Aliena estaba decidida a no pensar en aquello.
Pasó toda la noche sentada en el frío suelo de piedra de la capilla, con la espalda contra el muro y la mirada fija en la oscuridad. Al principio no podía pensar en otra cosa que en la infernal escena por la que había tenido que pasar, pero el dolor se fue aliviando algo de forma gradual y fue capaz de concentrar la mente en los ruidos de la tormenta, la lluvia cayendo sobre el tejado de la capilla y el viento aullando alrededor de las murallas del castillo desierto.
Al principio había quedado desnuda. Después de que los dos hombres hubieron… Cuando hubieron terminado habían vuelto a la mesa, dejándola caída en el suelo y a Richard sangrando junto a ella.
Los hombres habían comenzado a comer y a beber como si se hubieran olvidado de ella y luego ella y Richard probaron suerte y huyeron de la habitación. Para entonces había estallado la tormenta y hubieron de atravesar el puente bajo una lluvia torrencial para poder refugiarse en la capilla. Richard había vuelto casi de inmediato a la torre del homenaje. Entró en la habitación donde se encontraban los hombres, cogiendo su capa y la de Aliena del clavo que había junto a la puerta, y luego salió corriendo antes de que William y su caballerizo tuvieran tiempo de reaccionar.
Pero Richard aún seguía sin hablar con ella. Le había dado su capa, envolviéndose él en la suya y luego se había sentado en el suelo a una yarda de distancia de ella y con la espalda apoyada también contra el mismo muro. Deseaba que alguien que la quisiera la rodeara con sus brazos y la consolara, pero Richard se comportaba como si ella hubiera hecho algo terriblemente vergonzoso. Y lo peor de todo era que ella pensaba lo mismo. Se sentía culpable como si ella hubiese cometido un pecado. Comprendía perfectamente que Richard no quisiera consolarla, no quisiera tocarla.
Se alegraba de que hiciera frío. La ayudaba a sentirse apartada del mundo, aislada. No dormía, pero en algún momento de la noche ambos cayeron en una especie de trance y durante mucho tiempo permanecieron allí sentados tan inmóviles como la propia muerte.
El repentino cese de la tormenta rompió el trance. Aliena se dio cuenta de que podía ver las ventanas de la capilla, pequeñas manchas grises en lo que antes había sido negror impenetrable. Richard se puso en pie y se dirigió a la puerta. Aliena le siguió con la mirada, sintiéndose irritada por la perturbación. Quería seguir allí sentada, recostada contra el muro hasta que muriera de frío o de hambre, porque no se le ocurría nada más atrayente que caer tranquilamente en una inconsciencia permanente. Luego Richard abrió la puerta y la débil luz del alba le iluminó la cara.
Aquello sobresaltó a Aliena y la sacó de su trance. Richard apenas estaba reconocible. Tenía el rostro deformado, cubierto de sangre seca y heridas. Hacía que Aliena sintiera deseos de llorar. Richard siempre había hecho alarde de una falsa bravuconería. De pequeño siempre corría por el castillo montando un caballo imaginario y pretendiendo atravesar a la gente con una lanza imaginaria. Los caballeros de su padre siempre le habían alentado, simulando sentirse atemorizados por su espada de madera. En realidad a Richard le asustaría un gato maullando. Pero la noche anterior había hecho lo mejor que pudo y por ello le habían golpeado sin misericordia. Ahora ella tenía que cuidar de su hermano.
Se puso lentamente en pie. Sentía dolor en todo el cuerpo, aunque no tan terrible como la noche anterior. Reflexionó sobre lo que podía estar ocurriendo en la torre del homenaje. En algún momento de la noche William y su escudero habrían dado fin a la jarra de vino y entonces se habrían quedado dormidos. Probablemente se despertarían con la salida del sol.
Pero para entonces ella y Richard tenían que haberse ido.
Se encaminó hacia el otro extremo de la capilla, hacia el altar. Era una sencilla caja de madera pintada de blanco y desprovista de todo ornamento. Aliena se apoyó en ella y luego la apartó con un súbito empujón.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Richard con voz atemorizada.
—Este era el escondrijo secreto de padre. Me habló de él antes de irse —le explicó Aliena.
En el suelo, donde había estado el altar, había un envoltorio de tela. Al desenvolverlo apareció una espada de tamaño corriente, una vaina, un cinto y una daga de un pie de largo, de aspecto terrorífico.
Richard se acercó a mirar. Tenía escasa habilidad con la espada.
Hacía un año que estaba recibiendo lecciones pero todavía se mostraba torpe. Sin embargo, Aliena no podía llevarla, de modo que se la entregó a él. Richard se ciñó el cinto.
Aliena se quedó mirando la daga. Nunca había llevado arma alguna. Toda su vida había tenido a alguien que la protegiera. Comprendió que necesitaba de aquella arma mortal para su propia protección y se sintió del todo abandonada. No estaba segura de poder usarla jamás. He clavado una lanza de madera en un cerdo salvaje, pensó. ¿Por qué no podría clavar esto en un hombre… en alguien como William Hamleigh? Se estremeció sólo de pensarlo.
La daga tenía una vaina de cuero con una gaza para colgarla de un cinturón. Sin embargo, esta era lo bastante grande para que Aliena pudiera colgarse la daga de su delgada muñeca. Se la colocó en la mano izquierda, ocultando la daga en la manga. Era larga… casi le sobrepasaba el codo. Incluso si no fuera capaz de apuñalar a alguien, tal vez podría utilizarla para asustar a la gente.
—Vayámonos de aquí. Deprisa —dijo Richard.
Aliena asintió, pero cuando se dirigía a la puerta se detuvo en seco. El día se iba aclarando rápidamente y pudo ver en el suelo de la capilla dos bultos difusos de los que no se habían dado cuenta antes. Al acercarse descubrió que eran monturas, una de tamaño corriente y la otra realmente enorme. Se imaginó a William y a su escudero, llegando la noche anterior, ebrios por su triunfo en Winchester y cansados por el viaje, quitando despreocupadamente las monturas a sus caballos y dejándolas caer allí antes de dirigirse presurosos hacia la torre del homenaje. No imaginaron por un instante que alguien tuviera el atrevimiento de robárselos. Pero la gente desesperada siempre hace acopio de valor.
Aliena se acercó a la puerta y miró afuera. La luz era clara aunque todavía débil, y aún no había colores. El viento había cesado y el cielo estaba completamente despejado. Durante la noche habían caído del tejado de la capilla varias ripias de madera. El recinto aparecía vacío salvo por los dos caballos que pastaban en la hierba. Ambos se quedaron mirando a Aliena y luego bajaron de nuevo la cabeza. Uno de ellos era un enorme caballo de guerra, lo que explicaba aquella desmesurada montura. El otro era un robusto semental, no era bonito aunque sí compacto y sólido. Aliena los observó, luego miró las monturas y de nuevo a los caballos.
—¿Qué estamos esperando? —preguntó ansioso Richard.
Aliena tomó la decisión.
—Nos llevamos sus caballos —dijo con firmeza.
—Nos matarán. —Richard parecía asustado.
—No podrán alcanzarnos. En cambio, si no nos llevamos sus caballos saldrán en nuestra persecución y nos matarán.
—¿Y qué pasará si nos cogen antes de que podamos escapar?
—Debemos darnos prisa. —Aliena no se sentía tan confiada como parecía, pero tenía que animar a Richard—. Ensillemos primero el corcel… Parece más manso. Trae la montura pequeña.
Atravesó presurosa el recinto. Los dos caballos estaban atados con largas cuerdas a los tocones de los edificios quemados. Aliena cogió la cuerda del corcel y lo atrajo suavemente. Este debía ser el caballo del escudero. Aliena hubiera preferido otro más pequeño y más tímido, pero pensó que podría manejarle. Richard habría de montar el caballo de guerra.
El corcel miró desconfiado a Aliena echando hacia atrás las orejas. Aliena se sentía desesperadamente impaciente, pero se obligó a hablarle con cariño y a tirar con suavidad de la cuerda, y el caballo se calmó. Le sujetó la cabeza y le frotó el hocico. Entonces Richard le deslizó la brida y le ajustó el bocado. Aliena se sintió aliviada. Richard puso la más pequeña de las dos monturas sobre el caballo y la aseguró con movimientos rápidos y firmes. Los dos habían estado manejando caballos prácticamente desde su infancia. Había dos bolsas atadas a ambos lados de la silla del escudero.
Aliena esperaba que contuvieran algo útil, un pedernal, algo de comida, un poco de grano para los caballos, pero no había tiempo de averiguarlo. Miró nerviosa hacia el otro lado del recinto, al puente que conducía a la torre del homenaje. No había nadie.
El caballo de guerra había estado viendo cómo ensillaban al corcel, y sabía lo que se le venía encima, pero no estaba dispuesto a cooperar con extraños. Bufó, resistiéndose al tirón de la cuerda.
—¡Calla! —le musitó Aliena.
Sujetó la cuerda con fuerza, tirando sin cesar, y el caballo avanzó reacio. Pero era muy fuerte y si se decidía a hacer un decidido esfuerzo de resistencia, habría dificultades. Aliena se preguntaba si el corcel podría soportarlos, a Richard y a ella. Pero entonces William podría perseguirlos sobre el caballo de guerra.
Cuando tuvo cerca al caballo, hizo una lazada con la cuerda alrededor del tocón para impedir que se alejara. Pero cuando Richard intentó colocarle la brida, el caballo levantó la cabeza evitándola.
—Trata de poner antes la silla —dijo Aliena.
Empezó a hablar al animal y a darle palmadas en su poderoso cuello mientras Richard levantaba la maciza montura y la ataba. El caballo empezó a aparecer en cierto modo dominado.
—¡Vamos, sé bueno! —dijo Aliena con tono firme, pero no engañó al caballo. Se dio cuenta de que en el fondo sentía pánico. Richard se acercó con la brida y el caballo lanzó un bufido intentando alejarse.
—Tengo algo para ti —dijo Aliena y se metió la mano en el bolsillo vacío de su capa. Esa vez sí que engañó al caballo. Sacó la mano con un puñado de nada, pero el caballo bajó la cabeza y hocicó en su mano buscando comida. Aliena sintió en la mano la piel rugosa de su lengua. Mientras estaba con la cabeza baja y la boca abierta Richard le deslizó la brida.
Aliena echó otro vistazo temeroso hacia la torre del homenaje.
Todo seguía tranquilo.
—Monta —dijo a Richard.
Este puso el pie no sin dificultad en un estribo alto y montó sobre el inmenso caballo, Aliena desató la cuerda del tocón.
El caballo lanzó un fuerte relincho.
Aliena sintió que se le paraba el corazón. Aquel ruido debió de llegar hasta la torre del homenaje. Un hombre como William debía conocer los relinchos de su propio caballo.
Aliena se apresuró a desatar el otro caballo. Con los dedos helados intentó deshacer el nudo. La sola idea de que William pudiera haberse despertado le hacía perder la serenidad. Abriría los ojos, se sentaría, miraría en derredor, recordaría donde estaba, y se preguntaría por qué su caballo había llamado. Con toda seguridad acudiría. Estaba segura de que no podría volver a verle la cara. Revivió con todo su horror aquella cosa tan vergonzosa, brutal y angustiosa que le había hecho.
—¡Vamos Aliena! —dijo Richard con tono apremiante; tenía que luchar para mantener quieto a su caballo. Necesitaba hacerle galopar durante una o dos millas para cansarlo, entonces se mostraría más dócil. Relinchó de nuevo y empezó a andar de costado.
Aliena deshizo al fin el nudo. Sintió la tentación de tirar la cuerda, pero luego no tendría manera de atar otra vez al caballo, así que la enrolló apresuradamente como pudo y la sujetó a un tirante de la silla. Necesitó ajustar los estribos; tenían la longitud adecuada para el escudero de William, que medía varias pulgadas más que ella, así que estaban demasiado bajos para que ella los alcanzara una vez en la silla. Pero imaginaba con creciente temor a William bajando las escaleras, atravesando el vestíbulo, saliendo a…
—No podré sujetar a este caballo mucho más tiempo —dijo Richard con tono tenso.
Aliena estaba tan nerviosa como el caballo de guerra. Montó el corcel. Al sentarse en la silla sintió un fuerte dolor en el bajo vientre y apenas sí pudo mantenerse en ella. Richard dirigió a su caballo hacia la puerta y el de Aliena le siguió sin necesidad de que ella lo obligase. Tal y como pensaba, no alcanzaba a los estribos y hubo de sujetarse con las rodillas. Mientras se alejaban oyó un grito en alguna parte detrás de ella, lo que la hizo gemir en voz alta. Vio a Richard aguijar al caballo. El inmenso animal se lanzó al trote. El suyo le imitó. Aliena se sintió agradecida de que siempre hiciera lo que hacía el caballo de guerra, ya que no se encontraba en posición de controlarlo por sí misma. Richard volvió a aguijar a su caballo, que adquirió velocidad al pasar por debajo del arco de la casa de guardia. Aliena oyó otro grito mucho más cerca. Mirando por encima del hombro vio a William y a su escudero corriendo a través del recinto tras ella.
El caballo de Richard era nervioso y tan pronto como se vio en campo abierto bajó la cabeza y empezó a galopar. Atravesaron con estruendo el puente levadizo. Aliena sintió algo sobre el muslo y por el rabillo del ojo vio una mano de hombre que intentaba alcanzar los tirantes de su silla. Pero un instante después había desaparecido y supo que habían escapado. Se sintió terriblemente aliviada, pero le volvió el dolor. Mientras el caballo galopaba a través de los campos, sintió como si la apuñalaran por dentro, el mismo dolor que había sentido cuando la penetró aquel asqueroso William. Y sentía un líquido tibio que se deslizaba por el muslo. Dio riendas al caballo y cerró los ojos con fuerza contra el dolor. Pero el horror de la noche anterior volvía a ella y lo veía todo de nuevo detrás de los párpados cerrados. Mientras galopaban a través de los campos iba salmodiando al ritmo del golpeteo de los cascos: ¡No debo recordar, no debo recordar, no debo, no debo!
Su caballo torció a la derecha y Aliena tuvo la impresión de que subían por una ligera cuesta. Abrió los ojos y vio que Richard había dejado el sendero fangoso y estaba tomando un camino largo hacia los bosques. Pensó que seguramente querría asegurarse de que el caballo de guerra quedara bien cansado antes de aflojar el paso. Resultaría más fácil de manejar a los dos animales después de haberlos montado hasta quedar exhaustos. Pronto se dio cuenta de que su propia montura empezaba a flaquear. Se echó hacia atrás en la silla. El caballo redujo la marcha a medio galope, luego al trote y finalmente al paso. El caballo de Richard todavía tenía energía para quemar, y siguió adelante.
Aliena miró hacia atrás a través de los campos. El castillo se encontraba a una milla de distancia y no estaba segura de poder ver a dos figuras de pie, en el puente levadizo, mirando hacia ella. Pensó que habrían de andar un largo camino para encontrar caballos de repuesto. Se sintió a salvo por un tiempo.
Sentía pinchazos en las manos y los pies a medida que entraba en calor. El caballo despedía tanto calor como una hoguera, envolviéndola en una capa de aire cálido. Richard dejó al fin que su caballo redujera la marcha, y volviéndose lo condujo junto a ella, con su caballo marchando al paso y resoplando fuerte. Se internaron entre los árboles. Ambos conocían bien aquellos bosques por haber vivido allí la mayor parte de su vida.
—¿Adónde iremos? —preguntó Richard.
Aliena frunció el entrecejo. ¿Adónde podían ir? No tenían comida, nada de beber y tampoco dinero. No tenía ropa, salvo la capa que llevaba, ni enaguas, zapatos ni sombrero. Tenía el propósito de cuidar de su hermano, pero ¿cómo?
Ahora se daba cuenta de que durante los tres últimos meses había estado viviendo en un sueño. Si bien en el fondo de su mente había sabido que la antigua vida había terminado, se había negado a aceptarlo. William Hamleigh la había despertado. No dudaba por un momento de que su historia era real y que el rey Stephen había hecho conde de Shiring a Percy Hamleigh, pero quizás hubiera algo más. Tal vez el rey hubiera dispuesto algunas provisiones para ella y Richard. De no ser así, debiera hacerlo y ciertamente ellos podían presentar una súplica. Como quiera que fuese, tendrían que ir a Winchester. Allí podrían averiguar por fin qué había sido de su padre.
De repente se dijo: ¿Por qué ha ido todo mal, padre?
Desde que su madre había muerto, su padre le había dedicado un cuidado especial. Sabía que se había ocupado de ella mucho más de lo que era habitual en otros padres con sus hijos. Lamentaba no haber contraído nuevamente matrimonio para darle otra madre, y le había explicado que ninguna mujer podría hacer que se sintiese tan feliz como con el recuerdo de su difunta esposa. Como quiera que fuese, Aliena nunca había deseado otra madre. Su padre cuidaba de ella y ella de Richard, y de esa manera nada malo podía sucederle a ninguno de los tres.
Aquellos días se habían ido para siempre.
—¿Adónde podemos ir? —volvió a preguntar Richard.
—A Winchester —dijo ella—. Iremos a ver al rey.
Richard se mostró entusiasmado.
—¡Sí! Y cuando digamos al rey lo que William y su escudero hicieron anoche, seguramente…
Aliena se sintió poseída al instante por una furia incontrolable.
—¡Cierra la boca! —chilló. Los caballos se sobresaltaron nerviosos. Aliena tiró con rabia de las riendas—. ¡No vuelvas a decir eso jamás! —Se atragantaba por la furia y apenas podía articular las palabras—. ¡No diremos a nadie lo que hicieron… a nadie! ¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás!
En las alforjas del escudero había un gran trozo de queso seco, algunos restos de vino en una bota, un pedernal y alguna leña menuda y una o dos libras de grano que Aliena supuso que estaba destinado a los caballos. A mediodía los dos hermanos comieron el queso y bebieron el vino mientras los caballos pastaban la hierba rala y los arbustos de hoja perenne y bebían en un arroyo transparente. Aliena había dejado de sangrar y tenía insensible la parte inferior de la espalda.
Habían visto a algunos viajeros pero Aliena advirtió a Richard que no hablara con nadie. Para un observador casual parecían una pareja formidable, sobre todo Richard montando su poderoso caballo y con la espada. Pero unos momentos de conversación bastaría para revelar que no eran más que un par de chiquillos sin alguien que les cuidara y, por lo tanto, a todas luces posiblemente vulnerables. De manera que debían mantenerse alejados de la gente.
Cuando el día empezó a declinar buscaron algún sitio donde pasar la noche. Encontraron un calvero cerca de un arroyo a un centenar de yardas más o menos del camino. Aliena dio a los caballos algo de grano mientras Richard encendía un fuego. Si hubieran tenido una olla hubieran podido hacer algunas gachas con el grano de los caballos. Tal como estaban las cosas, habrían de masticar el grano crudo a menos que pudieran encontrar algunas castañas dulces para asarlas. Mientras reflexionaba sobre ello y Richard andaba por alguna parte buscando leña, quedó aterrada al oír una voz honda muy cerca de ella.
