La catedral de Kingsbridge no era una grata visión. Se trataba de una estructura baja, achaparrada y maciza con gruesos muros y minúsculas ventanas. Fue construida mucho antes de la época de Tom, cuando los constructores todavía no habían aprendido la importancia de la proporción. Los de la generación de Tom sabían que un muro recto, bien aplomado, era más fuerte que otro más grueso, y que en los muros podían abrirse cuantas ventanas se quisiera, siempre que el arco de la ventana fuera un semicírculo perfecto.
Desde cierta distancia la iglesia parecía ladeada y al acercarse Tom comprendió por qué. Una de las torres gemelas en el extremo Oeste se había derrumbado. Se sintió encantado. El nuevo prior querría levantarla de nuevo, con toda seguridad. La esperanza le hizo apretar el paso. Haber sido contratado como lo fue en Earlcastle, y ver luego cómo a su nuevo patrón le derrotaban durante una batalla y era además capturado, había sido verdaderamente descorazonador. Tenía la sensación de que no soportaría otra decepción como aquella.
Miró a Ellen. Temía que cualquier día llegara a la conclusión de que él no encontraría trabajo antes de que todos se murieran de hambre, que le dejaría. Ellen le sonrió y luego frunció de nuevo el ceño al mirar la amenazadora mole de la catedral. Tom había notado que ella se encontraba incómoda entre monjes y sacerdotes. Se preguntó si no se sentiría culpable de que ellos dos no estuvieran realmente casados a los ojos de la Iglesia.
El recinto del priorato bullía de actividad. Tom había visto monasterios somnolientos y monasterios activos. Pero Kingsbridge era excepcional; parecía como si hubiesen empezado la limpieza de primavera tres meses antes. Fuera de la cuadra, dos monjes se ocupaban de almohazar caballos y un tercero limpiaba guarniciones, mientras que unos novicios limpiaban los pesebres. Otros monjes estaban barriendo la casa de los invitados que estaba contigua a la caballeriza, y fuera esperaba una carreta llena de paja dispuesta para ser extendida sobre el suelo limpio.
Pero nadie trabajaba en la torre derruida. Tom estudió el montón de piedras que era cuanto quedaba de ella. El derrumbamiento debió de producirse algunos años atrás porque los bordes rotos de las piedras habían sido desgastados por la lluvia y las heladas. La argamasa desmenuzada había sido arrastrada por el agua y el montón de mampostería se había hundido una o dos pulgadas en la tierra blanda.
Era asombroso que la hubieran dejado sin reparar durante tanto tiempo ya que se suponía que las iglesias catedrales eran prestigiosas. El viejo prior debía ser un perezoso o un incompetente. Tal vez ambas cosas. Probablemente Tom habría llegado en el preciso momento en que los monjes estaban planeando reconstruirla. Ya era hora de que le visitara la suerte.
—Nadie me reconoce —dijo Ellen.
—¿Cuándo estuviste aquí? —le preguntó Tom.
—Hace trece años.
—No es de extrañar que te hayan olvidado.
Al pasar por la fachada oeste de la iglesia, Tom abrió una de las grandes puertas de madera y miró al interior. La nave estaba oscura y lóbrega con gruesas columnas y un vetusto techo de madera. Pero varios monjes estaban enjalbegando las paredes con unas brochas de mango largo y otros barrían el suelo de tierra batida. Sin duda el nuevo prior tenía el propósito de poner en condiciones toda la iglesia. Era un signo esperanzador. Tom cerró la puerta.
Más allá de la iglesia, en el patio de la cocina, un grupo de novicios se encontraban de pie alrededor de una artesa con agua sucia, rascando el hollín y la grasa acumulada en las ollas y utensilios de cocina con piedras rasposas. Tenían los nudillos enrojecidos y ásperos por la continua inmersión en el agua helada. Al ver a Ellen, soltaron risitas y apartaron la vista.
Tom preguntó a un novicio vergonzoso dónde podría encontrar al intendente. Hubiera sido de rigor que preguntara por el sacristán ya que el mantenimiento de la catedral era responsabilidad suya. Pero, como clase, los intendentes eran más asequibles. En cualquier caso al final sería el prior quien tomaría la decisión. El novicio le indicó la planta baja de uno de los edificios que se alzaban alrededor del patio. Tom entró por una puerta que estaba abierta seguido de Ellen y de los niños. Una vez en el interior todos se detuvieron, escudriñando en la penumbra.
Tom se dio cuenta inmediatamente de que ese edificio era más nuevo y estaba construido con mayor fortaleza que la iglesia. Se respiraba un ambiente seco y no había olor a podredumbre. De hecho, la mezcla de aromas de los alimentos almacenados le producían dolorosos calambres en el estómago ya que hacía dos días que no había comido. Al acostumbrársele los ojos a la oscuridad pudo ver que la planta tenía un buen suelo de losas, pilares cortos y gruesos y el techo abovedado en túnel. Un instante después descubrió a un hombre alto y calvo con un mechón de pelo blanco, echando cucharadas de sal de un barril a un tarro.
—¿Sois el intendente? —preguntó Tom, pero el hombre alzó una mano pidiendo silencio, y entonces Tom se dio cuenta de que estaba contando. Todos esperaron en silencio a que terminara.
—Dos veintenas y diecinueve. Tres veintenas —dijo finalmente, y dejó la cuchara.
—Soy Tom, maestro constructor, y me gustaría reparar su torre del Noroeste —dijo Tom.
—Soy Cuthbert, el intendente. Me llaman Whitehead (Cabeza blanca) y me gustaría que se reparara —contestó el hombre—. Pero habremos de preguntárselo al prior Philip. Habrás oído decir que tenemos un nuevo prior.
—Sí. —Tom pensó que Cuthbert era un monje cordial, con mucho mundo y trato fácil. Se sentiría feliz charlando—. Y el nuevo prior parece decidido a mejorar el aspecto del monasterio.
Cuthbert asintió.
—Pero a lo que no está dispuesto es a pagar por ello. Ya te habrás dado cuenta de que los monjes están haciendo todo el trabajo. No contratará ningún trabajador, dice que el priorato tiene ya demasiados servidores.
Aquellas eran malas noticias.
—¿Qué piensan los monjes de ello? —preguntó Tom con tiento.
Cuthbert se echó a reír, arrugando todavía más su ya arrugado rostro.
—Eres un hombre con tacto, Tom Builder. Estás pensando que no ves con frecuencia a los monjes trabajando tan duro. Bueno, el nuevo prior no obliga a nadie. Pero interpreta la regla de san Benito de tal forma que quienes hacen trabajos físicos pueden comer carne roja y beber vino, en tanto que los que se limiten a estudiar y a orar tienen que vivir con pescado en salazón y cerveza floja; también puedo darte una justificación teórica en extremo minuciosa pero el resultado es que tiene un gran número de voluntarios para el trabajo duro, especialmente entre los jóvenes.
Cuthbert no parecía desaprobador, tan sólo confundido.
—Pero los monjes no pueden construir muros de piedra por muy bien que coman.
Mientras hablaba, oyó el llanto de un niño. Aquel sonido le llegó al corazón. Al instante se dio cuenta de la extraña circunstancia de que hubiera un bebé en un monasterio.
—Preguntaremos al prior —estaba diciendo Cuthbert, pero Tom apenas le escuchaba; parecía el llanto de un niño muy pequeño, apenas de una o dos semanas, e iba acercándose. Tom se encontró con la mirada de Ellen, que también parecía sobresaltada. Luego se vio una sombra en la puerta. Tom tenía un nudo en la garganta. Entró un monje con un bebé en los brazos. Tom le miró a la cara. Era su hijo.
Tom tragó saliva. El niño tenía la cara congestionada, los puños apretados y la boca abierta mostrando sus encías desdentadas. Su llanto no era de dolor o enfermedad, tan sólo estaba exigiendo comida, era la protesta saludable y ansiosa de un bebé normal, y a Tom se le quitó un peso de encima, respirando aliviado al ver que su hijo estaba bien. El monje que lo llevaba era un muchacho de aspecto alegre, de unos veinte años, con el pelo alborotado y una amplia sonrisa más bien bobalicona. A diferencia de la mayoría de los monjes, permaneció imperturbable ante la presencia de una mujer. Sonrió a todo el mundo, dirigiéndose luego a Cuthbert.
—Jonathan necesita más leche.
Tom ansiaba coger en los brazos al niño. Intentó mantener el rostro impávido para no revelar sus emociones. Miró de soslayo a los niños. Todo cuanto ellos sabían era que el niño abandonado lo había recogido un sacerdote que iba de viaje. Ni siquiera sabían si lo había llevado consigo al pequeño monasterio del bosque. En aquellos momentos sus rostros sólo revelaban una ligera curiosidad. No habían relacionado a ese bebé con el que ellos habían dejado atrás.
Cuthbert cogió un cazo y una pequeña jarra y la llenó con la leche que había en un balde.
—¿Puedo coger al bebé? —dijo Ellen al monje joven.
Extendió los brazos y el monje le entregó al niño. Tom la envidió. Anhelaba apretar contra su corazón al pequeño y cálido bulto. Ellen acunó al bebé, que quedó callado por un momento.
—Johnny Eightpence es una buena niñera pero no tiene el toque de la mujer —dijo Cuthbert levantando la mirada.
Ellen sonrió al muchacho.
—¿Por qué te llaman Johnny Eightpence?
Cuthbert contestó por él.
—Porque sólo es ocho peniques del chelín —dijo llevándole la mano a la sien para indicar que era bobalicón—. Pero parece comprender mejor las necesidades de las pobres y pequeñas criaturas mejor que nosotros, los listos. Estoy seguro de que todo ello responde a los amplios fines de Dios —dijo expresándose de forma vaga.
Ellen se había ido acercando a Tom y en aquel momento le alargó el niño. Le había leído los pensamientos. Tom la miró con una profunda gratitud y cogió a la pequeña criatura en sus brazos; podía sentir los latidos del corazón del niño a través de la manta en la que estaba envuelto. El material era excelente. Por un instante se preguntó en su fuero interno de dónde habrían sacado los monjes una lana tan suave. Apretó al niño contra su pecho y lo meció. Su técnica no era tan buena como la de Ellen y el niño empezó a llorar de nuevo, pero a Tom no le importó. Aquel grito fuerte e insistente era música celestial para sus oídos porque ello significaba que el niño que él había abandonado gozaba de buena salud y estaba fuerte. Por duro que fuera, tenía la sensación de que había tomado la decisión acertada al dejar al niño en el monasterio.
—¿Dónde duerme? —preguntó Ellen a Johnny.
Esta vez contestó el propio Johnny.
—Tiene una cuna en el dormitorio con todos nosotros.
—Debe despertaros a todos por la noche.
—De todas maneras nos levantamos a medianoche para maitines —dijo Johnny.
—Claro. Olvidaba que los monjes duermen de noche tan poco como las madres.
Cuthbert alargó la jarra de leche a Johnny y este cogió el bebé a Tom con un experimentado movimiento de brazo. Tom no estaba preparado para renunciar al bebé, pero a los ojos de los monjes él no tenía el más mínimo derecho, así que lo dejó ir. Al cabo de un momento, Johnny se fue con el bebé y Tom hubo de dominar su impulso de ir y decir: Espera, detente, es mi hijo, devuélvemelo. Ellen permanecía junto a él y le apretó el brazo con un discreto gesto de afecto.
Tom se dio cuenta de que ahora tenía un motivo más para la esperanza. Si lograba encontrar trabajo allí podría ver siempre a Jonathan, y casi sería como si nunca le hubiera abandonado; parecía demasiado bueno para ser verdad y ni siquiera se atrevía a desearlo. Cuthbert miró perspicaz a Martha y Jack, que habían quedado deslumbrados al ver la jarra de cremosa leche que Johnny se había llevado.
—¿Se tomarían los niños un poco de leche? —preguntó.
—Si, por favor, padre. ¡Claro que se la tomarían! —contestó Tom. Él también se la tomaría.
Cuthbert vertió leche en dos boles de madera y se los dio a Martha y a Jack. Ambos los apuraron rápidamente, dejando unos grandes círculos blancos alrededor de la boca.
—¿Un poco más? —les ofreció Cuthbert.
—Sí, por favor —respondieron al unísono.
Tom miró a Ellen convencido de que debía sentirse como él, profundamente agradecida de ver que los pequeños al final se alimentaban.
—¿De dónde venís? —preguntó Cuthbert como al azar, mientras llenaba de nuevo los boles.
—De Earlcastle, cerca de Shiring —dijo Tom—. Salimos ayer por la mañana.
—¿Habéis comido desde entonces?
—No —repuso Tom lacónico.
Sabía que la pregunta era un gesto amable por parte de Cuthbert, pero le molestaba tener que admitir que había sido incapaz de dar de comer a sus hijos.
—Entonces tomad unas manzanas para matar el gusanillo antes de la cena —dijo Cuthbert, señalando un barril que había cerca de la puerta.
Alfred, Ellen y Tom se acercaron al barril mientras Martha y Jack bebían su segundo bol de leche. Alfred intentó coger cuantas manzanas abarcaba con sus brazos, pero Tom se las quitó de un papirotazo de las manos.
—Coge dos o tres —le advirtió en voz baja. Él cogió tres.
Tom comió con gusto sus manzanas y sintió algo más tranquilo su estómago, pero no pudo evitar preguntarse a qué hora servirían la cena. Y recordó contento que los monjes solían cenar antes de que oscureciera para así ahorrar velas.
Cuthbert miraba fijamente a Ellen.
—¿Te conozco? —dijo finalmente.
—No lo creo —contestó Ellen, que parecía incómoda.
—Me resultas familiar —dijo inseguro.
—He vivido cerca de aquí cuando era pequeña —dijo Ellen.
—Eso será —dijo Cuthbert—. Por eso tengo la sensación de que pareces mayor de lo que debieras.
—Debe de tener una memoria muy buena.
La miró con el entrecejo fruncido.
—No muy buena —dijo—. Estoy seguro de que hay algo más… Poco importa. ¿Por qué dejasteis Earlcastle?
—Ayer con el alba lo atacaron y lo tomaron —repuso Tom—. El conde Bartholomew está acusado de traición.
Cuthbert quedó escandalizado.
—¡Que los santos nos protejan! —exclamó, y de repente pareció una vieja solterona atacada por un macho—. ¡Traición!
Se oyeron unos pasos afuera. Al volverse Tom vio que entraba otro monje.
—Este es nuestro nuevo prior —anunció Cuthbert.
Tom reconoció al prior. Era Philip. El monje que se encontraron de camino al palacio del obispo, el que les había dado aquel delicioso queso. Ahora todo encajaba. El nuevo prior de Kingsbridge era el antiguo prior de la pequeña celda en el bosque y cuando se trasladó a Kingsbridge, había llevado consigo a Jonathan. A Tom le latió el corazón con optimismo. Philip era un hombre bondadoso y parecía que Tom le inspiraba confianza y simpatía. Seguramente le daría un trabajo.
Philip le reconoció.
—Hola, maestro constructor —dijo—. Así que no encontraste trabajo en el palacio del obispo.
—No, padre. El arcediano no quiso contratarme y el obispo no estaba allí.
—¡Claro que no estaba! Estaba en el cielo, aunque entonces aún no lo sabíamos.
—¿Ha muerto el obispo?
—Sí.
—Eso es ya noticia antigua —dijo impaciente Cuthbert—. Tom y su familia acaban de llegar de Earlcastle. El conde Bartholomew ha sido capturado y su castillo asaltado.
Philip se quedó muy quieto.
—¡Ya! —murmuró.
—¿Ya? —repitió Cuthbert—. ¿Qué quieres decir con «ya»? —parecía sentir afecto por Philip, pero a un tiempo se mostraba con él como un padre cuyo hijo hubiera estado en la guerra y hubiera regresado a casa con un arma en el ceñidor y una mirada ligeramente peligrosa—. ¿Sabías que esto iba a suceder?
Philip se mostró algo confuso.
—No, no exactamente —dijo con tono inseguro—. Oí el rumor de que el conde Bartholomew era contrario al rey Stephen —recuperó su compostura—. Todos debemos estar agradecidos por ello. Stephen ha prometido proteger a la Iglesia, en tanto que Maud posiblemente nos hubiera oprimido tanto como hizo su difunto padre. Sí, en realidad son buenas noticias —parecía tan complacido, como si lo hubiera hecho él mismo.
Tom no quería hablar del conde Bartholomew.
—Para mí no son buenas noticias. El conde me había contratado el día anterior para fortalecer las defensas del castillo. No recibí siquiera un día de paga —dijo.
—¡Qué lástima! —dijo Philip—. ¿Quién atacó el castillo?
—Lord Percy Hamleigh.
—¡Ah! —Philip asintió y de nuevo Tom tuvo la impresión de que sus noticias no hacían más que confirmar lo que Philip esperaba.
—Así que estáis haciendo algunas mejoras aquí —dijo Tom tratando de encauzar la conversación a su propio interés.
—Lo estoy intentando —dijo Philip.
—Estoy seguro de que querréis reconstruir la torre.
—Reconstruir la torre, reparar el tejado, pavimentar el suelo… sí, quiero hacer todo eso. Y tú naturalmente quieres el trabajo —añadió habiéndose dado cuenta al parecer del motivo de la presencia de Tom allí—. No se me había ocurrido. Desearía poder contratarte, pero me temo que no podría pagarte. Este monasterio está sin un penique.
Tom se sintió como si hubiera recibido un fuerte golpe. Había confiado en que en el monasterio encontraría trabajo, todo parecía indicarlo. Apenas podía creer lo que oía. Se quedó mirando a Philip.
En realidad era increíble que el priorato no tuviera dinero. El intendente había dicho que los monjes hacían todo el trabajo extra, pero aún así, un monasterio siempre podía pedir prestado a los judíos. Tom pensó que había llegado al término de su viaje. Lo que quiera que le hubiese mantenido en acción durante todo el invierno estaba agostado, y se sentía débil y sin voluntad. Ya no puedo seguir, se dijo, estoy acabado.
Philip se dio cuenta de su angustia.
—Puedo ofreceros cena, un lugar para dormir y el desayuno por la mañana —dijo.
Tom sintió una irritación amarga.
—Lo aceptaré, pero preferiría ganármelo —dijo.
Philip enarcó las cejas al percibir el tono irritado, pero habló con tono apacible.
—Pídeselo a Dios. Eso no es mendigar, es rezar.
Seguidamente salió de la habitación.
Los otros parecían algo asustados y Tom se dio cuenta de que debía haber revelado su enfado. Le molestaron todas las miradas fijas en él; salió del almacén unos pasos detrás de Philip, y quedó parado en el patio, mirando la grande y vieja iglesia, intentando dominar sus sentimientos.
Al cabo de un momento le siguieron Ellen y los niños. Esta le rodeó la cintura con el brazo, con un gesto de consolación, lo que hizo que los novicios empezaran a murmurar entre sí y a darse codazos. Tom les ignoró.
—Rezaré —dijo con aspereza—. Rezaré para que un rayo derribe la iglesia y no deje piedra en pie.
Jack aprendió en los dos últimos días a temer al futuro.
Durante su corta vida jamás había tenido que pensar más allá del día siguiente, pero, de haberlo hecho, hubiera sabido qué podía esperar. En el bosque un día era muy parecido a otro, y las estaciones cambiaban lentamente. Ahora ya no sabía dónde estaría de un día para otro, que haría ni si comería. Lo peor de todo era sentirse hambriento. Jack había estado comiendo a hurtadillas hierba y hojas, para tratar de calmar los retortijones, pero le habían producido un dolor de estómago distinto y le hicieron sentirse raro. Martha lloraba a menudo porque tenía mucha hambre. Jack y Martha siempre caminaban juntos. Ella confiaba en él, cosa que nunca había hecho con nadie. Sentirse inerme para aliviar su sufrimiento era peor que la propia hambre. Si hubieran seguido viviendo en la cueva él habría sabido a dónde ir para cazar patos, encontrar nueces o robar huevos. Pero en los pueblos, en las aldeas y en los caminos poco familiares que las unían Jack estaba perdido. Todo cuanto sabía era que Tom había de encontrar trabajo.
Pasaron la tarde en la casa de invitados. Era un edificio sencillo, de una sola habitación, con un suelo sucio y una chimenea en el centro, como las casas en las que vivían los campesinos, pero para Jack, que siempre había vivido en una cueva, aquello era realmente maravilloso. Tenía curiosidad por saber cómo habían hecho la casa y Tom se lo dijo. Se habían talado dos árboles jóvenes, y después de desbastarlos los habían unido formando ángulo. Luego se había hecho la misma operación con otros dos, colocándolos a cuatro yardas de distancia de los otros, uniendo luego ambos por la parte superior con una parhilera. Luego se fijaban unas tablillas ligeras paralelas a esta, uniendo los árboles y formando un tejado en declive que llegaba hasta el suelo. Sobre las tablillas se colocaban bastidores rectangulares de juncos tejidos llamados zarzos y los impermeabilizaban con barro. Los aguilones de los extremos se hacían con estacas clavadas en la tierra, rellenando con barro los resquicios. En uno de los extremos había una puerta y no tenía ventanas.
La madre de Jack extendió paja limpia por el suelo y Jack encendió un fuego con el pedernal que siempre llevaba consigo. Cuando los otros no podían oírles, Jack preguntó a su madre por qué el prior no contrataba a Tom, cuando era evidente que había trabajo por hacer.
—Parece que prefiere ahorrar dinero durante todo el tiempo que la iglesia pueda seguir utilizándose —le dijo ella—. Si la iglesia se derrumbara se verían obligados a reconstruirla, pero como sólo se trata de la torre, pueden pasarse sin ella.
Cuando la luz del día empezaba a apagarse y llegaba al crepúsculo, llegó un pinche de cocina a la casa de invitados con un calderón de potaje y un pan tan largo como la estatura de un hombre, todo para ellos. El potaje estaba hecho con vegetales, hierbas y huesos de carne, y en su superficie sobrenadaba la grasa. El pan era pan bazo, hecho con todo tipo de grano, centeno, cebada y avena además de alubias y guisantes secos. Era el pan más barato, dijo Alfred pero a Jack, que hasta hace unos días nunca había probado el pan, le pareció delicioso. Jack comió hasta que le dolió la tripa y Alfred hasta que no quedó nada.
—De todas formas, ¿por qué se cayó la torre? —preguntó a Alfred cuando finalmente se sentaron junto al fuego para digerir su festín.
—Probablemente le caería un rayo —dijo Alfred—. O tal vez hubo un incendio.
—Pero en ella nada puede quemarse —protestó Jack—. Es toda de piedra.
—El tejado no es de piedra, estúpido —dijo Alfred desdeñoso—. El tejado es de madera.
Jack reflexionó un instante.
—¿Y si el tejado se quema entonces se viene abajo todo?
—A veces —dijo Alfred encogiéndose de hombros.
Guardaron silencio durante un rato. Tom y la madre de Jack estaban hablando en voz baja al otro lado del hogar.
—Es raro lo del bebé —dijo Jack.
—¿Qué es raro? —preguntó Alfred al cabo de un momento.
—Bueno, vuestro bebé se perdió en el bosque a millas de aquí, y ahora hay un bebé en el priorato.
Ni Alfred ni Martha parecieron dar importancia a aquella coincidencia, y Jack pronto se olvidó de ello.
Los monjes se fueron a dormir tan pronto como hubieron acabado de cenar, y no proporcionaron velas a los más humildes de los huéspedes, de manera que la familia de Tom permaneció sentada mirando el fuego hasta que se apagó. Entonces se tumbaron sobre la paja.
Jack permanecía despierto, pensando. Se le ocurrió que si la catedral ardiera esa noche todos sus problemas quedarían resueltos. El prior tendría que contratar a Tom para que reedificara la iglesia, todos ellos vivirían aquí, en esta hermosa casa, y tendrían potaje y pan bazo por los siglos de los siglos.
