Peter de Wareham era un perturbador nato.
Le habían trasladado a la pequeña celda en el bosque desde la casa matriz en Kingsbridge, y era fácil comprender por qué el prior de Kingsbridge estaba tan ansioso por librarse de él. Era un hombre alto y fuerte, cerca de los treinta, de poderoso intelecto y modales desdeñosos, que vivía en un estado permanente de justificada indignación.
Al llegar por primera vez y empezar a trabajar en los campos estableció un ritmo enloquecido y luego acusó a los demás de perezosos. Sin embargo, y ante su propia sorpresa, la mayoría de los monjes habían mantenido su ritmo de trabajo e incluso los más jóvenes llegaron a cansarle. Entonces buscó otro pecado que no fuera la ociosidad decidiéndose en segundo lugar por la gula.
Empezó por comer sólo la mitad de su pan y nada de carne.
Durante el día bebía agua de los arroyos y cerveza aguada, y rechazaba el vino. Dio una reprimenda a un saludable monje por haber pedido más gachas, e hizo llorar a un muchacho que en broma se había bebido el vino de otro.
Los monjes no mostraban indicios de gula, reflexionaba el prior Philip mientras regresaban desde lo alto de la colina al monasterio, a la hora del almuerzo. Los más jóvenes eran delgados y musculosos, y los mayores nervudos, quemados por el sol. Ninguno de ellos tenía esas características redondeces pálidas y blandas de quienes comen mucho y no hacen nada. Philip pensaba que todos los monjes debían estar delgados. Los monjes gordos provocaban la envidia y el aborrecimiento del hombre pobre hacia los servidores de Dios.
Como era característico en él, Peter había encubierto su acusación con una confesión.
—He cometido el pecado de gula —había dicho aquella misma mañana cuando estaban tomando un respiro sentados en los tocones de los árboles que acababan de talar, comiendo pan de centeno y bebiendo cerveza—. He desobedecido la regla de san Benito que dice que los monjes no deben comer carne ni beber vino. —Miró a los otros en derredor suyo, con la cabeza alta y brillándole orgullosa la mirada, que finalmente se detuvo en Philip—. Y cada uno de los que están aquí es culpable del mismo pecado —acabó diciendo.
En realidad era muy triste que Peter fuera así, pensó Philip. El hombre estaba consagrado al trabajo de Dios y tenía una mente excelente y una gran fortaleza de propósito. Parecía tener una necesidad compulsiva de sentirse especial y que en todo momento se tuviera en cuenta su presencia, lo cual le inducía a provocar escenas.
Era auténticamente pesado, pero Philip le quería como a todos los demás, porque detrás de toda aquella arrogancia y desdén, Philip podía descubrir un alma turbada, que en realidad no creía posible que nadie se interesara por él.
—Esto nos da oportunidad de recordar lo que decía san Benito sobre el tema ¿Recuerdas las palabras exactas, Peter? —había dicho Philip.
—Dijo: Todos, salvo los enfermos, deberían abstenerse de comer carne. Y además, El vino no es en modo alguno una bebida de monjes —contestó Peter.
Philip asintió. Como había sospechado, Peter no conocía la regla tan bien como él.
—Casi es correcto, Peter —dijo—. El santo no se refería a la carne en general sino a la carne de animales de cuatro patas, y aún así hacía la excepción no sólo de los enfermos sino también de los débiles. ¿A qué se refería con lo de los débiles? Aquí, en nuestra pequeña comunidad, somos de la opinión que el hombre que ha quedado debilitado por un trabajo agotador en los campos, es posible que necesite comer carne de vaca para, de esa manera, conservar su fortaleza.
Peter había estado escuchando con silencio taciturno, fruncido el ceño desaprobador, juntas las negras y espesas cejas sobre el puente de su gran nariz curva, y una expresión de desafío contenido en el rostro.
—En cuanto al tema del vino, el santo dice: Leemos que el vino no es en modo alguno bebida de monjes —siguió diciendo Philip—. La utilización de la palabra leemos da a entender que no respalda de manera absoluta la proscripción. Y también dice que una pinta de vino al día debería ser suficiente para cualquiera. Y nos advierte del peligro de beber hasta la saciedad. Creo que está claro que no espera que los monjes se abstengan por completo, ¿no crees?
—Pero dice que en todo ha de mantenerse la frugalidad —arguyó Peter.
—¿Y tú piensas que aquí no somos frugales? —le preguntó Philip.
—Así es —dijo con voz estridente.
—Deja que aquellos a quienes Dios les da el don de la abstinencia sepan que recibirán su adecuada recompensa —citó Philip—. Si crees que aquí el alimento es demasiado abundante, puedes comer menos. Pero recuerda lo que dice el santo: Cita la Epístola I a los Corintios en la que San Pablo dice: Cada uno ha recibido su propio don de Dios, uno este, el otro, aquel. Y luego el santo nos dice: Por esa razón la cantidad de comida de otra gente no puede determinarse sin cierta duda. Peter, recuerda esto mientras ayunas y meditas sobre el pecado de la gula.
Luego habían vuelto al trabajo, Peter con aires de mártir. Philip se dio cuenta de que no podría acallarle con facilidad. De los tres votos hechos por los monjes —pobreza, castidad y obediencia—, este último era el que creaba más dificultades a Peter.
Naturalmente había maneras de tratar a los monjes desobedientes. Confinamiento en solitario, a pan y agua, flagelación y, como recurso extremo, la excomunión y expulsión del convento. Habitualmente Philip no vacilaba en aplicar tales correctivos, especialmente cuando un monje estaba poniendo en tela de juicio su autoridad. En consecuencia estaba considerado como un ordenancista duro. Pero de hecho aborrecía tener que recurrir a correctivos, quebraba la armonía de la hermandad monástica y hacía que todos se sintieran desgraciados. De cualquier forma, en el caso de Peter, el correctivo no serviría de nada. En realidad sólo se lograría que el hombre se mostrara más orgulloso e implacable. Philip tenía que encontrar una forma de controlar a Peter y al mismo tiempo hacerle más receptivo.
No sería tarea fácil. Aunque por otra parte pensó que si todo resultara fácil, el hombre no necesitaría la guía de Dios.
Llegaron al calvero del bosque en el que estaba el monasterio.
Mientras cruzaban el espacio abierto, Philip vio al hermano John agitando enérgicamente los brazos en dirección a ellos desde el redil de las cabras. Le llamaban Johnny Eightpence («Ochopeniques») y estaba algo mal de la cabeza. Philip se preguntó qué sería lo que le tenía tan inquieto. Con Johnny se encontraba un hombre con hábitos de sacerdote. Su aspecto le resultaba vagamente familiar y Philip se acercó presuroso.
El sacerdote era un hombre bajo y fornido, de unos veinticinco años, con el pelo negro cortado casi al rape y unos brillantes ojos azules que revelaban una inteligencia despierta. El mirarle fue para Philip como verse en un espejo. Descubrió sobresaltado que era Francis, su hermano pequeño.
Y Francis sostenía a un recién nacido.
Philip no sabía qué era más sorprendente, si la presencia de Francis o la del bebé. Los monjes se arremolinaron alrededor de ellos. Francis se puso en pie y entregó el niño a Johnny. Entonces Philip le abrazó.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Philip encantado—. ¿Y por qué llevas contigo un bebé?
—Luego te contaré por qué estoy aquí —dijo Francis—. En cuanto al bebé, lo he encontrado en el bosque, completamente solo, junto a una gran hoguera.
—Y… —le alentó a seguir Philip.
Francis se encogió de hombros.
—No puedo decirte nada más porque es todo cuanto sé. Confiaba en llegar aquí anoche, pero no me fue posible, así que he dormido en la cabaña de un guarda forestal. Al alba emprendí de nuevo la marcha. Y cuando cabalgaba por el camino oí el llanto de un niño. Lo recogí y lo traje aquí. Esa es toda la historia.
Philip miró incrédulo al diminuto bulto en brazos de Johnny.
Alargó la mano y levantó una esquina de la manta. Vio una carita rosada y arrugada, una boca abierta sin dientes y una cabecita calva, la viva imagen en miniatura de un monje anciano. Levantó algo más la manta y vio unos hombros pequeños y frágiles, unos brazos que se agitaban y unos puños cerrados. Observó más de cerca el trozo del cordón umbilical que colgaba del ombligo del niño. Era ligeramente repugnante. Se preguntó si eso sería natural. Tenía el aspecto de una herida que estuviese cicatrizando bien, por lo que lo mejor sería dejarla tal como estaba. Separó aún más la manta.
