Philip había llevado a cabo una gran tarea, había despejado las ruinas, aprobado los planos, establecido el nuevo extremo oriental, comenzado la cimentación y también el talado de árboles y el almacenamiento de piedras. Pero no tenía mucho más que mostrar al visitante y para lograr sólo aquello había tenido que superar enormes obstáculos: la reforma de la administración del priorato, obtener del rey una importante concesión de tierras y derrotar al conde Percy en la explotación de la cantera. ¡No era justo!

Con la carta en la mano, se acercó a la ventana y miró hacia el lugar donde iba a construirse la iglesia. Las lluvias primaverales lo habían convertido en un lodazal. Dos monjes jóvenes, cubiertos con sus capuchas, se encontraban trasladando madera desde la orilla de río. Tom Builder había construido un artilugio con una cuerda y una polea para sacar cubas de tierra del hoyo de los cimientos y estaba manejando el torno de enrollar mientras su hijo Alfred, dentro del hoyo, llenaba las cubas con el barro. Parecía como si fuera a seguir trabajando a ese ritmo durante toda una vida sin que se notara la diferencia. Al ver aquella escena, cualquiera que no fuera profesional llegaría a la conclusión de que allí no se concluiría catedral alguna hasta el día del Juicio Final.

Philip se apartó de la ventana y volvió a su escritorio. ¿Qué podía hacerse? De momento se sintió tentado de no hacer nada. Pensó que lo mejor sería dejar que les visitara el obispo Henry, que echara un vistazo y tomara su propia decisión. Si la catedral hubiera de construirse en Shiring, que así fuera. Dejaría que el obispo Waleran se hiciera con el control y lo utilizara para sus propios fines. Dejaría que llevaran la prosperidad a la ciudad de Shiring y a la perversa dinastía Hamleigh. Que se hiciera la voluntad de Dios.

Sabía desde luego que aquello no tendría validez. Tener fe en Dios no consistía en sentarse sin hacer nada. Significaba creer que uno podía lograr lo que se proponía, haciéndolo lo mejor que pudiera con honradez y energía. La obligación sagrada de Philip era hacer cuanto pudiera para evitar que la catedral cayera en manos de gentes cínicas e inmorales que la explotarían para su propio engrandecimiento. Ello significaba mostrar al obispo Henry que su programa de construcción estaba bien en marcha y que Kingsbridge tenía la energía y la decisión de llevarlo a cabo hasta el fin.

¿Era eso verdad? El hecho era que a Philip le iba a resultar extraordinariamente difícil construir allí una catedral. Casi se había visto obligado a abandonar el proyecto porque el conde se negaba a permitirle el acceso a la cantera. Pero sabía que al final lo lograría con la ayuda de Dios. Pero su propia convicción no sería suficiente para persuadir al obispo Henry.

Decidió hacer cuanto pudiera para que aquel lugar resultara lo más impresionante dentro de su capacidad. Pondría a trabajar a todos los monjes durante los diez días que quedaban hasta Pentecostés. Tal vez pudieran ahondar parte de la zanja de la cimentación hasta la profundidad necesaria de manera que a Tom y Alfred les fuera posible empezar a colocar las piedras de los cimientos. Quizás pudiera completarse una parte de los cimientos hasta el nivel del suelo de forma que Tom estuviera en condiciones de empezar a construir un muro. Aquello sería algo mejor que el panorama actual, pero no mucho más. Lo que Philip necesitaba realmente era un centenar de trabajadores, pero ni siquiera tenía dinero para diez.

Naturalmente el obispo Henry llegaría un domingo, cuando nadie estuviera trabajando a menos que Philip pidiera la cooperación de los fieles. Aquello representaría un centenar de trabajadores. Se imaginaba a sí mismo en pie ante ellos, anunciando un nuevo tipo de oficio sagrado en Pentecostés. En lugar de cantar himnos y decir oraciones, iban a cavar zanjas y acarrear piedras. Se quedarían asombrados. Se…

¿Qué harían en realidad?

Posiblemente cooperarían de todo corazón.

Frunció el ceño. Una de dos, o soy un demente o es posible que esta idea dé resultado, se dijo.

Reflexionó algo más sobre ella. Una vez terminado el oficio, me levantaré y diré que en esta ocasión la penitencia para el perdón de todos los pecados será medio día de trabajo en el lugar donde se está construyendo la catedral. A la hora del almuerzo habrá pan y cerveza. Lo harán. Claro que lo harán.

Consideró que era necesario discutir la idea con alguien más.

Pensó en Milius, pero en seguida desechó la idea. La manera de pensar de Milius era demasiado semejante a la suya. Necesitaba alguien con un enfoque algo diferente. Decidió hablar con Cuthbert Whitehead, el cillerero. Se puso la capa, echándose hacia delante la capucha para protegerse la cara de la lluvia, y salió.

Atravesó presuroso el lugar en construcción totalmente embarrado, saludó a Tom con la mano al pasar y se encaminó al patio de la cocina. Aquella serie de construcciones contaba ya con un gallinero, un cobertizo para vacas y una lechería, ya que a Philip no le gustaba gastar un dinero del que tan escaso andaba en productos corrientes que podían aportar los propios monjes, como huevos y mantequilla. Entró en el almacén del cillerero en la cripta, debajo de la cocina. Aspiró el aire fresco y fragante, aromatizado por las hierbas y especias que Cuthbert almacenaba. Este se encontraba contando ajos, escudriñando las ristras de cabezas y farfullando números en voz baja. Philip observó ligeramente sobresaltado que Cuthbert se estaba haciendo viejo. Parecía como si por debajo de la piel le estuviera desapareciendo la carne.

—Treinta y siete —dijo Cuthbert en voz alta—. ¿Quieres un vaso de vino?

—No, gracias. —Philip había descubierto que si tomaba vino durante el día le provocaba pereza y mal humor. Sin duda, ese era el motivo por el que San Benito aconsejaba a los monjes que bebieran con moderación—. Necesito tu consejo, no tus vituallas. Ven y siéntate.

Abriéndose paso entre cajas y barriles, Cuthbert tropezó con un saco y a punto estuvo de caer antes de sentarse en un taburete de tres patas frente a Philip. Este se dio cuenta de que el almacén no estaba tan ordenado como tiempo atrás. Algo le vino a la mente.

—¿Andas mal de la vista, Cuthbert?

—Ya no es lo que era, pero me las compongo bien —dijo Cuthbert con brusquedad.

Posiblemente haría ya años que no andaba bien de la vista, incluso tal vez fuera ese el motivo de que no leyera muy bien. Sin embargo era evidente que el tema hería su susceptibilidad, de manera que Philip no dijo una palabra más, pero tomó nota mental para empezar a preparar a un cillerero que le remplazara.

—He recibido una carta muy inquietante del prior de Canterbury —dijo, explicando luego a Cuthbert los manejos del obispo Waleran. Terminó diciendo—: La única manera que se me ocurre de hacer que el terreno donde se está construyendo dé la impresión de un hervidero de actividad es poner a trabajar en él a la congregación. ¿Se te ocurre alguna razón por la que no deba hacerlo?

Cuthbert ni siquiera se detuvo a reflexionar.

—Me parece una idea excelente —dijo de inmediato.

—No es muy ortodoxo, ¿verdad? —insistió Philip.

