—Esa zorra estará allí —dijo la madre de William—. Estoy segura de que estará.
William miró la amenazadora fachada de la catedral de Kingsbridge con una mezcla de temor y de anhelo. Si Lady Aliena asistía al oficio divino de la Epifanía sería en extremo embarazoso para todos ellos, y, sin embargo, el corazón le latía con más fuerza ante la idea de volver a verla.
Cabalgaban por la carretera que conducía a Kingsbridge; William y su padre montando caballos de guerra, y su madre en un hermoso corcel con un séquito de tres caballeros y tres palafreneros. Formaban un grupo impresionante e incluso temible, lo que satisfacía a William. Y los campesinos que caminaban por la carretera se dispersaban ante sus poderosos caballos. A pesar de todo, madre estaba furiosa.
—Todo el mundo está enterado, hasta esos desgraciados siervos —decía entre dientes—. Incluso hacen chanzas sobre nosotros. ¿Cuándo una novia no es una novia? ¡Cuando el novio es William Hamleigh! Hice azotar a un hombre por eso, pero no sirvió de nada. Me gustaría agarrar a esa zorra, la despellejaría viva y colgaría su piel de un clavo y dejaría que los cuervos picoteasen su carne.
William hubiera querido que dejara en paz aquel tema. Se había humillado a la familia y la culpa había sido suya, o al menos era lo que decía madre, y no quería que se lo recordaran.
Atravesaron trapaleando el desvencijado puente de madera que conducía a la aldea de Kingsbridge y espolearon a los caballos por la empinada calle mayor que conducía al priorato. Había ya veinte o treinta caballos paciendo en la hierba rala del cementerio, en la parte norte de la iglesia, pero ninguno de estampa tan hermosa como los de los Hamleigh. Cabalgaron hasta la cuadra y dejaron sus monturas en manos de los mozos de cuadra del priorato.
Atravesaron el prado en formación, William y su padre flanqueando a madre, los caballeros detrás de ellos y los palafreneros cerrando la marcha. La gente se apartaba abriéndoles paso, pero William podía ver cómo intercambiaban codazos y les señalaban. Miró de soslayo a madre y por su torva expresión estaba seguro de que pensaba lo mismo.
Entraron en la iglesia. William aborrecía las iglesias. Eran viejas y sombrías, incluso con tiempo bueno, y en los rincones oscuros y los túneles bajos de las naves laterales siempre flotaba ese leve olor a pútrido. Y lo peor de todo era que las iglesias siempre le hacían pensar en los tormentos del infierno y a él le aterraba el infierno.
Recorrió con la mirada a los fieles. Al principio apenas podía distinguir la cara de la gente debido a la penumbra. Pero al cabo de un momento sus ojos se acostumbraron. No veía a Aliena. Siguieron avanzando por el pasillo. No parecía estar allí. Se sintió aliviado y defraudado a un tiempo. Pero entonces la vio, y el corazón pareció que le iba a saltar del pecho.
Estaba en el lado sur de la nave, cerca de las primeras filas, escoltada por un caballero a quien William no conocía y rodeada de hombres de armas y damas de honor. Se encontraba de espaldas a él, pero su pelo oscuro y rizado era inconfundible. Ella se volvió mientras la observaba, mostrando una mejilla de suave curva y una nariz recta y arrogante. Sus ojos, tan oscuros que casi eran negros, se encontraron con los de William. Este se quedó sin aliento. Aquellos ojos oscuros, ya de por sí grandes, se hicieron aún mayores al verle.
William hubiera querido mirar indiferente más allá de ella, como si no la hubiera visto, pero le era imposible apartar la vista. Quería que ella le sonriera aunque fuera con un leve fruncimiento de sus labios gruesos, con un simple reconocimiento cortés. William inclinó la cabeza en su dirección, muy ligeramente. Los rasgos de ella se endurecieron y volvió la cara al frente.
William hizo una mueca como si le doliera algo. Se sentía como un perro al que hubieran apartado de un puntapié, y hubiera querido agazaparse en un rincón donde nadie pudiera verle. Miró a un lado y a otro preguntándose si alguien había observado el intercambio de miradas. Mientras seguía avanzando por el pasillo con sus padres se dio cuenta de que las miradas de la gente iban de él a Aliena, y de nuevo a él, mientras se daban entre sí con el codo y hablaban en voz baja. Mantuvo los ojos fijos ante sí para evitar encontrarse con los de los demás. Se obligó a mantener la cabeza erguida. ¿Cómo ha podido hacernos eso a nosotros?, se dijo. Somos una de las familias más orgullosas del sur de Inglaterra y ella nos ha humillado. Aquella idea le enfureció y hubiera querido sacar su espada y atacar a alguien, a cualquiera.
El sheriff de Shiring se acercó a saludar al padre de William y se estrecharon la mano. La gente dirigió su atención hacia otra parte en busca de algo sobre lo que poder murmurar. William seguía furibundo; jóvenes nobles se acercaban constantemente a Aliena y se inclinaban saludándola, y ella les correspondía con su sonrisa.
Empezó el oficio divino. William se preguntaba cómo era posible que todo hubiera salido tan mal. El conde Bartholomew tenía un hijo que heredaría su título y su fortuna, de manera que lo único que podía hacer con una hija era establecer una alianza. Aliena tenía dieciséis años, era virgen y no parecía inclinada a entrar en un convento, por lo que se suponía que estaría encantada de casarse con un acaudalado noble de diecinueve años. Después de todo, consideraciones políticas hubieran podido inducir fácilmente a su padre a casarla con un noble gordo y gotoso de cuarenta años o incluso con un barón calvo de sesenta.
Una vez que se hubo llegado a un acuerdo, William y sus padres no se habían mostrado discretos en modo alguno; habían propagado la noticia por todos los condados circundantes. El encuentro entre William y Aliena había sido considerado por todo el mundo como un simple formalismo. Salvo por Aliena, como luego pudo verse.
Claro que no eran dos desconocidos. William la recordaba de pequeña. Por entonces tenía una cara traviesa con una naricilla altiva y llevaba corto su indomable pelo. Era mandona, cabezota, agresiva y atrevida. Siempre era ella quien organizaba los juegos de los niños, decidiendo a qué debían jugar y quién tenía que estar en un equipo o en otro, sentenciando en las disputas y llevando el tanteo. William se había sentido fascinado por ella y al mismo tiempo resentido por la forma en que dominaba los juegos infantiles. Siempre había sido posible fastidiar los juegos de ella, convirtiéndose durante un rato en el centro de atención, sólo con iniciar una pelea. Pero aquello no duraba mucho y al final Aliena volvía a hacerse con el control dejándole confuso, derrotado, desdeñado y furioso; pese a todo encantado… como se sentía en aquel momento.
Después de la muerte de su madre, Aliena había viajado mucho con su padre y William la había visto con menos frecuencia, aunque lo bastante para darse cuenta de que se estaba convirtiendo en una mujer extraordinariamente bella, y se sintió encantado cuando le dijeron que iba a ser su prometida. Dio por sentado que había de casarse con él, le gustara o no, pero estaba dispuesto a que cuando se reuniera con ella haría todo lo posible por allanar el camino que les conduciría al altar.
Era posible que Aliena fuera virgen, pero él no lo era. Algunas de las jóvenes a las que había seducido eran tan bonitas como Aliena, o casi, pero ninguna de ellas de tan alta cuna. Según su experiencia, muchas jóvenes se sentían impresionadas por su ropa elegante, por sus briosos caballos y la manera tan desenfadada que tenía de gastarse el dinero en vino dulce y cintas. Y si podía llevárselas a un granero, por lo general siempre se le rendían al final, más o menos voluntariamente. Solía abordar a las jóvenes sin miramientos. Al principio les hacía creer que no estaba interesado en ellas. Pero cuando se encontró a solas con Aliena su timidez le abandonó. Vestía un traje de seda azul brillante, suelto y ondulante, pero William sólo era capaz de pensar en el cuerpo debajo de él, que pronto podría ver desnudo siempre que quisiera. La había encontrado leyendo un libro, ocupación peculiar en una mujer que no era monja. Le había preguntado de qué libro se trataba, en un intento por apartar sus pensamientos de la forma en que sus senos se movían debajo de la seda azul.
—Se titula Libro de Alejandro. Es la historia de un rey llamado Alejandro Magno y de cómo conquistó tierras maravillosas en Oriente, donde en las vides crecen piedras preciosas y las plantas pueden hablar.
William no podía imaginar cómo una persona podía perder el tiempo en semejantes tonterías, pero no lo dijo. Le habló de sus caballos, de sus perros y de sus éxitos cazando, luchando y participando en justas. Aliena no había quedado tan impresionada como él esperaba. Le habló de la casa que su padre estaba construyendo para ellos, y para ayudarla a prepararse para el momento en que dirigiera su casa le indicó, en líneas generales, la manera en que quería que se hicieran las cosas. Se dio cuenta de que la atención de ella empezaba a desviarse, aunque no sabía decir por qué. Se sentó lo más cerca posible de ella porque quería abrazarla, palparla y averiguar si aquellas tetas eran tan grandes como él se las había imaginado. Pero Aliena se apartó de él, cruzándose de brazos y piernas, en actitud tan severa que se vio obligado a abandonar la idea, consolándose al pensar que pronto podría hacer con ella lo que quisiera.
Sin embargo, mientras estaba con Aliena, esta no dio el menor indicio de la que iba a organizar más tarde. Había dicho, en tono más bien tranquilo: Creo que no estamos hechos el uno para el otro, pero él había considerado aquello como una muestra de encantadora modestia por parte de ella y le había asegurado que sí, que estaba hecha para él. No pensó ni por un momento que, tan pronto como él hubo salido de la casa, Aliena irrumpiría en la cámara en la que se encontraba su padre para anunciarle que no se casaría con William, que nada podría persuadirla, que preferiría entrar en un convento y que aunque la arrastraran encadenada hasta el altar no pronunciaría los votos. La muy zorra, se decía William, la muy zorra. Pero no conseguía acumular todo el veneno que escupía madre cuando hablaba de Aliena. No quería despellejar viva a Aliena. Quería montar su ardiente cuerpo y besarle la boca.
El oficio divino de la Epifanía terminó con el anuncio del fallecimiento del obispo. William esperaba que aquellas noticias superaran finalmente la sensación de la ruptura del matrimonio. Los monjes salieron en procesión y hubo un murmullo sordo de conversaciones nerviosas, mientras los fieles se dirigían hacia la salida. Muchos de ellos tenían lazos materiales y espirituales con el obispo, en su calidad de arrendatarios, subarrendatarios o empleados en sus tierras, y todo el mundo estaba interesado en la persona que le sucedería y si el sucesor introduciría algún cambio. La muerte de un gran señor siempre era peligrosa para quienes se encontraban bajo su férula.
Mientras William seguía a sus padres a lo largo de la nave quedó sorprendido al ver que el arcediano Waleran se dirigía hacia ellos. Avanzaba enérgico a través de los fieles como un enorme perro negro entre un rebaño de vacas. Y precisamente como vacas le miraba nerviosa la gente por encima del hombro y se apartaba uno o dos pasos de su camino. Waleran ignoró a los campesinos, aunque intercambiaba unas palabras con cada miembro de la pequeña nobleza. Al llegar junto a los Hamleigh, saludó al padre de William, hizo caso omiso de este y dirigió su atención a madre.
—Una verdadera lástima lo del matrimonio —dijo.
William enrojeció. ¿Creería aquel estúpido que se estaba mostrando cortés con su conmiseración?
Madre no se sintió más inclinada que William a hablar del tema.
—Yo no soy de las que guardan rencor —dijo mintiendo descaradamente.
Waleran pasó por alto sus palabras.
—He oído algo sobre el conde Bartholomew que quizás le interese —dijo. Bajó aún más el tono de la voz para que nadie pudiera escuchar sus palabras—. Parece que el conde no renegará de sus promesas al fallecido rey.
—Bartholomew siempre fue un estirado hipócrita —contestó el padre.
Waleran pareció molesto. Quería que le escucharan, no que hicieran comentarios.
—Bartholomew y el conde Robert de Gloucester no acatarán al rey Stephen, que como sabéis es el elegido de la Iglesia y los barones.
William se preguntaba por qué un arcediano estaría contando a un señor las disputas habituales entre barones. Al parecer su padre pensaba lo mismo.
—Pero no hay nada que los condes puedan hacer —dijo.
Madre compartía la impaciencia de Waleran ante los comentarios que intercalaba el padre.
—Escucha —le siseó.
—Lo que he oído es que están planeando organizar una rebelión y hacer reina a Maud —dijo Waleran.
William no podía creer lo que oía. ¿Podía el arcediano haber hecho en realidad aquella temeraria afirmación con una voz tranquila y segura, precisamente en la nave de la catedral de Kingsbridge? Podrían ahorcar a un hombre por ella, fuera falsa o verdadera.
Padre también se mostró sobresaltado, pero madre reflexionó pensativa.
—Robert de Gloucester es hermano del padre de Maud… Tiene lógica.
William se preguntó cómo podría mostrarse tan práctica con semejante noticia escandalosa. Pero era muy lista y casi siempre tenía razón en todo.
—Cualquiera que pusiera fuera de combate al conde Bartholomew y detuviera la rebelión antes de que comenzara se ganaría la gratitud eterna del rey Stephen y de la Santa Madre Iglesia —dijo Waleran.
—¿De veras? —dijo padre aturdido, mientras madre asentía como si estuviera al tanto de todo aquello.
—A Bartholomew le esperan de regreso en su casa mañana. —Waleran levantó los ojos y captó la mirada de alguien. Volvió a mirar a madre y dijo—: pensé que, de todos, los más interesados seríais vos.
Luego se alejó para saludar a otros.
William se le quedó mirando. ¿Era aquello todo lo que en realidad iba a decir?
Los padres de William reanudaron la marcha y él les siguió afuera atravesando la gran puerta de arcada. Durante las últimas cinco semanas William había oído hablar mucho sobre quién sería rey, pero la cuestión pareció haber quedado zanjada al ser coronado Stephen en la abadía de Westminster tres días antes de Navidad. Ahora, si Waleran estaba en lo cierto, la cuestión se planteaba de nuevo. ¿Pero por qué Waleran había mostrado tanto interés en decírselo a los Hamleigh?
Atravesaron el prado hasta las cuadras. Tan pronto como hubieron dejado atrás al gentío reunido en el pórtico de la iglesia, y cuando nadie podía oírles, padre se mostró excitado.
—¡Vaya un golpe de suerte! Precisamente al hombre que insultó a la familia se le acusa de alta traición.
William no comprendía en qué consistía aquel golpe de suerte, pero era evidente que madre sí, porque hizo una señal de asentimiento.
—Podemos arrestarle a punta de espada y colgarle del árbol más próximo —siguió diciendo el padre. No había pensado en aquello, pero entonces lo vio como un fogonazo. Si Bartholomew era un traidor estaba justificado matarle.
—Ahora podemos vengarnos —intervino excitado—. ¡Y en vez de que nos castiguen recibiremos por ello una recompensa del rey!
—Podrían llevar de nuevo la cabeza bien alta y…
—Sois unos estúpidos —dijo madre con repentina virulencia—. Unos idiotas ciegos y sin dos dedos de seso. Así que colgaríais a Bartholomew del árbol más próximo. ¿Habré de deciros lo que ocurriría entonces?
Ninguno de los dos dijo palabra. Cuando estaba de aquel humor era preferible no contestar a sus preguntas.
—Robert de Gloucester negaría que hubiese conspiración alguna. Luego abrazaría al rey Stephen y le juraría lealtad. Y ahí acabaría todo salvo que a vosotros dos os colgarían por asesinos.
William se estremeció. Le aterraba la idea de que le colgaran; tenía pesadillas. No obstante, comprendía que madre tenía razón. El rey podía creer, o simular que creía, que nadie podía ser lo bastante temerario para rebelarse contra él, y no dudaría en sacrificar dos vidas para darle visos de credibilidad.
—Tienes razón —dijo padre—. Lo ataremos como a un cerdo para la matanza y se lo llevaremos vivo al rey a Winchester, lo denunciaremos allí mismo y reclamaremos nuestra recompensa.
—¿Por qué no te detienes a pensar? —dijo madre desdeñosa. Estaba muy tensa y William pudo darse cuenta de que se encontraba tan nerviosa por todo aquello como padre, pero de distinta manera—. ¿Querría el arcediano Waleran llevar un traidor atado ante el rey? —preguntó—. ¿Querría una recompensa para él? ¿Es que no sabéis que lo que codicia con todo su corazón es el obispado de Kingsbridge? ¿Por qué te ha concedido el privilegio de hacer el arresto? ¿Por qué se ha esforzado por encontrarse con nosotros en la iglesia, como por casualidad, en vez de venir a vernos directamente a Hamleigh? ¿Por qué nuestra conversación ha sido tan corta e indirecta?
Hizo una pausa retórica como esperando una respuesta, pero tanto William como padre sabían bien que en realidad no la quería.
William recordó que se suponía que a los sacerdotes no les gustaba el derramamiento de sangre y consideró la posibilidad de que quizás fuera ese el motivo de que Waleran no quisiera verse implicado en la detención de Bartholomew. Aunque recapacitando mejor se dio cuenta de que Waleran no tenía semejantes escrúpulos.
—Yo os diré por qué —siguió diciendo madre—. Porque no está seguro de que Bartholomew sea un traidor. Su información no es del todo fidedigna. No sé de dónde ha podido sacarla; tal vez escuchó una conversación entre borrachos, o interceptó un mensaje ambiguo. Incluso ha podido hablar con un espía de dudosa credibilidad. En cualquier caso no está dispuesto a arriesgar el cuello. No está dispuesto a acusar abiertamente de traición al conde Bartholomew, por si acaso la acusación resultara ser falsa y entonces el propio Waleran sería acusado de calumniador. Quiere que otro corra el riesgo y haga el trabajo sucio para él. Y cuando todo hubiera terminado, si ha sido probada la traición, daría un paso adelante y se adjudicaría su parte del mérito. Pero si resultara que Bartholomew es inocente, Waleran jamás admitiría haber dicho lo que nos ha dicho hoy.
Parecía muy claro, tal como ella lo presentaba. De no ser por madre, William y su padre habrían caído inexorablemente en la trampa que les había tendido Waleran. Habrían actuado de agentes de Waleran con la mejor voluntad, y corrido los riesgos por él. El juicio político de madre era verdaderamente sagaz.
—¿Quieres decir que debemos olvidarnos sencillamente de eso? —preguntó padre.
