Capítulo Cinco

1

Desde que Ellen se fue, los domingos transcurrían muy tranquilos en la casa de invitados. Alfred jugaba a pelota con los muchachos de la aldea en la pradera del otro lado del río. Martha, que echaba de menos a Jack, se distraía recogiendo verduras y haciendo potaje o vistiendo a una muñeca. Tom trabajaba en su proyecto de catedral. En una o dos ocasiones había insinuado a Philip que debería pensar qué tipo de iglesia quería construir, pero este no se había dado cuenta o había preferido ignorar la insinuación. Tenía un montón de cosas en la cabeza. Pero Tom apenas pensaba en otra cosa, especialmente los domingos.

Le gustaba sentarse en la casa de invitados, justo al lado de la puerta, y contemplar a través del césped la catedral en ruinas. A veces hacía diseños sobre una plancha de pizarra, pero la mayor parte del trabajo bullía en su cabeza. Sabía que para la mayoría de la gente resultaba difícil visualizar objetos sólidos y espacios complejos, pero a él siempre le había sido fácil.

Y un domingo, unos dos meses después de la partida de Ellen, se sintió preparado para empezar a dibujar.

Hizo una alfombrilla de juncos tejidos y ramitas flexibles de unos tres pies por dos, y luego unos limpios laterales de madera para que la alfombrilla tuviera los bordes levantados como una bandeja. A renglón seguido quemó algo de tiza a modo de cal, lo mezcló con una pequeña cantidad de fuerte argamasa, y llenó la bandeja con la mezcla. Al empezar a endurecerse, trazó líneas sobre ella con una aguja. Para las líneas rectas utilizó la regla, el cartabón para los ángulos rectos y los compases para las curvas. Haría tres dibujos. Una sección para explicar cómo estaba construida la iglesia, un alzado para ilustrar sus hermosas proporciones y un plano de planta para señalar el emplazamiento. Empezó con la sección.

Era muy sencilla. Dibujó una arcada alta, con la parte superior plana. Esa era la nave vista desde el fondo. Había de tener un techo de madera plano como el de la vieja iglesia. Tom hubiera preferido sobre todo construir una bóveda curvada de piedra, pero sabía que Philip no podía permitírselo. Sobre la nave dibujó un tejado triangular. La anchura de la construcción estaba determinada por la del tejado, que a su vez estaba limitado por la manera en que pudiera disponerse. Resultaba difícil encontrar vigas más largas de treinta y cinco pies, y además, eran extraordinariamente costosas. Tan valiosa era la madera buena que con frecuencia el propietario de un buen árbol lo talaba y vendía incluso antes de que alcanzara esa altura. La nave de la catedral de Tom tendría probablemente treinta y dos pies de anchura o el doble de la longitud de su pole[3] de hierro.

La nave que había dibujado era alta, de una altura increíble. Pero una catedral había de ser una construcción dramática, deslumbrante por su tamaño, obligando a mirar al cielo por su altura. Si la gente acudía a las catedrales se debía en parte a que eran los edificios más grandes del mundo. Un hombre que jamás hubiese ido a una catedral pasaría por la vida sin haber visto un edificio mucho mayor que la cabaña en la que vivía.

Por desgracia el edificio dibujado por Tom se derrumbaría. El peso de la chapa y la madera del tejado resultaría excesivo para los muros, que se combarían derrumbándose. Tenían que ser apuntalados.

A tal fin, Tom dibujó dos arcadas con la parte superior curvada, a media altura de la nave, una a cada lado. Eran las naves laterales. Tendrían techos curvados en piedra. Como las naves laterales eran más bajas y estrechas, no sería tan grande el gasto de bóvedas en piedra. Cada una de las naves laterales tendría un tejado colgadizo en declive.

Las naves laterales, unidas a la central por sus bóvedas de piedra, aportaban un cierto apoyo, pero no alcanzaban la altura suficiente. Tom construiría, a intervalos, soportes adicionales en el espacio del tejado de las naves laterales, encima del techo abovedado y debajo del tejado colgadizo. Dibujó uno de ellos, un arco de piedra elevándose desde la parte superior del muro de la nave lateral y cruzando hasta el muro de la nave central. En el punto en que el soporte descansaba sobre el muro de la nave lateral, Tom lo reforzó con un macizo contrafuerte sobresaliendo del lateral de la iglesia. Puso una torrecilla encima del contrafuerte para añadirle peso y darle un aspecto más atractivo.

No se podía tener una iglesia asombrosamente alta sin los elementos que consolidaran las naves laterales, soportes y refuerzos. Pero tal vez resultara difícil explicárselo a un monje, por lo que Tom había dibujado el diseño para ayudar a aclararlo.

Dibujó también los cimientos, profundizando en el suelo debajo de los muros. Los legos en la materia siempre se asombraban de lo hondo que llegaban los cimientos.

Era un dibujo sencillo, demasiado para ser de gran utilidad a los constructores, pero bastaría para enseñárselo al prior Philip. Tom quería que comprendiera lo que se le estaba proponiendo, que visualizara el edificio y que se sintiera atraído por él. Resultaba difícil imaginarse una iglesia grande y sólida cuando a uno sólo le enseñaban unas cuantas líneas garrapateadas sobre escayola. Philip necesitaría toda la ayuda que Tom pudiera prestarle.

Los muros que había dibujado parecían sólidos vistos desde el extremo, pero no lo serían. Entonces Tom empezó a dibujar la vista lateral del muro de la nave, tal como podría verse desde el interior de la iglesia. Estaba perforado a tres niveles. La mitad del fondo apenas era un muro; se trataba sencillamente de una hilera de columnas con las cabezas unidas por arcos circulares; se las llamaba «la arcada». A través de los huecos de esta podían verse las ventanas de las naves laterales, con la parte superior redondeada. Las ventanas habían de coincidir exactamente con los huecos de tal manera que la luz exterior penetrara sin impedimentos hasta la nave central. Las columnas entre ellos coincidirían con los contrafuertes de los muros exteriores.

Sobre cada arco de la arcada había una hilera de tres arcos pequeños formando la galería de la tribuna. A través de ellos no llegaba luz alguna porque detrás se encontraba el tejado colgadizo del costado de la nave lateral. Encima de la galería estaba el triforio, llamado así porque en él se habían abierto ventanas que iluminaban la mitad superior de la nave.

Cuando fue construida la vieja catedral de Kingsbridge, los albañiles habían confiado en la construcción de gruesos muros para mayor refuerzo, abriendo con timidez ventanas pequeñas que apenas dejaban entrar la luz. Los constructores modernos estaban convencidos de que un edificio sería lo bastante fuerte si sus muros fueran rectos y aplomados.

Tom diseñó los tres niveles del muro de la nave —arcada, galería y triforio— exactamente en proporciones 3:1:2. La arcada era la mitad de alta que el muro y la galería un tercio del resto. En una iglesia la proporción lo era todo. Daba una sensación subliminal de grandeza a toda la construcción. Al observar el dibujo ya acabado, Tom se dijo que era perfectamente airoso. Pero ¿lo creería así Philip? Tom podía ver las filas de arcos sucediéndose a lo largo de la iglesia, con sus molduras y tallas iluminadas por el sol de la tarde. Pero ¿vería lo mismo Philip?

Empezó su tercer dibujo. Se trataba del plano de la planta baja de la iglesia. Imaginó doce arcos en la arcada. Por lo tanto, la iglesia quedaba dividida en doce secciones llamadas intercolumnios. La nave tendría una longitud de seis intercolumnios, y el presbiterio, de cuatro. Entre ambos, ocupando el espacio de los intercolumnios séptimo y octavo, estaría el crucero, con los brazos del transepto destacándose a cada lado y la torre alzándose encima.

Todas las catedrales y casi todas las iglesias tenían forma de cruz. Claro que la cruz era el símbolo único y más importante de la Cristiandad, pero también había una razón práctica. Los transeptos aportaban espacio utilizable para otras capillas y otras dependencias como la sacristía.

Cuando hubo dibujado un plano sencillo de la planta baja, Tom volvió sobre el dibujo central, que mostraba el interior de la iglesia visto desde el extremo occidental. Dibujó entonces la torre alzándose por encima y detrás de la nave.

La torre debería tener una vez y media la altura de la nave o duplicarla. La primera daría al edificio un perfil atractivo por su regularidad, con las naves laterales, la nave central y la torre alzándose en proporción escalonada: 1:2:3. La torre más alta resultaría más impresionante, porque la nave sería el doble de las naves laterales y la torre el doble de la nave central, siendo entonces las proporciones de 1:2:4. Tom había elegido esta última, ya que sería la única catedral que construiría en su vida y quería que tratara de alcanzar el cielo. Esperaba que Philip pensara igual.

Claro que si Philip aceptaba el proyecto Tom habría de dibujarlo de nuevo, con más cuidado y a escala exacta. Habría de hacer muchos más dibujos, centenares de ellos. Plintos, columnas, capiteles, ménsulas, marcos de puerta, torrecillas, escaleras, gárgolas y otros incontables detalles. Tom estaría dibujando durante años. Pero lo que tenía delante era la esencia del edificio, y era bueno: sencillo, económico, airoso y perfectamente proporcionado.

Se sentía impaciente por enseñárselo a alguien.

Había pensado dejar que la argamasa se endureciera y luego buscar el momento adecuado para llevársela al prior Philip, pero ahora que ya estaba hecho quería que Philip lo viera en seguida. ¿Pensaría Philip que era un presuntuoso? El prior no le había pedido que preparara un dibujo. Tal vez pensara en otro maestro arquitecto, en alguien del que supiera que había trabajado en otros monasterios y hubiera hecho un buen trabajo. Quizás considerara absurdas las aspiraciones de Tom.

Pero por otra parte, si Tom no le mostraba algo, Philip podía llegar a la conclusión de que era incapaz de dibujar y tal vez contratara a otro sin considerar siquiera a Tom. Pero no estaba dispuesto a arriesgarse. Prefería sin duda que le considerasen presuntuoso.

Todavía había luz del día. Sería la hora del estudio en los claustros. Philip estaría en la casa del prior leyendo la Biblia. Tom decidió ir a llamar a su puerta. Salió de la casa sujetando con todo cuidado la tabla.

Mientras dejaba atrás las ruinas, la perspectiva de construir una nueva catedral le pareció de súbito desalentadora. Todas esas piedras, toda esa madera, todos esos artesonados, todos esos años. Tendría que controlarlo todo, asegurarse de que hubiera un suministro constante de materiales, comprobar la calidad de la madera y de la piedra, contratar y despedir hombres, comprobar infatigable su trabajo en el aplomado y el nivelado, hacer plantillas para las molduras, diseñar y construir máquinas para elevar materiales… Se preguntaba si sería capaz de hacer todo ello.

Pero luego pensó en lo emocionante que sería crear algo de nada. Ver un día, en el futuro, una iglesia nueva aquí donde no había más que escombros y decir: yo he hecho esto.

Y otra idea bullía en su mente, oculta, sepultada en un oscuro rincón, algo que apenas quería admitir a sí mismo. Agnes había muerto sin la asistencia de un sacerdote y estaba enterrada en terreno sin consagrar. Le hubiera gustado volver junto a su tumba y hacer que un sacerdote dijera oraciones ante ella y quizá ponerle una pequeña lápida. Pero temía que si de alguna forma llamaba la atención hacia el lugar en el que estaba sepultada, saldría a relucir toda la historia del abandono del recién nacido. Dejar que una criatura muriera todavía seguía considerándose asesinato. A medida que transcurrían las semanas cada vez se sentía más preocupado por el alma de Agnes, preguntándose si estaría en buen lugar o no. Temía preguntar sobre ello a un sacerdote, porque no quería dar detalles. Pero se consoló con la idea de que si construía una catedral, con toda seguridad Dios le favorecía, y se preguntaba si podría pedirle que fuera Agnes quien recibiera los beneficios de ese favor en lugar de él. Si pudiera dedicar a Agnes su trabajo en la catedral estaba seguro de que el alma de ella estaría a salvo y él podría descansar tranquilo.

Llegó a la casa del prior. Era una edificación pequeña, de piedra, a un solo nivel. La puerta estaba abierta aunque el día era frío. Vaciló un instante. Muéstrate tranquilo, competente, seguro de ti mismo y experto, se dijo. Un maestro en cada uno de los aspectos de la construcción moderna. Precisamente el hombre digno de toda confianza. Se detuvo ante la casa. Sólo tenía una habitación. En un extremo había una gran cama con lujosas colgaduras, en el otro un altar pequeño con un crucifijo y un candelabro. El prior Philip se encontraba de pie junto a la ventana, leyendo con gesto preocupado una hoja de vitela. Levantó la vista y sonrió a Tom.

—¿Qué me traes?

—Dibujos, padre —repuso Tom, hablando con tono profundo y tranquilizador—. Para una nueva catedral. ¿Puedo mostrároslos?

Philip pareció sorprendido e intrigado.

—Desde luego.

En un rincón había un gran facistol. Tom lo trasladó bajo la luz, junto a la ventana, colocando sobre él la argamasa enmarcada. Philip miró el dibujo mientras Tom observaba su rostro. Pudo darse cuenta de que Philip nunca había visto un dibujo alzado, un plano de planta baja o una sección de un edificio. El prior fruncía el entrecejo desconcertado.

Tom empezó a explicarlo. Señaló el alzado.

—Este os muestra un intercolumnio de la nave central —dijo—. Imaginaos que os encontráis en pie en el centro de la nave mirando hacia un muro. Aquí están las columnas de la arcada; están unidos por arcos. A través de ellos podéis ver las ventanas de la nave lateral. Encima de la arcada está la galería de la tribuna y encima de ella las ventanas del triforio.

La expresión de Philip se despejaba a medida que iba comprendiendo; era un oyente que captaba con rapidez. Luego miró el plano de la planta baja, y Tom pudo ver que aquello también le tenía perplejo.

—Cuando recorramos el emplazamiento y marquemos dónde habrán de levantarse los muros y dónde quedarán los pilares enclavados en el suelo, así como las posiciones de las puertas y los contrafuertes —dijo Tom—, tendremos un plano como este, y nos dirá dónde habremos de colocar las estacas y cuerdas.

El rostro de Philip se iluminó de nuevo al comprender. Tom se dijo que no era mala cosa que a Philip le costara desentrañar los dibujos, ya que ello ofrecía a Tom la ocasión de mostrarse seguro de sí mismo y experto. Finalmente, Philip dirigió la mirada hacia la sección.

—Aquí está la nave central con un techo de madera; detrás de ella está la torre. Aquí las naves laterales a cada lado de la central. En los bordes exteriores de las naves laterales están los contrafuertes —explicó Tom.

—Parece espléndida —dijo Philip.

Tom pudo darse cuenta de que lo que, sobre todo, había impresionado a Philip había sido el dibujo de la sección, con el interior de la iglesia puesto al descubierto como si el extremo occidental hubiera sido abierto a modo de la puerta de un armario para revelar su interior.

Philip miró de nuevo el plano de la planta baja.

—¿Sólo hay seis intercolumnios en la nave?

—Sí. Y cuatro en el presbiterio.

—¿No resulta pequeña?

—¿Podéis permitiros otra más grande?

—No puedo permitirme construir ninguna —alegó Philip—. Supongo que no tendrás ni idea de lo mucho que esto costaría.

—Sé con toda exactitud cuánto costaría —dijo Tom. Vio reflejarse la sorpresa en la cara de Philip, pues este no había reparado en que Tom sabía hacer números. Es más, había pasado muchas horas calculando el costo de su dibujo hasta el último penique, aunque dio a Philip una cifra en números redondos—; no costará más de tres mil libras.

Philip se echó a reír irónico.

—He pasado las últimas semanas ocupándome de los ingresos anuales del priorato. —Agitó la hoja de vitela que leía con tanto interés al llegar Tom—. Aquí está la respuesta. Trescientas libras anuales. Y gastamos hasta el último penique.

Tom no se quedó sorprendido. Era evidente que el priorato había sido administrado en el pasado de forma desastrosa, pero tenía fe en que Philip enderezaría la economía.

—Encontrareis el dinero, padre —le dijo—. Con la ayuda de Dios —añadió con devoción.

Philip volvió su atención a los dibujos, aunque no parecía convencido.

—¿Cuánto tiempo será necesario para construir esto?