—¿Y quién eres tú, muchacha?
Aliena lanzó un grito. El caballo retrocedió asustado. Al volverse vio a un hombre barbudo y sucio completamente vestido de cuero marrón. Avanzó un paso hacia ella.
—¡Mantente alejado de mí! —chilló.
—No tienes de qué asustarte —le dijo el hombre.
Por el rabillo del ojo Aliena vio a Richard entrar en el calvero por detrás del forastero, con una brazada de leña. Se quedó mirando a los dos. ¡Desenvaina tu espada!, dijo para sus adentros Aliena, pero el chico estaba demasiado asustado e inseguro para hacer nada. Aliena retrocedió intentando poner el caballo entre ella y el forastero.
—No tenemos dinero —dijo—. No tenemos nada.
—Soy el guardabosque oficial del rey —dijo el hombre.
Aliena estuvo a punto de desmayarse de alivio. Un oficial guardabosque era un servidor del rey a quien se pagaba para obligar a cumplir las leyes del bosque.
—¿Por qué no lo dijiste antes, tonto? —dijo ella furiosa por haberse asustado—. ¡Pensaba que eras un proscrito!
Pareció sobresaltado al tiempo que ofendido, como si Aliena hubiera dicho algo descortés.
—Entonces vos seréis una dama de alta cuna —es cuanto dijo.
—Soy la hija del conde de Shiring.
—Y el muchacho será su hijo —dijo el guardabosque aunque no parecía haber visto a Richard.
Richard se adelantó y dejó caer la leña.
—Así es —afirmó—. ¿Cómo te llamas?
—Brian. ¿Pensáis pasar aquí la noche?
—Sí.
—¿Completamente solos?
—Sí. —Aliena sabía que aquel hombre se preguntaba por qué no llevarían escolta, pero no pensaba decírselo.
—¿Y decís que no tenéis dinero?
Aliena le miró con el ceño fruncido.
—¿Dudas de lo que digo?
—Ah, no. Por vuestros modales puedo reconocer que pertenecéis a la nobleza. —¿Había cierta ironía en su voz?—. Si estáis solos y sin dinero tal vez preferiríais pasar la noche en mi casa. No está lejos.
Aliena no tenía intención de quedar a merced de aquel tipo inculto. Estaba a punto de negarse cuando el hombre habló de nuevo.
—Mi mujer estará contenta de daros de comer. Y tengo un cobertizo donde podréis dormir solos.
En la mujer estribaba la diferencia. Aceptar la hospitalidad de una familia respetable era bastante seguro. Aun así, Aliena se mostró dubitativa. Luego pensó en una chimenea, en un cazo de gachas calientes, una taza de vino y una cama de paja con un techo sobre ella.
—Te estamos muy agradecidos —dijo—. No tenemos nada para darte. Te he dicho la verdad, no tenemos dinero. Pero un día volveremos y te recompensaremos.
—Para mí es bastante. —Se acercó al fuego y lo apagó a puntapiés.
Aliena y Richard montaron en sus caballos, a los que no habían quitado las sillas.
—Dadme las riendas —dijo el guardabosque acercándose a ellos.
Así lo hizo Aliena sin estar segura de lo que aquel hombre quería hacer, y Richard la imitó. El hombre se puso en marcha a través del bosque conduciendo a los caballos. Aliena hubiera preferido llevar ella las riendas pero decidió dejar que el hombre lo hiciera como quisiera.
Estaba más lejos de lo que les había dicho; habían recorrido tres o cuatro millas y todavía era oscuro cuando llegaron a una pequeña casa de madera con tejado de barda en el lindero de un campo. Pero a través de las persianas se veía luz y llegaban olores de guisos. Aliena desmontó agradecida.
La mujer del guardabosque había oído los caballos y acudió a la puerta.
—Un joven señor y una joven dama solos en el bosque. Dales algo de beber —le dijo el hombre. Luego, volviéndose a Aliena—. Adelante. Me ocuparé de los caballos.
A Aliena no le gustó su tono perentorio. Hubiera preferido ser ella quien diera las instrucciones, pero como no tenía el menor deseo de desensillar a su caballo entró en la casa con Richard detrás. Estaba llena de humo y de olores, pero caliente. En un rincón había una vaca atada con una cuerda. Aliena se sentía contenta de que el hombre hubiera mencionado un cobertizo, ya que jamás había dormido con el ganado. Una olla hervía en el fuego. Se sentaron en un banco y la mujer dio a cada uno un cazo de sopa de la olla. Sabía a caza. La mujer se mostró sobresaltada al ver a la luz la cara de Richard.
—¿Qué os pasado? —le preguntó.
Richard abrió la boca para contestar, pero Aliena se le adelantó.
—Hemos pasado por una serie de calamidades —le dijo—. Vamos de camino para ver al rey.
—Ya veo —dijo la mujer. Era pequeña, de tez morena y mirada cautelosa.
Aliena dio fin rápidamente a la sopa y alargó el cazo para que le sirviera más. La mujer miró hacia otro lado. Aliena estaba desconcertada ¿Acaso no sabía que Aliena quería más sopa? ¿O sería que no tenía más? Se disponía a hablar con dureza cuando entró el guardabosque.
—Os llevaré al granero donde podréis dormir —les dijo al tiempo que descolgaba una lámpara de un clavo junto a la puerta—. Venid conmigo.
Aliena y Richard se pusieron en pie.
—Necesito algo más —dijo Aliena dirigiéndose a la mujer—. ¿Podrías darme un vestido viejo? No llevo nada debajo de la capa.
Por algún motivo la mujer pareció molesta.
—Veré lo que puedo encontrar —farfulló.
Aliena se dirigió a la puerta. El guardabosque la miraba de forma extraña, con los ojos clavados en su capa, como si le fuera posible ver a través de ella si lo hacía con la suficiente intensidad.
—¡Muéstranos el camino! —le dijo imperiosa. El hombre salió de la casa.
Les condujo a la parte de atrás de la casa y a través de un bancal de hortalizas. La luz oscilante de la lámpara iluminó una pequeña construcción de madera, más bien un cobertizo que un granero. El hombre abrió la puerta que golpeó contra una tina destinada a recoger el agua de la lluvia que caía del tejado.
—Echad un vistazo —les dijo el hombre—. Ved si os conviene.
Richard entró primero.
—Trae la luz, Aliena —le dijo.
Al volverse Aliena para coger la lámpara de manos del guardabosque este le dio un fuerte empujón. Cayó de costado en el interior del granero, topando contra su hermano. Ambos cayeron al suelo. Quedaron a oscuras y la puerta se cerró de golpe. De fuera les llegó un ruido peculiar, como si algo pesado se adosara a la puerta.
Aliena no podía creer lo que estaba ocurriendo.
—¿Qué está pasando, Alie? —gritó Richard.
Aliena se sentó ¿Era de veras aquel hombre un guardabosque o por el contrario era un proscrito? No podía ser un proscrito. Su casa era demasiado buena para eso. Pero si de verdad era un guardabosque ¿por qué los había encerrado? ¿Habrían infringido alguna ley? ¿Sospechaba que los caballos no fueran suyos? O acaso tuviera algún motivo deshonesto.
—¿Por qué habrá hecho esto, Alie? —preguntó Richard.
—No lo sé —dijo ella cansada. Ya ni siquiera le quedaba energía para enfadarse o inquietarse. Sospechaba que el guardabosque había puesto la tina de agua contra ella. Empezó a palpar en la oscuridad las paredes del granero, también podía llegar a los declives más bajos del tejado. La construcción estaba hecha con troncos estrechamente unidos. Y la habían edificado con todo cuidado. Era la prisión del guardabosque donde encarcelaba a los infractores antes de presentarlos ante el sheriff.
—No podemos salir —dijo Aliena. Se sentó. El suelo estaba seco y cubierto de paja—. Estaremos detenidos aquí hasta que nos deje salir —dijo con resignación.
Richard se sentó junto a ella. Al cabo de un rato se tumbaron espalda contra espalda. Aliena se sentía demasiado maltrecha, asustada y tensa para poder dormir, aunque también exhausta, por lo que al cabo de unos momentos se sumió en un reconfortante sopor.
Se despertó al abrirse la puerta y recibir en la cara la luz del día. Se sentó atemorizada, sin saber dónde estaba ni por qué dormía sobre el duro suelo. Luego, recordó, y todavía se asustó más. ¿Qué iba a hacer el guardabosque con ellos? Sin embargo no fue él quien entró, sino su mujer pequeña y morena. Y aunque su expresión era hermética y resuelta como la noche anterior, llevaba en la mano un gran trozo de pan y dos tazas.
Richard se sentó a su vez. Los dos miraron cautelosos a la mujer.
Ella, sin decir palabra, alargó a cada uno una taza, partió luego en dos el trozo de pan y lo repartió entre ambos. Aliena se dio cuenta de repente de que estaba hambrienta. Mojó su pan en la cerveza y empezó a comer.
La mujer se quedó en el umbral de la puerta mirándoles mientras terminaban con el pan y la cerveza. Luego alargó a Aliena lo que parecía un montón de lino amarillento y usado, bien doblado. Aliena lo desdobló. Era un vestido viejo.
—Ponte esto y largaos de aquí —dijo la mujer.
Aliena se sentía confundida ante aquella combinación de amabilidad y dureza, pero no dudó en aceptar el vestido. Se volvió de espaldas, dejó caer la capa y se metió el vestido rápidamente por la cabeza, volviéndose a poner la capa.
Se sintió mejor.
La mujer le dio un par de zuecos muy usados y demasiado grandes.
—No puedo cabalgar con zuecos —dijo Aliena.
La mujer se echó a reír.
—No vais a cabalgar.
—¿Por qué no?
—Se ha llevado vuestros caballos.
A Aliena se le cayó el alma a los pies. Era injusto que siguieran teniendo tan mala suerte.
—¿Adónde se los ha llevado?
—A mí no me habla de esas cosas, pero supongo que habrá ido a Shiring. Venderá los animales, luego averiguará quienes sois y si puede sacar de vosotros algo más que vuestros caballos.
—Entonces ¿por qué dejas que nos vayamos?
La mujer miró a Aliena de arriba abajo.
—Porque no me gusta la manera en que te miró cuando dijiste que estabas desnuda debajo de tu capa. Tal vez tú no entiendas esto ahora, pero sí cuando seas mujer.
Aliena ya lo entendía pero no se lo dijo.
—¿No te matará cuando descubra que nos has dejado ir?
La mujer sonrió despreciativa.
—A mí no me asusta tanto como a otros. Y ahora en marcha.
Salieron. Aliena comprendía que aquella mujer había aprendido a vivir con un hombre brutal e inhumano, y aún así había logrado conservar un mínimo de decencia y compasión.
—Gracias por el vestido —dijo con timidez.
La mujer no quería su agradecimiento.
—Winchester es por ahí —dijo señalando hacia el sendero.
Se alejaron sin mirar atrás.
Aliena nunca había llevado zuecos. La gente de su clase siempre calzaba botas de piel o sandalias, y los encontró incómodos y pesados.
Sin embargo eran mejor que nada cuando el suelo estaba frío.
—¿Por qué nos están pasando estas cosas, Alie? —preguntó Richard cuando ya hubieron perdido de vista la casa del guardabosque.
La pregunta desmoralizó a Aliena. Todo el mundo era cruel con ellos. La gente podía pegarles y robarles como si fueran caballos o perros. No había nadie que los protegiera. Hemos sido demasiado confiados, se dijo. Habían vivido durante tres meses en el castillo sin siquiera atrancar las puertas. Decidió que en el futuro no se fiaría de nadie. Nunca volvería a dejar que nadie cogiera las riendas de su caballo, aunque tuviera que recurrir a la violencia para evitarlo. Nunca más volvería a dejar que alguien se le acercara por la espalda, como había hecho el guardabosque la noche anterior cuando la empujó al interior del cobertizo. Nunca volvería a aceptar la hospitalidad de un extraño. Nunca dejaría la puerta sin cerrojos por la noche. Nunca aceptaría a las primeras de cambio las muestras de amabilidad.
—Caminemos más aprisa —dijo a Richard—. Tal vez podamos llegar a Winchester a la caída de la noche.
Siguieron el sendero hasta el calvero donde se encontraran con el guardabosque. Todavía estaban los restos de su hoguera. Desde allí podían encontrar fácilmente el camino a Winchester. Habían estado muchas veces en Winchester y conocían bien el camino. Una vez en el camino real podrían andar más deprisa. La escarcha había endurecido el barro.
El rostro de Richard empezaba a recuperar su estado normal. Se lo había lavado el día anterior en un arroyo muy frío en el bosque, y se había quitado casi toda la sangre seca. Se le había formado una fea costra allí donde tuvo el lóbulo de la oreja y los labios aún los tenía hinchados, pero había desaparecido la inflamación del resto de la cara. Sin embargo las heridas y su irritada coloración aún le daban un aspecto alarmante. Aunque ello posiblemente les beneficiaría.
Aliena echaba de menos el calor del caballo. Tenía penosamente fríos los pies y las manos, si bien su cuerpo guardaba el calor por el esfuerzo de la caminata. Siguió haciendo frío durante toda la mañana, pero hacia el mediodía la temperatura subió algo. Para entonces tenía hambre. Recordaba que tan sólo el día anterior se sentía como si no le importara volver a tener calor o a comer de nuevo. Pero no quería pensar en aquello.
Cada vez que oían cascos de caballos o divisaban gente a lo lejos corrían a ocultarse en la espesura hasta que pasaran los viajeros. Atravesaron rápidamente aldeas sin hablar con nadie. Richard quiso mendigar para conseguir comida, pero Aliena no le dejó. Mediada la tarde se encontraron a unas millas de su destino sin que nadie les hubiera molestado. Aliena se dijo que después de todo no era tan difícil evitar las dificultades. Y entonces, en aquel trecho especialmente solitario del camino, surgió de repente un hombre de los arbustos y se plantó delante de ellos.
No les dio tiempo a esconderse.
—Sigue andando —dijo Aliena a Richard, pero el hombre se movió al tiempo que ellos impidiéndoles seguir su camino.
Aliena miró hacia atrás pensando en escabullirse por allí, pero otro tipo había salido del bosque a unas diez o quince yardas, impidiendo la huida.
—¿Qué tenemos aquí? —dijo con voz recia el hombre que tenían enfrente. Era un hombre gordo, de rostro congestionado, con un vientre enorme e hinchado y una barba sucia y enmarañada. Llevaba una pesada cachiporra. Se trataba, casi con toda certeza, de un proscrito. Por su cara, Aliena estaba convencida de que era el tipo de hombre capaz de cometer violencia sin pensarlo dos veces, y sintió que la embargaba el miedo.
—Déjanos en paz —dijo suplicante—. No tenemos nada que te interese.
—No estoy tan seguro —dijo el hombre dando un paso hacia Richard—. Esa bonita espada valdrá varios chelines.
—Es mía —protestó Richard, pero su tono era el de un chiquillo asustado.
Es inútil, se dijo Aliena. Estamos impotentes. Yo soy una mujer y él un chiquillo, y la gente puede hacer con nosotros lo que le parezca.
Con un movimiento sorprendentemente ágil el hombre gordo enarboló de repente su cachiporra y la descargó sobre Richard, que intentó evitarla. El golpe iba dirigido a la cabeza pero le alcanzó en el hombro. El hombre gordo era fuerte y el golpe derribó a Richard.
Aliena perdió de súbito la paciencia. Había sido tratada de manera injusta, habían abusado vilmente de ella, la habían robado, tenía frío y hambre y apenas era capaz de dominarse. A su hermano pequeño, hacía menos de dos días le habían golpeado hasta casi matarle y en aquellos momentos, al ver que alguien le aporreaba, perdió la cabeza. Sin meditar su decisión se sacó la daga de la manga, se lanzó contra el gordo proscrito y le puso la punta de su daga sobre el inmenso vientre.
—¡Déjale en paz, perro! —chilló.
Le cogió completamente por sorpresa. La capa se le había abierto al atacar a Richard y todavía tenía la cachiporra en las manos. Había bajado completamente la guardia. Sin duda se había creído a salvo de cualquier ataque por parte de una joven al parecer desarmada. La daga, atravesó la lana de su capa y el tejido de su ropa interior y se detuvo en la epidermis tensa del estómago. Aliena sintió un impulso de repugnancia, un instante de franco horror ante la idea de romper piel humana y penetrar hasta la carne de una persona de verdad. Pero el miedo endureció su decisión y hundió la daga hasta alcanzar los órganos blandos del abdomen. Luego le aterró la idea de no matarle y de que siguiera vivo para vengarse y siguió hundiendo la daga hasta la empuñadura, donde quedó detenida.
De repente aquel hombre aterrador, arrogante y cruel quedó convertido en un animal asustado y herido. Dio un grito de dolor, dejó caer su cachiporra y se quedó mirando la daga que tenía clavada.
Aliena se dio vuelta al momento de que el hombre sabía que estaba mortalmente herido. Apartó la mano horrorizada. El hombre retrocedió tambaleándose. Aliena recordó que a sus espaldas había otro ladrón y la embargó el pánico. Seguramente se tomaría una venganza horrible por la muerte de su cómplice. Agarró de nuevo la empuñadura de la daga y tiró de ella. El hombre herido se había alejado ligeramente y Aliena hubo de sacar la daga de costado. Sintió como desgarraba las partes blandas al sacarla de su enorme vientre. Notó que la sangre le salpicaba la mano y el hombre chilló como un animal al caer al suelo. Aliena se volvió rápidamente con la daga en la mano ensangrentada e hizo frente al otro hombre. Al mismo tiempo, Richard se puso en pie a duras penas y desenvainó su espada.
El otro ladrón miró a uno y a otro, luego a su amigo moribundo y sin más dio media vuelta y corrió a ocultarse en el bosque.
Aliena le observó con toda incredulidad. Le habían asustado. Resultaba difícil de creer.
Miró al hombre caído en el suelo. Yacía boca arriba, con las entrañas saliéndole por la gran herida del vientre. Tenía los ojos muy abiertos y la cara contorsionada por el dolor y el miedo.
Aliena no se sentía orgullosa ni tranquila por haberse defendido de hombres despiadados. Además estaba asqueada por aquel espantoso espectáculo.
A Richard no le atormentaban semejantes escrúpulos.
—¡Le apuñalaste, Alie! —dijo en un tono entre excitado e histérico—. ¡Acabaste con ellos!
Aliena le miró. Había que enseñarle una lección.
—Remátale —le dijo.
Richard la miró extrañado.
—¿Qué?
—Que le mates —repitió—. Haz que deje de sufrir. ¡Acaba con él!
—¿Por qué yo?
Aliena habló con tono especialmente duro.
—Porque te comportas como un muchacho y yo necesito un hombre. Porque jamás hiciste nada con una espada, salvo jugar a la guerra y alguna vez tienes que empezar. ¿Qué te pasa? ¿De qué tienes miedo? De todas maneras ya está casi muerto. No puede hacerte daño. Maneja tu espada. Adquiere algo de práctica. ¡Mátale!
Richard sujetó la espada con ambas manos y pareció inseguro.