—Ya se ha hecho antes.

—¿De veras? —Philip se quedó sorprendido a la par que complacido—. ¿Dónde?

—He oído hablar de ello en varios lugares.

Philip se sentía excitado.

—¿Y dio resultado?

—A veces. Probablemente dependerá del tiempo.

—¿Qué sistema se sigue? ¿Hace el anuncio el sacerdote al finalizar el oficio?

—Es algo más organizado. El obispo o el prior envía mensajeros a las iglesias parroquiales anunciando que puede obtenerse el perdón de los pecados si se trabaja en la construcción.

—Es una gran idea —declaró Philip entusiasmado—. Podríamos reunir más fieles de lo habitual, atraídos por la novedad.

—O tal vez menos —dijo Cuthbert—. Algunos preferirían dar dinero al sacerdote o encender una vela a un santo que pasar todo el día pateando por el barro y acarreando piedras pesadas.

—No había pensado en eso —dijo Philip desanimado de pronto—. Después de todo quizás no sea una idea tan buena.

—¿Tienes alguna otra?

—Ninguna.

—Entonces habrás de intentar poner esta en práctica y confiar en que dé resultado, ¿no te parece?

—Sí, esperemos que dé resultado —dijo Philip.

3

En la víspera de Pentecostés, Philip no pegó ojo en toda la noche.

Había estado luciendo el sol durante toda la semana, algo que encajaba perfectamente con su plan ya que el buen tiempo induciría a más gente a presentarse voluntaria, pero el sábado al anochecer empezó a llover. Permanecía despierto escuchando con desconsuelo el tamborileo de las gotas de lluvia sobre el tejado y el viento entre los árboles. Tenía la impresión de que había rezado bastante. Dios ya debía tener plena conciencia de las circunstancias.

Durante el domingo anterior cada uno de los monjes del priorato había visitado una o más iglesias para hablar a los fieles y decirles que podrían alcanzar el perdón de sus pecados si trabajaban los domingos en la construcción de la catedral. En Pentecostés obtendrían el perdón del año anterior, y a partir de ese momento un día de trabajo equivaldría a una semana de pecados ordinarios, excluidos naturalmente el asesinato y el sacrilegio. El propio Philip había ido a la ciudad de Shiring y había hablado en cada una de sus cuatro iglesias parroquiales. A Winchester había enviado a dos monjes para que visitaran tantas pequeñas iglesias como les fuera posible, de las que existían en aquella ciudad. Winchester estaba a dos días de distancia pero las fiestas de Pentecostés se prolongaban durante seis días y la gente solía hacer ese viaje para asistir a una gran feria o a algún oficio sagrado espectacular. En definitiva, muchos miles de fieles habían escuchado el mensaje. Lo que no era posible saber era cuántos responderían a la llamada.

Durante el resto del tiempo todos habían estado trabajando en el enclave de la construcción. El buen tiempo y los días más largos de principios de verano habían ayudado mucho, y se había llevado a cabo la mayor parte de lo que Philip había esperado tener. Se habían echado los cimientos para el muro de la parte más oriental del presbiterio. Se había cavado en toda su profundidad la zanja de algunos de los cimientos del muro norte, dejándola preparada para que se colocaran las piedras de los cimientos. Tom había construido suficientes mecanismos de levantamiento para mantener a buen número de personas ocupadas en cavar el resto de la inmensa fosa. Además, en la orilla del río se amontonaba la madera enviada río abajo por los leñadores, así como las piedras de la cantera, todo lo cual había de ser acarreado ladera arriba hasta el enclave de la catedral. Allí había trabajo para centenares de personas.

Pero ¿acudiría alguien?

A medianoche, Philip se encaminó bajo la lluvia hasta la cripta para los maitines. Al volver del oficio sagrado, la lluvia había cesado. No volvió a acostarse sino que se sentó a leer. Durante esos días el tiempo de que disponía para el estudio y la meditación era entre la medianoche y la madrugada, ya que durante todo el día estaba ocupado con la administración del monasterio.

Sin embargo, esa noche le resultaba difícil concentrarse y su mente volvía siempre a las perspectivas del día que se avecinaba y las posibilidades de éxito o fracaso. Al día siguiente podía perder todo por cuanto había trabajado durante el año anterior, y aún más. Se le ocurrió, quizás porque se sentía fatalista, que no debería buscar el éxito para su propia satisfacción. ¿Acaso era su orgullo el que estaba allí en juego? El orgullo era el pecado ante el que era más vulnerable. Luego pensó en toda la gente que dependía de él para que la apoyara, la protegiera y la empleara. Los monjes, los servidores del priorato, los canteros, Tom y Alfred, los aldeanos de Kingsbridge y los fieles de todo el condado. Al obispo Waleran no le importarían como le importaban a Philip. Waleran parecía creer que tenía derecho utilizar a la gente como le pareciera, al servicio de Dios. Philip creía que el preocuparse por la gente era servir a Dios. A eso se refería la salvación. No, la voluntad de Dios no podía ser que el obispo Waleran se saliera con la suya en esta pugna. Que mi orgullo está en juego, sólo un poco, admitía Philip para sí, pero en la balanza hay también muchas almas de hombres.

Por fin el alba rompió la noche, y una vez más se encaminó a la cripta, en esa ocasión para el oficio sagrado de prima. Los monjes estaban inquietos y excitados. Sabían que ese día era crucial para su futuro. El sacristán celebró presuroso el oficio y una vez más se lo perdonó Philip.

Cuando salieron de la cripta y enfilaron hacia el refectorio para desayunar ya era completamente de día y el cielo era de un azul límpido y despejado. Dios había enviado al fin el tiempo por el que habían orado. Era un buen comienzo.

Tom Builder sabía que ese día su futuro estaba en juego.

Philip le había mostrado la carta del prior de Canterbury. Tom estaba seguro de que si la catedral se construía en Shiring, Waleran contrataría a su propio maestro constructor. No querría utilizar un diseño aprobado por Philip y tampoco arriesgarse a emplear a alguien que acaso fuera leal al prior. Para Tom, era Kingsbridge o nada. Era la única oportunidad que jamás tendría de construir una catedral, y en esos momentos peligraba.

Le invitaron a asistir aquella mañana a capítulo con los monjes. Ello ocurría de vez en cuando. Por lo general se debía a que iban a tratar del programa de construcción y era posible que necesitaran de su experta opinión en temas como el diseño, el costo o los plazos de tiempo. Ese día iba a hacer los preparativos para dar trabajo a los voluntarios, si es que acudía alguno; quería que aquel lugar fuera un hervidero de actividad laboriosa y eficiente cuando llegara el obispo Henry.

Permaneció sentado pacientemente durante las lecturas y las oraciones, sin comprender las palabras latinas, pensando en sus planes del día. Finalmente Philip volvió de nuevo al inglés y le pidió que esbozara la organización del trabajo.

—Yo me encontraré construyendo el muro este de la catedral y Alfred estará colocando las piedras de los cimientos —empezó diciendo Tom—. En ambos casos el objetivo es mostrar al obispo Henry lo adelantada que está la construcción.

—¿Cuántos hombres necesitaréis para ayudaros? —le preguntó Philip.