—Depende del número de personas que penséis emplear —dijo Tom—. Si contratáis treinta albañiles, con suficientes trabajadores, aprendices, carpinteros y herreros para que les sirvan, podría necesitarse quince años. Un año para los cimientos, cuatro para el presbiterio, otros cuatro para el transepto y seis años para la nave central.

Philip pareció impresionado una vez más.

—Desearía que mis funcionarios monásticos tuvieran tu habilidad para prever y calcular —dijo. Estudió los dibujos pensativo—. De manera que necesito encontrar doscientas libras al año. No parece tan difícil cuando lo presentas de esa forma —pareció reflexionar. Tom se sintió excitado. Philip empezaba a considerarlo como un proyecto factible, no sencillamente como un dibujo abstracto—. Supongamos que pudiera disponer de más dinero ¿Podríamos construir más deprisa?

—Hasta cierto punto —replicó Tom, cauteloso. No quería que Philip se excediera en su optimismo, porque ello podría conducir a la decepción—. Podéis emplear sesenta albañiles y construir toda la iglesia de una vez, en lugar de trabajar de este a oeste. Y para ello se necesitarían de ocho a diez años. Con un número mayor de sesenta para una construcción de este tamaño empezarían a estorbarse unos a otros, y el trabajo sería más lento.

Philip hizo un gesto de aquiescencia. Pareció entenderlo sin dificultad.

—Aun así, incluso con sólo treinta albañiles puedo tener terminado en cinco años el lado oriental. Y podréis utilizarlo para los oficios sagrados e instalar un nuevo sepulcro para los huesos de Saint Adolphus.

—¿De veras? —Ahora Philip ya se mostraba realmente excitado—. Había pensado que pasarían décadas antes de que pudiéramos tener una nueva iglesia. —Dirigió a Tom una mirada perspicaz—. ¿Has construido alguna catedral?

—No, pero he diseñado y construido iglesias más pequeñas. Además trabajé en la catedral de Exeter durante varios años y terminé como maestro constructor suplente.

—Tú quieres construir esta catedral ¿verdad?

Tom vaciló. Más valía que se mostrara franco con Philip; aquel hombre no soportaba las evasivas.

—Sí, padre. Querría que me designarais maestro constructor —repuso con toda la calma que le fue posible.

—¿Por qué?

Tom no esperaba aquella respuesta. Tenía tantos motivos… Porque he visto que se hacen muy mal y yo puedo hacerla bien, se dijo. Porque no hay nada tan satisfactorio para un maestro artesano como ejercitar su habilidad, salvo tal vez hacer el amor a una mujer hermosa; porque algo como esto da sentido a la vida de un hombre. ¿Qué respuesta querría Philip? Sin duda al prior le gustaría que dijera algo devoto. Pero decidió, audaz, decir la verdad.

—Porque será hermosa —exclamó.

Philip le miró de manera extraña. Tom no podría decir si estaba enfadado o cuál era su sentimiento.

—Porque será hermosa —repitió Philip. Tom empezó a pensar que aquella era una razón boba y decidió añadir algo más, pero no se le ocurrió nada. Entonces se dio cuenta de que Philip no se mostraba en absoluto escéptico, sino que estaba conmovido. Las palabras de Tom le habían llegado al corazón. Finalmente, Philip hizo un gesto de asentimiento como si lo aceptara después de alguna reflexión—. Sí. ¿Y qué otra cosa puede ser mejor que hacer algo hermoso para Dios? —dijo.

Tom permaneció callado. Philip todavía no ha dicho: Sí, serás maestro constructor. Tom esperaba.

Philip pareció llegar a una decisión.

—Dentro de tres días voy a ir con el obispo Waleran a ver al rey en Winchester —dijo—. No conozco exactamente los planes del obispo pero estoy seguro de que pediremos al rey Stephen que nos ayude a pagar una nueva iglesia catedral en Kingsbridge.

—Esperemos que os conceda vuestro deseo —dijo Tom.

—Nos debe un favor —adujo Philip con sonrisa enigmática—. Debe ayudarnos.

—¿Y si lo hace? —preguntó Tom.

—Creo que Dios te ha enviado a mí con un propósito, Tom Builder —dijo Philip—. Si el rey Stephen nos da el dinero podrás construir la iglesia.

Esa vez fue Tom quien se sintió conmovido. Apenas sabía qué decir. Le habían concedido el deseo de toda su vida… pero con condiciones. Todo dependía de que Philip obtuviera la ayuda del rey. Hizo un gesto de aquiescencia aceptando la promesa y el riesgo.

—Gracias, padre —dijo.

La campana tocaba a vísperas. Tom cogió su pizarra.

—¿Necesitáis eso? —le preguntó Philip.

Tom se dio cuenta de que sería una buena idea dejarla allí. Sería un recordatorio constante para Philip.

—No, no lo necesito —dijo—. Lo tengo todo en mi cabeza.

—Entonces me gustaría guardarlo aquí.

Tom asintió al tiempo que se dirigía a la puerta.

Se le ocurrió que si no preguntaba en ese momento lo referente a Agnes, probablemente no lo haría jamás. Se volvió.

—¿Padre?

—Dime.

—Mi primera mujer… se llamaba Agnes… Murió sin la presencia de algún sacerdote y está enterrada en suelo sin consagrar. No es que hubiera pecado…, fueron tan sólo las circunstancias. Me preguntaba… A veces un hombre construye una capilla o funda un monasterio con la esperanza de que en el más allá Dios recuerde su devoción. ¿Creéis que mi dibujo podría servir para proteger el alma de Agnes?

Philip pareció pensativo.

—A Abraham se le pidió que sacrificara a su único hijo. Dios ya no pide sacrificios de sangre, pues ha sido hecho el sacrificio supremo. Pero la lección que se desprende de la historia de Abraham es que Dios nos pide lo mejor que tenemos que ofrecer, aquello que es más valioso para nosotros. ¿Es ese dibujo lo mejor que puedes ofrecer a Dios?

—Salvo por mis hijos, así es.

—Entonces puedes quedar tranquilo, Tom Builder. Dios lo aceptará.

2

Philip no tenía idea de por qué Waleran Bigod quería que se reuniese con él en las ruinas del castillo del conde Bartholomew.

Se había visto obligado a viajar hasta el pueblo de Shiring y, después de pasar la noche en él, ponerse en marcha esa mañana en dirección a Earlcastle. En aquellos momentos, mientras su caballo marchaba a trote corto hacia el castillo que surgía ante él de la niebla matinal, llegó a la conclusión de que posiblemente se trataba de una cuestión de comodidad. Waleran iba de camino de un lugar a otro, siendo aquel lugar lo más cerca que pasaba de Kingsbridge, y el castillo era un punto de encuentro fácil.

Philip hubiera deseado saber más cosas sobre lo que Waleran estaba planeando. No había visto al obispo electo desde el día en que inspeccionó las ruinas de la catedral. Waleran no sabía cuánto dinero necesitaba Philip para construir la iglesia, y este a su vez no sabía lo que Waleran planeaba pedir al rey. A Waleran le gustaba mantener en secreto sus planes. Y ello ponía a Philip en extremo nervioso.

Estaba contento de que Tom Builder le hubiera dicho con toda exactitud lo que costaría construir la nueva catedral, aunque la información hubiera resultado deprimente. Una vez más se sentía satisfecho de tener cerca a Tom. Era un hombre de cualidades sorprendentes; apenas sabía leer ni escribir pero era capaz de diseñar una catedral, dibujar planos, y calcular el número de hombres, el tiempo que se necesitaría para construir la catedral y cuánto costaría. Era un hombre tranquilo, pero de una presencia formidable: muy alto, con un rostro curtido y una frondosa barba, ojos de mirada penetrante y frente despejada. En ocasiones, Philip se sentía ligeramente intimidado por él e intentaba disimularlo adoptando una actitud cordial. Pero Tom era muy serio y no tenía la menor idea de que Philip lo encontrara amedrentador. La conversación sobre su mujer le había parecido conmovedora y había revelado una devoción que hasta entonces no había manifestado. Tom era de esas personas que conservaba su religiosidad en el fondo del corazón. En ocasiones, eran los mejores.

A medida que Philip se acercaba a Earlcastle iba sintiéndose más incómodo. Aquel había sido un castillo floreciente que defendía a toda la región a su alrededor, empleando y alimentando a un elevado número de personas. Ahora se encontraba en ruinas, y las cabañas que se apiñaban extramuros estaban desiertas, como nidos vacíos en las ramas desnudas de un árbol en invierno. Y Philip era responsable de todo ello. Reveló que la conspiración se había fraguado allí y había descargado la ira de Dios sobre el conde, el castillo y sus habitantes.

Observó que ni los muros ni el puesto de guardia habían sufrido grandes daños durante la lucha. Ello significaba que los atacantes probablemente habían entrado antes de que pudieran cerrar las puertas. Condujo a su caballo a través del puente de madera y entró en el primero de los dos recintos. Allí se hacía más patente la batalla. Aparte de la capilla de piedra, todo cuanto quedaba de los edificios del castillo era unos cuantos tocones abrasados emergiendo del suelo y un pequeño remolino de cenizas, impulsadas a lo largo de la base del muro del castillo.

No había el menor rastro del obispo. Philip cabalgó alrededor del recinto, cruzó el puente hasta el otro lado y entró en el nivel superior. En él había una sólida torre del homenaje en piedra, con una escalera de madera de aspecto poco seguro que conducía a la entrada del segundo piso. Philip se quedó mirando aquella amenazadora obra de piedra con sus angostas y largas ventanas. Pese a su aspecto poderoso, no logró proteger al conde Bartholomew.

Desde esas ventanas podría echar un vistazo a los muros del castillo para ver la llegada del obispo. Ató su caballo a la barandilla de la escalera y subió.

La puerta se abrió nada más tocarla. Entró. El gran salón estaba oscuro y polvoriento y los juncos del suelo más secos que huecos. Había una chimenea apagada y una escalera de caracol que conducía arriba. No pudo ver mucho a través de la ventana, y decidió subir al otro piso.

Al final de la escalera de caracol se encontró ante dos puertas. Supuso que la más pequeña conduciría a la letrina y la grande al dormitorio del conde. Se decidió por la mayor.

La habitación no estaba vacía.

Philip se detuvo bruscamente, paralizado por el sobresalto. En el centro de la habitación, frente a él, había una joven de extraordinaria belleza. Por un instante pensó que estaba viendo una visión y el corazón le latió con fuerza. Una masa de bucles oscuros le enmarcaban un rostro encantador. Le devolvió la mirada con unos grandes ojos oscuros y Philip se dio cuenta de que estaba tan sobresaltada como él. Se tranquilizó; estaba a punto de avanzar otro paso en la habitación cuando le agarraron por detrás y sintió en la garganta la hoja fría de un largo cuchillo.

—¿Quién diablos eres tú? —preguntó una voz masculina.

La joven se dirigió hacia él.

—Decid vuestro nombre o Matthew os matará —dijo con actitud regia.

Sus modales revelaban que era de noble cuna, pero ni siquiera a los nobles les estaba permitido amenazar a los monjes.

—Dile a Matthew que aparte las manos del prior de Kingsbridge o será él quien saldrá perdiendo.

Le soltó. Al mirar hacia atrás por encima del hombro vio a un hombre delgado más o menos de su edad. Era de suponer que ese Matthew había salido de la letrina.

Philip se volvió de nuevo hacia la joven. Parecía tener unos diecisiete años. Pese a sus modales altivos iba pobremente vestida. Mientras la observaba se abrió un arcón que había detrás de ella, adosado a la pared, y de él salió un adolescente con aspecto vergonzoso. En la mano tenía una espada. Debía de estar esperando al acecho o bien ocultándose. Philip no podría decir cuál de las dos cosas.

—¿Y quién eres tú? —preguntó Philip.

—Soy la hija del conde de Shiring y me llamo Aliena.

¡La hija!, se dijo Philip. No sabía que todavía estuviese viviendo allí. Miró al muchacho. Tendría unos quince años y se parecía a la joven, salvo por la nariz chata y el pelo corto. Philip le miró enarcando las cejas.

—Soy Richard, el heredero del condado —dijo el muchacho, con la voz quebrada de los adolescentes.

—Y yo soy Matthew, el mayordomo del castillo —dijo el hombre que se encontraba detrás de Philip.

Philip comprendió que los tres habían estado ocultos allí desde la captura del conde Bartholomew. El mayordomo cuidaba de los hijos. Debía de tener cantidades de comida o dinero ocultos.

—Sé dónde está tu padre pero ¿qué me dices de tu madre? —dijo Philip dirigiéndose a la joven.

—Murió hace muchos años.

Philip sintió una punzada de arrepentimiento. Aquellos niños eran virtualmente huérfanos y en parte era obra suya.

—¿No tenéis parientes que cuiden de vosotros?

—Cuido del castillo hasta el retorno de mi padre —dijo ella.

Philip se dio cuenta de que estaba viviendo en un mundo de ilusión. La joven intentaba vivir como si siguiera perteneciendo a una familia acaudalada y poderosa. Con su padre prisionero y caído en desgracia era una joven como otra cualquiera. El muchacho no era heredero de nada. El conde Bartholomew jamás volvería a ese castillo, a menos que el rey decidiera ahorcarle en él. Sintió lastima de la joven pero en cierto modo admiraba su fuerza de voluntad, que mantenía la fantasía y hacía que otras dos personas la compartieran. Podría haber sido reina, se dijo.

De fuera llegó la trápala de cascos sobre madera. Varios caballos estaban atravesando el puente.

—¿Por qué habéis venido aquí? —preguntó Aliena a Philip.

—Es sólo una cita —repuso Philip.

Dio la vuelta y se dirigió a la puerta. Matthew le cerraba el paso. Por un instante permanecieron inmóviles, mirándose cara a cara. Parecía un cuadro, aquellas cuatro personas en la habitación. Philip se preguntó si iban a impedirle que se fuera. Finalmente el mayordomo se hizo a un lado.

Philip salió. Se levantó el borde del hábito y bajó presuroso la escalera de caracol. Al llegar abajo oyó pasos detrás de él. Matthew le alcanzó.

—No digáis a nadie que estamos aquí —le dijo.

Philip vio que Matthew comprendía lo irreal de la situación de todos ellos.

—¿Cuánto tiempo os quedaréis aquí? —le preguntó.

—Todo el tiempo que nos sea posible —contestó el mayordomo.

—Y cuando hayáis de iros, ¿qué haréis entonces?

—No lo sé.

Philip hizo un gesto de aquiescencia.

—Guardaré vuestro secreto —le dijo.

—Gracias, padre.

Philip cruzó el polvoriento salón y salió afuera. Al mirar hacia abajo vio al obispo Waleran y a otros dos hombres deteniendo los caballos junto al suyo. Waleran llevaba una gruesa capa de piel negra y un gorro también de piel negra. Alzó la vista y Philip se encontró con sus ojos claros.

—Mi señor obispo —dijo Philip con respeto. Bajó los escalones de madera. Todavía conservaba vívida en la mente la imagen de la joven virginal y casi sacudió la cabeza para librarse de ella.

Waleran desmontó. Philip observó que llevaba los mismos acompañantes, el deán Baldwin y el hombre de armas. Les saludó con un movimiento de cabeza y luego, arrodillándose, besó la mano de Waleran.

Waleran aceptó el homenaje pero no se recreó en él. Lo que a Waleran le gustaba era el propio poder, no sus florituras.

—¿Estás solo, Philip? —preguntó Waleran.

—Sí. El priorato es pobre y una escolta para mí es un gasto innecesario. Cuando era prior de St-John-in-the-Forest nunca llevé escolta y aún estoy vivo.

Waleran se encogió de hombros.

—Ven conmigo —le dijo—. Quiero enseñarte algo.

Atravesó el patio en dirección a la torre más cercana. Philip le siguió. Waleran entró por una puerta baja al pie de la torre y subió por las escaleras que había en el interior. Había murciélagos arracimados en el techo bajo y Philip bajó la cabeza para evitar rozarlos. Emergieron en la parte alta de la torre y permanecieron de pie entre las almenas, contemplando la tierra que les rodeaba.

—Este es uno de los condados más pequeños del país —dijo Waleran.

—¿De veras? —Philip sintió escalofríos. Soplaba un viento frío y húmedo y su capa no era tan gruesa como la de Waleran. Se preguntó adónde querría llegar el obispo.