—Desde luego que no. —Los ojos de madre centellearon—. Todavía existe una posibilidad de destruir a la gente que nos ha humillado. —Un palafrenero tenía su caballo preparado. Le cogió las riendas y le indicó que se alejara, pero no montó inmediatamente. Permaneció en pie junto al caballo, palmeándole el cuello en actitud reflexiva, y habló en voz queda—. Necesitamos una prueba de la conspiración para que nadie pueda negarla cuando hayamos presentado nuestra acusación. Tendremos que lograr esa prueba con el mayor sigilo, sin descubrir a nadie lo que estamos buscando. Luego, cuando la tengamos, podremos arrestar al conde Bartholomew y conducirlo ante el rey. Enfrentado a la prueba, Bartholomew confesará y suplicará clemencia. Entonces nosotros pediremos nuestra recompensa.
—Y negaremos que Waleran nos ha ayudado —añadió padre.
Madre sacudió negativamente la cabeza.
—Déjale que tenga su parte de gloria y su recompensa. Entonces estará en deuda con nosotros. Eso puede favorecernos mucho.
—Pero ¿cómo buscaremos la prueba de la conspiración? —preguntó ansioso padre.
—Habremos de encontrar una manera de acercarnos a los alrededores del castillo de Bartholomew. —Madre frunció el ceño—. No será fácil. Nadie creería que fuéramos a hacerle una visita. Todos saben que aborrecemos a Bartholomew.
A William se le ocurrió una idea.
—Yo puedo ir —dijo.
Sus padres mostraron cierto sobresalto.
—Supongo que despertarías menos sospechas que tu padre. Pero ¿con qué pretexto? —dijo madre.
William ya había pensado en ello.
—Puedo ir a ver a Aliena —dijo, y el pulso se le aceleró sólo de pensarlo—. Puedo suplicarle que recapacite sobre su decisión. Después de todo, en realidad no me conoce. Me juzgó mal cuando nos vimos. Puedo ser un buen marido para ella. Tal vez sólo necesite que le corteje con más intensidad —sonrió con una sonrisa cínica para que no se dieran cuenta de que sentía cada una de sus palabras.
—Una excusa perfectamente creíble —dijo madre. Miró fijamente a William—. Me pregunto si, después de todo, el muchacho puede tener algo del cerebro de su madre.
Por primera vez en meses, William se sentía optimista al ponerse en camino al día siguiente de la Epifanía en dirección al castillo del conde. Era una mañana clara y fría. El viento del norte le azotaba las orejas y la nieve escarchada crujía bajo los cascos de su caballo de batalla. Llevaba una capa gris de un estupendo tejido de Flandes ribeteada de piel de conejo sobre una túnica escarlata.
Le acompañaba su palafrenero Walter. Cuando William tenía doce años, el viejo Walter se convirtió en su tutor de armas y le había enseñado a cabalgar, a cazar, esgrima y lucha. Ahora Walter era su palafrenero, compañero y guardia personal. Era tan alto como William, aunque más ancho; un tipo realmente formidable. Era nueve o diez años mayor que William, lo bastante joven para beber y perseguir a las muchachas, aunque de edad suficiente para mantener al muchacho fuera de líos cuando era necesario. Era el mejor amigo de William.
William sentía una extraña excitación ante la perspectiva de ver otra vez a Aliena, aún sabiendo que se arriesgaba a un nuevo rechazo y humillación. Aquel atisbo fugaz en la catedral de Kingsbridge cuando por un instante se encontró con sus extraordinarios ojos oscuros, había reanimado el deseo que sentía por ella. Esperaba ansioso hablar con ella, estar cerca de ella, ver la cascada de sus bucles agitarse mientras hablaba, observar su cuerpo debajo del vestido.
Al propio tiempo, la oportunidad de vengarse había agudizado su odio. Estaba tenso e inquieto ante la idea de que ahora podría borrar la humillación sufrida por él y su familia.
Hubiera querido tener una idea más clara de lo que tenía que buscar. Estaba bastante seguro de que descubriría si la historia de Waleran era cierta, porque con toda seguridad habría señales de preparativos para la guerra en el castillo, agrupamiento de caballos, limpieza de armas, almacenamiento de alimentos, aún cuando, como era natural, aquellos preparativos parecerían tener otro fin, por ejemplo, el de una expedición, para engañar a cualquier posible observador casual. Pero convencerse de la existencia de una conspiración no era lo mismo que encontrar pruebas. A William no se le ocurría nada que pudiera considerarse como prueba. Pensaba tener los ojos bien abiertos y esperar a que la ocasión se presentara por sí sola. No obstante, se trataba de un plan realmente flojo y le atormentaba la persistente preocupación de que quizás la oportunidad se le escapara de las manos.
A medida que se acercaba empezó a ponerse nervioso. Se preguntaba si le negarían la entrada en el castillo, y por un momento le dominó el pánico hasta que comprendió que era sumamente improbable. El castillo era un lugar público y si el conde tomaba la decisión de cerrarlo a la pequeña nobleza local, sería tanto como proclamar que se fraguaba la traición.
El conde Bartholomew vivía a unas millas de la ciudad de Shiring. El castillo de Shiring estaba ocupado por el sheriff del condado, de manera que el conde tenía un castillo propio fuera de la ciudad. El pequeño pueblo que había crecido alrededor de las murallas del castillo era conocido como Earlcastle. William ya había estado antes allí, pero en esos momentos lo contemplaba a través de los ojos de un atacante.
Había un foso profundo y ancho con la forma del número ocho, con el círculo superior más pequeño que el inferior. La tierra que había sido excavada para hacer el foso estaba amontonada en el interior de los círculos formando terraplenes. Al pie del ocho un puente atravesaba el foso y en el muro de tierra había una brecha dando paso al círculo inferior. Era la única entrada.
No había forma de alcanzar el círculo superior salvo atravesando el inferior y cruzando otro puente sobre el foso que dividía los dos círculos. El círculo superior era el sanctasanctórum.
Mientras William y Walter cabalgaban por los campos abiertos que rodeaban el castillo pudieron ver idas y venidas continuas. Dos hombres de armas atravesaron el puente en caballos veloces yéndose en distintas direcciones. Y un grupo de cuatro jinetes precedió a William por el puente cuando entró con Walter.
William observó que la última sección del puente podía retraerse en el macizo recinto de piedra que formaba la entrada al castillo. Alrededor de toda la muralla de piedra y a intervalos se alzaban atalayas también de piedra, de tal manera que todos los sectores del perímetro quedaban cubiertos por arqueros de la defensa. Tomar ese castillo mediante ataque frontal sería una operación larga y sangrienta, y los Hamleigh no podían reunir un número suficiente de hombres para asegurarse del éxito. Esa fue la conclusión pesimista de William. Naturalmente, ese día el castillo estaba abierto para el comercio.
William dio su nombre al centinela de la entrada y fue admitido sin más requisitos. En el interior del círculo inferior, protegidos del mundo exterior por las murallas de tierra, se alzaban los edificios domésticos habituales: cuadras, cocinas, talleres, un retrete y una capilla. Reinaba un ambiente bullicioso. Los palafreneros, los escuderos, los sirvientes y las doncellas, todos se movían con diligencia y hablaban ruidosamente, saludándose unos a otros y gastando bromas.
Para una mente que no fuera recelosa, todo aquel bullicio y las idas y venidas quizás sólo fueran la reacción normal ante el regreso del señor, pero a William le pareció que allí había algo más.
Dejó a Walter en las cuadras con los caballos y se dirigió al extremo más alejado del recinto donde, exactamente enfrente de la garita del centinela, había un puente sobre el foso que conducía al círculo superior. Una vez que lo hubo cruzado le interceptó otro centinela en otra garita. En esa ocasión le preguntó qué le llevaba allí.
—He venido a ver a Lady Aliena —dijo William.
El centinela no le conocía pero le miró de arriba abajo, observando su hermosa capa y túnica roja, y le tomó por lo que parecía, un esperanzado pretendiente.
—Encontrará a la joven Lady en el salón grande —le dijo con una sonrisa.
En el centro del círculo superior había un edificio de piedra cuadrado de tres pisos y gruesos muros. Era la torre del homenaje. Como de costumbre la planta baja era un almacén. El gran salón estaba sobre el almacén y se podía llegar a él por una escalera de madera exterior que podía ser retirada dentro del edificio. En el piso superior estaría el dormitorio del conde. Aquel sería su último baluarte cuando los Hamleigh acudieran a apresarle.
Todo el trazado presentaba una formidable serie de obstáculos para el atacante. Naturalmente, ese era el quid. Pero ahora que William estaba intentando descubrir la forma de superar los obstáculos, vio con extraordinaria claridad la función de los diferentes elementos del esquema. Incluso si los visitantes llegaran a alcanzar el círculo inferior, aún tendrían que atravesar otro puente y otra garita de centinela y luego asaltar la recia torre del homenaje. Como quiera que fuese habían de alcanzar el piso superior, posiblemente construyendo ellos mismos una escalera, e incluso allí habría de nuevo lucha, con toda probabilidad, para subir las escaleras desde el salón hasta el dormitorio del conde. La única manera de tomar ese castillo era con todo sigilo. Así lo comprendió William e intentó descubrir la forma de introducirse clandestinamente.
Subió las escaleras y entró en el salón. Estaba lleno de gente, pero el conde no se encontraba allí. En el rincón más alejado, a mano izquierda, podía verse la escalera que conducía a su dormitorio y a unos quince o veinte caballeros y hombres de armas sentados al pie de ella hablando en voz baja. Eso no era corriente. Los caballeros y los hombres de armas constituían clases sociales distintas. Los caballeros eran terratenientes que vivían de sus rentas en tanto que los hombres de armas recibían su soldada al día. Los dos grupos se transformaban en camaradas sólo cuando soplaban vientos de guerra. William reconoció a alguno de ellos. Allí estaba Gilbert Catface, un viejo luchador de temperamento violento con una barba descuidada y largas patillas, que aunque había pasado ya los cuarenta seguía manteniéndose vigoroso. Ralph de Lyme, que se gastaba más en trajes que en una novia y que ese día llevaba una capa azul forrada de seda roja. Jack Fitz Guillaume, que ya era caballero aunque apenas tuviera unos años más que William. Y algunos otros cuyos rostros le eran vagamente familiares. Hizo un saludo con la cabeza pero le prestaron escasa atención. Aunque era bien conocido, también era demasiado joven para ser importante.
Se volvió y recorrió con la mirada el salón hasta el extremo opuesto. Y al instante descubrió a Aliena. Su aspecto era totalmente distinto al del día anterior. Entonces iba vestida para asistir a la catedral, con seda preciosa, lana y lino, con sortijas, cintas y botas de punta afilada. En aquel momento llevaba la túnica corta de una campesina o de una niña, e iba descalza. Estaba sentada en un banco estudiando un tablero de juego con fichas de diferentes colores. Mientras William la observaba se subió la túnica y cruzó las piernas, descubriendo las rodillas al tiempo que arrugaba, preocupada, la nariz. El día anterior su aspecto era enormemente sofisticado; hoy era una chiquilla vulnerable y William la encontró más deseable todavía. De repente, se sintió avergonzado de que aquella niña hubiera sido capaz de causarle tanta angustia y ardía en deseos de encontrar una forma de demostrarle que podía dominarla. Era una sensación casi semejante a la de la lujuria. Estaba jugando con un muchacho tres años menor que ella, que mantenía una actitud inquieta e impaciente. Era evidente que no le gustaba el juego. William pudo darse cuenta de un parecido familiar entre los dos jugadores. En realidad, el muchacho era igual que Aliena, tal como William la recordaba en su infancia, con la misma nariz respingona y el pelo corto. Debía tratarse de Richard, su hermano pequeño y heredero del condado.
William se acercó más. Richard le echó una mirada rápida y volvió luego su atención al tablero. Aliena se mostraba concentrada. El tablero de madera pintada tenía la forma de una cruz y estaba dividido en cuadros de distintos colores. Las fichas parecían de marfil, blancas y negras. El juego era, sin duda, una variante del chaquete, o las tablas reales, y probablemente se trataba de un regalo que el padre de Aliena les había traído de Normandía. William estaba más interesado en Aliena. Cuando se inclinaba sobre el tablero el escote de su túnica se ahuecaba y podía ver el nacimiento de sus pechos. Eran grandes, como él se los había imaginado. Se le quedó la boca seca.
Richard movió una ficha sobre el tablero.
—No. No puedes hacer eso —dijo Aliena.
—¿Por qué no? —preguntó el muchacho con enojo.
—Porque va contra las reglas, estúpido.
—No me gustan las reglas —replicó Richard con petulancia.
—¡Tienes que obedecer las reglas! —afirmó Aliena encolerizada.
—¿Por qué?
—Hazlo y ya está. ¡Eso es todo!
—Bueno, pues no lo hago —dijo Richard tirando de un manotazo el tablero, haciendo volar las fichas por los aires; rápida como el rayo, Aliena le dio un bofetón.
El chico lanzó un grito, con el orgullo y la cara heridos.
—Eres… —vaciló un instante—. ¡Eres un jodido demonio! —gritó.
Dio media vuelta y echó a correr pero a los pocos pasos colisionó como una catapulta contra William.
William le cogió por un brazo y lo levantó en alto.
—Procura que el sacerdote no te oiga llamar semejantes cosas a tu hermana —le dijo.
Richard se revolvía y chillaba.
—Me haces daño… ¡Suéltame!
William le retuvo todavía un momento. Richard dejó de revolverse y se echó a llorar. William le dejó en el suelo y el chiquillo se alejó corriendo hecho un mar de lágrimas.
Aliena miraba a William, olvidando el juego, con gesto extrañado que le hacía arrugar la nariz.
—¿Qué haces aquí? —dijo. Hablaba en voz baja y tranquila, como una persona de más edad.
William se sentó en el banco sintiéndose complacido por la manera autoritaria con que había tratado a Richard.
—He venido a verte —dijo.
—¿Por qué? —La expresión de ella se hizo cautelosa.
William se acomodó de forma que pudiera vigilar la escalera. Vio entrar en el salón a un hombre de unos cuarenta años, vestido como un servidor de alto rango, con una túnica corta de excelente tejido.
Hizo una seña a alguien y de inmediato un caballero y un hombre de armas se dirigieron juntos a la escalera.
—Quiero hablar contigo. —William volvió de nuevo la mirada a Aliena.
—¿Sobre qué?
—Sobre tú y yo.
Por encima del hombro vio que se acercaba a ellos el servidor. Había algo afeminado en la manera de andar de aquel hombre. En la mano llevaba un pan de azúcar, de un color marrón indefinido y en forma de cono. En la otra, una raíz retorcida que parecía jengibre. El hombre era sin lugar a dudas el mayordomo de la casa y había ido al depósito de especias, una alacena cerrada con llave en el dormitorio del conde, para retirar la provisión diaria de ingredientes preciosos, que en aquel momento se disponía a llevar al cocinero. Azúcar, tal vez para endulzar la tarta de manzanas silvestres, y el jengibre para aromatizar las lampreas.
Aliena siguió la mirada de William.
—Hola, Matthew.
El mayordomo le sonrió y partió un trozo de azúcar para ella.
William tuvo la impresión de que Matthew sentía un gran afecto y devoción por Aliena. Algo en la actitud de ella debió hacerle comprender que estaba incómoda, porque su sonrisa se transformó en un gesto preocupado.
—¿Va todo bien? —preguntó con voz tranquila.
—Sí, gracias.
Matthew miró a William y pareció sorprendido.
—El joven William Hamleigh, ¿no?
William se sintió inquieto al verse reconocido, aunque fuera inevitable.
—¡Guárdate tu azúcar para los niños! —dijo, aún cuando no se lo hubieran ofrecido—. A mí no me gusta.
—Muy bien, señor. —Matthew decía con la mirada que no había llegado a donde estaba creando dificultades a los hijos de la pequeña nobleza. Se volvió hacia Aliena—. Tu padre ha traído una seda maravillosamente suave… Luego te la enseñaré.
—Gracias —dijo ella.
Matthew se alejó.
—Un tonto afeminado —dijo William.
—¿Por qué has sido tan grosero con él? —preguntó Aliena.
—No permito que los sirvientes me llamen «joven William». —Aquella no era la mejor manera de empezar a cortejar a una dama. Tenía que mostrarse seductor—. Si fueras mi mujer mis sirvientes te llamarían Lady.
—¿Has venido para hablar de matrimonio? —preguntó Aliena, y a William le pareció descubrir una nota de incredulidad en su voz.
—Tú no me conoces —dijo William con tono de protesta. Se dio cuenta desolado de que aquella conversación se le escapaba de las manos. Había planeado una pequeña charla antes de entrar en materia, pero Aliena se mostró tan directa y franca que hubo de lanzar su mensaje sin ambages—. Me has juzgado mal. No sé lo que hice la última vez que nos vimos para llegar a desagradarte tanto. Pero fueran cuales fuesen tus motivos, te precipitaste demasiado.
Aliena desvió la mirada reflexionando sobre su contestación. William vio detrás de ella al caballero y al hombre de armas que bajaban las escaleras y salían por la puerta con actitud resuelta. Un momento después un hombre con indumentaria clerical, probablemente secretario del conde, apareció arriba e hizo una seña. Dos de los caballeros se levantaron y subieron. Uno era Ralph de Lyme, ondeante el forro rojo de su capa, y otro hombre calvo de más edad. Era evidente que todos aquellos hombres esperaban en el salón para ver al conde en su cámara, de uno en uno y por parejas. ¿Por qué?
—¿Al cabo de todo este tiempo? —estaba diciendo Aliena. Contenía alguna emoción. Tal vez fuera enfado, pero William tenía la desagradable sensación de que era risa—. ¿Después de tanta preocupación, de tanta rabia, de tanto escándalo, precisamente cuando al fin todo se está olvidando, ahora me dices que me he equivocado?
William se dio cuenta de que tal como lo presentaba ella no parecía plausible.
—No está olvidado ni mucho menos. La gente todavía habla de ello. Mi madre aún está furiosa y mi padre no puede ir con la cabeza alta en público —dijo enojado—. Para nosotros no está olvidado.
—Para vosotros todo es cuestión del honor de la familia, ¿no?
Su voz tenía una inflexión peligrosa, pero William hizo caso omiso. Acababa de darse cuenta de lo que el conde estaba haciendo con todos aquellos caballeros y hombres de armas. Estaba despachando mensajes.
—¿El honor de la familia? Sí —dijo sin pensarlo.