—Es un chico —dijo con un carraspeo incómodo, al tiempo que volvía a taparle con la manta. Uno de los novicios rio entre dientes.
De repente, Philip se sintió incapaz. ¿Qué puedo hacer con él?, se preguntó. ¿Alimentarlo?
El niño se echó a llorar y aquel sonido resonó en su corazón como un himno entrañable.
—Tiene hambre —dijo, y en su fuero interno pensó: ¿Cómo lo he sabido?
—No podemos alimentarlo —dijo uno de los monjes.
Philip estaba a punto de preguntar ¿por qué no?, cuando lo comprendió. No había mujeres en muchas millas.
Pero Johnny había resuelto ya el problema, como pudo comprobar Philip. Johnny se sentó en el taburete con el bebé en su regazo. Tenía en la mano una toalla con una de sus esquinas retorcida en espiral; sumergió la esquina en un balde de leche, dejando que se empapara bien y luego la acercó a la boca del niño. Este la abrió, chupó la toalla y tragó.
A Philip le entraron ganas de aplaudirle.
—Eso ha sido muy inteligente por tu parte, Johnny —dijo sorprendido.
Johnny sonrió.
—Ya lo había hecho antes, cuando una cabra murió antes de destetar a su cabrito —dijo orgulloso.
Todos los monjes observaban atentos mientras Johnny repetía la sencilla operación de empapar la punta de la toalla y dejar que el recién nacido la chupara. Philip observó divertido que al aplicar la toalla a la boca del niño, algunos monjes abrieron la suya con movimiento reflejo. Era una manera lenta de alimentar al bebé, aunque sin duda alguna alimentar bebés era un asunto lento.
Peter de Wareham, que había sucumbido a la fascinación general ante el bebé y que durante un rato se había olvidado de mostrarse crítico sobre algo, se recuperó por fin y dijo.
—Lo más fácil sería encontrar a la madre del niño.
—Lo dudo —dijo Francis—. Probablemente la madre no estará casada y por tanto será culpable de trasgresión moral. Me imagino que será joven. Quizás haya logrado mantener el embarazo en secreto y al acercarse el momento del alumbramiento se vino al bosque, encendió un fuego y dio a luz sola. Luego abandonó al niño a los lobos y se fue por donde había venido. Se asegurará de que no puedan encontrarla.
El bebé se había quedado dormido. Siguiendo un impulso Philip se lo cogió a Johnny. Lo mantuvo apretado contra su pecho sujetándolo con una mano y meciéndolo.
—¡Pobre criatura! —dijo.
Se sintió invadido por el ansia de proteger y cuidar del niño. Se dio cuenta de que los monjes le miraban atónitos ante su repentino alarde de ternura. Naturalmente, nunca le habían visto acariciar a nadie, ya que en el monasterio estaba estrictamente prohibido cualquier tipo de efusión física. Era evidente que le creían incapaz de semejante gesto. Bueno, se dijo, ahora ya saben la verdad.
—Entonces tendremos que llevar el niño a Winchester y tratar de encontrarle una madre adoptiva —dijo Peter de Fareham de nuevo.
Si aquello lo hubiera dicho cualquier otro, quizás Philip no se hubiera mostrado tan rápido en contradecirle. Pero había sido Peter. Philip habló presuroso, y a partir de entonces su vida nunca volvió a ser la misma.
—No vamos a dárselo a una madre adoptiva —afirmó con decisión—. Este niño es un don de Dios. —Miró a todos en derredor. Los monjes le miraban a su vez, con los ojos muy abiertos, pendientes de sus palabras—. Nosotros cuidaremos de él —siguió diciendo—. Le alimentaremos, le enseñaremos y le conduciremos por los caminos del Señor. Luego, cuando sea hombre, se hará monje, y entonces se lo devolveremos a Dios.
Se hizo un maravillado silencio.
Entonces intervino de nuevo Peter.
—Eso es imposible, ¡los monjes no pueden criar un bebé! —exclamó con voz airada.
Philip se encontró con la mirada de su hermano y ambos sonrieron, rememorando tiempos pasados. Cuando Philip habló de nuevo, el tono de su voz estaba cargado con el peso del pasado.
—¿Imposible? No, Peter. Estoy seguro de que puede hacerse y también lo está mi hermano. Lo sabemos por experiencia, ¿verdad, Francis?
El día que Philip consideraba ahora como el último, su padre regresó herido a casa. Philip fue el primero en verle, cabalgando sobre el serpenteante sendero de la ladera de la colina hacia la aldehuela, en el montañoso Gales del norte. Como siempre, Philip, que por entonces tenía seis años, corrió a su encuentro. Pero esta vez su padre no lo subió al caballo, delante de él. Cabalgaba lentamente, desplomado sobre la silla sujetando las riendas con la mano derecha mientras el brazo izquierdo le colgaba inerte. Tenía la cara pálida y la ropa manchada de sangre. Philip se sentía intrigado y atemorizado a un tiempo, ya que nunca había visto a su padre mostrar debilidad.
—Vete a buscar a tu madre —le dijo.
Cuando le hubieron llevado a casa, su madre le cortó la camisa. Philip quedó horrorizado al ver a su madre, siempre tan ahorradora, estropear expresamente una ropa tan buena. Aquello le impresionó más que la sangre.
—No te preocupes por mí —había dicho su padre, pero su vozarrón habitual se había debilitado hasta no ser más que un murmullo y nadie le hizo caso, otro hecho asombroso ya que su palabra era ley—. Déjame y llévate a todos al monasterio. Pronto estarán aquí los malditos ingleses.
En lo alto de la colina había un monasterio con una iglesia, pero Philip no alcanzaba a comprender por qué habrían de ir allí, cuando ni siquiera era domingo.
—Si sigues perdiendo sangre no podrás ir a ninguna parte. Nunca —le dijo ella. Pero tía Gwen dijo que daría la alarma y salió de la habitación.
Años más tarde, cuando pensaba en los acontecimientos que siguieron, Philip comprendió que en aquel momento nadie se había acordado de él ni de Francis, su hermano de cuatro años, y que nadie pensó tampoco en conducirles al monasterio, donde estarían seguros.
La gente pensaba en sus propios hijos y dieron por sentado que Philip y Francis estaban bien porque se encontraban con sus padres. Pero el padre se estaba desangrando hasta morir y la madre intentaba salvarle y así fue cómo los ingleses les sorprendieron a los cuatro.
Durante la corta experiencia de Philip nada le había preparado para la aparición de dos hombres de armas que abrieron la puerta de un puntapié y entraron en la casa de una sola habitación. En otras circunstancias no hubieran resultado aterradores porque eran el tipo de adolescentes grandes y desmañados que se burlaban de las viejas, maltrataban a los judíos y a medianoche se liaban a puñetazos fuera de las cervecerías. Pero en aquellos momentos, y Philip lo comprendió años después cuando finalmente fue capaz de pensar de manera objetiva sobre aquel día, los dos jóvenes estaban sedientos de sangre; habían participado en una batalla; habían oído los gritos agónicos de los hombres y visto morir a sus amigos y literalmente habían estado muertos de miedo. Pero habían ganado la batalla y sobrevivido, y ahora perseguían con saña a sus enemigos. Y nada podría satisfacerles tanto como más sangre, más gritos, más heridas y más muerte.
Todo ello estaba escrito en sus caras crispadas al irrumpir en la habitación como zorros en un gallinero.
Actuaron con gran rapidez, pero Philip no olvidaría nunca cada movimiento, como si todo ello hubiera durado mucho tiempo. Los dos hombres llevaban armadura ligera, tan sólo una túnica corta de malla y un casco de cuero con bandas de hierro. Ambos llevaban las armas en las manos. Uno de ellos era feo, con una gran nariz corva y bizquera mostrando los dientes con una espantosa mueca simiesca.
El otro tenía una barba exuberante, manchada de sangre, sin duda de algún otro, pues no parecía estar herido. Los dos hombres recorrieron con la mirada la habitación sin detenerse. Sus ojos, calculadores e implacables dieron de lado a Philip y Francis; observaron la presencia de la madre y se clavaron en el padre. Casi estuvieron junto a él antes de que nadie pudiera moverse.
La madre había estado inclinada sobre él atándole un vendaje en el brazo izquierdo. Se enderezó volviéndose hacia los intrusos con los ojos centelleantes de valor desesperado. El padre se puso en pie de un salto y se llevó la mano derecha a la empuñadura de la espada. Philip lanzó un grito de terror.