—Parte de esta tierra es buena, pero el resto corresponde a bosques y laderas de colinas pedregosas.

En un día claro hubieran podido ver muchos acres de forestas y tierras de cultivo, pero en aquel momento, aunque se habían despejado las primeras brumas, apenas podían distinguir el cercano lindero del bosque hacia el sur y los campos llanos alrededor del castillo.

—Este condado tiene una gran cantera que produce piedra caliza de primera calidad —siguió diciendo Waleran—. Sus bosques tienen muchos acres de buena madera. Y sus granjas generan considerable riqueza. Si tuviéramos este condado, Philip, podríamos construir nuestra catedral.

—Y si los cerdos tuvieran alas podrían volar —dijo Philip.

—¡Hombre de poca fe!

Philip se quedó mirando a Waleran.

—¿Hablas en serio?

—Muy en serio.

Philip se mostraba escéptico, pero pese a todo sintió un diminuto brote de esperanza. ¡Si llegara a ser realidad!

—El rey necesita apoyo militar —alegó de todas formas—, dará el condado a quien pueda mandar caballeros en las guerras.

—El rey debe su corona a la Iglesia y su victoria sobre Bartholomew a ti y a mí. Los caballeros no es cuanto necesita.

Philip comprendió que Waleran hablaba en serio. ¿Sería posible? ¿Entregaría el rey el condado de Shiring a la Iglesia para financiar la reconstrucción de la catedral de Kingsbridge? A pesar de los argumentos de Waleran, apenas resultaba creíble. Pero Philip no podía evitar el pensar lo maravilloso que sería tener la piedra, la madera y el dinero para pagar al artesano, siéndole todo ello entregado en bandeja. Y recordó que Tom Builder había dicho que podía contratar sesenta albañiles y terminar la iglesia en ocho o diez años. La sola idea resultaba enormemente sugestiva.

—Pero ¿qué me dices del anterior conde? —inquirió.

—Bartholomew ha confesado su traición. Nunca negó la conspiración, pero durante algún tiempo mantuvo que lo que había hecho no era traición, basándose en que Stephen era un usurpador. Sin embargo, el torturador del rey acabó con su resistencia.

Philip se estremeció e intentó no pensar en lo que le habrían hecho a Bartholomew para lograr que aquel hombre tan rígido se doblegara.

Apartó aquella idea de la mente.

—El condado de Shiring —murmuró para sí. Era una petición increíblemente ambiciosa. Pero la idea era excitante. Se sintió rebosante de un optimismo irracional.

Waleran miró al cielo.

—Pongámonos en marcha —dijo—. El rey nos espera pasado mañana.

William Hamleigh observaba a los dos hombres de Dios desde su escondrijo, detrás de las almenas de la torre contigua. El alto, el que parecía un cuervo, con su nariz afilada y la capa negra, era el nuevo obispo de Kingsbridge. El más bajo y enérgico, con la cabeza rapada y los brillantes ojos azules, era el prior Philip. William se preguntó qué estarían haciendo allí.

Había visto llegar al monje, mirar en derredor suyo como si esperara encontrar gente allí y luego entrar en la torre del homenaje. William no podía saber si había visto a las tres personas que vivían en ella. Sólo estuvo unos momentos dentro y tal vez se habían ocultado a su llegada. Tan pronto como llegó el obispo, el prior Philip salió de la torre del homenaje y ambos subieron a una torre cercana. En aquellos momentos el obispo estaba señalando toda la tierra que rodeaba el castillo con cierto aire posesivo. William podía darse cuenta por su actitud y sus gestos que el obispo se mostraba entusiasmado, y el prior escéptico. Estaba seguro de que planeaban algo.

Pero él no había ido allí para espiarles. Era a Aliena a quien acudía a espiar.

Lo hacía cada vez con más frecuencia. Le obsesionaba sin cesar e involuntariamente soñaba despierto que se abalanzaba sobre ella, atada y desnuda en un trigal, encogida como un asustado cachorro en un rincón de su dormitorio, o perdida en el bosque ya anochecido. Llegó a tal extremo su obsesión que tenía que verla en carne y hueso. Todas las mañanas cabalgaba a primera hora hasta Earlcastle. Dejaba a su escudero Walter al cuidado de los caballos en el bosque y atravesaba los campos a pie hasta el castillo. Se introducía furtivamente en él y buscaba un escondrijo desde el que pudiera observar la torre del homenaje y el recinto superior. A veces tenía que esperar mucho tiempo para verla. Su paciencia se ponía duramente a prueba, pero la idea de irse de nuevo sin verla, aunque fuera un momento, le resultaba insoportable, de manera que siempre se quedaba. Luego, cuando al fin aparecía Aliena, la garganta se le quedaba seca, el corazón le latía desbocado y sentía un sudor frío en las palmas de las manos. A menudo estaba con su hermano o con aquel mayordomo afeminado, pero a veces estaba sola. Una tarde de verano, mientras esperaba verla desde primera hora de la mañana, Aliena se había acercado al pozo, y después de sacar agua se había quitado la ropa para lavarse. El recuerdo de aquella imagen le ponía fuera de sí. Tenía senos turgentes y altivos, que se movían incitantes cuando ella levantaba los brazos para enjabonarse el pelo. Los pezones se le inflamaban de manera deleitable al echarse agua fría. Entre las piernas tenía una mata sorprendentemente grande de vello oscuro y rizado, y cuando se lavó allí, frotándose vigorosamente con la mano enjabonada, William, perdido el control, eyaculó allí mismo.

Desde entonces nada semejante volvió a ocurrir y desde luego Aliena no pensaría lavarse allí, en pleno invierno, pero podía deleitarle de otras mil formas aunque menos atractivas. Cuando estaba sola solía cantar e incluso hablar consigo misma. William la había visto trenzarse el pelo, bailar o perseguir a las palomas por las murallas como una niña pequeña. Observándola de manera clandestina hacer todas esas pequeñas cosas tan personales, William tenía una sensación de poder sobre ella que resultaba absolutamente maravillosa.

Claro que Aliena no saldría mientras el obispo y el monje estuvieran allí. Afortunadamente no se quedaron mucho tiempo. Abandonaron las almenas con premura y momentos después ellos y su escolta cabalgaban fuera del castillo. ¿Acaso habían ido sólo para contemplar el panorama desde las almenas? De ser así debieron sentirse algo decepcionados por el tiempo.

El mayordomo había salido en busca de leña antes de que llegaran los visitantes. Cocinaba en la torre del homenaje. Pronto volvería al salir en busca de agua del pozo. William suponía que comían gachas de avena, ya que no disponían de horno para cocer pan. A última hora del día el mayordomo abandonaba el castillo, a veces llevándose al muchacho consigo. Una vez que se iban, sólo era cuestión de tiempo ver aparecer a Aliena.

Cuando se aburría con la espera, William solía conjurar la imagen de ella lavándose. El recuerdo casi era tan estupendo como la realidad. Pero ese día se sentía inquieto. La visita del obispo y del prior parecía haber viciado el ambiente. Hasta ese día el castillo y sus tres habitantes habían tenido un aire encantado, pero la llegada de aquellos hombres desprovistos absolutamente de magia, cabalgando sobre sus embarrados caballos había roto el hechizo. Era como verse perturbado por un ruido en medio de un hermoso sueño. Por más que lo intentaba no podía seguir dormido.

Durante un rato se dedicó a hacer conjeturas sobre el motivo que hubiera llevado hasta allí a los visitantes, pero no lograba desentrañar el misterio. Sin embargo estaba seguro de que tramaban algo. Había una persona que probablemente podría resolverlo. Su madre. Decidió abandonar por el momento a Aliena y volver a casa para informar de lo que había visto.

Llegaron a Winchester al anochecer del segundo día. Entraron por la King's Gate, en el muro meridional de la ciudad, y fueron directamente al recinto de la catedral. Allí se separaron. Waleran se dirigió a la residencia del obispo de Winchester, un palacio dentro de su propio terreno, adyacente al recinto de la catedral. Philip fue a presentar sus respetos al prior y suplicarle que le cediera un colchón en el dormitorio de los monjes.

Al cabo de tres días de marchar por los caminos, Philip encontró la calma y quietud del monasterio tan refrescante como un manantial en un día caluroso. El prior de Winchester era un hombre rechoncho y de trato fácil, de tez sonrosada y pelo blanco. Invitó a Philip a cenar con él en su casa. Mientras comían hablaron de sus respectivos obispos. El prior de Winchester estaba a todas luces deslumbrado por el obispo Henry y totalmente subordinado a él. Philip dio por sentado que cuando el obispo de uno fuera tan acaudalado y poderoso como Henry, nada podía ganarse discutiendo con él. Pero aún así Philip no tenía intención de someterse hasta ese punto a su obispo. Durmió como una marmota y a medianoche se levantó para maitines.

Cuando por primera vez entró en la catedral de Winchester empezó a sentirse intimidado.

El prior le había dicho que era la iglesia más grande del mundo, y al verla pensó que así era. Tenía una longitud de unas doscientas yardas. Philip había visto aldeas que hubieran cabido en su interior. Tenía dos grandes torres, una sobre el crucero y otra en el extremo occidental. La torre central se había desmoronado treinta años antes sobre la tumba de William Rufus[4], un rey impío que jamás debió haber sido enterrado en una iglesia. Pero posteriormente fue reconstruida. Philip, que se encontraba de pie, directamente debajo de la nueva torre, sintió que todo el edificio tenía un aire de inmensa dignidad y fortaleza. La catedral que Tom había diseñado sería, en comparación, modesta. Y ello si es que llegaba siquiera a construirse. Entonces se dio cuenta de que se estaba moviendo en los círculos más altos y se sintió nervioso. Él no era más que un muchacho de aldea en una colina galesa que había tenido la buena fortuna de convertirse en monje. Y ese mismo día iba a hablar con el rey. ¿Acaso tenía derecho?

Volvió a la cama al igual que los demás monjes, pero permaneció despierto, profundamente preocupado. Temía decir o hacer algo que pudiera ofender al rey Stephen o al obispo Henry y que con ello pudiera ponerles en contra de Kingsbridge. La gente de origen francés se mofaba a menudo de la forma en que los ingleses hablaban su lengua. ¿Qué pensarían del acento galés? En el mundo monástico a Philip siempre se le había considerado por su piedad, su obediencia y su devoción al trabajo de Dios. Todas esas cosas no contaban para nada allí, en la ciudad capital de uno de los reinos más grandes del mundo. Philip se sentía fuera de su ambiente. Le oprimía la sensación de ser una especie de impostor, un don nadie pretendiendo ser alguien, y estaba seguro de que ello se descubriría en un santiamén y que sería enviado de nuevo a casa, desacreditado.

Se levantó con el alba, acudió a prima y luego desayunó en el refectorio. Los monjes disfrutaban de cerveza fuerte y pan blanco. Era un monasterio acaudalado. Después del desayuno, cuando los monjes fueron a capítulo, Philip se encaminó al palacio del obispo, un hermoso edificio con grandes ventanas, rodeado de varios acres de jardín amurallado.

Waleran estaba seguro de lograr el apoyo del obispo Henry en su indignante proyecto. Este era tan poderoso que tan sólo con su ayuda podía hacerse posible todo el asunto. Era Henry de Blois, el hermano más joven del rey. Además de ser el clérigo mejor y más relacionado de Inglaterra, era el más rico porque también era abad del acaudalado monasterio de Glastonbury. Se esperaba que fuera el próximo arzobispo de Canterbury. Kingsbridge no podía tener un aliado más poderoso. Philip pensó que tal vez se lograría. Quizás el rey les permitiera construir una catedral nueva; y cuando pensaba en ello se sentía como si el corazón fuera a salírsele del pecho henchido de esperanza.

Un mayordomo de la casa dijo a Philip que no era probable que el obispo Henry apareciera antes de media mañana. Philip estaba demasiado inquieto para volver al monasterio. Hirviendo de impaciencia se dedicó a recorrer la ciudad más grande que jamás había visto.

El palacio del obispo se alzaba en el extremo sudeste de la ciudad. Philip caminó a lo largo del muro oriental, a través de los terrenos de otro monasterio, la abadía de St. Mary, y desembocó en un barrio que parecía dedicado a laborar la piel y la lana. La zona estaba atravesada en todos los sentidos por pequeños arroyos; al observarlos más de cerca, Philip se dio cuenta de que no eran naturales, sino canales hechos por la mano del hombre, desviando parte del caudal del río Itchen para que fluyera por las calles y suministrara la gran cantidad de agua que se necesitaba para el curtido de los cueros y el lavado del vellón. Esas industrias se instalaban habitualmente junto a un río, y Philip se admiró ante la audacia de hombres capaces de llevar el río hasta sus talleres en lugar de obrar al revés.

A pesar de toda aquella industria, la ciudad era más tranquila y menos concurrida que cualquier otra que Philip hubiera visitado. Los lugares como Salisbury o Hereford parecían ceñidos por sus muros, semejantes a un hombre gordo dentro de una túnica estrecha. Las casas estaban demasiado juntas, los patios eran demasiado pequeños, la plaza del mercado atestada de gente, las calles demasiado estrechas. La gente y los animales andaban a empellones por falta de espacio, dando la sensación de que de un momento a otro empezarían las peleas. Pero Winchester era tan grande que parecía haber sitio para todo el mundo. Mientras paseaba por la ciudad, Philip fue comprendiendo gradualmente que la sensación de amplitud se debía a que las calles estaban trazadas siguiendo un modelo de parrilla cuadrada. En su mayoría eran rectas y los cruces en ángulo recto. Nunca había visto nada semejante. Aquella ciudad debieron haberla construido siguiendo un plan específico. Había docenas de iglesias, de todas las formas y tamaños, algunas de madera y otras de piedra, cada una de ellas dando servicio a su propio barrio pequeño. La ciudad debía ser muy rica para poder mantener a tantos sacerdotes.

Mientras caminaba por la calle Fleshmonger se sintió ligeramente mareado. Jamás había visto tanta carne cruda en un solo lugar. La sangre fluía desde todas las carnicerías hasta la calle, y unas ratas enormes se escurrían entre los pies de la gente que había ido a comprar.

El extremo sur de la calle Fleshmonger desembocaba en el centro de High Street, que se encontraba enfrente del viejo palacio real. A Philip le dijeron que los reyes no habían utilizado el palacio desde que se construyó en el castillo la nueva torre del homenaje, pero los acuñadores reales seguían fabricando peniques de plata en los bajos del edificio, protegidos por gruesos muros y puertas con rejas de hierro. Philip permaneció un rato ante estas observando las chispas que despedían los martillos al ser descargados sobre los troqueles, maravillado por la gran riqueza desplegada ante sus ojos. Había un puñado de personas contemplando también las operaciones. Sin duda era algo que iban a ver los visitantes de Winchester. Una joven que se encontraba allí de pie, cerca de Philip, le sonrió y él le devolvió la sonrisa.

—Por un penique puedes hacer lo que quieras —dijo ella.

Philip se preguntó qué querría decir y de nuevo esbozó una vaga sonrisa. Entonces la mujer se abrió la capa y quedó horrorizado al ver que estaba completamente desnuda.

—Por un penique de plata puedes hacer todo cuanto gustes —repitió ella.

Philip sintió un leve impulso de deseo, algo así como el espectro de un recuerdo enterrado hacía ya mucho tiempo. Entonces se dio cuenta de que era una prostituta. Se sintió enrojecer. Se volvió rápidamente y se alejó presuroso.

—No temas —le gritó ella—. Me gusta una hermosa cabeza redonda.

Le persiguió la risa burlona de la mujer.

Se sintió acalorado y molesto. Entró en una bocacalle de High Street y se encontró en la plaza del mercado. Podía ver las torres de la catedral alzándose por encima de los puestos de mercado. Caminó presuroso entre la muchedumbre, sin atender los ofrecimientos de los vendedores, encontrando finalmente el camino de regreso al recinto.