—¿Cómo?
El hombre aulló de nuevo.
—¡No sé cómo! ¡Córtale la cabeza o atraviésale el corazón! ¡Cualquier cosa! ¡Pero hazle callar!
Richard parecía acorralado. Levantó la espada y la bajó de nuevo.
—Si no lo haces te dejaré solo, lo juro por todos los santos. Me levantaré una noche y me iré, y cuando despiertes por la mañana, ya no estaré y tú te encontraras completamente solo. ¡Mátale!
Richard levantó de nuevo la espada. Y entonces, de manera increíble, el hombre dejó de chillar e intentó levantarse. Rodó hacia un lado y se incorporó apoyándose en un codo. Richard lanzó un grito que era en parte un alarido de miedo y un grito de combate, y descargó con fuerza la espada sobre el cuello del forajido. El arma era pesada y la hoja bien afilada, y el golpe sajó a medias el grueso cuello. La sangre salió a chorros y la cabeza se ladeó grotescamente. El cuerpo se derrumbó en tierra.
Aliena y Richard permanecieron un instante mirándole. La sangre caliente despedía vapor en el aire invernal. Ambos se sentían pasmados ante lo que habían hecho. De repente, Aliena echó a correr seguida de Richard.
Se detuvo cuando le fue imposible correr más y entonces se dio cuenta de que estaba sollozando. Caminó más lentamente sin importarle ya que Richard le viera llorar. En cualquier caso poco parecía importarle.
Se fue calmando de manera gradual. Los zuecos de madera le hacían daño. Se detuvo y se los quitó. Reanudó la marcha descalza, con los zuecos en la mano. Pronto llegarían a Winchester.
—Somos estúpidos —dijo Richard al cabo de un rato.
—¿Por qué?
—Ese hombre. Le dejamos allí. Deberíamos haberle cogido las botas.
Aliena se detuvo y se quedó mirando a su hermano horrorizada.
Él se la quedó mirando a su vez con una ligera sonrisa.
—¿No hay nada malo en eso, verdad? —dijo.
Aliena volvió a sentirse esperanzada mientras atravesaba la West Gate en dirección a la Calle principal de Winchester a la caída de la noche. En el bosque tuvo la impresión de que podrían asesinarla y que nadie llegaría a enterarse jamás de lo ocurrido, pero en aquel momento se encontraba de nuevo en la civilización. Desde luego la ciudad rebosaba de ladrones y asesinos. Pero ellos no podían cometer sus crímenes a plena luz del día y con absoluta impunidad. En la ciudad había leyes y a quienes las infringían se les desterraba, se les mutilaba o se les ahorcaba.
Recordaba haber caminado con su padre por aquella calle haría tan sólo un año. Naturalmente iba a caballo. Su padre montaba un brioso corcel castaño y ella un hermoso palafrén gris. La gente se apartaba a su paso cuando cabalgaban por las anchas calles. Tenían una casa en la parte sur de la ciudad y cuando llegaban a ella les daban la bienvenida ocho o diez sirvientes. Habían limpiado bien la casa, había paja fresca en el suelo y todas las chimeneas estaban encendidas. Durante su estancia en ella, Aliena vestía bonitos trajes todos los días, botas y cinturones de piel de becerro y se adornaba con broches y brazaletes. Su tarea consistía en asegurarse de que siempre fuera bien recibido cualquiera que acudiese a ver al conde, y que nunca faltase carne y vino para los de la clase elevada, pan y cerveza para los más pobres, una sonrisa y un sitio junto el fuego para todos. Su padre era puntilloso en lo de la hospitalidad, pero no se las arreglaba muy bien cuando había de practicarla personalmente. La gente le encontraba frío, distante e incluso dominante. Aliena compensaba aquellas carencias.
Todo el mundo respetaba a su padre y las más altas personalidades acudían a visitarle. El obispo, el prior, el sheriff, el canciller real y los barones de la corte. Se preguntaba cuántos de ellos la reconocerían en esos momentos caminando descalza por el barro y la suciedad de esa misma calle. Aquella idea no consiguió empañar su optimismo. Lo importante era que ya había dejado de sentirse como una víctima. Se encontraba de nuevo en un mundo en el que había reglas y leyes, y tenía una posibilidad de recuperar el control de su vida.
Pasaron por delante de su casa. Estaba vacía y cerrada a cal y canto. Los Hamleigh no habían tomado posesión de ella todavía. Por un instante, Aliena sintió la tentación de intentar entrar en ella. ¡Es mi casa!, se dijo. Pero no lo era, naturalmente, y la idea de pasar la noche allí le hizo recordar cómo había vivido en el castillo, cerrando los ojos a la realidad. Pasó de largo con decisión.
Otra cosa buena de estar en la ciudad era que allí había un monasterio. Los monjes siempre daban cama a cualquiera que se lo pidiere. Richard y ella dormirían aquella noche bajo techo, a salvo y en un lugar seco.
Encontró la catedral y entró en el patio del priorato. Dos monjes se encontraban en pie, ante una mesa de caballete, repartiendo pan bazo y cerveza entre un centenar o más de personas. A Aliena no se le había ocurrido que pudiera haber tanta gente suplicando la hospitalidad de los monjes. Ella y Richard se pusieron a la cola. Era asombroso, se dijo, cómo una gente que habitualmente se empujaría y daría codazos para recibir comida gratis, permanecía de pie en ordenada fila sólo porque un monje les decía que así lo hicieran.
Recibieron su cena y se les condujo a la casa de invitados. Era una gran construcción de madera semejante a un granero, desprovista de todo mobiliario, iluminada débilmente por velas de junco y con olor a humanidad por tanta gente junta. El suelo estaba cubierto de juncos no demasiados frescos. Aliena se preguntó si debería decir a los monjes quién era. Era posible que el prior la recordara. En un priorato tan grande era de suponer que hubiera una casa de invitados especialmente destinada a visitantes de alta alcurnia. Pero se sintió reacia a hacerlo. Tal vez porque temiera que se mostraran desdeñosos con ella o también porque pensara que de nuevo iba a estar a merced de alguien, y aunque nada tenía que temer de un prior, pese a todo se sentía más cómoda permaneciendo en el anonimato e inadvertida.
Los demás invitados eran en su mayoría peregrinos con algún que otro artesano ambulante, reconocibles por las herramientas que llevaban, y unos cuantos buhoneros, hombres que iban por las aldeas vendiendo cosas que los campesinos no podrían hacer por sí mismos, como alfileres, cuchillos, ollas y especias. Algunos de ellos llevaban consigo a su mujer e hijos. Los niños eran ruidosos y estaban excitados, correteando por todas partes, peleándose y cayéndose. De vez en cuando alguno salía disparado contra un adulto, recibía un cachete y se echaba a llorar a moco tendido. Algunos no estaban bien educados y Aliena vio a varios chiquillos orinándose sobre los juncos del suelo. Probablemente esas cosas carecían de importancia en una casa donde el ganado dormía en la misma habitación que la gente, pero en un recinto lleno de gente era más bien repugnante. Todos tendrían que dormir más tarde sobre esos mismos juncos.
Empezó a tener la sensación de que la gente la miraba como si supiera que la habían desflorado. Claro que era ridículo, pero la sensación persistía. Comprobó si sangraba, pero no. Sin embargo cada vez que se movía se encontraba con alguien que tenía una mirada fija y penetrante en ella. Tan pronto como sus ojos se encontraban volvían la vista a otro lado, pero poco después sorprendía a alguien haciendo lo mismo. Se decía continuamente que aquello era una tontería, que no la miraban a ella sino que paseaban curiosos la vista por toda la gente que les rodeaba. De cualquier manera no había nada digno de mirar, no era diferente de los demás. Estaba tan sucia, tan mal vestida y tan cansada como todos. Pero la sensación persistía y empezó a irritarse contra su voluntad; había un hombre cuya mirada encontraba siempre, un peregrino de mediana edad con una familia numerosa. Finalmente Aliena perdió la paciencia.
—¿Qué es lo que miras? ¡Deja ya de mirarme! —le gritó.
El hombre se sintió violento y apartó los ojos sin decir palabra.
—¿Por qué has hecho eso, Alie? —le preguntó Richard en voz baja.
Aliena le dijo que cerrara la boca y así lo hizo.
Poco después los monjes se dieron una vuelta por allí y se llevaron las velas. Preferían que la gente se fuera pronto a dormir, manteniéndoles así alejados por la noche de las cervecerías y los prostíbulos de la ciudad, y por la mañana les resultaba más fácil a los monjes hacer que los visitantes se fueran temprano. Varios hombres solteros salieron del recinto cuando se hubieron apagado las luces, sin duda encaminándose a los burdeles, pero la mayor parte de la gente se acurrucó, envolviéndose bien en sus capas.
Hacía muchos años que Aliena no dormía en un lugar como ese. De pequeña siempre había envidiado a la gente que dormía abajo, unos al lado de otros, frente a un rescoldo, en una habitación llena de humo y olor a comida, con los perros para protegerles. En aquel recinto reinaba una sensación de intima unión, que no existía en las espaciosas y vacías cámaras de la familia del Lord. Por aquellos días había abandonado a veces su cama y bajado de puntillas la escalera para dormir junto a una de sus sirvientas favoritas, Madge, la lavandera, o la vieja Joan.
El sueño le llegó con el olor de su infancia en el recuerdo y soñó con su madre. Normalmente le resultaba difícil recordar el aspecto de su madre, pero en aquellos momentos descubrió sorprendida que podía recordar con toda claridad el rostro de mamá, hasta en su más mínimo detalle. Los rasgos pequeños, la sonrisa tímida, la constitución frágil, la mirada de ansiedad en sus ojos. Vio la manera de andar de su madre, inclinada ligeramente a un lado, como si siempre estuviera tratando de pegarse a la pared, con el brazo contrario algo extendido en busca de equilibrio. Podía oír la voz de su madre, una voz contralto sorprendentemente sonora, siempre dispuesta a cantar o a reír, temerosa de hacerlo. En su sueño, Aliena supo algo que jamás había visto claro estando despierta, que su padre atemorizó a su madre de tal manera, ahogando su sentido del gozo de la vida, que se había mustiado muriendo como una flor bajo la sequía. Todo aquello acudía a la mente de Aliena como algo muy familiar, algo que había sabido desde siempre. Lo espantoso de todo aquello es que, en el sueño, ella estaba encinta. Su madre parecía contenta. Estaban sentadas juntas en un dormitorio y Aliena tenía un vientre tan grande que debía sentarse con las piernas ligeramente separadas y las manos cruzadas sobre aquel bulto. Entonces William Hamleigh irrumpía en la habitación con una daga de larga hoja en la mano y Aliena supo que iba a apuñalarla en el vientre de la misma manera en que ella apuñaló al proscrito en el bosque. Empezó a chillar con tal fuerza que de repente se sentó erguida y entonces se dio cuenta de que William no estaba allí y que ella ni siquiera había gritado. El ruido sólo había estado en su cabeza.
Después de aquello permaneció despierta, preguntándose si en realidad estaría encinta.
Aquella idea no se le había ocurrido antes y en esos momentos se sentía aterrada. Sería repugnante tener un hijo de William Hamleigh. Y además podía no ser suyo, podía ser de su escudero. Nunca podría saberlo. ¿Cómo podía querer a aquel bebé? Cada vez que le mirara le recordaría aquella noche espantosa. Prometió que tendría al bebé en secreto y lo dejaría morir de frío tan pronto como hubiera nacido, como los campesinos hacían cuando tenían demasiados hijos. Tan pronto como hubo tomado aquella decisión se sumió de nuevo en el sueño.
Apenas despuntado el día los monjes llevaron el desayuno. El ruido despertó a Aliena. La mayoría de los demás huéspedes estaban ya despiertos, al haberse dormido tan temprano, pero Aliena había llegado prácticamente exhausta.
De desayuno les dieron gachas con sal. Aliena y Richard se lo comieron con avidez y les hubiera gustado que estuvieran acompañadas de pan. Mientras desayunaban, Aliena reflexionó sobre lo que diría al rey Stephen. Estaba segura de que habría olvidado que el antiguo conde Shiring tenía dos hijos. Tan pronto como se presentaran y se lo recordaran tomaría medidas en favor de ellos. Al menos eso creía. Pero por si fuera necesario convencerle, habría de llevar preparado algo. Llegó a la conclusión de que no insistiría en la inocencia de su padre, ya que ello significaría poner en tela de juicio el parecer del rey, con lo que sólo lograría ofenderle. Tampoco protestaría que a Percy Hamleigh le hubiera hecho conde. Los hombres de Estado aborrecían que se discutieran sus decisiones. «Para el bien o para el mal, la cuestión está zanjada», solía decir su padre. No, se limitaría a decir que su hermano y ella eran inocentes y a pedir al rey que les diera una propiedad de caballero para poder atender modestamente sus necesidades y para que Richard pudiera prepararse y llegar a ser, dentro de unos años, uno de los guerreros del rey. Una pequeña propiedad permitiría a Aliena cuidar de su padre cuando el rey tuviere a bien ponerle en libertad. Había dejado de ser una amenaza. Sin título, sin seguidores, sin dinero, recordaría al rey que su padre había servido con toda lealtad al viejo rey, Henry, que había sido tío de Stephen. No se mostraría imperiosa, tan sólo humildemente firme, franca y sencilla.
Después del desayuno preguntó a un monje dónde podría lavarse la cara. La miró sobresaltado. Era evidente que no era una pregunta habitual. Sin embargo los monjes estaban a favor de la limpieza y este la condujo hasta un conducto abierto por donde un agua fría y clara desembocaba en los terrenos del priorato, y le advirtió que no se lavara, «indecentemente», por si acaso alguno de los hermanos la viera por accidente y de esa manera empañara su alma. Los monjes hacían mucho bien, pero sus actitudes a veces resultaban irritantes.
Una vez que ella y Richard se hubieren quitado de la cara el polvo del camino abandonaron el priorato y se encaminaron colina arriba, a lo largo de la calle principal, al castillo que se alzaba a un lado de la puerta Oeste. Si llegaban temprano, Aliena pensaba que se atraería la voluntad o cautivaría a quien estuviese encargado de admitir a los solicitantes, y así no quedaría olvidada entre la multitud de gente importante que llegaría más tarde. Sin embargo el ambiente tras los muros del castillo estaba aún más tranquilo de lo que ella esperara. ¿Había estado el rey Stephen allí tanto tiempo que eran ya pocas las personas que necesitaban verle? No estaba segura de cuándo podía haber llegado. Por lo general, el rey permanecía en Winchester durante todo el tiempo de Cuaresma, pero Aliena no estaba segura de cuándo pudo haber empezado la Cuaresma, porque viviendo en el castillo con Richard y Matthew, sin sacerdote alguno, había perdido la noción del tiempo.
Había un corpulento centinela montando guardia junto a los escalones de la torre del homenaje. Aliena se dispuso a pasar junto a él como cuando acudía allí con su padre, pero el guardia le cortó el camino bajando la lanza y poniéndola atravesada.
Aliena le miró con gesto imperioso.
—¿Qué sucede? —dijo.
—¿Adónde crees que vas, muchacha? —replicó el centinela.
Aliena se dio cuenta con desaliento que era de ese tipo de personas a quienes les gustaba ser guardias porque les daba la oportunidad de impedir que la gente fuera a donde quisiera.
—Estamos aquí para presentar una petición al rey —dijo con tono glacial—. Déjanos pasar.
—¿Tú? —dijo el guardia desdeñoso—. ¿Con un par de zuecos de los que mi mujer se avergonzaría? ¡Largo de aquí!
—Apártate de mi camino, centinela —dijo Aliena—. Todo ciudadano tiene derecho a presentar peticiones al rey.
—Sí, pero los de tu clase, los pobres, no son lo bastante locos para intentar ejercer ese derecho…
—¡Yo no soy de esa clase! —dijo Aliena con firmeza—. Soy la hija del conde de Shiring y mi hermano es su hijo, así que déjanos pasar o acabarás pudriéndote en una mazmorra.
El guardia pareció algo menos desdeñoso.
—No puedes presentar una petición al rey porque no está aquí —dijo a pesar de todo con aire de suficiencia—. Está en Westminster como deberías saber si en realidad eres quien dices ser.
Aliena quedó estupefacta.
—Pero ¿por qué se ha ido a Westminster? ¡Tendría que estar aquí por Pascua Florida!
El centinela comprendió entonces que no eran unos golfillos callejeros.
—La corte de Pascua está en Westminster. Parece que no va a hacer las cosas exactamente como las hacía el viejo rey. ¿Y por qué habría de hacerlas?
Naturalmente tenía razón, pero a Aliena no se le había ocurrido por un instante la idea de que un nuevo rey estableciera un régimen distinto. Era demasiado joven para recordar la época en que Henry había sido el nuevo rey. Se sintió desolada. Había creído que sabía lo que tenía que hacer y se había equivocado. Le entraron deseos de renunciar.
Sacudió la cabeza para librarse de la sensación de fracaso. Aquello sólo era un revés, no una derrota. Apelar al rey no era la única manera de ocuparse de su hermano y de ella. Había ido a Winchester con dos propósitos, y el segundo era el de averiguar qué le había pasado a su padre. Él sabría qué podría hacer ahora.
—Entonces, ¿quién está ahí? —preguntó al centinela—. Debe de haber algún funcionario real.
—Hay un escribiente y un mayordomo —contestó el guardia—. ¿Decís que el conde de Shiring es vuestro padre?
—Sí. —Aliena sintió que se le paraba el corazón—. ¿Sabes algo de él?
—Sé dónde está.
—¿Dónde?
—En la prisión. Aquí mismo, en el castillo.
¡Tan cerca!
—¿Dónde está la prisión?
El centinela apuntó con el pulgar por encima del hombro.
—Colina abajo, después de pasar la capilla, frente a la puerta principal.
El impedirles el paso en la torre del homenaje había satisfecho su mezquina vanidad y en esos momentos estaba dispuesto a dar información.
—Lo mejor será que veáis al carcelero. Se llama Odo y tiene unos bolsillos muy grandes.
Aliena no entendió aquella información de los bolsillos grandes pero estaba demasiado inquieta para detenerse a descifrarla. Hasta aquel momento su padre había estado en un lugar vago y distante llamado «prisión», pero ahora, de repente, estaba allí, en aquel mismo castillo. Olvidó su súplica al rey. Todo cuanto quería hacer era ver a su padre. La idea de que estaba muy cerca, dispuesto a ayudarla, la hizo sentir de manera más vívida el peligro y la incertidumbre de los últimos meses. Ansiaba refugiarse en sus brazos y oírle decir: Ahora todo va bien. En adelante todo marchará bien.
La torre del homenaje se alzaba en una esquina del recinto. Aliena miró hacia abajo, al resto del castillo. Era un conjunto abigarrado de construcciones de piedra y madera protegidas por muros altos. Colina abajo, había dicho el centinela, después de la capilla y frente a la puerta principal. Vio un pulcro edificio de piedra que parecía una capilla. La entrada principal era una puerta en el muro exterior que permitía al rey entrar en su castillo, sin tener que pasar antes por la ciudad. Frente a esa entrada y cerca del muro posterior que separaba el castillo de la ciudad, había una pequeña construcción de piedra que podía ser la prisión.