El hombre feo levantó su espada y la descargó por la empuñadura sobre la cabeza de la madre. Luego la empujó a un lado sin clavarle la espada, probablemente porque no quería arriesgarse a que la hoja quedara atascada en un cuerpo mientras el hombre siguiera estando vivo. Philip imaginó todo aquello años más tarde. En aquel momento se limitó a correr hacia su madre sin comprender que ella ya no podía protegerle. Ella dio un traspiés, aturdida, y el hombre feo pasó junto a ella, alzando de nuevo su espada. Philip se aferró a las faldas de su madre mientras ella se tambaleaba, pero el niño no pudo dejar de mirar a su padre.
Este sacó el arma de la vaina y la alzó con un movimiento defensivo. El hombre feo descargó la suya y las hojas sonaron como una campana. Al igual que todos los niños pequeños, Phil pensaba que su padre era invencible. Fue entonces cuando supo la verdad. El padre estaba débil por la pérdida de sangre. Al encontrarse las dos espadas la suya cayó y el atacante alzó la suya ligeramente y atacó rápido de nuevo. Descargó el golpe donde los grandes músculos del cuello de padre se unían a los anchos hombros. Philip empezó a chillar al ver la afilada hoja hundirse en el cuerpo de su padre. El hombre feo impulsó de nuevo el brazo para otro ataque y hundió la punta de su espada en el vientre del padre.
Philip miró a su madre paralizado por el terror. Sus ojos se encontraron con los de ella en el preciso momento en que el otro hombre, el barbudo, la golpeaba. Cayó al suelo junto a Philip, sangrando de una herida en la cabeza. El hombre barbudo cogió entonces la espada por el otro extremo, dándole la vuelta de manera que apuntara hacia abajo y sujetándola con las dos manos. Luego la alzó mucho, como si estuviera a punto de clavársela a sí mismo, y la descargó con fuerza. Hubo un espantoso crujido de hueso roto al atravesar la punta el pecho de la madre. La hoja se hundió profundamente, tan hondo —observó Philip, incluso estando bajo el influjo de un terror ciego e histérico—, que debió de haberle atravesado la espalda clavándola al suelo como si de un clavo se tratara.
Philip miró de nuevo desesperado a su padre. Le vio derrumbarse hacia delante sobre la espada del hombre feo, vomitando gran cantidad de sangre. Su atacante retrocedió y tiró de la espada, intentando sacarla del cuerpo. El padre avanzó otro paso vacilante, sin apartarse de él. El hombre feo lanzó un grito furioso y removió la espada en el vientre. Finalmente logró sacarla. Al caer al suelo, su padre se llevó la mano al vientre desgarrado como intentando tapar la inmensa herida abierta. Philip siempre había creído que lo que la gente tenía dentro del cuerpo era más o menos sólido, y se sintió confundido y con náuseas a la vista de los desagradables tubos y órganos que salían de su padre. El atacante levantó muy en alto la espada, con la punta hacia abajo, sobre el cuerpo del padre, como había hecho el hombre barbudo sobre la madre, y descargó de la misma manera el golpe final.
Los dos ingleses se miraron y de repente Philip vio el alivio reflejado en sus rostros. Ambos se volvieron a mirarles, a él y a Francis. Uno hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y el otro se encogió de hombros. Y Philip comprendió que iban a matarles a él y a su hermano abriéndoles de arriba abajo con aquellas afiladas espadas, y cuando comprendió lo mucho que le iba a doler, se sintió invadido por el terror hasta el punto de que pareció que la cabeza iba a estallarle.
El hombre con sangre en la barba se adelantó rápido y cogió a Francis por un tobillo. Lo mantuvo en el aire cabeza abajo mientras el chiquillo chillaba, llamando a su madre sin comprender que estaba muerta. El hombre feo retiró su espada del cuerpo del padre y puso el brazo en posición, dispuesto a atravesar el corazón de Francis con su arma.
Aquella acción no llegó a tener lugar. Resonó una voz de mando y los dos hombres se quedaron inmóviles. Callaron los gritos y Philip se dio cuenta que era él quien los había estado dando. Miró hacia la puerta y vio al abad Peter, con su hábito de tejido casero, con la ira de Dios en la mirada, llevando en la mano una cruz de madera a modo de espada.
Cuando en sus pesadillas Philip revivía aquel día y se despertaba sudando y gritando en la oscuridad, siempre era capaz de calmarse y de dormirse de nuevo, evocando en su mente aquel cuadro final y la forma en que los gritos y las heridas habían sido dominados por el hombre desarmado que llevaba sólo la cruz.
El abad Peter habló de nuevo. Philip no llegó a entender el lenguaje que utilizó, naturalmente fue el inglés, pero su significado era claro, ya que los dos hombres parecieron avergonzados y el barbudo dejó a Francis con cuidado en el suelo. Sin dejar de hablar, el monje entró tranquilamente en la habitación. Los hombres de armas retrocedieron un paso, casi como si les inspirara temor… a ellos, con sus espadas y armaduras mientras él sólo llevaba un hábito de lana y una cruz. Les dio la espalda con un gesto de desprecio y se puso en cuclillas para hablar a Philip. Su tono era práctico.
—¿Cómo te llamas?
—Philip.
—Ah, sí, ya recuerdo. ¿Y tu hermano?
—Francis.
—Está bien. —El abad miró a los cuerpos ensangrentados caídos sobre el suelo de tierra—. Esta es tu madre, ¿verdad?
—Sí —sintió el pánico de nuevo al señalar el cuerpo mutilado de su padre—: ¡Y ese es mi papá!
—Ya lo sé —dijo el monje con voz tranquilizadora—. No debes de seguir gritando; sólo tienes que contestar a mis preguntas. ¿Te das cuenta de que están muertos?
—No lo sé —repuso Philip tristemente. Sabía que eso se decía cuando morían los animales, pero ¿cómo podía sucederle a mamá y a papá?
—Es como quedarse dormido —dijo el abad Peter.
—¡Pero tienen los ojos abiertos! —gritó Philip.
—Chiss. Entonces lo mejor será que se los cerremos.
—Sí —asintió Philip. Tenía la sensación de que aquello solucionaría algo.
El abad Peter se puso en pie, cogió de la mano a Philip y Francis y los condujo atravesando la habitación junto al cuerpo de su padre.
Arrodillándose, cogió a Philip la mano derecha.
—Te enseñaré cómo —le dijo. Dirigió la mano de Philip hacia la cara de su padre, pero de repente Philip tuvo miedo de tocarle porque el cuerpo parecía muy extraño, pálido, inerte y horriblemente herido.
Apartó violentamente la mano. Luego miró con ansiedad al abad Peter, un hombre al que nadie desobedecía, pero el abad no parecía enfadado con él.
—Vamos —dijo cariñosamente volviendo a coger la mano de Philip. Esta vez no se resistió. Sujetando el dedo índice de Philip con el suyo y el pulgar, el abad hizo que el pequeño lo pusiera sobre el párpado de su padre y se lo bajara hasta cubrir aquella espantosa mirada fija; luego, el abad soltó la mano de Philip y le dijo—: Ciérrale el otro ojo. —Ya sin ayuda, Philip alargó la mano, puso el dedo sobre el párpado de su padre y se lo cerró. Luego se sintió mejor.
—¿Cerraremos también los de vuestra mamá? —preguntó el abad Peter.
—Sí.
Se arrodillaron junto al cuerpo de su madre. El abad le limpió la sangre de la cara con su manga.
—¿Y Francis? —preguntó Philip.
—Quizá también quiera ayudar —dijo el abad.
—Haz lo mismo que yo, Francis —dijo Philip a su hermano—. Cierra los ojos de mamá como yo he cerrado los de papá para que pueda dormir.
—¿Están durmiendo? —preguntó Francis.
—No, pero es como si durmieran —dijo Philip con autoridad.
—Entonces, bueno —dijo Francis y alargó una mano regordeta sin vacilar y con todo cuidado cerró los ojos de su madre.
Luego el abad los levantó, uno en cada brazo, y sin una mirada a los hombres de armas los sacó de la casa subiendo el empinado sendero de la ladera hasta el santuario del monasterio.
Les dio de comer en la cocina del monasterio. Luego, para que no estuvieran ociosos y se abandonaran a sus pensamientos, les dijo que ayudaran al cocinero a preparar la cena de los monjes. Al día siguiente les llevó a ver los cuerpos de sus padres ya lavados y vestidos, con las heridas limpias y en parte disimuladas, yaciendo en dos ataúdes, uno junto a otro, colocados en la nave de la iglesia. También allí se encontraban algunos de sus parientes, ya que no todos los aldeanos habían logrado llegar al monasterio a tiempo para escapar del ejército invasor. Cuando Philip se echó a llorar, Francis también lo hizo.