Sintió como una brisa fresca la armoniosa quietud del entorno de la iglesia. Se detuvo en el cementerio para ordenar sus pensamientos. Se sentía avergonzado y ofendido. ¿Cómo se atrevía aquella mujer a tentar a un hombre con los hábitos de monje? Era evidente que le había identificado como visitante… ¿Acaso era posible que monjes que se encontraban lejos de su casa monacal fueran clientes suyos? Comprendió que evidentemente lo eran. Los monjes cometían los mismos pecados que la gente corriente. Sencillamente le había escandalizado la desvergüenza de la mujer. La imagen de su desnudez persistía en su memoria y como el núcleo encendido de la llama de la vela parpadeó por un instante y se desvaneció tras los párpados cerrados. Suspiró. Había sido una mañana de imágenes vívidas; los arroyos artificiales, las ratas en las carnicerías, los montones de peniques de plata recién acuñados y finalmente las partes íntimas de la mujer. Sabía que durante un rato aquellas imágenes volverían a él para perturbar sus meditaciones.

Entró en la catedral. Se sentía demasiado impuro para arrodillarse y orar. Pero sólo de recorrer la nave y salir por la puerta sur se sintió en cierto modo purificado. Atravesó el priorato y se dirigió al palacio del obispo.

La planta baja era una capilla. Philip subió las escaleras que conducían al vestíbulo y entró en él. Cerca de la puerta había un pequeño grupo de servidores y clérigos jóvenes, de pie o sentados en un banco adosado a la pared. Al fondo del salón se encontraban Waleran y el obispo Henry sentados a una mesa. Un mayordomo detuvo a Philip.

—Los obispos están desayunando —le dijo, como dando a entender que no podía verles.

—Me reuniré con ellos en la mesa —le dijo Philip.

—Será mejor que espere —le dijo el mayordomo.

Philip pensó que el mayordomo le había confundido con un monje corriente.

—Soy el prior de Kingsbridge —dijo.

El mayordomo se hizo a un lado, encogiéndose de hombros.

Philip se acercó a la mesa. El obispo Henry se encontraba sentado a la cabecera con Waleran a su derecha. Henry era un hombre bajo, de hombros anchos y rostro agresivo. Tendría más o menos la edad de Waleran, uno o dos años mayor que Philip; no más de treinta años. Sin embargo, en contraste con la tez pálida de Waleran y el cuerpo huesudo de Philip, Henry tenía el color encendido y el aspecto bien nutrido de un excelente comedor. Su mirada era viva e inteligente y su rostro tenía una expresión firme y decidida. Era el pequeño de cuatro hermanos, y en su vida probablemente hubo de luchar por todo. Philip quedó sorprendido al ver que Henry llevaba la cabeza afeitada, señal de que en un tiempo hizo votos monásticos y aún se consideraba monje. Sin embargo no vestía con tejidos hechos en casa. De hecho llevaba una magnífica túnica de seda púrpura. Por su parte, Waleran vestía una impecable camisa de hilo blanca debajo de su habitual túnica negra, y Philip comprendió que los dos hombres iban vestidos como correspondía para una audiencia con el rey. Estaban comiendo carne fría de vaca y bebiendo vino tinto. Después de su paseo, Philip estaba realmente hambriento y la boca se le hizo agua.

Waleran levantó la vista y al verle mostró en su rostro una leve irritación.

—Buenos días —dijo Philip.

—Es mi prior —aclaró Waleran a Henry.

A Philip no le gustó demasiado que le presentaran como el prior de Waleran.

—Philip de Gwynedd, prior de Kingsbridge, mi señor obispo.

Iba dispuesto a besar la ensortijada mano del obispo pero Henry se limitó a decir:

—Espléndido —al tiempo que tomaba otro bocado de carne. Philip permaneció allí de pie, en situación incómoda. ¿Acaso no iban a invitarle a tomar asiento?

—Nos reuniremos contigo dentro de poco, Philip.

Philip comprendió que le estaban despidiendo. Dio media vuelta y se sintió humillado. Se incorporó de nuevo al grupo que se encontraba cerca de la puerta. El mayordomo que había intentado retenerle sonreía satisfecho, diciéndole con la mirada: Te lo advertí. Philip se mantuvo apartado de los demás. De súbito sintió vergüenza de su hábito pardo manchado que había estado llevando día y noche durante medio año. Los monjes benedictinos teñían con frecuencia sus hábitos de negro, pero Kingsbridge hacía años que había renunciado a ello por motivos de economía. Philip siempre había creído que vestir hermosos trajes era pura vanidad, del todo inapropiado para cualquier hombre de Dios, por elevada que fuera su dignidad. Pero en aquellos momentos descubría su conveniencia. Era posible que no le hubiesen tratado de forma tan displicente si hubiera ido vestido con sedas y pieles.

Bueno, se dijo, un monje debe ser humilde, así que resultará beneficioso para mi alma.

Los dos obispos se levantaron de la mesa y se dirigieron a la puerta. Un servidor presentó a Henry un manto con hermosos bordados y flecos de seda.

—Hoy no tendrás mucho qué decir, Philip —dijo Henry mientras se lo ponía.

—Deja que seamos nosotros quienes hablemos —añadió Waleran.

—Deja que sea yo quien hable —dijo Henry con levísimo énfasis en el yo—. Si el rey te hace una o dos preguntas contesta con toda sencillez y no intentes presentar los hechos con demasiadas florituras. Comprenderá que necesitas una nueva iglesia sin que hayas de recurrir a lamentos y lloriqueos.

Philip no necesitaba que le dijeran aquello. Henry estaba mostrándose desagradablemente condescendiente. Sin embargo, Philip hizo un ademán de aquiescencia disimulando su resentimiento.

—Más vale que nos pongamos en marcha —dijo Henry—. Mi hermano es madrugador y puede querer concluir rápidamente los asuntos del día para irse de caza al New Forest.

Salieron. Un hombre de armas con una espada al cinto, que llevaba un báculo, se colocó delante de Henry mientras caminaban por High Street y luego subían por la colina en dirección a la Puerta Oeste. La gente se apartaba al paso de los dos obispos, pero no así ante Philip, que acabó andando detrás. De vez en cuando alguien pedía la bendición y Henry trazaba el signo de la cruz en el aire sin aminorar el paso. Poco antes de llegar al puesto de guardia torcieron a un lado y atravesaron un puente de madera tendido sobre el foso del castillo. A pesar de que se le había asegurado que no tendría que hablar mucho, Philip sentía un hormigueo de temor en el estómago.

Estaba a punto de ver al rey.

El castillo se alzaba en la parte sudoeste de la ciudad. Sus muros occidental y meridional formaban parte de las murallas de la ciudad, pero los que separaban de la ciudad la parte de atrás del castillo no eran menos altos y fuertes que los de las defensas exteriores, como si el rey necesitara tanta protección frente a los ciudadanos como frente al mundo exterior.

Entraron por una parte baja que había en el muro y al instante se encontraron ante la maciza torre del homenaje que dominaba aquel extremo del recinto. Era una formidable torre cuadrada. Al contar las ventanas estrechas como flechas, Philip calculó que debía tener cuatro pisos. Como siempre, la planta baja consistía en almacenes y una escalera exterior conducía a la entrada de arriba. Un par de centinelas apostados al pie de la escalera se inclinaron al paso de Henry. Entraron en el vestíbulo; había en el suelo algunos asientos rebajados en el muro de piedra, bancos de madera y una chimenea. En una esquina dos hombres de armas protegían la escalera que conducía arriba, inserta en el muro. Uno de los hombres encontró la mirada del obispo Henry y con un gesto de asentimiento subió las escaleras para decir al rey que su hermano estaba esperando.

La inquietud hacía que Philip sintiera náuseas. En los próximos minutos podía quedar decidido todo su futuro. Hubiera deseado sentirse más a gusto con sus aliados. Hubiera deseado haber pasado las primeras horas de la mañana rezando para que las cosas salieran bien en lugar de vagar por Winchester. Hubiera deseado llevar un hábito limpio.

En el salón se encontraban unas veinte o treinta personas, en su mayoría hombres. Parecía haber una mezcolanza de caballeros, sacerdotes y prósperos ciudadanos. De repente a Philip le sobresaltó la sorpresa. Junto al fuego se encontraba Percy Hamleigh, hablando con una mujer y un joven. ¿Qué hacía allí? Las dos personas que se encontraban con él eran su horrible mujer y su embrutecido hijo. Habían colaborado con Waleran, si así podía decirse, en la caída de Bartholomew. Difícilmente podría ser una coincidencia el que se encontraran allí ese día. Philip se preguntó si Waleran los esperaba.

—¿Has visto…? —preguntó Philip a Waleran.

—Los he visto —replicó tajante Waleran, visiblemente descontento.

Philip tuvo la impresión de que su presencia en esos momentos era un mal presagio, aunque no supiera exactamente por qué. El padre y el hijo se parecían. Ambos eran hombres grandes y corpulentos, de pelo rubio y rostro taciturno. La mujer tenía todo el aspecto del tipo de demonio que torturaba a los pecadores en las pinturas del infierno. Se tocaba constantemente los granos de la cara con una mano esquelética e inquieta. Permanecía en pie apoyándose ora en un pie, ora en el otro, lanzando miradas todo el tiempo alrededor de la habitación. Sus ojos se encontraron con los de Philip y rápidamente desvió la mirada.

El obispo Henry iba de un lado a otro, saludando a los conocidos y bendiciendo a quienes no lo eran, pero al parecer sin perder de vista las escaleras, porque tan pronto como el centinela volvió a bajarlas, Henry le miró y ante el movimiento afirmativo de cabeza del hombre interrumpió la conversación a mitad de la frase.

Waleran subió las escaleras detrás de Henry, y Philip cerró la marcha con el corazón en la boca. El salón en el que entraron era del mismo tamaño y forma que el de abajo, pero el conjunto producía una sensación diferente. De las paredes colgaban reposteros y el suelo de madera, bien fregado, estaba cubierto de alfombras de piel de cordero. En la chimenea ardía un gran fuego y la habitación estaba brillantemente iluminada con docenas de velas. Junto a la puerta había una mesa de roble con plumas, tinta y un montón de hojas de vitela para cartas. Un clérigo se encontraba sentado a ella a la espera de que el rey le dictara.

Lo primero que observó Philip era que el rey no llevaba corona. Vestía una túnica púrpura sobre polainas de piel como si estuviera a punto de montar a caballo. A sus pies estaban tumbados dos grandes perros de caza semejantes a cortesanos favoritos. Se parecía a su hermano, el obispo Henry, pero las facciones de Stephen eran algo más finas, lo que le hacía mejor parecido. Tenía abundante pelo leonado. Sin embargo sus ojos eran igualmente inteligentes. Se reclinó en su gran sillón, que Philip supuso que era un trono, en actitud tranquila, con las piernas estiradas y los codos apoyados en los brazos del asiento. Pese a aquella actitud, en la habitación planeaba un ambiente de tensión. El rey era el único que parecía estar a sus anchas.

Al tiempo que entraban los obispos y Philip, se retiraba un hombre alto con costosa indumentaria. Saludó al obispo Henry con un movimiento familiar de cabeza e ignoró a Waleran. Philip se dijo que con toda probabilidad era un poderoso barón.

El obispo Henry se acercó al rey, inclinándose ante él.

—Buenos días, Stephen —dijo.

—Todavía no he visto a ese bastardo de Ranulf —dijo el rey Stephen—. Si no aparece pronto le cortaré los dedos.

—Estará aquí cualquier día de estos, te lo prometo. Aunque de todos modos tal vez debieras cortarle los dedos.

Philip no tenía idea de quien era Ranulf, ni por qué el rey quería verle, pero tuvo la impresión de que, aún cuando Stephen estaba disgustado, no hablaba en serio en lo que se refería a la mutilación del hombre.

Antes de que Philip ahondara en aquella línea de pensamiento, Waleran dio un paso adelante y se inclinó.

—Recordarás a Waleran Bigod, el nuevo obispo de Kingsbridge —dijo Henry.

—Sí, pero ¿quién es ese? —dijo Stephen mirando a Philip.

—Es mi prior —dijo Waleran.

Waleran no dijo el nombre, por lo que Philip se apresuró a ampliar la información.

—Philip de Gwynedd, prior de Kingsbridge.

Su voz sonó más fuerte de lo que era su intención. Se inclinó.

—Acércate, padre prior —dijo Stephen—. Pareces atemorizado ¿Qué es lo que te preocupa?

Philip no sabía cómo responder aquello. Le preocupaban tantas cosas…

—Estoy preocupado porque no tengo un hábito limpio que ponerme —dijo a la desesperada.

Stephen se echó a reír, aunque sin malicia.

—Entonces deja de preocuparte —le dijo. Y mirando a su hermano, tan bien vestido añadió—. Me gusta que un monje parezca un monje, no un rey.

Philip se sintió algo mejor.

—Me he enterado de lo del incendio ¿Cómo os las arregláis? —preguntó Stephen.

—El día del incendio Dios nos envió a un constructor. Reparó los claustros con gran rapidez y para los oficios sagrados utilizamos la cripta. Con su ayuda estamos despejando el enclave para la reconstrucción y además ha dibujado los planos de una iglesia nueva —dijo Philip.

Al oír aquello Waleran enarcó las cejas. No estaba enterado de lo de los planos. Philip se lo habría dicho si le hubiera preguntado, pero no lo hizo.

—Loablemente rápido —dijo el rey—. ¿Cuándo empezaréis a construir?

—Tan pronto como pueda encontrar el dinero.

Entonces intervino el obispo Henry.

—Ese es el motivo de que haya traído conmigo para verte al prior Philip y al obispo Waleran. Ni el priorato ni la diócesis disponen de recursos para financiar un proyecto de tal envergadura.

—Y tampoco la Corona, mi querido hermano —dijo Stephen.

Philip se sintió desalentado. No era aquel un buen comienzo.

—Lo sé. Por eso he buscado la manera de que puedas hacer posible para ellos la reconstrucción de Kingsbridge, sin costo alguno para ti —dijo Henry.

Stephen se mostró escéptico.

—¿Y has tenido éxito en la concepción de un proyecto tan ingenioso, por no decir mágico?

—Sí. Y mi sugerencia consiste en que cedas las tierras del conde de Shiring a la diócesis para que pueda financiar el programa de reconstrucción.

Philip contuvo el aliento.

El rey pareció pensativo.

Waleran abrió la boca dispuesto a hablar, pero Henry le hizo callar con un gesto.

—Es una idea inteligente. Me gustaría hacerlo —dijo el rey.

A Philip le dio un salto el corazón.

—Lo malo es que acabo de prometer virtualmente el condado a Percy Hamleigh —dijo el rey.

Philip no pudo acallar un lamento. Había pensado que el rey iba a decir que sí. La decepción fue como una puñalada.

Henry y Waleran quedaron pasmados. Nadie había previsto aquello.

Henry fue el primero en hablar.

—¿Virtualmente? —preguntó.

El rey se encogió de hombros.

—Podría zafarme del compromiso, aunque resultaría considerablemente embarazoso. Después de todo fue Percy quien condujo ante la justicia al traidor Bartholomew.

—No sin ayuda, mi señor —intervino rápido Waleran.

—Sabía que tuviste cierta parte en ello.

—Fui yo quien informó a Percy Hamleigh de la conspiración contra vos.

—Sí. Y a propósito ¿cómo lo supiste tú?

Philip se agitó nervioso. Estaban pisando terreno peligroso. Nadie debía saber que en su origen la información procedía de su hermano Francis, ya que este seguía trabajando para Robert de Gloucester, a quien le había sido perdonada su intervención en la conspiración.

—La información me llegó a través de una confesión en el lecho de muerte —dijo Waleran.

Philip se sintió aliviado. Waleran estaba repitiendo la mentira que Philip le había dicho a él, pero hablando como si esa «confesión» se la hubieran hecho a él y no a Philip. Pero este se sentía más que contento de que la atención se apartara de su propia persona en todo ese asunto.

—Aun así fue Percy y no tú quien lanzó el ataque contra el castillo de Bartholomew, jugándose el todo por el todo, y quien arrestó al traidor.

—Puedes recompensar a Percy de cualquier otra manera —le sugirió Henry.

—Lo que quiere Percy es Shiring —dijo Stephen—. Conoce la zona. Y la gobernará de forma efectiva. Podría darle Cambridgeshire, pero ¿le seguirían los hombres de los pantanos?

—Primero debes dar gracias a Dios y después a los hombres. Fue Dios quien te hizo rey —dijo Henry.

—Pero Percy arrestó a Bartholomew.