Aliena y Richard bajaron corriendo la pendiente. Aliena se preguntaba cómo estaba su padre. ¿Alimentaban suficientemente a la gente en la prisión? A los prisioneros que en su día tuvo su padre siempre se les daba pan bazo y potaje, pero había oído que en otras partes a los prisioneros se les trataba mal. Tenía la esperanza de que no fuese ese el caso.
Mientras atravesaban el recinto sintió que el corazón se le subía a la boca. Era un castillo grande, pero estaba rodeado de construcciones: cocinas, establos y barracas. Había dos capillas. En esos momentos en que el rey estaba ausente, Aliena pudo ver indicios de esa ausencia y fue observándolos distraída mientras caminaba hacia la prisión. Cerdos y ovejas habían salido de los suburbios inmediatamente fuera de la puerta, hozando y mordisqueando entre los montones de desperdicios; varios hombres de armas andaban holgazaneando sin tener otra cosa que hacer que dirigir insolencias a las mujeres que pasaban, y en el pórtico de una de las capillas tenía lugar una especie de juego de azar. Aquella atmósfera de laxitud incomodó a Aliena. Le preocupaba que no se ocuparan de su padre como era debido, y empezó a temer lo que pudiera encontrar.
La cárcel era un edificio en piedra medio abandonado que parecía haber sido un día la vivienda de un funcionario real, un canciller o administrador de cierta categoría, antes de que quedase en aquel lamentable estado. El piso alto que tiempo atrás había servido de salón, era una perfecta ruina y había perdido parte del tejado. Tan sólo se conservaba la planta baja. En ella no había ventanas, tan sólo una gran puerta de madera con clavos de hierro. La puerta estaba ligeramente abierta. Mientras Aliena vacilaba delante de ella, una guapa mujer de mediana edad con un abrigo de excelente calidad la abrió y entró en la planta. Aliena y Richard la siguieron.
El tétrico interior apestaba a polvo acumulado y a putrefacción. La planta había sido en su origen un almacén abierto, pero después la habían dividido en pequeños compartimientos separados por paredes de cascotes apresuradamente levantadas. En alguna parte de las profundidades del edificio un hombre se quejaba con tono monótono, como un monje salmodiando oficios en una iglesia. La zona inmediata a la puerta estaba conformada como un pequeño recibidor con una silla, una mesa y un fuego en el centro del suelo. Un hombre corpulento, de aspecto estúpido, con una espada al cinto, estaba barriendo perezoso el suelo. Levantó la vista y saludó a la mujer guapa.
—Buenos días, Meg.
Ella le dio un penique y desapareció entre las sombras. El hombre miró a Aliena y a Richard.
—¿Qué queréis?
—Estoy aquí para ver a mi padre —le dijo Aliena—. Es el conde de Shiring.
—No, no lo es —le dijo el carcelero—. Ahora sólo es Bartholomew.
—Al diablo con tus distinciones, carcelero. ¿Dónde está?
—¿Cuánto dinero tienes?
—No tengo dinero, así que no te molestes en pedirme soborno.
—Si no tienes dinero no puedes ver a tu padre —dijo el hombre, y se puso de nuevo a barrer.
Aliena hubiera querido gritar. Estaba a una yarda de su padre y le impedían verle. El carcelero iba armado; no ganaría nada desafiándole. Pero no tenía dinero. Había temido que ocurriera aquello cuando vio que la mujer llamada Meg le daba un penique, pero pensó que se trataba de algún privilegio especial. Sin embargo a todas luces, no era así. Un penique debía ser el precio para ser admitido en aquel lugar.
—Buscaré un penique y te lo traeré en cuanto pueda. Pero ¿no nos dejarías verle ahora? ¿Sólo un momento?
—Traedme primero el penique —dijo el carcelero, y volvió de nuevo a su faena.
Aliena tenía los ojos empañados por las lágrimas. Se sintió tentada de lanzar a gritos un mensaje con la esperanza de que su padre pudiera oírla, pero comprendió que así solo contribuiría a desmoralizarlo y asustarlo. Provocaría su ansiedad al no recibir información alguna. Se dirigió hacia la puerta y se sintió desesperadamente impotente. Se volvió en el umbral.
—¿Cómo está? Dime sólo eso… por favor. ¿Está bien?
—No, no lo está —repuso el carcelero—. Se está muriendo. Y ahora, largo.
Aliena tenía los ojos arrasados en lágrimas y tropezó al cruzar la puerta. Se alejó sin ver a dónde iba y topó con algo, una oveja o un cerdo, y estuvo a punto de caer. Empezó a sollozar. Richard la cogió por el brazo y ella se dejó guiar. Salieron del castillo por la puerta principal, encontrándose entre las desperdigadas casuchas y los campos de los suburbios y finalmente llegaron a una pradera. Se sentaron sobre un tocón.
—No me gusta cuando lloras, Alie —dijo Richard con tono patético.
Aliena trató de dominarse. Había encontrado a su padre y eso ya era algo. Se había enterado de que estaba enfermo. El carcelero era un hombre cruel que probablemente había exagerado la gravedad de la enfermedad. Todo cuanto tenía que hacer era encontrar un penique y entonces podría hablar con él, comprobarlo por sí misma y preguntarle qué debería hacer… por Richard y por él.
—¿Cómo vamos a encontrar un penique, Richard? —le preguntó.
—No lo sé.
—No tenemos nada para vender. Nadie nos prestará. Tú no eres lo bastante duro para robar…
—Podemos pedir limosna —dijo él.
Era una idea.
Un campesino de aspecto próspero bajaba por la colina en dirección al castillo, en una vigorosa jaca negra. Aliena se puso en pie de un salto y corrió hacia el camino.
—Por favor. ¿Podría darme un penique, señor? —le dijo cuando estuvo más cerca.
—¡Vete al cuerno! —gruñó el hombre poniendo a su caballo al trote.
Aliena volvió junto al tocón.
—Los mendigos por lo general piden comida o ropa vieja —dijo desalentada—. Nunca he sabido de nadie que les haya dado dinero.
—Bueno, entonces, ¿cómo consigue dinero la gente? —dijo Richard.
Era evidente que nunca se le había ocurrido antes aquella pregunta.
—El rey obtiene dinero con los impuestos, los señores con las rentas, los sacerdotes con los diezmos. Los tenderos tienen algo qué vender. Los artesanos cobran salarios. Y los campesinos no necesitan dinero porque tienen campos.
—Los aprendices tienen salarios.
—Y también los braceros. Podemos trabajar.
—¿Para quién?
—Winchester está lleno de pequeñas fábricas donde hacen cueros y tejidos —dijo Aliena. Volvió a sentirse de nuevo optimista—. Una ciudad es un buen lugar para encontrar trabajo. —Se puso en pie de un salto—. Vamos, en marcha.
Richard todavía seguía vacilando.
—Yo no puedo trabajar como un hombre corriente —dijo—. Soy hijo de un conde.
—Ya no lo eres —le aseguró Aliena sin rodeos—. Ya has oído lo que dijo el carcelero, más vale que te acostumbres a la idea de que ahora eres igual que cualquier otro.
Richard parecía malhumorado y no contestó.
—Bueno, yo me voy —dijo Aliena—. Quédate aquí si quieres.
Se apartó de él y tomó el camino de la puerta Oeste. Conocía los enfados de su hermano; nunca duraban mucho.
Tal como imaginaba, la alcanzó antes de que llegara a la ciudad.
—No te enfades, Alie —le dijo—. Trabajaré. En realidad soy muy fuerte… seré un bracero muy bueno.
Aliena le sonrió.
—Estoy segura de que lo serás.
No era verdad, pero no valía la pena desengañarle.
Bajaron por la calle principal. Aliena recordaba que Winchester estaba trazada y dividida de manera muy lógica. La parte meridional, a su derecha mientras caminaban, estaba distribuida en tres partes. Primero estaba el castillo, luego un barrio de mansiones lujosas y después el recinto de la catedral y el palacio del obispo en la esquina sureste. También la mitad septentrional, a su izquierda, estaba dividida en tres: el barrio de los judíos, la parte central, que era donde se encontraban las tiendas, y las fábricas en la esquina noreste.
Bajaron por la calle principal y se dirigieron al extremo este de la ciudad. Luego torcieron a la izquierda entrando en una calle por la que corría un arroyo. En uno de los lados había casas corrientes, la mayoría de madera, y algunas parcialmente construidas de piedra. Al otro lado de la calle había un montón de construcciones improvisadas sin orden ni concierto, muchas de las cuales no tenían más que un tejado sostenido por postes. La mayoría de ellos daba la impresión de que iban a derrumbarse de un momento a otro. En algunos casos, un pequeño puente o sencillamente algunas tablas conducían a través del arroyo al edificio, aunque algunos de ellos en realidad atravesaban el arroyo. En cada uno de los edificios o patios podía verse a hombres y mujeres haciendo algo que requería grandes cantidades de agua: lavar lana, curtir pieles, abatanar y teñir tejidos, elaborar cerveza y otras operaciones que Aliena no supo identificar. Su olfato captó toda una variedad de olores, acres y de levadura, sulfurosos y ahumados, de madera y pútridos. Toda la gente parecía enormemente ocupada. Claro que los campesinos también tenían mucho trabajo y muy duro, pero siempre hacían sus tareas a un ritmo tranquilo y tenían tiempo para detenerse a examinar algo curioso o para hablar con alguien que pasara junto a ellos. En las factorías la gente nunca levantaba la vista. Parecía como si el trabajo absorbiera toda su atención y energía. Se movían con rapidez, transportando sacos y llevando grandes baldes de agua o batiendo pieles o tejidos. Mientras procedían a sus misteriosas tareas en la penumbra de sus destartaladas cabañas, traían a la memoria de Aliena a los demonios agitando sus calderos de las imágenes del infierno.
Se detuvo delante de un lugar donde estaban haciendo algo que ella conocía: abatanando tejidos. Una mujer de aspecto musculoso estaba sacando agua del arroyo y derramándola en el interior de un inmenso hoyo de piedra revestido de plomo, deteniéndose de vez en cuando para añadir una medida de tierra de enfurtir que sacaba de un saco. Dos hombres con grandes palas de madera golpeaban el tejido en el hoyo. Con aquel proceso se lograba que el tejido se encogiera y engrosara, haciéndolo más impermeable. La tierra de enfurtir, por su parte, extraía por lixiviación los aceites de la lana. En la parte trasera de los locales había almacenadas balas de tejidos sin tratar y sacos de tierra de enfurtir.
Aliena cruzó el arroyo y se acercó a la gente en el hoyo. La miraron y siguieron con su trabajo. Alrededor de ellos todo estaba mojado y Aliena se dio cuenta de que trabajaban con los pies descalzos.
—¿Esta aquí vuestro maestro? —les preguntó con voz fuerte al darse cuenta de que no iban a interrumpir sus tareas y preguntarle qué deseaba.
La mujer contestó indicando con la cabeza la parte trasera del local.
Aliena hizo seña a Richard de que la siguiera. Atravesaron una puerta y se encontraron en un patio donde se estaban secando en bastidores de madera grandes cantidades de tela.
Vio a un hombre inclinado sobre uno de aquellos bastidores, colocando el tejido.
—Estoy buscando al maestro —le dijo Aliena.
El hombre se enderezó y se la quedó mirando. Era un individuo feo, tuerto y con una ligera corcova en la espalda, como si hubiera estado tantos años inclinado sobre los bastidores de secado que ya no pudiera enderezarse del todo.
—¿De qué se trata? —dijo.
—¿Eres el maestro abatanador?
—He trabajado en ello casi cuarenta años, de hombre y de muchacho, así que espero ser un maestro —le dijo—. ¿Qué es lo que quieres?
Aliena se dio cuenta de que estaba tratando con el tipo de hombre que siempre tenía que demostrar lo listo que era.
—Mi hermano y yo quisiéramos trabajar. ¿Podría emplearnos? —dijo adoptando un tono humilde.
Hubo una pausa mientras el hombre la miraba de arriba abajo.
—Por todos los santos, ¿qué podría hacer con vosotros?
—Haremos cualquier cosa —le aseguró Aliena con resolución—. Necesitamos algún dinero.
—No me servís —dijo el hombre desdeñoso, y se dio media vuelta para continuar con su trabajo.
Aliena no estaba dispuesta a contentarse con aquello.
—¿Por qué no? —dijo enfadada—. No estamos pidiéndole dinero, sólo queremos ganarnos algo.
El hombre se volvió de nuevo hacia ella.
—¡Por favor! —dijo Aliena, aunque aborrecía suplicar.
El hombre la miró impaciente como hubiera podido mirar a un perro, preguntándose si merecería la pena hacer el esfuerzo de darle un puntapié, pero Aliena comprendió que se sentía tentado de demostrarle lo tonta que era y lo listo que era él.
—Muy bien —dijo el hombre con un suspiro—. Te lo explicaré. Venid conmigo.
Les condujo hasta el hoyo. Los hombres y la mujer estaban sacando la pieza de tela del agua, enrollándola a medida que aparecía. El maestro se dirigió a la mujer.
—Ven aquí, Lizzie. Enséñanos tus manos.
La mujer se acercó obediente y alargó las manos. Estaban ásperas y enrojecidas, con grietas donde se las había golpeado.
—Tócalas —dijo el maestro a Aliena.
Esta tocó las manos de la mujer. Estaban frías como el hielo y muy ásperas, pero lo que llamaba más la atención era lo fuertes que parecían. Se miró las suyas sin soltar las de la mujer y de repente las vio suaves, blancas y muy pequeñas.
—Ha tenido las manos metidas en el agua desde que era una mocosa, así que está acostumbrada. Tú eres diferente. En este trabajo no durarías siquiera una semana.
Aliena hubiera querido discutir con él y decirle que se acostumbraría, pero no estaba segura de que fuera verdad. Antes de que pudiera decir nada intervino Richard.
—¿Y qué hay de mí? —dijo—. Soy más grande que esos dos hombres. Puedo hacer ese trabajo.
Realmente Richard era más alto y corpulento que los hombres que habían estado manejando los bates de abatanar. Y Aliena recordó que había podido manejar un caballo de guerra y que por tanto sería capaz de golpear tejidos.
Los dos hombres habían acabado de enrollar la tela mojada y uno de ellos se cargó el rollo al hombro para llevarlo al patio a secar. El maestro le detuvo.
—Deja que el joven señor sienta el peso de la tela, Harry.
El hombre llamado Harry descargó la tela de su hombro y la puso en el de Richard. Este se encorvó bajo el peso, se enderezó con un esfuerzo supremo, palideció y finalmente cayó de rodillas de tal manera que los extremos del rollo tocaban al suelo.
—No puedo llevarlo —dijo sin aliento.
Los hombres se echaron a reír. El maestro se mostró triunfante y el llamado Harry cogió el rollo, se lo echó al hombro con movimiento experto y se alejó con él.
—Es un tipo distinto de fortaleza la que se adquiere al tener que trabajar —dijo el maestro.
Aliena estaba enfadada. Se reían de ella cuando todo lo que quería era encontrar una manera honesta de ganarse un penique. Sabía que el maestro estaba disfrutando en grande haciendo que pareciese una boba. Seguiría en ello mientras ella le dejara. Pero nunca les daría trabajo, ni a su hermano ni a ella.
—Gracias por tu amabilidad —dijo con sarcasmo, y dando media vuelta se alejó.
Richard estaba acongojado.
—¡Pesaba mucho porque estaba muy mojado! —dijo—. Yo no esperaba eso.
Aliena comprendió que habría de mostrarse animosa para mantener la moral de Richard.
—Ese no es el único trabajo —dijo mientras avanzaba chapoteando por la embarrada calle.
—¿Qué otra cosa podemos hacer?
Aliena no contestó de inmediato. Llegaron al muro septentrional de la ciudad y torcieron a la izquierda, dirigiéndose al Oeste. Allí se encontraban las casas más pobres, adosadas a la muralla. Muchas de ellas no eran más que chozas colgadizas, y como carecían de patios traseros la calle estaba sucia.
—¿Recuerdas que las muchachas solían acudir a veces al castillo, cuando ya no tenían sitio en su casa y aún no tenían marido? Padre siempre las admitía. Solían trabajar en las cocinas, en la lavandería o en los establos y padre acostumbraba a darles un penique los días de guardar —dijo finalmente Aliena.
—¿Crees que podríamos vivir en el castillo de Winchester? —dijo Richard dubitativo.
—No. Mientras el rey esté fuera no admitirán gente; deben de tener más de la que necesitan. Pero hay muchísima gente rica en la ciudad. Es posible que necesiten sirvientes.
—No es trabajo de hombres.
Aliena sintió deseos de decirle: ¿Por qué no se te ocurrirá de vez en cuando alguna idea en lugar de encontrar mal todo cuanto digo?
Pero se mordió la lengua.
—Sólo será preciso que uno de nosotros trabaje el tiempo suficiente para poder tener un penique. Entonces podremos ver a padre y preguntarle qué hemos de hacer —se limitó a decir.
—De acuerdo.
Richard no era contrario a la idea de que uno de los dos trabajara, sobre todo si fuera Aliena.
Torcieron a la izquierda y entraron en el sector de la ciudad llamada la judería. Aliena se detuvo delante de una gran casa.
—Aquí deben de tener sirvientes —dijo.
Richard se mostró escandalizado.
—No irás a trabajar para los judíos, ¿verdad?
—¿Por qué no? Verás, no se pesca la herejía de la gente como quien pesca piojos.
Richard se encogió de hombros y la siguió al interior.
Era una casa de piedra. Como la mayoría de las casas de la ciudad, tenía una fachada estrecha pero era muy larga. Había un vestíbulo que tenía el mismo ancho de la casa. En él ardía un fuego y se veían algunos bancos. Con los olores que llegaban de la cocina a Aliena se le hizo la boca agua, aunque eran distintos a los habituales, con un toque de especias extrañas. Apareció una joven desde la parte trasera de la casa y les saludó. Tenía la tez morena y ojos castaños, y les habló con respeto.
—¿Queréis ver al orfebre?
De manera que era eso.
—Sí, por favor —dijo Aliena.
La joven desapareció de nuevo y Aliena miró en derredor. Claro que un orfebre necesitaba una casa de piedra para proteger su oro. La puerta entre el salón y la parte trasera de la casa era de pequeñas planchas de roble ensambladas con hierro. Las ventanas eran estrechas, demasiado pequeñas para que nadie pudiera pasar a través de ellas, ni siquiera un niño. Aliena pensó en lo terrible que debía ser tener todas las riquezas en oro y plata pudiendo ser robadas en un instante y dejarle a uno en la miseria. Luego pensó que su padre había sido rico, con unas propiedades más corrientes como tierras y el título, y sin embargo en un día lo había perdido todo.
Entró el orfebre. Era un hombre pequeño y moreno y les miró escrutador, como si estuviera examinando una pieza pequeña de joyería y calibrando su valor. Al cabo de un momento pareció haberse formado una idea.