Alguien intentó hacerles callar.
—Dejadles llorar —dijo el abad Peter.
Sólo después de aquello, cuando su corazón había llegado al convencimiento de que sus padres se habían ido de verdad y nunca más regresarían, les habló al fin de su futuro.
Entre sus parientes no había una sola familia que no hubiera sufrido alguna pérdida. En todos los casos el padre o la madre habían resultado muertos. No había quien se ocupara de los muchachos. Sólo quedaban dos opciones: podían ser entregados o incluso vendidos a un labrador, que les haría trabajar como esclavos hasta que fueran lo bastante mayores y fuertes para escaparse, o podían ser entregados a Dios.
No era raro que los chiquillos entraran en un monasterio. La edad habitual era alrededor de los once años y el límite inferior alrededor de los cinco, ya que los monjes no estaban preparados para ocuparse de los infantes. A veces los muchachos eran huérfanos, otras veces acababan de perder a uno de los padres, y en ocasiones sus padres tenían demasiados hijos. Habitualmente la familia solía entregar al monasterio un importante donativo junto con el niño. Una granja, una iglesia o incluso toda una aldea. En caso de absoluta pobreza podía prescindirse del donativo. Sin embargo, el padre de Philip había dejado una modesta granja en una colina, así que los muchachos no dependían de la caridad. El abad Peter propuso que el monasterio tomara a su cargo a los niños y la granja, y los parientes supervivientes se mostraron de acuerdo. El trato fue temporalmente suspendido aunque no anulado de manera permanente por el ejército invasor del rey Henry, que había matado al padre de Philip.
El abad sabía mucho de dolor, pero pese a toda su sabiduría no estaba preparado para lo que ocurriera con Philip. Al cabo de un año más o menos, cuando la pena parecía haber pasado y los dos muchachos se habían adaptado a la vida del monasterio, Philip se vio poseído por una especie de ira implacable. Las condiciones en la comunidad de la colina no eran tan malas como para justificar semejante ira: tenían comida, ropa, un fuego en el dormitorio durante el invierno, e incluso algo de cariño y afecto. Tenían también una disciplina estricta y los tediosos rituales para lograr orden y estabilidad. Pero Philip empezó a comportarse como si hubiera sido injustamente encarcelado. Desobedecía los mandatos, subvertía las órdenes de los dignatarios monásticos a la primera oportunidad, robaba comida, rompía huevos, soltaba a los caballos, se burlaba de los inválidos e insultaba a los mayores. La única ofensa que no cometió fue la de sacrilegio, y por ello el abad le perdonaba cualquier otra cosa. Finalmente lo superó. Unas Navidades echó la vista atrás, consideró los doce meses transcurridos y se dio cuenta de que en todo el año no había pasado una sola noche en la celda de castigo.
No existía un solo motivo para su reincorporación a la normalidad. Probablemente le sirvió de ayuda el hecho de interesarse por sus lecciones. Le fascinaba la teoría matemática de la música, e incluso la forma en que se conjugaban los verbos latinos tenía una cierta lógica satisfactoria. Le habían dado como trabajo el ayudar al intendente, el monje encargado de proveer a las necesidades del monasterio, desde sandalias a semillas, y ello también impulsó su interés. Empezó a sentirse ligado al hermano John por una admiración hacia el héroe. Era un monje joven, apuesto y musculoso, que parecía el epítome del saber, la santidad, la prudencia y la amabilidad.
Tal vez por imitar a John o por propia inclinación, o quizás por ambas circunstancias, empezó a encontrar una especie de consuelo en los turnos diarios de oración y servicios. Y así entró en la adolescencia con la organización del monasterio en la mente y las sagradas armonías en los oídos.
En sus estudios, tanto Philip como Francis iban muy por delante de cualesquiera de los muchachos de su edad que conocían, pero estaban convencidos de que ello se debía a que vivían en el monasterio y su educación había sido más intensiva. Llegados a ese punto alcanzaron a comprender que eran excepcionales. Incluso cuando empezaron a recibir enseñanzas en la pequeña escuela y a recibir lecciones del propio abad, en lugar del pedante maestro novicio, pensaron que iban por delante debido tan sólo a sus tempranos comienzos.
Al considerar retrospectivamente su juventud, a Philip le parecía que había sido una breve edad de oro que había transcurrido durante un año, o quizá menos, entre el fin de su rebeldía y la furiosa embestida de la lujuria carnal. Y entonces llegó la angustiosa época de los pensamientos impuros, de las poluciones nocturnas, de las sesiones terriblemente embarazosas con su confesor —que era el propio abad—, de las infinitas penitencias y de la mortificación de la carne con disciplinas.
Nunca dejó de atormentarle completamente la lujuria, pero finalmente llegó a ser menos importante, y sólo le importunaba de vez en cuando, en las raras ocasiones en que su cuerpo y su mente estaban ociosos, como la vieja herida que todavía sigue doliendo con tiempo húmedo.
Francis había librado aquella misma batalla algo más tarde, aunque no había hecho confidencias a Philip sobre el tema. Este tenía la impresión de que su hermano había luchado con menos ahínco contra los deseos impuros, y había aceptado sus derrotas con espíritu más bien alegre. Pero lo importante era que ambos habían hecho las paces con las pasiones, el más encarnizado enemigo de la vida monástica.
Al igual que Philip trabajaba con el intendente, Francis lo hacía con el prior, el suplente del abad Peter. Al morir el intendente Phil tenía veintiún años, y pese a su juventud se hizo cargo del trabajo.
Cuando Francis alcanzó los veintiún años, el abad propuso crear un nuevo puesto para él, el de sub-prior. Pero tal proposición fue la que precipitó la crisis. Francis suplicó que le dispensaran de esa responsabilidad y ya puestos en ello, pidió que le dejaran abandonar el monasterio. Quería ser ordenado sacerdote y servir a Dios en el mundo exterior.
Philip se mostró sorprendido y aterrado. Nunca se le había ocurrido pensar que alguno de los dos abandonara el monasterio, y en aquel momento la idea le resultaba tan desconcertante como si acabara de enterarse de que era el heredero del trono. Pero al cabo de muchos dimes y diretes acabó accediendo, y Francis salió al mundo para convertirse en capellán del conde de Gloucester.
Antes de que ello ocurriera, Philip había pensado en su futuro y lo había visto con toda claridad: sería monje, viviría una vida humilde y obediente y cuando fuera viejo quizás llegara a ser abad, esforzándose por vivir siguiendo el ejemplo dado por Peter. Y ahora se preguntaba si Dios no tendría otro destino para él. Recordaba la parábola de los talentos: Dios esperaba de sus servidores que extendieran su reino, no que se limitaran a conservarlo. Con cierta turbación hizo partícipe de sus pensamientos al abad Peter, perfectamente consciente de que se arriesgaba a recibir una reprimenda por dejarse llevar por el orgullo.
Por ello quedó sorprendido al conocer la respuesta del abad.
—Me preguntaba cuánto tiempo necesitarías para darte cuenta de ello. Ni que decir tiene que estás destinado a otra cosa. Nacido a la sombra de un monasterio, huérfano a los seis años, educado por monjes, nombrado intendente a los veintiún años… Dios no se toma tantas molestias en la formación de un hombre que va a pasar su vida en un pequeño monasterio en la desierta cima de la colina, en las remotas montañas de un reino. Aquí no hay campo de acción para ti. Debes abandonar este lugar.
Aquello dejó a Philip atónito, pero antes de separarse del abad se le ocurrió una pregunta que le espetó al instante:
—Si este monasterio es tan poco importante, ¿por qué Dios os puso a vos aquí?
El abad Peter sonrió.
—Quizá para que me ocupara de ti.
Aquel mismo año el abad fue a Canterbury para presentar sus respetos al arzobispo.
—Te he cedido al prior de Kingsbridge —dijo a Philip a su regreso.
Philip se sintió intimidado. El priorato de Kingsbridge era uno de los monasterios más grandes e importantes del país. Era un priorato catedralicio. Su iglesia era una catedral, la sede de un obispo, y este era técnicamente el abad del monasterio, aunque de hecho estuviera gobernada por el prior.
—El prior James es un viejo amigo —dijo el abad Peter a Philip—. Estos últimos años ha estado muy desanimado. Ignoro el motivo. En cualquier caso, Kingsbridge necesita sangre nueva. James tiene dificultades sobre todo con una de sus celdas, un pequeño emplazamiento en el bosque, y necesita desesperadamente a un hombre de la más absoluta confianza para ocuparse de ella y enderezarla de nuevo por el sendero de la piedad.