Henry se sintió ofendido ante tamaña irreverencia.

—Dios lo controla todo…

—No insistas en ello —dijo Stephen alzando la mano derecha.

—Está bien —repuso Henry en actitud sumisa.

Aquello fue una clara demostración del poder real. Por un momento habían estado discutiendo casi como iguales, pero Stephen con una breve frase había recuperado la ventaja.

Philip se sintió amargamente decepcionado. Al principio le pareció que era una petición imposible, pero poco a poco había empezado a pensar que se la concedería, imaginando incluso cómo utilizaría aquella riqueza. Ahora había vuelto a la realidad con un fuerte batacazo.

—Mi señor rey —dijo Waleran—. Os doy gracias por mostraros dispuesto a reconsiderar el futuro del condado de Shiring, y esperaré vuestra decisión con ansiedad y oración.

Era impecable, se dijo Philip. Parecía como si Waleran aceptara con elegancia. De hecho venía a recapitular que la cuestión quedaba todavía pendiente. El rey no había dicho eso. Bien analizada, la respuesta había sido negativa. Pero no había nada ofensivo en insistir en que el rey todavía podía inclinar su decisión a uno u otro lado. Debo recordar esto, pensó Philip; cuando estés a punto de recibir una negativa, trata de lograr un aplazamiento.

Stephen vaciló un instante, como si albergara una leve sospecha de que le estaban manejando. Luego pareció desechar cualquier duda.

—Gracias a los tres por haber venido a verme —dijo.

Philip y Waleran dieron media vuelta y se dispusieron a salir, pero Henry siguió en sus trece.

—¿Cuándo conoceremos tu decisión?

De nuevo Stephen pareció sentirse en cierto modo acorralado.

—Pasado mañana —dijo.

Henry se inclinó y los tres salieron de la habitación.

La incertidumbre era casi tan mala como una negativa. Philip encontraba insoportable la espera. Pasó la tarde con la maravillosa colección de libros del priorato de Winchester, pero ni siquiera ellos eran capaces de impedir que siguiera especulando sobre lo que el rey tendría en la mente. ¿Podía el rey desdecirse de la promesa que había hecho a Percy Hamleigh? ¿Hasta qué punto era Percy importante? Era un miembro de la pequeña aristocracia rural que aspiraba a un condado. Con toda seguridad Stephen no tenía motivo alguno para temer ofenderle. Pero ¿hasta qué punto Stephen quería ayudar a Kingsbridge? Era notorio que los reyes se hacían más devotos con la edad. Y Stephen era joven.

Philip se encontraba barajando una y otra vez las posibilidades en su mente y mirando, aunque sin leer, el De Consolatione Philosophiae Libri V de Boecio, cuando un novicio llegó prácticamente de puntillas por una de las galerías del claustro y se acercó a él con timidez.

—En el patio exterior hay alguien que pregunta por vos, padre —le susurró el muchacho.

Era evidente que no se trataba de un monje, ya que habían hecho esperar afuera al visitante.

—¿Quién es? —preguntó Philip.

—Es una mujer.

La primera y aterradora idea que acudió al pensamiento de Philip era que se trataba de la prostituta que le había abordado delante de la casa de la moneda. Pero aquel día se había encontrado con la mirada de otra mujer.

—¿Qué aspecto tiene?

El muchacho hizo un gesto de aversión.

Philip asintió comprensivo.

—Regan Hamleigh. —¿Qué nueva maldad estaría concibiendo?—. Voy en seguida.

Recorrió despacio y pensativo los claustros y salió al patio. Necesitaría de todo su ingenio para tratar con esa mujer.

Regan se encontraba en pie, delante del locutorio del intendente, envuelta en una gruesa capa, ocultando su rostro con una capucha. Miró a Philip con tan clara malevolencia que este estuvo en un tris de dar media vuelta e irse de inmediato por donde había venido. Pero luego se sintió avergonzado de huir ante una mujer y se mantuvo firme.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó.

—¡Monje necio! —escupió— ¿Cómo podéis ser tan estúpido?

Se sintió enrojecer.

—Soy el prior de Kingsbridge. Y mejor será que me llames Padre —le dijo. Pero se dio cuenta, fastidiado, de que parecía más bien petulante que autoritario.

—Muy bien, padre, ¿cómo es posible que os dejéis utilizar por esos dos obispos codiciosos?

Philip aspiró hondo.

—¡Habla sin rodeos! —dijo enfadado.

—Resulta difícil encontrar palabras bastante claras para alguien tan necio como vos, pero lo intentaré. Waleran está utilizando la iglesia incendiada como pretexto para hacerse con las tierras del condado de Shiring en su propio provecho. ¿He hablado con bastante claridad? ¿Habéis captado la idea?

El tono desdeñoso de Regan seguía sulfurando a Philip, pero no pudo resistir a la tentación de defenderse.

—No hay nada oculto en todo ello —dijo—. Los ingresos procedentes de la tierra están destinados a reconstruir la catedral.

—¿Qué os hace pensar eso?

—Esa era la idea —protestó Philip, aunque en el fondo de la mente empezara a sentir el resquemor de la duda.

Cambió el tono desdeñoso de Regan que se hizo malicioso.

—¿Pertenecerán las nuevas tierras al priorato? ¿O más bien a la diócesis? —insinuó.

Philip se la quedó mirando un instante y luego apartó la vista. El rostro de aquella mujer era demasiado repelente. Él había estado trabajando con la presunción de que las tierras pertenecerían al priorato y estarían bajo su control, y no la diócesis, en cuyo caso el control lo tendría Waleran. Pero en aquel momento recordó que cuando fueron recibidos por el rey, el obispo Henry había pedido específicamente al rey que aquellas tierras fueran dadas a la diócesis. Philip supuso en aquel momento que se trataba de un lapsus linguae. Pero no recordaba que lo hubieran subsanado entonces ni después.

Observó suspicaz a Regan. Era imposible que hubiera sabido de antemano lo que Henry iba a decir al rey. Tal vez tuviera razón respecto a ello. Quizá sólo estuviera intentando crear dificultades. Con una disputa entre Philip y Waleran, llegado a ese punto, ella llevaba todas las de ganar.

—Waleran es el obispo y ha de tener una catedral —dijo Philip.

—Ha de tener un montón de cosas —aclaró ella. Al empezar a razonar parecía menos malévola y más humana, pero aún así Philip no podía soportar mirarla por mucho tiempo—. Para algunos obispos lo primero sería una hermosa catedral. Waleran tiene otras necesidades. En cualquier caso, mientras tenga en su mano los cordones de la bolsa se encontrará en posición de conceder lo que le parezca, mucho o poco, a vos y a vuestros constructores.

Philip se dio cuenta de que, al fin, Regan tenía razón en algo. Si fuera Waleran quien cobrara las rentas, naturalmente retendría parte de ellas para sus gastos. Y únicamente él podría fijar esa parte. No habría nada que le impidiera desviar los fondos para asuntos ajenos a la catedral, si así lo deseaba. Y Philip nunca sabría de un mes para otro si estaría en condiciones de pagar a los constructores.

No cabía la menor duda de que sería preferible que fuera el priorato el que tuviera la propiedad de la tierra. Pero Philip estaba seguro de que Waleran se opondría a esa idea y de que el obispo Henry respaldaría a Waleran. Para Philip la única esperanza era el rey. Y el rey Stephen, al ver a los hombres de la iglesia divididos, era posible que resolviera el problema entregando el condado a Percy Hamleigh.

Que naturalmente era lo que Regan buscaba.

Philip negó con la cabeza.

—Si Waleran está intentando engañarme, ¿para qué habría de traerme aquí? Hubiera podido venir solo y presentar su súplica.

Ella asintió.

—Pudo haberlo hecho. Pero también el rey podía haberse preguntado hasta qué punto era sincero Waleran al decir que sólo quería el condado para construir una catedral. Vos habéis hecho que desapareciese cualquier duda que Stephen pudiese albergar al aparecer aquí para apoyar la solicitud de Waleran. —Su tono se hizo de nuevo desdeñoso—. Y vos tenéis un aspecto tan patético con vuestro hábito manchado que habéis inspirado lástima al rey. No, Waleran fue muy listo al traeros con él.

Philip tenía la horrible sensación de que tal vez Regan estuviera en lo cierto, pero no estaba dispuesto a admitirlo.

—Lo que pasa es que tú quieres el condado para tu marido —le dijo.

—Si pudiera daros la prueba, ¿cabalgaríais medio día para verla vos mismo?

Lo último que quería Philip era verse enredado en las manipulaciones de Regan. Pero tenía que averiguar si su alegato era verdadero.

—Sí, cabalgaré medio día —admitió a disgusto.

—¿Mañana?

—Sí.

—Estad preparado al amanecer.

Era William Hamleigh, el hijo de Percy y Regan, quien a la mañana siguiente estaba esperando a Philip en el patio exterior cuando los monjes empezaban a cantar prima. Philip y William salieron de Winchester por la Puerta Oeste, torciendo de inmediato hacia el Norte en la calle Athelynge. Philip pronto se dio cuenta de que el palacio del obispo Waleran estaba en esa dirección y se encontraba a medio día de viaje. De manera que allí era a donde iban. Pero ¿por qué? Se sentía profundamente receloso, y decidió mantenerse alerta ante cualquier astucia. Era muy posible que los Hamleigh intentaran utilizarlo. Hizo cábalas de cómo podrían hacerlo. Tal vez Waleran poseyera algún documento que los Hamleigh quisieran ver o incluso robar, alguna especie de escritura o carta de privilegio. El joven Lord William podía decir al servicio del obispo que habían enviado a los dos a buscar el documento. Seguramente le creerían por ir Philip con él. Era muy posible que William escondiera una carta en la manga. Philip tenía que mantenerse en guardia. Era una mañana gris y melancólica, bajo una fina lluvia. William cabalgó a buena marcha durante las primeras millas, pero luego disminuyó el ritmo para dejar que descansaran los caballos.

—Así que quiere quitarme el condado, monje —dijo al cabo de un rato.

Philip quedó desconcertado ante su tono hostil. No había hecho nada para merecerlo y le molestó, así que su respuesta fue dura.

—¿A ti? —dijo—. Tú no vas a tenerlo, muchacho. Puede que lo reciba yo, o tu padre, o quizás el obispo Waleran. Pero nadie ha pedido al rey que te lo dé a ti. Eso suena a broma.

—Yo lo heredaré.

—Eso está por verse. —Philip llegó a la conclusión de que no valía la pena discutir con William—. No te deseo ningún mal —dijo en tono conciliatorio—. Lo único que yo quiero es construir una nueva catedral.

—Entonces quedaos con el condado de algún otro —dijo William—. ¿Por qué la gente ha de tomarla siempre con nosotros?

Philip se dio cuenta de que había una gran amargura en el tono del muchacho.

—¿La toma la gente siempre con vosotros? —le preguntó.

—Cabía esperar que hubieran aprendido la lección de lo ocurrido a Bartholomew. Insultó a nuestra familia y mirad dónde está ahora.

—Creí que era su hija la responsable del insulto.

—Esa zorra es tan orgullosa y arrogante como el padre. Pero también ella sufrirá. Al final todos se arrodillarán ante nosotros, ya verá.

Esos no eran los sentimientos naturales de un muchacho de veinte años, se dijo Philip. William se asemejaba más a una mujer de mediana edad envidiosa y virulenta. Philip no disfrutaba en modo alguno con aquella conversación. La mayoría de la gente disimulaba su enconado odio con una cierta elegancia, pero William era demasiado tosco para hacerlo.

—Más vale dejar la venganza para el día del Juicio Final —dijo Philip.

—¿Por qué no esperáis vos al día del Juicio Final para construir vuestra iglesia?

—Porque para entonces será demasiado tarde para salvar las almas de los pecadores de los tormentos del infierno.

—¡No empecéis con eso! —dijo William con una nota de histeria en la voz—. ¡Reservadlo para vuestros sermones!

Philip se sintió tentado de darle otra réplica mordaz, pero se mordió la lengua. Había algo muy extraño en aquel muchacho. Tenía la sensación de que William podía ser presa en cualquier momento de una furia incontrolable y que si se enfurecía podía ser extraordinariamente violento. Philip no le tenía miedo. No temía a los hombres violentos, tal vez porque de niño había visto lo peor que eran capaces de hacer y había sobrevivido. Pero nada se ganaba enfureciendo a William con reprimendas, así que le habló con calma.

—El cielo y el infierno es de lo que yo me ocupo. La virtud y el pecado, el perdón y el castigo, lo bueno y lo malo. Me temo que no puedo guardar silencio respecto a ellos.

—Entonces hablad con vos mismo —dijo William y espoleando al caballo lo puso al trote apartándose de Philip.

Cuando se encontraba ya a cuarenta o cincuenta yardas de distancia de Philip, volvió a reducir la marcha. Este se preguntó si el muchacho reduciría la marcha y volvería para cabalgar a su lado, pero no lo hizo y durante el resto de la mañana cabalgaron separados.

Philip se sentía inquieto y algo deprimido; había perdido el control de su destino. En Winchester había dejado que Waleran Bigod llevara la voz cantante y en esos momentos permitía que William Hamleigh le indujera a hacer ese viaje misterioso. Todos están intentando manipularme, se dijo. ¿Por qué permito que lo hagan? Es hora de que sea yo quien empiece a tomar la iniciativa. Pero en ese momento no había nada que pudiera hacer, salvo dar media vuelta y volver a Winchester, y ello parecía un gesto fútil, de manera que siguió tras William, contemplando meditabundo los cuartos traseros del caballo de este mientras continuaban cabalgando.

Poco antes del mediodía llegaron al valle donde se alzaba el palacio del obispo. Philip recordaba haber acudido allí a principios de año, terriblemente agitado, llevando consigo un secreto mortal. Desde entonces habían cambiado extraordinariamente un montón de cosas.

Ante su sorpresa, William dejó atrás el palacio y empezó a subir por la colina. El camino se estrechaba hasta convertirse en un pequeño sendero entre los campos. Philip sabía que no conducía a ninguna parte importante. A medida que alcanzaban la cima de la colina, Philip observó que se estaban llevando a cabo obras de edificación. Algo por debajo de la cima les detuvo, un banco de tierra que parecía cavada recientemente. A Philip le asaltó una terrible sospecha.

Apartándose, cabalgaron a lo largo del banco hasta encontrar un hueco. En el interior del banco había un foso seco, relleno a esa altura para permitir que pasara la gente. Lo atravesaron.

—¿Es esto lo que hemos venido a ver? —preguntó Philip.

William se limitó a asentir con la cabeza.

Había quedado confirmada la sospecha de Philip. Waleran estaba construyéndose un castillo. Sintió una inmensa tristeza.

Aguijó a su caballo y atravesó la cuneta con William a la zaga. La cuneta y el banco rodeaban la cima de la colina. Junto al borde interior de la cuneta se había levantado un grueso muro de piedra hasta una altura de dos o tres pies. Era evidente que el muro estaba sin terminar, y a juzgar por su grosor se había pensado que fuera muy alto.

Waleran estaba construyendo un castillo, pero allí no había trabajadores ni se veían herramientas ni almacenamientos de piedras o madera. Se había hecho mucho en poco tiempo. Y de repente habían suspendido los trabajos. Era evidente que Waleran se había quedado sin dinero.

—Supongo que no habrá duda de que es el obispo quien está construyendo este castillo —dijo Philip a William.

—¿A quién iba a permitir Waleran Bigod que construyera un castillo cerca de su palacio? —repuso William.

Philip se sintió dolido y humillado. La cuestión era de una claridad meridiana. El obispo Waleran quería el condado de Shiring, con su cantera y su madera para construir su propio castillo, no una catedral. Philip era tan sólo un instrumento, el incendio de la catedral de Kingsbridge una excusa oportuna. Su papel consistía en avivar la devoción del rey para que concediera el condado a Waleran.

Philip se vio a sí mismo tal como Waleran y Henry debían verle. Ingenuo, sumiso, sonriente y conforme mientras se le conducía al matadero. Le habían juzgado a la perfección. Había confiado en ellos, había delegado en ellos, incluso había soportado con una sonrisa sus desaires porque creía que le estaban ayudando, cuando en realidad le estaban engañando.