Si yo fuera Tom, pegaría fuego a la iglesia. Me levantaría sigilosamente, mientras todos durmieran, me escabulliría hasta la iglesia y le prendería fuego con el pedernal, luego volvería sin hacer ruido aquí mientras fuera extendiéndose y simularía estar dormido cuando sonase la alarma. Y cuando la gente empezara a arrojar baldes de agua a las llamas, como hicieron cuando el fuego en las cuadras del castillo del conde Bartholomew, yo me uniría a ellos como si también tuviera gran empeño en apagarlas.
Alfred y Martha estaban dormidos, Jack se dio cuenta por su respiración. Tom y Ellen hacían lo de siempre debajo de la capa (Alfred había dicho que se llamaba «joder»), y luego también ellos se durmieron. Al parecer Tom no pensaba en levantarse y prender fuego a la catedral.
Pero ¿qué iba a hacer? ¿Tendría la familia que recorrer los caminos hasta caer muertos de hambre?
Cuando todos estuvieron dormidos y pudo escuchar a los cuatro respirar con el ritmo lento y regular propio de un profundo y tranquilo sueño, a Jack se le ocurrió que él podía pegar fuego a la catedral. La sola idea hizo latir descompasadamente su corazón de miedo; podía levantarse con gran sigilo. Todas las ventanas de la casa de invitados estaban herméticamente cerradas para prevenir el frío, y la puerta estaba asegurada con una barra, pero probablemente podría quitarla y deslizarse sin despertar a nadie. Era posible que las puertas de la iglesia estuvieran cerradas, pero con toda seguridad habría alguna forma de entrar, sobre todo para alguien pequeño.
Una vez dentro él sabía cómo llegar al tejado. Había aprendido un montón de cosas durante las dos semanas con Tom. Este se pasaba el tiempo hablando de construcciones, dirigiendo sobre todo sus observaciones a Alfred y, aunque este no estaba interesado, Jack sí lo estaba. Descubrió, entre otras cosas, que todas las iglesias grandes tenían escaleras construidas en las paredes con el fin de poder llegar a las partes más altas en caso de reparaciones. Buscaría una escalera y subiría al tejado.
Se incorporó en la oscuridad, sin dejar de escuchar la respiración de los demás; podía reconocer la de Tom por el ligero silbido provocado, según decía su madre, por años de inhalar polvo de piedra.
Alfred emitió un fuerte ronquido y después dio media vuelta y se quedó de nuevo silencioso.
Cuando hubiera prendido el fuego tendría que volver rápidamente a la casa de invitados ¿Qué harían los monjes si le pescaban? En Shiring, Jack había visto a un muchacho de su edad atado y azotado por robar un cono de azúcar en una especiería. El muchacho había lanzado alaridos y la vara elástica le había hecho sangrar el trasero.
Aquello parecía mucho peor que los hombres matándose en una batalla, como hicieron en Earlcastle, y la imagen del chico sangrando le había atormentado. Le aterraba pensar que pudiera sucederle lo mismo.
Si hago esto, se dijo, no se lo contaré a alma viviente.
Volvió a tumbarse, se ciñó bien la capa y cerró los ojos.
Se preguntaba si la puerta de la iglesia estaría cerrada. De ser así, podría entrar por una de las ventanas. Nadie podría verle si se mantenía en la parte norte del recinto. El dormitorio de los monjes se encontraba en la zona sur de la iglesia, oculto por el claustro y por ese lado no había nada salvo el cementerio.
Decidió ir y echar un vistazo, sólo para ver si era posible.
Vaciló un momento y luego se levantó. La paja nueva crujió bajo sus pies. Escuchó de nuevo la respiración de los cuatro durmientes. Todo permanecía en el más absoluto silencio. Los ratones habían dejado de moverse entre la paja. Dio un paso y escuchó de nuevo. Los otros dormían. Perdió la paciencia y dio tres pasos rápidos hacia la puerta. Cuando se detuvo los ratones habían decidido que no tenían nada que temer y habían empezado a escarbar de nuevo, pero la gente seguía durmiendo.
Palpó la puerta con las yemas de los dedos y luego deslizó las manos hacia abajo en busca de la barra. Era un travesaño de roble que descansaba sobre dos soportes parejos. Puso debajo de él las manos y lo levantó. Era más pesado de lo que había pensado y luego de levantarlo menos de una pulgada lo dejó caer de nuevo. El golpetazo, al volver a caer sobre los soportes, sonó muy fuerte. Se quedó rígido escuchando. La respiración sibilante de Tom dejó de oírse por un momento. ¿Qué diré si me cogen?, pensaba desesperado Jack. Diré que iba a ir afuera… que iba a ir afuera… ya sé, diré que iba a hacer mis necesidades. Se tranquilizó al haber pensado ya en una excusa.
Oyó a Tom darse la vuelta y esperó oír de un momento a otro su voz profunda y sorda. Pero no llegó, y Tom empezó de nuevo a respirar tranquilamente.
Los bordes de la puerta se destacaban bajo un plateado fantasmal. Debe de haber luna, se dijo Jack. Agarró de nuevo el travesaño, respiró hondo e hizo un esfuerzo por levantarlo. Esa vez estaba preparado para soportar su peso. Lo levantó y lo atrajo hacia sí aunque sin levantarlo lo suficiente y no pudo sacarlo de los soportes. Lo levantó una pulgada más y quedó libre. Lo mantuvo contra el pecho, aliviando de este modo el esfuerzo de los brazos. Luego dobló lentamente una rodilla, después la otra y dejó el travesaño en el suelo. Permaneció en esa posición unos momentos, intentando calmar su respiración, mientras sentía aliviarse el dolor de los brazos. Los demás no hacían ruido alguno, salvo los del sueño.
Jack abrió cauteloso una rendija de la puerta. Chirriaron los goznes de hierro al tiempo que entraba un soplo de aire frío. Se estremeció. Ciñéndose la capa abrió la puerta un poco más. Salió por la abertura y cerró tras de sí.
La nube se estaba abriendo y la luna aparecía y desaparecía en el turbulento cielo. Soplaba un viento frío. Por un momento Jack se sintió tentado de volver al calor sofocante de la casa. La enorme iglesia, con su torre derribada, planeaba sobre el resto del priorato, plateada y negra, bajo la luz de la luna, con sus poderosos muros y minúsculas ventanas, dándole un aspecto de castillo. Era fea.
Todo estaba tranquilo. Fuera de los muros del priorato, en la aldea, tal vez estuvieran trasnochando algunas personas, bebiendo cerveza al resplandor del hogar o cosiendo a la luz de velas de junco, pero en este otro lado nada se movía. Aun así Jack vaciló, mirando a la iglesia que le devolvió acusadora la mirada como si supiera lo que tenía en la cabeza. Apartó con un encogimiento de hombros esa sensación fantasmal y atravesó la ancha pradera hasta el extremo oeste.
La puerta estaba cerrada.
Dio vuelta hasta el lado norte y miró las ventanas de la iglesia. Las ventanas de algunas iglesias estaban cubiertas con tejido transparente para que no pasara el frío, pero estas no parecían tener nada. Eran bastante grandes para que él pudiera deslizarse a través de ellas, pero estaban demasiado altas para alcanzarlas. Exploró con los dedos las piedras, buscando grietas en el muro donde la argamasa se hubiera desprendido, pero no eran lo bastante grandes para poder afirmar los pies. Necesitaba algo para utilizarlo como escalera.
Pensó en coger algunas piedras desprendidas de la torre y construir una escalera improvisada, pero las que no estaban rotas eran demasiado pesadas y las que estaban rotas eran demasiado desiguales. Tuvo la impresión que durante el día había visto algo que podría servir perfectamente a su propósito, pero por más que se devanaba los sesos no lograba recordarlo. Era como intentar ver algo por el rabillo del ojo, siempre quedaba fuera de la vista. Miró hacia las cuadras a través del cementerio iluminado por la luna y de repente lo recordó. Un pequeño bloque de madera con dos o tres escalones para ayudar a subir a la gente baja a los grandes caballos. Uno de los monjes estuvo subido en él para cepillar las crines de un caballo.
Se encaminó a las cuadras. Era un lugar que probablemente no cerraban por la noche porque apenas había algo de valor que mereciera la pena robar. Caminaba sigiloso, pero a pesar de todo los caballos le oyeron y uno o dos empezaron a bufar y toser. Jack se detuvo asustado. Tal vez hubiera palafreneros durmiendo en el establo. Se paró un momento, aguzando el oído para descubrir algún ruido de movimiento humano, pero no se oyó ninguno y los caballos se quedaron tranquilos.
No veía el bloque de madera por ningún sitio. Tal vez estuviera adosado a la pared. Jack atisbó entre las sombras que proyectaba la luna. Resultaba difícil ver algo. Se acercó cauteloso a la cuadra recorriéndola de arriba abajo. Los caballos volvieron a oírle y en aquellos momentos su proximidad les ponía nerviosos. Uno de ellos relinchó. Jack se quedó rígido. Se oyó una voz de hombre: Tranquilos, tranquilos. Mientras permanecía allí como una estatua espantada, vio el bloque de madera ante sus mismas narices, tan cerca que si hubiera dado un paso más habría caído sobre él. Esperó unos momentos. De las cuadras no llegaba ruido alguno. Lo cogió y se lo cargó al hombro. Atravesó de nuevo la pradera en dirección a la iglesia. Las cuadras quedaron en silencio. Cuando hubo llegado al escalón superior del bloque, descubrió que seguía sin ser lo bastante alto para alcanzar la ventana. Era irritante. Ni siquiera llegaba para ver a través de ella. Aún no había tomado la decisión final de llevar a cabo aquella hazaña, pero no quería que consideraciones prácticas se lo impidieran. Quería decidir por sí mismo. Hubiera deseado ser tan alto como Alfred.
Todavía podía probar otra cosa; retrocedió y tomando carrerilla, saltó a la pata coja sobre el bloque y tomó impulso hacia arriba. Llegó fácilmente al alféizar de la ventana y se agarró al marco de madera. Se aupó con un impulso hasta encontrarse a horcajadas sobre el alféizar. Pero cuando intentó deslizarse a través del hueco se encontró con una sorpresa. La ventana estaba bloqueada por una reja de hierro que no había visto desde fuera, seguramente porque era negra. Jack la palpó con las manos, arrodillado sobre el alféizar. No había forma de entrar por la ventana. Probablemente la habrían puesto a cosa hecha para evitar que la gente entrara cuando la iglesia estuviese cerrada.
Saltó al suelo decepcionado, cogió el bloque de madera y lo llevó de nuevo adonde lo había encontrado. Esta vez los caballos no hicieron el menor ruido.
Contempló la torre derribada en el lado noroeste, a mano izquierda de la puerta principal. Trepó cuidadosamente por encima de las piedras hasta el extremo del montón, atisbando en el interior de la iglesia, buscando la manera de entrar a través de los escombros. Cuando la luna se ocultó detrás de una nube esperó, tiritando, a que reapareciera. Le preocupaba el que su peso, no obstante lo pequeño que era, desequilibrara la posición de las piedras y se produjera un deslizamiento que despertaría a todo el mundo, si antes no le mataba.
Al reaparecer la luna examinó el montón y decidió arriesgarse. Empezó a subir con el corazón en la boca. La mayoría de las piedras estaban firmes, pero una o dos se balancearon bajo su peso. Era el tipo de ascensión con el que hubiera disfrutado a plena luz del día, pudiendo recibir ayuda en caso necesario y con la conciencia tranquila. Pero en aquellos momentos estaba demasiado nervioso y su habitual paso firme le había abandonado. Se deslizó por una superficie suave y estuvo a punto de caer. Fue cuando decidió detenerse. Se encontraba a bastante altura para mirar hacia abajo al tejado del pasillo que se prolongaba a todo lo largo del lateral norte de la nave. Esperaba que tal vez hubiera un agujero en el tejado, o posiblemente una brecha entre este y el montón de escombros, pero no fue así. El tejado se mantenía incólume entre las ruinas de la torre y no parecía que hubiese brecha alguna por la que colarse. Jack se sintió decepcionado a medias, aunque también a medias aliviado.
Empezó a bajar de espaldas, mirando por encima del hombro en busca de puntos de apoyo. Cuanto más cerca estaba del suelo, mejor se sentía. Saltó los últimos pies y aterrizó contento en la hierba.
Volvió al lateral norte de la iglesia y caminó por allí. Durante las últimas dos semanas había visto varias iglesias y todas ellas tenían más o menos la misma forma. La parte más grande era la nave que siempre se encontraba hacia el oeste. Luego había dos brazos a los que Tom llamaba cruceros, apuntando uno hacia el Norte y el otro hacia el Sur. A la parte este se la llamaba presbiterio y era más corta que la nave. Kingsbridge se diferenciaba tan sólo en que su lado oeste tenía dos torres, una a cada lado de la entrada, como si hubieran de emparejarse con los cruceros.
En el crucero norte había una puerta que Jack intentó abrir, pero que la encontró cerrada con llave; siguió caminando hasta el lado este. Ninguna puerta. Se detuvo a mirar a través del herboso patio. En la parte más alejada del rincón sureste del priorato había dos casas, la enfermería y la casa del prior. Ambas estaban sumidas en la oscuridad y silenciosas; siguió andando en derredor del lado este y a lo largo del lateral sur del presbiterio hasta llegar junto al crucero sobresaliente sur. Al final del crucero, como la mano de un brazo, estaba el edificio redondo que llamaban sala capitular. Entre esta y el crucero había un angosto pasaje que conducía al claustro; Jack lo atravesó.
Se encontró en un cuadrángulo cuadrado, con césped en el centro y una especie de corredor ancho, cubierto, todo en derredor. La piedra clara de los arcos presentaba un blanco fantasmal bajo la luz de la luna y el corredor en sombras estaba impenetrablemente oscuro. Jack esperó un momento a que se le acostumbraran los ojos.
Había desembocado en la parte este del cuadrado. A la izquierda podía distinguir la puerta que daba a la sala capitular. Más lejos, a su izquierda, en el extremo sur del paseo este pudo ver, frente a él, otra puerta que supuso sería la del dormitorio de los monjes. A su derecha otra puerta conducía al crucero sur de la iglesia. Intentó abrirla pero estaba cerrada con llave.
Avanzó por el paseo norte. Allí encontró una puerta que conducía a la nave de la iglesia; también estaba cerrada.
En el paseo oeste no encontró nada hasta llegar a la esquina suroeste donde dio con la puerta del refectorio. Pensó que habría una enorme cantidad de comida para alimentar cada día a todos aquellos monjes. Cerca había una fuente con una taza. Los monjes se lavaban allí las manos antes de las comidas.
Continuó andando por el lado sur del claustro. A medio camino había una arcada. Jack entró por ella y se encontró en un pequeño pasadizo, con el refectorio a la derecha y el dormitorio a la izquierda. Se imaginó a todos los monjes profundamente dormidos, en el suelo, exactamente al otro lado del muro de piedra. Al final del pasadizo sólo había un declive embarrado que terminaba en el río. Jack permaneció allí un minuto mirando hacia abajo al agua, a unas cien yardas de distancia. Sin motivo especial alguno recordó una historia sobre un caballero a quien habían cortado la cabeza pero que seguía viviendo. Y sin quererlo se imaginó al descabezado caballero saliendo del río y subiendo la cuesta en dirección a él. Allí no había nada pero Jack todavía estaba asustado. Dio media vuelta y volvió presuroso al claustro. Allí estaba más seguro.
Vaciló debajo de la arcada escudriñando el cuadrángulo iluminado por la luna. Estaba convencido de que debía de haber alguna forma de meterse furtivamente en un edificio tan grande, pero no se le ocurría en qué otro sitio mirar. En cierto modo se sentía contento. Había pensado hacer algo aterradoramente peligroso y si era imposible tanto mejor. Por otra parte le espantaba la idea de dejar aquel priorato y por la mañana lanzarse de nuevo a los caminos. La andadura interminable, el hambre, la decepción, y la ira de Tom y las lágrimas de Martha. Todo ello podía evitarse con sólo una pequeña chispa del pequeño pedernal que colgaba del cinturón.
Por el rabillo del ojo vio moverse algo. Se sobresaltó y el corazón empezó a latirle con más fuerza. Al volver la cabeza vio horrorizado una figura fantasmal con una vela, que se deslizaba sigilosa a lo largo del paseo este en dirección a la iglesia. Le subió a la garganta un grito que a duras penas pudo contener. Otra figura siguió a la primera. Jack retrocedió bajo la arcada para no ser visto, llevándose el puño a la boca y mordiéndole con fuerza para no gritar. Escuchó algo así como lamentos fantasmales. Se quedó mirando con auténtico terror. Entonces se dio cuenta de lo que pasaba. Lo que estaba viendo era una procesión de monjes que iban del dormitorio a la iglesia para el oficio divino de medianoche, al tiempo que cantaban un himno. Durante un momento persistió la sensación de pánico aunque supiera lo que estaba viendo. Luego le embargó el alivio y empezó a temblar de manera incontrolada.
El monje a la cabeza de la procesión abrió la puerta de la iglesia con una enorme llave de hierro, y los monjes desfilaron a través de ella. Ninguno se volvió a mirar en dirección a Jack. La mayoría de ellos parecían medio dormidos. No cerraron la puerta una vez hubieron entrado todos.
Cuando hubo recobrado la compostura Jack se dio cuenta de que ya tenía el paso libre a la iglesia; sentía las piernas demasiado débiles para andar. Ahora puedo entrar, se dijo. No tengo que hacer nada una vez dentro. Miraré si es posible llegar al tejado. Es posible que no prenda fuego, que sólo eche un vistazo.
Respiró hondo y luego, saliendo de debajo de la arcada, caminó a través del cuadrángulo. Vaciló ante la puerta abierta atisbando a través de ella. Había velas encendidas en el altar y en el coro donde los monjes permanecían en pie en sus respectivos puestos, pero su luz sólo formaba pequeños claros en el centro de aquel espacio grande y vacío, dejando los muros y los pasillos en la más completa oscuridad.
Uno de los monjes estaba haciendo algo incomprensible en el altar. Y los otros entonaban de vez en cuando algunas frases de una especie de galimatías. A Jack le parecía increíble que la gente se levantara de sus camas bien calientes en plena noche para hacer algo semejante.
Se deslizó a través de la puerta y permaneció pegado a la pared.
Ya estaba dentro. La oscuridad le ocultaba. Sin embargo no le convenía quedarse allí porque los monjes le verían cuando salieran. Penetró más adentro. La llama temblorosa de las velas arrojaba sombras inquietantes. El monje que estaba en el altar hubiera podido ver a Jack de haber levantado la mirada, pero parecía completamente absorto en lo que estaba haciendo. Jack se fue trasladando rápidamente del refugio que le brindaba un pilar al del siguiente, deteniéndose un momento entre ambos para que sus movimientos fueran irregulares, coincidiendo con las oscilaciones de las sombras. La luz fue haciéndose más brillante a medida que se acercaba al cruce. Jack tenía miedo de que el monje que estaba en el altar levantara de repente la cabeza, le viera, se lanzara a través del crucero y le agarrara por el pescuezo.
Alcanzó la esquina y se sumergió agradecido en las sombras más profundas de la nave.
Se detuvo un momento sintiéndose aliviado. Luego retrocedió a lo largo del pasillo hacia el extremo oeste de la iglesia, siempre deteniéndose de manera irregular, como haría si estuviera cazando un ciervo al acecho. Cuando se encontró en la zona más alejada y oscura de la iglesia se sentó en el plinto de una columna a esperar que terminara el oficio divino.
Metió la barbilla dentro de la capa y respiró hacia el pecho para calentarse. Su vida había cambiado tanto en las dos últimas semanas que le parecía que habían pasado años desde que vivía contento con su madre en el bosque. Sabía que jamás volvería a sentirse seguro.
Ahora que ya sabía de hambre, frío, peligro, y desesperación, siempre tendría miedo de ellos.
Atisbó desde un costado del pilar. En la parte superior del altar, donde las velas brillaban más que en cualquier otra parte, apenas podías distinguir el alto techo de madera. Jack sabía que las iglesias más nuevas tenían bóvedas de piedra, pero Kingsbridge era vieja. Ese techo de madera ardería bien.
No voy a hacerlo, se dijo.
Tom se sentiría feliz si la catedral ardiera. Jack no estaba seguro de si Tom le resultaba simpático; era demasiado enérgico, mandón y violento. Jack estaba acostumbrado a las maneras más apacibles de su madre. Pero Tom había impresionado a Jack, casi le había maravillado. Los únicos hombres que hasta entonces había conocido eran proscritos, hombres peligrosos y embrutecidos que sólo se detenían ante la violencia y la astucia, hombres para quienes el logro supremo era apuñalar a alguien por la espalda. Tom era un nuevo tipo de persona, orgulloso e intrépido, incluso sin armas. Jack jamás olvidaría la forma en que Tom se había enfrentado a William Hamleigh, aquella vez en que Lord William había querido comprar a su madre por una libra; lo que se le quedó grabado vívidamente en la mente fue que Lord William había tenido miedo. Jack había dicho a su madre que nunca se hubiera imaginado que un hombre pudiera ser tan valiente como Tom.
—Por eso hemos tenido que abandonar el bosque. Necesitas a un hombre de quien tomar ejemplo —le dijo ella.
A Jack aquella observación le dejó perplejo, pero era verdad que le hubiera gustado hacer algo que impresionara a Tom. Aunque prender fuego a la catedral no era lo más acertado. Sería mejor que nadie se enterara, al menos durante muchos años. Pero quizás llegara el día en que Jack dijera a Tom: ¿Recuerdas la noche que ardió la catedral de Kingsbridge y el prior te contrató para que la reconstruyeras y al fin todos tuvimos comida, vivienda y seguridad? Bueno, tengo que explicarte cómo empezó aquel fuego. Sería un momento realmente grande.
Pero no me atrevo a hacerlo, se dijo.
Callaron los cánticos y hubo un ruido como de arrastrar de pies, como si los monjes abandonaran sus sitios. El oficio divino había terminado. Jack cambió de posición para mantenerse fuera de la vista mientras salían.
A medida que salían soplaban las velas en los puestos del coro, pero dejaron una encendida en el altar. Se oyó el golpe al cerrarse la puerta. Jack esperó un poco más por si alguien se hubiera quedado dentro. Durante mucho rato no se oyó sonido alguno. Finalmente Jack salió de detrás del pilar.
Jack subió por la nave. Tenía una sensación extraña al estar allí solo en aquel edificio grande, frío y vacío. Así es como deben de sentirse los ratones, se dijo, escondiéndose por los rincones cuando la gente anda por ahí y saliendo cuando se han ido. Llegó hasta el altar y cogió la vela gruesa y brillante y se sitió mejor. Con la vela en la mano empezó a inspeccionar el interior de la iglesia. En el rincón, donde la nave se unía con el crucero sur, el sitio donde más había temido que le descubriera el monje del altar, había una puerta en la pared con un sencillo picaporte. Lo accionó y la puerta se abrió.
La luz de su vela descubrió una escalera de caracol, tan angosta que un hombre gordo no hubiera podido subir por ella, y tan baja que Tom hubiera tenido que hacerlo encorvado. Jack subió por ella.
Salió a una galería estrecha. En un lado, una hilera de pequeños arcos daban a la nave. En el otro, el techo descendía desde la parte superior de los arcos hasta el suelo, que no era llano sino curvado hacia abajo en cada lado. Jack necesitó un momento para darse cuenta de dónde se encontraba. Estaba encima del pasillo de la parte sur de la nave. El techo en forma de túnel abovedado del pasillo era el suelo curvo sobre el que se encontraba. El pasillo era mucho más bajo que la nave así que todavía le quedaba por recorrer mucho trecho desde el tejado principal del edificio.
Fue explorando en dirección oeste a lo largo de la galería. Resultaba realmente excitante ahora que los monjes se habían ido y ya no tenía miedo de que le descubrieran. Era como si hubiese trepado a un árbol y descubierto que en su misma copa, oculto a la vista por las ramas bajas, todos los árboles estuvieran conectados y uno pudiera pasearse por un mundo secreto a sólo unos pies de la tierra.