—Así que voy a ser el prior de la celda… —dijo Philip sorprendido.
El abad asintió.
—Si estamos en lo cierto al creer que Dios te tiene reservado mucho trabajo, podemos confiar en que te ayudará a resolver cualquier problema que tenga la celda.
—¿Y si estamos equivocados?
—Siempre podrás volver aquí y ser mi cillerero. Pero no estamos equivocados, hijo mío. Ya lo verás.
Los adioses fueron lacrimosos. Había pasado allí diecisiete años y los monjes eran su familia, más real para él ahora que los padres, los que un día le habían arrancado de forma brutal. Probablemente no volvería a ver nunca más a aquellos monjes, y eso le entristecía.
Al principio se sintió deslumbrado por Kingsbridge. El monasterio amurallado era más grande que muchas aldeas; la iglesia catedral era una vasta y lóbrega caverna y la casa del prior un pequeño palacio. Pero una vez que se hubo acostumbrado a su enorme tamaño, pudo darse cuenta de las señales de desánimo que el abad Peter había observado en su viejo amigo, el prior. La iglesia necesitaba a todas luces reparaciones importantes, se rezaban apresuradamente las oraciones, se quebrantaban de forma constante las reglas del silencio y había demasiados sirvientes, más sirvientes que monjes. Philip superó rápidamente su deslumbramiento, que pronto se convirtió en ira. Hubiera querido agarrar por la garganta al prior James y decirle.
—¿Cómo os atrevéis a hacer esto? ¿Cómo os atrevéis a ofrecer a Dios oraciones apresuradas? ¿Cómo os atrevéis a permitir que los novicios jueguen a los dados y que los monjes tengan perros? ¿Cómo os atrevéis a vivir en un palacio rodeado de sirvientes mientras la Iglesia de Dios se está quedando en ruinas?
Como es de suponer, nada dijo de todo aquello. Tuvo una entrevista breve y protocolaria con el prior James, un hombre alto, delgado, de hombros encorvados, que parecía llevar sobre ellos todo el peso de los problemas del mundo. Luego habló con el sub-prior Remigius.
Al comienzo de la conversación Philip insinuó que, a su juicio, era posible que el priorato estuviera necesitado de algunos cambios, confiando en que su principal ayudante le respaldara de corazón. Pero Remigius miró despectivo a Philip como diciendo «¿Quién crees tú que eres?», y cambió de tema.
Remigius dijo que la celda de St-John-in-the-Forest había sido creada tres años antes, con algunas tierras y propiedades, y que a esas alturas ya debería mantenerse por sí misma, pero que de hecho seguía dependiendo para los suministros de la casa matriz. Y aún había otros problemas. Un diácono que había pasado la noche en ella había criticado la manera de conducir los servicios religiosos. Había viajeros que aseguraban que en aquella zona les habían robado los monjes. Había también rumores de impureza… El hecho de que Remigius fuera incapaz o se resistiera a dar detalles exactos era un indicio más de la forma indolente en que estaba gobernada toda la organización. Philip se alejó tembloroso de ira. Se suponía que un monasterio había de glorificar a Dios. Si fallaba en ello no era nada. El priorato de Kingsbridge era peor que nada. Escarnecía a Dios con su poltronería. Pero Philip no podía hacer nada al respecto. Lo más que podía esperar era la reforma de una de las celdas de Kingsbridge.
Durante la cabalgada de dos días hasta la celda en el bosque, había ido meditando sobre la escasa información que le habían dado, y consideró mientras rezaba la mejor manera de abordar los problemas. Llegó a la conclusión de que al principio debería mostrarse receptivo. Habitualmente eran los monjes quienes elegían al prior.
Pero en el caso de una celda, que en definitiva era una avanzada del monasterio principal, el prior de la casa matriz podía elegirlo, simplemente. De manera que al no haberse sometido Philip a la elección, ello significaba que no podría contar con la buena voluntad de los monjes. Tendría que ir abriéndose camino con cautela. Necesitaba una mayor información sobre los problemas que afligían a aquel lugar antes de decidir la mejor manera de resolverlos. Tenía que ganarse el respeto y confianza de los monjes, especialmente de aquellos que, siendo de más edad que él, se mostraran resentidos por su designación. Y una vez que hubiera completado su información y asegurado su liderazgo, se pondría en acción.
Pero la cosa no salió así.
Al segundo día, cuando empezaba a anochecer, detuvo a su pony en la linde de un calvero e inspeccionó su nueva morada. En aquellos días sólo había un edificio en piedra, la capilla, ya que Philip construyó al año siguiente el dormitorio en piedra. Las demás construcciones, de madera, tenían un aspecto destartalado. Philip mostró su desaprobación. Se suponía que cuanto hicieran los monjes había de perdurar y aquello era válido tanto para las porquerizas como para las catedrales. Al mirar en derredor encontraba nuevas pruebas del mismo abandono que tanto le había escandalizado en Kingsbridge.
No había vallas, el heno se desbordaba por la puerta del granero y había un estercolero cerca del vivero de peces. Sintió que se le tensaban los músculos de la cara a causa de la reprensión contenida; se dijo: Despacio, despacio.
Al principio no vio a nadie. Y así es como debía ser porque era la hora de vísperas y la mayoría de los monjes estarían en la capilla. Dio suavemente con el látigo en el flanco del pony y atravesó el calvero hasta una cabaña que parecía un establo. Un joven con paja en el pelo y mirada vacía asomó la cabeza por encima de la puerta y miró sorprendido a Philip.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Philip, para añadir luego con un poco de timidez—: hijo mío.
—Me llaman Johnny Eightpence —contestó el jovenzuelo.
Philip desmontó y le entregó las riendas.
—Muy bien, Johnny Eightpence, puedes desensillar mi caballo.
—Sí, padre. —Sujetó las riendas en una baranda y empezó a alejarse.
—¿Adónde vas? —le interpeló rápido Philip.
—A decir a los hermanos que ha llegado un forastero.
—Debes practicar la obediencia, Johnny. Desensilla mi caballo. Yo diré a los hermanos que estoy aquí.
—Sí, padre. —Johnny le miró asustado y se dedicó a la tarea.
Philip miró a su alrededor. En el centro del calvero había un largo edificio semejante a un gran salón. Cerca de él se alzaba una construcción redonda y pequeña, de la que salía humo por un agujero en el tejado. Aquella debía ser la cocina. Decidió ir a ver lo que había de cena. En los monasterios con reglas estrictas sólo se servía una comida diaria, el almuerzo al mediodía. Pero evidentemente aquel no era un monasterio con reglas estrictas y tendrían una cena ligera después de vísperas, algo de pan con queso o pescado en salazón.
O tal vez un bol con caldo de cebada cocinado con hierbas. Pero a medida que se acercaba a la cocina olfateó el inconfundible aroma de carne asada que hacía la boca agua. Se detuvo un instante con el ceño fruncido y luego entró.
Dos monjes y un muchacho se encontraban sentados alrededor del hogar central. Mientras Philip les observaba, uno de los monjes pasó al otro una jarra, de la que este bebió. El muchacho daba vueltas a un espetón en el que había ensartado un pequeño cerdo.
Al entrar Philip en la zona iluminada, le miraron sorprendidos. Sin decir palabra le cogió la jarra al monje y la olfateó.
—¿Por qué bebéis vino? —preguntó.
—Porque alegra el corazón, forastero —dijo el monje—. Toma, echa un buen trago.
Era evidente que no les habían advertido de la llegada de un nuevo prior. E igualmente evidente que no le temían a las consecuencias en el caso de que un monje viajero informara en Kingsbridge sobre su comportamiento. Philip sentía deseos de romper aquella jarra de vino en la cabeza del hombre, pero respiró hondo y habló con tono apacible.
—Los hijos de los hombres pobres pasan hambre para suministrarnos a nosotros carne y bebida —dijo—. Y lo hacen por la gloria de Dios y no para alegrar nuestros corazones. Ya hay bastante vino por esta noche.
Dio media vuelta y se llevó la jarra.
—¿Quién te crees que eres? —oyó decir al monje mientras salía. No contestó. Muy pronto lo sabrían.
Dejó la jarra en el suelo, fuera de la cocina, y atravesó el calvero en dirección a la capilla, cerrando y abriendo los puños en un intento por dominar su ira. No te precipites, —se dijo—. Sé prudente. Tómate tu tiempo.