—¿Tenéis algo que queráis vender?
—Has acertado en tu juicio, orfebre —dijo Aliena—. Has adivinado que somos personas de alta alcurnia que en estos momentos se encuentran en la ruina. Pero no tenemos nada para vender.
El hombre pareció preocupado.
—Si tratáis de recibir un préstamo, mucho me temo…
—No esperamos que nadie nos preste dinero —le interrumpió Aliena—. Al igual que no tenemos nada que vender, tampoco tenemos nada para empeñar.
El hombre pareció aliviado.
—Entonces, ¿cómo puedo ayudaros?
—¿Me admitirías como sirvienta?
El hombre se sobresaltó.
—¿A una cristiana? ¡Desde luego que no!
Era evidente que tan sólo la idea le horrorizaba.
Aliena se sintió decepcionada.
—¿Por qué no? —preguntó Aliena con tono lastimero.
—No resultaría.
Aliena se sintió ofendida. Era repugnante el que alguien encontrara su religión poco grata. Recordó la inteligente frase que hacía un rato le había espetado a Richard: No se pesca la religión de la gente como quien pesca piojos.
—La gente de la ciudad pondría objeciones —añadió el orfebre.
Aliena estaba segura de que se estaba escudando con la opinión pública, aunque de toda manera era probable que fuese verdad.
—Supongo que entonces será mejor que busquemos a un cristiano rico.
—Vale la pena intentarlo —dijo el orfebre dubitativo—. Permitidme que os diga algo con toda franqueza. Un hombre prudente no os emplearía como sirvienta. Estáis acostumbrada a dar órdenes y os resultaría muy duro tener que recibirlas.
Aliena abrió la boca para protestar, pero el hombre alzó una mano y prosiguió:
—Sí, ya sé que tenéis buena voluntad. Pero durante toda vuestra vida os han servido otros e incluso ahora, en lo más profundo de vuestro corazón estáis convencida de que las cosas deberían arreglarse para daros satisfacción. La gente de alto linaje son malos sirvientes. Son desobedientes, resentidos, irreflexivos y susceptibles, y creen trabajar duro, aunque hacen menos que cualquier otro y crean dificultades con el resto del servicio. —Se encogió de hombros—. Esa es mi experiencia.
Aliena olvidó que se había sentido ofendida por el desagrado de que había dado muestras hacia su religión. Era la primera persona amable que había encontrado desde que había abandonado el castillo.
—Pero ¿qué podemos hacer? —preguntó desalentada.
—Yo sólo puedo deciros lo que haría un judío. Buscaría algo para vender. Cuando llegué a esta ciudad empecé comprando joyas a gente que necesitaba dinero, fundiendo luego la plata y vendiéndosela a los acuñadores.
—Pero ¿de dónde sacó el dinero para comprar las joyas?
—Pedí prestado a mi tío y debo decir que se lo pagué con intereses.
—Pero a nosotros nadie nos prestará.
El hombre pareció pensativo.
—¿Que habría hecho yo si no hubiera tenido tío? Creo que hubiera ido al bosque y recogido nueces, trayéndolas luego a la ciudad y vendiéndoselas a las amas de casa que no tienen tiempo para ir al bosque ni tampoco plantan árboles en sus patios traseros porque están llenos de basura y suciedad.
—Estamos en la peor época del año —alegó Aliena—. Ahora no crece nada.
El orfebre sonrió.
—La juventud siempre es impaciente —dijo—. Esperad un poco.
—Muy bien. —No valía la pena hablarle de padre. El orfebre había hecho cuanto pudo por mostrarse amable—. Gracias por su consejo.
—Que os vaya bien.
El orfebre volvió a la parte trasera de la casa cerrando la maciza puerta de madera.
Aliena y Richard salieron de la casa. El orfebre se había mostrado amable pero, pese a todo, habían perdido medio día y habían sido rechazados en todas partes. Aliena se sentía abatida. Sin saber ya qué hacer vagaron por la judería, recalando de nuevo en la calle principal. Aliena empezaba a sentir hambre. Era la hora del almuerzo y sabía que si ella estaba hambrienta el apetito de Richard sería voraz. Caminaron sin dirección fija a lo largo de calle principal, envidiosos de las bien alimentadas ratas que pululaban entre las basuras, llegando finalmente al viejo palacio real. Allí se detuvieron, al igual que hacían todos los forasteros en la ciudad, para ver a través de los barrotes a los acuñadores fabricando dinero. Aliena se quedó mirando los montones de peniques de plata, pensando que ella sólo necesitaba uno y no podía lograrlo.
Al cabo de un rato vio a una joven, más o menos de su edad en pie cerca de ellos sonriendo a Richard. Parecía amistosa. Aliena vaciló, la vio sonreír de nuevo y la habló.
—¿Vives aquí?
—Sí —dijo la chica. Estaba interesada en Richard, no en ella.
—Nuestro padre está en prisión y estamos intentando ganarnos la vida y tener algo de dinero para sobornar al carcelero. ¿Sabes qué podríamos hacer?
La muchacha volvió su atención a Richard.
—¿No tenéis dinero y queréis saber cómo conseguirlo?
—Así es. Estamos dispuestos a trabajar duro. Haremos cualquier cosa. ¿Se te ocurre algo?
La joven dirigió a Aliena una mirada larga y calculadora.
—Sí, desde luego —dijo al fin—. Conozco a alguien que puede ayudaros.
Aliena estaba excitada. Era la primera persona que le decía «sí» en todo el día.
—¿Cuándo podemos verle? —preguntó ansiosa.
—Verla.
—¿Cómo?
—Es una mujer. Y si vienes conmigo es probable que puedas verla ahora mismo.
Aliena y Richard se miraron encantados. Aliena apenas se atrevía a dar crédito a su cambio de suerte.
La joven dio media vuelta y ellos la siguieron. Les condujo hasta una gran casa de madera en la parte sur de calle principal. Casi toda la casa era planta baja, pero tenía un pequeño piso encima. La joven empezó a subir una escalera exterior y les indicó que la siguieran.
El piso de arriba era un dormitorio. Aliena miró a su alrededor con los ojos de par en par. Estaba decorada y amueblada más lujosamente que cualquiera de las habitaciones del castillo, incluso cuando vivía su madre. De los muros colgaban tapices, el suelo estaba cubierto de pieles y el lecho rodeado de cortinas bordadas. En un sillón parecido a un trono se encontraba sentada una mujer de mediana edad con un traje magnífico. A Aliena le pareció que de joven debió ser hermosa, aunque ya tenía arrugas en el rostro y el pelo más bien ralo.
—Esta es la señora Kate —dijo la chica—. Esta joven no tiene dinero y su padre está en prisión, Kate.
Kate sonrió. Aliena le devolvió la sonrisa aunque hubo de esforzarse. Había algo que le disgustaba en aquella Kate.
—Lleva al muchacho a la cocina y dale un vaso de cerveza mientras hablamos.
La muchacha hizo salir a Richard. Aliena estaba contenta de que su hermano pudiera beber cerveza. Tal vez le dieran también algo qué comer.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Kate.
—Aliena.
—No es un nombre corriente, pero me gusta. —Se puso en pie y se acercó a ella, tal vez demasiado. Cogió a Aliena por la barbilla—. Tienes una cara muy bonita. —El aliento le olía a vino—. Quítate la capa.
Aliena se sentía desconcertada ante aquella inspección, pero se sometió a ella. Parecía algo inofensivo y después de todas las negativas de aquella mañana no estaba dispuesta a arrojar por la borda su primera oportunidad decente mostrando escaso espíritu de cooperación. Se desprendió de la capa con un movimiento de hombros, dejándola caer sobre un banco y permaneció allí en pie con el viejo traje de lino que le había dado la mujer del guardabosque.
Kate paseó alrededor de ella, al parecer impresionada.
—Mi querida joven, jamás te verás falta de dinero o de cualquier otra cosa. Si trabajas para mí las dos seremos ricas.
Aliena frunció el entrecejo. Aquello parecía estúpido. Todo cuanto ella quería era ayudar en la lavandería, en la cocina o en la costura, y no comprendía que cualquiera de esas cosas pudiera hacer rico a nadie.
—¿De qué clase de trabajo me hablas? —preguntó.
Kate estaba detrás de ella. Deslizó las manos por las caderas de Aliena, tanteándolas, y tan cerca que Aliena podía sentir los senos de Kate contra su espalda.
—Tienes una hermosa figura —le dijo—. Y tu cutis es una maravilla. Eres de alta alcurnia ¿no?
—Mi padre era el conde de Shiring.
—¡Bartholomew! Bueno, bueno… Le recuerdo… No es que jamás fuera cliente mío. Un hombre muy virtuoso, tu padre. Bien, comprendo por qué estáis en la ruina.
De manera que Kate tenía clientes.
—¿Qué vendes? —preguntó Aliena.
Kate no le contestó directamente. Volvió a colocarse enfrente de Aliena, mirándole el rostro.
—¿Eres virgen, querida?
Aliena se ruborizó de vergüenza.
—No seas tímida —le dijo Kate—. Ya veo que no. Bueno, no importa. Las vírgenes tienen un gran valor, pero naturalmente no dura. —Puso las manos en las caderas de Aliena, e inclinándose la besó en la frente—. Eres voluptuosa aunque tú no lo sepas. Por todos los santos, eres irresistible. —Deslizó la mano desde la cadera de Aliena hasta su pecho y cogió suavemente uno de sus senos, sopesándolo y apretándolo ligeramente. Luego, inclinándose más, besó a Aliena en los labios.
De repente Aliena lo vio todo claro. Por qué la muchacha había sonreído a Richard delante de la casa de la moneda, de dónde sacaba Kate su dinero, lo que ella habría de hacer si trabajaba para Kate y qué tipo de mujer era. Se sentía estúpida por no haberlo comprendido antes. Dejó por un instante que Kate la besara. Era tan diferente de lo que William Hamleigh había hecho que no se sintió en modo alguno asqueada, pero no era eso lo que haría para ganar dinero. Se liberó del abrazo de Kate.
—Quieres hacer de mí una prostituta —dijo.
—Una dama de placer, querida —dijo Kate—. Levantarse tarde, llevar todos los días hermosos vestidos, hacer felices a los hombres y hacerse rica. Serías una de las mejores. Hay algo en ti… Podrías cobrar cualquier cosa, lo que quisieras. Créeme, lo sé.
Aliena se estremeció. En el castillo siempre había habido una o dos prostitutas. Era necesario en un lugar donde había tantos hombres sin sus mujeres y siempre se las había considerado lo más bajo de todo lo bajo, las más humildes de las mujeres, por debajo incluso de las barrenderas. Pero en realidad no era el bajo estatus lo que hacía estremecerse a Aliena de repugnancia. Era la idea de que los hombres como William Hamleigh entraran y la poseyeran por un penique. Aquella idea trajo de nuevo a su mente el horrible recuerdo de su enorme cuerpo cubriéndola mientras ella yacía en el suelo con las piernas abiertas, temblando de terror y asco, esperando a que la penetrara. La escena surgió de nuevo ante ella con renovado horror haciéndola perder su aplomo y confianza. Tenía la sensación de que si permanecía en aquella casa un sólo instante más volvería a ocurrirle todo aquello. Se sintió embargada por un deseo irrefrenable de salir de allí. Retrocedió hasta la puerta. La atemorizaba ofender a Kate, la atemorizaba que cualquiera se pusiese furioso con ella.
—Perdóname, por favor, pero no puedo hacer eso, en realidad no pue…
—Piensa en ello —le dijo Kate con jovialidad—. Vuelve si cambias de idea. Todavía estaré aquí…
—Gracias —dijo Aliena vacilante.
Finalmente dio con la puerta. La abrió y se escurrió prácticamente por una rendija. Todavía trastornada, bajó corriendo las escaleras hasta la calle y se dirigió a la puerta principal de la casa. La abrió de un empujón, pero tuvo miedo de entrar.
—¡Richard! —le llamó—. ¡Sal, Richard! —No hubo contestación. En el interior había una luz difusa y sólo podía ver unas vagas figuras femeninas—. ¿Dónde estás, Richard? —chilló histérica.
Se dio cuenta de que los transeúntes se quedaban mirándola y aquello la puso más nerviosa. De repente Richard apareció con un vaso de cerveza en una mano y un muslo de pollo en la otra.
—¿Qué pasa? —dijo con la boca llena. Por su tono advertía que estaba fastidiado de que le interrumpieran.
Aliena le agarró del brazo, tirando de él.
—Sal de ahí —le dijo—. ¡Es un burdel!
Varios transeúntes se echaron a reír al oír aquello y uno o dos hicieron comentarios burlones.
—Es posible que te hubieran dado algo de carne —dijo Richard.
—¡Querían que me convirtiera en prostituta! —dijo Aliena furiosa.
—Bueno, bueno —dijo Richard. Apuró la cerveza, puso el vaso en el suelo junto a la puerta y se metió el resto de muslo de pollo dentro de la camisa.
—¡Vamos! —le urgió impaciente Aliena, aunque una vez más la necesidad de ocuparse de su hermano pequeño tenía el poder de calmarla. La idea de que alguien quisiera convertir a su hermana en una prostituta no pareció inmutarle, pero parecía lamentar el tener que irse de una casa donde había pollo y cerveza sólo con pedirlo.
La mayoría de los transeúntes empezaron a seguir su camino terminada la diversión, pero hubo una que siguió allí. Era la mujer bien vestida que vieron en la prisión. Había dado al carcelero un penique y él la había llamado Meg. Miraba a Aliena con expresión curiosa mezclada de compasión. A esta empezaba a molestarle que la gente se la quedara mirando y apartó irritada la vista. Entonces la mujer le dijo:
—¿Tienes problemas, verdad?
El tono amable de Meg hizo que Aliena se volviera.
—Sí —dijo después de una pausa—. Tenemos problemas.
—Os vi en la prisión. Mi marido está allí. Le visito todos los días. ¿Qué os llevó a vosotros allí?
—Nuestro padre está preso.
—Pero no entrasteis adentro.
—No tenemos dinero para dar al carcelero.
Meg miró por encima del hombro de Aliena hacia la puerta del prostíbulo.
—¿Es eso lo que estáis haciendo aquí, intentando obtener dinero?
—Sí, pero no sabía lo que era hasta que…
—Pobrecita —dijo Meg—. Mi Annie tendría tu edad de haber vivido… ¿Por qué no venís conmigo mañana por la mañana a la prisión y entre todos veremos si podemos convencer a Odo para que se comporte como cristiano y tenga compasión de dos niños desamparados?
—¡Sería maravilloso! —exclamó Aliena. Estaba conmovida. No tenía garantía de éxito pero el hecho de que alguien estuviera dispuesto a ayudarles hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.
Meg seguía mirándola con fijeza.
—¿Habéis cenado?
—No. A Richard le dieron algo en… ese lugar.
—Más vale que vengáis a mi casa. Os daré pan y carne. —Observó la expresión cautelosa de Aliena—. Y no tendréis que hacer nada a cambio.
Aliena la creyó.
—Gracias —dijo—. Eres muy amable. No hemos encontrado mucha gente amable. No sé cómo darte las gracias.
—No es necesario —dijo Meg—. Venid conmigo.
El marido de Meg era mercader en lana. Tanto en su casa al sur de la ciudad, como en su puesto los días que había mercado, y en la gran feria anual que se celebraba en St. Gile's Hill, compraba el vellón que le llevaban los campesinos de los campos aledaños. Los embutía en grandes sacos para lana, que contenía cada uno de ellos los vellones de doscientas cuarenta ovejas, y los almacenaba en el granero de detrás de su casa. Una vez al año, cuando los tejedores flamencos enviaban a sus agentes para comprar la suave y fuerte lana inglesa, el marido de Meg se los vendía todos y tomaba las medidas necesarias para que los sacos fueran embarcados vía Dover y Boulogne con destino a Brujas y Gante, donde se transformaría el vellón en un tejido de la más alta calidad, vendido en todo el mundo a precios demasiado elevados para los campesinos que criaban las ovejas. Así se lo contó Meg a Aliena y Richard durante la cena, con una cálida sonrisa que expresaba la convicción de que, pasara lo que pasase, no había motivos para que la gente se mostrara desagradable.
Su marido había sido acusado de quedarse corto en el peso de sus ventas, delito que la ciudad se lo tomaba muy en serio ya que su prosperidad estaba basada en una reputación de tratos honrados. A juzgar por la manera en que Meg lo relató a Aliena, pensó que posiblemente su marido fuera culpable. Sin embargo su ausencia no resultó en menoscabo del negocio. Meg se limitó sencillamente a ocupar su sitio. Por otra parte, en invierno poco había que hacer. Había hecho un viaje a Flandes para asegurar a todos los agentes de su marido que la empresa seguía funcionando como siempre. También se ocupó de las reparaciones en el granero, agrandándolo algo al propio tiempo. Cuando empezaba el esquileo, compraba como había hecho su marido. Sabía cómo juzgar su calidad y fijar el precio. Había sido admitida ya en el gremio de mercaderes de la ciudad pese al baldón en la reputación de su marido, porque existía la tradición entre los mercaderes de ayudar a las familias del gremio en momentos de dificultades, y por otra parte todavía no había quedado demostrada su culpabilidad.
Richard y Aliena devoraron la comida, bebieron vino y se sentaron junto al fuego hasta que afuera empezó a oscurecer. Entonces se fueron de nuevo al priorato a dormir. Aliena volvió a tener pesadillas. Esa vez soñó con su padre. En su sueño se encontraba sentado en un trono, en la prisión, tan alto, pálido y autoritario como siempre, y cuando fue a verle hubo de hacer ante él una reverencia como si fuera un rey. Luego se dirigió a ella con tono acusador diciendo que le había abandonado en la prisión y se había ido a vivir a un prostíbulo. Aliena se sintió ofendida por una acusación tan injusta y dijo furiosa que era él quien la había abandonado a ella. Se disponía a añadir que la había dejado a merced de William Hamleigh, pero se sintió reacia a decir a su padre lo que William le había hecho. Luego vio que William se encontraba también en la habitación, sentado en una cama comiendo cerezas de un cazo. Escupió el hueso en su dirección dándole en la mejilla y causándole dolor. Su padre sonrió, y entonces William empezó a arrojarle a ella cerezas maduras. Se reventaron en su cara y en el vestido que tenía, y ahora estaba todo manchado con el jugo de las cerezas que parecía manchas de sangre.
En su sueño se sintió tan profundamente triste que al despertarse y descubrir que todo aquello no era verdad la embargó una enorme sensación de alivio, aunque pensaba que la realidad, sin hogar y sin dinero, era mucho peor que ser apedreada con cerezas maduras.
La luz del amanecer se filtraba a través de las grietas en las paredes de la casa de huéspedes. Toda la gente se iba despertando en derredor suyo y empezaba a ponerse en movimiento. Pronto llegarían los monjes, abrirían puertas y persianas y llamarían a todo el mundo a desayunar.