Al final de la galería había otra puerta pequeña. La atravesó y se encontró en el interior de la torre suroeste, la que no se había derrumbado. El lugar donde se hallaba no estaba destinado desde luego a que nadie lo viera, porque era tosco y no estaba terminado, y en lugar de suelo había vigas con anchos huecos entre ellas. Adosado al muro había un tramo de escalones de madera, una escalera sin barandilla. Jack subió por ella.
A medio camino de un muro había una pequeña abertura en arco. La escalera pasaba justamente por su lado. Jack metió por ella la cabeza levantando su vela. Se encontraba en el espacio del tejado, sobre el techo de madera y debajo del tejado de chapa. Al principio no percibió fin alguno en aquella mezcolanza de vigas de madera, pero al cabo de un momento descubrió la estructura. Inmensas vigas de roble, de un pie de ancho y dos de alto cruzaban la nave a lo ancho, de un extremo al otro. Encima de cada viga dos poderosos cabrios formaban con ella un triángulo. La hilera regular de triángulos se alargaba más allá de la luz de la vela. Mirando hacia abajo, entre las vigas, podía distinguir la parte posterior del techo de madera pintada de la nave, que estaba fijado en los bordes inferiores de las vigas transversales.
En el borde del espacio del tejado, en la esquina de la base del triángulo, había un pasadizo. Jack gateó hasta él a través de la pequeña abertura. Había espacio justo para que pudiera ponerse en pie, un hombre hubiera tenido que ir completamente encorvado. Anduvo un trecho. Había suficiente madera para un fuego. Olfateó intentando identificar el extraño olor que flotaba en el aire. Llegó a la conclusión de que era brea. Las vigas del tejado estaban embreadas. Arderían como la yesca.
Le sobresaltó un repentino movimiento en el suelo y el corazón empezó a latirle con fuerza. Pensó en el caballero descabezado del río y en los monjes fantasmales por el claustro. Luego recordó a los ratones y se sintió mejor. Pero al mirar con más cuidado descubrió que eran pájaros. Debajo de los aleros había nidos.
El espacio del tejado seguía la forma de la iglesia abajo, con dos brazos sobre los cruceros. Jack llegó hasta el cruce y permaneció en pie en el rincón. Se dio cuenta de que debía de estar directamente encima de la pequeña escalera de caracol que le había conducido desde el nivel del suelo hasta la galería. Si decidiera pegar fuego, allí sería el mejor sitio. Desde allí podría extenderse en cuatro direcciones: al oeste a lo largo de la nave, al sur por el crucero sur, y a través del cruce al presbiterio y al crucero norte.
Las principales vigas del tejado estaban hechas de corazón de roble y aunque estaban embreadas, tal vez no se prendieran con la llama de una vela. Pero debajo de los aleros había un montón de astillas y virutas de madera, trozos de cuerda, sacos y nidos de pájaros abandonados, todo lo cual serviría perfectamente de mecha. Lo único que tendría que hacer sería amontonarlo.
La vela se estaba consumiendo.
Parecía muy fácil. Amontonar todos aquellos desperdicios, acercar la llama de la vela e irse. Atravesar el recinto como un fantasma, deslizarse en la casa de invitados, atrancar la puerta, acurrucarse en la paja y esperar a que dieran la alarma.
Pero si le veían…
Si le pillaban en ese momento podría decir sencillamente que estaba explorando la catedral, y sólo le azotarían. Pero si le descubrían pegando fuego a la iglesia harían algo más que azotarle. Recordó al ladrón de azúcar en Shiring y cómo le sangraba el trasero.
Recordaba algunos de los castigos infligidos a los proscritos. A Farad Openmouth le cortaron los labios, Jack Flathat había perdido una mano y a Alan Catface le habían colocado en los cepos y apedreado, y desde entonces nunca pudo volver a andar bien. Aún peor eran las historias de quienes no habían sobrevivido a los castigos. A un asesino lo ataron a un barril tachonado de puntas y lo lanzaron rodando colina abajo, de manera que todas las puntas se le clavaron en el cuerpo, a un ladrón de caballos le habían quemado vivo, a una prostituta ladrona la habían empalado en una estaca en punta. ¿Qué le harían a un muchacho que hubiese prendido fuego a una iglesia?
Empezó a recoger pensativo todos los desperdicios inflamables de debajo de los aleros, amontonándolos en el pasadizo, debajo exactamente de uno de los cabrios más fuertes.
Una vez que los hubo amontonado hasta una altura de un pie se sentó y se quedó mirándolos.
Su vela estaba en las últimas. Dentro de unos momentos habría perdido la oportunidad.
Con un ademán rápido acercó la llama a un trozo de saco. Se prendió. La llama se extendió rápidamente por unas virutas de madera y luego a un nido seco y abandonado de pájaro. Y en un instante la pequeña fogata empezó a arder alegremente.
Aún podría apagarlo, pensó Jack.
Tal vez aquella mecha estuviera ardiendo demasiado deprisa. A ese paso se apagaría antes de que la madera del tejado empezara a quemarse. Jack recogió presuroso más desperdicios añadiéndolos al montón. Las llamas subieron más alto. Aún puedo apagarlo, pensó. La brea de la viga empezó a ennegrecerse y a echar humo. Se quemaron los desechos. Ahora puedo dejar que se apague el fuego, pensó. Pero entonces vio que el pasadizo estaba ardiendo. Aun así podría ahogar el fuego con mi capa, se dijo. Pero en lugar de ello arrojó más desperdicios al fuego y se quedó mirando cómo subían las llamas. En el pequeño ángulo de los aleros, la atmósfera estaba caliente y humeante, aunque el glacial aire nocturno estaba sólo a una pulgada, al lado del tejado. Algunas vigas más pequeñas a las que estaban clavadas las chapas del tejado empezaron a arder. Y finalmente apareció una llama temblorosa en la maciza viga principal.
La catedral ardía.
Ya lo había hecho. No cabía retroceder.
Jack estaba asustado. Quería estar envuelto en su capa, acurrucado en un pequeño hueco en la paja, con los ojos fuertemente cerrados y escuchando en derredor suyo la tranquila respiración de los otros.
Retrocedió a lo largo del pasadizo.
Al llegar al final miró hacia atrás. Le sorprendió lo rápido que se estaba propagando el fuego, tal vez debido a la brea con que estaba embadurnada la madera. Todas las vigas pequeñas ardían, las grandes empezaban a prenderse y el fuego se extendía a lo largo del pasadizo. Jack le dio la espalda.
Se metió en la torre y bajó las escaleras, luego corrió a lo largo de la galería sobre el pasillo y bajó presuroso la escalera de caracol hasta el suelo de la nave. Alcanzó corriendo la puerta por la que había entrado.
Estaba cerrada.
Entonces comprendió su estupidez. Los monjes la habían abierto con una llave al entrar, cerrándola de nuevo al salir.
El miedo le dejó un amargor de bilis en la boca. Había prendido fuego a la iglesia y ahora se encontraba encerrado dentro.
Luchó contra el pánico y trató de pensar. Desde fuera había probado todas las puertas, encontrándolas cerradas, pero tal vez alguna de ellas lo estuviera por dentro con trancas en lugar de llave y podría abrirse desde el interior.
Atravesó presuroso el cruce hasta el crucero norte y examinó la puerta en el pórtico norte. Estaba cerrada con llave. Cruzó corriendo la nave en sombras hasta el extremo oeste e intentó abrir cada una de las entradas públicas. Las tres puertas estaban cerradas con llave; por último lo intentó con la pequeña puerta que conducía al pasillo sur desde el paseo norte del cuadrado del claustro; también esa estaba cerrada con llave.
¿Qué voy a hacer?, se dijo.
¿Se despertarían los monjes y correrían a apagar el incendio tan dominados por el pánico que apenas se dieran cuenta de que un muchacho pequeño salía a hurtadillas por la puerta? ¿O le descubrirían de inmediato y le agarrarían, lanzando a gritos acusaciones contra él?; también podía suceder que siguieran dormidos, inconscientes hasta que todo el edificio se hubiera derrumbado y Jack yaciera aplastado por un montón inmenso de piedras.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y deseó no haber acercado jamás la llama de la vela a aquel gran montón de desperdicios. Miró frenético en derredor. ¿Le oiría alguien si se asomara por una ventana y chillara?
Se oyó un estrépito arriba. Al levantar la vista vio que en el techo de madera había un agujero donde una de las vigas había caído sobre él perforándolo. El agujero parecía una mancha roja sobre un fondo negro. Un momento después se produjo otro estruendo. Una inmensa viga atravesó el techo y, girando sobre sí misma en el aire, se estrelló contra el suelo con un golpazo que estremeció las poderosas columnas de la nave; detrás de ella hubo una rociada de chispas y rescoldos ardiendo. Jack escuchó a la espera de gritos, peticiones de ayuda o el tañido de una campana, pero no hubo nada de eso. No habían oído el estruendo. Y si aquello no les había despertado, ciertamente no oirían sus gritos.
Voy a morir aquí, se dijo en el paroxismo del terror, voy a achicharrarme o a quedar aplastado a menos que encuentre una salida.
Pensó en la torre destruida. La había examinado desde fuera y no había descubierto hueco alguno para entrar, pero se había mostrado muy cauteloso por miedo a caer y provocar un desprendimiento de tierra. Tal vez si volviera a mirar, esta vez desde dentro, pudiera encontrar algo que se le hubiera pasado por alto. Y acaso la desesperación le ayudara a colarse por donde antes no viera brecha alguna.
Corrió hacia el extremo oeste. Los destellos del fuego que llegaban a través del agujero en el techo, combinados con las llamas de la viga que había caído al suelo de la nave, daban una mayor luz que la de la luna, y el borde de la arcada brillaba dorado en lugar de plateado. Jack examinó el montón de piedras que un día fueran la torre del noroeste; parecían formar un sólido muro. No había forma de salir. Siguiendo un loco impulso abrió la boca y gritó ¡Madre!, a pleno pulmón, aunque sabía que no le iba a oír.
De nuevo luchó contra el pánico que le embargaba. Algo se agitaba en el fondo de su mente que no lograba materializar; había logrado entrar en la otra torre, la que todavía estaba en pie, recorriendo la galería que había sobre el pasillo sur. Si ahora la volviera a recorrer pero en sentido contrario sobre el pasillo norte tal vez pudiera encontrar una brecha en aquel montón de escombros, una brecha que acaso no fuera visible desde el suelo. Volvió corriendo al cruce, permaneciendo bajo la protección del pasillo norte por si se estrellaban nuevas vigas encendidas después de atravesar el techo. En ese lado debía de haber una puerta pequeña y una escalera de caracol, como en el otro. Llegó a la esquina de la nave y al crucero norte. No veía puerta alguna. Miró alrededor de la esquina sin descubrir tampoco ninguna. No podía creer en su mala suerte. Era un estúpido, ¡tenía que haber una salida a la galería!
Pensaba denodadamente, luchando por conservar la calma. Había una manera de entrar en la torre derruida, sólo tenía que encontrarla. Puedo volver al espacio del tejado a través de la torre del suroeste todavía en pie —se dijo. Puedo cruzar al otro lado del espacio del tejado. Debe de haber una pequeña abertura en ese lado, dando paso a la torre noroeste derruida. Eso podría proporcionarme una salida. Miró temeroso al techo. El fuego debía de haberse convertido ya en un infierno. Pero no podía pensar en otra alternativa.
Primero había de atravesar la nave. Miró de nuevo hacia arriba. Hasta donde podía ver no había nada que pudiera desplomarse de inmediato. Respiró hondo y salió disparado hacia el otro lado. Nada le cayó encima.
Ya en el pasillo sur abrió la pequeña puerta y subió corriendo la escalera de caracol. Cuando llegó al final y entró en la galería notó el calor del incendio de arriba. Pasó corriendo la galería, atravesó la puerta que daba a la torre que todavía se conservaba erguida y subió corriendo las escaleras.
Agachó la cabeza y se arrastró a través del pequeño arco hasta el espacio del tejado. Hacía mucho calor y estaba lleno de humo. Toda la madera de arriba estaba en llamas y en el extremo más alejado las vigas más grandes ardían con fuerza. El olor a brea le hizo toser. Vaciló sólo un instante, luego se subió a uno de los grandes travesaños que cruzaban la nave y empezó a caminar por él. En cuestión de segundos quedó empapado de sudor a causa del calor, y los ojos se le pusieron llorosos de tal forma que apenas podía ver a dónde iba. Al toser, uno de los pies se le salió del travesaño, haciéndole dar un traspié de costado. Cayó con un pie en el travesaño y el otro fuera. El pie derecho aterrizó en el techo y se dio cuenta horrorizado que atravesaba la madera podrida. En su mente pasó como un relámpago la altura de la nave y hasta dónde caería si atravesara el techo; gritó mientras volteaba hacia delante, con los brazos extendidos, imaginándose dando vueltas y más vueltas en el aire, como había hecho la viga al caer. Pero la madera resistió su peso.
Permaneció allí petrificado, muerto de miedo, apoyándose en las manos y en una orilla mientras que con el otro pie había perforado el techo. Luego, el calor achicharrante del fuego le hizo volver a la realidad. Sacó el pie del agujero con extremo cuidado. Luego avanzó a gatas hacia delante.
Mientras se acercaba al otro lado, algunas vigas grandes se desplomaron dentro de la nave. Todo el edificio pareció estremecerse y la viga debajo de Jack tembló como la cuerda de un arco. Se detuvo aferrándose a ella. Siguió arrastrándose y un momento después alcanzaba el pasadizo del lado norte.
Si su suposición resultaba equivocada y no había abertura alguna para pasar a las ruinas de la torre noroeste, habría de volver atrás. Mientras permanecía allí en pie, sintió una ráfaga de frío aire nocturno. Debía de haber alguna brecha. Pero ¿sería lo bastante grande para un muchacho pequeño?
Dio tres pasos en dirección oeste y se detuvo en el mismo borde del vacío.
Se encontró mirando a través de un inmenso agujero a las ruinas de la torre derruida iluminadas por la luz de la luna. Se le aflojaron las rodillas por el alivio. Estaba fuera de aquel infierno. Pero se encontraba a gran altura, a nivel del tejado y la parte superior del montón de escombros estaba muy lejos debajo de él, demasiado lejos para saltar. Ahora podía escapar de las llamas pero ¿le sería posible llegar al suelo sin romperse el cuello?; detrás de él las llamas avanzaban rápidas y el humo salía a oleadas por la brecha en la que se encontraba.
Esa torre tuvo un día una escalera adosada al interior de su muro como aún tenía la otra torre, pero casi toda la escalera quedó destruida con el derrumbamiento. Sin embargo, allí donde los peldaños de madera se habían fijado en el muro con argamasa, sobresalían algunos muñones de madera, algunos de tan sólo una o dos pulgadas de largo, y otros algo más. Jack se preguntó si podría bajar por aquellos fragmentos de peldaños. Sería un descenso precario. Se dio cuenta de que olía a quemado. Su capa empezaba a ponerse caliente. Un momento más y se prendería. No tenía elección.
Se sentó y buscó el muñón más próximo. Se aferró a él con ambas manos, y luego alargó una pierna hasta encontrar un apoyo firme para el pie. Luego bajó el otro pie. Tanteando con el pie, descendió un peldaño. Los muñones resistieron. Volvió a intentarlo, tanteando la firmeza del siguiente muñón antes de descargar sobre él su peso.
Este parecía algo inseguro. Puso el pie con cautela, agarrándose con fuerza por si llegaba a encontrarse colgando de las manos. Cada uno de los peligrosos pasos que daba hacia abajo le acercaba más al montón de escombros. A medida que iba bajando los muñones se hacían más pequeños, como si los de abajo hubieran sufrido más los estragos del derrumbamiento. Puso su bota de fieltro sobre un muñón no más ancho que la punta de su pie y cuando descargó su peso en él, el pie se le escurrió. El otro lo tenía sobre un muñón más grande, pero de repente descargó su peso en él y se rompió. Intentó sujetarse con las manos, pero como aquellos fragmentos eran tan pequeños, le fue imposible agarrarlos con fuerza y sintió aterrado que se deslizaba de su precario asidero y caía por los aires.
Dio con sus huesos en el montón de escombros. Por un instante se sintió tan sobrecogido y aterrado que pensó estar muerto. Pero luego se dio cuenta de que había tenido la suerte de caer bien. Le escocían las manos y con toda seguridad tendría las rodillas llenas de rasguños, pero por lo demás se encontraba bien.
Al cabo de un momento descendió por el montón de escombros salvando de un salto los últimos pies hasta el suelo. Estaba a salvo. El alivio hizo que le flaquearan las piernas. Sentía deseos de volver a gritar; había escapado. Se sentía orgulloso. ¡Menuda aventura que había corrido!
Pero aún no había pasado todo. Donde él se encontraba tan sólo llegaba una vaharada de humo, pero el ruido del fuego, tan ensordecedor dentro del espacio del tejado, allí sólo sonaba como un viento lejano. Únicamente los destellos rojizos detrás de las ventanas revelaban que la iglesia estaba en llamas.
Pero aquellos últimos temblores debían de haber perturbado el sueño de alguien, y en cualquier momento algún monje legañoso saldría medio dormido del dormitorio preguntándose si el terremoto que había sentido era real, o tan sólo una pesadilla. Jack había pegado fuego a la iglesia, un crimen atroz a los ojos de los monjes. Tenía que largarse rápidamente.
Atravesó corriendo el césped hasta la casa de invitados. Todo seguía tranquilo y silencioso. Se detuvo jadeante delante de ella. Si seguía respirando de aquel modo despertaría a todo el mundo. Intentó hacerlo con calma, pero resultó peor. Había que quedarse allí hasta que volviera a respirar con normalidad. El tañido de una campana rompió el silencio y siguió sonando apremiante en inconfundible alarma. Jack se quedó helado. Si entraba en ese momento se darían cuenta. Pero si no lo hacía…
Se abrió la puerta de la casa y apareció Martha. Jack se la quedó mirando aterrado.
—¿Dónde has estado? —le preguntó la niña con voz muy queda—. Hueles a humo.
A Jack se le ocurrió una mentira plausible.
—Sólo he salido un momento —dijo desesperado—. Oí la campana.
—Mentiroso —dijo Martha—. Has estado fuera un montón de tiempo. Lo sé porque estaba despierta.
Jack se dio cuenta que era inútil querer engañarla.
—¿Estaba alguien más despierto? —preguntó temeroso.
—No, sólo yo.
—No les digas que he salido. ¿Querrás?
La niña percibió el miedo en su voz y trató de tranquilizarle.
—Bueno. Será un secreto. No te preocupes.
—¡Gracias!
En aquel momento apareció Tom, rascándose la cabeza.
Jack estaba asustado. ¿Qué pensaría Tom?
—¿Qué pasa? —preguntó Tom somnoliento. Husmeó el aire—. Huele a humo.
Jack señaló la catedral con un dedo tembloroso.
—Creo… —empezó a decir y luego tragó saliva. Se dio cuenta con una sensación de alivio que todo iba a salir bien. Tom daría por sentado que Jack acababa de levantarse como Martha. Así que habló de nuevo, esa vez con tono más tranquilo—. Mira la iglesia. Creo que está ardiendo.
Philip todavía no se había acostumbrado a dormir solo. Echaba de menos la atmósfera cargada del dormitorio, el ruido de los demás moviéndose y roncando, el alboroto cuando uno de los monjes de más edad había de levantarse para ir a la letrina, seguido habitualmente por los demás monjes de edad, una procesión normal que siempre divertía a los más jóvenes. Estar solo al anochecer no le molestaba porque se encontraba cansado hasta el agotamiento, pero en plena noche, después de haber asistido completamente despierto al servicio divino, le resultaba difícil conciliar el sueño. En lugar de volver a meterse en el inmenso y suave lecho (resultaba algo embarazoso lo pronto que se había acostumbrado a eso), encendía el fuego y leía a la luz de la vela o se arrodillaba para orar, o se sentaba a pensar.
Tenía mucho en qué pensar. Las finanzas del priorato estaban en peores condiciones de lo que había pensado. El principal motivo era, con toda probabilidad, que la organización en su conjunto generaba muy poco dinero. Poseían vastas extensiones de terreno, pero muchas de las granjas estaban alquiladas a precios muy bajos y a muy largo plazo, y algunas pagaban el alquiler en especies… tantos sacos de harina, tantos barriles de manzanas, tantas carretas de nabos. Las granjas que no estaban alquiladas las llevaban los monjes, pero nunca parecían capaces de producir un excedente de artículos para la venta.
La otra partida importante del priorato la constituían las iglesias que tenían en propiedad y de las que recibían los diezmos. Por desgracia, la mayoría de ellas estaban bajo el control directo del sacristán, y a Philip le era difícil averiguar cuánto gastaba exactamente. No había cuentas registradas por escrito. Sin embargo resultaba evidente que el ingreso del sacristán era muy escaso o su administración rematadamente mala para mantener en buen estado la iglesia catedral, aunque al correr de los años el sacristán había logrado obtener una impresionante colección de valiosos ornamentos y vasos incrustados de piedras preciosas.
A Philip le resultaba imposible conocer todos esos detalles hasta que tuviera tiempo de hacer un recorrido por todas las extensas propiedades del monasterio, pero en líneas generales eran de una claridad meridiana. Y el viejo prior había estado recibiendo dinero durante algunos años, de prestamistas de Winchester y Londres, tan sólo para poder hacer frente a los gastos cotidianos. Philip se había sentido enormemente deprimido al comprender la gravedad de la situación.
Pero a medida que reflexionaba y rezaba, la solución fue aclarándose. Había concebido un plan en tres etapas. Empezaría por hacerse cargo personalmente de las finanzas del priorato. En ese momento cada uno de los funcionarios monásticos controlaba parte de la propiedad y cubría con los ingresos de la misma su responsabilidad: el intendente, el sacristán, el maestro de invitados, el maestro de novicios y el enfermero. Todos ellos tenían «sus» granjas e iglesias. Ni que decir tiene que ninguno de ellos confesaría nunca tener demasiado dinero, y si les quedaba algún excedente tenían buen cuidado de gastarlo por temor a que les quitaran algo. Philip había decidido nombrar a un nuevo funcionario, al que se designaría con el título de recaudador, cuya tarea consistiría en recibir todo el dinero a que tenía derecho el priorato, sin excepción alguna, entregando luego a cada uno de los funcionarios exactamente lo que necesitara.
Naturalmente el recaudador había de ser alguien en quien Philip confiara plenamente. Al principio se sintió inclinado a asignar dicho trabajo a Cuthbert Whitehead, el intendente, pero luego recordó la aversión de Cuthbert a hacer nada por escrito. No servía. Porque en adelante todos los ingresos y salidas se inscribirían en un gran libro.
Philip había decidido asignar la tarea al joven encargado de cocina, el hermano Milius. A los demás funcionarios monásticos no les gustaría la idea fuera quien fuese quien desempeñara el cargo, pero Philip era quien mandaba y en cualquier caso, la mayoría de los monjes que sabían o sospechaban que el priorato tenía dificultades, apoyarían la reforma. Una vez que tuviera el control del dinero, pondría en práctica la segunda etapa de su plan.
Todas las granjas que se encontraran alejadas serían arrendadas mediante pago en metálico del arriendo. Había en Horkshire una propiedad del priorato que pagaba un «alquiler» de doce corderos que enviaban religiosamente cada año hasta Kingsbridge, pese a que el costo del transporte era superior al valor de los corderos y además la mitad de ellos morían durante el camino. En el futuro tan sólo las granjas más cercanas producirían alimentos para el priorato. También pensaba cambiar el sistema vigente según el cual cada granja producía de todo un poco: algo de grano, algo de carne, algo de leche y así sucesivamente. Durante años, Philip había considerado un derroche semejante sistema. Con este sistema cada una de las granjas sólo llegaba a producir lo suficiente de cada producto para sus propias necesidades. O acaso fuera mejor decir que cada granja se las arreglaba siempre para consumir casi todo lo producido. Philip quería que cada granja se dedicara a una sola cosa. Todo el grano se cultivaría en un grupo de aldeas, en Somerset, donde el priorato tenía también en propiedad varios molinos. Las exuberantes laderas de Wiltshire proporcionarían pastos para el ganado, que a su vez proporcionaría mantequilla y carne. La pequeña celda de St-John-in-the-Forest criaría cabras y haría queso.