—Sé que tendría que pensar en el honor, en las alianzas entre familias y todo eso —dijo Aliena—. Pero en el matrimonio eso no lo es todo —reflexionó un momento y luego tomó una decisión—. Tal vez debiera hablarte de mi madre. Aborrecía a mi padre. Mi padre no es malo, en realidad es un gran hombre y yo le quiero, pero es espantosamente solemne y estricto, y jamás comprendió a mi madre. Ella era una persona feliz y alegre, que le gustaba reír y contar historias y tener música, y mi padre la hizo desgraciada. —William se dio cuenta de que Aliena tenía los ojos llenos de lágrimas, aunque su atención estaba centrada en los mensajes—. Por eso murió, porque no la dejaba ser feliz. Lo sé. Y él también lo sabe, ¿comprendes? Por eso prometió que nunca permitiría que me casara con alguien que no me gustara. ¿Comprendes ahora?
Esos mensajes son órdenes, pensaba William. Órdenes para los amigos y aliados del conde Bartholomew, advirtiéndoles de que estén preparados para luchar. Y los mensajeros son pruebas.
Se dio cuenta de que Aliena le estaba mirando.
—¿Casarte con alguien que no te guste? —dijo, repitiendo como un eco las palabras de ella—. ¿No te gusto?
—No me estabas escuchando —dijo ella brillándole los ojos por la ira—. Eres tan egocéntrico que no puedes pensar por un solo momento en los sentimientos de otros. ¿Qué hiciste la última vez que viniste aquí? Hablaste sin cesar de ti y no me hiciste una sola pregunta.
Su voz fue subiendo de tono hasta convertirse casi en gritos y cuando calló, William se dio cuenta de que los hombres que se encontraban al otro extremo del salón guardaban silencio y escuchaban. Se sintió violento.
—No hables tan alto —dijo a Aliena.
Ella no le hizo el menor caso.
—¿Quieres saber por qué no me gustas? Muy bien. Voy a decírtelo. No me gustas porque no tienes educación. No me gustas porque casi no sabes leer. No me gustas porque sólo estas interesado en tus perros, en tus caballos y en ti mismo.
Gilbert Catface y Jack Fitz Guillaume reían abiertamente. William se sintió enrojecer. Aquellos hombres eran unos don nadie, eran caballeros y se estaban riendo de él, el hijo de Lord Percy Hamleigh.
Se puso en pie.
—Muy bien —exclamó con tono apremiante, intentando hacer callar a Aliena. Pero de nada le sirvió.
—No me gustas porque eres egoísta, aburrido y estúpido —gritó Aliena. Todos los caballeros reían—. No me gustas, te desprecio, te aborrezco y me resultas insoportable. ¡Y ese es el motivo de que no quiera casarme contigo!
Los caballeros lanzaron vítores y aplaudieron. William se encogió interiormente. Sus risas le hacían sentirse pequeño, indefenso como un chiquillo, y de chiquillo se había pasado todo el tiempo aterrorizado. Se alejó de Aliena, luchando por mantener una expresión impávida y ocultar sus sentimientos. Atravesó el salón lo más deprisa que pudo sin correr, mientras las risas subían de tono. Finalmente alcanzó la puerta, la abrió de golpe y se precipitó afuera. Dio un portazo y bajó corriendo las escaleras, ahogándose de vergüenza, y el sonido lejano de las risas burlonas siguió resonando en sus oídos a través del embarrado patio hasta la puerta.
El sendero que conducía de Earlcastle a Shiring atravesaba un camino principal, a eso de una milla. Al alcanzar la encrucijada, el viajero podía dirigirse hacia el norte, en dirección a Gloucester y la frontera galesa, o hacia el sur si se dirigía a Winchester y la costa. William y Walter se dirigieron hacia el sur.
La angustia de William se había transformado en ira. Estaba demasiado furioso para hablar. Le hubiera gustado golpear a Aliena y matar a todos aquellos caballeros. Hubiera querido hundir su espada en cada una de aquellas bocas que reían y llegar hasta las gargantas. Y ya había pensado en la manera de vengarse, al menos con uno de ellos. Si daba resultado podría obtener, al mismo tiempo, la prueba que necesitaba. La perspectiva le produjo un consuelo feroz.
Primero tenía que agarrar a uno de ellos. Tan pronto como el camino se adentró por el bosque, William descabalgó y empezó a andar llevando de las riendas a su caballo. Walter le seguía en silencio, respetando su mal humor. William llegó a un trecho de senda angosto y se detuvo.
—¿Quién maneja mejor el cuchillo, tú o yo? —preguntó volviéndose a Walter.
—En la lucha cuerpo a cuerpo yo soy mejor —replicó Walter con cautela—. Pero tu lanzamiento es más certero, Lord.
Cuando estaba furioso le llamaban Lord.
—Supongo que podrás hacer tropezar a un caballo desbocado y derribarlo —dijo William.
—Sí, con una buena estaca.
—Entonces ve a buscar un árbol pequeño, arráncalo y púlelo. Así tendrás una magnífica estaca.
Walter se alejó para hacer lo que le indicaba.
William condujo a los dos caballos a través del bosque hasta un calvero alejado del camino. Les retiró las monturas y quitó algunas de las cuerdas y correas, las suficientes para atar a un hombre de pies y manos con la fuerza necesaria. Su plan era tosco pero no había tiempo para concebir algo más elaborado, de manera que lo único que le quedaba hacer era esperar lo mejor.
Mientras caminaba de vuelta al camino encontró una sólida rama de roble, seca y dura, que haría las veces de cachiporra.
Walter le estaba esperando con su estaca. William eligió el lugar donde el palafrenero había de apostarse, tumbado detrás del ancho tronco de un haya que había cerca del camino.
—No saques la estaca demasiado pronto o espantaras al caballo —le advirtió William—. Pero tampoco te demores demasiado porque no puedes hacer tropezar al caballo con las patas traseras. Lo mejor sería meterle la estaca entre las patas delanteras e hincar el otro extremo en la tierra para que no la aparte de una coz.
—Ya he visto hacerlo antes —dijo Walter con ademán de aquiescencia.
William recorrió unas treinta yardas en dirección a Earlcastle. Su papel consistía en asegurarse de que el caballo se desbocara y corriera tan rápido que no pudiera evitar la estaca de Walter. Se ocultó lo más cerca que pudo del camino. Tarde o temprano pasaría por allí alguno de los mensajeros del conde Bartholomew. William confiaba en que fuera pronto. Estaba ansioso por averiguar si aquello daría resultado y se sentía impaciente por acabar de una vez. Pensó que aquellos caballeros no tenían idea de que mientras se reían de él, él les estaba espiando. Aquello le apaciguó algo. Pero uno de ellos estaba a punto de averiguarlo. Y entonces lamentará haberse reído. Entonces habrá deseado caer de rodillas y besarle las botas en vez de reír. Tendrá que llorar y suplicar y pedirme que le perdone. Y yo me limitaré a torturarle aún más.
Pero había también otras cosas que le resarcían. Si su plan tenía éxito, quizás finalmente condujera a la caída del conde Bartholomew y la resurrección de los Hamleigh. Entonces todos aquellos que se mofaron al romperse el compromiso temblarán de miedo y algunos sufrirán algo más que terror.
La caída de Bartholomew sería también la de Aliena, y esa era la mejor parte. Su desmesurado orgullo y sus aires de superioridad habrían de cambiar cuando su padre hubiera sido ahorcado por traidor. Si para entonces quisiera sedas suaves y conos de azúcar, habría de casarse con William para tenerlos. Se la imaginaba humilde y contenta, sirviéndole dulces calientes de la cocina, mirándole con aquellos inmensos ojos oscuros, ansiosa por complacerle, esperando una caricia, su boca suave ligeramente entreabierta suplicando ser besada.
Sus fantasmas se vieron interrumpidas por el ruido de cascos sobre el barro endurecido del camino. Sacó su cuchillo y lo sopesó, recordando su peso y equilibrio. La punta estaba afilada en ambos lados para una mejor penetración. Se mantuvo erguido, con la espalda apoyada contra el árbol que le ocultaba y sujetando el cuchillo por la hoja, y permaneció a la espera sin apenas respirar. Estaba nervioso.
Temía fallar con el cuchillo, o que el caballo no cayera, incluso que el jinete matara a Walter con un golpe de suerte y entonces William tendría que luchar solo. Algo le preocupaba en el resonar de los cascos a medida que se acercaban. Vio a Walter que le miraba a través de la vegetación con expresión preocupada. Él también lo había oído. Y entonces William se dio cuenta de lo que era. Llegaba más de un caballo. Tenía que decidirse con rapidez. ¿Convendría que atacaran a dos caballeros? Sería desde luego una lucha más justa.
Decidió dejarles que se fueran y esperar a un jinete solitario. Resultaba decepcionante, pero era lo más prudente. Hizo un ademán con la mano a Walter indicándole que se mantuviera quieto. Walter asintió comprensivo y volvió a ocultarse.
Un instante después aparecieron dos caballos. William percibió seda roja que ondeaba. Ralph de Lyme. Luego vio la cabeza calva del compañero de Ralph. Ambos hombres pasaron al trote, desapareciendo de la vista.
Pese a la decepción, William se vio recompensado porque se confirmaba su teoría de que el conde estaba enviando a aquellos hombres con mensajes. Sin embargo, se preguntaba inquieto si Bartholomew tendría la costumbre de enviarlos por parejas. Sería una precaución natural. A ser posible, todo el mundo viajaba en grupos para una mayor segundad. Por otra parte, Bartholomew tenía un montón de mensajes que enviar y un número limitado de hombres, y era posible que considerara excesivo recurrir a dos caballeros para un solo mensaje. Además los caballeros eran hombres violentos de los que se podía esperar que presentaran dura batalla al duro proscrito, pelea en la que este tendría poco que ganar, porque un caballero no solía tener cosas que valiera la pena robar, salvo su espada, que era difícil de vender sin tener que responder a preguntas comprometedoras, y su caballo, que era muy posible que quedara lisiado durante la emboscada. Un caballero estaba más seguro en el bosque que la mayoría de la gente. William se rascó la cabeza con la empuñadura de su cuchillo; podía suceder cualquiera de las dos cosas.
Se acomodó para esperar. El bosque estaba silencioso; apareció un débil sol invernal, brillando un rato a través de la densa vegetación para desaparecer finalmente. Su estómago recordó a William que había pasado la hora de la comida. A unas yardas de distancia un ciervo atravesó tranquilo el sendero sin saber que le observaba un hombre hambriento. William empezó a impacientarse.
Decidió que si aparecía otro par de jinetes tendría que atacar. Era arriesgado, pero contaba con la ventaja de la sorpresa, y además tenía a Walter, que era un magnífico luchador. Además podía ser su última oportunidad. Sabía que podían matarle y tenía miedo, pero quizás fuera mejor que vivir en constante humillación. Por otra parte, sucumbir luchando era una forma honorable de morir.
Se dijo que lo mejor de todo sería que fuera Aliena la que llegase sola, montando un pony blanco. Saldría despedida del caballo, hiriéndose brazos y piernas y cayendo en un zarzal. Las espinas desgarrarían su piel suave haciéndola sangrar. William saltaría sobre ella inmovilizándola en el suelo. Se sentiría profundamente mortificada.
Fantaseó con la idea, imaginándose sus heridas, gozando con su respiración anhelante mientras él permanecía a horcajadas sobre ella, e imaginándose la expresión de horror abyecto en el rostro de Aliena cuando se diera cuenta de que estaba a su absoluta merced. Y entonces volvió a oír el ruido de los cascos.
Esta vez sólo era un caballo.
Se enderezó, sacó el cuchillo, se apoyó contra el árbol y volvió a escuchar.
Era un caballo bueno y rápido, no uno de guerra sino un poderoso corcel. Llevaba un peso moderado como un hombre sin armadura, y marcaba un trote tranquilo sin jadear siquiera. William encontró la mirada de Walter y asintió. Era ese; ahí tenía la prueba. Levantó el brazo derecho sujetando el cuchillo por la punta de la hoja.
Desde lejos llegó el relincho del caballo de William. El sonido atravesó con toda claridad el bosque silencioso y fue perfectamente audible por encima del ligero repique del caballo que se acercaba. Este también lo oyó y rompió el ritmo de su tranco. El jinete dijo ¡So! y lo puso al paso. William juró entre dientes. Ahora el jinete se mostraría cauteloso, lo cual pondría las cosas más difíciles. William pensó, demasiado tarde, que hubiera debido dejar su caballo aún más lejos.
Ahora que el caballo que se acercaba iba al paso, William no podría decir a qué distancia se encontraba. Todo estaba saliendo mal; resistió la tentación de mirar desde detrás del árbol. Prestó oído atento, rígido por la tensión. De repente, oyó al caballo bufar, asombrosamente cerca, y finalmente apareció a una yarda de distancia de donde él se encontraba. El animal le vio un instante antes de que William le viera a él. Dio un respingo y el jinete lanzó un gruñido de sorpresa.
William lanzó un juramento. Se dio cuenta inmediatamente de que el caballo podía volverse y desbocarse en dirección contraria. Se ocultó de nuevo detrás del árbol y salió por el otro lado, detrás del caballo, con el brazo levantado. Vio al jinete, barbudo y con el ceño fruncido, mientras tiraba de las riendas. Era el viejo y curtido Gilbert Catface. William lanzó el cuchillo.
Fue un lanzamiento perfecto. El cuchillo fue directo al anca del caballo y se hundió una pulgada en la carne. El caballo pareció sobresaltarse como un hombre al que algo le coge por sorpresa. Luego, antes de que Gilbert pudiera reaccionar, se lanzó asustado a una rápida galopada yendo directo a la emboscada de Walter.
William corrió tras él. El caballo cubrió en unos momentos la distancia que le separaba de Walter. Gilbert no hacía el menor esfuerzo por controlar a su montura, estaba demasiado ocupado en mantenerse sobre la silla. Cuando estaba a la altura de Walter, William se dijo: ¡Ahora, Walter, ahora!
Walter calculó su acción con tal exactitud que William ni siquiera vio salir la estaca impulsada de detrás del árbol. Sólo vio que al caballo se le doblaban las patas delanteras como si de repente hubieran perdido toda su fuerza. Luego las patas traseras parecieron alcanzar a las delanteras de tal forma que todas se enredaron. Finalmente, la cabeza fue para abajo mientras los cuartos traseros se alzaban, y cayó pesadamente.
Gilbert salió disparado. Al intentar lanzarse tras él, William se vio entorpecido por el caballo en el suelo. Gilbert aterrizó bien, rodó sobre sí mismo y quedó de rodillas. Por un instante, William temió que echara a correr y que escapara. Pero entonces, Walter salió de entre los arbustos y se lanzó por los aires con un salto descomunal, yendo a aterrizar contra la espalda de Gilbert, derribándole.
Los dos hombres cayeron al suelo con fuerza. Recuperaron el equilibrio al mismo tiempo y William vio horrorizado que el astuto Gilbert enarbolaba un cuchillo. William, saltando por encima del caballo derribado, lanzó el palo de roble contra Gilbert en el preciso momento en que este levantaba su cuchillo. El palo dio a Gilbert en un lado de la cara.
Gilbert se tambaleó pero se puso en pie. William le maldijo por ser duro. William se disponía a atacar de nuevo con la cachiporra, pero Gilbert fue más rápido y se lanzó sobre William con el cuchillo. Este iba vestido para cortejar, no para la lucha, y la afilada hoja atravesó la capa de excelente lana. William retrocedió con la suficiente rapidez para salvar el pellejo. Gilbert seguía acosándole, impidiéndole recuperar el equilibrio, por lo que no podía manejar la cachiporra.
William retrocedía cada vez que Gilbert se lanzaba sobre él, pero nunca disponía de tiempo suficiente para recuperarse, y Gilbert empezaba a acorralarle. De súbito, William temió por su vida. Pero, entonces, Walter llegó por detrás de Gilbert, le golpeó en las piernas y le hizo caer.
William se sintió tan aliviado que las piernas le flaqueaban. Por un instante pensó que iba a morir. Dio gracias a Dios por la ayuda de Walter.
Gilbert intentó levantarse pero Walter le dio una patada en la cara. William, para asegurarse, le golpeó por dos veces con la cachiporra, y Gilbert quedó inmóvil.
Le volvieron boca arriba y mientras Walter permanecía sentado sobre su cabeza, William le ataba las manos a la espalda. Luego quitó a Gilbert sus largas botas negras y le ató los tobillos con un fuerte lazo de correa de la guarnición. Se puso en pie. Hizo una mueca a Walter y este sonrió. Era un verdadero alivio tener firmemente maniatado a ese escurridizo y viejo luchador.
El siguiente paso era hacer confesar a Gilbert.
Estaba volviendo en sí. Walter le hizo volverse. Cuando Gilbert vio a William mostró sorpresa y luego miedo. William se sintió complacido y pensó que Gilbert ya estaba lamentando sus risas. Dentro de un instante las lamentaría todavía más. El caballo de Gilbert se había puesto asombrosamente en pie. Había corrido unas cuantas yardas pero luego se había detenido y en ese momento miraba hacia atrás, jadeando y sobresaltándose cada vez que el viento agitaba los árboles. El cuchillo de William se había caído del anca. Este lo recogió mientras Walter iba a por el caballo. William escuchaba atento por si se acercaban nuevos jinetes. En cualquier momento podría llegar otro mensajero, en cuyo caso tendrían que quitar de la vista a Gilbert y mantenerlo callado. Pero no apareció nadie y Walter pudo coger al caballo de Gilbert sin dificultad.
Pusieron a Gilbert a lomos de su caballo, conduciéndole luego a través del bosque hasta donde William había dejado sus propias monturas. Los otros caballos empezaron a agitarse al oler la sangre que brotaba de la herida en el anca del caballo de Gilbert, por lo que William lo ató algo alejado.
Miró en derredor buscando un árbol adecuado para sus fines; descubrió un olmo con una vigorosa rama sobresaliendo a una altura de ocho o nueve pies del suelo. Se la indicó a Walter.
—Quiero colgar a Gilbert de esa rama —dijo.
Walter esbozó una sonrisa sádica.
—¿Qué vas a hacerle, Lord?
—Ya lo verás.
La curtida faz de Gilbert estaba lívida por el terror. William pasó una cuerda por debajo de los brazos del hombre, se la ató a la espalda e hizo una lazada en la rama.
—Súbelo —dijo a Walter.
Walter izó a Gilbert. Este se retorció librándose de la garra de Walter, cayendo al suelo. Walter cogió la cachiporra de William y golpeó a Gilbert en la cabeza hasta dejarle semiinconsciente. Y luego le izó de nuevo. William enrolló varias veces a la rama el extremo suelto de la cuerda, afirmándolo con fuerza. Entonces Walter soltó a Gilbert que quedó balanceándose suavemente de la rama, con los pies a una yarda del suelo.