Aliena y Richard comieron presurosos, dirigiéndose luego a casa de Meg. Esta ya estaba preparada para salir, había hecho un estofado de carne de vaca capaz de resucitar a un muerto para la comida de su marido, y Aliena dijo a Richard que le llevara la pesada olla. Aliena hubiera deseado tener algo que dar a su padre. No había pensado en ello, pero aunque lo hubiera hecho no podría haberle comprado nada. Era terrible pensar que no podían hacer nada por él.
Subieron por calle principal, entraron en el castillo por la puerta trasera y luego, dejando atrás la torre del homenaje, bajaron por la colina hasta la prisión. Aliena recordaba que cuando el día anterior preguntó a Odo si su padre estaba bien, el carcelero le había contestado: No, no lo está. Se está muriendo. Aliena se dijo que había exagerado por crueldad, pero en aquellos momentos empezó a preocuparse.
—¿Le pasa algo a mi padre? —preguntó a Meg.
—No lo sé, querida —le contestó Meg—. Nunca le he visto.
—El carcelero dijo que se estaba muriendo.
—Ese hombre es más mezquino que un gato. Posiblemente lo dijo para que te sintieras desgraciada. En todo caso lo sabrás dentro de un momento.
Aliena no se sintió tranquilizada pese a las buenas intenciones de Meg, y la atormentaba el temor mientras atravesaba la puerta y entraba en la penumbra maloliente de la prisión.
Odo se estaba calentando las manos en el fuego que había en el centro de la habitación. Saludó con la cabeza a Meg y miró a Aliena.
—¿Tienes el dinero? —le dijo.
—Pagaré por ellos —intervino Meg—. Aquí tienes dos peniques, uno mío y el otro de ellos.
En el rostro estúpido de Odo apareció una expresión taimada.
—Para ellos son dos peniques. Uno por cada uno —dijo.
—No seas tan zorro —dijo Meg—. Les dejarás entrar a los dos o te crearé dificultades en el gremio de mercaderes y perderás el trabajo.
—Muy bien, muy bien. No hay necesidad de amenazas —dijo malhumorado. Señaló hacia un arco en el muro de piedra, a su derecha—. Bartholomew es por ahí.
—Necesitaréis luz —dijo Meg. Sacó del bolsillo de su capa dos velas, las encendió en el fuego y dio una a Aliena. Luego se dirigió rápida hacia el arco opuesto.
—Gracias por el penique —le dijo Aliena, pero Meg había desaparecido entre las sombras.
Aliena atisbó aprensiva hacia donde Odo le había indicado. Con la vela en alto atravesó la arcada y se encontró en un minúsculo vestíbulo cuadrado. A la luz de la vela pudo ver tres pesadas puertas, aseguradas todas con barras en el exterior.
—¡Enfrente vuestro! —les gritó Odo.
—Levanta la barra, Richard —dijo Aliena.
Richard sacó la pesada barra de madera de sus abrazaderas y la apoyó sobre el muro. Aliena abrió la puerta al tiempo que lanzaba hacia las alturas una rápida y silenciosa plegaria.
Salvo por la luz de la vela, la celda estaba completamente a oscuras. Vaciló en el umbral atisbando entre las sombras oscilantes. El lugar olía como un retrete.
—¿Quién es? —preguntó una voz.
—¿Padre? —dijo Aliena. Pudo distinguir una figura oscura sentada en el suelo cubierto de paja.
—¿Aliena? —La voz se mostraba incrédula—. ¿Eres Aliena? —Parecía la voz de padre pero más vieja.
Aliena se acercó más, manteniendo levantada la luz de la vela le alumbró de lleno la cara. Aliena lanzó una exclamación de horror.
Apenas estaba reconocible.
Siempre había sido un hombre delgado pero en aquellos momentos parecía un esqueleto. Estaba terriblemente sucio y vestido con harapos.
—¡Aliena! —exclamó—. ¡Eres tú! —Una sonrisa contrajo su rostro, pero era más bien la mueca de una calavera.
Aliena se echó a llorar. Nadie la había preparado para la conmoción que sufriría al verle transformado hasta aquel punto. Al instante se dio cuenta de que se estaba muriendo. El odioso Odo había dicho la verdad. Pero aún estaba vivo, aún seguía sufriendo y se mostraba penosamente contento de verla. Aliena había decidido conservar la calma pero en aquel momento, perdido todo control, cayó de rodillas frente a él, sacudida por grandes sollozos desgarradores que llegaban de lo más hondo de sí misma.
Bartholomew se inclinó, rodeándola con sus brazos y dándole palmaditas en la espalda como si estuviera consolando a un niño por una herida en la rodilla o un juguete roto.
—No llores —le dijo con cariño—. Sobre todo ahora que has hecho a tu padre tan feliz.
Aliena sintió que le quitaban la vela de la mano.
—¿Y este joven tan alto es mi Richard? —preguntó Bartholomew.
—Sí, padre —repuso Richard con dificultad.
Aliena abrazó a su padre, sintiendo sus huesos como palos dentro de un saco. Se estaba extinguiendo, no quedaba carne debajo de la piel. Quería decirle algo, algunas palabras de cariño o consuelo, pero los sollozos la impedían hablar.
—¡Vaya si has crecido, Richard! —estaba diciendo su padre—. ¿Ya tienes barba?
—Está apuntando, padre, pero es muy rubia.
Aliena se dio cuenta de que Richard estaba a punto de echarse a llorar y que luchaba por mantener la compostura. Se hubiera sentido humillado de venirse abajo delante de su padre y este probablemente le hubiera dicho que se dominara y fuera un hombre, lo que todavía sería peor. Preocupada por Richard, dejó de llorar. Logró dominarse con gran esfuerzo. Abrazó una vez más el cuerpo espantosamente flaco de su padre. Luego, soltándose, se limpió los ojos y se sonó con la manga.
—¿Estáis los dos bien? —preguntó Bartholomew. Hablaba con más lentitud de lo que solía y de vez en cuando le temblaba la voz—. ¿Cómo os las arregláis? ¿Dónde estáis viviendo? No me han querido decir nada sobre vosotros, ha sido la peor tortura que pudieron imaginar. Pero parece que estáis bien, en buen estado físico, y saludables. ¡Es formidable!
Su referencia a la tortura hizo que Aliena se preguntara si le habrían sometido a torturas físicas, pero no se lo preguntó. Tenía miedo de lo que pudiera decirle. En vez de ello contestó a su pregunta con una mentira.
—Estamos muy bien, padre. —Sabía que la verdad le hubiera resultado devastadora. Hubiera destruido aquel instante de felicidad y hubiera enturbiado los últimos días de su vida con la agonía del remordimiento—. Hemos estado viviendo en el castillo y Matthew ha cuidado de nosotros.
—Pero no podéis seguir viviendo allí —dijo su padre—. El rey ha hecho ahora conde a ese obeso patán de Percy Hamleigh… Es el nuevo señor del castillo.
De modo que lo sabía.
—Todo está bien —le tranquilizó Aliena—. Nos hemos ido.
Su padre le tocó el traje, el viejo vestido de lino que le había dado la mujer del guardabosque.
—¿Qué es esto? —preguntó con brusquedad—. ¿Has vendido tus trajes?
Aliena se dio cuenta de que conservaba su antigua percepción. No resultaría fácil engañarle. Decidió decirle en parte la verdad.
—Dejamos el castillo con mucha prisa y nos quedamos sin ropa.
—¿Dónde está ahora Matthew? ¿Por qué no va con vosotros?
Aliena había estado temiendo aquella pregunta. Vaciló.
Fue tan sólo una pausa momentánea, pero su padre se dio cuenta.
—¡Vamos! ¡No intentes ocultarme nada! —dijo con algo de su vieja autoridad—. ¿Dónde está Matthew?
—Le mataron los Hamleigh —dijo Aliena—. Pero no nos hicieron daño. —Contuvo el aliento. ¿La creería?
—Pobre Matthew… —dijo tristemente—. Nunca fue un luchador. Espero que haya ido directo al cielo.
Había aceptado su historia. Aliena se sintió aliviada. Cambió de conversación, apartándose así de aquel terreno peligroso.
—Decidimos venir a Winchester para pedir al rey que nos asegure el porvenir de alguna manera, pero ha…
—De nada servirá —la interrumpió enérgico su padre antes de que ella pudiera explicarle por qué no habían visto al rey—. No hará nada por vosotros.
A Aliena le dolió su tono contundente. Había hecho lo mejor que le había sido posible, dadas las circunstancias, y hubiera querido que su padre le dijera «Bien hecho» y no «Eso es una pérdida de tiempo». Siempre se había mostrado rápido en corregir y lento en alabar.
Debería de estar acostumbrada, se dijo.
—¿Qué debemos hacer ahora, padre? —preguntó sumisa.
Bartholomew intentó acomodarse mejor y se escuchó un tintineo. Aliena descubrió sobresaltada que estaba encadenado.
—Tuve oportunidad de ocultar algún dinero. La ocasión no era muy propicia pero hube de hacerlo. Llevaba cincuenta besantes en un cinturón debajo de la camisa. Di el cinturón a un sacerdote.
—¡Cincuenta! —exclamó Aliena sorprendida.
Un besante era una moneda de oro. No lo acuñaban en Inglaterra sino que llegaba de Bizancio. Jamás había visto más de una a la vez. Un besante valía veinticuatro peniques de plata, así que cincuenta valdrían… No podía imaginárselo.
—¿A qué sacerdote? —preguntó Richard, más práctico.
—Al padre Ralph, de la iglesia de St. Michael, cerca de la puerta norte.
—¿Es un hombre bueno? —preguntó Aliena.
—Espero que sí. En realidad no lo sé. El día que los Hamleigh me trajeron a Winchester, antes de encerrarme aquí, me encontré solo con el padre Ralph durante unos momentos y supe que sería mi única oportunidad. Le di el cinturón y le supliqué que lo guardara para vosotros. Cincuenta besantes tienen el valor de cinco libras de plata.
Cinco libras. Al hacerse una idea de aquella cantidad Aliena se dio cuenta de que aquel dinero podría transformar su existencia. No estarían en la miseria y no tendrían que vivir al día. Podrían comprar pan y un par de botas para sustituir esos zuecos que tanto daño le hacían e incluso un par de ponis baratos si tenían que viajar. No resolverían todos sus problemas, pero servirían para ahuyentar esa aterradora sensación de vivir constantemente al borde de una crisis de vida o muerte. No tendría que estar pensando continuamente en cómo podrían sobrevivir. Y de esa manera podría dedicar su atención a algo constructivo, como por ejemplo sacar a su padre de aquel lugar espantoso.
—¿Qué hemos de hacer cuando tengamos el dinero? Tenemos que lograr tu libertad —dijo.
—No voy a salir de aquí —dijo con aspereza—. Olvidaos de eso. Si no me estuviera muriendo me ahorcarían.
Aliena lanzó una exclamación entrecortada. ¿Cómo podía hablar así?
—¿De qué te asombras? —dijo su padre—. El rey tiene que librarse de mí, pero de esta manera no pesaré sobre su conciencia.
—Mientras el rey se encuentra fuera, este lugar no está bien vigilado, padre —dijo Richard—. Creo que con unos cuantos hombres podríamos sacarte.
Aliena sabía que tal cosa no ocurriría. Richard carecía de la habilidad o la experiencia para organizar una fuga y era demasiado joven para persuadir a hombres hechos y derechos para que le siguieran. Temía que su padre hiriera a Richard menospreciando su propósito.
—No se te ocurra ni pensarlo. Si irrumpís aquí me negaré a irme contigo —fue cuanto dijo.
Aliena sabía que era inútil discutir con él cuando había tomado una decisión. Pero le rompía el corazón el pensar que su padre hubiera de acabar sus días en aquella apestosa prisión. Sin embargo se le ocurrió que había infinidad de maneras para hacerle más confortable su estancia.
—Bueno, si vas a quedarte aquí, podemos limpiar este lugar y traer juncos frescos. También algunas velas, y pedir prestada una Biblia para que leas. Podemos encender un fuego…
—¡Ya basta! —dijo su padre—. No vais a hacer nada de eso. No permitiré que mis hijos echen a perder su vida rondando una prisión a la espera de que un viejo se muera.
A Aliena se le llenaron de nuevo los ojos de lágrimas.
—¡Pero no podemos dejarte así!
Su padre hizo caso omiso de sus palabras, lo que era su reacción habitual ante la gente que le contradecía.
—Vuestra querida madre tenía una hermana, vuestra tía Edith —dijo—. Vive en la aldea de Huntleigh, en el camino a Gloucester, con su marido que es caballero. Deberéis ir allí.
A Aliena se le ocurrió que aún podrían ver a su padre de vez en cuando, y que acaso permitiría que sus parientes políticos le procuraran una mayor comodidad. Intentó recordar a tía Edith y a tío Simón. No los había visto desde la muerte de su madre. Recordaba vagamente a una mujer delgada y nerviosa como su madre y a un hombre grande y campechano que comía y bebía una barbaridad.
—¿Cuidarán de nosotros? —preguntó dubitativa.
—Desde luego. Son familia.
Aliena se preguntaba si aquel sería motivo suficiente para que la modesta familia de un caballero acogiera con los brazos abiertos en su casa a dos jovenzuelos bien desarrollados y hambrientos. Pero su padre había dicho que todo iría bien y Aliena confiaba plenamente en él.
—¿Qué haremos? —preguntó.
—Richard será el escudero de su tío y aprenderá el arte de la caballería. Tú serás dama de honor de tía Edith hasta que te cases.
Mientras hablaban, Aliena tuvo la sensación de que había estado acarreando un pesado fardo durante millas y no se había dado cuenta de lo que le dolía la espalda hasta haber descargado el fardo. Ahora que su padre se había hecho cargo, le parecía que la responsabilidad durante los últimos días había sido demasiado dura de soportar. Y la autoridad y habilidad de su padre para dominar la situación, incluso estando en la cárcel enfermo, la reconfortaba y embotaba su pesar, porque hacía que no pareciese necesario preocuparse por la persona que tenía delante.
—Antes de que me dejéis quiero que los dos hagáis un juramento —dijo entonces Bartholomew en tono solemne.
Aliena se sobresaltó. Siempre les había aconsejado en contra de los juramentos. Pronunciar un juramento es poner tu alma en peligro, solía decir. Jamás pronunciéis un juramento a menos que prefiráis morir a quebrantarlo. Y se encontraba allí a causa de un juramento. Los demás barones habían faltado a su juramento, pero su padre se había negado a hacerlo. Preferiría morir a romper su juramento, y allí estaba muriéndose.
—Dame tu espada —añadió dirigiéndose a Richard.
El muchacho desenvainó la espada y se la entregó.
Su padre la cogió y, haciéndola girar, se la tendió por la empuñadura.
—Arrodíllate.
Richard se arrodilló delante de su padre.
—Pon tu mano sobre la empuñadura —le indicó Bartholomew. Hizo una pausa, al cabo de la cual su voz adquirió renovadas fuerzas—. Jura por Dios Todopoderoso y por Jesucristo y todos los santos que no descansarás hasta que seas conde de Shiring y señor de todas las tierras que yo gobernaba.
Aliena estaba sorprendida y en cierto modo deslumbrada. Esperaba que su padre les pidiera una promesa general, como la de decir siempre la verdad y tener temor de Dios. Pero no, estaba encomendando a Richard una tarea muy específica, una tarea que podría llevarle toda una vida.
Richard tomó aliento y habló con voz ligeramente temblorosa.
—Juro por Dios Todopoderoso, por Jesucristo y todos los santos que no descansaré hasta ser conde de Shiring y señor de todas las tierras que tú gobernaste.
El padre suspiró como si hubiera cumplido con un deber oneroso. Luego sorprendió de nuevo a Aliena. Volviéndose, alargó hacia ella la empuñadura.
—Jura por Dios Todopoderoso y por Jesucristo y todos los santos que cuidarás de tu hermano Richard hasta que haya cumplido su promesa.
Aliena se sintió abrumada por una sensación de condena. De manera que ese sería su sino. Richard vengaría a su padre y ella cuidaría de Richard. Para ella sería también una misión de venganza, ya que, si Richard llegara a ser conde, William Hamleigh perdería su herencia. Por su mente pasó la idea fugaz de que nadie le había preguntado a ella cómo quería que fuera su vida. Pero aquel pensamiento absurdo se esfumó al momento. Ese era su destino y era como debía ser. No es que se mostrara poco dispuesta, pero sabía que aquel era un momento decisivo y tenía la impresión de que detrás de ella se iban cerrando puertas y que se estaba fijando de manera irrevocable el sendero de su vida. Puso la mano sobre la empuñadura y prestó juramento. Ella misma se sorprendió por la fortaleza y resolución de su voz.
—Juro por Dios Todopoderoso, por Jesucristo y todos los santos que cuidaré de mi hermano Richard hasta que haya cumplido su promesa. —Se santiguó. He prestado juramento, se dijo, y moriré antes de quebrantar mi palabra. Aquella idea le dio una especie de furiosa satisfacción.
—Así sea —dijo su padre con una voz que parecía haberse debilitado de nuevo—. Y ahora, jamás deberéis volver a este lugar.
Aliena no podía creer lo que acababa de oír.
—El tío Simón puede traernos a verte de vez en cuando y podremos asegurarnos de que estás caliente y bien alim…
—No —dijo el padre con severidad—. Tenéis una tarea que cumplir. No debéis malgastar vuestras energías visitando una prisión.
Aliena volvió a sentir en su voz aquel tono que daba por terminada toda discusión, pero le fue imposible no protestar de nuevo ante la dureza de su decisión.
—Entonces déjanos volver aunque sólo sea una vez para traerte algunas cosas que te hagan sentir mejor.
—No necesito comodidades.
—Por favor.
—Nunca.
Aliena desistió. Siempre se había mostrado consigo mismo al menos tan duro como con los demás.
—De acuerdo —dijo con un sollozo.
—Y ahora más vale que os vayáis —dijo.
—¿Ya?
—Sí. Este es un lugar de desesperanza, corrupción y muerte. Ahora que os he visto, que sé que estáis bien y que tengo vuestra promesa de reconstruir lo que hemos perdido, estoy contento. Lo único que destruiría mi felicidad sería el veros malgastando el tiempo visitando una prisión. Ahora, marchaos.
—¡No, padre! —exclamó Aliena, aunque sabía que de nada serviría.
—Escuchad —dijo Bartholomew, y al fin su voz se hizo más tierna—. He vivido una vida honorable y ahora voy a morir. He confesado mis pecados y estoy preparado para la eternidad. Rezad por mi alma. Iros.
Aliena se inclinó y le besó en la frente. Sus lágrimas le cayeron en la cara.
—Adiós, querido padre —musitó. Luego se puso en pie.
Richard se inclinó y le besó a su vez.
—Adiós, padre —dijo con voz insegura.
—Que Dios os bendiga a los dos y os ayude a cumplir vuestros juramentos —musitó Bartholomew.
Richard le dejó la vela. Se encaminaron a la puerta. En el umbral Aliena se volvió a mirarle a la luz de la oscilante llama. Su consumido rostro tenía una expresión de tranquila decisión que le era muy familiar. Le estuvo mirando hasta que las lágrimas le enturbiaron la visión. Luego, volviéndose, atravesó el vestíbulo de la prisión y salió vacilante al aire libre.