Pero el proyecto más importante de Philip era el de destinar las granjas de segunda clase, aquellas de terrenos pobres o mediocres, en especial las propiedades en las colinas, a la crianza de ovejas. Había pasado su adolescencia en un monasterio que criaba ovejas. Todo el mundo las criaba en aquella zona de Gales, y había visto cómo el precio de la lana subía despacio aunque de manera constante, año tras año desde que él podía recordar hasta el presente. Llegaría un momento en que las ovejas podrían resolver, de forma permanente, el problema económico del priorato.
Esa era la etapa segunda del plan. La tercera era la demolición de la iglesia catedral y la construcción de una nueva. La iglesia actual era vieja, fea y poco práctica, y el mero hecho de que la torre noroeste se hubiera desplomado era señal inequívoca de que toda la estructura era deleznable. Las iglesias modernas eran más altas, más largas, y sobre todo tenían más luz. También se las diseñaba para mostrar las tumbas importantes y las reliquias sagradas que los peregrinos acudían a visitar. Además, las catedrales iban teniendo cada vez más, pequeños altares adicionales y capillas especiales dedicadas a santos particulares. Una iglesia bien proyectada, que respondiera a las cada vez más numerosas demandas de las congregaciones actuales, atraería muchos más devotos y peregrinos que los que Kingsbridge atraía en la actualidad. Y al hacerlo así, a la larga, ella misma podría subvenir a sus propias necesidades. Cuando Philip hubiera estabilizado e impulsado la economía del priorato, construiría una nueva iglesia que simbolizaría la regeneración de Kingsbridge.
Sería su realización suprema.
Pensaba que dentro de unos diez años tendría dinero suficiente para empezar a reconstruirla. Era una idea más bien desalentadora. ¡Tendría casi cuarenta años! Sin embargo esperaba que dentro de un año aproximadamente podría permitirse un programa de reparaciones que convirtiera la construcción actual, si no en algo impresionante, al menos respetable, para el Pentecostés siguiente al próximo.
Ahora que ya tenía un plan, se sentía de nuevo alegre y optimista. Distraído con los detalles apenas sí oyó un golpe lejano, como un enorme portazo. Se le ocurrió vagamente que alguien se hubiera levantado y anduviera por el dormitorio o el claustro. Supuso que si había dificultades no tardaría mucho en saberlo y sus pensamientos volvieron a centrarse en los alquileres y en los diezmos. Otra fuente importante de ingresos para los monasterios eran las donaciones de los padres de los muchachos que ingresaban como novicios, pero para atraer al tipo de novicios deseable el monasterio necesitaba una escuela floreciente.
Sus reflexiones se vieron de nuevo interrumpidas por el estruendo, esta vez más fuerte, que hizo temblar ligeramente su casa. Pensó que desde luego aquello no era un portazo. ¿Qué estaba pasando? Se acercó a la ventana y la abrió. La noche fría se coló de rondón y le hizo estremecerse. Miró hacia la iglesia, la sala capitular, el claustro, los edificios del dormitorio y la cocina. Todo parecía tranquilo a la luz de la luna. El viento era tan helado que los dientes le dolían al respirar. Olfateó. Olía a humo.
Frunció el ceño ansioso, pero no pudo ver fuego alguno. Metió la cabeza y olfateó en el interior de la habitación pensando que tal vez estuviera oliendo el humo de su propia chimenea, pero no era así.
Confundido y alarmado se puso rápidamente las botas, cogió la capa y salió corriendo de la casa. El olor a humo se hacía más fuerte mientras atravesaba presuroso la pradera en dirección al claustro. No cabía duda de que en alguna parte del priorato había fuego. Su primera idea fue que se trataba de la cocina; casi todos los fuegos empezaban en las cocinas. Atravesó corriendo el pasaje entre el crucero sur y la sala capitular y cruzó el cuadrado del claustro. Si hubiera sido de día hubiera atravesado el refectorio hasta el patio de la cocina, pero por la noche estaba cerrado con llave, de modo que hubo de atravesar el arco del paseo sur y girar a la derecha hasta la parte trasera de la cocina. Allí no había señal de fuego alguno como tampoco en la cervecería ni en la panadería, y el olor a humo parecía haber disminuido. Corrió un trecho más y desde la esquina de la cervecería miró, a través de la pradera, hacia la casa de invitados y las cuadras. Por allí todo parecía tranquilo.
¿Y si hubiera fuego en el dormitorio? Era el único edificio que también tenía chimenea. Aquello le horrorizó. Mientras corría de nuevo hacia el claustro tuvo una espantosa visión de todos los monjes en sus lechos, asfixiados por el humo, inconscientes mientras el dormitorio ardía por los cuatro costados. Corrió hacia la parte del dormitorio. Cuando ya alargaba la mano se abrió desde dentro y apareció Cuthbert Whitehead con una vela de junco.
—¿Hueles a humo? —preguntó Cuthbert de inmediato.
—Sí. ¿Están los monjes bien?
—Aquí no hay fuego.
Philip se sintió aliviado. Al menos su rebaño estaba a salvo.
—¿Entonces dónde?
—Tal vez en la cocina —dijo Cuthbert.
—No, ya lo he comprobado.
Una vez tranquilizado al saber que nadie se encontraba en peligro, Philip empezó a preocuparse por su propiedad; había estado reflexionando hacía un momento sobre finanzas y sabía que en la actualidad no podía permitirse hacer reparaciones en los edificios. Miró hacia la iglesia, ¿había un leve destello rojo del otro lado de las ventanas?
—Pide la llave de la iglesia al sacristán, Cuthbert —dijo Philip.
Cuthbert se le había adelantado.
—La tengo aquí.
—¡Hombre previsor!
Se dirigieron presurosos por el paseo este a la puerta del crucero sur. Cuthbert la abrió al momento. Tan pronto como lo hizo salió una humareda.
A Philip se le paró el corazón por un instante. ¿Sería posible que su iglesia estuviera ardiendo?
Entró. Al principio el panorama era confuso. En el suelo de la iglesia, alrededor del altar y allí, en el crucero sur, estaban ardiendo grandes trozos de madera ¿De dónde habían caído? ¿Cómo era posible que hubieran hecho tanto humo? ¿Y qué era ese fragor que parecía proceder de un fuego mucho mayor?
—¡Mira! —gritó Cuthbert.
Philip levantó la vista y todas sus preguntas obtuvieron respuestas. El techo estaba ardiendo furiosamente. Se quedó mirándolo horrorizado, era como las entrañas del infierno; había desaparecido la mayor parte del techo pintado, poniendo al descubierto los triángulos de madera del tejado ennegrecidos y abrasados, las llamas y el humo que ascendían y se contorsionaban en una danza diabólica. Philip permanecía callado, petrificado por la conmoción, hasta que el cuello empezó a dolerle de tanto mirar hacia arriba. Finalmente recuperó su presencia de ánimo. Corrió hasta el centro del crucero, se quedó en pie frente al altar y recorrió con la mirada toda la iglesia. Todo el tejado estaba en llamas, desde la puerta oeste hasta el extremo este, al igual que los dos cruceros. Por un momento le invadió el pánico y se preguntó: ¿Cómo podremos llevar el agua hasta allí?; imaginó una fila de monjes corriendo a lo largo de la galería con baldes, y al momento se dio cuenta de que era imposible. Incluso si pudiera dedicar a esa tarea un centenar de personas, no podrían llevar hasta el tejado la cantidad de agua necesaria para apagar aquel infierno rugiente. Comprendió desolado que todo el tejado iba a quedar destruido. La lluvia y la nieve caerían dentro de la iglesia hasta que pudiera encontrar dinero para un tejado nuevo.
Un fuerte chasquido le hizo levantar la vista. Exactamente encima de él una enorme viga se movía con lentitud de lado. Le iba a caer encima. Se precipitó hacia el crucero sur, donde estaba Cuthbert con aspecto atemorizado.
Toda una sección del tejado, tres triángulos de vigas y cabrios, más las planchas clavadas en ellos, caían lentamente. Philip y Cuthbert lo contemplaron, pasmados, olvidándose completamente de su propia seguridad. El tejado cayó sobre uno de los grandes arcos redondeados del cruce. El enorme peso de la madera y la plancha hendió el trabajo en piedra del arco con un estruendo prolongado, semejante al trueno. Todo sucedía con lentitud. Las vigas cayeron lentamente, el arco se rompió lentamente y la mampostería destrozada cayó lentamente por los aires. Se soltaron otras vigas del tejado y de repente, con un ruido semejante a un trueno largo y lento, toda una sección del muro norte del presbiterio se estremeció, deslizándose de costado hasta el crucero norte.
Philip estaba aterrado. El panorama de la destrucción de una construcción tan poderosa resultaba extrañamente asombroso. Era como ver derrumbarse una montaña o quedarse seco un río. En realidad nunca pensó que aquello pudiera ocurrir. Apenas podía creer lo que estaban viendo sus ojos. Se sentía desorientado y sin saber qué hacer.
Cuthbert le tiraba de la manga.
—¡Vamos afuera! —le gritó.
Philip no podía apartarse de allí. Recordaba que había estado calculando diez años de austeridad y duro trabajo para que el monasterio volviera a disfrutar de una situación económica próspera. Y ahora, de súbito, tendría que construir un nuevo tejado y un nuevo muro norte y quizás todavía más si la destrucción seguía adelante. Esto es obra del demonio, se dijo ¿Cómo era posible que el tejado ardiera en una noche glacial como aquella?
—¡Vamos a morir! —le gritó Cuthbert, y la nota de miedo humano en su voz conmovió a Philip. Dio media vuelta y ambos salieron corriendo de la iglesia hasta el claustro. Se había avisado a los monjes y empezaban a salir del dormitorio.
A medida que iban saliendo se detenían para mirar la iglesia. Milius Kitchener se encontraba en pie junto a la puerta, haciéndoles apresurarse para evitar la aglomeración, indicándoles que se alejaran de la iglesia y siguieran por el paseo sur de los claustros. A medio camino de él se encontraba Tom Builder, diciéndoles que al llegar al arco dieran la vuelta y escaparan por allí. Philip oyó decir a Tom:
—Id a la casa de invitados. ¡Manteneos lo más lejos posible de la iglesia!
Se está excediendo, se dijo Philip, es de suponer que aquí, en el claustro estarán seguros. Pero no había mal en ello y quizás fuera una precaución prudente. De hecho, siguió reflexionando, probablemente debiera haberlo pensado yo.
Pero la cautela de Tom le hizo preguntarse hasta qué punto podía llegar la destrucción. Si el claustro no era del todo seguro, ¿qué pasaría con la sala capitular? Allí, en una pequeña habitación lateral de gruesos muros de piedra y sin ventanas, guardaban el poco dinero que tenían en un hermético cofre de roble, además de los vasos incrustados con piedras preciosas del sacristán y todas las valiosas cartas de privilegio y escrituras de propiedad. Un instante después vio al tesorero Alan, un joven monje que trabajaba con el sacristán y se ocupaba de los ornamentos. Philip le llamó.
—Tenemos que sacar el tesoro de la sala capitular. ¿Dónde está el sacristán?
—Se ha ido, padre.
—Vete a buscarle y coge las llaves. Luego saca el tesoro de la sala capitular y llévalo a la casa de invitados. ¡Corre!
Alan echó a correr. Philip se volvió hacia Cuthbert.
—Más vale que te asegures de que lo hace.
Cuthbert asintió con la cabeza y siguió a Alan.
Philip volvió a mirar a la iglesia. En los escasos minutos que su atención había estado en otras cosas el fuego había arreciado y el fulgor de las llamas brillaba ya con fuerza detrás de todas las ventanas. El sacristán debió de haber pensado en el tesoro antes de poner tan apresuradamente a salvo su propio pellejo. ¿Algo más se les había pasado por alto? A Philip le resultaba difícil pensar de manera sistemática cuando todo estaba ocurriendo de forma vertiginosa. Los monjes estaban a salvo, se estaban ocupando del tesoro… había olvidado al santo.
En la parte más alejada del extremo este de la iglesia, más allá del trono del obispo, se encontraba la tumba en piedra de Saint Adolphus, uno de los primeros mártires ingleses. Dentro de aquella tumba había un ataúd de madera conteniendo los restos del santo. La tapa de la tumba se alzaba periódicamente para mostrar el ataúd. Por entonces Adolphus no era tan popular como tiempo atrás lo había sido, pero antiguamente hubo enfermos que se curaron con sólo tocar la tumba. Los restos de un santo podían atraer la atención hacia una iglesia, fomentando la devoción y los peregrinajes. Se obtenía tanto dinero que, pese a ser vergonzoso, se sabía de monjes que llegaban a robar las reliquias sagradas de otras iglesias. Philip había pensado en reavivar el interés del Adolphus. Tenía que poner a salvo sus restos.
Necesitaría ayuda para levantar la tapa de la tumba y sacar el ataúd. También debiera haber pensado en ello el sacristán. Pero no se le encontraba por parte alguna. El siguiente monje que salió del dormitorio fue Remigius, el altanero sub-prior. No tenía elección.
Philip le llamó.
—Ayúdame a poner a salvo los huesos del santo —le dijo.
Los ojos de Remigius, de un verde claro, se clavaron temerosos en la iglesia en llamas, pero tras un instante de vacilación siguió a Philip a lo largo del paseo del este y a través de la puerta. Una vez dentro, Philip se detuvo. Hacía tan sólo unos momentos que había huido de allí, pero el fuego había avanzado velozmente. El olor le recordaba el alquitrán quemado y pensó que las vigas del tejado debían de haberlas cubierto con brea para evitar que se pudrieran. A pesar de las llamas, se sentía un viento frío. El humo se escapaba a través de las brechas en el tejado y el fuego introducía el viento helado en la iglesia a través de las ventanas. Llovían sobre el suelo de la iglesia ascuas ardiendo y algunas vigas grandes que ardían en el tejado parecía que fueran a caer de un momento a otro. Hasta aquel momento se había preocupado primero por los monjes y luego por las propiedades del priorato. En aquellos momentos y por primera vez, temía por sí mismo y vaciló antes de seguir avanzando hacia aquel infierno.
Cuanto más esperara, mayor sería el riesgo, y si pensaba demasiado en ello perdería completamente el valor. Se levantó el borde del hábito gritando: ¡Sígueme!, y corrió hacia el crucero. Fue esquivando las pequeñas hogueras en el suelo, esperando que de un momento a otro le cayera encima una de las vigas del tejado y le aplastara.
Corría con el corazón en la boca con enormes ansias de lanzar gritos para aliviar su tensión. Y de repente se encontró en la zona segura del pasillo del otro lado. Allí se detuvo un momento. Los pasillos eran de piedra, abovedados, y en ellos no había fuego. Remigius se encontraba a su lado. Philip jadeó y tosió al tragar humo. Para atravesar el crucero sólo habían necesitado unos momentos, pero le pareció más largo que una misa de medianoche.
—Moriremos —dijo Remigius.
—Dios nos protegerá —le amonestó Philip al tiempo que decía para sus adentros: Entonces, ¿por qué estoy tan asustado? Aquel no era el momento para teología. Recorrió el crucero y dio vuelta a la esquina entrando en el presbiterio, manteniéndose siempre en el pasillo lateral. Podía sentir el calor de los asientos de madera, que ardían alegremente en medio del coro, y Philip lamentó la pérdida. Los asientos estaban hechos con todo lujo y cubiertos de hermosas tallas. Apartó todo aquello de su cabeza y se concentró en la tarea que tenía entre manos. Recorrió corriendo el presbiterio hasta el extremo este.
La tumba del santo se encontraba a medio camino de la iglesia. Era una gran caja de piedra instalada sobre un plinto bajo. Philip y Remigius habrían de levantar la tapa de piedra, ponerla a un lado, sacar el ataúd de la tumba, y llevarlo hasta el pasillo, mientras se desintegraba el tejado sobre sus cabezas. Philip miró a Remigius. El sub-prior tenía desorbitados por el miedo sus saltones ojos verdes. Philip disimuló su propio miedo para tranquilizar a Remigius.
—Coge la losa por ese lado y yo la cogeré por este —dijo señalándola, y sin esperar la respuesta se acercó a la tumba.
Remigius le siguió.
Se colocaron a cada lado y agarraron la tapa de piedra. Ambos hicieron un esfuerzo al unísono.
La losa no se movió.
Philip comprendió que debiera haber llevado más monjes. No se había detenido a pensar. Pero ya era demasiado tarde. Si salía afuera para pedir ayuda, era posible que el crucero estuviera intransitable cuando intentara volver. Pero no podía dejar así los restos del santo. Podía desplomarse una viga y destrozar la tumba. Entonces se prendería fuego al ataúd de madera y las cenizas serían aventadas, lo que resultaría un espantoso sacrilegio y una terrible pérdida para la catedral.
Se le ocurrió una idea. Avanzó hasta colocarse a un costado de la tumba e indicó a Remigius que se pusiera junto a él. Se arrodilló, puso ambas manos en el borde de la losa y empujó con todas sus fuerzas. Al imitarle Remigius, la losa se levantó. La fueron alzando lentamente, Philip levantó una rodilla y Remigius le imitó. Luego se pusieron en pie. Cuando la losa se encontraba en posición vertical le dieron otro empujón, cayendo al suelo del otro lado de la tumba y partiéndose en dos.
Philip miró al interior de la tumba. El ataúd se encontraba en buenas condiciones; la madera, al parecer, incólume y las asas de hierro enmohecidas en la superficie. Philip se situó en un extremo y agarró dos asas; Remigius hizo lo mismo en el otro lado. Levantaron el ataúd unas pulgadas, pero era mucho más pesado de lo que Philip esperaba, y al cabo de unos minutos Remigius lo dejó caer por su lado.
—No puedo, soy más viejo que tú —dijo.
Philip contuvo una furibunda réplica. Era posible que el ataúd estuviera forrado de chapa. Pero al estar rota la losa de la tumba, el ataúd era todavía más vulnerable que antes.
—Ven aquí —gritó Philip a Remigius—. Intentaremos ponerlo de pie sobre un extremo.
Remigius dio vuelta a la tumba y se colocó junto a Philip. Cada uno de ellos cogió una de las manijas de hierro que sobresalían y tiraron. El extremo subió con relativa facilidad. Lograron alzarlo sobre el nivel superior de la tumba y luego ambos caminaron hacia delante, uno por cada lado, levantando el ataúd a medida que avanzaban, hasta colocarlo en pie sobre uno de sus extremos. Se detuvieron un instante. Philip se dio cuenta entonces de que habían levantado el féretro por su parte inferior de tal manera que el santo había quedado cabeza abajo. Philip le pidió perdón en su fuero interno. Alrededor de ellos caían constantemente fragmentos de madera ardiendo. Cada vez que algunas chispas caían sobre el hábito de Remigius, este se las sacudía con ademanes frenéticos y siempre que le era posible echaba una ojeada aterrada al tejado ardiendo. Philip se dio cuenta de que el hombre estaba perdiendo el valor por momentos.
Colocaron el ataúd de manera que quedara apoyado contra el interior de la tumba, luego lo empujaron un poco más. Un extremo se alzó del suelo y el otro se despegó del mismo de manera que el ataúd quedó en equilibrio inestable sobre el borde de la tumba. Seguidamente lo fueron inclinando hasta que el otro extremo dio contra el suelo. Lo hicieron girar una vez más de manera que quedara en el suelo de forma correcta. Philip se dijo que los huesos estarían tableteando allí dentro como los dados en un cubilete. Aquello era lo más parecido a un sacrilegio, pero no tenía alternativa. En pie junto a uno de los extremos del ataúd, cada uno de ellos agarró una manija, lo levantaron y empezaron a arrastrarlo a través de la iglesia en dirección a la relativa seguridad del pasillo. Sus esquinas de hierro hacían pequeños surcos en el suelo de tierra batida. Casi habían llegado al pasillo cuando maderas ardiendo y planchas incandescentes se desplomaron con estruendo sobre la mismísima tumba del santo ahora vacía. El ruido fue ensordecedor; el suelo tembló por el impacto y la tumba de piedra quedó hecha trizas.
Una gran viga se desplomó en el interior de la tumba y por unas pulgadas no alcanzó a Remigius y a Philip, aunque les hizo soltar el ataúd. Aquello ya fue demasiado para Remigius.
—¡Esto es obra del demonio! —gritó histérico al tiempo que echaba a correr.
Philip casi estuvo a punto de seguirle. Si esa noche estuviera actuando allí de veras el diablo, nadie sabía lo que podía ocurrir; Philip jamás había visto un demonio, pero había escuchado muchos relatos de gentes que lo habían visto. Philip se dijo con severidad que los monjes estaban hechos para combatir a Satanás, no para huir de él; echó una ojeada ansiosa al refugio que ofrecía el pasillo. Pero en seguida se sobrepuso, agarró las manijas del ataúd y tiró de él.
Logró arrastrarlo de debajo de donde se había desprendido la viga. La madera del ataúd estaba dentada y astillada, pero lo asombroso era que no estaba rota. Lo arrastró un poco más. A su alrededor cayó una lluvia de astillas encendidas. Miró hacia el tejado. ¿Había una figura con dos piernas bailando una danza burlona allá arriba entre las llamas, o era tan sólo una espiral de humo? Miró de nuevo hacia abajo dándose cuenta de que el borde de su hábito se había prendido. Se arrodilló y se sacudió las llamas con las manos, aplastando el tejido encendido contra el suelo, que se apagó en seguida. Luego oyó un ruido que, o bien era el chirrido de la madera atormentada o la enloquecida y burlona risa de un pequeño diablo.
—¡Saint Adolphus, protégeme! —dijo con voz entrecortada al tiempo que volvía a aferrar los asideros del ataúd.
Fue arrastrando por el suelo el ataúd pulgada a pulgada. El diablo le dejó tranquilo por un momento. No levantó los ojos hacia arriba; lo mejor era no mirar al demonio. Finalmente alcanzó la protección del pasillo y se sintió algo más seguro. Su dolorida espalda le obligó a detenerse por un instante y a enderezarse.
Había un largo camino por recorrer hasta la puerta más próxima que estaba en el crucero sur. No estaba seguro de poder arrastrar el ataúd todo aquel trecho antes de que todo el tejado se viniera abajo. Tal vez fuera aquello con lo que contaba el diablo. No pudo evitar dirigir la mirada de nuevo hacia las llamas. La humeante figura de dos piernas se ocultó detrás de una viga ennegrecida en el mismo instante en que Philip la descubrió. Sabe que no lo lograré, se dijo Philip.
Miró a lo largo del pasillo, tentado de abandonar el santo y salvar su vida… y entonces vio al hermano Milius, a Cuthbert Whitehead y a Tom Builder que se dirigían hacia él, tres figuras perfectamente corpóreas que acudían presurosos en su ayuda. Sintió desbordársele el corazón de alegría y de repente no estuvo seguro de que hubiera demonio alguno en el tejado.
—¡Gracias sean dadas a Dios! —exclamó—. Ayudadme con esto —dijo innecesariamente.
Tom Builder dirigió una mirada experta al tejado. No pareció haber visto diablo alguno.
—Apresurémonos —dijo, sin embargo.
Cada uno cogió una esquina y colocaron el ataúd sobre sus hombros. Hubieron de hacer un verdadero esfuerzo aún siendo cuatro.
—¡Adelante! —dijo Philip.