—Ve a buscar leña —dijo William.
Prepararon una hoguera debajo de Gilbert, y William la encendió con la chispa de un pedernal. Al cabo de unos momentos empezaron a subir las llamas. El calor sacó a Gilbert de su letargo. Al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo empezó a quejarse aterrado.
—Por favor. Bajadme, por favor. Siento haberme reído de vos. Clemencia, por favor.
William guardaba silencio. La humillación de Gilbert era en extremo satisfactoria pero no era lo que él buscaba. Cuando las llamas empezaron a abrasar los pies descalzos de Gilbert, dobló las piernas por la rodilla para alejar los pies del fuego.
Por la cara le caía el sudor y se notaba un leve olor a socarrado cuando sus ropas empezaron a calentarse. William pensó que ya era tiempo de empezar con el interrogatorio.
—¿Por qué fuiste hoy al castillo? —le preguntó.
Gilbert se le quedó mirando asombrado.
—Para presentar mis respetos. ¿Acaso tiene importancia? —dijo.
—¿Por qué fuiste a presentar tus respetos?
—El conde acaba de regresar de Normandía.
—¿No fuiste especialmente convocado?
—No.
William pensó que quizás fuera verdad. Interrogar a un prisionero no resultaba tan fácil como él imaginara. Reflexionó de nuevo.
—¿Qué te dijo el conde cuando subiste a su cámara?
—Me saludó y me dio las gracias por haber ido a darle la bienvenida a casa. —Tenía la mirada de Gilbert una expresión de comprensión cautelosa. William no estaba seguro.
—¿Y qué más?
—Me preguntó por mi familia y por mi pueblo.
—¿Nada más?
—Nada más. ¿Por qué os importa tanto lo que haya dicho?
—¿Qué te dijo del rey Stephen y de la emperatriz Maud?
—¡Os repito que nada!
Gilbert no pudo mantener por más tiempo las piernas encogidas y los pies volvieron a caer sobre las llamas, cada vez más altas. Lanzó alarido angustioso y su cuerpo se estremeció convulso. El espasmo hizo que sus pies se apartaran de las llamas y entonces se dio cuenta de que podía aliviar el dolor oscilando de un lado a otro. Sin embargo a cada balanceo volvía a pasar por encima de las llamas y gritaba de dolor.
Una vez más William se preguntó si Gilbert estaría diciendo la verdad. No había forma de saberlo. Era de suponer que llegado un punto sufriría tanto que diría cualquier cosa que creyera que William quisiera saber, en un intento desesperado por sentir algún alivio. De manera que era importante no darle un indicio demasiado claro de lo que él quería, se dijo preocupado William. ¿Quién hubiera pensado que torturar a la gente resultara tan difícil?
Procuró hablar con tranquilidad y en un tono casi de conversación.
—¿Adónde vas ahora?
Gilbert gritó de dolor y frustración.
—¿Y eso qué importa?
—¿Adónde vas?
—¡A casa!
El hombre estaba perdiendo el control. William sabía que vivía al Norte de allí. Había estado cabalgando en dirección contraria.
—¿Adónde ibas? —repitió William.
—¿Qué queréis de mí?
—Sé cuándo estás mintiendo —dijo William—. No tienes más que decirme la verdad. —Escuchó a Walter emitir un gruñido de satisfacción y se dijo que lo estaba haciendo mejor—. ¿Adónde ibas? —preguntó por cuarta vez.
Gilbert estaba tan exhausto que ni siquiera era capaz de oscilar. Se quedó parado sobre la hoguera, gimiendo de dolor, y una vez más encogió las piernas para apartar los pies de las llamas. Pero para entonces el fuego había prendido con fuerza, llegando a chamuscarle las rodillas. William notó un olor familiar ligeramente nauseabundo, y cayó en la cuenta de que era el de carne quemada. Y le resultaba familiar porque era como el olor a comida. La piel de las piernas y los pies de Gilbert estaba adquiriendo un tono oscuro al tiempo que se arrugaba, mientras que el vello de sus espinillas se volvía negro. La grasa desprendida de la carne caía sobre el fuego chisporroteando. La contemplación de su intensísimo dolor tenía hipnotizado a William, y cada vez que Gilbert gritaba sentía una profunda excitación. Tenía el poder de provocar el dolor de un hombre y ello le hacía sentirse bien. Era algo parecido a como se sentía cuando lograba quedarse a solas con una muchacha, en un lugar donde nadie podía oír sus protestas tumbándola en el suelo y levantándole las faldas hasta la cintura sabiendo que ya nada podía detenerle para poseerla.
—¿Adónde ibas? —volvió a preguntar de mala gana.
—A Sherborne —contestó Gilbert con una voz que era como un grito contenido.
—¿Por qué?
—Soltadme, por el amor de Dios, y os lo diré todo.
William intuyó que tenía la victoria al alcance de la mano. Resultaba enormemente satisfactorio. Pero todavía no había llegado el momento crucial.
—Apártale sólo los pies del fuego —dijo a Walter.
Walter agarró a Gilbert por la túnica y tiró de él, de modo que las piernas quedaron apartadas de las llamas.
—Vamos —dijo William.
—El conde Bartholomew tiene cincuenta caballeros en Sherborm y los alrededores —dijo Gilbert con un grito ahogado—. Yo debí reunirlos y traerlos a Earlcastle.
William sonrió. Todas sus conjeturas estaban resultando satisfactoriamente exactas.
—¿Y qué piensa hacer el conde con esos caballeros?
—No lo dijo.
—Dejemos que se chamusque algo más —dijo William a Walter.
—¡No! —gritó Gilbert—. ¡Os lo diré!
Walter vaciló.
—Rápido —advirtió William.
—Tienen que luchar a favor de la emperatriz Maud contra Stephen —dijo finalmente Gilbert.
Ya estaba. Ahí tenía la prueba. William saboreó su triunfo.
—Y cuando vuelva a preguntarte esto delante de mi padre, ¿contestarás lo mismo? —preguntó.
—Sí, sí.
—Y cuando mi padre te lo pregunte delante del rey, ¿seguirás diciendo la verdad?
—¡Sí!
—Júralo por la Cruz.
—Lo juro por la Cruz. ¡Diré la verdad!
—Amén —dijo William satisfecho, y empezó a patear el fuego.
Ataron a Gilbert a su silla y pusieron a su caballo la rienda corta. Luego cabalgaron al paso. El caballero apenas podía mantenerse erguido y William no quería que muriese ya que muerto no le serviría de nada. Por ello intentó tratarle sin demasiada brutalidad. Al pasar junto a un arroyo echó agua fría sobre los pies abrasados del caballero. Este gritó de dolor pero probablemente le alivió.
William tenía una maravillosa sensación de triunfo mezclada con un extraño sentimiento de frustración. Nunca había matado a un hombre y hubiera deseado matar a Gilbert. Torturar a un hombre sin luego matarle era como desnudar por la fuerza a una muchacha sin luego violarla. Cuanto más pensaba en ello, más acuciante se hacía su necesidad de una mujer.
Tal vez cuando llegara a casa… no, no habría tiempo. Tendría que contar a sus padres lo ocurrido y ellos querrían que Gilbert repitiera su confesión delante de un sacerdote y quizás también de algunos otros testigos. Y luego habrían de planear la captura del conde Bartholomew que seguramente tendría lugar el día siguiente, antes de que el conde reuniera demasiados hombres para luchar. Y William todavía no había pensado en la manera de tomar el castillo por asalto sin tener que recurrir a un asedio prolongado…
Pensaba malhumorado que tal vez pasara mucho tiempo antes de que viera siquiera una mujer atractiva, cuando apareció una en el camino, delante de ellos.
Era un grupo formado por cinco personas que caminaban en dirección a William. Una de ellas era una mujer de pelo castaño oscuro, de unos veinticinco años, no precisamente una muchacha aunque bastante joven. A medida que se acercaba, William se sintió más interesado. Era realmente hermosa, con el pelo formando un pico de viuda sobre la frente y ojos hundidos de un intenso color dorado. Tenía una figura delgada y flexible y un cutis suave y bronceado.
—Quédate rezagado —dijo William a Walter—. Mantén al caballero detrás de ti mientras yo hablo con ellos.
El grupo se detuvo y se quedaron mirándole cautelosos. Eran a todas luces una familia. Uno de ellos era un hombre alto, que probablemente era el marido. Había también un muchacho ya mayor, aunque todavía barbilampiño, y dos arrapiezos. William se dio cuenta sobresaltado que el hombre le resultaba familiar.
—¿Te conozco? —preguntó.
—Yo os conozco —repuso el hombre—. Y conozco vuestro caballo porque los dos juntos estuvisteis a punto de matar a mi hija.
William empezó a hacer memoria. Su caballo no había llegado tocar a la niña, pero había estado a punto.
—Estabas construyendo mi casa —dijo—. Y cuando te despedí exigiste que te pagara, y casi me amenazaste.
El hombre parecía desafiante y no lo negó.
—Ahora no pareces tan altivo —dijo William con desprecio. Toda la familia parecía hambrienta. Estaba resultando un buen día para arreglar cuentas con gente que había ofendido a William Hamleigh—. ¿Tenéis hambre?
—Sí, tenemos hambre —dijo el constructor con tono hosco e irritado.
William volvió a mirar a la mujer. Permanecía erguida con los pies ligeramente separados y la barbilla levantada, mirándole sin temor alguno. Aliena le había excitado y en aquel momento necesitaba saciar su lujuria con aquella otra mujer. Estaba seguro de que se mostraría estimulante, se retorcería y arañaría. Tanto mejor.
—No estás casado con esta joven ¿verdad, constructor? —le dijo—. Recuerdo a tu mujer… una hembra fea.
La expresión del constructor se hizo dolorida.
—Mi mujer ha muerto —dijo.
—Y a esta no la has llevado a la iglesia ¿verdad? No tienes un penique para pagar al sacerdote. —Walter tosió detrás de William y los caballos se agitaron impacientes—. Supongamos que te doy dinero para comida —dijo William al constructor para atormentarle.
—Lo aceptaré agradecido —dijo el hombre, aunque William se daba perfecta cuenta de lo que le dolía mostrarse servil.
—No te estoy hablando de un regalo. Compraré a tu mujer.
—No estoy en venta, muchacho —le dijo la mujer. Su desdén enfureció a William.
Ya te enseñaré yo si soy un hombre o un muchacho cuando te tenga a solas, se dijo. Habló dirigiéndose al constructor.
—Te daré una libra de plata por ella.
—No está en venta.
La ira de William crecía por momentos. Era desesperante ofrecer una fortuna a un hombre hambriento y que este la rechazara.
—Si no coges el dinero, estúpido, te atravesaré con mi espada y la joderé delante de los niños.
El brazo del constructor se movió debajo de su capa. Debe tener alguna especie de arma, se dijo William. También era muy grande, aunque era delgado como un cuchillo podía resultar un peligroso luchador para defender a su mujer. Este apartó su capa y apoyó la mano en la empuñadura de una daga sorprendentemente larga. Y el mayor de los muchachos era también bastante grande para causar problemas.
—No hay tiempo para esto, Lord. —Walter habló en voz queda, aunque perfectamente clara.
William asintió reacio. Tenía que llevar a Gilbert a la mansión señorial de Hamleigh. Era demasiado importante para entretenerse en una pelea por una mujer. Tendría que aguantarse.
Miró a aquella familia formada por cinco personas hambrientas y cubiertas de harapos, dispuestas a luchar hasta el fin contra dos corpulentos hombres con caballos y espadas. No podía comprender.
—Está bien, podéis moriros de hambre —dijo.
Espoleó a su caballo que partió al trote, y al cabo de unos momentos se habían perdido de vista.
—¿Podemos ir ya más despacio? —preguntó Ellen cuando ya se encontraban a una milla más o menos del lugar donde habían tenido el encuentro con William Hamleigh.
Tom se dio cuenta entonces de que habían llevado una marcha infernal. Se había sentido atemorizado. Por un momento pareció como si él y Alfred hubieran de luchar con dos hombres armados a caballo. Tom ni siquiera tenía un arma. Había buscado debajo de su capa su martillo de albañil, viniéndole entonces a la mente el penoso recuerdo de haberlo cambiado, hacía semanas, por un saco de avena.
No estaba seguro del motivo que al final había hecho retroceder a William, pero sí quería poner entre ellos la mayor distancia posible por si la joven y diabólica mente del joven señor cambiaba de idea.
Tom no había encontrado trabajo en el palacio del obispo de Kingsbridge ni en ninguno de los otros lugares donde lo había intentado. Pero en los alrededores de Shiring había una cantera y en ella, a diferencia de la construcción, se empleaba el mismo número de hombres en invierno que en verano. El trabajo de Tom era mucho más especializado y mejor pagado que el que se hacía en la cantera, pero ya hacía mucho tiempo que había dado de lado aquella consideración. Él sólo quería dar de comer a su familia. La cantera de Shiring era propiedad del conde Bartholomew, y a Tom le habían dicho que al conde se le podía encontrar en su castillo situado a unas millas al oeste de la ciudad.
Y ahora que tenía a Ellen aún estaba más desesperado que antes. Sabía que ella le había seguido por amor, sin haber calculado cuidadosamente las consecuencias. Sobre todo no tenía una idea clara de lo difícil que podría resultar para Tom el encontrar trabajo. En realidad no se había encarado con la posibilidad de que acaso no sobrevivirían a aquel invierno, y Tom se había guardado de desilusionarla porque quería que se quedara con él. Pero en definitiva era posible que una mujer antepusiera su hijo a todo lo demás, y Tom albergaba de continuo el temor de que Ellen le dejara.
Habían estado juntos una semana, siete días de desesperación y siete noches de gozo. Tom se despertaba todas las mañanas sintiéndose feliz y optimista. A medida que avanzaba el día empezaba a tener hambre, los niños se cansaban, y Ellen empezaba a mostrarse taciturna. Algunos días comían, como cuando se encontraron al monje con el queso, y otros masticaban tiras de venado secado al sol de las reservas de Ellen. Era como comer piel de ciervo, pero era mejor que nada. Y cuando oscurecía se tumbaban, sintiéndose fríos y desgraciados, apretándose unos contra otros para darse calor. Luego, al cabo de un rato, ellos empezaban a acariciarse y a besarse. Al principio Tom quería penetrarla de inmediato, pero ella se le negaba cariñosamente. Quería muchos más besos y caricias. Tom lo hizo a la manera de ella y quedó encantado. Exploraba audazmente su cuerpo, acariciándola en partes donde jamás tocara a Agnes, en las axilas y las orejas y en el hueco de sus nalgas. Algunas noches reían juntos con las cabezas debajo de sus capas. En otras ocasiones se mostraban muy cariñosos. Cierta noche en que se encontraban solos en la casa de invitados de un monasterio y los niños dormían muertos de cansancio, ella se mostró dominante e insistente, ordenándole que le hiciera cosas, enseñándole a excitarla con sus dedos, y él obedecía sintiéndose aturdido y al tiempo que enormemente excitado por el impudor de ella. Cuando todo terminaba solían caer en un sueño profundo e inquieto en el que el amor arrastraba todo el temor y la ira del día.
Era mediodía. Tom pensó que William Hamleigh ya debía estar muy lejos, así que decidió que se detuvieran a descansar. No tenían más comida que el venado desecado. Pero aquella mañana habían pedido algo de pan en una granja solitaria y la mujer les había dado un poco de cerveza en una botella sin tapón, diciéndoles que se quedaran con la botella. Ellen había guardado parte de la cerveza para la comida.
Tom se sentó sobre el borde de un inmenso tocón y Ellen lo hizo junto a él. Bebió un largo trago de cerveza pasándole luego la botella.
—¿Quieres también algo de carne? —le preguntó.
Tom negó con la cabeza y bebió un poco de cerveza. La hubiera apurado gustoso pero dejó algo para los niños.
—Economiza la carne —dijo a Ellen—. Tal vez nos den de cenar en el castillo.
Alfred se llevó la botella a la boca y la apuró. Jack se quedó alicaído y Martha se echó a llorar. Alfred esbozó una extraña sonrisa. Ellen miró a Tom.
—No deberías haber permitido que Alfred se saliera con la suya —dijo.
—Es más grande que ellos, necesita más —repuso Tom encogiéndose de hombros.
—En cualquier caso siempre se lleva la mayor parte. Los pequeños tienen que recibir algo.
—Es una pérdida de tiempo mezclarse en las riñas entre chiquillos —dijo Tom.
El tono de voz de Ellen se hizo duro.
—¿Quieres decir que Alfred puede amedrentar a los más pequeños cuanto quiera sin que tú hagas nada por evitarlo?
—No los amedrenta —dijo Tom—. Los niños siempre se pelean.
Ellen sacudió la cabeza en actitud desconcertada.
—No te entiendo. En general eres un hombre comprensivo, pero en lo que se refiere a Alfred estás completamente ciego.
Tom pensó que Ellen exageraba, pero no quería disgustarla.
—Dales entonces a los pequeños algo de carne —dijo.
Ellen abrió su bolsa. Al parecer seguía enfadada. Cortó una tira de venado seco para Martha y otra para Jack. Alfred alargó la mano para que le diera a su vez, pero Ellen no le hizo el menor caso. Tom pensó que debería haberle dado un poco. No había nada malo en Alfred, solo que Ellen no le entendía. Era un muchacho grande, se dijo orgulloso Tom, con un gran apetito y un genio vivo, y si eso fuera pecado entonces la mitad de los adolescentes del mundo estarían condenados.
Descansaron un rato y luego se pusieron de nuevo en camino. Jack y Martha iban delante, masticando todavía la carne correosa. Los dos pequeños se llevaban bien a pesar de la diferencia de edad, Martha tenía seis años y Jack probablemente once o doce. Pero a Martha, Jack le parecía absolutamente fascinante y Jack parecía disfrutar con la nueva experiencia de tener a otro niño con quien jugar. Era una pena que a Alfred no le gustara Jack. Y ello sorprendía a Tom. Hubiera creído que Jack, que todavía no se había hecho hombre, no merecería el desdén de Alfred, pero no era así. Claro que Alfred era el más fuerte, pero el pequeño Jack era más listo.
Tom se negó a preocuparse por aquello. Sólo eran muchachos. Tenía demasiadas cosas en la cabeza para perder el tiempo inquietándose por peleas de chiquillos. A veces se preguntaba en su fuero interno si alguna vez volvería a trabajar. Tal vez fuera trampeando por los caminos día tras día, hasta que fueran muriendo uno tras otro.