—Alfred necesitará dos peones para que le lleven las piedras. Utilizará material de las ruinas de la iglesia vieja; también necesitará a alguien para que le mezcle la argamasa. Yo también necesitaré un mezclador de argamasa y dos peones. Alfred podrá utilizar piedras de cualquier forma siempre que estén lisas por arriba y por debajo, pero mis piedras deberán estar debidamente preparadas ya que serán visibles por encima del suelo, de manera que he traído conmigo de la cantera dos cortadores de piedra para que me ayuden.

—Todo eso es muy importante para causar buena impresión al obispo Henry, pero la mayoría de los voluntarios estarán cavando para los cimientos —dijo Philip.

—Así es. Están marcados los cimientos de todo el presbiterio de la catedral y en la mayoría de ellos sólo se han cavado unos cuantos pies de profundidad. Los monjes deberán manejar el sistema de alzamiento. Ya he dado instrucciones al respecto a varios de ellos, y los voluntarios pueden llenar los baldes.

—¿Qué pasará si llegan más voluntarios de los necesarios? —preguntó Remigius.

—Podemos dar trabajo a todos los que lleguen —dijo Tom—. Si no tenemos suficientes artilugios de alzamiento, la gente podrá sacar la tierra de las zanjas en cubos y cestos. El carpintero habrá de estar por allí para hacer más escalas; disponemos de la madera.

—Pero hay un límite para el número de personas que puedan bajar a ese foso de los cimientos —insistió Remigius.

Tom tenía la impresión de que Remigius sólo quería discutir.

—Podrán bajar varios centenares. Es un foso inmenso —dijo Tom malhumorado.

—¿Hay que hacer algún otro trabajo además de cavar? —le preguntó Philip.

—Desde luego —repuso Tom—. Hay que acarrear madera y piedra desde la orilla del río hasta arriba, al emplazamiento. Los monjes habréis de aseguraros de que los materiales quedan apilados en los lugares adecuados del enclave. Las piedras habrán de colocarse junto a las zanjas de los cimientos pero fuera de la iglesia para que no entorpezcan el trabajo. El carpintero os dirá dónde habrá que poner la madera.

—¿Carecerán todos los voluntarios de experiencia? —preguntó Philip una vez más.

—No forzosamente. Si nos llega gente de las ciudades es posible que haya algunos artesanos. Al menos así lo espero. Tendremos que descubrirlos y hacer uso de sus habilidades. Los carpinteros podrán construir viviendas para el trabajo invernal. Cualquier albañil puede cortar piedras y echar los cimientos. Si hubiera algún herrero podríamos ponerle a trabajar en la herrería de la aldea, haciendo herramientas. Toda esa clase de cosas serán de una tremenda utilidad.

—Todo ha quedado bien claro —dijo Milius, el tesorero—. Me gustaría poner manos a la obra. Ya hay algunos aldeanos esperando a que se les diga lo que tienen que hacer.

Había algo más que Tom necesitaba decirles, algo importante aunque sutil, y trataba de encontrar las palabras adecuadas. Los monjes podían mostrarse arrogantes e indisponer a los voluntarios.

Tom quería que aquel día el trabajo fuera sobre ruedas y con alegría.

—Yo ya he trabajado con voluntarios —empezó diciendo—. Es importante que no se los trate… que no se los trate como a sirvientes. Podemos pensar que están trabajando para alcanzar una recompensa celestial y que, por lo tanto, trabajarán con más ahínco que si lo hicieran por dinero, pero no es forzoso que todos piensen así. Algunos creerán que están trabajando por nada y, por lo tanto, haciéndonos un gran favor, y si nos mostramos desagradecidos, trabajarán despacio y cometerán errores. Lo mejor será dirigirles con amabilidad.

Su mirada se encontró con la de Philip y observó que el prior reprimía una sonrisa, como si supiera los temores que se ocultaban bajo las palabras melifluas de Tom.

—Bien dicho —asintió Philip—. Si les tratamos bien, se sentirán felices y a sus anchas, creándose así un buen ambiente que impresionará de manera positiva al obispo Henry. —Miró en derredor a los monjes allí reunidos—. Si no hay más preguntas, pongamos manos a la obra.

Bajo la protección del prior Philip, Aliena había disfrutado de un año de seguridad y prosperidad.

Todos sus planes se habían cumplido. Ella y Richard habían recorrido el distrito rural comprando lana a los campesinos durante toda la primavera y el verano, vendiéndosela a Philip tan pronto como tenían un saco de lana. Y habían dado fin a la temporada con cinco libras de plata.

Su padre había muerto unos días después de su visita, aunque no lo supo hasta Navidad. Localizó su tumba —luego de gastar en sobornos gran parte de la plata tan duramente ganada— en un cementerio de mendigos en Winchester; había llorado amargamente, no sólo por él sino también por la vida que habían pasado juntos, segura y libre de preocupaciones, una vida que nunca más volvería. En cierto modo, ya le había dicho adiós antes de que muriera. Cuando abandonó la prisión supo que jamás volvería a verle. Pero también, como quiera que fuese, se hallaba todavía con ella porque estaba ligada al juramento que le hiciera y se había resignado a pasar su vida cumpliendo su voluntad.

Durante el invierno, ella y Richard habían vivido en una pequeña casa adosada al priorato de Kingsbridge. Habían construido una carreta, comprando las ruedas al carretero de Kingsbridge, y en la primavera adquirieron un buey joven para arrastrarla. La temporada de esquilado estaba en esos momentos en pleno auge y ya habían ganado más dinero de lo que les había costado el buey y la nueva carreta. El próximo año tal vez pudiera contratar a un hombre que la ayudara y encontrar un puesto de paje para Richard en casa de alguien perteneciente a la pequeña nobleza para que pudiera empezar el aprendizaje de caballero.

Pero todo dependía del prior Philip.

Al ser una joven de dieciocho años que vivía por sí misma, seguían considerándola presa fácil todos los ladrones y también muchos comerciantes legales. Había intentado vender un saco de lana a los mercaderes de Shiring y Gloucester sólo para averiguar qué ocurriría, y en ambas ocasiones le habían ofrecido la mitad de su precio. En una ciudad nunca había más de un mercader, de manera que sabían que no tenía alternativa. Con el tiempo tendría su propio almacén y vendería todas sus existencias a los compradores flamencos. Pero eso aún quedaba muy lejos. Entretanto dependía de Philip.

Y, de pronto, la posición de Philip se había hecho precaria.

Aliena se mantenía en constante alerta frente al peligro de los proscritos y los ladrones, pero cuando todo parecía sobre ruedas, sufrió un inmenso sobresalto al verse amenazado inesperadamente su modo de ganarse la vida.

Richard no quería trabajar en Pentecostés para la construcción de la catedral, lo que a Aliena le pareció un gran desagradecimiento por su parte. Le obligó a aceptar y poco después de salir el sol ambos recorrieron las pocas yardas que les separaban del recinto del priorato. Casi toda la aldea se había concentrado allí, treinta o cuarenta hombres, algunos con sus mujeres e hijos. Aliena quedó sorprendida hasta que recordó que el prior Philip era su señor y que cuando el señor pedía voluntarios probablemente lo más prudente era acudir. Durante el año anterior había adquirido una nueva y sorprendente perspectiva de las vidas de la gente corriente.