Se detuvo un momento en el pequeño pórtico de la capilla para calmarse. Luego empujó con cuidado la gran puerta de roble y entró en silencio.
Había una docena aproximada de monjes y algunos novicios de pie, de espaldas a él, en filas desordenadas. Frente a ellos estaba el sacristán, leyendo de un libro abierto. Dijo el servicio rápidamente y los monjes murmuraron las respuestas a la ligera. Tres velas de distintas longitudes chisporroteaban sobre la sabanilla del altar.
En el fondo, dos monjes jóvenes mantenían una conversación, haciendo caso omiso del servicio y discutiendo sobre algo animadamente. Al llegar Philip a su altura, uno de ellos dijo algo divertido y el otro se echó a reír, ahogando las palabras parloteadas por el sacristán. Aquello fue para Philip la gota que colmó el vaso. De su mente se borró toda idea de mostrarse tranquilo.
—¡GUARDAD SILENCIO! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
La risa se cortó en seco. El sacristán interrumpió la lectura. La capilla quedó en silencio y los monjes se volvieron y miraron a Philip.
Alargó el brazo hacia el monje que se había reído y le cogió de la oreja. Tenía más o menos la edad de Philip y era más alto, pero estaba demasiado sorprendido para ofrecer resistencia al hacerle Philip bajar la cabeza.
—¡De rodillas! —le gritó Philip.
Por un momento pareció como si el monje quisiera zafarse. Pero sabía que se había comportado mal, y la resistencia se rindió ante la conciencia culpable, como ya había supuesto Philip. Y, cuando Philip le tiró con más fuerza de la oreja, se arrodilló.
—Todos vosotros —ordenó Philip—. ¡De rodillas!
Todos habían hecho voto de obediencia, y la escandalosa indisciplina bajo la que a todas luces estaban viviendo recientemente no logró borrar los hábitos de años. La mitad de los monjes y todos los novicios se arrodillaron.
—Todos habéis quebrantado vuestros votos —dijo Philip dando rienda suelta a su desprecio—. Sois todos blasfemos. —Miró en derredor sosteniendo las miradas—. Vuestro arrepentimiento comienza ahora —dijo finalmente.
Uno a uno fueron arrodillándose lentamente hasta quedar solo en pie el sacristán. Era un hombre más bien grueso, de mirada soñolienta, unos veinte años mayor que Philip. Este se acercó a él, avanzando entre los monjes arrodillados.
—Dame el libro —dijo.
El sacristán le miró desafiante sin decir palabra.
Philip alargó la mano y cogió suavemente el gran volumen. El sacristán apretó la mano que sostenía el libro. Philip vaciló. Había pasado dos días reflexionando sobre la conveniencia de mostrarse cauteloso y moverse despacio, y sin embargo allí estaba con el polvo del camino todavía en los pies, arriesgándolo todo en una confrontación violenta con un hombre del que nada sabía.
—Dame el libro y arrodíllate —repitió.
Hubo un atisbo de burla en el rostro del sacristán.
—¿Quién eres? —preguntó.
Philip vaciló de nuevo. Era evidente que se trataba de un monje, tanto por sus hábitos como por el corte de pelo; y todos ellos habrían supuesto, por su comportamiento, que ocupaba un puesto de autoridad, pero lo que todavía no estaba claro era si su rango le situaba por encima del sacristán. Todo cuanto había de decir era: Soy vuestro nuevo prior, pero no quería hacerlo. De repente parecía muy importante imponerse por el peso de su autoridad moral.
El sacristán se dio cuenta de su vacilación y se aprovechó de ella.
—Por favor, dinos a todos nosotros —dijo con cortesía burlona— quién es el que nos ordena arrodillarnos en su presencia.
Al instante terminaron todas las vacilaciones de Philip y se dijo: Dios está conmigo, por lo tanto qué puedo temer. Respiró hondo y sus palabras resonaron poderosas desde el suelo enlosado hasta el techo abovedado de piedra.
—¡Es Dios quien te ordena que te arrodilles en su presencia! —tronó.
El sacristán pareció algo menos seguro. Philip aprovechó la oportunidad y le quitó el libro. Ahora el sacristán había perdido toda autoridad, y finalmente se arrodilló aunque a disgusto.
—Soy vuestro nuevo prior —dijo Philip mirándoles y disimulando su alivio.
Hizo que siguieran arrodillados mientras él leía el servicio. Se prolongó durante mucho tiempo porque les hizo repetir las respuestas una y otra vez hasta que pudieron decirlas al unísono perfecto.
Luego les condujo en silencio fuera de la capilla, y atravesando el calvero hasta el refectorio. Hizo llevar de nuevo el cerdo a la cocina y ordenó pan y cerveza floja, designando a un monje para que leyera en voz alta mientras ellos comían. Tan pronto como hubieron terminado les condujo, siempre en silencio, hasta el dormitorio.
Ordenó que trasladaran a él el lecho del prior que se encontraba en la casa separada de este. Dormiría en la misma habitación de los monjes. Era la manera más sencilla y efectiva de evitar pecados de impureza.
La primera noche no durmió en absoluto; permaneció sentado, a la luz de una vela, rezando en silencio hasta que a medianoche llegó el momento de despertar a los monjes para maitines. Celebró ese servicio rápidamente para que supieran que no era del todo despiadado. Luego volvieron a la cama pero Philip no durmió.
Salió con el alba, antes de que los demás se despertaran y miró en derredor suyo, reflexionando sobre el día que tenía por delante. Uno de los campos había sido arrebatado recientemente al bosque, y en el mismo centro se encontraba el inmenso tocón de un viejo roble.
Aquello le dio una idea.
Después del servicio de prima y del desayuno los llevó a todos al campo con cuerdas y hachas, y pasaron la mañana desarraigando el formidable tocón; la mitad de ellos tiraba de las cuerdas mientras la otra mitad atacaba las raíces con las hachas, clamando al unísono.
«A-a-a-hora». Cuando hubieron sacado el tocón, Philip les dio a todos cerveza, pan y una loncha del cerdo que les había negado para cenar.
Pero ese no fue el fin de sus problemas sino el comienzo de las soluciones. Desde el principio se negó a pedir a la casa matriz otra cosa que no fuera grano para pan y velas para la capilla. La certeza de que no podrían tener más carne que la que ellos mismos criaran o cazaran convirtió a los monjes en meticulosos ganaderos y tramperos de aves. Aunque con anterioridad habían considerado los servicios religiosos como una manera de eludir el trabajo, a partir de entonces se sintieron muy contentos cuando Philip redujo las horas de capilla para que pasaran más tiempo en los campos.
Al cabo de dos años se bastaban por sí mismos y transcurridos otros dos estaban aprovisionando al priorato de Kingsbridge de carne, caza y queso hecho con leche de cabra que se convirtió en un exquisito manjar muy solicitado. La celda prosperaba, los servicios religiosos eran irreprochables y los hermanos estaban saludables y eran felices.
Philip debería sentirse satisfecho, pero la casa matriz, el priorato de Kingsbridge, iba de mal en peor.
Debería ser uno de los centros religiosos en cabeza del reino, rebosante de actividad, recibiendo en su biblioteca la visita de eruditos extranjeros, con sus santuarios atrayendo a peregrinos de todo el país, los barones consultando a su prior, su hospitalidad renombrada entre la nobleza y su caridad famosa entre los pobres. Pero la iglesia se venía abajo, la mitad de los edificios monásticos estaban vacíos y el priorato estaba endeudado con los prestamistas. Philip iba a Kingsbridge al menos una vez al año y cada vez regresaba hirviéndole la sangre de ira por la forma en que estaban siendo dilapidadas las riquezas donadas por devotos fieles y acreditadas por la dedicación de algunos monjes.
Parte del problema emanaba del emplazamiento del priorato. Kingsbridge era una pequeña aldea en un camino secundario que no conducía a parte alguna. Desde la época del primer rey Guillermo, llamado el Conquistador y también el Bastardo, según quién estuviera hablando, la mayoría de las catedrales habían sido trasladadas a ciudades grandes, pero Kingsbridge había escapado a aquella reorganización. No obstante, a juicio de Philip, ese no era un problema insuperable. Un monasterio activo, con una iglesia catedral, debería ser una ciudad en sí mismo.
El problema real era el letargo del viejo prior James. Gobernado el timón por una mano floja, el barco iba a la deriva sin rumbo fijo.
Y Philip veía con amargura cómo iba declinando el priorato de Kingsbridge mientras el prior James seguía con vida.