Uno de los niños encontrado muerto una mañana helada, otro demasiado débil para luchar contra la fiebre, Ellen violada y muerta por uno de esos desalmados de paso como William Hamleigh, y el propio Tom enflaqueciendo más y más hasta que un día por la mañana estuviera demasiado débil para levantarse y yaciera en el foso hasta quedar inconsciente.
Naturalmente, Ellen le dejaría antes de que eso llegara a suceder; volvería a su cueva donde todavía tendría un barril de manzanas y un saco de nueces, suficientes para mantener con vida a dos personas hasta la primavera, pero no lo bastante para cinco. A Tom se le rompería el corazón si ella llegara a hacerlo.
Se preguntó cómo estaría el bebé. Los monjes le habían bautizado con el nombre de Jonathan. A Tom le gustaba el nombre. Significaba regalo de Dios, según les había dicho el monje del queso. Tom se imaginaba al pequeño Jonathan encarnado, arrugado y sin pelo, tal como lo había visto al nacer. Ahora sería diferente. Una semana era mucho tiempo para un recién nacido. Ya sería más grande y tendría los ojos más abiertos. Ya no se mantendría indiferente al mundo que le rodeaba. Un fuerte ruido le haría sobresaltarse y una nana le tranquilizaría. Cuando quisiera eructar se le contraerían las comisuras de la boca. Los monjes probablemente no sabrían que era aire y pensarían que estaba sonriendo. Tom esperaba que le cuidaran bien. El monje del queso le había dado la impresión de que eran hombres solícitos y capaces. De cualquier manera cuidarían mejor del bebé que Tom, que no tenía hogar ni dinero; pensó que si alguna vez llegaba a ser maestro de un proyecto de construcción verdaderamente importante y ganaba cuatro chelines a la semana, más regalías, daría dinero al monasterio.
Salieron del bosque y poco después divisaron el castillo. Tom sintió que se le levantaba el ánimo, pero contuvo con denuedo su entusiasmo. Durante meses había sufrido decepciones y había aprendido que cuanto más esperanzador era el comienzo, tanto más penoso era el rechazo al final.
Se acercaron al castillo por un sendero entre campos yermos. Martha y Jack se encontraron con un pájaro herido y se detuvieron a mirarlo. Era un chochin tan pequeño que bien pudo pasar inadvertido. Martha estuvo a punto de pisarlo y el pajarillo saltó, incapaz al parecer de volar. La niña lo vio y lo cogió, cobijando al diminuto animal en el hueco de las manos.
—Está temblando —dijo—. Puedo sentirlo. Debe de estar asustado.
El pájaro no volvió a hacer ningún intento de escapar sino que se quedó muy quieto entre las manos de Martha, recorriendo con sus brillantes ojos a la gente que le rodeaba.
—Creo que tiene una ala rota —dijo Jack.
—Déjame ver —dijo Alfred y le cogió el pájaro.
—Podemos cuidarle —dijo Martha—. A lo mejor se pondrá bien.
—No, no se pondrá bien —dijo Alfred. Y con un rápido movimiento de sus grandes manos le retorció el cuello.
—¡Dios mío! —exclamó Ellen y se echó a llorar por segunda vez aquel día. Alfred se puso a reír y dejó caer al pájaro.
—Está muerto —dijo Jack, recogiéndolo.
—¿Qué te pasa, Alfred? —le preguntó Ellen.
—No le pasa nada. El pájaro iba a morir —dijo Tom.
Reanudó la marcha y los demás le siguieron. Ellen volvía a estar enfadada con Alfred y ello irritaba a Tom. ¿Por qué organizar un jaleo por aquel condenado chochin? Tom recordaba cómo era él a los catorce años. Un muchacho con cuerpo de hombre. La vida era así.
Ellen había dicho: Cuando se trata de Alfred estás sencillamente ciego, pero es que ella no comprendía.
El puente de madera que atravesaba el foso hasta la garita del centinela junto a la puerta era endeble y desvencijado, pero posiblemente así lo quería el conde. Un puente era un medio de acceso para los atacantes y cuanto más proclive estuviera a caerse, más seguro estaba el castillo. Las murallas del perímetro eran de tierra con torres en piedra a intervalos. Delante de ellos, una vez cruzado el puente, había una casa de los centinelas consistente en dos torres de piedra unidas por un pasaje; aquí hay mucho trabajo en piedra, se dijo Tom, no como uno de esos castillos que son todos de barro y madera. Tal vez mañana pueda estar trabajando; recordó el tacto de las buenas herramientas en sus manos, la raedura del escoplo sobre un bloque de piedra, afinando las esquinas y suavizando las superficies, con la seca sensación del polvo en la nariz mañana por la noche; puede que tenga el estómago lleno, con comida que me haya ganado sin mendigar.
Al acercarse más observó con su avezada mirada de albañil que las almenas de la casa de las torres de la entrada estaban en pésimas condiciones. Algunas de las grandes piedras habían caído dejando en algunas partes el parapeto casi a nivel; también había piedras sueltas en el arco de la puerta.
En la puerta había dos centinelas y ambos estaban en posición de alerta. Acaso esperaban algún conflicto. Uno de ellos preguntó a Tom qué le llevaba por allí.
—Soy cantero, y espero que me contraten para trabajar en la cantera del conde —contestó.
—Busca al mayordomo del conde —le dijo el centinela amablemente—. Se llama Matthew. Lo encontrarás probablemente en el gran salón.
—Gracias —dijo Tom— ¿Qué clase de hombre es?
El guardia hizo una mueca a su compañero.
—En verdad no puede decirse que sea muy hombre —dijo, y ambos se echaron a reír.
Tom pensó que pronto averiguaría lo que querían decir. Entró con Ellen y los chicos a la zaga. Los edificios en el interior de la muralla eran en su mayoría de madera, aunque algunos estuvieran asentados sobre rodapiés de piedra, y había uno construido todo de piedra y que no debía de ser la capilla. Mientras cruzaban por el interior del recinto, Tom observó que las torres alrededor de todo el perímetro estaban sueltas y las almenas en malas condiciones. Cruzaron el segundo foso en dirección al círculo superior y se detuvieron ante una segunda casa de vigilancia. Tom dijo al guarda que buscaba a Matthew Steward. Todos entraron en el recinto superior y se acercaron a la torre del homenaje, cuadrada y de piedra. La puerta de madera a nivel del suelo daba evidentemente a la planta baja. Subieron los peldaños de madera hasta el salón.
Tan pronto como entraron, Tom vio al mayordomo y al conde. Sabía quiénes eran por sus ropajes. El conde Bartholomew vestía una túnica larga con puños acampanados en las mangas y bordados en el orillo. La túnica de Matthew Steward era corta, del mismo estilo que la que llevaba Tom, pero de un tejido más suave, y se tocaba con una pequeña gorra redonda. Se encontraban junto a la chimenea; el Conde sentado y el mayordomo de pie. Tom se acercó a los dos hombres, manteniéndose fuera del alcance de su conversación, esperando que se dieran cuenta de su presencia. El conde Bartholomew era un hombre alto, de unos cincuenta años, con el pelo blanco y un rostro enjuto, pálido y altivo. No tenía el aspecto de un hombre de espíritu generoso. El mayordomo era más joven. Mantenía una postura que recordó a Tom la observación del centinela. Parecía femenina; Tom no estaba seguro de cómo catalogarle.
En el salón también se encontraban algunas personas, pero ninguna prestó atención a Tom. Él aguardaba sintiéndose a ratos esperanzado y a ratos temeroso. La conversación del conde con su mayordomo parecía eternizarse. Al fin terminó y el mayordomo se apartó después de hacer una inclinación. Fue entonces cuando Tom se adelantó con el corazón en la boca.
—¿Eres Matthew? —preguntó.
—Sí.
—Me llamo Tom. Soy maestro albañil y un buen artesano. Mis hijos están hambrientos. He oído decir que tenéis una cantera. —Contuvo el aliento.
—Tenemos una cantera pero no creo que necesitemos más canteros —dijo Matthew. Volvió la cabeza para mirar al conde quien sacudió negativamente la cabeza de manera imperceptible—. No —dijo Matthew—. No podemos contratarte.
Fue la rapidez de aquella decisión lo que hirió a Tom. Si la gente adoptaba una actitud solemne y reflexionaba profundamente sobre ello dándole finalmente una pesarosa negativa, le resultaba más fácil soportarlo. Tom pudo darse cuenta de que Matthew no era un hombre cruel, pero estaba muy ocupado y él y su hambrienta familia eran tan sólo otra cuestión que debía resolver al momento.
—Puedo hacer algunas reparaciones aquí, en el castillo.
—Tenemos un trabajador que se ocupa de todos esos trabajos —dijo Matthew.
Era el tipo de trabajador aprendiz de todo y maestro de nada, por lo general adiestrado en carpintería.
—Yo soy albañil —dijo Tom—. Mis muros son sólidos.
Matthew estaba irritado por discutir con él y pareció a punto de decir algo desagradable. Pero miró a los niños y su expresión se suavizó de nuevo.
—Me gustaría darte trabajo, pero no te necesitamos.
Tom hizo un gesto de aquiescencia. Ahora debería aceptar humildemente lo que el mayordomo había dicho y adoptar una expresión lastimera suplicando que les dieran de comer y un sitio para dormir una noche. Pero Ellen estaba con él y Tom temía que se fuera, así que lo intentó de nuevo.
—Tan sólo espero que no tengan en puertas una batalla —dijo con voz lo bastante fuerte para que el conde le oyera.
El efecto fue mucho más rotundo de lo que él esperara. Matthew pareció sobresaltarse y el conde se puso en pie.
—¿Por qué dices eso? —preguntó tajante.
—Porque vuestras defensas están en pésimas condiciones —repuso él.
—¿En qué sentido? —preguntó el conde—. ¡Explícate!
Tom respiró hondo. El conde estaba irritado aunque atento. Tom no encontraría otra ocasión como aquella.
—La argamasa en los muros de la casa de la guardia se ha desprendido en algunos sitios. Así que queda una abertura para una palanca. Un enemigo puede desprender fácilmente una o dos piedras y cuando haya un agujero resultará fácil derribar el muro. Además tienen desperfectos —siguió diciendo presuroso casi sin respirar, antes de que alguien pudiera hacer un comentario o poner sus palabras en tela de juicio—. En algunos sitios están a nivel. Ello deja a sus arqueros y caballeros desprotegidos de…
—Sé perfectamente para qué sirven las almenas —le interrumpió el conde malhumorado—. ¿Algo más?
—Sí. La torre del homenaje tiene una planta baja con una puerta de madera. Si yo me dispusiera a atacar la torre del homenaje atravesaría esa puerta y prendería fuego a los almacenes.
—Y si tú fueras el conde, ¿cómo evitarías eso?
—Tendría preparado un montón de piedras debidamente modeladas y abundante cantidad de arena y cal para argamasa y un albañil dispuesto a bloquear la entrada en momentos de peligro.
El conde Bartholomew miraba fijamente a Tom. Tenía entornados los ojos azul claro y fruncida la blanca frente. ¿Estaba furioso con Tom por su crítica de las defensas del castillo? Nunca se sabe cómo un señor puede reaccionar ante las críticas. En cualquier caso lo mejor era dejarles que cometieran sus propios errores. Pero Tom era un hombre desesperado.
Finalmente el conde pareció llegar a una conclusión.
—Contrata a este hombre —dijo volviéndose hacia Matthew.
Un grito de júbilo pugnó por salir de la garganta de Tom, que hubo de contenerlo con esfuerzo. Apenas podía creerlo. Miró a Ellen y ambos sonrieron felices.
—¡Hurra! —gritó Martha que no padecía de las inhibiciones de los adultos.
El conde Bartholomew dio media vuelta y se dirigió a un caballero que se encontraba cerca. Matthew sonrió a Tom.
—¿Habéis comido hoy? —le preguntó.
Tom tragó saliva. Se sentía tan feliz que casi se le saltaban las lágrimas.
—No, no hemos comido.
—Os llevaré a la cocina.
Siguieron ansiosos al mayordomo que atravesó el salón y cruzó el puente hasta el recinto inferior. La cocina era un gran edificio de madera con rodapié de piedra. Matthew les dijo que esperaran fuera. Había un delicioso aroma en el aire; debían estar haciendo pastas. Tom sintió el ruido que le hacían las tripas y la boca se le hizo agua hasta el punto de que casi le dolía. Al cabo de un momento Matthew salió con una gran jarra de cerveza y se la dio a Tom.
—Dentro de un momento os traerán pan y bacón frío —dijo, alejándose seguidamente.
Tom bebió un sorbo de cerveza y le pasó la jarra a Ellen. Ella dio un poco a Martha y luego se la pasó a Jack. Alfred trató de agarrarla antes de que Jack pudiera beber, pero este dio media vuelta manteniendo la jarra fuera del alcance de Alfred. Tom no quería otra riña entre los niños, sobre todo cuando al final parecía que las cosas iban bien. Estaba a punto de intervenir, quebrantando así su propia regla de no interferir en las peleas infantiles, cuando Jack se volvió de nuevo y entregó sumiso la jarra a Alfred.
Alfred se la llevó a la boca y empezó a beber. Tom sólo había tomado un sorbo, pensando que la jarra llegaría de nuevo a él después de que todos hubieran bebido, pero Alfred parecía dispuesto a apurarla. Mientras empinaba la jarra para beber hasta la última gota, algo parecido a un pequeño animal le cayó en la cara. Alfred lanzó un grito asustado y dejó caer la jarra. Se quitó de la cara aquella cosa emplumada y retrocedió de un salto.
—¿Qué es esto? —chilló. Aquella cosa cayó al suelo. Se la quedó mirando, lívido y temblando de asco. Todos la miraron. Era el chochin muerto.
Tom se encontró con la mirada de Ellen y ambos la dirigieron a Jack. Este había cogido la jarra que le había dado Ellen y por un instante se había vuelto de espaldas, como intentando evitar a Alfred. Seguidamente había entregado la jarra a este con evidente buena voluntad…
En aquellos momentos permanecía en pie quieto, mirando al horrorizado Alfred con una leve sonrisa satisfecha en su inteligente y juvenil rostro aunque de expresión madura. Jack sabía que le harían pagar aquello. Como quiera que fuese, Alfred se tomaría venganza. Cuando los demás no le vieran, Alfred tal vez le daría un puñetazo en el estómago. Ese era su golpe favorito, porque eran de los que más dolían, sin dejar señales. Jack había visto varias veces cómo se lo hacía a Martha.
Pero merecía la pena un puñetazo en el estómago sólo por ver reflejados en la cara de Alfred el sobresalto y el miedo al caerle de la cerveza el pájaro muerto.
Alfred aborrecía a Jack, y eso constituía una nueva experiencia para él. Su madre siempre le había querido y los demás no albergaban sentimiento alguno hacia él. No existía un motivo aparente para la hostilidad de Alfred. Parecía tener el mismo sentimiento que con respecto a Martha. Siempre estaba pellizcándola, tirándole del pelo y poniéndole la zancadilla, y aprovechaba cualquier oportunidad para estropear algo a lo que ella tuviera cariño. La madre de Jack se daba cuenta de lo que ocurría y lo encontraba aborrecible, pero el padre de Alfred parecía pensar que todo estaba bien aunque fuera un hombre afectuoso y quisiera mucho a Martha. Todo aquello resultaba desconcertante sin dejar de ser fascinante.
Todo era fascinante. Jack nunca había pasado una época tan excitante en toda su vida. A pesar de Alfred, a pesar de estar hambriento casi todo el tiempo, a pesar de estar dolido porque su madre prestaba más atención a Tom que a él, Jack estaba hechizado ante la constante sucesión de hechos extraños y de nuevas experiencias.
Había oído hablar de castillos. Durante los largos atardeceres de invierno en el bosque, su madre le había enseñado a recitar chansons, poemas narrativos en francés sobre caballeros y magos, casi todos de millares de líneas. Y en esas historias los castillos aparecían como lugares de refugio y novelescos. Al no haber visto jamás un castillo, se imaginaba que sería una versión algo más grande que la cueva en que vivía. El verdadero castillo resultaba asombroso. Era tan grande, con tanta gente, con tantos edificios, todos ellos ocupados… herrando caballos, sacando agua, dando de comer a las gallinas, cociendo pan y llevando cosas de un lado a otro, siempre llevando cosas, paja para los suelos, leña para los hogares, sacos de harina, fardos de tela, armas, sillas de montar y cotas de malla. Tom le había dicho que el foso y la muralla no formaban parte natural del paisaje, sino que en realidad los habían cavado y construido docenas de hombres trabajando juntos. Jack no desconfiaba de la palabra de Tom, pero le resultaba imposible imaginar cómo pudieron hacerlo.
Al anochecer, cuando se hizo demasiado oscuro para trabajar, toda aquella gente afanosa convergió en el gran salón de la torre del homenaje. Se encendieron velas de junco, se alimentó el fuego de las hogueras y todos los perros acudieron para resguardarse del frío. Algunos hombres y mujeres cogieron tablas y caballetes de un montón apilado en un lado del salón e instalaron mesas formando una T, colocando luego sillas en la cabecera y bancos a cada lado de la parte central. Jack nunca había visto a tantas personas trabajando juntas y quedó asombrado ante lo mucho que disfrutaban. Sonreían y reían mientras levantaban pesadas tablas exclamando ¡Arriba! y ¡Para mí, para mí!, ¡Ahora, bajadla con cuidado! Jack envidiaba aquella camaradería y se preguntaba si algún día podría compartirla. Al cabo de un rato todo el mundo se sentó en los bancos. Uno de los sirvientes del castillo fue repartiendo grandes boles y cucharas de madera, contando en voz alta a medida que los entregaba. Luego hizo de nuevo el recorrido poniendo una gruesa rebanada de pan moreno y duro en el fondo de cada bol. Otro de los sirvientes llevó tazas de madera llenándolas de cerveza de una serie de grandes jarros. Jack, Martha y Alfred estaban sentados juntos en la parte final de la T, y cada uno de ellos recibió una taza de cerveza, por lo que no hubo motivo de pelea. Jack cogió su taza y se disponía a beber, pero su madre le dijo que esperara un momento.
Una vez escanciada la cerveza, se hizo el silencio en el salón. Jack esperaba, fascinado como siempre, a ver qué iba a ocurrir. Al cabo de un momento apareció el conde Bartholomew en el rellano de la escalera que bajaba desde su dormitorio. Descendió al salón seguido de Matthew Steward, tres o cuatro hombres bien vestidos, un muchacho y la criatura más bella que Jack jamás había visto.