Richard abrió la marcha. Aliena estaba embotada por la pena. Era como si su padre ya hubiera muerto, pero aún peor porque seguía sufriendo. Oyó a Richard preguntar direcciones pero no puso atención. No pensó siquiera a dónde iban hasta que él se detuvo delante de una pequeña iglesia de madera con una casucha colgadiza junto a ella. Al mirar en derredor Aliena se dio cuenta de que se encontraban en un barrio pobre, con pequeñas casas destartaladas y calles sucias por las que perros fieros perseguían a las ratas entre las basuras y niños descalzos jugaban por el barro.
—Esa debe ser la iglesia de St. Michel —dijo Richard.
El colgadizo al lado de la iglesia debía ser la casa del sacerdote.
Tenía una ventana con contraventanas. La puerta estaba abierta. Entraron.
Había un fuego encendido en el centro de la única habitación. El mobiliario consistía en una mesa tosca, varios taburetes y un barril de cerveza en un rincón. El suelo estaba cubierto de juncos. Cerca del fuego se encontraba un hombre sentado en una silla bebiendo de una gran taza. Vestía una indumentaria corriente, una camisola sucia con una sotana parda. Y zuecos.
—¿Padre Ralph? —preguntó Richard dubitativo.
—¿Y qué si lo soy? —contestó el hombre.
Aliena suspiró. ¿Por qué la gente habría de crear dificultades cuando ya había tantas en el mundo? Pero ya no le quedaban energías para afrontar los malhumores, de manera que dejó que Richard se las entendiera.
—¿Eso quiere decir que sí? —dijo Richard.
—¡Ralph! ¿Estás ahí? —llamó una voz desde el exterior. Un momento después entró una mujer de mediana edad y dio al sacerdote un trozo de pan y un gran cazo de algo que olía a estofado de carne. Por una vez el olor de carne no le hizo la boca agua a Aliena. Estaba demasiado embotada para sentir siquiera hambre. La mujer era probablemente una de las feligresas de Ralph, porque sus ropas eran de la misma mala calidad que las de él. Le cogió la comida sin decir palabra y empezó a comer. La mujer miró con curiosidad a Aliena y Richard, y luego se fue.
—Bueno, padre Ralph, soy el hijo de Bartholomew, el antiguo conde de Shiring —dijo Richard.
El hombre dejó de comer y les miró. Su gesto era hostil y había algo más que Aliena no podía descifrar. ¿Miedo? ¿Culpa? Volvió su atención a la comida.
—¿Qué queréis de mí? —farfulló sin embargo.
Aliena sintió que le asaltaba el temor.
—Sabéis muy bien lo que quiero —repuso Richard—. Mi dinero. Cincuenta besantes.
—No sé de qué me hablas —dijo Ralph.
Aliena se le quedó mirando incrédula. Era imposible que les estuviera sucediendo aquello. Su padre había entregado a aquel sacerdote dinero para ellos. ¡Lo había hecho! Su padre no cometía errores con esas cosas.
Richard se había puesto pálido.
—¿Qué queréis decir? —preguntó.
—Quiero decir que no sé de qué me hablas. ¡Y ahora vete al cuerno! —Tomó otra cucharada de estofado.
Naturalmente el hombre mentía, pero ¿qué podían hacer? Richard insistió porfiado.
—Mi padre os dejó dinero… cincuenta besantes. Os dijo que me lo dierais. ¿Dónde está?
—Tu padre no me dio nada.
—Él dijo que os lo había dado.
—Entonces miente.
Eso era algo que, con toda seguridad, su padre jamás hubiera hecho. Aliena tomó por primera vez la palabra.
—Sois un embustero y nosotros lo sabemos.
Ralph se encogió de hombros.
—Id a presentar vuestra queja al sheriff.
—Si lo hacemos os encontrareis con problemas. En esta ciudad les cortan las manos a los ladrones.
Un atisbo de temor ensombreció brevemente el rostro del sacerdote, pero se desvaneció rápidamente y su respuesta fue desafiante.
—Será mi palabra contra la de un traidor encarcelado, si vuestro padre vive lo bastante para prestar declaración.
Aliena comprendió que estaba en lo cierto. No había testigo que pudiera afirmar que su padre le había dado el dinero, porque lógicamente aquello tenía que permanecer en secreto. Era un dinero que no podía serle arrebatado por el rey, por Percy Hamleigh o por cualquiera de los otros cuervos carroñeros que revoloteaban alrededor de las posesiones de un hombre arruinado. Aliena comprendió con amargura que las cosas seguían siendo como en el bosque. La gente podía robarles con toda impunidad porque eran los hijos de un noble caído en desgracia. ¿Por qué me atemorizan esos hombres?, se preguntó furiosa. ¿Por qué yo no les atemorizo a ellos?
—Tiene razón ¿verdad? —dijo Richard en voz baja, mirándola.
—Sí —dijo Aliena con tono virulento—. Es inútil que vayamos a denunciarlo al sheriff.
Estaba pensando en la única vez que los hombres habían tenido miedo de ella. En el bosque cuando apuñaló a aquel proscrito gordo y el otro había salido corriendo muerto de miedo. Aquel sacerdote no era mejor que el proscrito, pero era viejo y débil y seguramente pensó que nunca se vería cara a cara con sus víctimas. Tal vez pudiera asustarle.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Richard.
Aliena cedió a un repentino y furioso impulso.
—Quemar su casa.
Colocándose en el centro de la habitación, dio un puntapié al fuego con sus zuecos de madera, desbaratando los troncos ardiendo.
Los juncos que había alrededor de la chimenea se prendieron de inmediato.
—¡Eh! —chilló Ralph.
Se levantó a medias de su asiento, dejando caer el pan y volcándose encima el estofado, pero antes de que pudiera ponerse completamente en pie Aliena se lanzó contra él. Había perdido el control y actuaba sin reflexionar. Le empujó y el hombre se escurrió de la silla y cayó al suelo. Aliena estaba asombrada de lo fácil que era derribarle. Cayó sobre él, presionando con las rodillas sobre su pecho, impidiéndole respirar. Enloquecida por la furia acercó su cara a la de él.
—¡Voy a hacer que ardas hasta morir! ¡Eres un pagano descreído, embustero y ladrón!
Ralph volvió la mirada a un lado y pareció todavía más aterrado.
Aliena vio que Richard había desenvainado su espada y se disponía a descargarla. La sucia cara del sacerdote se puso lívida.
—Eres un demonio… —musitó.
—Eres tú quien roba su dinero a unos pobres niños. —Por el rabillo del ojo vio un palitroque, uno de cuyos extremos ardía con fuerza. Lo cogió y se lo acercó a la cara.
—Y ahora voy a quemarte los ojos, uno a uno. Primero el izquierdo…
—No, por favor —suplicó Ralph—. No me hagáis daño, por favor.
Aliena quedó perpleja ante lo rápidamente que se vino abajo.
Entonces se dio cuenta de que los juncos estaban todos ardiendo a su alrededor.
—Entonces dime dónde está el dinero —dijo con una voz que de repente sonó normal.
El sacerdote seguía aterrado.
—En la iglesia.
—Exactamente ¿dónde?
—Debajo de la piedra que hay detrás del altar.
Aliena miró a Richard.
—Vigílale mientras voy a ver —le dijo—. Si se mueve, mátale.
—La casa va a arder por los cuatro costados, Alie —dijo Richard.
Aliena se acercó al rincón donde estaba el barril de cerveza y levantó la tapa. Estaba por la mitad. Lo cogió por el borde y lo inclinó. La cerveza se derramó por todo el suelo, empapando los juncos y sofocando las llamas.
Aliena salió de la casa. Sabía que, en realidad, había estado a punto de cegar al sacerdote, pero en lugar de sentirse avergonzada estaba deslumbrada por la sensación de su propio poder. Estaba resuelta a no dejar que la gente hiciera de ella una víctima y se había demostrado a sí misma que podía mantenerse firme en su resolución.
Se dirigió a la iglesia e intentó abrir la puerta. Estaba asegurada con una pequeña cerradura. Podía haber regresado a la casa para que el sacerdote le diera la llave, pero sencillamente se sacó la daga de la manga, insertó la hoja en la ranura de la puerta y rompió la cerradura. La puerta se abrió y Aliena entró decidida.
Era una de esas iglesias de lo más pobre. No había nada salvo el altar, y tampoco tenía más decoración que unas toscas pinturas en las paredes de madera con lechada de cal. En un rincón oscilaba la llama de una única vela debajo de una pequeña efigie de madera que era de presumir representara a St. Michael. El éxito de Aliena quedó empañado por un instante al darse cuenta de que cinco libras eran una tentación terrible para un hombre tan pobre como el padre Ralph. Pero en seguida apartó aquella idea de su cabeza.
El suelo era de tierra pero había una sola losa ancha de piedra detrás del altar. Era un escondrijo realmente estúpido, pero indudablemente a nadie se le ocurriría molestarse en robar en una iglesia tan pobre. Aliena hincó una rodilla y empujó la losa. Era muy pesada y no se movió un ápice. Empezó a sentirse inquieta. No podía confiar en que Richard mantuviera quieto a Ralph por tiempo indefinido. El sacerdote podía escaparse y pedir ayuda, y entonces Aliena tendría que probar que el dinero era suyo. En realidad, aquella sería la menor de sus preocupaciones después de haber atacado a un sacerdote y penetrado a la fuerza en una iglesia. Sintió un escalofrío al comprender que ahora ya se encontraba fuera de la ley.
Ese escalofrío de temor le dio una mayor fuerza. Con un poderoso impulso movió la piedra una o dos pulgadas. Cubría un agujero de un pie más o menos de profundidad. Logró retirar la piedra un poco más. Dentro del agujero había un ancho cinturón de cuero. Aliena metió la mano y lo sacó.
—¡Ya está! —dijo en voz alta—. Lo he conseguido.
Sentía una gran satisfacción por haber derrotado a aquel sacerdote deshonesto y recuperado el dinero de su padre. Pero luego, al ponerse en pie, se dio cuenta de que su victoria era limitada. El peso del cinturón era sospechosamente ligero. Abrió el extremo y dejó caer las monedas. Había tan sólo diez. Y diez besantes tenían el valor de una libra de plata.
¿Qué había pasado con el resto? Era evidente que el padre Ralph se lo había gastado. Aliena se enfureció de nuevo. El dinero de su padre era cuanto tenía en el mundo y un sacerdote ladrón le había robado las cuatro quintas partes. Salió de la iglesia agitando el cinturón. Ya en la calle un transeúnte la miró sobresaltado al encontrarse con sus ojos, como si hubiera algo extraño en su expresión. Aliena no se dio cuenta y entró en la casa del sacerdote.
Richard estaba en pie junto al padre Ralph, con la punta de su espada en la garganta del sacerdote.
—¿Dónde está el resto del dinero de mi padre? —chilló desde la puerta.
—Desaparecido —musitó el sacerdote.
Aliena se arrodilló junto a su cabeza acercándole su daga a la cara.
—¿Desaparecido, dónde?
—Me lo gasté —confesó con voz sorda por el miedo.
Aliena sentía deseos de apuñalarle, golpearle o arrojarlo al río, pero nada de aquello hubiera servido. Estaba diciendo la verdad.
Miró el barril volcado. Un bebedor podía consumir muchísima cerveza. Se sentía a punto de estallar de frustración.
—Te cortaría una oreja si pudiera venderla por un penique —le dijo sibilante. Él parecía creer que, de todas maneras, iba a cortársela.
—Se ha gastado el dinero. Llevémonos lo que queda y vámonos —dijo Richard inquieto.
Aliena admitió reacia que tenía razón. Su ira empezaba a desvanecerse dejándole un poso de amargura. Nada ganarían atemorizando por más tiempo al sacerdote, y cuanto más tiempo siguieran allí, más posibilidades habría que llegara alguien y les creara problemas. Se puso en pie.
—Muy bien —dijo.
Metió de nuevo las monedas de oro en el cinturón y se lo ciñó a la cintura debajo de la capa.
—Es posible que un día vuelva y te mate —espetó al sacerdote, apuntándole con un dedo.
Luego salió.
Avanzó con paso rápido por la angosta calle. Richard corrió presuroso tras ella.
—¡Has estado maravillosa, Alie! —exclamó excitado— ¡Le metiste el miedo en el cuerpo y te has llevado el dinero!
Aliena asintió.
—Así es —dijo con aspereza. Aún seguía tensa pero, desvanecida ya su ira, su única sensación era la de vacío e infelicidad.
—¿Qué compraremos? —preguntó Richard ansioso.
—Sólo algo de comida para el viaje.
—¿No deberíamos comprar caballos?
—Con una libra, ni soñarlo.
—De todas maneras, podemos comprarte unas botas.
Aliena reflexionó sobre aquel punto. Los zuecos eran para ella una verdadera tortura, pero el suelo estaba demasiado frío para andar descalza. Sin embargo, las botas eran caras y se sentía reacia a gastar el dinero con tanta rapidez.
—No —dijo decidida—. Aún podré aguantar algunos días sin botas. Por ahora guardaremos el dinero.
Richard quedó decepcionado, pero no discutió la autoridad de su hermana.
—¿Qué compraremos para comer?
—Pan bazo, queso curado y vino.
—¿Por qué no alguna empanada?
—Cuestan demasiado.
—¡Ah! —Permaneció callado por un momento y luego dijo—: Estás terriblemente gruñona, Alie.
—Lo sé —dijo Aliena con un suspiro. ¿Por qué me siento así?, se dijo. Debería estar orgullosa. He conseguido que lleguemos hasta aquí desde el castillo. He defendido a mi hermano. He encontrado a mi padre. Tengo nuestro dinero.
Sí, y he clavado un cuchillo en el vientre de un hombre gordo, y he hecho que mi hermano le rematara, y he acercado una tea ardiendo a la cara de un sacerdote, y estaba dispuesta a dejarle ciego.
—¿Es a causa de nuestro padre? —preguntó Richard comprensivo.
—No, no lo es —replicó Aliena—. Es a causa de mí misma.
Aliena lamentó no haber comprado las botas.
En la carretera a Gloucester llevó los zuecos hasta que le sangraron los pies, luego anduvo descalza hasta que no pudo soportar por más tiempo el frío, y volvió a calzarse los zuecos. Descubrió que no mirarse los pies le servía de ayuda. Le dolían más cuando se veía las heridas y la sangre.
En la tierra de las colinas había muchos minifundios pobres donde los campesinos cultivaban un acre más o menos de avena o centeno y criaban algunos animales entecos. Aliena se detuvo en los aledaños de una aldea, cuando pensó que debían estar cerca de Huntleigh, para preguntar a un campesino que estaba esquilando una oveja en un patio vallado contiguo a una granja baja construida con zarzo y barro. Tenía la cabeza de la oveja sujeta con una cosa de madera semejante a un cepo y la estaba quitando la lana con un cuchillo de hoja larga. Otras dos ovejas esperaban inquietas por allí, y una tercera ya estaba esquilada, pastaba en el campo y parecía desnuda bajo el aire helado.
—Es pronto para esquilar —dijo Aliena.
El campesino la miró y sonrió divertido. Era un hombre joven, pelirrojo y con pecas, y las mangas arremangadas mostraban unos brazos velludos.
—Pero necesito el dinero. Más vale que la oveja tenga frío que yo hambre.
—¿Cuánto te pagan por la lana?
—A penique el vellón. Pero he de ir a Gloucester a venderla, así que pierdo un día en el campo, precisamente cuando es primavera y hay tanto que hacer. —Estaba bastante alegre a pesar de sus quejas.
—¿Qué aldea es esta? —le preguntó Aliena.
—Los forasteros la llaman Huntleigh —le dijo. Los campesinos nunca llamaban a la aldea por su nombre, era sencillamente «la aldea»—. ¿Quiénes sois vosotros? —preguntó francamente curioso—. ¿Qué os trae por aquí?
—Somos los sobrinos de Simón de Huntleigh —dijo Aliena.
—¿De veras? Bueno, lo encontrareis en la casa grande. Retroceded por este camino unas yardas y luego coged por el sendero a través de los campos.
—Gracias.
La aldea se asentaba en el centro de sus campos arados como un cerdo en un lodazal. Había unas veinte viviendas pequeñas arracimadas alrededor de la casa solariega que no era mucho mayor que la morada de un campesino próspero. Al parecer, la tía Edith y el tío Simón no eran muy ricos. Delante de la casa se encontraba un grupo de hombres con dos caballos. Uno de ellos parecía ser el señor.
Llevaba una casaca escarlata. Aliena le miró con mayor detenimiento. Hacía doce o trece años que no veía a su tío Simón, pero le pareció que era él. Lo recordaba como un hombre grande y ahora parecía más pequeño, pero ello se debería sin duda a que Aliena había crecido. Estaba perdiendo pelo y tenía una papada que ella no recordaba. Entonces le oyó decir: Este animal está muy débil, y en seguida reconoció su voz áspera, ligeramente velada.
Empezó a tranquilizarse. En adelante les alimentarían, les vestirían, les cuidarían y protegerían. Ya no más pan bazo y queso curado, ni dormir en los graneros. Ya no volverían a recorrer los caminos con la mano en la daga. Tendría una cama blanda, un traje nuevo y cenaría carne de vaca. Tío Simón se encontró con su mirada.
—Mirad esto —dijo a sus hombres—. Una hermosa muchacha y un joven soldado han venido a visitarnos. —Luego algo más le llamó la atención, y Aliena supo que se había dado cuenta de que no le eran totalmente extraños—. Os conozco, ¿verdad? —dijo.
—Así es, tío Simón. Nos conoces —dijo Aliena.
Se sobresaltó como si algo le hubiera asustado.
—¡Por todos los santos! Esa voz es la de un fantasma.
Aliena no entendió aquello pero luego él se lo explicó. Se acercó a ella y la escudriñó como si estuviera a punto de examinar los dientes a un caballo.
—Tu madre tenía la misma voz —le dijo—, como miel derramándose de una jarra. Y por Dios que también eres tan bella como ella. —Alargó la mano para tocarle la cara y Aliena se puso rápidamente fuera de su alcance—. Pero, como puedo ver, eres tan estirada como tu condenado padre. Supongo que es él quien os ha enviado aquí, ¿no?
Aliena se encrespó. No le gustaba que se refiriera a su padre como «tu condenado padre». Pero si replicaba, él lo consideraría como una nueva prueba de arrogancia. De manera que se mordió la lengua y contestó sumisa:
—Sí, dijo que tía Edith cuidaría de nosotros.
—Bueno, pues estaba equivocado —dijo tío Simón—. Tía Edith está muerta. Y lo que es más, desde que vuestro padre cayó en desgracia he perdido la mitad de mis tierras con las que se ha quedado ese gordo patán de Percy Hamleigh. Aquí los tiempos son duros. Así que ya podéis dar media vuelta y volveros a Winchester. No podéis quedaros conmigo.
Aliena se sentía acongojada. Parecía muy duro.
—¡Pero somos de tu familia! —exclamó.
Tuvo la decencia de mostrarse algo avergonzado, pese a lo cual su respuesta fue áspera.