Envolvieron al recién nacido en lienzos limpios y le acostaron en una gran cesta de pan a modo de cuna. Al punto se quedó dormido, rebosante su pequeño estómago de leche de cabra. Philip lo dejó a cargo de Johnny Eightpence que, aunque en cierto modo era corto de alcances, siempre trataba con asombrosa delicadeza a toda criatura pequeña y frágil.
Philip sentía gran curiosidad por saber a qué se debía la visita de Francis al monasterio. Durante el almuerzo hizo insinuaciones pero Francis permaneció inmutable, de modo que Philip hubo de reprimir su curiosidad.
Después del almuerzo era la hora del estudio. Allí no disponían de claustros apropiados, pero los monjes podían sentarse en el pórtico de la capilla y leer o pasearse arriba y abajo por el calvero. De vez en cuando se les permitía acudir a la cocina para calentarse junto al fuego, como era costumbre. Philip y Francis caminaban juntos por la linde del calvero como hacían frecuentemente por los claustros del monasterio de Gales. Y Francis empezó a hablar.
—El rey Henry ha tratado siempre a la Iglesia como si fuera un feudo subordinado a su reino —empezó diciendo—. Ha dado órdenes a los obispos, recaudado impuestos e impedido el ejercicio directo de la autoridad papal.
—Ya lo sé —dijo Philip—. ¿Y qué?
—El rey Henry ha muerto.
Philip se detuvo en seco. Aquello no se lo esperaba.
—Murió en su casa de caza en Lyons-la-Foret, en Normandía, después de comer lampreas, que era uno de sus bocados favoritos aunque siempre le habían sentado mal —siguió diciendo Francis.
—¿Cuando?
—Hoy es el primer día del año así que fue exactamente hace un mes.
Philip se sentía sobresaltado de veras. Henry había sido rey desde antes que él naciera. Durante su vida nunca había conocido la muerte de un rey, pero lo que sí sabía era que surgirían dificultades, y posiblemente una guerra.
—¿Y ahora qué ocurrirá? —preguntó con ansiedad.
Reanudaron el paseo.
—El problema es que el hijo del rey murió en el mar, hace ya muchos años. Es posible que lo recuerdes —dijo Francis.
—Así es.
Por aquel entonces Philip tenía doce años. Fue el primer acontecimiento de importancia nacional que penetró en su mente juvenil y le hizo tomar conciencia del mundo que existía fuera del convento. El hijo del rey había muerto en el naufragio de un navío que llevaba por nombre White Ship, en las cercanías de Cherburgo. Al abad Peter, quien le había contado todo aquello al joven Philip, le tenía muy preocupado que la muerte del heredero diera lugar a guerra y desorden, pero en aquella ocasión el rey Henry mantuvo el control y la vida siguió tranquila para Philip y Francis.
—Claro que el rey tenía otros muchos hijos —siguió diciendo Francis—. Al menos veinte, incluyendo a mi propio señor, el conde Robert de Gloucester. Pero como ya sabes todos ellos son bastardos. Pese a su desenfrenada fecundidad, sólo logró engendrar un vástago legítimo… y fue una niña, Maud. Un bastardo no puede heredar el trono, pero una mujer es casi igual de malo.
—¿Acaso el rey Henry no nombró heredero? —dijo Philip.
—Sí, eligió a Maud. Esta tiene un hijo llamado Henry. El mayor deseo del viejo rey era que su nieto heredara el trono. Pero el niño aún no tiene tres meses, de manera que el rey hizo jurar a los barones lealtad a Maud.
Philip estaba confundido.
—Si el rey nombró a Maud heredera suya y los barones le han jurado ya lealtad… ¿Dónde está el problema?
—La vida de la corte nunca es tan sencilla —dijo Francis—. Maud está casada con Geoffrey de Anjou. Anjou y Normandía han sido rivales durante generaciones. Nuestros señores normandos odian a los angevinos. Francamente, el viejo rey se mostró demasiado optimista si creyó que un montón de barones anglonormandos iba a entregar Inglaterra y Normandía a un angevino, lo hubieran o no jurado.
Philip se sentía en cierto modo confundido por los conocimientos de su hermano pequeño y su actitud irrespetuosa ante los hombres más importantes del país.
—¿Cómo sabes eso?
—Los barones se reunieron en Le Neubourg para tomar una decisión. Ni qué decir tiene que allí estaba mi propio señor, el conde Robert. Y yo fui con él para escribir sus cartas.
Philip miró con curiosidad a su hermano, pensando en cuán diferente debía ser la vida de Francis de la suya.
—El conde Robert es el hijo mayor del viejo rey, ¿no? —recordó de repente.
—Sí, y es muy ambicioso, pero acepta la opinión general de que los bastardos tienen que conquistar sus reinos, no heredarlos.
—¿Quién más hay?
—El rey Henry tenía tres sobrinos, hijos de su hermana. El mayor es Theobald de Blois. Luego está Stephen, al que el viejo rey quería mucho y al que dotó con grandes propiedades, aquí en Inglaterra, y el pequeño de la familia, Henry, a quien ya conoces como obispo de Winchester. Los barones se muestran favorables al mayor, Theobald, de acuerdo con una tradición que, probablemente, tú creerás del todo razonable. —Francis miró a Philip y sonrió.
—Perfectamente razonable —rubricó Philip sonriendo a su vez— ¿De manera que Theobald es nuestro nuevo rey?
Francis sacudió la cabeza.
—Él creyó que lo era, pero los benjamines nos las arreglamos muy bien para colocarnos en primera fila. —Llegaron al final del calvero y dieron la vuelta—. Mientras Theobald aceptaba afablemente el homenaje de los barones, Stephen atravesó el canal hasta Inglaterra, se dirigió como un rayo a Winchester y con la ayuda del hermano pequeño, el obispo Henry, se apoderó del castillo y, lo más importante de todo, del tesoro real.
Philip estuvo a punto de decir: Así que Stephen es nuestro soberano. Pero se mordió la lengua. Ya lo había dicho refiriéndose a Maud y Theobald, y en ambas ocasiones se había equivocado.
—Stephen sólo necesitaba una cosa más para asegurarse la victoria —siguió diciendo Francis—: El apoyo de la Iglesia, pues hasta que fuera coronado en Westminster por el arzobispo no sería realmente rey.
—Pero eso sin duda alguna sería fácil —dijo Philip—. Su hermano Henry es uno de los sacerdotes más importantes del país. Obispo de Winchester, abad de Glastonbury, rico como Creso y casi tan poderoso como el arzobispo de Canterbury. Y si el obispo Henry no estuviera dispuesto a respaldarle, ¿por qué le habría ayudado a apoderarse de Winchester?
Francis hizo un ademán de asentimiento.
—Debo decir que las operaciones del obispo Henry durante toda esta crisis han sido brillantes. Pero, verás, no estaba ayudando a su hermano a impulsos del amor fraterno.
—Entonces, ¿cuál era su motivación?
—Hace unos minutos te recordaba hasta qué punto el difunto rey Henry trató a la Iglesia como si fuera una parte más de su reino. El obispo Henry quiere asegurarse de que nuestro nuevo rey, quienquiera que pueda ser, tratará mejor a la Iglesia. De manera que, antes de asegurarse su apoyo, Henry hizo que Stephen jurara solemnemente que mantendría los derechos y privilegios de la Iglesia.
Philip quedó impresionado. Las relaciones de Stephen con la Iglesia ya habían quedado establecidas desde los comienzos de su reinado según las condiciones de la Iglesia. Pero quizás aún fuera más importante el precedente. La Iglesia tenía que coronar reyes, pero hasta ese momento no había tenido derecho a establecer condiciones. Llegaría un día en que ningún rey podría alcanzar el poder sin establecer antes un trato con la Iglesia.
—Eso significa mucho para mí —dijo Philip.
—Claro que Stephen puede quebrantar sus promesas —siguió diciendo Francis—. Pero en cualquier caso tienes razón. Jamás podrá mostrarse tan implacable con la Iglesia como lo había hecho Henry. Pero existe otro peligro. Dos de los barones se mostraron extraordinariamente ofendidos por lo que hizo Stephen. Uno de ellos fue Bartholomew, conde de Shiring.
—Le conozco. Shiring está a un día de viaje de aquí. Se dice que Bartholomew es un hombre devoto.
—Acaso lo sea. Todo cuanto yo sé es que es un barón santurrón y estirado, que no renegará de su juramento de lealtad a Maud pese a haberle sido prometido un perdón.
—¿Y el otro barón descontento?