Caminaron a lo largo del pasillo tan deprisa como les fue posible, encorvados bajo aquel enorme peso. Cuando llegaron al crucero sur, Tom dijo:
—¡Esperad!
El suelo era una carrera de obstáculos de pequeñas hogueras, y continuamente caían más fragmentos de madera ardiendo. Philip miró a través de la brecha intentando trazar mentalmente una ruta a través de las llamas. Durante los escasos momentos que se detuvieron, por el extremo oeste de la iglesia comenzó un ruido sordo. Philip miró hacia arriba embargado por el temor. El retumbo se convirtió en un trueno.
—Es de construcción floja como la otra —dijo Tom Builder con tono enigmático.
—¿Qué es eso? —gritó Philip.
—La torre suroeste.
—¡Oh, no!
El trueno fue adquiriendo intensidad. Philip contempló horrorizado cómo todo el extremo oeste de la iglesia pareció avanzar una yarda, como si la mano de Dios lo hubiera golpeado. Unas diez yardas de tejado cayeron dentro de la nave con el impacto de un terremoto.
Luego, toda la torre suroeste empezó a desmoronarse y a caer como un corrimiento de tierras, dentro de la iglesia.
La conmoción tenía paralizado a Philip. Su iglesia se estaba desintegrando ante sus propios ojos. Serían precisos años para reparar los daños, incluso si pudiera encontrar el dinero necesario. ¿Qué haría? ¿Cómo continuaría el monasterio? ¿Era acaso el final del priorato de Kingsbridge?
El movimiento del ataúd sobre su hombro al ponerse de nuevo en marcha los otros tres hombres le sacó de su ensimismamiento. Philip seguía a donde le llevaran. Tom fue abriéndose camino a través de un laberinto de hogueras. Un tizón ardiendo cayó sobre la tapa del ataúd pero afortunadamente se deslizó hasta el suelo sin alcanzar a ninguno de ellos. Un momento después llegaban al extremo opuesto. Cruzaron la puerta y salieron de la iglesia al aire frío de la noche. Philip estaba tan abrumado por la destrucción de la iglesia que no sintió alivio alguno por haberse salvado. Recorrieron presurosos el claustro hasta el arco sur y pasaron a través de él.
—Aquí estamos seguros —dijo Tom cuando se encontraron lejos de los edificios. Bajaron con alivio el ataúd hasta el helado suelo.
Philip necesitó unos minutos para recuperar el aliento. Y durante esa pausa comprendió que no era el momento de mostrarse anonadado. Era el prior y el monasterio estaba a su cargo. ¿Cuál debería ser su próximo movimiento? Tal vez fuera prudente asegurarse de que todos los monjes estaban sanos y salvos. Volvió a respirar hondo y luego, enderezando los hombros miró a los otros.
—Tú, Cuthbert, quédate aquí vigilando el ataúd del santo —dijo—. Los demás seguidme.
Les condujo por detrás de los edificios de la cocina, pasando entre la cervecería y el molino y atravesando la pradera hasta la casa de invitados. Allí se encontraban en pie los monjes, la familia de Tom y la mayoría de los aldeanos, formando grupos, hablando en voz baja y mirando atónitos la iglesia en llamas. Antes de hablarles, Philip se volvió a mirarla. El panorama era penoso. Todo el lado oeste era un montón de escombros y se alzaban grandes llamas de lo que quedaba del techo.
Apartó la vista haciendo un esfuerzo.
—¿Está todo el mundo aquí? —preguntó en voz alta—. Si creéis que falta alguien, decid su nombre.
—Cuthbert Whitehead —dijo alguien.
—Se encuentra acompañando los huesos del santo. ¿Alguien más?
No faltaba nadie más.
—Cuenta los monjes y asegúrate. Debe de haber cuarenta y cinco incluidos tú y yo —dijo Philip a Milius. Sabía que podía confiar en él y dejó de pensar en aquella cuestión. Se volvió hacia Tom Builder—. ¿Está toda su familia aquí?
Tom les señaló asintiendo. Se encontraban en pie junto al muro de la casa. La mujer, el hijo mayor y los dos pequeños. El muchacho pequeño miró asustado a Philip. Debe haber sido una experiencia aterradora para ellos, se dijo.
El sacristán estaba sentado sobre la caja del tesoro. Philip se había olvidado de ella y se sintió aliviado al ver que estaba a salvo.
—El ataúd de Saint Adolphus está detrás del refectorio, hermano Andrew —dijo dirigiéndose al sacristán—. Que te acompañen algunos hermanos para ayudarte y llévalo… —reflexionó un instante. Probablemente el lugar más seguro era la residencia del prior—, llévalo a mi casa.
—¿A tu casa? —argumentó Andrew—. Las reliquias deberían quedar a mi cuidado, no al tuyo.
—Entonces deberías haberlas rescatado de la iglesia —contestó encolerizado Philip—. ¡Haz lo que te digo y no quiero oír una palabra más!
El sacristán se levantó reacio; parecía furioso.
—Apresúrate o te despojaré de tu cargo inmediatamente. —Volvió la espalda a Andrew y se dirigió a Milius—. ¿Cuántos?
—Cuarenta y cuatro, además de Cuthbert. Once novicios. Cinco huéspedes. No falta nadie.
—Gracias a Dios. —Philip se quedó mirando el fuego que ardía de furia, parecía casi un milagro que todos estuvieran vivos y nadie hubiera resultado herido. Se dio cuenta de que estaba exhausto, pero se sentía demasiado preocupado para sentarse y descansar—. ¿Hay algo más de valor que tengamos que rescatar? —preguntó—. Tenemos el tesoro y las reliquias…
—¿Y qué hay de los libros? —preguntó Alan, el joven tesorero.
Philip lanzó un gemido. Claro, los libros. Se guardaban en un armario cerrado en la parte este del claustro, junto a la puerta de la sala capitular, para que los monjes pudieran cogerlos durante los ratos de estudio. Se necesitaría mucho tiempo en condiciones peligrosas para sacar los libros uno a uno. Tal vez algunos de los jóvenes más fuertes podrían coger el armario entero y llevarlo a un sitio seguro. Philip miró en derredor. El sacristán había elegido ya media docena de monjes para que se ocuparan del ataúd y estaban atravesando el césped. Philip indicó a tres monjes jóvenes y a tres de los novicios más antiguos que le siguieran.
Retrocedió sobre sus pasos a través del espacio abierto delante de la iglesia en llamas. Estaba demasiado cansado para correr. Pasaron entre el molino y la cervecería y dieron vuelta hasta la trasera de la cocina y del refectorio. Cuthbert Whitehead y el sacristán estaban organizando el traslado del ataúd. Philip condujo a su grupo a través del pasadizo que separaba el refectorio del dormitorio y por debajo de la arcada sur hasta el claustro.
Podía sentir el calor del fuego. El gran armario biblioteca tenía tallas en las puertas representando a Moisés y las Tablas de la Ley de piedra. Philip indicó a los jóvenes que inclinaran el armario hacia delante y lo cargaran sobre sus hombros. Lo llevaron alrededor del claustro hasta la arcada sur. Allí Philip se detuvo y volvió la vista atrás mientras los otros seguían. Sintió que le embargaba un profundo dolor ante el espectáculo de la iglesia en ruinas. Ahora ya había menos humo y más llamas, habían desaparecido partes enteras del tejado. Mientras lo miraba, el techo sobre el cruce pareció pandearse y se dio cuenta de que sería el próximo en caer. Se oyó un golpe brutal, mucho más estruendoso que ninguno de los que había oído antes y cayó el tejado del crucero sur. Philip sintió un dolor casi físico, como si su propio cuerpo estuviera ardiendo. Un momento después el muro del crucero pareció combarse hacia el claustro.
Que Dios nos ayude, se dijo Philip, va a desplomarse. Cuando empezó a venirse abajo la obra de piedra, desparramándose, se dio cuenta de que caían en dirección suya, y dio media vuelta para huir. Pero antes de haber podido dar tres pasos, algo le golpeó detrás de la cabeza y quedó inconsciente.
Para Tom, el furioso incendio que estaba destruyendo la catedral de Kingsbridge era un faro de esperanza. A través de la pradera contempló las inmensas llamas que se alzaban al aire de las ruinas de la iglesia y todo lo que se le ocurrió fue que aquello prometía trabajo. Aquella idea le había estado rondando por la cabeza desde que había salido con los ojos legañosos de la casa de invitados, y había visto el débil destello rojo a través de las ventanas de la iglesia. Todo el tiempo que había pasado indicando a los monjes que se apresuraran para ponerse a salvo y entrando precipitadamente en la iglesia en llamas para buscar al prior Philip y sacando el ataúd del santo afuera, se había sentido embargado sin remordimiento por un optimismo feliz.
Pero ahora que tenía un momento para reflexionar se le ocurrió que no debía alegrarse de que una iglesia se quemara, aunque pensó que de todas formas nadie había resultado herido, habían puesto a salvo el tesoro del priorato y además la iglesia era vieja y prácticamente se estaba derrumbando. Así que ¿por qué no alegrarse?
Los jóvenes monjes volvían atravesando la pradera y llevando consigo el pesado armario con los libros. Todo cuanto he de hacer ahora, pensaba Tom, es lograr que me den el trabajo de reconstruir esta iglesia. Y ahora es el momento de hablar con el prior Philip.
Pero este no estaba con los monjes que transportaban el armario de los libros. Llegaron a la casa de invitados y dejaron en el suelo el armario.
—¿Dónde está vuestro prior? —les preguntó Tom.
El de más edad miró sorprendido hacia atrás.
—No lo sé —dijo—. Creí que venía detrás de nosotros.
Tal vez se hubiera retrasado observando el incendio, se dijo Tom. Pero acaso se encontrara en dificultades.
Sin pensárselo dos veces, Tom atravesó corriendo la pradera y dio la vuelta hasta la trasera de la cocina. Esperaba que Philip se encontrara bien, no sólo porque parecía ser un hombre muy bueno sino también por ser el protector de Jonathan. Sin Philip nadie sabía lo que podría ocurrirle al bebé.
Tom encontró a Philip en el pasadizo entre el refectorio y el dormitorio. Se sintió aliviado al ver al prior sentado en el suelo y erguido. Parecía aturdido pero no herido. Tom le ayudó a ponerse en pie.
—Algo me golpeó la cabeza —dijo Philip confuso.
Tom miró detrás de él. El crucero sur se había derrumbado sobre el claustro.
—Tenéis suerte de estar vivo —dijo Tom—. Dios debe teneros reservado algo.
Philip sacudió la cabeza para despejarse.
—Quedé inconsciente por un instante. Ahora ya estoy bien. ¿Dónde están los libros?
—Los llevaron a la casa de invitados.
—Volvamos a ella.
Tom sujetó por el brazo a Philip mientras caminaban. Pudo darse cuenta de que el prior no estaba herido, aunque sí trastornado. Para cuando estuvieron de regreso en la casa de invitados, el incendio de la iglesia había superado ya su apogeo y las llamas empezaban a perder algo de fuerza. Tom podía distinguir con toda claridad los rostros de la gente y entonces se dio cuenta algo asombrado de que estaba amaneciendo.
Philip empezó de nuevo a organizar las cosas. Dijo a Milius Kitchener que hiciera gachas para todo el mundo y autorizó a Cuthbert Whitehead a abrir un barril de vino fuerte para reconfortar a todos, mientras tanto. Ordenó que se encendiera el fuego en la casa de invitados y que los monjes de más edad entraran en ella para resguardarse del frío. Empezó a llover, espesas cortinas de agua zarandeadas por el viento, realmente glaciales, y las llamas en la destruida iglesia se apagaron pronto.
Cuando todo el mundo se encontraba de nuevo atareado, Philip se alejó solo de la casa de invitados, dirigiéndose a la iglesia. Tom le vio y fue tras él. Era su oportunidad. Si pudiera manejar bien la situación, podría trabajar allí durante años. Philip se detuvo, observando lo que había sido el extremo norte de la iglesia, sacudiendo tristemente la cabeza ante aquel desastre como si fuera su propia vida la que estuviera en ruinas. Tom se mantuvo en pie, junto a él, sin decir palabra. Al cabo de un rato Philip se puso de nuevo en movimiento, caminando a lo largo del costado norte de la nave, a través del cementerio. Tom iba observando también los daños mientras caminaba.
El muro norte de la nave todavía se encontraba en pie, pero el crucero norte y parte del muro norte del presbiterio se habían venido abajo. La iglesia todavía tenía el extremo este. Le dieron la vuelta y miraron hacia el lado sur. La mayor parte del muro sur se había desplomado y el crucero sur se había derrumbado dentro del claustro. La sala capitular todavía seguía en pie. Caminaron hacia la arcada que conducía al paseo este del claustro. Allí se encontraron con el paso cerrado por un montón de escombros. Aquello parecía no tener arreglo, pero el ojo experto de Tom pudo reconocer que los paseos del claustro no estaban seriamente dañados, sólo sepultados bajo las ruinas de los derrumbamientos. Trepó por las piedras desprendidas hasta que pudo ver el interior de la iglesia. Justamente detrás del altar había una escalera medio oculta que conducía abajo, a la cripta. Esta se encontraba debajo del coro. Tom lo examinó, estudiando el suelo de piedra sobre la cripta para comprobar si se había agrietado. No pudo ver grieta alguna. Era muy posible que la cripta estuviera intacta. No se lo diría todavía a Philip. Reservaría la noticia para un momento crucial.
Philip había seguido andando por detrás del dormitorio. Tom se apresuró a reunirse con él. Encontraron el dormitorio en perfecto estado. Siguieron caminando y descubrieron que los otros edificios monásticos estaban más o menos dañados: el refectorio, la cocina, el horno y la cervecería. Philip hubiera podido sentirse consolado por ello, pero seguía mostrándose abatido.
Terminaron donde habían empezado todo el circuito oeste completamente en ruinas. Habían completado todo el circuito del recinto del priorato sin cruzar una sola palabra. Philip respiró hondo y rompió el silencio.
—Esto es obra del demonio —dijo al fin.
Tom se dijo: Esta es mi ocasión.
—Acaso sea obra de Dios —dijo, lanzándose de cabeza.
Philip le miró sorprendido.
—¿Qué quieres decir?
—Nadie ha resultado herido. Los libros, el tesoro y los huesos del santo están a salvo. Sólo la iglesia ha quedado destruida —dijo pensando bien sus palabras—. Tal vez Dios quisiera una nueva iglesia.
Philip sonrió con escepticismo.
—Y supongo que Dios querría que la construyeras tú.
No estaba tan aturdido que no fuera capaz de ver que la sugerencia de Tom tal vez fuera en su propio interés.
Tom siguió en sus trece.
—Es posible —dijo porfiado—. No fue el demonio el que envió aquí a un maestro constructor la noche en que ha ardido la iglesia.
Philip apartó la vista.
—Bueno, habrá una nueva iglesia, pero lo que no sé es cuándo. ¿Y qué hago yo mientras tanto? ¿Cómo puede continuar la vida del monasterio? Todos nosotros estamos aquí para orar y estudiar.
Philip estaba profundamente abatido. Aquel era el momento en que Tom podía darle una nueva esperanza.
—En una semana mi muchacho y yo podemos retirar todos los escombros del claustro y dejarlo en condiciones de uso —dijo con un tono más seguro de lo que se sentía.
Philip se mostró sorprendido.
—¿Podríais hacerlo? —Pero una vez más cambió su expresión, sintiéndose de nuevo desesperanzado—. ¿Y dónde tendríamos la iglesia?
—¿Qué hay de la cripta? Podríais celebrar los oficios divinos en ella.
—Sí, serviría muy bien.
—Estoy seguro de que la cripta no está demasiado dañada —dijo Tom. Era casi verdad, estaba casi seguro.
Philip lo miraba como si fuera el ángel de misericordia.
—No se necesitará mucho tiempo para abrir un camino a través de los escombros desde el claustro a las escaleras de la cripta —siguió diciendo Tom—. Por ese lado ha quedado completamente destruida la mayor parte de la iglesia, lo que por extremo que parezca es una suerte porque eso significa que ya no hay peligro de que se derrumbe la mampostería; tendría que revisar los muros que aún siguen en pie, y quizás fuera necesario reforzar algunos. Luego habría que comprobarlos diariamente por si apareciesen grietas, y aún así no deberíais entrar en la iglesia durante una tormenta. —Todo aquello era importante, pero Tom pudo darse cuenta de que Philip no lo asimilaba. Lo que este quería en esos momentos de Tom eran noticias positivas, algo que le levantara el ánimo. Y la única manera de que le contratara era darle lo que quería. Tom cambió de tono.
—Si algunos de vuestros monjes más jóvenes trabajaran conmigo, sería posible que arreglara las cosas de manera que pudieseis reanudar la vida monástica, en cierto modo, en dos semanas.
Philip le miraba asombrado.
—¿Dos semanas?
—Dadme comida y alojamiento para mi familia y el salario me lo podéis pagar cuando tengáis dinero.
—¿Puedes devolverme mi priorato en dos semanas? —repitió Philip incrédulo.
Tom no estaba seguro de que pudiera, pero si necesitara tres nadie iba a morirse por ello.
—Dos semanas —repitió con firmeza—, después ya podremos derribar los muros restantes. Tened en cuenta que se trata de un trabajo que requiere experiencia, si ha de hacerse con seguridad. Luego habrá que despejar los escombros, almacenando las piedras para su uso ulterior. Entretanto podremos proyectar la nueva catedral.
Tom contuvo el aliento. Lo había hecho lo mejor que podía. ¡Estaba seguro de que Philip le contrataría!
Philip asintió, sonriendo por primera vez.
—Creo que te ha enviado Dios —dijo—. Vamos a tomar algo de desayuno y luego podemos empezar a trabajar.
Tom lanzó un débil suspiro de alivio.
—Gracias —dijo con cierto temblor en la voz que no pudo contener del todo, y añadió—: No puedo deciros cuánto significa esto para mí.
Después del desayuno, Philip celebró un capítulo improvisado en el almacén de Cuthbert, debajo de la cocina. Los monjes se mostraban nerviosos e inquietos. Eran hombres que habían elegido o se habían acomodado a una vida de seguridad, predeterminada y tediosa, y la mayoría se sentían profundamente desorientados. Su perplejidad conmovía a Philip. Más que nunca se sintió como un pastor cuya tarea consistía en cuidar de unas criaturas inexpertas e indefensas. Sólo que ellos no eran animales estúpidos sino sus hermanos, por quienes él sentía gran afecto. Llegó a la conclusión de que la manera de tranquilizarles era decirles lo que iba a suceder, utilizar su energía nerviosa en trabajo duro, y volver a la rutina normal lo antes posible.
Pese a lo desusado del lugar, Philip no abrevió el ritual del capítulo. Ordenó la lectura del martirologio de ese día, seguida de las oraciones conmemorativas. Versaba sobre qué son los monasterios: oración para la justificación o la existencia. Sin embargo algunos de los monjes se mostraban inquietos, de manera que eligió el capítulo veinte de la regla de san Benito, la sección titulada «De la reverencia durante la oración». Siguió la necrología. El ritual familiar les calmó los nervios y se dio cuenta de que la expresión temerosa en los rostros que le rodeaban se borraba paulatinamente a medida que los monjes iban comprendiendo que, después de todo, su mundo no se había derrumbado.
Al final Philip se dirigió a ellos.
—Después de todo, la catástrofe que nos afligió la noche pasada tan sólo es material —empezó diciendo, procurando dar a su voz el tono más tranquilizador y cálido posible—. Nuestra vida es espiritual, nuestro trabajo la oración, la adoración y la contemplación. —Por un instante paseó la vista en derredor, captando cuantas miradas le fue posible para asegurarse de que tenía toda la atención. Luego añadió—. Os prometo que dentro de algunos días reanudaremos todo ese trabajo.
Hizo una pausa para que sus palabras calaran hondo. El relajamiento de la tensión reinante fue casi tangible. Philip permaneció un momento en silencio, y luego prosiguió:
—Dios, en su sabiduría, nos envió ayer a un maestro constructor que nos ayudará durante esta crisis. Me ha asegurado que si trabajamos bajo su dirección podremos tener el claustro en condiciones para su utilización normal en una semana.
Hubo un murmullo de grata sorpresa.
—Me temo que nuestra iglesia jamás podrá volver a utilizarse para los oficios divinos. Habrá de ser nuevamente construida, y naturalmente eso requerirá muchos años. Sin embargo Tom Builder cree que la cripta no ha sufrido daños. La cripta está consagrada, de manera que podemos celebrar los oficios divinos en ella. Tom afirma que podrá ponerla en condiciones de seguridad en una semana, tan pronto como haya terminado con el claustro. Así que como veis, podremos reanudar nuestros cultos normales para el domingo de Septuagésima.
Una vez más el alivio fue audible. Philip comprendió que había logrado calmarles y darles seguridad. Al principio del capítulo se habían mostrado atemorizados y confusos. Ahora ya estaban tranquilos y confiados.
—Los hermanos que se consideren demasiado débiles para realizar trabajos físicos serán disculpados. A los hermanos que trabajen durante todo el día con Tom Builder, les será permitido la carne roja y el vino —añadió Philip.
Planteada ya la situación, Philip tomó asiento. Remigius fue el primero en hablar.
—¿Cuánto habremos de pagar a ese constructor? —preguntó con suspicacia.
Remigius siempre era el primero en encontrar puntos débiles.
—Por el momento nada —contestó Philip—. Tom conoce nuestra pobreza. Trabajará por la comida y el alojamiento para él y su familia hasta que estemos en condiciones de pagarle su salario.
Philip comprendió que aquello resultaba ambiguo. Parecía significar que Tom no percibiría salario hasta que el priorato pudiera permitírselo, cuando en realidad el priorato le debería el salario de cada día que trabajara a partir de ese mismo momento. Pero antes de que Philip pudiera aclarar el acuerdo establecido, Remigius tomó de nuevo la palabra.
—¿Dónde se alojarán?
—Les he cedido la casa de invitados.
—Pueden vivir con alguna de las familias de la aldea.
—Tom nos ha hecho una oferta generosa —alegó impaciente Philip—. Tenemos suerte de poder contar con él. No quiero que duerma junto con las cabras y los cerdos de otros cuando tenemos una casa decente que está vacía.
—Hay dos mujeres en la familia…
—Una mujer y una niña —le corrigió Philip.
—Está bien, una mujer. ¡No queremos que una mujer viva en el priorato!
Los monjes susurraban inquietos. No les gustaban las objeciones necias de Remigius.
—Es perfectamente normal que las mujeres se alojen en la casa de invitados —afirmó Philip.
—¡Pero no esa mujer! —explotó Remigius aunque de inmediato pareció lamentarlo.
—¿Conoces a esa mujer, hermano?
—Hubo un tiempo en que vivió por estos lugares —admitió reacio.
Philip se sintió intrigado. Era la segunda vez que tenía lugar algo así en relación con la mujer del constructor. Waleran Bigod también se había mostrado inquieto al verla.
—¿Qué tiene de malo? —preguntó Philip.
Antes de que Remigius pudiera contestar, habló el hermano Paul, el viejo monje que se ocupaba del puente.
—Ya lo recuerdo —dijo como en sueños—. Había una muchacha salvaje de los bosques que solía vivir por aquí… Bueno, de eso debe hacer unos quince años. Ella me la recuerda. Posiblemente será la misma muchacha que se ha hecho mayor.
—La gente decía que era bruja —alegó Remigius—. ¡No podemos tener a una bruja en el priorato!
—De eso no sé nada —dijo el hermano Paul con voz lenta y meditativa—. A cualquier mujer que viva salvaje, tarde o temprano la llaman bruja. Cuando la gente dice una cosa no siempre es verdad. Yo me contento con dejar que el prior Philip, con su sabiduría, juzgue si representa un peligro.
—La sabiduría no siempre llega por el mero hecho de asumir un cargo monástico —afirmó tajante Remigius.