Tom Builder estaba distribuyendo el trabajo entre los aldeanos. Richard se dirigió de inmediato a hablar con Alfred, el hijo de Tom; tenían casi la misma edad. Richard tenía quince años y Alfred alrededor de un año más, y todos los domingos jugaban a la pelota con los otros chicos de la aldea; también estaba allí la niña pequeña, Martha, pero la mujer, Ellen, y el muchacho de extraño aspecto, habían desaparecido, nadie sabía a dónde. Aliena recordó el día en que la familia de Tom llegó a Earlcastle. Por entonces estaban en la miseria. Fueron rescatados de ella por el prior Philip, al igual que Aliena.

A Aliena y a Richard se les proporcionó palas y se les dijo que cavaran para los cimientos. El suelo estaba húmedo pero como había salido el sol pronto se secaría la superficie. Aliena empezó a cavar con energía. Aunque había cincuenta personas trabajando en ello, necesitaron mucho tiempo para que los hoyos parecieran bastante profundos a la vista. Richard descansaba con frecuencia sobre su pala.

—¡Cava si quieres llegar a ser caballero alguna vez! —le dijo Aliena en una ocasión, pero de nada sirvió.

Aliena estaba más delgada y fuerte que hacía un año, gracias a las largas caminatas y a levantar pesadas cargas de lana en bruto, pero en aquellos momentos descubrió que todavía podía dolerle la espalda al cavar. Se sintió aliviada cuando el prior Philip hizo sonar la campana para que se tomaran un descanso. Los monjes les llevaron pan caliente de la cocina y sirvieron cerveza ligera. El sol empezaba a calentar con fuerza y algunos hombres se desnudaron hasta la cintura.

Mientras descansaban, un grupo de forasteros entró por la puerta. Aliena les miró esperanzada. Era tan sólo un puñado de gente pero tal vez fueran la avanzadilla de una gran multitud. Se acercaron a la mesa en la que se estaba repartiendo el pan y la cerveza y el prior Philip les dio la bienvenida.

—¿De dónde venís? —preguntó mientras se echaban al coleto agradecidos las jarras de cerveza.

—De Horsted —contestó uno de ellos limpiándose la boca con la manga. Aquello parecía prometedor. Horsted era una aldea de doscientos o trescientos habitantes a pocas millas al oeste de Kingsbridge. Con suerte, podían confiar en que llegara de allí otro centenar de voluntarios.

—Y en total ¿cuántos de vosotros venís? —preguntó Philip.

Al hombre pareció sorprenderle la pregunta.

—Sólo nosotros cuatro —contestó.

Durante la hora siguiente, la gente entraba a cuentagotas por la puerta del priorato hasta que mediada la mañana hubo setenta u ochenta voluntarios trabajando, incluidas las aldeanas. Luego, la afluencia cesó del todo.

No era suficiente.

Philip se encontraba en pie en el extremo este, observando cómo Tom construía un muro. Había construido ya las bases de dos contrafuertes hasta el nivel de la tercera serie de piedras, y en ese momento estaba levantando el muro entre ellos. Probablemente nunca llegará a terminarse, se dijo Philip con desánimo.

Lo primero que Tom hacía cuando los peones le llevaban una piedra, era coger un instrumento de hierro en forma de L y utilizarlo para comprobar si los bordes de la piedra eran cuadrados. Luego, con una pala, echaba una capa de argamasa sobre el muro, la distribuía con la punta de la paleta y colocaba encima la nueva piedra, rascando el exceso de argamasa. Para colocar la piedra se guiaba por un cordel tenso sujeto por ambos extremos a cada contrafuerte. Philip observó que la piedra estaba casi tan lisa en la parte superior como en la inferior, donde estaba la argamasa, como si pudiera verse de lado.

Aquello le sorprendió y preguntó a Tom el motivo.

—Una piedra jamás debe tocar las de arriba ni las de abajo —le contestó Tom—. Para eso es precisamente la argamasa.

—¿Por qué no deben tocarse?

—Porque provocarían grietas. —Tom se puso en pie para explicárselo—. Si camina por un tejado de pizarra su pie lo atravesará, pero si pone una tabla a través del tejado podrá andar por él sin dañar la pizarra. La tabla reparte el peso y eso es también lo que hace la argamasa.

A Philip jamás se le había ocurrido aquello. La construcción era algo fascinante, sobre todo con alguien como Tom capaz de explicar lo que estaba haciendo.

La parte más tosca de la piedra era la de detrás. Philip se dijo que con toda seguridad aquella cara sería visible en el interior de la iglesia. Luego recordó que, de hecho, Tom estaba construyendo un muro doble con una cavidad entre ellos de tal manera que la cara de atrás de cada piedra quedaría oculta.

Cuando Tom hubo depositado la piedra sobre su lecho de argamasa, cogió el nivel. Este consistía en un triángulo de hierro con una correa sujeta a su vértice y unas marcas en la base. La correa tenía incorporado un peso de plomo de manera que siempre colgaba recta.

Colocó la base del instrumento sobre la piedra y comprobó cómo caía la correa. Si se inclinaba hacia un lado u otro del centro, Tom golpeaba sobre la piedra con su martillo hasta dejarla exactamente nivelada. Seguidamente iba corriendo el instrumento hasta colocarlo a caballo entre las dos piedras adyacentes para comprobar si la parte superior de ambas piedras estaba en línea. Por último colocó el instrumento oblicuamente sobre la piedra para asegurarse de que no se inclinaba a un lado ni a otro. Antes de coger una nueva piedra hizo chasquear el cordón tenso para asegurarse de que las caras de las piedras estaban en línea recta. Philip no sabía que fuera tan importante que los muros de piedra quedaran exactamente rectos y nivelados.

Alzó la mirada hacia el resto del enclave de la construcción. Era tan inmenso que ochenta hombres y mujeres y algunos niños parecían perdidos en él. Trabajaban alegremente bajo los rayos del sol, pero eran tan pocos que a Philip le pareció que en sus esfuerzos había un aire de futilidad. Al principio había esperado que acudieran cien personas, pero en esos momentos comprendió que ni siquiera así hubieran sido suficientes.

Entró en el recinto otro pequeño grupo y Philip se obligó a ir a darles la bienvenida con una sonrisa. Sus esfuerzos no tenían por qué ser vanos.

Como quiera que fuese, obtendrían el perdón de sus pecados.

Al acercarse a ellos vio que era un grupo numeroso. Contó hasta doce y luego entraron otros dos. Después de todo tal vez llegara a tener un centenar de personas para mediodía, hora en que se esperaba al obispo.

—Dios os bendiga a todos —les dijo. Estaba a punto de decirles dónde podían empezar a cavar cuando le interrumpió una gran voz.

—¡Philip!

Frunció el ceño desaprobador. La voz pertenecía al hermano Milius. Incluso este debía llamarle «padre» en público. Philip miró hacia donde venía la voz. Milius se balanceaba sobre el muro del priorato en postura no muy digna.

—¡Baja inmediatamente del muro, hermano Milius! —dijo Philip con voz tranquila aunque imperiosa.

Ante su asombro Milius siguió allí.

—¡Ven y mira esto! —le gritó.

Philip se dijo que los recién llegados iban a tener una pobre impresión de la obediencia monástica, pero no podía evitar preguntarse qué sería lo que había excitado de tal forma a Milius para hacerle perder de aquel modo todos sus modales.