No estaba seguro de si era una muchacha o una mujer. Iba vestida de blanco y su túnica tenía unas asombrosas mangas acampanadas que se arrastraban por el suelo mientras ella se deslizaba por la escalera. Su pelo era una masa de bucles oscuros enmarcándole la cara y tenía unos ojos oscuros, muy oscuros. Jack comprendió que eso era a lo que se referían las chansons cuando hablaban de una hermosa princesa de un castillo. No era de extrañar que todos los caballeros lloraran cuando la princesa moría.
Cuando hubo bajado la escalera, Jack se dio cuenta de que era muy joven, tan sólo unos años mayor que él, pero mantenía la cabeza erguida y se dirigió a la cabecera de la mesa como una reina. Tomó asiento junto al conde Bartholomew.
—¿Quién es? —susurró Jack.
—Debe ser la hija del conde —repuso Martha.
—¿Cómo se llama?
Martha se encogió de hombros.
—Se llama Aliena —dijo a Jack una muchacha sentada a su lado con la cara sucia—. Es maravillosa.
El conde levantó su copa por Aliena, luego paseó lentamente la mirada alrededor de la mesa y bebió. Fue la señal que todo el mundo estaba esperando. Todos le imitaron, alzando sus copas antes de beber.
La cena fue llevada en calderas inmensas y humeantes. Se sirvió primero al conde, luego a su hija, y después al muchacho y a los hombres que se sentaban con ellos en la cabecera de la mesa. Luego cada uno se fue sirviendo. Era pescado en salazón y un sabroso estofado bien condimentado. Jack llenó su bol y se lo comió todo, y luego siguió con la rebanada de pan que había en el fondo del bol, bien empapada por la salsa. Entre bocado y bocado contemplaba a Aliena, encandilado por todo cuanto ella hacía, desde la delicada manera que tenía de ensartar trocitos de pescado con la punta de su cuchillo y cogerlos delicadamente entre sus blancos dientes hasta la voz autoritaria con que llamaba a los sirvientes y les daba órdenes.
Todos parecían quererla. Acudían rápidamente cuando ella llamaba, sonreían cuando les hablaba y corrían presurosos a cumplir sus deseos. Jack observó que los jóvenes sentados a la mesa la miraban mucho y que algunos se pavoneaban cuando creían que miraba en su dirección. Pero ella parecía preocupada sobre todo de los hombres mayores sentados con su padre, asegurándose de que tuvieran pan y vino suficiente, haciéndoles preguntas y escuchando atenta sus respuestas. Jack se preguntaba cómo sería el que una bella princesa te hablara y luego te mirara con esos inmensos ojos oscuros mientras uno contestaba.
Después de la cena hubo música. Dos hombres y una mujer tocaron canciones con esquilas de ovejas, un tambor y gaitas hechas con huesos de animales y aves. El conde cerró los ojos y pareció sumido en la música, pero a Jack no le gustaron las canciones obsesivas y melancólicas que tocaban. Hubiera preferido las canciones alegres que cantaba su madre. La gente que estaba en el salón parecía pensar lo mismo porque todos se movían y agitaban, y cuando la música terminó se produjo una sensación general de alivio.
Jack había esperado ver más de cerca a Aliena, pero ante su decepción esta salió del salón una vez hubo terminado la música y subió la escalera. Pensó que debía tener su propio dormitorio en el piso superior.
Los niños y algunos mayores jugaron al ajedrez o a las tablas reales para pasar la velada, y los más laboriosos hacían cinturones, gorras, calcetines, guantes, boles, silbatos, dados, palas y látigos. Jack jugó varias partidas de ajedrez y las ganó todas. Pero un hombre de armas se enfadó de que le ganara un niño, y entonces la madre de Jack le dijo que dejara de jugar; empezó a vagar por el salón escuchando las diferentes conversaciones. Descubrió que algunas personas hablaban con mucho sentido sobre los campos o los animales, o sobre obispos y reyes, mientras que otras sólo bromeaban, fanfarroneaban y contaban historias divertidas. Todas le parecieron fascinantes. Finalmente se consumieron las velas de junco, el conde se retiró y las otras sesenta o setenta personas se envolvieron bien en sus capas y se dispusieron a dormir sobre el suelo cubierto de paja.
Como de costumbre, su madre y Tom yacían juntos bajo la gran capa de este y ella le abrazaba como hacía con Jack cuando era pequeño. Les observaba con envidia, podía oírles cuchichear y a su madre reír en tono bajo e íntimo. Al cabo de un rato sus cuerpos empezaban a moverse rítmicamente bajo la capa. La primera vez que les vio hacer aquello, Jack se sintió terriblemente preocupado, pensando que aquello debía doler. Pero se besaban mientras lo hacían aunque a veces su madre gimiera, pero se dio cuenta de que eran gemidos de placer. Se sentía reacio a preguntar a su madre sobre aquello, aunque sin saber bien por qué. Sin embargo en aquellos momentos en que los fuegos ardían más bajos vio a otra pareja que hacía lo mismo, y llegó a la conclusión de que debía ser algo normal. No era más que otro misterio, se dijo, y poco después se quedó dormido.
Por la mañana despertaron a los niños muy temprano, pero el desayuno no podía servirse hasta que se hubiera dicho la misa, y la misa no podía decirse hasta que el conde se levantara, de manera que tenían que esperar. Un sirviente madrugador les ordenó que recogieran leña para todo el día. Los adultos empezaron a despertarse con el aire frío de la mañana que entraba por la puerta. Cuando los niños hubieron terminado de recoger leña suficiente, se encontraron con Aliena.
Bajaba las escaleras como había hecho la noche anterior, pero tenía un aspecto muy diferente. Llevaba recogidos detrás sus abundantes bucles con una cinta, descubriendo la línea armoniosa de su mandíbula, las orejas pequeñas y el cuello blanco. Sus inmensos ojos oscuros, que la noche anterior parecieran graves y de mirada adulta, en aquellos momentos chispeaban divertidos y sonreía. La seguía el muchacho que la noche anterior se había sentado con ella y el conde a la cabecera de la mesa; parecía uno o dos años mayor que Jack, pero no estaba tan desarrollado como Alfred. Miró con curiosidad a Jack, Martha y Alfred, pero fue ella quien habló.
—¿Quiénes sois? —preguntó.
Fue Alfred quien contestó.
—Mi padre es el cantero que va a hacer las reparaciones en el castillo. Yo soy Alfred. Mi hermana se llama Martha y este es Jack.
Cuando ella se acercó más, Jack se dio cuenta de que olía a espliego, lo que le dejó desconcertado. ¿Cómo podía una persona oler a flores?
—¿Qué edad tienes? —preguntó a Alfred.
—Catorce años. —Jack se dio cuenta de que también Alfred estaba enormemente impresionado. Al cabo de un momento este preguntó a bocajarro.
—Y tú, ¿qué edad tienes?
—Quince años. ¿Queréis algo de comer?
—Sí.
—Venid conmigo.
Todos salieron del salón detrás de ella, y bajaron los escalones.
—Pero es que no sirven el desayuno antes de la misa…
—Hacen lo que yo les digo —repuso Aliena con un movimiento altivo de cabeza.
Les condujo a través del puente hasta el recinto inferior y entró en la cocina, después de decirles que esperaran fuera. Martha dijo a Jack con un susurro:
—¿Verdad que es bonita?
Él asintió en silencio. Al cabo de unos momentos salió Aliena con una jarra de cerveza y una hogaza de pan de trigo. Dividió el pan en pedazos repartiéndolos entre ellos y luego pasó la jarra en derredor.
—¿Dónde está vuestra madre? —preguntó Martha tímidamente al cabo de un rato.
—Mi madre ha muerto —contestó Aliena rápidamente.
—¿No estás triste? —preguntó de nuevo Martha.
—Lo estuve, pero eso fue hace ya mucho tiempo. —Con un movimiento de cabeza indicó al muchacho que estaba junto a ella—. Richard ni siquiera puede recordarla.
Jack llegó a la conclusión de que Richard debía ser su hermano.
—Mi madre también ha muerto —dijo Martha, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Cuándo murió? —preguntó Aliena.
—La semana pasada.
Jack se dio cuenta de que Aliena no parecía demasiado impresionada por las lágrimas de Martha. A menos que se mostrase insensible para disimular su pena.
—¿Quién es entonces esa mujer que va con vosotros? —preguntó bravamente Aliena.
—Es mi madre —intervino Jack. Estaba impaciente de poder decirle algo.
Aliena se volvió hacia él como si le viera por vez primera.
—¿Y dónde está tu padre?
—No tengo —dijo. Le excitaba el simple hecho de que ella le mirara.
—¿También ha muerto?
—No —dijo Jack—. Nunca he tenido padre.
Quedó por un momento el silencio y luego Aliena, Richard y Alfred se echaron a reír. Jack se quedó asombrado y les miró confundido. Pero a medida que aumentaba la risa empezó a sentirse mortificado. ¿Qué había de divertido en que nunca hubiera tenido padre? Incluso Martha sonreía olvidadas ya sus lágrimas.
—Entonces, si no tienes padre ¿de dónde has venido? —le preguntó Alfred con tono de mofa.
—De mi madre, todos los niños vienen de sus madres —dijo Jack perplejo—. ¿Qué tienen que ver los padres con eso?
Arreciaron las risas; Richard daba saltos muerto de risa señalando con dedo burlón a Jack.
—No sabe una palabra de nada; lo encontramos en el bosque —dijo Alfred a Aliena.
A Jack le ardían las mejillas de vergüenza. Se había sentido tan feliz de estar hablando con Aliena y ahora ella le creía un completo estúpido, un ignorante del bosque. Y lo peor de todo era que aún no sabía qué había dicho de malo; sentía necesidad de llorar, lo que todavía empeoraba las cosas. El pan se le atragantó y le fue imposible tragar. Miró a Aliena, animada su bonita cara por una sonrisa divertida y no pudo soportarlo. Arrojó el pan al suelo y se alejó. Sin importarle a dónde iba, caminó hasta llegar al terraplén de la muralla del castillo, y subió por la empinada cuesta hacia arriba. Allí se sentó sobre la tierra fría con la mirada perdida en la lejanía sintiendo lástima de sí mismo y aborrecimiento hacia Alfred y Richard, e incluso hacia Martha y Aliena. Llegó a la conclusión de que las princesas no tenían corazón.
Sonó la campana llamando a misa. Los oficios divinos eran también un misterio para él. Los sacerdotes, en una lengua que no era la inglesa ni la francesa, cantaban y hablaban a esculturas, pinturas e incluso a seres completamente invisibles. La madre de Jack evitaba asistir a los oficios siempre que podía. Mientras los habitantes del castillo se dirigían a la capilla, Jack se escabulló por la parte superior de la muralla y se sentó lejos de la vista en la parte más alejada.
El castillo estaba rodeado de campos llanos y yermos con bosques a lo lejos. Dos visitantes madrugadores estaban atravesando el nivel inferior en dirección al castillo. El cielo aparecía cubierto por una inmensa nube, baja y grisácea. Jack se preguntó si no iría a nevar.
Ante Jack aparecieron otros dos visitantes madrugadores. Estos iban a caballo. Cabalgaron rápidos hacia el castillo, dejando rezagada a la primera pareja. Atravesaron el puente de madera en dirección a la casa de guardia. Los cuatro visitantes habrían de esperar hasta que terminara la misa antes de poder ocuparse de los asuntos que les habían llevado hasta allí, cualquiera que fuese su naturaleza, porque todo el mundo asistía a los oficios divinos, salvo los centinelas de guardia.
De repente, le sobresaltó una voz junto a él.
—Así que estás aquí. —Era su madre, se volvió hacia ella, que inmediatamente se dio cuenta de que algo le había alterado—. ¿Qué pasa?
Quería que ella le consolara, pero endureció el ánimo.
—¿He tenido alguna vez un padre? —preguntó.
—Sí —repuso Ellen—. Todo el mundo tiene padre.
Se arrodilló junto a él.
Jack volvió la cara. Era ella quien tenía la culpa de la humillación que había sufrido por no haberle hablado de su padre.
—¿Qué fue de él?
—Murió.
—¿Cuando yo era pequeño?
—Antes de que nacieras.
—¿Cómo pudo ser mi padre si murió antes de que yo naciera?
—Los bebés nacen de una semilla. Esa semilla sale de la polla de un hombre que la planta en el coño de una mujer. La semilla crece en su vientre hasta convertirse en un bebé, y cuando ya está preparado sale.
Jack permaneció callado un momento, digiriendo aquella información. Sospechó que aquello estaba relacionado con lo que hacían por la noche.
—¿Va a plantar Tom una semilla en ti? —preguntó.
—Tal vez.
—Entonces tendrás un nuevo bebé.
Ella asintió.
—Un hermano para ti. ¿No te gustaría?
—No me importa —dijo él—. Tom ya te ha alejado de mí. Un hermano no será diferente.
Ellen le pasó un brazo por los hombros abrazándole.
—Nadie me alejará jamás de ti —dijo Ellen.
Aquello le hizo sentirse algo mejor.
Permanecieron un rato sentados allí.
—Aquí hace frío. Entremos a sentarnos junto al fuego hasta la hora del desayuno —dijo Ellen finalmente.
Jack asintió. Volvieron por la muralla del castillo y bajaron corriendo el terraplén hasta el recinto. No había rastro de los cuatro visitantes. Tal vez hubieran entrado en la capilla.
—¿Cómo se llamaba mi padre? —preguntó Jack mientras atravesaba con su madre el puente que conducía al recinto superior.
—Jack, igual que tú —dijo ella—. Le llamaban Jack Shareburg.
—De manera que si hay otro Jack puedo decir a la gente que soy Jack Jackson (Jack, hijo de Jack).
—Claro que puedes decirlo. La gente no siempre te llamará como tú quieras, pero puedes intentarlo.
Jack asintió. Se sentía mejor. Pensaría en sí mismo como Jack Jackson. Ahora ya no estaba avergonzado. Al menos, estaba enterado de lo de los padres y también sabía el nombre del suyo. Jack Shareburg.
Llegaron a la casa de los centinelas del recinto superior. No había nadie. La madre de Jack se detuvo con el ceño fruncido.
—Tengo la extraña sensación de que está pasando algo extraño —dijo. El tono de su voz era tranquilo y natural, pero había un atisbo de miedo que dejó frío a Jack, que tuvo la premonición de un desastre.
Su madre entró en la pequeña garita en la base de la casa de guardia. Un momento después oyó su exclamación entrecortada.
Entró detrás de ella. Se la veía terriblemente sobresaltada, con la mano en la boca y mirando al suelo.
El centinela yacía boca arriba, con los brazos caídos a los costados. Tenía un tajo en la garganta, había un charco de sangre en el suelo, junto a él, y ni que decir tiene que estaba muerto.
William Hamleigh y su padre se pusieron en marcha en plena noche, con casi un centenar de caballeros y hombres de armas a caballo, y madre en la retaguardia. Aquel ejército alumbrado con antorchas, las caras prácticamente ocultas contra el helado aire nocturno, debió aterrar a los habitantes de las aldeas que atravesaron con gran estruendo de camino hacia Earlcastle. Llegaron a la bifurcación cuando todavía era noche cerrada. A partir de allí llevaron sus caballos al paso para darles un descanso y apagar lo más posible el ruido.
Cuando ya empezaba a romper el alba se ocultaron en los bosques, detrás de los campos que se extendían delante del castillo del conde Bartholomew.
En realidad William no había contado el número de hombres de armas que había visto en el castillo, omisión por la que madre le había vituperado despiadadamente aunque tal como intentó disculparse él, muchos de los hombres que había visto estaban esperando a ser enviados con mensajes y era posible que hubieran llegado otros después de la partida de William, por lo que un recuento hubiera resultado inútil. Pero mejor un recuento que nada, alegó padre. No obstante calculó que había visto a unos cuarenta hombres. De manera que si no había habido grandes cambios en las pocas horas transcurridas, los Hamleigh tendrían una ventaja superior a dos por uno.
Ya se encontraban lo bastante cerca para un asedio al castillo. Sin embargo habían concebido un plan para tomarlo sin necesidad de asediarlo. El problema residía en que el ejército atacante sería visto desde las atalayas y el castillo quedaría cerrado mucho antes de que ellos llegaran. Lo que interesaba era encontrar una manera de que el castillo se mantuviera abierto durante el tiempo que necesitara el ejército para llegar hasta él desde el lugar donde se ocultaban en los bosques.
Como era de rigor, fue madre quien solucionó el problema.
—Necesitamos algo que les mantenga ocupados —dijo rascándose un divieso en la barbilla—. Algo que siembre el pánico entre ellos de manera que no descubran a nuestras fuerzas hasta que sea demasiado tarde. Por ejemplo, un fuego.
—Si llega un forastero y prende fuego les alertará de todas maneras —dijo padre.
—Puede hacerse con sigilo, sin que nadie se entere —dijo William.
—Claro que puede hacerse —dijo madre impaciente—. Habrás de hacerlo mientras están en misa.
—¿Yo? —exclamó William.
Había sido designado para encabezar la avanzadilla.
El cielo matinal iba aclarándose con tremenda lentitud. William estaba nervioso e impaciente. Durante la noche él, madre y padre habían ido mejorando la idea básica, pero todavía había muchas cosas que podían salir mal: que la avanzadilla no pudiera introducirse en el castillo por alguna razón, o que les vigilaran con recelo impidiéndoles actuar bajo mano. O también podían pillarles antes de que hubieran logrado algo. Incluso si el plan daba resultado, siempre habría que luchar y sería la primera batalla real en la que interviniera William. Habría hombres heridos y muertos y William podía ser uno de los desafortunados. Sintió un hormigueo de miedo en el estómago.
Aliena estaría allí y sabría si eran derrotados. Pero también podría llegar a ver su triunfo. Se imaginaba irrumpiendo en el dormitorio de ella blandiendo una espada ensangrentada. Entonces desearía no haberse reído de él.
Desde el castillo les llegó el toque de campana llamando a misa.
William hizo un ademán con la cabeza y dos hombres salieron del grupo y empezaron a caminar a través de los campos en dirección al castillo. Eran Raymond y Rannulf, dos hombres musculosos, de rostro duro, algunos años mayores que William, quien los había elegido personalmente. Su padre dirigía el asalto decisivo.