—En verdad que no —dijo el hermano Paul con tono mesurado. Luego, mirando de frente a Remigius añadió—: A veces no llega nunca.
Los monjes rieron ante aquella aguda réplica, tanto más divertida por proceder de una fuente inesperada. Philip hubo de simular sentirse disgustado. Batió palmas reclamando silencio.
—¡Ya está bien! —exclamó—. Estas cuestiones son serias. Hablaré con la mujer. Ahora cumplamos con nuestras obligaciones. Quienes deseen que se les dispense del trabajo físico pueden retirarse a la enfermería para la oración y la meditación. Los demás seguidme.
Salió del almacén, dio la vuelta y se dirigió por detrás de los edificios de la cocina en dirección a la arcada sur que conducía al claustro. Unos pocos monjes se separaron del grupo y se dirigieron hacia la enfermería, entre ellos Remigius y Andrew Sacristán. Ninguno de los dos sufría de debilidad, se dijo Philip, pero probablemente crearían dificultades si se incorporaban a las fuerzas laborales, por lo que se sintió muy satisfecho al ver que se iban. La mayoría de los monjes siguieron a Philip.
Tom había reunido ya a los servidores del priorato y había empezado a trabajar. Se encontraba en pie sobre el montón de escombros en el cuadro del claustro, con un gran trozo de tiza en la mano, marcando piedras con la letra T, inicial de su nombre.
Por primera vez en su vida a Philip se le ocurrió preguntarse cómo podían moverse unas piedras tan enormes. Ciertamente eran demasiado grandes para que un hombre pudiera levantarlas. En seguida tuvo la respuesta. Se colocaban en el suelo dos grandes estacas, una junto a otra, y se empujaba una piedra hasta colocarla sobre las estacas. Luego dos personas cogían los extremos de las estacas y las levantaban. Tom Builder debía de haberles enseñado a hacer aquello. El trabajo se desarrollaba rápidamente, con la mayoría de los sesenta servidores del priorato formando un río humano que se llevaban piedras y volverían a por más.
Al verle, Tom bajó del montón de escombros. Antes de hablar con Philip se dirigió a uno de los servidores, el sastre que cosía los hábitos de los monjes.
—Que empiecen los monjes a llevarse piedras —dijo al hombre—. Asegúrate de que sólo se llevan las marcadas por mí. De lo contrario el montón puede deslizarse y matar a alguien. —Luego se volvió hacia Philip—: He marcado suficientes para mantenerlos ocupados por un tiempo.
—¿Adónde se llevan las piedras? —preguntó Philip.
—Venid y os lo enseñaré. Quiero comprobar si las están amontonando como es debido.
Philip acompañó a Tom. Estaban llevando las piedras al lado este del recinto del priorato.
—Algunos servidores todavía tienen que hacer sus tareas habituales —dijo Philip mientras caminaban—. Los mozos de cuadra han de seguir ocupándose de los caballos, los cocineros deben preparar las comidas, alguien tiene que traer leña, dar de comer a las gallinas e ir al mercado. Pero ninguno de ellos tiene exceso de trabajo, así que puedo prescindir de una media docena. Además podrás disponer de unos treinta monjes.
Tom hizo un ademán de aquiescencia.
—Será suficiente.
Dejaron atrás el extremo este de la iglesia. Los trabajadores estaban amontonando piedras todavía calientes contra el muro este del recinto del priorato, a unas yardas de la enfermería y de la casa del prior.
—Hay que reservar las viejas piedras para la nueva iglesia —dijo Tom—. No serán utilizadas en los muros porque las piedras de segunda mano no aguantan bien la intemperie. Pero servirán para los cimientos. También hay que conservar las piedras rotas. Se mezclarán con argamasa y se introducirán en la cavidad entre las capas interior y exterior de los muros nuevos formando así el núcleo de cascajo.
—Comprendo.
Philip observaba mientras Tom daba instrucciones a los trabajadores de cómo amontonar las piedras, de manera que se trabaran, para que el montón no se viniera abajo. Era evidente a todas luces que se hacía indispensable la pericia de Tom.
Una vez que Tom quedó satisfecho, Philip le cogió del brazo y le condujo, dando vuelta a la iglesia, hasta el cementerio en el lado septentrional. Había parado la lluvia pero las losas de las tumbas todavía estaban mojadas. En el extremo oriental del cementerio estaban enterrados los monjes, y en el occidental los aldeanos. La línea divisoria era el crucero sobresaliente septentrional de la iglesia, en aquellos momentos en ruinas. Philip y Tom se detuvieron frente a él. Un sol tibio rompió las nubes. A la luz del día las ennegrecidas vigas no tenían nada de siniestro, y Philip se sintió casi avergonzado por haber pensado que la noche anterior había visto un diablo.
—Algunos monjes se sienten incómodos por el hecho de que una mujer viva dentro del recinto del priorato —dijo. La expresión que se reflejó en el rostro de Tom era algo más intensa que la ansiedad. Parecía aterrado, casi presa de pánico. En verdad la ama, se dijo Philip. Se apresuró a seguir hablando—: Pero no quiero que vivas en la aldea y compartas una vivienda con otra familia. Para evitar problemas sería aconsejable que tu mujer se mostrara circunspecta. Dile que se mantenga apartada de los monjes lo más posible, en especial de los jóvenes. Si tuviera que andar por el priorato convendría que mantuviera la cara cubierta. Y ante todo no debe hacer nada que pueda despertar sospechas de brujería.
—Así se hará —aseguró Tom. El tono de su voz era decidido y parecía algo desalentado. Philip recordó que la mujer tenía un agudo ingenio. Tal vez no aceptara con agrado el que le dijeran que debería intentar pasar inadvertida. Pero el día anterior su familia se encontraba en la miseria, así que probablemente consideraría esas restricciones como un pequeño pago por la seguridad y un techo sobre sus cabezas.
Entraron. La noche anterior Philip había considerado toda aquella destrucción como una tragedia sobrenatural, una terrible derrota para las fuerzas de civilización y religión verdadera, un golpe asestado al trabajo de toda su vida. En esos momentos ya sólo parecía un problema que había que resolver. Enorme, desde luego, incluso temible, pero no sobrehumano. El cambio había que agradecérselo sobre todo a Tom. Philip le estaba profundamente agradecido.
Llegaron al extremo occidental. Philip vio que en las cuadras estaban ensillando a un caballo rápido y se preguntó quién se disponía a viajar precisamente ese día. Dejó que Tom regresara al claustro mientras él se dirigía al establo a comprobar quién se iba. Uno de los ayudantes del sacristán había ordenado que ensillaran el caballo. Era el joven Alan, el que había rescatado el cofre del tesoro de la sala capitular.
—¿Adónde vas, hijo mío? —le preguntó Philip.
—Al palacio del obispo —contestó Alan—. El hermano Andrew me envía en busca de velas, agua bendita y sagradas formas, porque lo hemos perdido todo en el edificio y tenemos que celebrar los oficios sagrados lo más pronto posible.
Aquello tenía sentido. Todas esas cosas las conservaban en una caja cerrada en el coro, y con toda seguridad la caja se habría quemado. Philip se sintió contento de que el sacristán estuviera bien organizado para el cambio.
—Eso está bien —dijo—. Pero espera un momento. Si vas a palacio lleva una carta mía al obispo Waleran.
El taimado Waleran Bigod era ya obispo electo gracias a una maniobra más bien vergonzosa. Pero ahora Philip ya no podía retirar su respaldo y estaba obligado a tratar a Waleran como su obispo.
—He de enviarle un informe sobre el incendio.
—Sí, padre —repuso Alan—. Pero ya llevo una carta de Remigius para el obispo.
—¡Ah! —Philip se quedó sorprendido. Pensó que Remigius estaba muy emprendedor—. Muy bien —dijo a Alan—. Viaja con prudencia y que Dios te acompañe.
—Gracias, padre.
Philip se dirigió hacia la iglesia. Remigius había actuado con gran celeridad. ¿Por qué él y el sacristán se habían mostrado tan presurosos? Aquello le dejó algo inquieto. ¿Se refería la carta tan sólo al incendio de la iglesia o había algo más en ella? Philip se detuvo a medio camino en el césped y se volvió a mirar hacia atrás. Estaría en su perfecto derecho de coger la carta a Alan y leerla. Pero era demasiado tarde. Alan ya estaba atravesando la puerta. Philip se lo quedó mirando, sintiéndose levemente defraudado. En aquel momento la mujer de Tom salía de la casa de invitados llevando un cubo que seguramente contendría cenizas del hogar. Se dirigió hacia el estercolero, cerca de las cuadras. Philip la observó. Su forma de andar era agradable, como el paso de un buen caballo.
Pensó de nuevo en la carta de Remigius a Waleran. No podía librarse de la sospecha intuitiva, pero no por ello menos preocupante de que el principal tema del mensaje en realidad no era el incendio. Pese a no tener razón de peso, estaba seguro de que la carta se refería a la mujer del cantero.
Jack se despertó con el primer canto del gallo. Abrió los ojos y vio a Tom que se levantaba. Permaneció echado e inmóvil, escuchando a Tom mear sobre el suelo, al otro lado de la puerta. Sentía deseos de trasladarse al lugar caliente que Tom había dejado y acurrucarse junto a su madre, pero sabía que Alfred se burlaría despiadadamente de él si lo hiciera, así que se quedó dónde estaba. Tom volvió a entrar y sacudió a Alfred para que se despertara.
Tom y Alfred bebieron la cerveza que quedaba de la cena de la noche anterior y comieron algo de pan bazo duro. Luego se fueron. Había sobrado algo de pan y Jack esperaba que esta vez lo hubieran dejado, pero tuvo una desilusión, Alfred se lo había llevado como de costumbre.
Alfred trabajaba todo el día con Tom. Jack y su madre iban a veces a pasar el día en el bosque. Su madre colocaba trampas mientras Jack iba a la caza del pato con su honda. Todo cuanto cogían se lo vendían a los aldeanos o a Cuthbert, el intendente. Era su única fuente de ingresos, ya que a Tom no le pagaban. Con ese dinero compraban tejidos, cuero o sebo, y durante los días que no iban al bosque su madre solía hacer zapatos, camisetas, velas o una gorra, mientras Jack y Martha jugaban con los niños de la aldea. Los domingos, después del oficio divino, a Tom y a su madre les gustaba sentarse junto al fuego y hablar. A veces empezaban a besarse y Tom metía la mano por debajo del vestido de su madre y entonces enviaban a los niños afuera durante un rato y atrancaban la puerta. Aquellos eran los peores momentos de toda la semana, porque Alfred se ponía de mal humor y se dedicaba a perseguir a los pequeños. Pero hoy era un día corriente y Alfred estaba ocupado desde la amanecida hasta el anochecer. Jack se levantó y salió afuera. Hacía frío, pero el ambiente era seco. Martha salió minutos después. Las ruinas de la catedral estaban ya llenas de trabajadores acarreando piedras, sacando escombros a paladas, construyendo soportes de madera para los muros inseguros y demoliendo los que estaban demasiado dañados para conservarlos.
Existía un acuerdo general entre aldeanos y monjes de que el fuego lo había provocado el demonio, y durante largos periodos Jack incluso llegó a olvidar que en realidad había sido él. Cuando lo recordaba solía sobresaltarse, aunque luego se sentía inmensamente complacido consigo mismo; había corrido un riesgo terrible, pero lo había logrado, salvando a la familia de morirse de hambre.
Los monjes desayunaban primero y los trabajadores seglares no tomaban nada hasta que los monjes se iban a la sala capitular. Para Martha y Jack aquel era un periodo interminable. Jack siempre se despertaba con hambre y el frío aire matinal aumentaba su apetito.
—Vamos al patio de la cocina —dijo Jack. Era posible que los pinches de cocina tuvieran algunas sobras. Martha aceptó encantada. Pensaba que Jack era maravilloso y estaba de acuerdo con cualquier cosa que sugiriera.
Cuando llegaron a la cocina encontraron al hermano Bernard que tenía a su cargo el horno, haciendo pan. Como todos sus ayudantes estaban trabajando en las ruinas, tenía que llevar la leña él mismo. Era un muchacho joven, aunque más bien gordo, que sudaba y jadeaba bajo el peso de una carga de troncos.
—Le traeremos leña, hermano —se ofreció Jack.
Bernard soltó la carga junto al horno y dio a Jack el cesto ancho y plano.
—Sois unos buenos niños —dijo con voz entrecortada—. Que Dios os bendiga.
Jack cogió el cesto y los dos corrieron hasta el montón de leña que había detrás de la cocina. Llenaron el cesto de troncos y luego llevaron la pesada carga entre los dos. Cuando llegaron, el horno ya estaba caliente y Bernard vació directamente en el fuego la carga del cesto, enviándoles luego a por más. A Jack le dolían los brazos pero más aún el estómago, y corrió a cargar de nuevo el cesto. La segunda vez que regresaron, Bernard estaba poniendo pequeñas porciones de masa en una bandeja.
—Traedme otro cesto más y tendréis bollos calientes —les dijo. A Jack se le hizo la boca agua.
La tercera vez llenaron el cesto a tope y volvieron con paso inseguro, sujetando un asa cada uno. Ya cerca del patio se encontraron con Alfred, que llevaba un balde. Seguramente iba a buscar agua del canal que desde la represa del molino atravesaba el césped hasta desaparecer bajo tierra junto a la cervecería. Alfred aborrecía aún más a Jack desde que este dejó caer el pájaro muerto en su cerveza; por lo general, cuando Jack veía a Alfred solía dar media vuelta e irse por otro lado. En aquel momento se dijo si debería soltar el cesto y echar a correr, pero eso parecería una cobardía y además podía olfatear el aroma del pan recién hecho que llegaba del horno, y estaba realmente hambriento. De manera que siguió caminando con el corazón en la boca.
Alfred se echó a reír al verles luchando bajo un peso que él solo podía llevar fácilmente. Se hicieron a un lado para dejarle mucho sitio, pero él avanzó dos pasos en dirección a ellos y dio un empujón a Jack, haciéndole caer con fuerza de culo, lo que le provocó un fuerte dolor en la rabadilla. Soltó el asa del cesto y toda la leña se desparramó por el suelo. Los ojos se le llenaron de lágrimas, más de rabia que de dolor. Era totalmente injusto que Alfred pudiera hacerle semejante cosa sin la menor provocación y salirse con la suya. Jack se levantó y volvió a colocar pacientemente la leña en el cesto para que Martha viera que no le importaba. Cogieron de nuevo el cesto y siguieron andando hasta el horno.
Y allí tuvieron su recompensa. Los bollos se estaban enfriando en la bandeja sobre un estante de piedra. Cuando entraron, Bernard cogió uno y se lo metió en la boca.
—Ya se pueden comer, podéis coger los que queráis, pero andad con cuidado, todavía están calientes —les dijo.
Jack y Martha cogieron un bollo cada uno. Jack lo probó receloso temiendo quemarse la boca, pero estaba tan delicioso que se lo zampó en un instante. Se quedó mirando los restantes bollos. Quedaban nueve. Miró al hermano Bernard que le sonreía bonachón.
—Sé lo que quieres —le dijo el monje—. Vamos, cogedlos todos.
Jack se levantó el faldón de la capa y envolvió en él el resto de los bollos.
—Se los llevaremos a madre —dijo a Martha.
—Eres un buen chico —dijo Bernard—. Ya os podéis ir.
—Gracias hermano —dijo Jack.
Salieron del horno y se encaminaron a la casa de invitados. Jack estaba excitado. Su madre estaría muy contenta con él por llevarle semejante bocado. Se sintió tentado de comerse otro bollo antes de entregarlos, pero resistió la tentación. Sería tan estupendo darle todos…
Mientras atravesaban la pradera se toparon de nuevo con Alfred.
Sin duda había llenado el balde, había vuelto a las ruinas y lo había vaciado. Así que iba a llenarlo de nuevo. Jack decidió mostrarse indiferente con la esperanza de que Alfred hiciera caso omiso de él. Pero la forma en que llevaba los bollos envueltos en los faldones de su capa hacía difícil de ocultar, y una vez más Alfred se volvió hacia ellos.
Jack le hubiera dado gustoso un bollo pero sabía que si le daba la ocasión Alfred los cogería todos. Jack echó a correr.
Alfred fue tras él y pronto le dio alcance. Alargó su pierna, le puso la zancadilla y Jack salió por los aires. Los bollos calientes quedaron esparcidos por el suelo.
Alfred cogió uno, le limpió un poco de barro y se lo metió en la boca. Se le desorbitaron los ojos por la sorpresa.
—¡Pan recién hecho! —exclamó. Y empezó a recoger presuroso los restantes.
Jack se levantó a duras penas e intentó coger uno de los bollos del suelo, pero Alfred le dio un fuerte golpe con el revés de la mano y le hizo caer de nuevo. Alfred recogió rápidamente el resto de los bollos y se alejó moviendo las mandíbulas. Jack se echó a llorar.
Martha le miraba compadecida, pero Jack no necesitaba compasión. Sufría sobre todo por la humillación. Empezó a caminar, y al ver que Martha le seguía se volvió hacia ella y le gritó: ¡Vete! La niña pareció dolida pero se detuvo y le dejó que se fuera.
Se dirigió hacia las ruinas secándose las lágrimas con la manga. Se sentía deseoso de matar. He destruido la catedral, se dijo; soy capaz de matar a Alfred.
Aquella mañana se estaba barriendo a fondo las ruinas y aseándolas. Jack recordó que estaban esperando a un dignatario eclesiástico que inspeccionaría los daños causados.
Lo que realmente le sacaba de quicio era la superioridad física de Alfred. Podía hacer cuanto quería sólo por ser tan grande. Jack caminó un rato, furioso. Le hubiera gustado que Alfred hubiera estado en la iglesia cuando cayeron todas aquellas piedras.
Finalmente vio de nuevo a Alfred. Estaba en el crucero septentrional, cubierto de polvo gris, echando un carro de paladas de desportilladuras de piedra. Cerca del carro había una viga del tejado que casi no había sufrido daño; tan sólo estaba chamuscada por los bordes y ennegrecida por el hollín. Jack limpió con un dedo la superficie de la viga, dejando una línea blancuzca. Luego escribió con el hollín: Alfred es un cerdo.
Algunos trabajadores se dieron cuenta y quedaron sorprendidos al ver que Jack sabía escribir.
—¿Qué dice? —preguntó un joven.
—Pregúntaselo a Alfred —respondió Jack.
Alfred miró lo escrito y frunció el ceño fastidiado. Podía leer su nombre, eso lo sabía Jack, pero no el resto. Se puso furioso. Sabía que era un insulto pero no lo que le había llamado, y eso le resultaba humillante. Tenía una expresión estúpida. Jack sintió que se apaciguaba algo su enfado. Alfred podía ser más grande, pero Jack era más listo.
Todavía seguía sin saber lo que querían decir aquellas palabras. Pero entonces un novicio que pasaba por allí leyó lo escrito y sonrió.
—¿Quién es Alfred? —dijo.
—Él —repuso Jack, señalándole con el pulgar. Alfred parecía todavía más furioso pero aún seguía sin saber qué hacer, de manera que se apoyó sobre su pala en actitud simplona.
El novicio se echó a reír.
—Así que cerdo ¿eh? ¿Y qué busca…? ¿Nabos? —dijo.
—Seguramente —repuso Jack encantado de haber encontrado un aliado.
Alfred soltó la pala y se lanzó a por Jack.
Jack estaba ya preparado para su embestida y salió disparado como una flecha. El novicio alargó un pie para hacer caer a Jack como si tratara de mostrarse igualmente con ambos, pero Jack saltó ágilmente por encima de él. Corrió veloz a lo largo de lo que fuera el presbiterio, esquivando montones de escombros y saltando por encima de vigas caídas del tejado. Podía escuchar detrás de él las pesadas pisadas y la respiración ronca de Alfred, y el miedo ponía alas a sus pies.
Al cabo de un momento se dio cuenta de que corría en la dirección equivocada. Por aquel lado de la catedral no había salida. Había cometido una equivocación. Se dio cuenta desolado de que iba a recibir una buena paliza.
La parte superior del extremo oriental se había derrumbado y las piedras estaban amontonadas contra lo que quedaba del muro. No teniendo otro sitio al que ir, Jack subió por aquel motón seguido de cerca por el enfurecido Alfred. Al llegar a la cima vio delante de él una terrorífica caída vertical de unos quince pies. Tanteó temeroso el borde. Estaba demasiado lejos para saltar sin hacerse daño. Alfred intentó agarrarle por un tobillo. Jack perdió el equilibrio. Por un momento permaneció con el pie contra el muro y el otro en el aire, agitando los brazos en un intento de recobrar el equilibrio. Alfred le aferró el tobillo. Jack se sintió caer de manera inexorable por el lado peligroso. Alfred siguió agarrándole todavía un instante, desequilibrando aún más a Jack, y luego lo soltó. Jack cayó en el aire, sin poder enderezarse y se oyó gritar. Aterrizó sobre el costado izquierdo. El impacto fue brutal. Tuvo la mala suerte de golpearse la cara con una piedra.
Por un instante todo se puso negro.
Al abrir los ojos, Alfred se encontraba en pie a su lado, y junto a él, uno de los monjes más viejos. Jack reconoció al monje. Era Remigius, el sub-prior.
—Levántate, muchacho —le dijo Remigius al verle abrir los ojos.
Jack no estaba seguro de poder hacerlo. No podía mover el brazo izquierdo y tenía insensible el lado izquierdo de la cara. Se sentó erguido; había creído que iba a morir y se sorprendió de que pudiera moverse. Utilizando el brazo derecho para poder levantarse, se puso penosamente en pie, descargando casi todo su peso sobre la pierna derecha. A medida que desaparecía la insensibilidad, empezaban los dolores.
Remigius le cogió por el brazo izquierdo. Jack gritó dolorido. Sin inmutarse, Remigius agarró a Alfred por la oreja. Sin duda iba a aplicar a ambos algún horrendo castigo, pensó Jack. Aunque él tenía tantos dolores que poco le importaba.
—¿Y tú, por qué intentabas matar a tu hermano? —dijo Remigius dirigiéndose a Alfred.
—No es mi hermano —contestó Alfred.
Remigius cambió de expresión.
—¿Que no es tu hermano? —dijo—. ¿Acaso no tenéis el mismo padre y la misma madre?
—Ella no es mi madre —dijo Alfred—. Mi madre ha muerto.
La mirada de Remigius se hizo taimada.
—¿Cuándo murió tu madre?
—En Navidad.
—¿La Navidad pasada?
—Sí.
Pese a los dolores que sentía, Jack pudo darse cuenta de que por algún motivo Remigius estaba profundamente interesado en aquello.
—¿Así que tu padre hace poco que ha conocido a la madre de este muchacho? —preguntó el monje con excitación reprimida—. Y desde que están juntos ¿han ido a ver a un sacerdote para que bendiga su unión?
—Humm, no lo sé.
Era evidente que Alfred no entendía las palabras utilizadas por el monje, ni tampoco Jack.
—Bueno, ¿tuvieron una boda? —inquirió Remigius con impaciencia.
—No.
—Comprendo.
Remigius parecía satisfecho con aquello aunque Jack pensaba que debería estar enfadado. La expresión del monje era más bien de contento; permaneció por un instante callado y pensativo, y finalmente pareció acordarse de los dos muchachos.
—Bueno, si queréis quedaros en el priorato y comer el pan de los monjes, nada de pelearos, aunque no seáis hermanos. Nosotros, los hombres de Dios, no debemos ver derramamiento de sangre. Esa es una de las razones de que vivamos una vida retirada del mundo.
Con aquella pequeña parrafada, Remigius dejó a los dos muchachos, dio media vuelta y se alejó. Por fin Jack podía correr junto a su madre.