—Ven aquí y dime de qué se trata, Milius —dijo con un tono de voz que habitualmente reservaba para los novicios alborotadores.

—¡Tienes que mirar! —gritó Milius.

Philip se dijo ya enfadado que habría de tener una buena razón para aquello. Pero como no quería dar un buen rapapolvo a su más íntimo colaborador delante de todos aquellos forasteros, optó por sonreír y hacer lo que Milius le pedía. Profundamente irritado, atravesó el suelo embarrado frente al establo y saltó al muro bajo.

—¿Qué significa este comportamiento? —dijo en tono acre.

—¡No tienes más que mirar! —dijo Milius señalando con el brazo.

Siguiendo su indicación, Philip miró por encima de los tejados de la aldea, más allá del río, hacia el camino que seguía la subida y bajada del terreno hacia el oeste. Al principio no podía creer lo que veía. Entre los campos de verdes cosechas el ondulante camino estaba repleto de una sólida masa, centenares de personas, todas ellas caminando en dirección a Kingsbridge.

—¿Qué es eso? —preguntó desconcertado—. ¿Un ejército? —Y fue entonces cuando cayó en la cuenta de que se trataba de voluntarios—. ¡Míralos! —gritó—. Deben de ser quinientos… tal vez mil… o más.

—¡Así es! —dijo Milius con aire feliz—. ¡Después de todo han venido!

—Estamos salvados.

Se hallaba tan emocionado que ni siquiera recordó por qué había de dar un rapapolvo a Milius. La multitud ocupaba todo el trecho hasta el puente y la fila atravesaba toda la aldea hasta la puerta del priorato. La gente a la que había saludado era la cabeza de una falange. En aquellos momentos estaban atravesando multitudinariamente la puerta y dirigiéndose hacia el extremo occidental del emplazamiento en construcción, a la espera de que alguien les dijera lo que tenían que hacer.

—¡Aleluya! —exclamó Philip sin poderse contener.

Pero no era suficiente con alegrarse, tenía que utilizar los servicios de aquella gente. Bajó de un salto del muro.

—¡Vamos! —gritó a Milius—. Convoca a todos los monjes y que dejen de trabajar. Vamos a necesitarlos como ayudantes. Dile al cocinero que hornee todo el pan que pueda y que saque algunos barriles más de cerveza. Necesitamos más baldes y palas. Hemos de tener a toda esa gente trabajando antes de que llegue el obispo Henry.

Durante la hora siguiente, Philip mantuvo una actividad frenética.

Al principio, tan sólo para quitar de en medio a la gente, encargó a un centenar o más la tarea de acarrear materiales desde la orilla del río.

Tan pronto como Milius hubo reunido el grupo de monjes que habían de supervisar el trabajo, empezó a enviar a los voluntarios a los cimientos. Pronto les faltaron palas, barriles y baldes. Philip ordenó que se trajeran todas las marmitas de la cocina, e hizo que algunos voluntarios construyeran toscas cajas de madera y bandejas de mimbre para transportar tierra. Tampoco había escalas ni artilugios de alzamiento, por lo que hicieron un largo declive en un extremo de la fosa más grande de los cimientos, de manera que la gente pudiera entrar y salir de ella. Se dio cuenta de que no había reflexionado lo suficiente sobre dónde poner las enormes cantidades de tierra que estaban sacando de los cimientos. Ahora ya era demasiado tarde para perder el tiempo pensando en ello, de manera que ordenó que la tierra se arrojara en un gran trecho de suelo rocoso cerca del río. Tal vez llegara a ser cultivable. Mientras estaba dando esa orden, Bernard Kitchener llegó aterrado diciendo que sólo había hecho provisiones para doscientas personas a lo sumo, y que al menos había un millar.

—Enciende un fuego en el patio de la cocina y haz sopa en una tina de hierro —le dijo Philip—. Pon agua a la cerveza. Utiliza cuanto haya en el almacén. Haz que algunos aldeanos preparen comida en sus propios hogares. ¡Improvisa!

Dio media vuelta y siguió organizando a los voluntarios.

Mientras se encontraba todavía dando órdenes, alguien le dio unos golpecitos en el hombro al tiempo que decía en francés:

—¿Podéis prestarme vuestra atención por un momento, prior Philip? —Era el deán Baldwin, el ayudante de Waleran Bigod.

Al volverse, Philip se encontró con el grupo visitante al completo, todos ellos a caballo y con lujosa indumentaria, contemplando atónitos la escena que les rodeaba. Allí estaba el obispo Henry, hombre bajo y fornido, de gesto belicoso, contrastando su corte de pelo de fraile con la capa púrpura bordada. Junto a él se encontraba el obispo Waleran, vestido como siempre de negro, sin que su habitual mirada de desdén glacial lograra disimular del todo su consternación. También les acompañaba el obeso Percy Hamleigh, su fornido hijo William y Regan, su horrenda mujer. Percy y William lo miraban todo boquiabiertos, pero Regan comprendió al instante lo que Philip había hecho y estaba furiosa.

Philip volvió de nuevo su atención al obispo Henry y quedó sorprendido al ver que este le estaba mirando con gran interés. Philip le devolvió la mirada con toda franqueza. La expresión del obispo Henry era de sorpresa, curiosidad y una especie de respeto divertido.

Al cabo de un instante Philip se acercó al obispo, contuvo la cabeza de su caballo y besó el anillo en la mano que le alargaba Henry.

Henry desmontó con movimiento suave y ágil y el resto del grupo le imitó. Philip llamó a un par de monjes para que condujeran los caballos a la cuadra. Henry era más o menos de la edad de Philip, pero su tez rojiza y su bien cubierta osamenta le hacían parecer más viejo.

—Bueno, padre Philip —le dijo—. He venido a comprobar unos informes según los cuales no eras capaz de construir una nueva catedral aquí, en Kingsbridge. —Hizo una pausa, miró en derredor a los centenares de trabajadores y luego volvió la vista a Philip—. A lo que parece me informaron mal.

Philip sintió como si se le parara el corazón. Henry lo había dicho con toda claridad. Philip había ganado.

Philip se volvió hacia el obispo Waleran. La cara de este era una máscara de furia contenida. Sabía que había sido derrotado de nuevo.

Philip se arrodilló e inclinando la cabeza para disimular la expresión de triunfal deleite, besó la mano de Waleran.

Tom estaba disfrutando con la construcción del muro. Hacía tanto tiempo desde que lo había hecho por última vez, que había olvidado la profunda tranquilidad que le embargaba al colocar una piedra sobre otra en líneas perfectamente rectas y al ver cómo iba elevándose la construcción.

Cuando los voluntarios empezaron a llegar a centenares y se dio cuenta de que el plan de Philip iba a dar resultado, se sintió todavía más contento. Aquellas piedras formarían parte de la catedral de Tom y el muro que en aquel momento tan sólo tenía un pie de alto, finalmente se alzaría en busca del cielo. Tom sintió que se encontraba en los comienzos del resto de su vida. Supo de la llegada del obispo Henry. Como una piedra lanzada en un estanque, el obispo provocó ondas entre la masa de trabajadores, al detenerse la gente por un instante para contemplar aquellas figuras suntuosamente vestidas abriéndose camino con esmerado cuidado por el barro. Tom siguió colocando piedras. El obispo debió quedar admirado a la vista de los millares de voluntarios trabajando alegres y entusiastas para construir su nueva catedral. Ahora Tom necesitaba causar también una buena impresión. Nunca se había sentido a gusto con gentes bien vestidas, pero necesitaba mostrarse competente y prudente, tranquilo y seguro de sí mismo, el tipo de hombre en quien se puede confiar las preocupantes complejidades de un gran y costoso proyecto de construcción.