William siguió con la mirada a Raymond y Rannulf, que atravesaban los campos cubiertos de escarcha. Antes de que llegaran al castillo, William miró a Walter y espoleó a su caballo. Ambos atravesaron los campos al trote. Los centinelas en las almenas verían a dos parejas de hombres, unos a pie y los otros a caballo, acercándose al castillo, cada uno por su lado, a primera hora de la mañana. Era algo natural.
La sincronización de William era buena. A unas cien yardas del castillo él y Walter dejaron atrás a Raymond y Rannulf. Al llegar al puente desmontaron. William sintió que el corazón se le subía a la garganta. Si fracasaba en aquello, todo el ataque se vendría abajo. En la puerta había dos centinelas. William tenía la sospecha de pesadilla de que iban a caer en una emboscada y que una docena de hombres de armas saldrían de estampida de su escondrijo y le destrozarían. Los centinelas parecían estar alerta aunque no inquietos. No llevaban armaduras. William y Walter vestían cotas de malla debajo de sus capas.
William sintió que se le encogía el estómago. No podía tragar. Uno de los centinelas le reconoció.
—Hola, Lord William —dijo jovial—. Vuelve a cortejar ¿eh?
—¡Dios mío! —exclamó William con voz débil, al tiempo que hundía una daga en el vientre del centinela, impulsándola por debajo de la caja torácica hasta el corazón.
El hombre emitió un sonido entrecortado, se desplomó y abrió la boca como si fuera a gritar. Un ruido cualquiera podría arruinarlo todo. Dominado por el pánico, sin saber qué hacer, William arrancó la daga y la metió en la boca abierta del hombre, llevando la hoja hasta la garganta para hacerle callar. De la boca fluyó sangre en lugar de un grito. Los ojos del hombre se cerraron. William sacó la daga al tiempo que el hombre caía al suelo. El caballo de William se había apartado, asustado por todos aquellos movimientos. William le cogió por las riendas y luego miró a Walter, que se había ocupado del otro centinela. Walter había acuchillado a su hombre con mayor eficacia, rebanándole la garganta para que muriera en silencio. Tengo que recordar eso, se dijo William, la próxima vez que haya de silenciar a un hombre. Luego pensó: ¡Lo he hecho! ¡He matado a un hombre! Se dio cuenta de que ya no estaba asustado.
Entregó las riendas de su caballo a Walter y subió corriendo la escalera de caracol hasta la torre de la casa de guardia. En el nivel superior había una habitación desde donde girar la rueda para subir el puente levadizo. William descargó su espada sobre la gruesa maroma. Dos golpes bastaron para cortarlo. Tiró por la ventana el cabo suelto que cayó sobre el terraplén y se deslizó suavemente hasta hundirse en el agua sin chapotear apenas. Ahora el puente levadizo no podía levantarse frente a las fuerzas atacantes de padre. Aquel era uno de los detalles que habían madurado durante la noche.
Raymond y Rannulf alcanzaron la casa de guardia en el preciso momento en que William llegaba al pie de la escalera. Su primer trabajo consistía en derribar las inmensas puertas zunchadas de roble que cerraban el arco que iba desde el puente hasta el recinto. Cada uno de ellos empuñó un martillo de madera y un escoplo y empezaron a hacer saltar la argamasa que rodeaba los fuertes goznes de hierro. Los golpes del martillo sobre el escoplo producían un ruido sordo que a William le sonaba terriblemente fuerte.
William arrastró rápidamente los cuerpos de los dos centinelas muertos al interior de la casa de guardia. Al encontrarse todo el mundo en misa existían grandes posibilidades de que no vieran los cuerpos hasta que fuera demasiado tarde.
Cogió las riendas de manos de Walter y ambos salieron de debajo del arco y se dirigieron a través del recinto hacia la cuadra. William forzó sus piernas para que caminaran con un paso normal y sin prisas y miró subrepticiamente a los centinelas en las atalayas. ¿Habría visto alguno de ellos caer la maroma del puente levadizo en el foso? ¿Se estarían preguntando qué sería ese martilleo? Algunos miraban a William y Walter, pero no parecían dispuestos a entrar en acción y el martilleo parecía empezar a desvanecerse en los oídos de William, por lo que resultaría inaudible en lo alto de las torres. William se sintió aliviado. El plan estaba dando resultados.
Llegaron a las cuadras y entraron. Engancharon ligeramente las riendas de sus caballos en una barra de forma que los animales pudieran escapar. Entonces William sacó su pedernal y consiguió una chispa con la que prendió fuego a la paja del suelo. Estaba sucia y húmeda a trechos, pero sin embargo empezó a arder. Encendió otros tres pequeños fuegos y Walter hizo lo mismo. Permanecieron allí un instante observándolos. Los caballos olisquearon el humo y se agitaron nerviosos en las casillas. William permaneció allí un instante más. El fuego estaba en marcha y por lo tanto también el plan. Luego abandonaron las cuadras y se dirigieron al recinto abierto.
En el pórtico, ocultos bajo el arco, Raymond y Rannulf seguían arrancando la argamasa alrededor de los goznes. William y Walter se volvieron hacia la cocina para dar así la impresión de que trataban de comer algo, cosa que sería natural. En el recinto no había nadie, todo el mundo estaba en misa. Al mirar William casualmente hacia las almenas, observó que los centinelas no vigilaban el castillo sino a través de los campos, como habían de hacerlo. Sin embargo William temía que alguien apareciera en cualquier momento de alguno de los edificios e intentara averiguar qué hacían ellos allí, en cuyo caso tendrían que matarle allí, a la vista de todos, y entonces todo habría terminado.
Rodearon la cocina y se dirigieron hacia el puente que conducía al recinto superior. Al pasar por delante de la capilla escucharon los murmullos apagados del oficio divino. El conde Bartholomew se encontraría allí, completamente desprevenido, pensó William satisfecho. No tiene la menor idea de que hay un ejército a una milla de distancia, que cuatro de sus enemigos se encuentran ya dentro de su fortaleza y que sus cuadras están ardiendo. Aliena también estaba en la capilla, rezando arrodillada. Pronto estará de rodillas ante mí, pensó William, y la excitación casi le hizo perder la cabeza.
Llegaron al puente y se dispusieron a atravesarlo. Se habían asegurado de que el primero de los puentes estuviera en condiciones de paso, cortando la maroma del puente levadizo y descomponiendo la puerta de manera que su ejército pudiera entrar. Pero aún así el conde podía huir atravesando el puente para buscar refugio en el recinto superior. La tarea inmediata de William consistía en tratar de evitarlo levantando el puente levadizo de forma tal que el segundo puente quedara interceptado. El conde se encontraría aislado y resultaría vulnerable en el recinto inferior.
Llegaron a la segunda casa de guardia y un centinela salió de la garita.
—Llegáis temprano —dijo.
—Se nos ha convocado para ver al Conde —dijo William.
Se acercó al centinela pero el hombre retrocedió un paso. William no quería que se alejara demasiado, porque si salía de debajo del arco resultaría visible para los centinelas apostados en las almenas del círculo superior.
—El conde está en la capilla —dijo el centinela.
—Tendremos que esperar.
Tenía que matar a aquel guardia rápida y silenciosamente, pero William no sabía cómo acercarse más. Dirigió una mirada rápida a Walter en busca de orientación, pero este se limitaba a esperar paciente, con aspecto imperturbable.
—Hay encendido un fuego en la torre del homenaje —dijo el centinela—. Id a calentaros. —William vaciló y el guardia empezó a mostrarse receloso—. ¿A qué esperáis? —preguntó con un tono algo molesto.
William trató desesperadamente de encontrar algo que decir.
—¿No podemos comer algo? —preguntó finalmente.
—Imposible hasta que termine la misa —dijo el centinela—. Entonces servirán el desayuno en la torre del homenaje.
En aquel momento, William vio que Walter había estado desplazándose de manera imperceptible hacia un lado. Sólo con que el centinela se moviera un poco, Walter podría colocarse detrás de él. William dio unos pasos despreocupados en dirección contraria, dejando atrás al centinela.
—Francamente no puedo decir que me satisfaga la hospitalidad de vuestro conde —dijo al mismo tiempo. El centinela inició un movimiento para volverse—. Hemos recorrido un largo camino…
Entonces Walter atacó.
Se colocó detrás del centinela rodeándole los hombros con los brazos. Con la mano izquierda echó hacia atrás la barbilla del centinela y con el cuchillo en la mano derecha le rebanó la garganta. William suspiró aliviado. Se había hecho en un instante.
Entre los dos, habían matado a tres hombres antes del desayuno. William tuvo una excitante sensación de poder. Nadie se reirá de mí a partir de hoy, se dijo.
Walter arrastró el cuerpo hasta la casa de guardia. Su disposición era la misma que la de la primera, con una escalera de caracol que conducía a la habitación desde donde se hacía subir el puente levadizo. William subió las escaleras seguido de Walter.
William no había hecho un reconocimiento de aquella habitación cuando estuvo el día anterior en el castillo. No se le había ocurrido, pero en cualquier caso hubiera sido difícil alegar un pretexto plausible. Había dado por supuesto que habría una rueda giratoria o al menos un cilindro con una manivela para levantar el puente levadizo. Pero en aquel momento comprobó que no había nada de eso, tan sólo una maroma y un cabestrante. La única manera de alzar el puente levadizo era enrollar la maroma. William y Walter la agarraron y tiraron a la vez, pero el puente ni siquiera emitió un ligero crujido. Era una tarea para diez hombres.
William quedó un momento desconcertado. El otro puente levadizo, el que conducía a la entrada del castillo, tenía una gran rueda. Él y Walter hubieran podido levantarlo. Luego se dio cuenta de que el puente levadizo exterior lo debían levantar cada noche en tanto que el que tenían entre manos, sólo se levantaba en caso de emergencia.
En cualquier caso, nada se ganaría lamentándose. La cuestión era qué hacer a continuación. Si no podía alzar el puente levadizo, al menos podía cerrar las puertas, lo que retrasaría al conde.
Bajó corriendo las escaleras con Walter a la zaga. Al llegar abajo sufrió un sobresalto. Al parecer no todo el mundo asistía a la misa. Vio a una mujer y a un niño salir de la casa de guardia. William se detuvo. Reconoció de inmediato a la mujer. Era la mujer del constructor, la misma que había intentado comprar el día anterior por una libra. Ella también le vio y sus penetrantes ojos color de miel se clavaron en él. William ni siquiera pensó en hacerse pasar por un visitante que estuviera esperando al conde. Sabía que no podía engañarla. Tenía que impedirle que diera la alarma y la mejor forma de lograrlo era matándola, rápida y silenciosamente, como había matado a los centinelas.
Los penetrantes ojos de Ellen leyeron las intenciones en su rostro, cogió a su hijo de la mano y dio media vuelta. William trató de agarrarla pero ella fue más rápida. Corrió hasta el recinto, dirigiéndose hacia la torre del homenaje; William y Walter corrieron tras ella.
Los pies de Ellen parecían alados y ellos vestían la cota de malla y llevaban armas pesadas. Ellen alcanzó las escaleras que conducían al gran salón. Gritaba mientras iba subiendo. William recorrió con la vista las murallas. Los gritos habían alertado al menos a dos de los centinelas. Todo había terminado. William dejó de correr y permaneció jadeante al pie de las escaleras. Walter le imitó. Dos centinelas, luego tres, y seguidamente cuatro bajaban corriendo de las murallas dirigiéndose al recinto. La mujer desapareció en el interior de la torre del homenaje sin soltar al muchacho. Ya no era importante. Una vez alertados los centinelas de nada serviría matarla.
William y Walter sacaron sus espadas y permanecieron en pie uno junto a otro dispuestos a vender caras sus vidas. El sacerdote estaba alzando la Hostia cuando Tom se dio cuenta de que a los caballos les pasaba algo; podía oír continuos relinchos y pateos, algo que se salía de lo normal. Un momento después alguien interrumpió la tranquila letanía en latín.
—¡Huelo a humo! —se oyó decir en voz alta.
También Tom y los demás pudieron olerlo. Tom era más alto que los otros y podía ver a través de las ventanas de la capilla si se ponía de puntillas. Se dirigió a un lado y miró a través de ellas. Las cuadras ardían por los cuatro costados.
—¡Fuego! —gritó y antes de que pudiera decir nada más su voz quedó ahogada por los gritos de los otros. Todos se precipitaron hacia la puerta y el servicio divino quedó olvidado. Tom hizo retroceder a Martha por miedo a que la multitud la aplastara y dijo a Alfred que se quedara con ellos. Se preguntaba dónde estaban Ellen y Jack. Un momento después no quedaba nadie en la capilla, salvo ellos tres y un sacerdote irritado.
Tom sacó a los niños fuera. Algunos estaban soltando a los caballos para que no murieran achicharrados mientras otros sacaban agua del pozo para sofocar las llamas. Tom no veía a Ellen por ninguna parte. Los caballos liberados corrían alrededor del recinto aterrados por el fuego y la gente que corría y gritaba. El estruendo de los cascos era tremendo. Tom escuchó atentamente durante un momento con el ceño fruncido. En realidad era tremendo. No parecían veinte, treinta sino un centenar. De repente le asaltó una terrible aprensión.
—Quédate aquí un momento, Martha —dijo—. Y tú, Alfred, cuida de ella.
Subió corriendo el terraplén hasta la parte superior de las murallas y el panorama le heló la sangre en las venas. Un ejército de unos ochenta a cien jinetes avanzaba a la carga por los campos pardos en dirección al castillo. Era un espectáculo aterrador. Tom podía ver el centelleo metálico de sus cotas de malla y las espadas desenvainadas. Los caballos corrían como rayos y una nube de aliento cálido salía de sus ollares. Los jinetes avanzaban encorvados sobre sus monturas con un propósito firme y espantoso. No había gritos ni chillidos, tan sólo el ensordecedor estruendo de centenares de cascos.
Tom miró hacia atrás, al recinto del castillo. ¿Por qué nadie más podía escuchar la llegada de aquel ejército? Porque el ruido de los cascos quedaba ahogado por los muros del castillo y fundido con el ruido producido por el pánico dentro del recinto. ¿Por qué los centinelas no habían visto nada? Porque todos habían abandonado sus puestos para combatir el fuego. Ese ataque había sido concebido por alguien inteligente. Ahora correspondía a Tom dar la voz de alarma. ¿Y dónde estaba Ellen?
Recorrió con la mirada el recinto mientras los atacantes seguían acercándose. Todo estaba oscurecido por el denso humo blanco de las cuadras incendiadas. No veía a Ellen por ninguna parte.
Descubrió al conde Bartholomew junto al pozo, intentando organizar la conducción del agua al fuego. Tom bajó presuroso al terraplén y atravesó corriendo el recinto hasta llegar al pozo; cogió sin miramientos al Conde por el hombro y le gritó al oído para hacerse oír por encima del estrépito.
—¡Es un ataque!
—¿Qué?
—¡Que nos están atacando!
El conde pensaba en el fuego.
—¿Que nos están atacando? ¿Quién?
—¡Escuchad! —le gritó Tom— ¡Un centenar de caballos!
El conde ladeó la cabeza; Tom vio en el rostro aristocrático y rudo que en su mente se había hecho la luz.
—¡Por la Cruz que tienes razón! —De repente pareció atemorizado— ¿Los has visto?
—Sí.
—¿Quién…? ¡Poco importa quién! ¡Un centenar de caballos!
—Sí.
—¡Peter! ¡Ralph! —El conde se volvió de espaldas a Tom y llamó a sus lugartenientes—. Se trata de una incursión. El fuego ha sido provocado para distraer la atención. ¡Nos están atacando! —Al igual que el conde, al principio se mostraron desconcertados, luego escucharon y finalmente dieron muestras de temor.
El conde gritaba:
—Decid a los hombres que cojan las espadas… ¡Rápido, rápido! —Luego se volvió hacia Tom—. Ven conmigo, cantero, tú eres fuerte, podremos cerrar las puertas. —Atravesó corriendo el recinto seguido de Tom. Si conseguían cerrar las puertas y alzar a tiempo el puente levadizo podrían resistir a un centenar de hombres.
Llegaron a la casa de la guardia. A través del arco podían ver al ejército. Tom se dio cuenta de que ya estaban a menos de una milla y desplegándose. Algunos han estado ya aquí, se dijo. Los caballos más rápidos delante y los rezagados detrás.
—Mira las puertas —vociferó el conde.
Tom miró. Las dos grandes puertas zunchadas de roble estaban en el suelo. Habían arrancado los goznes de la muralla. Pensó que algunos enemigos ya habían estado allí. Sintió el estómago atenazado por el temor.
Volvió a mirar hacia el recinto buscando una vez más a Ellen. No la veía. ¿Qué le habría pasado? En esos momentos podía pasar cualquier cosa. Necesitaba estar con ella y protegerla.
—¡El puente levadizo! —dijo el conde.
Tom comprendió que la mejor forma de proteger a Ellen era manteniendo a raya a los atacantes. El conde subió corriendo la escalera de caracol que conducía al cuarto desde el que se enrollaba la maroma y Tom se obligó a seguirle haciendo un esfuerzo. Si pudieran alzar el puente levadizo, unos cuantos hombres podrían resistir en la casa de guardia. Pero al entrar en el cuarto el mundo se le vino abajo. Habían cortado la maroma y no había manera de levantar el puente.
El conde maldijo con amargura.
—El que haya planeado esto es tan astuto como Lucifer —dijo.
De repente, a Tom se le ocurrió que quienquiera que hubiera arrancado las puertas, cortado la maroma del puente levadizo e iniciado el fuego debía encontrarse todavía dentro del castillo, en alguna parte. Miró temeroso en derredor preguntándose dónde podrían estar los intrusos.
El conde miró por una de las ventanas, prácticamente rendijas.
—¡Santo Dios! ¡Casi están aquí!
Bajó corriendo las escaleras.
Tom le iba pisando los talones. En el pórtico varios caballeros se abrochaban presurosos los cinturones de sus armas y se ponían los cascos. El conde Bartholomew empezó a dar órdenes.
—Vosotros, Ralph y John, enviad algunos caballos sueltos al puente para entorpecer la marcha del enemigo. Richard, Peter, Robin. Coged algunos otros y presentad resistencia aquí.
El pórtico era angosto y unos cuantos hombres podrían contener a los asaltantes, al menos por un rato.
—Tú, cantero, lleva a los servidores y a los niños a través del puente hasta el recinto superior.
Tom se sintió contento de tener una excusa para buscar a Ellen. Primero corrió a la capilla. Alfred y Martha se encontraban donde los dejara momentos antes y parecían asustados.
—Id a la torre del homenaje —les gritó—. Y decid a todas las mujeres y niños con los que os encontréis que vayan allí con vosotros… órdenes del conde. ¡Corred!