Se sentía escandalizado ante la falta de escrúpulos de Waleran. Recordaba la mirada de tristeza de Waleran mientras contemplaba la catedral en ruinas. Philip había avistado por un instante en Waleran una devoción hondamente arraigada. Waleran debía pensar que al servicio de la Iglesia los fines piadosos justifican los medios deshonestos. Philip jamás lo creyó así. «Nunca haría a Waleran lo que este está intentando hacerme a mí», se dijo.

Jamás se había considerado crédulo. Se preguntaba en qué residía su error. Y pensó que había permitido que le deslumbraran el obispo Henry y sus ropajes de seda, la magnificencia de Winchester y su catedral, los montones de plata en la casa de la moneda, las cantidades de carne en las carnicerías y, sobre todo, la idea de ver al rey. Había olvidado que Dios ve a través de los ropajes de seda en el corazón pecador, que la única riqueza que vale la pena es la de obtener el tesoro del cielo y que incluso el rey ha de arrodillarse en la iglesia. Al experimentar la sensación de que todos los demás eran mucho más poderosos y sofisticados que él había perdido de vista sus propios valores, dejado en suspenso sus facultades críticas y depositado su confianza en sus superiores. Su recompensa había sido el engaño.

Echó una última mirada al castillo en construcción batido por la lluvia y luego hizo dar vueltas a su caballo y se alejó sintiéndose herido. William le siguió.

—¿Qué dice ahora de eso, monje? —se mofó William. Philip no contestó.

Recordaba que había ayudado a que Waleran llegara a ser obispo.

Quieres que te designe prior de Kingsbridge y yo quiero que me hagas obispo, le había dicho Waleran.

Claro que Waleran no había revelado que el obispo había muerto ya, de manera que la promesa parecía algo insustancial. Y parecía que Philip estaba obligado a hacer esa promesa para asegurarse la elección como prior. Pero todo ello eran excusas. La realidad era que debía haber dejado la elección de prior y del obispo en manos de Dios.

No había tomado esa piadosa decisión y recibía el castigo al tener que contender ahora con el obispo Waleran.

Cuando pensaba hasta qué punto le habían desairado, manipulado y engañado, se sentía furioso. Se dijo con amargura que la obediencia era una virtud monástica, pero fuera de los claustros tenía sus inconvenientes; el mundo del poder y de la riqueza urgía a que un hombre fuera exigente, receloso e insistente.

—Esos obispos embusteros le han hecho quedar como un tonto ¿no es así? —dijo William.

Philip frenó a su caballo. Temblando de ira apuntó con un dedo acusador a William.

—Cierra la boca, muchacho. Estás hablando de obispos santos de Dios. Si dices una sola palabra más te prometo que arderás en los infiernos.

William se quedó lívido de terror.

Philip aguijó a su caballo. La actitud burlona de Hamleigh le hizo recordar que los Hamleigh tenían un motivo ulterior al llevarle a ver el castillo de Waleran. Querían provocar el enfrentamiento entre Philip y Waleran para asegurarse de que el tan disputado condado no fuera a manos del prior y tampoco del obispo, sino a las de Percy. Bueno, Philip no estaba dispuesto a que ellos también lo manipularan. Había acabado con las manipulaciones. En adelante él sería quien practicara el juego.

Todo eso estaba muy bien, pero ¿qué podía hacerse? Si Philip se enfrentaba a Waleran, Percy sería el beneficiario de las tierras, y si Philip no hacía nada sería Waleran quien se las llevara.

¿Qué era lo que el rey quería? Quería ayudar a construir la nueva catedral. Era un gesto realmente regio y beneficiaría a su alma en la otra vida. Pero también necesitaba recompensar la lealtad de Percy. Y aunque resultara bastante extraño, no parecía tener demasiado interés en dar satisfacción a los hombres más poderosos, los dos obispos. A Philip se le ocurrió que quizás la solución del dilema que resolviera el problema del rey fuera la de satisfacer a ambos, a él y a Percy Hamleigh.

Bueno, esa era una idea.

Y le satisfizo. Una alianza entre él y los Hamleigh era lo último que alguien pudiera imaginar, y tal vez por eso mismo pudiera dar resultado. Los obispos estarían completamente ajenos a ello, por lo que les cogería del todo desprevenidos.

Sería un estupendo trastrocamiento.

Pero ¿sería capaz de negociar un trato con los codiciosos Hamleigh? Percy quería las ricas tierras de cultivo de Wiltshire, el título de conde y el poder y prestigio de un cuerpo de caballeros bajo su mando. Philip también quería las ricas tierras de cultivo, no así el título de conde ni a los caballeros. Estaba más interesado en la cantera y en el bosque.

En la mente de Philip empezaba a tomar forma una especie de compromiso; empezó a pensar que todavía no estaba todo perdido.

Resultaría reconfortante ganar ahora después de todo lo ocurrido.

Con creciente excitación empezó a considerar la forma de abordar a los Hamleigh. Estaba decidido a no desempeñar el papel de suplicante. Tenía que formular su proposición de forma que pareciera irresistible.

Para cuando llegaron a Winchester la capa de Philip estaba empapada y su caballo irritable, pero pensaba que tenía la respuesta.

—Vamos a ver a tu madre —dijo a William al pasar por debajo del arco de la Puerta Oeste.

William se mostró sorprendido.

—Pensaba que quería ir a ver inmediatamente al obispo Waleran.

Sin duda eso era lo que Regan había dicho a William que cabía esperar.

—No te molestes en decirme lo que piensas —le dijo Philip con tono tajante—. Llévame junto a tu madre.

Se sentía dispuesto a un enfrentamiento con Lady Regan. Se había mantenido pasivo demasiado tiempo.

William dio la vuelta en dirección sur y condujo a Philip a una casa en la calle Gold, entre el castillo y la catedral. Era una gran morada con muros de piedra hasta la altura de la cintura de un hombre y estructura de madera en la parte superior. En el interior había un vestíbulo de entrada al que daban varios departamentos. Probablemente los Hamleigh se alojarían allí. Muchos ciudadanos de Winchester alquilaban habitaciones a personas que acompañaban a la corte regia. Si Percy obtuviera el título de conde tendrían una casa en la ciudad.

William hizo entrar a Philip en una habitación delantera con una gran cama y una chimenea. Regan estaba sentada junto al fuego y Percy en pie, a su lado. Regan miró a Philip con expresión sorprendida, pero se dominó rápidamente.

—Bueno, monje ¿tenía yo razón? —dijo.

—Te has equivocado de medio a medio, necia mujer —dijo Philip con dureza.

Regan enmudeció, sobresaltada ante el tono enfadado de Philip.

Este se sintió satisfecho al poder administrarle un poco de su propia medicina. Siguió hablando con el mismo tono.

—Pensaste que podrías provocar un enfrentamiento entre Waleran y yo. ¿Imaginaste por un momento que yo pudiera descubrir lo que planeabas? Eres una taimada arpía, aunque no la única persona en el mundo capaz de pensar.

Por la expresión de ella, Philip pudo darse cuenta de que comprendía que su plan no había dado resultado y que pensaba furiosamente qué podía hacer. Siguió presionándola mientras la veía desconcertada.

—Has fracasado, Regan. Ahora tienes dos opciones. Una, la de mantenerte a la expectativa y esperar a que ocurra lo mejor, cifrando vuestras esperanzas en la decisión del rey. Vuestra suerte depende de su talante mañana por la mañana.

Hizo una pausa.

—¿Y la otra opción? —preguntó ella reacia.

—La otra es que hagamos un trato, tú y yo. Nos dividimos el condado sin dejar nada a Waleran. Acudimos ante el rey en privado y le decimos que hemos llegado a un acuerdo. Y obtenemos la bendición real antes de que los obispos puedan formular objeciones. —Philip se sentó en un banco simulando indiferencia—. Es vuestra mejor oportunidad. En realidad no tenéis elección. —Clavó la mirada en el fuego, no queriendo que Regan se diese cuenta de lo tenso que se sentía; pensó que aquella idea había de atraerles. Era la certeza de obtener algo contra la posibilidad de no lograr nada. Pero eran codiciosos… Quizás prefiriesen arriesgar el todo por el todo.

Percy fue el primero en hablar.

—¿Dividir el condado? ¿Cómo?

Philip observó con alivio que al fin se mostraban interesados.

—Voy a proponer una división tan generosa que estaríais locos si la rechazaseis —le dijo Philip. Se volvió hacia Regan—. Os estoy ofreciendo la mejor parte.

Le miraron a la espera de que siguiera hablando, pero Philip permaneció callado.

—¿Qué queréis decir con lo de la mejor mitad?

—¿Qué es más valioso? ¿La tierra cultivable o el bosque?

—Ciertamente la tierra cultivable.

—Entonces vos la tendréis y yo el bosque.

Regan entornó los ojos.

—De esa forma tendréis madera para vuestra catedral.

—Acertasteis.

—¿Y qué hay de los pastos?

—¿Qué preferís… los pastos de ganado o aquellos en los que pacen las ovejas?

—Los primeros.

—Entonces yo me quedaré con las granjas de la colina y sus ovejas. ¿Qué preferiríais, los ingresos de los mercados o la cantera?

—Los ingresos de los merc… —empezó a decir Percy.

—Supongamos que queremos la cantera —le interrumpió Regan.

Philip comprendió que se había dado cuenta de su propósito. Quería la piedra de la cantera para su catedral. Él sabía que Regan no la quería. Los mercados dejaban más dinero con menos esfuerzos.

—Sin embargo no la querréis ¿verdad? —dijo con firmeza.

—No. Nos quedaremos con los mercados —dijo Regan sacudiendo la cabeza.

Percy intentó aparentar nerviosismo como si le estuvieran esquilmando.

—Necesito el bosque para cazar —dijo—. Un conde ha de ir de caza de vez en cuando.

—Podréis cazar en él —dijo Philip presuroso—. Yo sólo quiero la madera.

—Es razonable —dijo Regan. Su conformidad había sido tan rápida que a Philip le asaltó la inquietud. ¿Habría dejado de lado algo importante sin darse cuenta? ¿O acaso fuera sencillamente que Regan se sentía impaciente por prescindir de detalles de poca monta? Antes de que pudiera seguir reflexionando, Regan continuó hablando—. Supongamos que al revisar las escrituras y cartas de privilegio de la vieja tesorería del conde Bartholomew encontramos que hay algunas tierras que nosotros creemos que deberían ser nuestras y vos pensáis que os corresponden.

El hecho de que se detuviera a discutir semejantes detalles animó a Philip a pensar que iba a aceptar su proposición.

—Habremos de ponernos de acuerdo sobre alguien que arbitre. ¿Qué os parece el obispo Henry? —dijo con frialdad Philip intentando disimular su excitación.

—¿Un sacerdote? —dijo ella con su habitual desdén—. ¿Se mostraría objetivo? No. ¿Qué me decís del sheriff de Wiltshire?

Philip pensó que no sería más objetivo que el obispo, pero no se le ocurría nada capaz de satisfacer a ambas partes, así que hizo su último observación.

—De acuerdo…, a condición de que si entramos en disputa sobre su decisión tengamos el derecho de apelar al rey.

Esa sería suficiente salvaguardia.

—De acuerdo —dijo Regan. Luego, mirando de soslayo a su marido agregó—: Si es del agrado de mi marido.

—Sí, sí —dijo Percy.

Philip sabía que estaba rozando el triunfo.

—Si estamos de acuerdo sobre la propuesta en su conjunto entonces… —empezó a decir respirando hondo.

—Esperad un momento —le interrumpió Regan—. No estamos de acuerdo.

—Pero si os he dado cuanto queríais.

—Aún podemos obtener todo el condado, no una parte.

—Y también es posible que no recibáis nada en absoluto.

Regan vaciló.

—¿Cómo os proponéis llevar esto adelante si llegamos a un acuerdo?

Philip había pensado en ello. Miró a Percy.

—¿Te será posible ver al rey esta noche?

—Si tengo un buen motivo… sí —dijo Percy, aunque parecía inquieto.

—Ve a verle y dile que hemos llegado a un acuerdo. Pídele que lo anuncie como su decisión mañana por la mañana. Asegúrale que tanto tú como yo estamos satisfechos con dicho acuerdo.

—¿Y qué me decís si pregunta si los obispos se muestran también de acuerdo?

—Dile que no ha habido tiempo de consultarles. Recuérdale que es el prior, no el obispo, quien ha de construir la catedral. Dale a entender que si yo quedo satisfecho los obispos deben de estarlo también.

—Pero ¿qué pasará si los obispos presentan quejas al anunciarse el trato?

—¿Cómo podrían hacerlo? —dijo Philip—. Su pretensión es que solicitan el condado tan sólo con el fin de financiar la construcción de la catedral. No es concebible que Waleran proteste alegando que de esa manera ya no podrá desviar fondos para otros fines.

Regan emitió una especie de cacareo. Le gustaba la astucia de Philip.

—Es un buen plan —dijo.

—Hay una condición —advirtió Philip mirándola de frente—. El rey tiene que anunciar que mi parte está destinada al priorato. Si no deja esa especificación bien clara, le pediré que lo haga. Si dice cualquier otra cosa, la diócesis, el sacristán, el arzobispo, cualquiera otra cosa, rechazaré de plano el trato. No quiero que haya duda alguna sobre ello.

—Comprendo —dijo Regan algo malhumorada.

Su irritación hizo sospechar a Philip que estaba barajando con la idea de presentar al rey una versión ligeramente diferente al acuerdo. Estaba satisfecho de haber dejado bien claro ese punto. Se levantó para irse, pero quería sellar aquel pacto de alguna forma.

—Entonces estamos de acuerdo —dijo con una levísima inflexión interrogante en la voz—. Tenemos un pacto solemne.

Miró a ambos.

—Tenemos un pacto —repitió Percy, al tiempo que Regan asentía ligeramente.

Philip empezó a latirle el corazón más aprisa.

—Bueno —dijo tajante—. Os veré mañana por la mañana en el castillo.

Mantuvo el rostro impávido mientras abandonaba la habitación, pero al salir a la calle, ya a oscuras, se permitió dar rienda suelta a su satisfacción con una amplia y triunfante sonrisa.

Después de cenar, Philip se sumió en un sueño inquieto y turbulento. Se levantó a medianoche para maitines y luego permaneció despierto en su colchón de paja preguntándose qué pasaría al día siguiente.

A su juicio el rey Stephen debería sancionar la propuesta ya que resolvía su problema. Le proporcionaba un conde y una catedral. De lo que no estaba tan seguro era de que Waleran aceptara su derrota, pese a lo que él había asegurado a lady Regan. Era posible que encontrara una excusa para oponerse. Si su línea de pensamiento fuera lo bastante rápida, podía protestar de que semejante trato no aportaría el dinero necesario para la impresionante catedral que él quería, prestigiosa y ricamente decorada. Podrían persuadir al rey para que reflexionara de nuevo.

Poco antes del amanecer, a Philip se le ocurrió un nuevo peligro: la posibilidad de que Regan le traicionara. Podía hacer un trato con Waleran. ¿Y si hubiera ofrecido al obispo el mismo trato? Waleran podría disponer de la piedra y de la madera que necesitaba para su castillo. Tal posibilidad le mantuvo inquieto en el lecho. Deseaba haber podido ir en persona a ver al rey, pero este probablemente no le hubiera recibido y además Waleran hubiera podido enterarse y mostrarse suspicaz. No, no le era posible tomar ninguna precaución para protegerse contra el riesgo de la traición. Ahora lo único que le cabía hacer era rezar.

Y así lo hizo hasta apuntar el día.

Desayunó con los monjes. Descubrió que el pan blanco no llenaba el estómago como el pan bazo, pero de todas maneras aquella mañana no le era posible comer mucho. Fue temprano al castillo aún sabiendo que el rey no recibía gente a aquella hora. Entró en el salón vestíbulo y se sentó a esperar en uno de los bancos tallados en la piedra.