Había necesitado tres semanas, no dos, pero Tom tenía ya la cripta en condiciones de ser utilizada como iglesia temporal y ese día iba a acudir el obispo electo para celebrar en ella el primer oficio divino. Se habían retirado los escombros del claustro y Tom había separado las partes dañadas. Las estructuras del claustro eran sencillas, únicamente galerías cubiertas, y el trabajo había sido fácil. Casi todo el resto de la iglesia no era más que montones de ruinas y algunos de los muros que todavía seguían en pie corrían peligro de derrumbarse. Pero Tom había despejado un camino que conducía desde el claustro, a través de lo que fuera el crucero sur, hasta las escaleras de la cripta.
Tom miró en derredor. La cripta era espaciosa, alrededor de cincuenta pies cuadrados, lo suficientemente grande para los oficios divinos de los monjes. Era una estancia más bien oscura, con pesadas columnas y un techo bajo y abovedado, pero de construcción sólida, lo que le había permitido resistir el fuego; habían llevado una mesa de caballete para que sirviera de altar, y los bancos del refectorio harían las veces de los sitiales para los monjes. Cuando el sacristán puso su sabanilla bordada sobre el altar y los candelabros incrustados con piedras preciosas, tenía un hermoso aspecto.
Al reanudarse los oficios sagrados se redujeron los efectivos laborales de Tom. La mayoría de los monjes volvieron a su vida contemplativa y muchos de los que se ocupaban de tareas agrícolas o administrativas se incorporaron de nuevo a su trabajo. Sin embargo Tom seguiría utilizando como trabajadores a la mitad, más o menos, de los servidores del priorato. El prior Philip se había mostrado inexorable al respecto. Consideraba que tenían demasiados, y si alguno no se mostraba dispuesto a ser trasladado de sus tareas como mozo de cuadra o pinche de cocina, estaba absolutamente decidido a prescindir de él. Algunos se habían ido, pero la mayoría se quedaron.
El priorato ya debía a Tom el salario de tres semanas. A razón de cuatro peniques diarios, que era el salario de un maestro constructor, la deuda ascendía a setenta y dos peniques. A medida que pasaban los días aumentaba la deuda, y cada vez le resultaría más difícil al prior Philip prescindir de Tom. Al cabo de medio año, Tom pediría al prior que empezara a pagarle. Para entonces le debería dos libras y media de plata, que Philip habría de encontrar antes de poder despedir a Tom. La deuda hacía que Tom se sintiera seguro.
Había incluso la posibilidad, aunque apenas se atrevía a pensar en ella, de que ese trabajo le durara el resto de su vida. Después de todo era una iglesia catedral. Y si quienes podrían hacerlo decidían encargar una construcción nueva y prestigiosa, y eran capaces de encontrar dinero con qué pagarla, sería el proyecto de construcción más amplio del reino, que emplearía a docenas de albañiles durante varias décadas.
En realidad eso era esperar demasiado. Hablando con los monjes y aldeanos, Tom se había enterado de que Kingsbridge jamás había sido una catedral importante. Escondida en una tranquila aldea de Wiltshire, por ella había desfilado una serie de obispos con escasas ambiciones y era evidente que había iniciado un lento declive. El priorato era mediocre y con muy escaso peculio. Algunos monasterios atraían la atención de reyes y arzobispos por su pródiga hospitalidad, sus excelentes escuelas, sus grandes bibliotecas, las investigaciones de sus monjes filósofos y la erudición de sus priores y abates.
Pero Kingsbridge carecía de todas esas calificaciones. Lo más probable sería que el prior Philip construyera una pequeña iglesia, sencilla y más bien modesta, y que su construcción no durase más de diez años.
Sin embargo ello le venía a Tom como anillo al dedo.
Se había dado cuenta, antes incluso de que se enfriaran las ruinas ennegrecidas por el fuego, de que esa era su oportunidad para construir su propia catedral.
El prior Philip estaba ya convencido de que Dios había enviado a Tom a Kingsbridge. Este sabía que se había ganado la confianza de Philip por la manera eficiente en que había iniciado el proceso de limpieza y adecuación del priorato para que pudiera reanudar sus actividades. Cuando llegara el momento empezaría a hablar a Philip de los proyectos para una nueva construcción. Si fuera capaz de manejar hábilmente la situación, sería más que posible que Philip le pidiera que hiciese los bocetos. El hecho de que la iglesia nueva fuera más bien modesta ofrecía más probabilidades de que el proyecto pudiera ser confiado a Tom en lugar de a un maestro con una mayor experiencia en la construcción de catedrales. Tom había cifrado sus esperanzas muy altas.
Sonó la campana de la sala capitular. Esa era también la señal de que los trabajadores legos habían de ir a desayunar. Tom salió de la cripta y se encaminó hacia el refectorio. A mitad de camino le abordó Ellen.
Se plantó en actitud agresiva delante de él, como cerrándole el camino, y en sus ojos había una mirada extraña. Martha y Jack la acompañaban. Este tenía un aspecto horrible. Uno de sus ojos estaba cerrado, el lado izquierdo de la cara con heridas e hinchado, y se apoyaba sobre la pierna derecha como si la izquierda no pudiera soportar ningún peso. Tom sintió lástima del chiquillo.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó.
—Esto se lo ha hecho Alfred —dijo Ellen.
Tom se lamentó en su fuero interno. Por un instante se sintió avergonzado de Alfred, que era mucho más grande que Jack. Pero tampoco Jack era un ángel. Tal vez hubiera provocado a Alfred. Tom miró en derredor buscando a su hijo y finalmente lo divisó dirigiéndose al refectorio, cubierto de polvo.
—¡Alfred! —gritó—. ¡Ven aquí!
Alfred dio media vuelta, vio el grupo familiar y se acercó despacio, con actitud culpable.
—¿Le has hecho tú esto? —le preguntó Tom.
—Se cayó de un muro —repuso Alfred hosco.
—¿Le empujaste?
—Iba persiguiéndole.
—¿Quién empezó?
—Jack me insultó.
—Le llamé cerdo porque se llevó nuestro pan —dijo Jack hablando con dificultad a causa de los labios hinchados.
—¿Pan? —inquirió Tom—. ¿De dónde sacasteis el pan antes del desayuno?
—Nos lo dio Bernard Baker. Fuimos a buscar leña para él.
—Debiste compartirlo con Alfred —dijo Tom.
—Lo hubiera hecho.
—Entonces ¿por qué saliste corriendo? —dijo Alfred.
—Iba a llevárselo a madre —protestó Jack—. ¡Y entonces Alfred se lo comió todo!
Catorce años criando niños había enseñado a Tom que no había la menor posibilidad de saber quién tenía o no razón en las peleas infantiles.
—Vosotros tres id a desayunar, y como hoy haya más peleas, tú, Alfred acabarás con la cara como Jack y seré yo quien te la ponga así. Largaos.
Los niños se alejaron.
Tom y Ellen les siguieron a paso más lento.
—¿Eso es todo lo que vas a decir? —preguntó Ellen al cabo de un momento.
Tom la miró de reojo. Seguía enfadada, pero él nada podía hacer.
—Los dos son culpables, como siempre —dijo encogiéndose de hombros.
—¿Cómo puedes decir eso, Tom?
—El uno es tan malo como el otro.
—Alfred les cogió el pan. Jack le llamó cerdo. No es como para derramar sangre.
Tom sacudió la cabeza.
—Los chicos siempre se pelean. Podrías pasar toda la vida buscando culpables en sus trifulcas. Lo mejor es dejar que se las arreglen solos.
—Con eso no basta, Tom —dijo Ellen con tono colérico—. No tienes más que mirar las caras de Jack y de Alfred. Eso no es el resultado de una riña infantil. Es el ataque sañudo de un muchacho, casi un hombre, a un niño.
A Tom le molestó su actitud. Sabía que Alfred no era perfecto, pero tampoco lo era Jack. Tom no quería que Jack se convirtiera en el niño mimado de la familia.
—Alfred no es un hombre. Tiene catorce años. Pero está trabajando. Contribuye al mantenimiento de la familia, y Jack no lo hace. Juega todo el día como un niño. A mi modo de ver eso significa que Jack debería mostrar respeto a Alfred. Como habrás podido darte cuenta, es algo que no hace.
—¡No me importa! —exclamó Ellen encolerizada—. Podrás decir lo que te parezca, pero mi hijo ha resultado muy malherido e incluso pudo ser grave y ¡yo no voy a permitirlo! —Se echó a llorar. En voz más baja, pero todavía furiosa añadió—: Es mi hijo y no puedo soportar verlo así.
Tom se compadeció de ella y se sintió tentado de consolarla, pero temía ceder. Tenía la sensación de que esa conversación iba a convertirse en un punto crucial. Al vivir solo con su madre, Jack siempre había estado demasiado protegido. Tom no quería aceptar que hubiera de amortiguarse los choques normales de la vida cotidiana. Ello sentaría un precedente que crearía infinitas dificultades en los próximos años. Tom sabía bien que en esa ocasión Alfred había ido demasiado lejos, y en su fuero interno estaba decidido a obligar a Alfred a que dejara a Jack en paz. Pero no sería prudente decirlo.
—Los golpes forman parte de la vida —dijo a Ellen—. Jack deberá aprender a recibirlos o a evitarlos. No puedo pasarme la vida protegiéndole.
—¡Puedes protegerle de ese hijo tuyo tan pendenciero!
Tom acusó el golpe. Le dolía que Ellen calificara de pendenciero a Alfred.
—Podría hacerlo, pero no lo haré —dijo enfadado—. Jack debe de aprender a ventilárselas por sí mismo.
—¡Vete al infierno! —exclamó Ellen. Y dando media vuelta se alejó.
Tom entró en el refectorio. La cabaña de madera donde los trabajadores legos comían habitualmente había quedado dañada por el derrumbamiento de la torre del suroeste, de manera que hacían sus comidas en el refectorio, una vez que los monjes terminaban las suyas y se iban. Tom se sentó apartado de todo el mundo con pocas ganas de mostrarse sociable. Un pinche le llevó una jarra de cerveza y algunas rebanadas de pan en un cestillo. Mojó un trozo de pan en la cerveza para ablandarlo y empezó a comer.
Alfred era un muchacho muy desarrollado, con excesiva energía, se dijo Tom con cariño. En el fondo de su corazón, Tom sabía que el muchacho era algo pendenciero, pero con el tiempo se tranquilizaría.
Entretanto, Tom no estaba dispuesto a que sus propios hijos dieran un trato especial a un recién llegado. Ya habían tenido que soportar demasiado. Habían perdido a su madre, se habían visto obligados a patear los caminos, habían estado a punto de morir de hambre. No estaba dispuesto a imponerles nuevas cargas si podía evitarlo. Se merecían alguna indulgencia. Lo que Jack tenía que hacer era mantenerse apartado del camino de Alfred. No se moriría por ello.
Los desacuerdos con Ellen siempre hacían que Tom se sintiera triste. Se habían peleado varias veces, por lo general a causa de los niños, aunque esta había sido su peor disputa hasta el momento. Cuando Ellen tenía aquel gesto duro y hostil, Tom no podía recordar lo que había sido, sólo un poco antes, sentirse apasionadamente enamorado de ella. Le parecía una mujer extraña y furiosa que se había colado de rondón en su tranquila vida.
Con su primera mujer jamás había tenido unas discusiones tan agrias y furiosas. Echando una mirada retrospectiva le parecía que él y Agnes habían estado de acuerdo en todo lo importante, y que cuando en algo no lo estaban, ninguno de los dos se enfadaba. Así era como debía ser entre el hombre y la mujer, y Ellen debería comprender que no podía formar parte de una familia y al mismo tiempo hacer su santa voluntad.
Tom nunca deseaba que Ellen se fuera, ni siquiera cuando le sacaba de quicio, pero aún así frecuentemente pensaba en Agnes con pena. Le había acompañado durante la mayor parte de su vida de adulto y ahora siempre tenía la sensación de que algo le faltaba. Cuando Agnes vivía, jamás se le ocurrió pensar lo afortunado que era de tenerla y tampoco le había mostrado agradecimiento. Pero ahora que estaba muerta la echaba de menos y se sentía avergonzado de no haberle prestado más atención.
Durante los momentos tranquilos de la jornada, cuando había dado instrucciones y todos trabajaban afanosos y él podía dedicarse por entero a una tarea que exigiera habilidad, como la reconstrucción de una pequeña parte del muro en los claustros o reparando una columna en la cripta, a veces mantenía conversaciones imaginarias con Agnes. Sobre todo, le hablaba de Jonathan, su hijo pequeño. Tom veía al niño casi todos los días, cuando le daban de comer en la cocina, recorría los claustros o le acostaban en el dormitorio de los monjes. Parecía perfectamente sano y feliz, y nadie salvo Ellen sabía y ni siquiera sospechaba que Tom sentía un interés especial por él. Tom también hablaba a Agnes, como si estuviera viva, de Alfred y del prior Philip, e incluso de Ellen, explicándole sus sentimientos respecto a ellos, salvo en el caso de Ellen. También le contaba sus planes prácticos para el futuro, su esperanza de que le emplearan en aquel lugar durante años y su sueño de diseñar y construir la nueva catedral. En su mente oía las respuestas y preguntas de Agnes. En ocasiones se mostraba complacida, alentadora, fascinada, suspicaz o desaprobadora. A veces Tom pensaba que tenía razón, otras que estaba equivocada. Si hubiera hablado con alguien de esas conversaciones, hubiera dicho que se estaba comunicando con un espectro y tendría que ver a montones de sacerdotes con agua bendita y exorcismos.
Pero él sabía bien que no había nada de sobrenatural en lo que estaba ocurriendo. Lo único que sucedía era que él la conocía tan bien que podía imaginar lo que sentiría o diría en casi todas las situaciones. Acudía a su mente en los momentos más extraños sin ser solicitada. Cuando pelaba una pera con su cuchillo para la pequeña Martha, Agnes reía burlona ante sus esfuerzos por quitar la piel sin romperla. Siempre que tenía que escribir algo pensaba en ella, porque Agnes le había enseñado todo cuanto había aprendido de su padre, el sacerdote. Y recordaba que le había enseñado a recortar una pluma de ave y a pronunciar caementarius, que era como en latín se decía «albañil». Cuando los domingos se lavaba la cara, solía enjabonarse la barba y recordar cuando eran jóvenes, y Agnes le enseñaba que lavándose la barba mantendría la cara limpia de parásitos y furúnculos. No pasaba un solo día sin que cualquier pequeño incidente la trajera vívidamente a su mente.
Sabía que era afortunado de tener a Ellen. No se le podía dejar de prestar atención. Era única. Había algo anormal en ella y era precisamente ese algo anormal lo que le daba aquel magnetismo. Se sentía agradecido de que le hubiera consolado en su dolor a la mañana siguiente de morir Agnes, pero en ocasiones deseaba haberla encontrado algunos días después de haber enterrado a su mujer, para así haber tenido tiempo de sentirse acongojado a solas. No hubiera guardado un periodo de luto, eso quedaba para señores y monjes, no para la gente corriente, pero hubiera tenido tiempo de acostumbrarse a la ausencia de Agnes antes de empezar a habituarse a vivir con Ellen. Aquellas ideas no se le habían ocurrido en los primeros días, cuando la amenaza de morir de hambre se había combinado con la excitación sexual de Ellen, dando lugar a una especie de júbilo histérico de fin del mundo. Pero desde que había encontrado trabajo y seguridad empezaba a sentir remordimientos. Y a veces le parecía que al pensar de esa manera en Agnes, no sólo la echaba de menos sino que se condolía del paso de su propia juventud. Nunca jamás volvería a ser tan cándido, tan agresivo, tan hambriento o tan fuerte como lo había sido cuando por primera vez se enamoró de Agnes. Terminó de comer el pan y salió del refectorio antes que los demás. Se dirigió a los claustros. Se sentía complacido con el trabajo que llevaba a cabo en ellos. Ahora resultaba difícil imaginar que el cuadrángulo hubiera estado tres semanas antes sepultado bajo una masa de escombros. Lo único que recordaba de la catástrofe eran unas grietas en algunas de las losas del pavimento de las que no había logrado encontrar recambios.
No obstante había muchísimo polvo. Haría que barrieran de nuevo los claustros y los rociaran con agua. Atravesó la iglesia en ruinas. En el crucero septentrional vio una viga ennegrecida en la que habían escrito algo con hollín. Tom lo leyó con parsimonia. Decía: Alfred es un cerdo. Así que era eso lo que había enfurecido a Alfred. Gran parte de la madera del tejado no había quedado convertida en cenizas y por doquier había vigas ennegrecidas como aquella. Tom decidió que reuniría a un grupo de trabajadores para recoger toda aquella madera y llevarla al almacén de leña. Haz que el sitio esté aseado, solía decir Agnes cuando esperaban la visita de alguien importante. Querrás que estén contentos de que esté a cargo de Tom. Sí, querida, pensó Tom, y sonrió mientras se dirigía a su trabajo.
Se divisó al grupo de Waleran Bigod a una milla aproximadamente a través de los campos. Eran tres, cabalgando rápido. El propio Waleran iba a la cabeza, sobre un caballo negro, con su capa negra agitada por el viento. Philip, junto con los funcionarios monásticos más antiguos, les esperaba junto a las cuadras. Philip no estaba seguro del trato que había de dar a Waleran. Era indiscutible que este le había decepcionado al no decirle que el obispo había muerto. Pero cuando al fin se impuso la verdad, Waleran no se mostró en modo alguno abochornado y Philip no supo qué decirle. Y seguía sin saberlo aunque sospechaba que nada se ganaría con lamentos. En cualquier caso, todo aquello había quedado superado por la catástrofe del incendio. Como quiera que fuese, en el futuro Philip se mostraría muy cauteloso con Waleran.
El caballo de Waleran era un semental, nervioso y excitable pese a haber cabalgado durante varias millas. Mantuvo la cabeza baja con fuerza mientras lo dirigían hacia la cuadra. No era necesario que un clérigo se vanagloriara sobre su montura, y la mayoría de los hombres de Dios elegían caballos más tranquilos.
Waleran descabalgó con soltura y dio las riendas a un mozo de cuadra. Philip le saludó ceremonioso. Waleran se volvió y examinó las ruinas. Un panorama tétrico se presentó ante sus ojos.
—Ha sido un devastador incendio, Philip —dijo al fin. Philip quedó algo sorprendido al ver que parecía verdaderamente desolado.
—Obra del diablo, mi señor obispo —dijo Remigius, antes de que Philip pudiera contestar.
—¿Lo ha sido esta vez? —preguntó Waleran—. Según mi experiencia, al diablo suelen ayudarle en tales actividades los monjes que encienden hogueras en la iglesia para templar el helor durante los maitines, o que descuidan velas encendidas en el campanario.
A Philip le divirtió ver a Remigius apabullado, pero no podía dejar pasar las insinuaciones de Waleran.
—He hecho una investigación sobre las posibles causas del incendio —dijo—. Nadie encendió un fuego en la iglesia esa noche. Puedo afirmarlo porque estuve presente esa noche en maitines. Y hace meses que nadie ha subido al tejado.
—Entonces, ¿cómo te lo explicas? ¿Un rayo? —inquirió Waleran con escepticismo.
Philip hizo un gesto negativo.
—No hubo tormenta. Parece que el fuego empezó en los alrededores del crucero. Después del oficio sagrado dejamos una vela encendida sobre el altar como es costumbre. Es posible que se prendiera la sabanilla del altar y una corriente de aire lanzara alguna chispa hacia la madera del techo que es muy vieja y está seca. —Philip se encogió de hombros—. No es una explicación demasiado satisfactoria pero es la única que tenemos.
Waleran asintió.
—Echemos una mirada más de cerca a los daños.
Se encaminaron hacia la iglesia. Los dos acompañantes de Waleran eran un hombre de armas y un sacerdote joven. El hombre de armas se quedó atrás para ocuparse del caballo. El sacerdote acompañó a Waleran, quien se lo presentó a Philip como deán Baldwin.
Mientras cruzaban el césped en dirección a la iglesia, Remigius puso una mano sobre el brazo de Waleran para detenerle.
—Como podéis ver la casa de invitados no ha sufrido daño alguno —dijo.
Todos se detuvieron y se volvieron a mirar. Philip se preguntó irritado qué estaría tramando Remigius. Si la casa de invitados no había resultado dañada, ¿por qué hacer que todos se pararan y la miraran? La mujer del constructor había salido de la cocina y todos la vieron entrar en la casa. Philip miró de reojo a Waleran. Este parecía algo extrañado. Philip recordó aquel momento, en el palacio de obispo, cuando Waleran vio a la mujer del constructor y pareció casi aterrado. ¿Qué pasaba con aquella mujer?
Waleran dirigió una rápida mirada a Remigius, al tiempo que hacía un gesto de asentimiento casi imperceptible.
—¿Quién vive ahí? —preguntó luego volviéndose hacia Philip.
—El maestro constructor con su familia —dijo Philip aún a sabiendas de que Waleran la había reconocido.
Waleran hizo un gesto de aquiescencia y todos reanudaron la marcha. Ahora Philip ya sabía el motivo de que Remigius llamara la atención sobre la casa de invitados, quería asegurarse de que Waleran viera a la mujer. Philip decidió hablar con ella tan pronto como se presentara la oportunidad.
Un grupo de siete u ocho monjes y servidores del priorato levantaban, bajo la atenta mirada de Tom, una viga del tejado medio quemada. Todo el lugar hervía de actividad, pero así y todo tenía un aspecto ordenado. Philip tuvo la sensación de que el ambiente de actividad eficiente le hacía honor aún cuando el responsable fuera Tom.
Tom acudió a saludarles. Dominaba con su estatura a todos ellos.
—Este es Tom, nuestro maestro constructor. Ya ha logrado poner de nuevo en uso los claustros y la cripta. Le estamos muy agradecidos.
—Te recuerdo —dijo Waleran a Tom—. Viniste a verme poco después de Navidad. No tenía trabajo para ti.
—Así es —asintió Tom con su voz honda—, quizás Dios me estuviera reservando para ayudar al prior Philip en sus momentos difíciles.
—Un constructor teólogo —dijo Waleran con tono burlón.
Tom enrojeció ligeramente bajo su capa de polvo. Philip pensó que Waleran tenía mucha sangre fría al hacer burla de un hombre tan grande, incluso siendo Waleran un obispo y Tom tan sólo un albañil.
—¿Cuál es tu siguiente paso aquí? —preguntó Waleran.
—Tenemos que hacer que este sitio sea seguro, demoliendo los muros restantes antes de que se desplomen sobre alguien —contestó Tom con bastante mansedumbre—. Luego limpiaremos el lugar y lo dejaremos despejado para la construcción de la nueva iglesia. Tan pronto como sea posible habremos de encontrar árboles altos para las vigas del nuevo tejado. Cuanto más curada esté la madera, mejor será el tejado.
—Antes de empezar a talar árboles habremos de encontrar el dinero para pagarlos —intervino Philip presuroso.
—Hablaremos de eso más tarde —dijo Waleran con actitud enigmática.
Aquella observación intrigó a Philip. Esperaba que Waleran tuviera un proyecto para obtener el dinero necesario para la construcción de la nueva iglesia. Si el priorato hubiera de confiar en sus propios recursos, no podría empezarse hasta dentro de bastantes años. Ello había traído de cabeza a Philip durante las tres últimas semanas y todavía no había encontrado una solución.
Condujo al grupo hasta los claustros a través del camino que había sido abierto entre los escombros. Una ojeada le bastó a Waleran para comprobar que esa zona había quedado en condiciones de uso. Salieron de allí y atravesaron el césped en dirección a la casa del prior en la esquina sureste del recinto.
Una vez en el interior Waleran se quitó la capa y se sentó, tendiendo sus manos pálidas hacia el fuego. El hermano Milius el cocinero sirvió vino caliente con especias en pequeños boles de madera.
—¿Se te ha ocurrido que Tom Builder pudiera haber provocado el fuego para así tener trabajo? —dijo Waleran a Philip, tomando un sorbo de vino.
—Sí, se me ha ocurrido —repuso Philip—. Pero no creo que lo hiciera. Hubiera tenido que entrar en la iglesia que estaba cerrada a cal y canto.