Los niños se pusieron en movimiento de inmediato.
Tom miró en derredor suyo. Pronto les seguiría él, estaba decidido a que no le cogieran en el recinto inferior. Pero todavía disponía de algunos momentos para cumplir la orden del conde. Corrió a las cuadras donde la gente seguía arrojando baldes de agua al fuego.
—Olvidaos del fuego. Están atacando el castillo —les gritó—. Llevad a vuestros hijos a la torre del homenaje.
El humo se le metió en los ojos empañando su visión al saltársele las lágrimas. Se frotó los ojos y corrió hacia un pequeño grupo que permanecía allí en pie viendo cómo el fuego devoraba las cuadras.
Les repitió el mensaje y también a un grupo de mozos de cuadra que habían reunido a algunos de los caballos desperdigados. A Ellen no se la veía por ninguna parte.
El humo le hizo toser. Sofocándose, cruzó de nuevo el recinto en dirección al puente que conducía al círculo superior. Allí se detuvo intentando recuperar el aliento y miró hacia atrás. La gente atravesaba en riadas el puente. Casi estaba seguro de que Ellen y Jack se encontraban ya en la torre del homenaje, pero se sentía aterrado ante la idea de que quizás no los hubiera visto. Pudo ver un apretado grupo de caballeros enzarzados en una brutal lucha cuerpo a cuerpo junto a la casa de guardia inferior. Aparte de eso no podía verse otra cosa que humo. De repente, el conde Bartholomew apareció a su lado con su espada ensangrentada y cayéndole las lágrimas debido al humo.
—¡Ponte a salvo! —gritó el conde a Tom.
En aquel preciso momento los atacantes irrumpieron a través del arco de la casa de guardia de abajo, dispersando a los caballeros que la defendían. Tom dio media vuelta y atravesó corriendo el puente.
En la segunda casa de guardia se mantenían quince o veinte hombres del conde, prestos a defender el recinto superior. Abrieron camino para dejar pasar al conde y a Tom. Al cerrar de nuevo filas, Tom oyó cascos golpeando sobre el puente de madera a sus espaldas. Los defensores ya no tenían posibilidad alguna. Tom comprendió que aquella había sido una incursión astutamente planeada y perfectamente ejecutada. Pero su principal preocupación era el miedo por la suerte de Ellen y los niños. Sobre ellos iban a caer un centenar de hombres armados sedientos de sangre. Atravesó corriendo el recinto superior en dirección a la torre del homenaje.
A medio camino de los escalones de madera que conducían al gran salón, miró hacia atrás. Los defensores de la segunda casa de guardia habían sido casi inmediatamente superados por los atacantes a caballo. El conde Bartholomew estaba en los escalones detrás de Tom. Ambos tuvieron el tiempo justo de entrar en la torre y levantar la escalera al interior. Tom subió corriendo el resto de los escalones, irrumpiendo en el salón… para descubrir que los atacantes se habían mostrado todavía más astutos.
La avanzadilla del enemigo que había derribado las puertas, cortado la maroma del puente levadizo y pegado fuego a las cuadras, había llevado a cabo otra acción. Había entrado en la torre del homenaje, tendiendo una emboscada a todo aquel que buscaba refugio en ella.
Ahora se encontraban en pie, a la entrada del gran salón, cuatro hombres de cara feroz vestidos con cota de malla. Por todas partes había cuerpos ensangrentados de los caballeros del conde muertos o heridos que fueron ferozmente atacados al entrar. Y Tom descubrió sobresaltado que el líder de aquella avanzadilla era William Hamleigh.
Tom miraba petrificado por la sorpresa. William tenía los ojos muy abiertos e inyectados en sangre. Tom pensó que William iba a matarle, pero antes de que tuviera tiempo de sentir miedo, uno de los secuaces de William le agarró por el brazo y le hizo entrar, apartándole violentamente a un lado.
De manera que eran los Hamleigh quienes atacaban el castillo del conde Bartholomew, pero ¿por qué?
Todos los servidores y los niños se encontraban formando un grupo aterrado en el extremo más alejado del salón. Así que únicamente iban a matar a los hombres armados. Tom recorrió las caras de los que se encontraban en el salón, sintiendo un inmenso alivio al ver a Alfred, Martha, Ellen y Jack, todos juntos con aspecto aterrado aunque vivos, y al parecer indemnes.
Antes de que pudiera reunirse con ellos se inició una lucha en la entrada. El conde Bartholomew y dos de sus caballeros se lanzaron a la carga, siendo sorprendidos por los caballeros de Hamleigh que los esperaban. Uno de los hombres del conde fue abatido de inmediato, pero el otro protegió al conde empuñando su espada. Varios caballeros de Bartholomew se situaron detrás del conde, y de repente se produjo una tremenda escaramuza cuerpo a cuerpo, utilizando cuchillos y puños porque no había espacio para enarbolar las largas espadas. Por un momento pareció como si los hombres del conde fueran a vencer a los de William. Pero algunos dieron media vuelta y empezaron a defenderse al ser atacados por detrás. Era evidente que el ejército atacante había penetrado en el recinto superior y que en aquellos momentos subían los escalones y atacaban la torre del homenaje.
—¡Deteneos! —vociferó una voz potente.
Los hombres de ambos bandos adoptaron posiciones defensivas y la lucha se detuvo.
—Bartholomew de Shiring, ¿os rendís? —gritó la misma voz.
Tom vio al conde volverse y mirar a través de la puerta. Los caballeros se hicieron a un lado para quedar fuera de su línea de visión.
—Hamleigh —murmuró en tono bajo e incrédulo. Luego, levantando la voz, dijo:
—¿Dejaréis marchar a mi familia y a mis servidores sin hacerles daño?
—Sí.
—¿Lo juráis?
—Lo juro por la Cruz si os rendís.
—Me rindo.
Del exterior llegó un gran vítor.
Tom dio media vuelta. Martha atravesó corriendo el salón hasta llegar junto a él, que la cogió en brazos. Luego abrazó a Ellen.
—Estamos salvados —dijo Ellen con los ojos llenos de lágrimas—. Todos nosotros… nos hemos salvado.
—Sí, estamos a salvo pero de nuevo en la miseria —dijo Tom con amargura.
De súbito, William dejó de dar vítores. Era el hijo de Lord Percy y no era digno de él gritar y vociferar como los hombres de armas. Su rostro adoptó una expresión de satisfacción altiva.
Habían ganado. Llevó adelante el plan no sin algunos contratiempos, pero había dado resultado y el ataque había resultado un gran éxito gracias a su trabajo previo. Había perdido la cuenta de los hombres que había matado y herido, y sin embargo él estaba indemne. Algo le llamó la atención: tenía mucha sangre en la cara para no haber sufrido herida alguna. Se la limpió pero volvió a caerle. Debía ser la suya. Se llevó la mano a la cara y luego a la cabeza. Había perdido algo de pelo y le dolió al tocarse el cuero cabelludo. Le dolía terriblemente. No había llevado casco porque hubiera resultado sospechoso. Empezó a dolerle ahora que ya sabía que estaba herido. No le importó. Una herida era señal de valor.
Su padre subió los escalones y se enfrentó con el conde Bartholomew en el umbral de la puerta. Bartholomew sostenía su espada presentando la empuñadura en actitud de rendición. Percy la cogió y sus hombres volvieron a lanzar vítores.
—¿Por qué habéis hecho esto? —oyó que decía Bartholomew a padre, cuando se hubo apagado el ruido.
—Habéis conspirado contra el rey —contestó padre.
Bartholomew estaba asombrado de que padre supiera eso y en su rostro se reveló el sobresalto. William contuvo el aliento preguntándose si Bartholomew, con la desesperación de la derrota, admitiría la conspiración delante de toda aquella gente. Sin embargo recuperó su compostura y se irguió cuan alto era.
—Defenderé mi honor delante del rey, no aquí —dijo.
Padre hizo un ademán de aquiescencia.
—Como queráis. Decid a vuestros hombres que entreguen las armas y que abandonen el castillo.
El conde murmuró una orden a sus caballeros y uno a uno fueron acercándose a padre y dejando caer al suelo sus espadas, delante de él. William disfrutaba viendo todo aquello. Ahí están todos ellos, humillados ante mi padre, se dijo con orgullo.
—Reunid los caballos sueltos y metedlos en la cuadra. Haz que algunos hombres lo recorran todo y desarmen a los muertos y a los heridos —estaba diciendo padre a uno de sus caballeros.
Las armas y los caballos de los vencidos pertenecían naturalmente a los vencedores. Los caballeros de Bartholomew habían de dispersarse a pie y desarmados. Los hombres de Hamleigh vaciarían también los almacenes del castillo. Se cargarían las mercancías en los caballos confiscados y serían conducidos a Hamleigh, la aldea que daba su nombre a la familia. Padre llamó a otro de sus caballeros.
—Reúne a los sirvientes de cocina y que hagan la comida. El resto de ellos que se vayan —le dijo.
Después de la batalla, los hombres estaban hambrientos. Se celebraría una fiesta por la victoria. Comerían y beberían los mejores manjares y vinos del Conde Bartholomew antes de que el ejército victorioso volviera a casa.
Un momento después los caballeros que rodeaban a padre y a Bartholomew se dividieron para dejar paso a madre.
Parecía muy pequeña entre todos aquellos fornidos luchadores, pero cuando se retiró el chal que le cubría la cara, aquellos que no la habían visto antes retrocedían sobresaltados, como siempre hacía la gente ante su rostro desfigurado. Miró a padre.
—Un gran triunfo —dijo con tono satisfecho.
William hubiera querido decir: Y debido a un excelente trabajo previo ¿no crees, madre?
Sin embargo se mordió la lengua. Pero su padre habló por él.
—Ha sido William quien nos ha despejado la entrada.
Madre se volvió hacia él y William esperó ansioso que le felicitara.
—¿De veras? —dijo.
—Sí —afirmó padre—. El muchacho ha hecho un buen trabajo.
Madre hizo un ademán de aquiescencia.
—Tal vez lo haya hecho —dijo.
William se sintió reconfortado por el elogio y sonrió de manera estúpida.
Madre miró al conde Bartholomew.
—El conde debería inclinarse ante mí —dijo.
—No —repuso tajante el conde.
—Traed a la hija —dijo madre.
William miró en derredor. Por un momento se había olvidado de Aliena. Escudriñó entre los sirvientes y los niños, descubriéndola al instante, en pie junto a Matthew, el mayordomo afeminado de la casa.
William se acercó a ella, la agarró del brazo y la llevó junto a su madre. Matthew les siguió.
—Cortadle las orejas —dijo madre.
Aliena lanzó un grito.
William sintió una extraña excitación en los lomos.
El rostro de Bartholomew adquirió un tono ceniciento.
—Prometisteis que no le haríais daño alguno si me rendía —dijo el conde—. Lo jurasteis.
—Y nuestra protección será tan completa como vuestra rendición —aseguró madre.
William se dijo que aquello era muy inteligente. Pese a todo, Bartholomew mantenía una actitud desafiante. William se preguntaba quién sería el elegido para cortar las orejas a Aliena. Tal vez madre le diera a él aquella tarea. La idea le resultaba excitante, en extremo.
—Arrodillaos —dijo madre a Bartholomew.
Bartholomew dobló con lentitud una rodilla e inclinó la cabeza.
William se sintió ligeramente decepcionado.
Madre alzó su voz.
—¡Mirad esto! —gritó a todos los reunidos—. No olvidéis jamás la suerte de un hombre que insulta a los Hamleigh.
Miró desafiante en derredor y el corazón de William latió con fuerza de orgullo.
Madre dio media vuelta y de nuevo ocupó su puesto padre.
—Lleváoslo a su dormitorio. Y vigiladle bien —dijo.
Bartholomew se puso en pie.
—Llévate también a la muchacha —dijo padre a William.
William agarró con fuerza el brazo de Aliena. Le gustaba tocarla. Iba a llevarla arriba, al dormitorio. Y nadie sabía lo que podía ocurrir. Si le dejaban solo con Aliena, podría hacer con ella lo que quisiera. Podría desgarrarle la ropa y contemplar su desnudez, podía…
—Permitid que Matthew Steward venga con nosotros para cuidar de mi hija.
Padre miró a Matthew.
—Parece bastante inofensivo —dijo con una mueca—. Está bien.
William miró la cara de Aliena. Seguía pálida, pero asustada estaba aún más bella. Era excitante verla en situación tan vulnerable.
Ansiaba aplastar su cuerpo perfecto debajo del suyo y ver el miedo en su rostro mientras la obligaba a separar los muslos.
—Todavía quiero casarme contigo —dijo en un impulso acercando la cara a la de ella y en voz queda.
Aliena se apartó de él.
—¿Casarnos? —dijo con desdén en voz alta—. ¡Preferiría morir a casarme contigo, sapo repugnante!
Todos los caballeros sonrieron y algunos de los sirvientes rieron con disimulo. William sintió que le ardía la cara por el bochorno. De repente, madre avanzó un paso y abofeteó a Aliena. Bartholomew hizo un ademán para defender a su hija pero los caballeros le sujetaron.
—Cállate —dijo madre a Aliena—. Ya no eres una dama elegante…, eres la hija de un traidor y pronto estarás en la miseria y muerta de hambre. Ya no eres digna de mi hijo. Apártate de mi vista y no digas una sola palabra más.
Aliena dio media vuelta. William le soltó el brazo y la joven siguió a su padre. Mientras la veía irse, William se dio cuenta de que el sabor dulce de la venganza se le había vuelto amargo en la boca. Jack pensaba que era una verdadera heroína, exactamente como una princesa de un poema. La contemplaba deslumbrado mientras subía las escaleras con la cabeza muy alta. En todo el salón reinó el silencio hasta que ella hubo desaparecido de la vista. Cuando se fue era como si una lámpara se hubiera apagado. Jack se quedó mirando el lugar donde ella había estado.
—¿Quién es el cocinero? —dijo uno de los caballeros acercándose.
El cocinero se sentía demasiado receloso para darse a conocer, pero alguien le señaló.
—Vas a hacer la comida —le dijo el caballero—. Coge a tus ayudantes y vete a la cocina. —El cocinero eligió media docena de personas entre todo aquel gentío. El caballero dijo levantando la voz—: Los demás… desapareced. Iros del castillo. Salid rápidamente y no intentéis llevaros nada que no sea vuestro. Todos tenemos las espadas ensangrentadas y poco importará algo más. ¡En marcha!
Todos atravesaron precipitadamente la puerta. La madre de Jack le tenía cogida la mano y Tom llevaba a Martha de la suya. Alfred les seguía. Todos llevaban sus capas y ninguno tenía propiedades salvo sus ropas y el cuchillo de comer. Con el resto de la gente bajaron los escalones, atravesaron el puente y el recinto inferior así como la casa de guardia, y pasando por encima de las puertas derribadas abandonaron el castillo sin detenerse. Una vez que hubieron salido del puente al campo, por el lado más alejado del foso, la tensión estalló como la cuerda rota de un arco, y todos empezaron a hablar sobre su penosa experiencia con voces excitadas y fuertes. Jack les escuchaba distraído mientras caminaba. Todo el mundo recordaba lo valientes que habían sido. Él no se consideraba valiente… sencillamente había huido.
La única valiente había sido Aliena. Cuando llegó a la torre del homenaje y descubrió que en vez de ser un lugar de refugio era una trampa, se había hecho cargo de los sirvientes y de los niños, diciéndoles que se sentaran y se estuvieran quietos, manteniéndose apartados de los hombres que luchaban, imprecando a los caballeros de los Hamleigh cuando se mostraban rudos con sus prisioneros o levantaban sus espadas contra mujeres y hombres desarmados, comportándose como si fuera absolutamente invulnerable.
Su madre le enredó el pelo.
—¿En qué piensas?
—Me preguntaba qué le ocurrirá a la princesa.
Ellen sabía a qué se refería.
—A Lady Aliena.
—Es como una princesa de un poema viviendo en un castillo. Pero los caballeros no son tan virtuosos como dicen los poemas.
—Eso es verdad —admitió su madre ceñuda.
—¿Qué le pasará?
Ellen sacudió la cabeza.
—En verdad que no lo sé.
—Su madre murió.
—Entonces pasará momentos muy duros.
—Eso pensaba. —Jack hizo una pausa—. Se rio de mí porque no estaba enterado de lo de los padres. Pero de todas maneras me gusta.
Ellen le pasó el brazo por la espalda.
—Siento no haberte hablado de los padres.
Jack le acarició la mano aceptando su disculpa. Siguieron andando en silencio. De vez en cuando una familia abandonaba el camino y se dirigía a campo traviesa a casa de parientes o amigos donde podrían pedir algo de desayuno y pensar en lo que habían de hacer.
La mayor parte de la gente permaneció junta hasta alcanzar la encrucijada. A partir de allí se fue separando, unos fueron hacia el Norte, otros hacia el Sur y algunos siguieron camino recto en dirección al pueblo mercado de Shiring. Ellen se separó de Jack y puso una mano sobre el brazo de Tom, haciéndole detenerse.
—¿Adónde iremos? —le preguntó.
Tom pareció levemente sorprendido ante aquella pregunta; se hubiera esperado que todos les siguieran adonde quiera ir sin hacer preguntas. Jack se había dado cuenta de que su madre provocaba a menudo aquella mirada de sorpresa en Tom. Tal vez la mujer anterior había sido un tipo de persona diferente a ella.
—Vamos al priorato de Kingsbridge —dijo Tom.
—¿Kingsbridge? —Ellen pareció sobresaltada. Jack se preguntó a qué se debería. Tom no se dio cuenta.
—Ayer noche oí decir que había un nuevo prior —siguió diciendo—. Un hombre nuevo suele querer hacer algunas reparaciones o cambios en la iglesia.
—¿Ha muerto el viejo prior?
—Sí.
Por algún motivo aquella noticia tranquilizó a su madre. Jack se dijo que debió haber conocido al viejo prior y no le gustaba. Tom se dio cuenta finalmente del tono preocupado de su voz.
—¿Pasa algo malo con Kingsbridge? —le preguntó.
—He estado allí. Está a más de un día de viaje.
Jack sabía que no era la duración del viaje lo que preocupaba a su madre. Pero no Tom.
—Podemos estar allí mañana hacia el mediodía —dijo.
—Muy bien.
Siguieron caminando.
Algo más tarde, Jack empezó a sentir dolor de vientre. Durante un rato pensó qué sería. En el castillo no le habían hecho daño alguno y Alfred hacía dos días que no le daba puñetazos. Por último se dio cuenta de lo que era.
Volvía a tener hambre.