El salón iba llenándose lentamente de solicitantes y cortesanos. Algunos de ellos iban lujosamente vestidos con túnicas amarillas, azules y rosas, y lujosas orlas de piel en sus capas. Philip recordó que el famoso Libro Domesday se guardaba en alguna parte del castillo. Probablemente se encontraría en el salón de arriba donde el rey había recibido a Philip y a los dos obispos. Philip no lo había visto, pero estaba demasiado nervioso para darse cuenta de nada. El tesoro real también estaba allí, pero era de suponer que se encontraría en el piso más alto, en una bóveda, en el dormitorio del rey. Una vez más Philip se sintió en cierto modo deslumbrado por cuanto le rodeaba, pero decidió que no le intimidaría por más tiempo. Toda aquella gente con sus hermosos atavíos, caballeros y lores, mercaderes y obispos, no eran más que hombres. La mayoría de ellos apenas sabían escribir sus nombres. Además se encontraban allí para obtener algo para sí mientras que él, Philip, estaba allí en nombre de Dios. Su misión y su descolorido hábito marrón le situaban por encima de todos aquellos solicitantes, no por debajo de ellos.

Aquel pensamiento le dio valor.

Cuando apareció un sacerdote en lo alto de la escalera que conducía al piso superior, le produjo una cierta tensión. Todo el mundo esperaba que aquello significase que el rey iba a recibir. El sacerdote intercambió algunas palabras en voz baja con uno de los guardias armados. Luego subió de nuevo las escaleras. El guardia seleccionó a un caballero entre toda aquella multitud. Este dejó su espada a los guardias y subió las escaleras.

Philip pensó en la vida tan extraña que debían llevar los clérigos del rey. Claro que el rey había de tener clérigos junto a él, no sólo para decir misa sino también para llevar a cabo toda la lectura y escritura requeridos por el gobierno del reino. No había nadie que pudiera hacerlo salvo los clérigos. Aquellos pocos legos que habían aprendido a leer y a escribir no podían hacerlo con la rapidez suficiente. Pero no había demasiada santidad en la vida de los clérigos del rey. El propio hermano de Philip, Francis, había elegido esa vida y trabajaba para Robert de Gloucester. Si es que vuelvo a verle alguna vez, se dijo Philip, tengo que preguntarle cómo es su vida.

Poco después de que el primer solicitante subiera las escaleras aparecieron los Hamleigh.

Philip resistió el impulso de acercarse a ellos de inmediato. No quería que la gente supiera que estaban en connivencia. Todavía no. Los miró con atención, estudiando sus expresiones e intentando leer sus pensamientos. Llegó a la conclusión de que William parecía esperanzado, Percy ansioso y Regan tensa como la cuerda de un arco. Al cabo de unos momentos, Philip se puso en pie y atravesó el salón con el aire más indiferente que le fue posible adoptar. Les saludó con cortesía.

—¿Le has visto? —preguntó a Percy.

—Sí.

—¿Y qué?

—Dijo que lo pensaría durante la noche.

—Pero ¿por qué? —inquirió Philip. Estaba decepcionado y contrariado—. ¿Qué hay que pensar?

—Preguntádselo a él —dijo Percy encogiéndose de hombros.

Philip estaba exasperado.

—Bueno, ¿qué actitud tenía? ¿Parecía complacido o qué?

—Me parece que le ha gustado la idea de verse liberado de su dilema, pero que se siente suspicaz por el hecho de que todo parezca demasiado fácil.

Era una suposición sensata, pero aún así Philip estaba fastidiado de que el rey Stephen no hubiera cogido al vuelo esa oportunidad.

—Será mejor que no sigamos hablando —dijo al cabo de un momento—. No nos interesa que los obispos piensen que estamos conspirando contra ellos, al menos hasta que el rey anuncie su decisión.

Saludó cortésmente con una inclinación de cabeza y se alejó.

Volvió a su asiento de piedra. Intentó pasar el tiempo pensando en lo que haría si su plan daba resultado. ¿Podría empezar pronto la nueva catedral? Dependería sobre todo de lo deprisa que pudiera sacar algún dinero de sus nuevas propiedades. Debía de haber un buen número de ovejas; tendría vellón para vender en verano. Podían alquilarse algunas de las granjas de la colina y la mayoría de los alquileres se pagaban inmediatamente después de la cosecha. Para otoño tal vez hubiera dinero suficiente para contratar a un leñador y a un maestro cantero para empezar a almacenar madera y piedra. Al mismo tiempo, los trabajadores podrían empezar a excavar para los cimientos bajo la vigilancia de Tom Builder. Podrían estar preparados para empezar a trabajar con la piedra en algún momento del año siguiente.

Era un hermoso sueño.

Los cortesanos subían y bajaban las escaleras con alarmante rapidez. Aquel día el rey Stephen despachaba deprisa. Philip empezó a preocuparse de que el rey pudiera terminar su trabajo del día e irse de caza antes de que llegaran los obispos.

Al fin llegaron. Philip se puso en pie lentamente mientras ellos entraban. Waleran parecía tenso, pero Henry tan sólo aburrido. Para este era una cuestión de poca importancia. Debía prestar su apoyo a un colega obispo, aún cuando el resultado no le afectara lo más mínimo. En cambio para Waleran ese resultado era crucial para su plan de construir un castillo, y ese castillo era tan sólo un peldaño en el progresivo ascenso de Waleran por la escala del poder.

Philip no estaba seguro de cómo tratarlos. Habían intentado ponerle una trampa y le hubiera gustado reprochárselo amargamente, decirles que había descubierto su traición. Pero con ello sólo lograría ponerles en guardia de que algo se tramaba, y Philip quería que no recelaran nada para que el compromiso recibiera la aprobación del rey antes de que pudieran reponerse de la sorpresa. De manera que ocultó sus sentimientos y saludó con cortesía. No hubiera debido preocuparse, ya que los obispos le ignoraron totalmente.

No pasó mucho tiempo antes de que los guardias les convocaran. Henry y Waleran subieron las escaleras abriendo la marcha seguidos por Philip. Los Hamleigh la cerraban. Philip tenía el corazón encogido.

El rey Stephen se encontraba de pie frente al fuego que ardía en la chimenea. En esa ocasión tenía un aire más enérgico y serio. Era un buen presagio, ya que se mostraría impaciente con cualquier objeción de circunstancias por parte de los obispos. El obispo Henry se acercó a su hermano y se quedó de pie junto a él, mientras los demás permanecían en fila en el centro de la habitación. Philip sintió dolor en las manos y entonces se dio cuenta de que tenía clavadas las uñas en las palmas. Aflojó los dedos.

El rey habló al obispo Henry en voz baja, de modo que nadie pudiera oírle. Henry frunció el ceño y dijo algo igualmente inaudible. Hablaron durante unos momentos y luego Stephen alzó una mano haciendo callar a su hermano. Miró a Philip.

Philip recordó que el rey le había hablado con amabilidad la última vez que estuvo allí, bromeando con su nerviosismo y diciendo que le gustaba que un monje vistiera como tal.

Sin embargo en esa ocasión no hubo conversación intrascendente. El rey tosió y empezó a hablar.

—A partir de hoy, mi leal súbdito Percy Hamleigh ostentará el título de Conde de Shiring.

Philip vio de soslayo que Waleran daba un paso hacia delante como dispuesto a protestar. Pero el obispo Henry le detuvo con un ademán rápido y severo.

El rey prosiguió.

—De las posesiones del antiguo conde, Percy recibirá el castillo, toda la tierra arrendada a los caballeros, además de todas las otras tierras de cultivo y todos los pastos de hierba.

Philip apenas podía contener su excitación. Parecía que el rey hubiera aceptado el trato. Echó otra mirada furtiva a Waleran, cuyo rostro era la viva imagen de la frustración.

Percy se arrodilló delante del rey y alargó las manos juntas en actitud de oración. El rey puso sus manos sobre las de Percy.

—Te hago a ti, Percy, Conde de Shiring, para que poseas y disfrutes las tierras y rentas antes señaladas.

—Juro por cuánto hay de sagrado ser vuestro vasallo leal y luchar por vos contra cualquier otro.

Stephen soltó las manos de Percy y este se puso en pie.

Stephen se volvió hacia los demás.

—El resto de las tierras cultivables pertenecientes al anterior conde, se las entrego —hizo una pausa mirando alternativamente a Philip y a Waleran—, se las entregó al priorato de Kingsbridge para la construcción de la nueva catedral.

Philip contuvo un grito de alegría… ¡había ganado! Pero no pudo evitar sonreír gozoso al rey. Miró a Waleran. Este se mostraba conmocionado hasta el tuétano. No pretendía en modo alguno mostrarse ecuánime. Tenía la boca abierta, los ojos desorbitados y miraba al rey con franca incredulidad. Luego volvió la mirada a Philip. Waleran sabía fuera como fuese que había fracasado y que Philip era el beneficiario de su fracaso. Pero lo que no podía imaginar era cómo había sucedido.

—El priorato de Kingsbridge disfrutará también del derecho a sacar piedra de la cantera del conde y madera de su bosque, sin limitación alguna, para la construcción de la nueva catedral —dijo el rey.

A Philip se le quedó seca la garganta. ¡Ese no era el trato! Se había acordado que tanto la cantera como el bosque pertenecerían al priorato y que Percy sólo tendría derecho a cazar. En definitiva, Regan había alterado las condiciones del trato. Según las nuevas estipulaciones, Percy tendría la propiedad, y el priorato tan sólo el derecho a sacar la piedra y la madera. Philip disponía tan sólo de unos segundos para decidir si debía rechazar todo el trato.

—En caso de desacuerdo entre ambas partes —siguió diciendo el rey— el sheriff de Shiring decidirá, pero las partes tienen el derecho de apelar a mí en última instancia. —Philip reflexionaba. Regan se ha comportado de forma deleznable, pero ¿qué diferencia hay? El trato sigue proporcionándome casi todo cuanto quería. Y entonces el rey añadió—: Creo que este acuerdo ha sido ya aprobado por las dos partes aquí presentes.

Ya no quedaba tiempo.

Waleran abrió la boca para negar que hubiera aprobado el compromiso, pero Philip se le adelantó.

—Sí, mi señor —dijo Percy.

El obispo Henry y el obispo Waleran volvieron al unísono la cabeza en dirección a Philip y se le quedaron mirando. Sus expresiones revelaban el más absoluto asombro al comprender que Philip, el joven prior que ni siquiera estaba al tanto para acudir con un hábito limpio a la corte del rey, había negociado un trato con él a sus espaldas. Al cabo de un momento la expresión de Henry se distendió divertida, como alguien que hubiere sucumbido en el tablero ante un niño de mente ágil. Pero la mirada de Waleran se tornó malévola. Philip podía leer en la mente de Waleran. Se estaba dando cuenta de que había cometido un error garrafal al subestimar a su oponente y se sentía humillado. En cuanto a Philip, aquel momento le compensaba por todo. La traición, la humillación, los desaires. Levantó la mandíbula, arriesgándose a cometer pecado de orgullo, y dirigió a Waleran una mirada con la que le decía: Habrás de poner más ahínco cuando trates de engañar a Philip de Gwynedd.

—Informaremos de mi decisión al anterior conde, Bartholomew —dijo el rey.

Philip supuso que Bartholomew se encontraría en una mazmorra, en alguna parte dentro del recinto de ese castillo. Recordó a aquellos niños viviendo con su servidor en el castillo en ruinas y se sintió en cierto modo culpable mientras se preguntaba qué sería ahora de ellos.

El rey dio permiso a todos para que se retiraran, salvo al obispo Henry. Philip atravesó la habitación como flotando en el aire. Llegó junto a la escalera al mismo tiempo que Waleran y se detuvo para que este pasara primero. Waleran le dirigió una furiosa mirada. Cuando habló su voz era como bilis y, pese al júbilo que sentía Philip, las palabras de Waleran le dejaron helado hasta el tuétano. Aquella máscara de odio abrió la boca y Waleran dijo entre dientes:

—Juro por todo cuanto hay de sagrado que jamás construirás tu iglesia.

Luego se echó al hombro las vestiduras negras y bajó las escaleras.

Philip comprendió que se había hecho un enemigo de por vida.

3

William Hamleigh apenas podía contener su excitación al aparecer Earlcastle ante sus ojos.

Era la tarde del día siguiente al que el rey había tomado su decisión. William y Walter habían cabalgado durante la mayor parte de dos días, pero William no estaba cansado. Se sentía con el corazón henchido y un nudo en la garganta. Estaba a punto de volver a ver a Aliena.

En una ocasión pensó casarse con ella porque era la hija de un conde, pero Aliena le había rechazado por tres veces. Se estremeció al recordar su desdén. Le había hecho sentirse como un don nadie, como un labriego. Se había comportado como si los Hamleigh no fueran dignos de consideración. Pero las cosas habían cambiado. Ahora era la familia de ella la que no era digna de consideración. Él era hijo de un conde y ella no era nada. No tenía título, ni posición, ni tierras, ni riquezas. Él, William, iba a tomar posesión del castillo y la iba a arrojar de él, y entonces tampoco tendría hogar. Casi parecía demasiado hermoso para ser verdad.

Aminoró la marcha de su caballo al acercarse al castillo. No quería que Aliena fuera advertida de su llegada. Quería causarle una sorpresa repentina, horrible y devastadora.

El conde Percy y la condesa Regan habían regresado a su vieja casa solariega en Hamleigh para preparar el traslado al castillo del tesoro, los mejores caballos y los sirvientes de la casa. William había de ocuparse de contratar a gentes de la zona para limpiar el castillo, encender los fuegos y hacer aquel lugar habitable.

Unas nubes bajas, de un gris acerado, se acumulaban en el cielo, tan cercanas que casi parecían rozar las almenas. Seguro que esa noche llovería. Eso le parecía insuperable. Arrojaría a Aliena del castillo bajo la lluvia.

Él y Walter desmontaron llevando a los caballos de la brida por el puente levadizo de madera. La última vez que estuve aquí me apoderé de la plaza, pensaba William orgulloso. La hierba empezaba ya a crecer en el recinto inferior. Ataron a los caballos y los dejaron que pastaran. William dio a su caballo de guerra un puñado de grano. Dejaron sus monturas en la capilla de piedra, ya que no había cuadras. Los caballos bufaban y pataleaban, pero soplaba un fuerte viento que apagaba los sonidos. William y Walter cruzaron el segundo puente hasta el recinto superior.

No había señales de vida. De repente a William se le ocurrió que quizá Aliena se hubiera ido. De ser así, menuda decepción. Él y Walter habrían de pasar una noche espantosa, hambrientos en un castillo frío y sucio. Subieron los peldaños exteriores hasta la puerta del salón vestíbulo.

Empujó la puerta. El inmenso salón estaba vacío y a oscuras y olía como si no lo hubieran utilizado durante meses. Como había esperado, estaban viviendo en el piso alto. William caminó silencioso atravesando el vestíbulo hasta las escaleras. Los juncos secos crujían bajo sus pies. Walter le seguía pisándole los talones.

Subieron las escaleras. No podían oír nada. Los gruesos muros de piedra de la torre del homenaje ahogaban todo sonido. William se detuvo a medio camino y se llevó un dedo a los labios. Salía luz por debajo de la puerta que había al final de las escaleras. Allí había alguien.

Terminaron de subir y se detuvieron ante la puerta. Desde dentro les llegó el sonido de una risa juvenil. William sonrió feliz. Encontró la manecilla, la hizo girar suavemente y luego abrió la puerta de un puntapié. La risa se convirtió en un chillido de terror.

Ante sus ojos apareció una bonita escena. Aliena y su hermano pequeño, Richard, se encontraban sentados a una mesa pequeña cerca del fuego, con un tablero delante de ellos, practicando algún tipo de juego, y Matthew, el mayordomo, estaba en pie detrás de ella, mirando por encima de su hombro. El rostro de Aliena estaba sonrosado por los destellos del fuego y sus bucles oscuros brillaban con reflejos caoba. Llevaba una tenue túnica de hilo. Tenía la vista levantada hacia William, sus labios rojos abiertos por la sorpresa. William la miraba disfrutando de su terror y sin decir palabra. Al cabo de un momento Aliena se recuperó y se puso en pie.

—¿Qué quieres?

William había ensayado esa escena muchas veces en su imaginación. Entró lentamente en la habitación, se acercó al fuego y se calentó las manos.

—Vivo aquí. ¿Qué quieres tú? —dijo finalmente.

Aliena miró por primera vez a William y luego a Walter. Estaba asustada y confusa, aunque su tono era desafiante.

—Este castillo pertenece al conde de Shiring. Di lo que hayas de decir y vete.

William sonrió triunfante.