—Pudo haber entrado durante el día y esconderse.
—Pero entonces no hubiera podido salir cuando hubiera prendido el fuego —sacudió la cabeza. No era esa la verdadera razón de que estuviera seguro de la inocencia de Tom—. En cualquier caso, no le creo capaz de semejante cosa. Es un hombre inteligente, mucho más de lo que pudiera creerse a primera vista, pero no es taimado. Si fuera culpable creo que lo hubiera descubierto por la expresión de su cara cuando le miré de frente y le pregunté cómo pensaba él que había comenzado el fuego.
Ante la sorpresa de Philip Waleran se mostró inmediatamente de acuerdo.
—Creo que tienes razón —dijo—. Como quiera que sea no me lo imagino prendiendo fuego a la iglesia. No es de esa clase de hombres.
—Quizás nunca lleguemos a saber con seguridad cómo empezó el incendio —dijo Philip—. Pero tenemos que afrontar el problema de cómo obtener dinero para la construcción de una nueva iglesia. No sé…
—Sí —asintió Waleran, al tiempo que alzaba una mano para interrumpir a Philip. Se volvió hacia los demás que estaban en la habitación—. He de hablar a solas con el prior Philip. Tenéis que dejarnos solos —dijo.
Philip estaba intrigado. No se imaginaba por qué Waleran habría de hablar con él a solas sobre esa cuestión.
—Antes de que nos vayamos, señor obispo, hay algo que los hermanos me han pedido que os diga —dijo Remigius.
Y ahora ¿qué?, pensó de nuevo Philip.
Waleran enarcó escéptico una ceja.
—¿Y por qué habrían de pedirte a ti en vez de a su prior que plantees una cuestión?
—Porque el prior Philip hace oídos sordos a su queja.
Philip estaba furioso y perplejo. No había tenido queja alguna. Remigius estaba intentando poner en una situación incómoda a Philip provocando una escena ante el obispo electo. Philip encontró la mirada interrogante de Waleran. Se encogió de hombros e hizo un esfuerzo por parecer despreocupado.
—Estoy impaciente por saber a qué queja se refiere —dijo—. Adelante por favor, hermano Remigius, si es que estás completamente seguro de que la cuestión es lo bastante importante para merecer la atención del obispo.
—Hay una mujer viviendo en el priorato —dijo Remigius.
—¡Otra vez con las mismas! —exclamó Philip exasperado—. Es la mujer del constructor y vive en la casa de invitados.
—Es una bruja —afirmó Remigius.
Philip se preguntaba por qué estaba haciendo eso Remigius. Este había montado ya en una ocasión aquel caballo y no hubo manera de hacerlo correr. El asunto era discutible, pero el prior tenía la autoridad y Waleran apoyaría sin duda alguna a Philip, a menos que quisiera que recurrieran a él cada vez que Remigius estuviera en desacuerdo con su superior.
—No es una bruja —dijo Philip con tono cansado.
—¿Has interrogado a la mujer? —inquirió Remigius.
Philip recordó que había prometido hablar con ella. No llegó a hacerlo. Había visto al marido aconsejándole que le recomendara circunspección, pero en realidad él no había hablado con la mujer. Era una lástima porque ello permitía a Remigius apuntarse un tanto. Pero era un tanto sin importancia, y Philip estaba seguro de que no influiría en Waleran para que diera la razón a Remigius.
—No la he interrogado —admitió Philip—. Pero no existe indicio alguno de brujería y toda la familia es perfectamente honesta y cristiana.
—Es una bruja y una fornicadora —afirmó Remigius, sofocado de justa indignación.
—¿Qué? —explotó Philip—. ¿Con quién fornica?
—Con el constructor.
—¿Estás loco? Si es su marido.
—No, no lo es —dijo Remigius con tono de triunfo—. No están casados y sólo se conocen desde hace un mes.
Si Remigius decía la verdad, entonces la mujer era técnicamente una fornicadora. Era el tipo de fornicación al que normalmente se hacía la vista gorda, ya que muchas parejas no acudían a que fuera bendecida su unión por un sacerdote hasta haber pasado cierto tiempo juntos, a menudo hasta que era concebido el primer hijo. En realidad en zonas muy pobres o remotas del país las parejas vivían con frecuencia como marido y mujer durante décadas y criaban hijos, y luego desconcertaban a un sacerdote visitante pidiéndole que solemnizara su unión para cuando ya estaban naciendo sus nietos. Sin embargo una cosa era que un párroco se mostrase indulgente entre los pobres campesinos en las márgenes de la Cristiandad, y otra muy distinta que un empleado importante del priorato estuviera cometiendo el mismo acto dentro de las lindes del monasterio.
—¿Qué te hace pensar que no estén casados? —preguntó escéptico Philip, aunque en su fuero interno estuviera seguro de que Remigius habría comprobado los hechos antes de plantear la cuestión delante de Waleran.
—Encontré a los hijos peleándose y me dijeron que no eran hermanos. Luego salió a relucir toda la historia.
Philip se sintió decepcionado por Tom. La fornicación era un pecado bastante común, aunque especialmente aborrecible para los monjes que renunciaban a toda carnalidad. ¿Cómo podía haber hecho eso Tom? Debería saber que era algo odioso para Philip. Estaba más furioso con Tom que con el propio Remigius. Pero este había actuado con malicia.
—¿Por qué no hablaste conmigo, con tu prior, sobre esto? —le preguntó Philip.
—No lo he sabido hasta esta mañana.
Philip se reclinó en su asiento, derrotado. Remigius le tenía bien cogido. Había hecho aparecer a Philip como un necio. Así se vengaba de su derrota en la elección. Philip miró a Waleran. La queja se había presentado ante este y era él quien tenía que pronunciar la sentencia.
Waleran no dudó un solo instante.
—El caso es bastante claro —dijo—. La mujer deberá confesar su pecado y hacer penitencia pública por él. Deberá abandonar el priorato y vivir en castidad, separada del constructor, durante un año. Luego podrán casarse.
Un año separados era una sentencia dura. Philip creía que la mujer se lo merecía por haber profanado el monasterio. Pero se sentía inquieto pensando en cómo la recibiría.
—Tal vez no se someta a tu juicio —dijo.
—Entonces arderá en los infiernos —repuso Waleran encogiéndose de hombros.
—Me temo que si abandona Kingsbridge, Tom se irá con ella.
—Hay otros constructores.
—Desde luego.
Philip sentiría perder a Tom. Pero por la expresión de Waleran se daba cuenta de que a este no le importaría lo más mínimo el que Tom y su mujer abandonaran Kingsbridge y nunca más volvieran. Y de nuevo se preguntó por qué sería tan importante aquella mujer.
—Y ahora iros todos y dejadme hablar con vuestro prior —dijo Waleran.
—Un momento —intervino enérgico Philip. Después de todo aquella era su casa y aquellos sus monjes. Él sería quien les convocara y les despidiera, no Waleran—. Yo mismo hablaré con el constructor sobre este asunto. Ninguno de vosotros deberá mencionarlo a nadie, ¿me habéis comprendido? Habrá un duro castigo si me desobedecéis. ¿Está claro, Remigius?
—Sí —repuso este.
—Muy bien. Podéis iros.
Remigius, Andrew, Milius, Cuthbert y el deán Baldwin se apresuraron a salir. Waleran se sirvió un poco más de vino caliente y estiró los pies hacia el fuego.
—Las mujeres siempre crean problemas —dijo—. Cuando hay una yegua en las cuadras, todos los sementales empiezan a mordisquear a los mozos de los establos, a dar coces en sus casillas, y en general a causar problemas. Incluso los castrados empiezan a portarse mal. Los monjes son como ellos, les está negada la pasión física pero aún pueden oler las nalgas.
Philip se sentía incómodo. Le parecía que no era necesario hablar de manera tan explícita. Se miró las manos.
—¿Qué hay de la reconstrucción de la iglesia? —preguntó.
—Sí. Debes de haber oído que ese asunto del que viniste a hablarme, lo del conde Bartholomew y la conspiración contra el rey Stephen, nos ha sido beneficioso.
—Sí. —Parecía que hubiera pasado mucho tiempo desde que Philip había ido al palacio del obispo asustado y tembloroso para hablar del complot contra el rey elegido por la Iglesia—. He oído que Percy Hamleigh atacó el castillo del conde y le hizo prisionero.
—Así es. Bartholomew se encuentra ahora en una mazmorra en Winchester esperando a conocer su sentencia —dijo Waleran con satisfacción.
—¿Y el conde Robert de Gloucester? Era el conspirador más poderoso.
—Y por lo tanto su castigo es el más benévolo. De hecho no recibe castigo alguno. Ha jurado lealtad al rey Stephen y su parte en el complot ha sido… pasada por alto.
—¿Y qué tiene que ver esto con nuestra catedral?
Waleran se puso en pie y se acercó a la ventana. En sus ojos había auténtica tristeza mientras contemplaba la iglesia en ruinas, y Philip se dio cuenta de que pese a sus aires mundanos había en él un fondo de piedad.
—El papel que jugamos en la derrota de Bartholomew hace del rey Stephen nuestro deudor. No pasará mucho tiempo antes de que tú y yo vayamos a verle.
—¡A ver al rey! —exclamó Philip. Se sentía algo intimidado ante aquella perspectiva.
—Nos preguntará qué queremos como recompensa.
Philip se dio cuenta de a dónde iba Waleran y se sintió emocionado hasta el fondo de su alma.
—Y le diremos…
Waleran, se apartó de la ventana y se quedó mirando a Philip. Sus ojos parecían dos piedras preciosas negras, centelleantes de ambición.
—Le diremos que queremos una catedral nueva para Kingsbridge —dijo.
Tom sabía que Ellen se subiría por las paredes.
Ya estaba furiosa por lo ocurrido a Jack. Lo que Tom necesitaba era apaciguarla. Pero la noticia de su «penitencia» contribuiría a encenderla aún más. Hubiera querido retrasar uno o dos días el decírselo, para dar tiempo a que se tranquilizara, pero el prior Philip había dicho que debería estar fuera del recinto antes de la anochecida. Tenía que decírselo de inmediato y teniendo en cuenta que Philip se lo había dicho a Tom a mediodía, habría de decírselo a Ellen durante la comida.
Entraron en el refectorio con los otros empleados del priorato cuando los monjes terminaron de comer y se marcharon. Las mesas estaban llenas, pero Tom pensó que quizás no fuera mala cosa porque tal vez la presencia de otras personas la hicieran contenerse. Pronto supo a sus expensas que se había equivocado de medio a medio en sus cálculos.
Intentó dar la noticia de modo gradual.
—Saben que no estamos casados —fue lo primero que dijo.
—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó ella furiosa—. ¿Algún aguafiestas?
—Alfred. Pero no le culpes, se lo sacó ese astuto monje llamado Remigius. De todas formas nunca dijimos a los niños que lo mantuvieran en secreto.
—No culpo al muchacho —dijo ella ya más tranquila—. ¿Y qué han dicho?
Tom se inclinó sobre la mesa y habló en voz baja.
—Dicen que eres una fornicadora —le confesó, esperando que nadie más pudiera oírle.
—¿Una fornicadora? —dijo Ellen en voz alta—. ¿Y qué me dices de ti? ¿Acaso esos monjes no saben que para fornicar se necesitan dos?
Las gentes sentadas cerca de ellos se echaron a reír.
—¡Chiss! —dijo Tom—. Dicen que tenemos que casarnos.
Ellen le miró fijamente.
—Si eso fuera todo no tendrías esa cara de pocos amigos, Tom Builder. Cuéntame el resto.
—Quieren que confieses tu pecado.
—Pervertidos hipócritas —dijo Ellen asqueada—. Se pasan toda la noche unos traseros con otros y tienen la cara dura de llamar pecado a lo que hacemos nosotros.
Se recrudecieron las risas. La gente dejó de hablar para escuchar a Ellen.
—Habla bajo —le suplicó Tom.
—Supongo que también querrán que haga penitencia. La humillación forma parte de todo ello. ¿Qué quieren que haga? Vamos, dime la verdad, no puedes mentir a una bruja.
—¡No digas eso! —dijo entre dientes Tom—. No harás más que empeorar las cosas.
—Entonces dímelo.
—Tendremos que vivir separados durante un año y tú tienes que mantenerte casta…
—¡Me meo en eso! —gritó Ellen.
Ahora ya todo el mundo les miraba.
—¡Y me meo en ti, Tom Builder! —siguió diciendo Ellen que se había dado cuenta de que tenía público—. ¡Y también me meo en todos vosotros! —añadió. La mayoría de la gente sonreía. Resultaba difícil ofenderse, tal vez porque estaba encantadora con la cara encendida y los ojos dorados tan abiertos. Se puso en pie—. ¡Y me meo en el priorato de Kingsbridge! —Se subió a la mesa de un salto y recibió una ovación. Empezó a pasear por ella. Los comensales retiraban precipitadamente sus boles de sopa de cerveza, apartándolos de su camino, y volvían a sentarse riendo—. ¡Me meo en el prior! —dijo—. ¡Me meo en el sub-prior y en el sacristán, en el cantor, en el tesorero y en todas sus escrituras y cartas de privilegios, y en sus cofres llenos de peniques de plata! —había llegado al final de la mesa. Cerca de ella había otra mesa más pequeña donde solía sentarse alguien para leer en voz alta mientras comían los monjes. Sobre ella había un libro abierto. Ellen saltó de la mesa de comer a la mesa de lectura.
De repente Tom se dio cuenta de lo que iba a hacer.
—¡Ellen! —clamó—. ¡No lo hagas, por favor…!
—¡Me meo en la regla de san Benito! —dijo ella a voz en grito.
Luego se levantó las faldas, dobló las rodillas y orinó sobre el libro abierto.
Los hombres rieron estrepitosamente, golpearon sobre las mesas, patearon, silbaron y vitorearon. Tom no estaba seguro de si compartían el desprecio de Ellen por la regla de san Benito o sencillamente estaban disfrutando viendo exhibirse a una mujer hermosa. Había algo erótico en su desvergonzada vulgaridad, pero también resultaba excitante ver a alguien burlarse del libro hacia el que los monjes se mostraban tan tediosamente solemnes. Fuera cual fuese la razón, aquello les había encantado.
Ellen saltó de la mesa y corrió hacia la puerta entre nutridos aplausos.
Todos empezaron a hablar al mismo tiempo. Nadie había visto en su vida algo semejante. Tom se sentía horrorizado e incómodo, sabía que las consecuencias serían catastróficas. Y sin embargo una parte de él se decía ¡Vaya mujer!
Al cabo de un momento Jack se levantó y siguió a su madre afuera del refectorio, con una sombra de sonrisa en su cara hinchada. Tom miró a Alfred y Martha. Alfred tenía una expresión desconcertada, pero Martha hacía risitas.
—Vamos fuera —les dijo Tom, y los tres salieron del refectorio.
A Ellen no se la veía por ninguna parte. Atravesaron el césped y la encontraron en la casa de invitados. Estaba sentada en una silla esperándole. Llevaba la capa y tenía en la mano su gran bolsa de piel; parecía haber recuperado su sangre fría y la calma. Tom se quedó frío al ver la bolsa, pero simuló no haberse fijado.
—Vamos a tener un infierno —dijo.
—No creo en el infierno —le aseguró Ellen.
—Espero que te dejarán confesar y cumplir la penitencia.
—No pienso confesar.
—¡No te vayas, Ellen! —le suplicó él, perdido ya el control.
Ella parecía triste.
—Escucha, Tom. Antes de conocerte tenía para comer y un lugar donde vivir. Estaba a salvo y segura, y me bastaba a mí misma. No necesitaba a nadie. Desde que estoy contigo he permanecido más cerca de morir de hambre de lo que nunca ocurriera en mi vida. Ahora tienes trabajo aquí, aunque sin seguridad. El priorato no tiene dinero para construir una nueva iglesia y el próximo invierno quizás te encuentres de nuevo recorriendo los caminos.
—Philip encontrará dinero de alguna manera —adujo Tom—. Estoy seguro de que lo hará.
—No puedes estar seguro —le rebatió ella.
—Tú no crees —dijo Tom con amargura. Luego añadió sin poder contenerse—. Eres como Agnes, no crees en mi catedral.
—Si sólo fuera yo me quedaría, Tom —le aseguró Ellen con tristeza—. Pero mira a mi hijo.
Tom miró a Jack. Tenía la cara morada y con heridas, las orejas se le hablan hinchado el doble de lo normal, las aletas de la nariz estaban cubiertas de sangre seca y tenía roto uno de los dientes delanteros.
—Temía que creciera como un animal si nos quedábamos en el bosque —siguió diciendo Ellen—. Pero si es este el precio que hay que pagar por enseñarle a vivir con otra gente, resulta demasiado caro, así que me vuelvo al bosque.
—No digas eso —dijo Tom desesperado—. Hablemos sobre ello. No tomes una decisión precipitada.
—No es precipitada, no es precipitada, Tom —afirmó Ellen tristemente—. Me siento tan triste que ni siquiera puedo estar furiosa. De veras que quería ser tu mujer. Pero no a cualquier precio.
Tom se dijo que si Alfred no hubiera perseguido a Jack nada de todo eso hubiera pasado. Pero sólo había sido una pelea de niños. O quizás Ellen estuviera en lo cierto al decir que Alfred era su punto flaco. Tom empezó a pensar que se había equivocado. Tal vez hubiera debido mantenerse más firme con Alfred. Las peleas entre muchachos era una cosa, pero Jack y Martha eran más pequeños que Alfred. Tal vez fuera un pendenciero.
Pero ahora ya era demasiado tarde para cambiar.
—Quédate en la aldea —dijo Tom desesperado—. Espera un tiempo y veremos qué pasa.
—No creo que ahora los monjes me dejaran.
Comprendió que Ellen tenía razón. La aldea pertenecía al priorato y cuantos allí vivían pagaban el alquiler a los monjes, por lo general en días de trabajo y los monjes podían negarse a dar alojamiento a quien no les gustara. Y no se les podía culpar por rechazar a Ellen. Ella había tomado su decisión y se había orinado literalmente en sus posibilidades de retractación.
—Entonces me iré contigo —dijo Tom—. El monasterio me debe ya setenta y dos peniques. Recorreremos de nuevo los caminos. Ya hemos sobrevivido antes.
—¿Y qué me dices de tus hijos? —le preguntó Ellen con dulzura.
Tom recordó a Martha llorando de hambre. Sabía que no podía hacerla pasar otra vez por aquello. Y también estaba su hijito, Jonathan. No quiero volver a abandonarlo, se dijo Tom, lo hice una vez y sentí asco de mí.
Pero no podía soportar la idea de perder a Ellen.
—No te atormentes —le dijo ella—. No voy a patear contigo de nuevo los caminos. Eso no es solución; estábamos peor bajo todos los aspectos de lo que estamos ahora. Me vuelvo al bosque y tú no vas a venir conmigo.
Tom se la quedó mirando. Quería creer que no iba a hacer lo que decía, pero por la expresión de su cara supo que lo haría. No se le ocurría nada más que decir para detenerla. Abrió la boca para hablar, pero no pudo articular una sola palabra. Se sintió impotente. Ellen respiraba con fuerza, con el pecho palpitante por la emoción. Tom ansiaba acariciarla pero tenía la impresión de que ella no quería que lo hiciera; quizás no vuelva a abrazarla jamás, se dijo. Le resultaba difícil de creer. Durante meses había yacido con ella noche tras noche, tocándola con la misma familiaridad que lo podía hacer consigo mismo y ahora, de repente, le estaba prohibida y ella se había convertido en una extraña.
—No estés tan triste —le dijo Ellen. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—No puedo evitarlo —contestó Tom—. Me siento triste.
—Lamento hacerte tan desdichado.
—No lo sientas. Lamenta más bien haberme hecho feliz. Eso es lo que duele, que me hicieras tan feliz.
Ellen no pudo contener un sollozo. Dio media vuelta y se alejó sin decir otra palabra.
Jack y Martha fueron detrás de ella. Alfred vaciló un instante, en actitud desmañada, y luego los siguió.
Tom se quedó mirando la silla que ella acababa de dejar. No, no puede ser verdad, no me abandona.
Se sentó en la silla. Todavía estaba caliente de su cuerpo, de ese cuerpo que él tanto amaba. Endureció el rostro para contener las lágrimas.
Sabía que ahora Ellen ya no cambiaría de idea. Jamás vacilaba. Era una persona que cuando tomaba una decisión la cumplía hasta el fin.
Pero tal vez llegara a lamentarlo.
Se aferró a ese jirón de esperanza. Sabía que le amaba. Eso no había cambiado. La misma noche anterior había hecho el amor de forma frenética, como alguien que saciara una sed terrible. Y después de que él quedara satisfecho había rodado encima de él, besándole con avidez, jadeando entre su barba mientras gozaba una y otra vez, hasta quedar tan exhausta de placer que no pudo seguir. Y no era sólo eso lo que a ella le gustaba. Disfrutaban estando juntos todo el tiempo. Hablaban sin cesar, mucho más de lo que él y Agnes habían hablado, incluso en sus primeros tiempos. Me echará en falta tanto como yo a ella, se dijo. Al cabo de un tiempo, cuando su ira se haya calmado y esté encarrilada en una nueva rutina, echará de menos a alguien con quien hablar, un cuerpo firme que tocar, una cara barbuda que besar. Entonces pensara en mí. Pero es orgullosa. Es posible que sea demasiado orgullosa para volver aunque lo desee.
Se puso en pie de un salto. Tenía que contar a Ellen lo que tenía en la mente. Salió de la casa. Se encontraba en la puerta del priorato despidiéndose de Martha. Tom corrió dejando atrás las cuadras y llegó junto a ella. Ellen le sonrió melancólica.
—Adiós, Tom.
Tom le cogió las manos.
—¿Volverás algún día? Aunque sólo sea para vernos. Si supiera que no te vas para siempre, que volveré a verte algún día, aunque sólo sea por algún tiempo… si supiera eso podría soportarlo.
Ellen vaciló.
—Por favor.
—De acuerdo —asintió ella.
—Júralo.
—No creo en juramentos.
—Pero yo sí.
—Muy bien. Lo juro.
—Gracias.
La atrajo hacia sí con delicadeza. Ella no se resistió. La abrazó y no pudo contenerse por más tiempo. Las lágrimas le corrieron por el rostro. Por último, Ellen se apartó. Él la dejó ir de mala gana. Ella se volvió hacia la puerta.
En aquel momento se oyó un ruido en las cuadras, el ruido de un caballo desobediente, piafando y bufando. Todos miraron automáticamente en derredor. El caballo era el semental de Waleran Bigod, y el obispo se disponía a montarlo. Su mirada se encontró con la de Ellen y quedó petrificado.
En ese momento Ellen empezó a cantar.
Tom no conocía la canción aunque se la había oído cantar a menudo. La melodía era terriblemente triste. Las palabras eran francesas, pero él las entendía bastante bien.
Un ruiseñor preso en la red de un cazador
cantó con más dulzura que nunca,
como si la fugaz melodía
pudiera volar y apartar la red.
La mirada de Tom fue de ella al obispo. Waleran parecía aterrado, con la boca abierta, los ojos desorbitados y el rostro tan lívido como la muerte. Tom estaba atónito ante el hecho de que una sencilla canción tuviera el poder de atemorizar de tal manera a un hombre.
Al anochecer, el cazador cogió su presa.
El ruiseñor jamás su libertad.
Todas las aves y todos los hombres tienen que morir, morirán,
pero las canciones pueden vivir eternamente.
—Adiós, Waleran Bigod. Abandono Kingsbridge pero no a ti. ¡Estaré contigo en tus sueños! —gritó Ellen.
Y en los míos, se dijo Tom.
Por un instante, nadie se movió. Ellen dio media vuelta, con Jack cogido de la mano. Todos la miraban en silencio mientras atravesaba las puertas del priorato y desaparecía entre las sombras crecientes del crepúsculo.