Se mantuvo alerta a la espera de la llegada de los visitantes y cuando vio acercarse al grupo dejó la paleta. El prior Philip condujo al obispo Henry hasta donde se encontraba Tom y este, arrodillándose, besó la mano del obispo.

—Tom es nuestro constructor. Nos lo envió Dios el mismo día que ardió la iglesia.

Tom se arrodilló de nuevo ante el obispo Waleran y luego miró al resto del grupo. Se obligó a recordar que era el maestro constructor y que no debería mostrarse servil. Reconoció a Percy Hamleigh para quien un día había construido media casa.

—Mi señor Percy —dijo con una leve inclinación. Vio a la horrorosa mujer de Percy—. Mi señora Regan. —Finalmente descubrió al hijo. Recordó a William arrollando casi a Martha con su enorme caballo de guerra y también cómo había intentado comprar a Ellen en el bosque. Aquel joven era un tipo desagradable. Pero la expresión de Tom era cortés—. Y el joven Lord William. Saludos.

El obispo Henry observaba a Tom con mirada penetrante.

—¿Has dibujado tus planos, Tom Builder?

—Sí, mi señor obispo. ¿Querríais verlos?

—Ciertamente.

—Tal vez quisierais seguirme.

Henry asintió, y Tom les condujo hasta su cobertizo, a unas yardas de distancia. Entró en la pequeña construcción de madera y salió con el plano del suelo, dibujado sobre argamasa con un gran marco de madera de cuatro pies de longitud. Apoyándolo contra el muro del cobertizo, se hizo atrás.

El momento era delicado. La mayoría de la gente no entendía los planos, pero los obispos y los señores aborrecían admitirlo, por lo que se hacía necesario explicarles la idea de manera que su ignorancia no quedara de manifiesto ante los demás. Claro que algunos obispos sí que la entendían, en cuyo caso se sentían insultados cuando un simple constructor pretendía darles explicaciones.

—Este es el muro que estoy construyendo —dijo Tom, señalando nervioso el plano.

—Sí, a todas luces la fachada este —dijo Henry. Aquello daba respuesta al interrogante. Sabía leer perfectamente un plano—. ¿Por qué no tienen los cruceros naves laterales?

—Para economizar —contestó Tom al instante—. Pero como no empezaremos a construirlos hasta dentro de otros cinco años, si el monasterio sigue prosperando como ha hecho durante el primer año que lo ha regido el prior Philip, es posible que para entonces podamos permitirnos construir cruceros con naves laterales.

Había elogiado a Philip y contestado a la pregunta a un tiempo, y creía haberse mostrado bastante inteligente.

Henry asintió aprobador.

—Muy sensato el establecer un plan modesto dejando lugar al propio tiempo para una posible ampliación. Enséñame el alzado.

Tom sacó el alzado. Esa vez no hizo comentario alguno, sabedor de que Henry era capaz de entender lo que estaba mirando, tal como quedó confirmado con el comentario de Henry.

—Las proporciones tienen donosura.

—Gracias —dijo Tom. El obispo parecía complacido con todo—. Es una catedral modesta, pero será más luminosa y bella que la antigua —añadió Tom.

—¿Y cuánto tiempo llevará terminarla?

—Quince años con un trabajo ininterrumpido.

—Cosa que nunca ocurre. Sin embargo… ¿Puedes mostrarnos qué aspecto tendrá? Me refiero a alguien que la vea desde fuera.

Tom comprendió lo que decía.

—¿Os referís a un boceto?

—Sí.

—Ciertamente.

Tom volvió junto al muro que estaba construyendo, con el grupo del obispo detrás. Se arrodilló ante su esparavel y extendió sobre él una capa uniforme de argamasa, alisando la superficie. Luego, con la punta de su paleta, hizo un bosquejo del extremo occidental de la iglesia. Sabía que eso lo hacía muy bien. El obispo, su grupo y todos los monjes y trabajadores voluntarios que andaban por allí miraban fascinados. El dibujo siempre les parecía un milagro a quienes no sabían hacerlo. En unos minutos Tom había hecho un dibujo lineal de la cara oeste con tres portales arqueados, una gran ventana y dos torrecillas que la flanqueaban. Era un truco sencillo pero siempre causaba impresión.

—Extraordinario —dijo el obispo Henry una vez terminado el dibujo—. Que tu habilidad se vea bendecida por Dios.

Tom sonrió. Aquello representaba un poderoso respaldo a su nombramiento.

—Mi señor obispo, ¿tomaréis algún refrigerio antes de celebrar el oficio sagrado? —dijo el prior Philip.

—Con mucho gusto.

Tom sintió un gran alivio. Había superado felizmente la prueba.

—Os ruego que paséis a la casa del prior. Está enfrente —siguió diciendo Philip al obispo. El grupo se puso en movimiento. Philip apretó el brazo de Tom y dijo con un murmullo de júbilo contenido—: ¡Lo hemos conseguido!

Tom respiró aliviado al alejarse los dignatarios. Se sentía contento y orgulloso. , se dijo, lo hemos conseguido. El obispo Henry estaba más que impresionado. Estaba pasmado, pese a su compostura. Era evidente que Waleran le había pintado una escena de letargo e inactividad, razón por la que había resultado mucho más llamativa. El resultado era que la malignidad de Waleran se había vuelto contra él, fortaleciendo el triunfo de Philip y Tom.

Mientras disfrutaba de la grata sensación de una victoria honrada, oyó una voz familiar.

—Hola, Tom Builder.

Al volverse se encontró con Ellen.

Tom se quedó pasmado. Los problemas de la catedral habían ocupado de tal forma su mente que durante todo el día no había pensado en ella. La contempló feliz. Estaba exactamente como cuando se fue: esbelta, la tez morena, el oscuro pelo que se agitaba como olas en una playa y aquellos ojos hundidos de un dorado luminoso. Le sonrió con aquella boca de labios gruesos que siempre le hacía pensar en besos.

Se sentía desbordado por el deseo apremiante de abrazarla, pero logró dominarse.

—Hola, Ellen —se forzó a decir con cierta dificultad.

—Hola, Tom —dijo un joven que la acompañaba.

Tom le miró con curiosidad.

—¿No te acuerdas de Jack? —dijo Ellen.

—¡Jack! —repitió Tom asombrado.

El muchacho había cambiado. Ahora ya era algo más alto que su madre y tenía ese físico huesudo que impulsaba a las abuelas a decir que un muchacho ha dado un fuerte estirón. Seguía teniendo el pelo rojo y brillante, la tez blanca y los ojos verdes, pero sus rasgos habían adquirido proporciones más atractivas e incluso era posible que algún día fuera guapo.

Tom miró de nuevo a Ellen. Por un momento se limitó a disfrutar con su contemplación. Quería decirle: Te he echado de menos. No puedes ni imaginar cuánto te he echado de menos, y casi estuvo a punto de hacerlo, pero no se atrevió.