—El conde de Shiring es mi padre —dijo. El mayordomo emitió un gruñido como si se lo hubiera estado temiendo. Aliena parecía desconcertada. William continuó hablando—: Ayer el rey hizo conde a mi padre en Winchester. Ahora el castillo nos pertenece. Yo soy el dueño hasta que llegue mi padre. —Chasqueó los dedos al mayordomo—. Y tengo hambre, así que traedme pan, carne y vino.

El mayordomo vaciló por un instante. Miró preocupado a Aliena. Temía dejarla pero no tenía elección. Se dirigió a la puerta.

Aliena dio un paso hacia la puerta como dispuesta a seguirle.

—Quédate aquí —le ordenó William.

Walter permanecía en pie entre la puerta y ella.

—No tienes ningún derecho a darme órdenes —dijo Aliena con un atisbo de su antigua arrogancia.

—Quédate, mi señora. No les enfurezcas. Volveré en seguida —dijo Matthew con voz atemorizada.

Aliena le miró con el entrecejo fruncido, pero permaneció donde estaba. Matthew salió de la habitación.

William se sentó en la silla de Aliena. Ella se acercó a su hermano. William les observaba. Eran muy parecidos, pero toda la fuerza estaba en el rostro de la joven. Richard era un adolescente alto y desmañado, al que aún no había empezado a crecerle la barba. William saboreaba la sensación de tenerlos en su poder.

—¿Qué edad tienes, Richard? —le preguntó.

—Catorce años —dijo el muchacho con hosquedad.

—¿Has matado alguna vez a un hombre?

—No —contestó y añadió con un leve intento de bravuconería—: Todavía no.

También tú sufrirás, pequeño y pomposo estúpido, se dijo William. Volvió su atención a Aliena.

—Y tú, ¿qué edad tienes?

En un principio pareció como si Aliena no fuera a hablarle, pero luego cambió de idea; quizás recordando lo que Matthew le acabara de decir: no les enfurezcas.

—Diecisiete años —dijo.

—Caramba, caramba. Toda la familia sabe contar —dijo William—. ¿Eres virgen, Aliena?

—Pues claro —dijo ella sulfurada.

De repente William alargó la mano y le cogió un pecho. Colmaba su manaza. Apretó. Lo sentía firme aunque elástico. Aliena retrocedió de un salto y se desprendió de su mano.

Richard se lanzó hacia delante, aunque demasiado tarde, y apartó de un empujón el brazo de William. Nada pudo satisfacer más a William. Se levantó con rapidez de la silla y descargó un fuerte puñetazo en la cara de Richard. Como ya había imaginado Richard era débil; dio un grito y se llevó las manos a la cara.

—¡Dejadle en paz! —le gritó Aliena.

William la miró sorprendido; parecía más preocupada por su hermano que por ella misma. Valía la pena recordarlo.

Matthew volvió con una bandeja de madera en la que había una hogaza de pan, un trozo de jamón y una jarra de vino. Palideció al ver a Richard tapándose la cara con sus manos. Dejando la bandeja sobre la mesa se acercó al muchacho. Apartó con delicadeza las manos del muchacho, y le miró el rostro. Ya tenía el ojo amoratado e hinchado.

—Os dije que no les enfurecierais —musitó, aunque pareció aliviado de que la cosa no fuera peor.

William se sintió decepcionado. Había esperado que el mayordomo se enfureciera. Matthew amenazaba con ser un aguafiestas.

A William se le hizo la boca agua a la vista de la comida. Acercó una silla a la mesa, sacó su cuchillo de comer, y cortó una loncha gruesa de jamón. Walter tomó asiento frente a él.

—Trae algunas copas y escancia el vino —dijo William con la boca llena de pan y jamón. Matthew se dispuso a hacerlo—. Tú no, ella —dijo William. Aliena vaciló. Matthew la miró ansioso e hizo un gesto de aquiescencia. Aliena se acercó a la mesa y cogió la jarra.

Al inclinarse, William metió la mano por el orillo de su túnica deslizando rápidamente los dedos por la pierna de Aliena. Con las yemas de los dedos palpó unas esbeltas pantorrillas con un suave vello, luego los músculos detrás de la rodilla y finalmente, la suave piel de la parte inferior de los muslos. Fue entonces cuando Aliena se apartó de un salto y dando media vuelta arrojó la pesada jarra de vino contra su cabeza.

William evitó el golpe con la mano izquierda y la abofeteó con la derecha. Concentró toda su fuerza en la bofetada; sintió un agradable dolor en la mano. Aliena lanzó un chillido. Por el rabillo del ojo, William vio moverse a Richard. Era lo que estaba esperando. Apartó de un empujón a Aliena, que cayó al suelo de golpe. Richard se lanzó sobre William como un ciervo cargando contra el cazador. William evitó el primer golpe y luego le dio un puñetazo en el estómago. Al inclinarse el muchacho William le golpeó repetidas veces en los ojos y la nariz. Era excitante, pero no tanto como golpear a Aliena. Segundos después Richard tenía la cara cubierta de sangre.

De repente Walter lanzó un grito de alerta y se puso en pie mirando por encima del hombro de William. Este dio media vuelta y vio a Matthew abalanzarse hacia él enarbolando un cuchillo, dispuesto a atacar. Aquello cogió a William por sorpresa. No se esperaba valentía en un mayordomo afeminado. Walter no podía alcanzarle a tiempo de evitar el golpe. Todo cuanto William podía hacer era mantener en alto los dos brazos para protegerse y por un horrible instante pensó que le iban a matar en su momento de triunfo. Un atacante más fuerte hubiera apartado de un golpe los brazos de William, pero Matthew era de constitución débil, debilitada además por la vida en el interior, y el cuchillo no llegó a alcanzar del todo el cuello de William. Se sintió de repente aliviado pero todavía no estaba del todo a salvo. Matthew alzó el brazo para asestar un nuevo golpe. William retrocedió un paso e intentó sacar su espada. Y entonces Walter dio vuelta a la mesa con una larga y afilada daga en la mano, y apuñaló a Matthew por la espalda.

En el rostro de Matthew se dibujó una expresión de terror. William vio aparecer en el pecho de Matthew la punta de la daga de Walter, rasgándole la túnica. A Matthew se le cayó el cuchillo de la mano, rebotando sobre las planchas de madera del suelo. Intentó aspirar, jadeando, pero de su garganta salió un gorgoteo, y parecía incapaz de respirar. Se encogió, empezó a brotar la sangre por la boca, cerró los ojos y se desplomó. Mientras el cuerpo caía al suelo, Walter retiró su larga daga. Por un instante brotó de la herida un chorro de sangre, pero casi al instante quedó reducido a un hilo.

Todos se quedaron mirando el cuerpo caído en el suelo. Walter, William, Aliena y Richard. William se sentía excitado ante lo cerca que había estado de la muerte. Alargando el brazo agarró el cuello de la túnica de Aliena. Tenía la sensación de que podía hacer cualquier cosa. El lino era suave al tacto y hermoso, un tejido costoso. Dio un fuerte tirón. La túnica se rasgó. Siguió tirando hasta rasgarla hasta abajo. En la mano se le quedó una tira de un pie de ancho. Aliena lanzó un grito. Luego intentó unir los dos bordes de delante, aunque sin lograrlo. A William se le quedó la garganta seca. La repentina vulnerabilidad de ella le resultaba excitante, mucho más que en las ocasiones en las que la había visto lavándose, porque en aquel momento Aliena sabía que la estaba mirando, se sentía avergonzada y esa misma vergüenza le excitaba aún más. Aliena se cubría los pechos con un brazo y con el otro el triángulo. William soltó el trozo de tela y la agarró por el pelo. La atrajo violentamente hacia él, haciéndole dar media vuelta, y le rasgó el resto de la túnica por detrás.

Aliena tenía unos delicados hombros blancos, y unas caderas sorprendentemente llenas. La apretó contra él frotando sus caderas contra las nalgas de ella. Bajó la cabeza y la mordió con fuerza el cuello hasta que sintió el sabor de la sangre y ella volvió a gritar. Vio que Richard se movía.

—Sujeta al chico —dijo a Walter.

Walter agarró a Richard y lo mantuvo inmóvil con fuerza férrea.

Sujetó a Aliena fuertemente contra él con un brazo y exploró con la otra mano su cuerpo. Palpó sus pechos, sopesándolos y estrujándolos, pellizcando sus pequeños pezones. Luego, pasándole la mano por el estómago, llegó al triángulo de vello entre las piernas, frondoso y rizado como el pelo de la cabeza. Tanteó toscamente con los dedos. Aliena empezó a llorar. Su verga estaba rígida, a punto de estallar.

Se apartó de ella y la empujó hacia atrás sobre su pierna extendida. Aliena cayó de espaldas con estrépito. Se quedó sin aliento y luchó por respirar.

William no había planeado aquello y tampoco estaba del todo seguro de cómo había ocurrido, pero ahora ya nada en el mundo era capaz de detenerle.

Se levantó la túnica y enseñó a Aliena su verga. Pareció quedarse horrorizada, probablemente nunca había visto una tan rígida. Era de veras virgen. Tanto mejor.

—Trae al muchacho aquí —dijo William a Walter—. Quiero que lo vea todo.

Por alguna razón la idea de hacerlo delante de Richard le parecía enormemente excitante.

Walter empujó a Richard hacia delante, obligándole a ponerse de rodillas.

William se arrodilló en el suelo tratando de separar las piernas de Aliena. Ella empezó a forcejear. William se dejó caer sobre ella, intentando someterla por la fuerza, pero Aliena seguía resistiéndose y no podía penetrarla. William estaba irritado, aquello iba a estropearlo todo. Se incorporó sobre un codo y la golpeó en la cara con el puño. Ella gritó y la mejilla empezó a adquirir un tono rojo intenso, pero tan pronto como intentó penetrarla empezó de nuevo a resistirse.

Walter hubiera podido inmovilizarla, pero estaba sujetando al chico. De repente a William se le ocurrió una idea.

—Córtale la oreja al chico, Walter.

Aliena se quedó inmóvil.

—¡No! —gritó con voz sorda—. Dejadle en paz, no le hagáis más daño.

—Entonces abre las piernas —dijo William.

Aliena se le quedó mirando con los ojos desorbitados por el horror ante la espantosa decisión a que la obligaban. William estaba disfrutando con su angustia. Walter, practicando el juego a la perfección, sacó su cuchillo y lo aplicó a la oreja derecha de Richard. Vaciló, y luego con un movimiento casi tierno le cortó al muchacho el lóbulo de la oreja.

Richard se puso a gritar. La sangre brotó de la pequeña herida. El trocito de carne cayó sobre el pecho palpitante de Aliena.

—¡Quietos! —chilló—. Muy bien, lo haré.

Abrió las piernas.

William se escupió en la mano, luego frotó las palmas entre las piernas de ella. Le metió los dedos. Aliena gritó de dolor. Aquello le excitó todavía más. Luego se bajó sobre ella, que permanecía inmóvil, tensa, con los ojos cerrados. Tenía el cuerpo resbaladizo por el sudor del forcejeo, pero empezó a tiritar. William ajustó su posición, luego se detuvo disfrutando con la expectación y el terror de ella. Miró a los otros. Richard les miraba horrorizado, Walter con expresión salaz.

—Ya te llegará el turno, Walter —dijo William.

Aliena gimió, perdida toda esperanza.

De repente, William la penetró groseramente, empujando con toda la fuerza y tan hondo como pudo. Sintió la resistencia del himen de ella, una auténtica virgen, y volvió a empujar brutalmente. Le dolió, pero a ella todavía más. Aliena gritó. Empujó una vez más, todavía con más fuerza y lo sintió romperse. Aliena se quedó lívida, con la cabeza caída a un lado y se desmayó. Y entonces, por fin, William, con un esfuerzo supremo introdujo su semilla dentro de ella, riendo sin cesar de triunfo y placer, hasta quedar completamente exhausto.

La tormenta continuó durante casi toda la noche, y finalmente se detuvo hacia la madrugada. El repentino silencio despertó a Tom Builder. Mientras yacía en la oscuridad escuchando junto a él la pesada respiración de Alfred y la más tranquila de Martha a su otro lado, calculó que posiblemente sería una mañana clara, lo que significaba que podía ver la salida del sol por vez primera en dos o tres semanas de cielo cubierto. Lo había estado esperando.

Se levantó y abrió la puerta. Todavía estaba oscuro, había mucho tiempo. Dio a su hijo con el pie.

—¡Alfred! ¡Despierta! Vamos a ver salir el sol.

Alfred se incorporó gruñendo. Martha dio media vuelta sin despertarse. Tom se acercó a la mesa y quitó la tapadera a una vasija de barro. Sacó la mitad de una hogaza y cortó dos gruesas rebanadas, una para Alfred y la otra para él. Se sentaron en el banco y tomaron el desayuno. Había una jarra de cerveza. Tom bebió un largo trago y se la pasó a Alfred. Agnes les hubiera hecho usar tazas, y también Ellen, pero ya no había mujer en la casa. Cuando Alfred hubo bebido salieron de la casa.

El cielo fue pasando del negro al gris mientras atravesaban el recinto del priorato. Tom tenía pensado ir a casa del prior y despertar a Philip. Sin embargo los pensamientos de este habían seguido la misma línea y ya se encontraba en las ruinas de la catedral, envuelto en una gruesa capa, arrodillado en el suelo mojado y diciendo sus oraciones.

Su tarea consistía en establecer una línea exacta este-oeste que formaría el eje alrededor del que habría de construirse la nueva catedral.

Tom lo había preparado todo hacía ya algún tiempo. En el extremo oriental había plantado en el suelo un hierro largo y delgado con un pequeño hueco en el extremo superior semejante al ojo de una aguja. El hierro era casi tan alto como Tom, de tal manera que su «ojo» quedaba a la altura de los ojos de Tom. Este lo había afirmado en su sitio con una mezcla de escombros y argamasa para que no se moviera accidentalmente. Esa mañana plantaría otro hierro semejante, exactamente al oeste del primero, en el extremo opuesto del emplazamiento.

—Mezcla algo de argamasa, Alfred —dijo.

Alfred se alejó en busca de arena y cal. Tom se dirigió al cobertizo de sus herramientas, cerca del claustro, y cogió un pequeño mazo y otro hierro. Luego se encaminó al extremo occidental del emplazamiento y permaneció en pie esperando a que saliera el sol. Philip se reunió con él una vez terminados sus rezos, mientras Alfred mezclaba en un esparavel, la arena y la cal con agua.

El cielo iba iluminándose. Los tres hombres se pusieron tensos. Los tres tenían la mirada fija en el muro oriental del recinto del priorato. Al final, el disco rojo del sol surgió por detrás del extremo superior del muro.

Tom fue cambiando de posición hasta poder ver la circunferencia del sol a través del pequeño agujero en el hierro hincado en tierra, al otro extremo. Luego, mientras Philip empezaba a rezar en voz alta en latín, Tom colocó el segundo hierro delante de él de manera que le impidiera ver el sol. Seguidamente lo fue bajando con firmeza hacia el suelo, hundió en la tierra mojada su extremo puntiagudo, y manteniéndolo siempre con toda exactitud entre su ojo y el sol, cogió el mazo que colgaba de su cinturón y golpeó con todo cuidado al hierro hundiéndolo en la tierra hasta que su «ojo» se encontró a nivel de los suyos. Ahora, si hubiera llevado a cabo la tarea con absoluto rigor, el sol debería brillar a través de los ojos de los dos hierros.

Cerrando un ojo miró a través del hierro que tenía más cerca al del otro extremo. Vio que el sol seguía brillando a través de los ojos de los dos hierros. Así pues se encontraban en la línea perfecta este-oeste. Esa línea daría la orientación de la nueva catedral.

Se lo explicó a Philip y luego se apartó dejando que el propio prior mirara a través de los ojos de los hierros para comprobarlo.

—Perfecto —dijo Philip.

—Lo es —asintió Tom.

—¿Sabes qué día es hoy? —le preguntó Philip.

—Viernes.

—También es el aniversario del martirio de san Adolphus. Dios nos ha enviado una salida de sol para que podamos orientar la iglesia en el día de nuestro patrón. ¿No es acaso una buena señal?

Tom sonrió. De acuerdo con su experiencia era más importante un buen trabajo de especialista que los buenos presagios. Pero estaba contento con Philip.

—Sí, desde luego. Es una señal muy buena —dijo.