—No sois familia mía. Eres la sobrina de mi primera mujer. Pero en vida, Edith nunca vio a su hermana por culpa de ese pomposo asno con el que se casó tu madre.
—Trabajaremos —le suplicó Aliena—. Los dos estamos dispuestos a…
—No gastes saliva —le dijo—. No os quiero aquí.
Aliena estaba escandalizada. No admitía discusiones. Estaba claro que de nada serviría discutir con él o suplicarle. Pero eran tantas las decepciones y reveses que había sufrido de ese tipo que sintió más amargura que tristeza. Hacía una semana que una cosa semejante la hubiera hecho llorar. En aquellos momentos sólo tenía ganas de escupirle.
—Recordaré esto cuando Richard sea el conde de nuevo y recuperemos el castillo.
Su tío se echó a reír.
—¿Crees que viviré tanto tiempo?
Aliena decidió no quedarse allí por un momento más, para que la siguiera humillando.
—Vámonos —dijo a Richard—. Ya nos las arreglaremos solos.
Tío Simón había dado ya media vuelta y se ocupaba del caballo. Los hombres que le acompañaban parecían algo incómodos. Aliena y Richard se alejaron.
Una vez que se encontraron fuera del alcance de sus voces, Richard dijo con tono lastimero:
—¿Qué vamos a hacer ahora, Alie?
—Vamos a demostrar a esas gentes inhumanas que somos mejores que ellos —dijo con tono inexorable. Pero no se sentía valiente, tan sólo llena de odio hacia el tío Simón, el padre Ralph, Odo Jailer, los proscritos, el guardabosque y, sobre todo y ante todo, hacia William Hamleigh.
—Menos mal que tenemos algún dinero —dijo Richard.
En efecto. Pero el dinero no duraría siempre.
—No podemos gastarlo —dijo Aliena mientras caminaban por el sendero que conducía al camino principal—. Si nos lo gastamos todo en comida o cosas así, cuando se haya terminado estaremos de nuevo en la miseria. Tenemos que hacer algo con él.
—No veo por qué. Creo que deberíamos comprar un pony.
Aliena se le quedó mirando. ¿Estaba bromeando? Desde luego, no sonreía. Lo único que pasaba era que no comprendía.
—No tenemos posición, título ni tierras —le razonó con paciencia—. El rey no va a ayudarnos. No nos contratarán como braceros… ya lo intentamos en Winchester y nadie quiso admitirnos. Pero hemos de ganarnos la vida como sea y convertirte en un caballero.
—¡Ah! Comprendo —dijo Richard.
Aliena se daba cuenta de que en realidad no comprendía.
—Necesitamos tener alguna ocupación con la que alimentarnos y que nos dé al menos una oportunidad de obtener el dinero suficiente para comprarte un buen caballo.
—¿Quieres decir que deberé convertirme en aprendiz de artesano?
Aliena sacudió negativamente la cabeza.
—Tienes que convertirte en caballero, no en carpintero. ¿Alguna vez hemos conocido a alguien que lleve una vida independiente sin tener alguna habilidad?
—Sí —dijo de repente Richard—. A Meg, en Winchester.
Tenía razón, era comerciante en lana, aunque nunca hubiera sido aprendiza.
—Pero Meg tiene un puesto en el mercado.
Pasaban cerca del campesino pelirrojo que les había indicado las direcciones. Sus cuatro ovejas ya esquiladas pastaban por el campo y él se encontraba haciendo fardos con los vellones, atándolos con cuerdas hechas con juncos. Levantó la cabeza de su trabajo y les saludó con la mano. Eran las gentes como él las que llevaban su lana a las ciudades y se la vendían a los mercaderes. Pero el mercader había de tener un lugar donde desarrollar su negocio…
O tal vez no.
Aliena empezó a concebir una idea.
De repente dio media vuelta.
—¿A dónde vas? —le preguntó Richard.
Pero Aliena estaba demasiado excitada para contestarle.
—¿Cuánto dijiste que te daban por la lana? —preguntó al campesino apoyándose en la valla.
—Un penique por vellón —contestó él.
—Pero tienes que perder todo un día yendo y viniendo de Gloucester.
—Eso es lo malo.
—Imagínate que te compro la lana. Eso te ahorraría el viaje.
—¡Pero nosotros no necesitamos lana, Alie! —exclamó Richard.
—¡Cálmate, Richard! —No quería explicarle en ese momento su idea. Estaba impaciente por ponerla a prueba con el campesino.
—Sería muy de agradecer —dijo el campesino. Pero parecía dubitativo, como si sospechara alguna artimaña.
—Sin embargo, no puedo ofrecerte un penique por vellón.
—¡Ajá! Ya me supuse que habría algún pero.
—Puedo darte dos peniques por cuatro vellones.
—¡Pero si valen un penique cada uno! —protestó vivamente el campesino.
—En Gloucester. Esto es Huntleigh.
El hombre sacudió la cabeza.
—Prefiero recibir cuatro peniques y perder un día en el campo que tener dos peniques y ganar un día.
—Supón que te ofrezco tres peniques por cuatro vellones.
—Pierdo un penique.
—Y te ahorras un día de viaje.
El hombre parecía desconcertado.
—Hasta ahora nunca había oído nada semejante.
—Es como si yo fuera un carretero y tú me pagaras un penique por llevarte la lana al mercado. —A Aliena su lentitud le parecía exasperante—. La cuestión es si un día extra en los campos compensa o no el pago de un penique.
—Depende de lo que haga durante el día —dijo pensativo.
—¿Qué vamos a hacer nosotros con cuatro vellones, Alie? —preguntó Richard.
—Vendérselos a Meg —repuso ella impaciente—. Por un penique cada uno. De esa manera nos ganamos un penique.
—¡Pero tendremos que hacer todo el camino hasta Winchester por un penique!
—No, tonto. Compramos lana a cincuenta campesinos y nos la llevamos toda a Winchester. ¿No lo comprendes? Podemos ganar cincuenta peniques. Así comeremos y ahorraremos dinero para un buen caballo para ti.
Se volvió hacia el campesino. Había desaparecido su alegre sonrisa y se rascaba su pelirroja cabeza. Aliena sentía haberle desconcertado, pero quería que aceptara su oferta. Si lo hacía sabría que le sería posible cumplir el juramento que hiciera a su padre. Pero los campesinos eran testarudos. Sentía ganas de cogerle por el cuello y sacudirle. En su lugar metió la mano dentro de su capa y hurgó en su bolsa.
Habían cambiado los besantes de oro por peniques de plata en la casa del orfebre, en Winchester. Sacó tres peniques y se los enseñó al campesino.
—¿Los ves? —dijo—. Ahora la decisión es tuya. Cógelos o déjalos.
Aquellas monedas de plata ayudaron al campesino a decidirse.
—Hecho —dijo, y cogió el dinero.
Aquella noche utilizó un fardo de vellones a modo de almohada.
El olor a oveja le recordó la casa de Meg.
Al despertarse aquella mañana descubrió que no estaba encinta; parecía que las cosas iban arreglándose.
Cuatro semanas después de Pascua, Aliena y Richard entraron en Winchester con un viejo caballo tirando de un carro de construcción casera en la que llevaban un gran saco que contenía doscientos cuarenta vellones, el número exacto que constituía un saco estándar de lana.
Y fue entonces cuando descubrieron los impuestos.
Anteriormente siempre habían entrado en la ciudad sin atraer la atención, pero en esa ocasión aprendieron por qué las puertas de la ciudad eran estrechas y estaban vigiladas constantemente por funcionarios de Aduanas. Había que pagar un portazgo de un penique por cada carro cargado de mercancías que entraba en Winchester. Afortunadamente aún les quedaban algunos peniques y pudieron pagar, de lo contrario no les hubieran permitido la entrada.
La mayoría de los vellones les habían costado entre medio y tres cuartos de penique cada uno; habían pagado seis chelines por el viejo caballo y el destartalado carro se lo habían dado por añadidura. Casi todo el resto del dinero se lo habían gastado en comida. Pero esa noche tendrían una libra de plata y un caballo con el carro.
El plan de Aliena era volver a salir y comprar otro saco de vellones, repitiendo la operación una y otra vez hasta que todas las ovejas hubieran sido esquiladas. Para finales de verano quería tener el dinero necesario para comprar un caballo fuerte y un nuevo carro.
Se sentía excitada mientras conducía al viejo rocín por las calles en dirección a casa de Meg. Para cuando terminara el día, habría demostrado que era capaz de cuidar de su hermano y de sí misma sin ayuda de nadie. Le hacía sentirse muy madura e independiente, dueña de su propio destino. No había recibido nada del rey, no necesitaba parientes ni malditas ganas de tener un marido.
Estaba ansiosa por ver a Meg, que había sido su inspiración. Meg era por sí misma inspiración. Meg era una de las pocas personas que habían ayudado a Aliena sin tratar de robarle, violarla o explotarla. Aliena tenía un montón de preguntas para hacerle sobre los negocios en general y el comercio de la lana en particular.
Era día de mercado de manera que necesitó algún tiempo para conducir su carro hasta la calle de Meg a través de la atestada ciudad.
Por fin llegaron a su casa. Aliena entró en el vestíbulo; allí se encontraba en pie una mujer a la que nunca había visto antes.
—¡Ah! —exclamó Aliena deteniéndose en seco.
—¿Qué pasa? —preguntó la mujer.
—Soy amiga de Meg.
—Ya no vive aquí —dijo la mujer con tono tajante.
—¡Caramba! —Aliena pensó que no era necesario que se mostrara tan brusca— ¿A dónde se ha trasladado?
—Se ha ido con su marido que abandonó la ciudad desacreditado —dijo la mujer.
Aliena se sintió decepcionada y asustada. Había contado con Meg para que le facilitara la venta de la lana.
—¡Es una noticia terrible!
—Era un comerciante deshonesto y si yo fuera tú, no iría por ahí alardeando de ser amiga de ella. Y ahora vete.
A Aliena le escandalizó el hecho de que alguien pudiera hablar mal de Meg.
—No me importa lo que su marido pueda haber hecho. Meg era una gran mujer y muy superior a los ladrones y rameras que habitan en esta apestosa ciudad —dijo, saliendo de inmediato de la casa antes de que la mujer pudiera pensar siquiera en una réplica.
Su victoria verbal le produjo tan sólo un consuelo momentáneo.
—Malas noticias —dijo a Richard—. Meg se ha ido de la ciudad.
—¿Es un mercader en lanas la persona que ahora vive ahí? —le preguntó su hermano.
—No se lo pregunté. Estaba demasiado ocupada echándole un rapapolvo —en aquellos momentos se sentía como una estúpida.
—¿Qué vamos a hacer, Alie?
—Tenemos que vender esos vellones —dijo con ansiedad—. Más vale que nos vayamos a la plaza del mercado.
Hicieron retroceder al caballo volviendo por donde habían llegado hasta la Calle principal, luego fueron abriéndose paso entre la muchedumbre hasta el mercado que se encontraba entre la Calle principal y la catedral. Aliena conducía el caballo y Richard caminaba detrás del carro, empujándolo cuando el caballo necesitaba ayuda, que era durante casi todo el tiempo. La plaza del mercado era un hervidero de gente, caminando a duras penas por los angostos pasillos entre los puestos, retrasados constantemente en su avance por carros como los de Aliena. Esta se subió encima de su saco de lana y escudriñó en busca de mercaderes en lana. Sólo pudo distinguir uno. Se bajó y condujo el caballo en aquella dirección.
El hombre estaba haciendo buenos negocios. Tenía acordonado un gran espacio con un cobertizo detrás de él. El cobertizo estaba construido con zarzos, unos marcos ligeros de madera rellenados con un entramado de ramitas y cañas, y era evidente que se trataba de una estructura temporal instalada para los días de mercado. El mercader era un hombre atezado, con el brazo izquierdo terminado en un muñón a la altura del codo. En el muñón llevaba sujeto un peine de lana y siempre que se le ofrecía un vellón metía el brazo en la lana, cardaba una porción con el peine y lo palpaba con la mano derecha antes de dar un precio. Luego utilizaba el peine junto con su mano derecha para contar el número de peniques que había acordado pagar. Para compras grandes pesaba los peniques en una balanza.
Aliena fue abriéndose camino a duras penas entre la multitud y se acercó al hombre. En aquel momento un campesino estaba ofreciendo al mercader tres vellones más bien delgados atados con un cinturón de cuero.
—Algo escasos —dijo el mercader—. Tres cuartos de penique cada uno. —Contó dos peniques. Luego cogió una pequeña hacha y descargó un golpe rápido y experto, partiendo un tercer penique en cuatro partes. Entregó al campesino los dos peniques y uno de los cuartos—. Tres veces tres cuartos de penique hacen dos peniques y un cuarto.
El campesino quitó el cinturón a los vellones y se los entregó.
Los siguientes eran dos hombres jóvenes con un saco entero de lana, lleno hasta los bordes. El mercader lo examinó minuciosamente.
—Se trata de un saco entero, pero la calidad es inferior —les dijo—. Os daré una libra.
Aliena se preguntaba cómo podía estar seguro de que el saco estaba lleno. Tal vez lo había aprendido con la práctica. Le observó mientras pesaba una libra de peniques de plata.
Algunos monjes se acercaban con un gran carro lleno hasta arriba de sacos de lana. Aliena decidió hacer su venta antes que los monjes.
Hizo una señal a Richard y este descargó del carro su saco de lana y lo llevó hasta el mostrador.
El mercader examinó la lana.
—Mezcla de calidades —dijo—. Media libra.
—¿Qué? —exclamó Aliena incrédula.
—Ciento veinte peniques —dijo el hombre.
Aliena estaba horrorizada.
—¡Pero si acabas de pagar una libra por un saco!
—Depende de la calidad.
—¿Has pagado una libra por una calidad inferior?
—Media libra —repitió el hombre con terquedad.
Llegaron los monjes y abarrotaron el puesto, pero Aliena no estaba dispuesta a moverse. Su existencia estaba en juego y temía más a la miseria que al mercader.
—Dígame por qué —insistió—. No hay nada malo en la lana, ¿verdad?
—No.
—Entonces dame lo que pagaste a esos dos hombres.
—No.
—¿Por qué no? —dijo casi chillando.
—Porque nadie paga a una muchacha lo que pagaría a un hombre.
Aliena sintió deseos de estrangularle. Le estaba ofreciendo menos de lo que había pagado ella. De aceptar su precio todo el trabajo hubiera sido para nada. Peor todavía, su plan para proveer a la existencia de su hermano y la suya propia se habría desmoronado, y llegado a su fin el breve periodo de independencia y de valerse por sí sola. ¿Y por qué? ¡Porque aquel estúpido no quería pagar lo mismo a una joven que a un hombre!
El jefe de los monjes la estaba mirando. Le sacaba de quicio que la gente se la quedara mirando.
—¡Dejad de mirarme! —le gritó con brusquedad—, ¡Y acabad vuestro negocio con ese campesino descreído!
—Muy bien —dijo con suavidad el monje. Hizo una seña a sus acompañantes que arrastraron hasta allí un saco.
—Coge los diez chelines, Alie —dijo su hermano—. De lo contrario sólo tendremos un saco de lana.
Aliena miraba furiosa al mercader mientras este examinaba la lana de los monjes.
—Calidad mezclada —dijo. Aliena se preguntaba si aquel hombre diría alguna vez «lana de buena calidad»—. Una libra y doce peniques el saco.
¿Por qué habría tenido que irse Meg precisamente en ese momento?, reflexionaba Aliena con amargura. Todo habría ido bien si se hubiera quedado.
—¿Cuantos sacos tenéis? —preguntó el mercader.
—Diez —dijo un monje joven con hábitos de novicio.
—No, once —dijo el que los dirigía. El novicio pareció dispuesto a contradecirlo, pero permaneció callado.
—Eso hace once libras y media de plata más doce peniques.
El mercader empezó a pesar el dinero.
—No cederé —aseguró Aliena a Richard—. Llevaremos la lana a otro sitio… tal vez a Shiring, o a Gloucester.
—¡Tan lejos! ¿Y qué pasará si tampoco la vendemos allí?
Tenía razón. Era posible que en todas partes encontraran el mismo problema. La verdadera dificultad estribaba en que no tenían posición, apoyo ni protección. El mercader no se atrevería a insultar a los monjes, e incluso los campesinos pobres podían crearle problemas si los trataba de manera injusta. Pero el hombre que intentaba estafar a dos niños sin nadie en el mundo para ayudarles no corría peligro alguno.
Los monjes fueron arrastrando los sacos hasta el cobertizo del mercader. Cada vez que colocaban uno, el mercader entregaba a su jefe una libra de plata y doce peniques ya pesados. Una vez entregados todos los sacos aún quedaba sobre el mostrador una bolsa de plata.
—Ahí sólo hay diez sacos —dijo el mercader.
—Ya os dije que sólo había diez —recordó el novicio al monje principal.
—Este es el undécimo —dijo el monje principal, poniendo la mano sobre el saco de Aliena.
Aliena se le quedó mirando asombrada.
El mercader se mostró igualmente sorprendido.
—Le he ofrecido media libra —dijo.
—Se lo he comprado a ella —dijo el monje—. Y te lo vendo a ti. —Hizo una seña a los otros monjes, que arrastraron el saco de Aliena hasta el cobertizo.
El mercader parecía malhumorado, pero entregó la última libra y doce peniques. El monje le entregó el dinero a Aliena.
Aliena estaba pasmada. Todo había ido mal y, de repente, ese desconocido la había salvado… ¡y además después de haberse mostrado brusca con él!
—Gracias por su ayuda, padre —dijo Richard.
—Da gracias a Dios —le contestó el monje.
Aliena no sabía qué decir. Estaba emocionada. Apretó el dinero contra su pecho. ¿Cómo podía agradecérselo? Miró a su salvador. Era un hombre bajo, delgado y de mirada profunda. Sus movimientos eran rápidos y parecía siempre vigilante, como un pequeño pájaro de plumaje deslustrado pero de ojos brillantes. De hecho, tenía los ojos azules. La corona de pelo alrededor de su cabeza afeitada era negra y canosa, pero su rostro era joven. Aliena empezó a darse cuenta de que le resultaba vagamente familiar. ¿Dónde lo había visto antes?
Los pensamientos del monje seguían la misma línea.
—Vosotros no me conocéis pero yo a vosotros sí —les dijo—. Sois los hijos de Bartholomew, el anterior conde de Shiring. Sé que habéis sufrido grandes infortunios y me siento contento de tener ocasión de ayudaros. Siempre que queráis os compraré vuestra lana.
Aliena sentía deseos de besarle. No sólo la había salvado hoy, sino que estaba dispuesto a garantizarles su futuro. Al fin recuperó el habla.
—No sé cómo daros las gracias —dijo—. Bien sabe Dios que necesitamos un protector.
—Bueno. Ahora tenéis dos, Dios y yo —le dijo.
Aliena se sentía profundamente conmovida.
—Habéis salvado mi vida y ni siquiera sé quién sois —dijo.
—Me llamo Philip —dijo él—. Soy el prior de Kingsbridge.