—Bueno, ¿dónde habéis estado? —se limitó a preguntar.

—Hemos estado viviendo donde siempre lo hemos hecho, en el bosque —dijo ella.

—¿Y qué os ha hecho volver precisamente hoy?

—Nos enteramos de que pedíais voluntarios y sentimos curiosidad por saber cómo te iba. Y además no he olvidado que prometí volver un día.

—Me alegro de que lo hayas hecho —dijo Tom—. Tenía unos deseos enormes de verte.

—¿Sí? —Ellen parecía mostrarse cauta.

Era el momento que desde hacía un año había estado esperando y planeando, y cuando al fin llegaba se sentía atemorizado. Hasta entonces había sido capaz de vivir con la esperanza, pero si ese día Ellen le rechazaba, sabría que la habría perdido para siempre. Le asustaba empezar. El silencio se prolongaba. Tom aspiró con fuerza.

—Escucha —le dijo—. Quiero que vuelvas conmigo. Pero, por favor, no digas nada hasta que hayas escuchado lo que tengo que decirte…, por favor.

—Muy bien —repuso ella con un tono sin inflexiones.

—Philip es un prior muy bueno. El monasterio está prosperando cada vez más gracias a su buena administración. Mi trabajo aquí es seguro. Nunca más tendremos que volver a patear los caminos. Lo prometo.

—No fue porque…

—Lo sé. Pero quiero decírtelo todo.

—Muy bien.

—He construido una casa en la aldea con dos habitaciones y una chimenea, y puedo agrandarla. No tendremos que vivir en el priorato.

—Pero Philip es dueño de la aldea.

—Ahora Philip está en deuda conmigo. —Tom abarcó con un movimiento de brazo todo el panorama—. Sabe que no hubiera podido hacer todo esto sin mí. Si le pido que te perdone por lo que hiciste y que considere como penitencia suficiente el año que has pasado de exilio, estará de acuerdo. No puede negármelo en un día como este.

—¿Y qué me dices de los chicos? —preguntó ella—. ¿Esperas que te contemple impávida correr la sangre de Jack cada vez que Alfred está irritado?

—En realidad creo tener la respuesta para ello —dijo Tom—. Alfred ahora es ya albañil. Tomaré a Jack como aprendiz mío. De esa manera Alfred no se sentirá resentido por la ociosidad de Jack. Y tú puedes enseñar a Alfred a leer y escribir, y de esa manera los dos muchachos se encontrarán en igualdad de condiciones. Los dos estarán trabajando y también los dos sabrán leer y escribir.

—Has pensado mucho sobre ello, ¿verdad? —dijo Ellen.

—Sí.

Tom esperó su reacción. No se le daba muy bien mostrarse persuasivo. Todo cuanto podía hacer era plantear la situación. Si al menos también en este caso pudiera hacer un bosquejo a Ellen…

Tenía la impresión de que no se le había escapado nada y que había dado respuesta a cualquier objeción. ¡Ellen tenía que aceptar! Pero todavía se mostraba vacilante.

—No estoy segura —dijo.

Tom sintió que perdía el dominio de sí mismo.

—Por favor, Ellen, no digas eso. —Temía echarse a llorar delante de toda aquella gente y sentía tal nudo en la garganta que apenas podía hablar—. ¡Te quiero tanto! Por favor, no vuelvas a irte —le suplicó—. Lo único que me ha mantenido con fuerzas para seguir adelante ha sido la esperanza de que volverías. No puedo soportar vivir sin ti. No cierres las puertas del paraíso. ¿No te das cuenta de que te quiero con todo mi corazón?

La actitud de ella cambió de pronto.

—¿Por qué no lo decías entonces? —musitó. Y se acercó a él, que la rodeó con los brazos—. Yo también te quiero, loco tonto —le dijo.

Tom se sintió flaquear de alegría. De veras me quiere, de veras, se dijo. La abrazó con fuerza y luego la miró a la cara.

—¿Querrías casarte conmigo, Ellen?

Ellen tenía los ojos llenos de lágrimas, pero también sonreía.

—Sí, Tom. Me casaré contigo —dijo levantando la cara.

Tom la atrajo con fuerza y la besó en la boca. Durante un año había soñado con aquello. Cerró los ojos concentrándose en el maravilloso contacto de los labios de Ellen contra los suyos. Ellen tenía la boca ligeramente abierta y los labios húmedos. El beso era tan exquisito que por un instante se olvidó de todo.

—¡No vayas a tragártela, hombre! —le dijo alguien cerca de ellos.

—¡Estamos en una iglesia! —le dijo Tom apartándose de ella.

—No me importa —le contestó ella alegremente, besándole de nuevo.

El prior Philip les había ganado por la mano una vez más, pensaba amargamente William mientras se encontraba sentado en casa del prior, bebiendo el vino aguado de Philip y comiendo dulces de la cocina del priorato. William necesitó algún tiempo para apreciar en todo su valor la brillante y total victoria de Philip. No hubo error alguno en la valoración original del obispo Waleran de la situación.

Era verdad que Philip andaba corto de dinero y que tendría grandes dificultades para construir una catedral en Kingsbridge. Pero, pese a ello, el astuto monje había hecho un tenaz progreso, había contratado a un maestro constructor, comenzado la obra y luego, con un hábil juego de manos, había conjurado unas numerosas fuerzas laborales para embaucar al obispo Henry. Y este había quedado gratamente impresionado, tanto más cuanto que Waleran le había presentado de antemano una imagen realmente desoladora.

Y además el condenado monje sabía que había ganado. No podía borrar del rostro aquella sonrisa triunfal. En aquellos momentos conversaba animadamente con el obispo Henry sobre razas de ovejas y el precio de la lana, y Henry le escuchaba con extrema atención, casi con respeto, mientras que prácticamente ignoraba a los padres de William, que eran mucho más importantes que un simple prior. Philip lamentaría ese día. Nadie podía permitirse superar a los Hamleigh y salirse con la suya. No habrían alcanzado la alta posición que tenían permitiendo a monjes situarse por encima de ellos. Bartholomew de Shiring les había insultado y murió en una prisión de traidores. Philip no saldría mejor parado.

Tom Builder era otro hombre que lamentaría haber provocado a los Hamleigh. William no había olvidado el desafío de Tom en Durstead, sujetando la cabeza de su caballo y obligándole a pagar a los trabajadores. Y hoy mismo, Tom le había llamado con absoluta falta de respeto «el joven Lord William». Ahora sin duda estaba a partir un piñón con Philip, construyendo catedrales y no mansiones. Aprendería a su costa que era preferible correr el albur con los Hamleigh que aunar fuerzas con sus enemigos.

William permaneció sentado, echando chispas en silencio hasta que el obispo Henry, poniéndose en pie, se mostró dispuesto a celebrar el oficio sagrado. El prior Philip hizo una seña a un novicio, que salió corriendo de la habitación. Un instante después empezó a sonar una campana.

Todos salieron de la casa. El primero en hacerlo fue el obispo Henry seguido del obispo Waleran, en tercer lugar el prior Philip, y finalmente los seglares. Todos los monjes estaban esperando fuera y se pusieron en fila detrás de Philip formando una procesión. Los Hamleigh hubieron de cerrar la marcha.

Toda la parte occidental del recinto del priorato estaba ocupada por los voluntarios, sentados sobre muros y tejados. Henry subió a una plataforma en el centro del lugar en construcción. Los monjes se situaron detrás de él formando hileras, donde habría de estar el coro de la nueva catedral. Los Hamleigh y los demás miembros seglares del séquito del obispo se dirigieron a donde habría de estar la nave.

Al ocupar sus lugares, William vio a Aliena.

Tenía un aspecto muy diferente. Su indumentaria era de ínfima calidad, calzaba zuecos de madera y los abundantes bucles que le enmarcaban la cara estaban húmedos de sudor. Pero desde luego era Aliena y seguía siendo tan hermosa que se le secó la garganta y se quedó mirándola sin poder apartar la vista, mientras empezaba el oficio y en el recinto del priorato se alzaron mil voces diciendo el padrenuestro.

Aliena pareció acusar el impacto de su mirada, porque se mostraba inquieta, apoyándose ora en un pie, ora en otro, mientras paseaba la mirada en derredor como buscando algo, finalmente se encontró con los ojos de William. En su cara se reflejó una expresión de horror y miedo, y retrocedió sobrecogida aunque se encontraba a unas diez yardas de él y separada por docenas de personas. El miedo de Aliena la hacía tanto más deseable para William y sintió que su cuerpo reaccionaba como no lo había hecho durante todo el año. La lujuria que Aliena le inspiraba estaba mezclada con el resentimiento que sentía a causa del hechizo que le había lanzado. Aliena enrojeció y bajó la vista como si estuviera avergonzada. Cambió unas breves palabras con un muchacho que estaba junto a ella, su hermano, claro, se dijo William, reconociendo el rostro al evocar como un relámpago el erótico recuerdo. Luego dio media vuelta y desapareció entre la multitud.

William se sintió decepcionado. A punto estuvo de seguirla, pero naturalmente no le era posible en medio de un oficio sagrado, y delante de sus padres, dos obispos, cuarenta monjes y un millar de fieles. De modo que se volvió de nuevo de cara al altar completamente decepcionado. Había perdido la ocasión de averiguar dónde vivía.

Aunque Aliena se hubiera ido, seguía fija en su mente. Se preguntó si sería pecado tener una erección en la iglesia. Observó que su padre parecía agitado.

—¡Mira! —decía a madre—. ¡Mira a esa mujer!

Al principio, William creyó que padre se refería a Aliena. Pero no se la veía por parte alguna y al seguir la mirada de su padre vio a una mujer de unos treinta años, no tan voluptuosa como Aliena, pero con un aspecto ágil e indomable que la hacía interesante. Se encontraba en pie, a cierta distancia, junto a Tom, el maestro constructor, y William pensó que probablemente era su mujer, la mujer que él había intentado comprar un día en el bosque, haría de eso más o menos un año. Pero ¿por qué la conocería su padre?

—¿Es ella? —preguntó padre.

La mujer volvió la cabeza, como si les hubiera oído, y les miró directamente. William vio de nuevo sus ojos dorados, claros y penetrantes.

—Por Dios que es ella —dijo madre con tono sibilante.

La mirada de la mujer conmocionó a padre. Su rostro abotagado palideció, y las manos le temblaron.

—¡Que Jesucristo nos proteja! —dijo—. Creí que había muerto.

Y William se preguntaba: ¿Qué diablos es todo esto?

Jack se lo había estado temiendo. Durante todo un año supo que su madre echaba en falta a Tom Builder. Su mal genio se había atemperado algo, a menudo tenía una expresión lejana, ensoñadora, y por las noches a veces jadeaba como si estuviera soñando o imaginando que hacía el amor con Tom. Durante todo ese tiempo, Jack supo que volvería allí. Y ahora había aceptado quedarse. Y él, Jack, aborrecía la idea.

Los dos habían sido siempre felices. Quería a su madre y ella le quería a él. Y nadie se interponía entre ellos. Bien era verdad que la vida en el bosque resultaba poco interesante. Había echado de menos la atracción del gentío y las ciudades que había visto durante su breve estancia con la familia de Tom. Había notado la falta de Martha. Y lo extraño fue que mitigara su aburrimiento en el bosque soñando despierto con la joven en la que siempre pensaba como la Princesa, aún cuando supiera que se llamaba Aliena. Le hubiera interesado trabajar con Tom y descubrir cómo se construían los edificios. Pero entonces ya no sería libre. La gente le diría lo que tenía que hacer. Hubiera tenido que trabajar, quisiera o no. Y hubiera tenido que compartir a su madre con el resto del mundo.

Mientras se encontraba sentado en el muro cerca de la puerta del priorato, pensando desconsolado en todo ello, quedó sorprendido al ver a la Princesa.

Parpadeó. Se abría camino entre la muchedumbre en dirección a la puerta, con aspecto angustiado. Estaba todavía más bella de lo que él la recordaba. En aquellos días tenía un cuerpo juvenil, voluptuoso y de suaves redondeces que cubría con ricos trajes. Ahora estaba más delgada y parecía más una mujer que una adolescente. Vestía una camisola empapada de sudor que se le ceñía al cuerpo, revelando unos pechos turgentes y las costillas, un vientre liso, caderas estrechas y largas piernas. Tenía la cara sucia de barro y despeinada la hermosa cabellera. Estaba trastornada por algo, con una expresión de temor y desconsuelo. Pero la emoción daba una mayor belleza a su rostro. Jack se quedó cautivado. Sintió una excitación peculiar en las ijadas que nunca había experimentado hasta entonces. La siguió. No fue una decisión consciente. Hacía sólo un momento que se encontraba sentado en el muro, mirándola con la boca abierta, y un instante después cruzaba presuroso la puerta tras ella. La alcanzó ya afuera, en la calle. Desprendía un olor almizclado, como si hubiera estado trabajando duro. Recordó que solía oler a flores.

—¿Algo va mal? —le preguntó.

—No, no pasa nada —repuso ella lacónica, acelerando el paso.

Jack siguió andando junto a ella.

—No te acuerdas de mí. La última vez que nos vimos me explicaste cómo eran concebidos los niños.

—¡Ya está bien! ¡Calla la boca y vete! —le gritó Aliena.

Jack se detuvo y la dejó alejarse. Se sentía decepcionado. Era evidente que había dicho algo incorrecto.

Le había tratado como a un chiquillo irritante. Tenía ya trece años, pero eso a ella le parecería la infancia desde la arrogante altura de sus dieciocho años.

La vio subir hasta una casa, coger una llave que llevaba en una correa colgada al cuello y abrir la puerta.

¡Vivía allí!

Eso hizo que todo le pareciera diferente.

De repente, no consideró tan mala la perspectiva de abandonar el bosque e irse a vivir a Kingsbridge. Vería a la Princesa todos los días. Ello le compensaría de muchas cosas.

Permaneció donde estaba, vigilando la puerta, pero Aliena no volvió a salir. Le parecía estar haciendo algo extraño, de pie en la calle con la esperanza de ver a alguien que apenas le conocía. Pero no sentía deseos de alejarse de allí. En su interior sentía una nueva emoción. Ya nada parecía tan importante como la Princesa. Se había convertido para él en una idea fija. Estaba encantado. Estaba poseído.

Estaba enamorado.