—El mío propio, Robert de Gloucester. Te dije que era ambicioso. Su alma se siente atormentada por la idea de que si hubiera sido legítimo, sería rey. Quiere sentar en el trono a su hermana de padre con la creencia de que si ella confiara sin reservas en su hermano para que la guiara y la aconsejara, sería rey a todos los efectos salvo de nombre.
—¿Piensa hacer algo al respecto?
—Me temo que sí. —Francis bajó la voz aún cuando no hubiera nadie allí cerca—. Robert y Bartholomew junto con Maud y su marido van a fomentar una rebelión. Planean derribar del trono a Stephen y sentar a Maud en su lugar.
Philip se paró en seco.
—¡Lo que destruirá lo conseguido por el obispo de Winchester! —agarró a su hermano por el brazo—. Pero Francis…
—Sé lo que estás pensando. —De súbito Francis abandonó su tono desenvuelto y pareció ansioso y atemorizado—. Si el conde Robert supiera que te lo he dicho me ahorcaría. Confía completamente en mí. Pero mi lealtad suprema es para la Iglesia, tiene que serlo.
—Pero ¿qué puedes hacer?
—He pensado en pedir audiencia al nuevo rey y contárselo todo. Naturalmente los dos condes rebeldes lo negarían y a mí me colgarían por traición. Pero la rebelión habría fracasado y yo iría al cielo.
Philip sacudió la cabeza.
—Se nos ha enseñado que es en vano buscar el martirio.
—Y creo que Dios me tiene reservado más trabajo aquí en la tierra. Tengo un cargo de confianza en la casa de un gran barón, y si sigo ahí y logro avanzar gracias a un trabajo duro, puedo hacer mucho por impulsar los derechos de la Iglesia y el imperio de la ley.
—¿No hay otro camino?
Francis clavó la mirada en la de Philip.
—Ese es el motivo de que esté aquí.
Philip sintió un escalofrío de temor. Estaba claro que Francis iba a involucrarle. No existía otro motivo para que le hubiera revelado el espantoso secreto.
—Yo no puedo desvelar la rebelión pero tú sí —siguió diciendo Francis.
—¡Que Dios y todos los santos me protejan! —exclamó Philip.
—Si la maquinación llegara a descubrirse aquí, en el sur, no recaería sospecha alguna sobre la casa de Gloucester, aquí nadie me conoce, nadie sabe siquiera que seas mi hermano. Puedes pensar en una explicación plausible de cómo llegó a ti la información. Por ejemplo, que viste una reunión de hombres de armas, o también que alguien de la casa del conde Bartholomew reveló la conjura mientras confesaba sus pecados a un sacerdote que conoces.
Philip se ciñó la capa temblando. De súbito parecía que hiciera más frío. Aquello era peligroso, muy peligroso. Estaban hablando de mezclarse en política real, que con regularidad acababa con practicantes más avezados. Era una locura que personas ajenas a todo aquello, como Philip, llegaran a involucrarse.
Pero era mucho lo que había en juego. Philip no podía permanecer impasible frente a una conjura contra un rey elegido por la iglesia, sobre todo cuando tenía en su mano una posibilidad de impedirla; aunque para Philip sería peligroso revelar la conjura, para Francis sería un suicidio.
—¿Cuál es el plan de los rebeldes? —preguntó Philip.
—En estos momentos el conde Bartholomew va camino de regreso a Shiring. Desde allí despachará mensajeros a sus seguidores en todo el sur de Inglaterra. El conde Robert llegará a Gloucester uno o dos días después y reunirá sus fuerzas en el oeste del país. Finalmente, el conde Brian Fitz cerrará sus puertas. Y todo el suroeste de Inglaterra pasará a pertenecer sin lucha a los rebeldes.
—¡Entonces casi es demasiado tarde! —exclamó Philip.
—En realidad no. Disponemos de una semana aproximadamente. Pero has de actuar con rapidez.
Philip se dio cuenta con desolación que más o menos había decidido hacerlo.
—No sé a quién decírselo —alegó—. En circunstancias normales habría de ser al conde, pero en este caso el culpable es él. El sheriff probablemente estará de su parte. Tenemos que pensar en alguien que estemos seguros que está de la nuestra.
—¿El prior de Kingsbridge?
—Mi prior es viejo y está cansado. Lo más probable es que no hiciera nada.
—Debe de haber alguien.
—Está el obispo.
En realidad, Philip jamás había hablado con el obispo de Kingsbridge, pero estaba seguro de que si le recibía y le escuchaba se pondría de inmediato del lado de Stephen, porque este había sido elegido por la Iglesia. Y era lo bastante poderoso para poder hacer algo al respecto.
—¿Dónde vive el obispo? —preguntó Francis.
—A un día y medio de viaje de aquí.
—Lo mejor será que salgas hoy.
—Sí —asintió Philip pesaroso.
—Me gustaría que lo hiciera cualquier otro. —Francis parecía sentir remordimiento.
—Y yo también —dijo Philip presa de honda emoción—. Y yo también.
Philip llamó a los monjes a la pequeña capilla y les dijo que el viejo rey había muerto.
—Tenemos que rezar para que la sucesión sea pacífica y tengamos un nuevo rey que ame a la Iglesia más que el difunto Henry —les dijo. Pero lo que no les reveló fue que la llave de una sucesión pacífica había caído en cierto modo en sus manos. En lugar de ello les dijo:
—Hay otras noticias que me obligan a visitar a nuestra casa matriz en Kingsbridge. Y he de partir ahora mismo.
El sub-prior leería los servicios religiosos y el intendente se ocuparía de la granja, pero ninguno de los dos era capaz de habérselas con Peter de Wareham, y Philip temía que si llegaba a prolongarse su ausencia, Peter crearía tales dificultades que a su vuelta se encontraría sin monasterio. No había sido capaz de encontrar una manera de controlar a Peter sin herirle en su amor propio y en aquellos momentos no había tiempo, de manera que había de hacerlo lo mejor que pudiera.
—Hoy hemos estado hablando de la gula —dijo después de una pausa—. El hermano Peter merece nuestro agradecimiento por recordarnos que, cuando Dios bendice nuestra granja y a nosotros nos da salud, no es para que engordemos y estemos confortables, sino para su mayor gloria. Compartir nuestras riquezas con los pobres forma parte de nuestro sagrado deber. Hasta ahora hemos venido descuidando ese deber, sobre todo porque aquí en el bosque no hay nadie con quien poder compartir. El hermano Peter nos ha recordado nuestro deber de salir al exterior y buscar a los pobres para así poderles prestar ayuda.
Los monjes estaban sorprendidos. Imaginaban que el tema de la gula había quedado cerrado. El propio Peter parecía confundido; se sentía satisfecho de volver a ser el centro de la atención, pero desconfiaba de lo que Philip pudiera guardar bajo la manga. Y con razón.
—He decidido —siguió diciendo Philip— que cada semana daremos a los pobres un penique por cada monje de nuestra comunidad. Si ello significa que todos hayamos de comer un poco menos, nos alegraremos ante la perspectiva de nuestra recompensa en el cielo. Lo más importante es que habremos de asegurarnos de que nuestro dinero está bien empleado. Cuando damos a un hombre pobre un penique para que compre pan para su familia, es posible que se vaya directamente a la cervecería a emborracharse para luego volver a casa y pegar a su mujer, que lógicamente hubiera prescindido con gusto de nuestra caridad. Lo mejor es darle el pan, y mejor aún dárselo a sus hijos. Dar limosna es una tarea sagrada que tiene que hacerse con igual diligencia que cuidar a los enfermos o educar a jóvenes. Por ese motivo muchas casas monásticas nombran a un limosnero para que se haga cargo de repartir las limosnas. Nosotros haremos lo mismo.
Philip miró en derredor suyo. Todos se mostraban atentos e interesados. Peter tenía un aspecto satisfecho, habiendo llegado evidentemente a la conclusión de que todo aquello era una victoria suya.
Nadie había adivinado lo que se avecinaba.
—El cargo de limosnero es un trabajo duro. Habrá de caminar a pueblos y aldeas más cercanos, y con frecuencia irá a Winchester. Y por ello se moverá entre las clases más mezquinas, sucias, feas y viciosas. Porque así son los pobres. Tiene que rezar por ellos cuando blasfemen, visitarles cuando estén enfermos, y perdonarles cuando intenten estafar o robar. Necesitará fortaleza, humildad y una paciencia infinita. Echará de menos el confort de esta comunidad, porque estará más tiempo fuera que con nosotros.
Miró de nuevo en derredor. Ahora ya todos se mostraban cautos, porque ninguno quería ese trabajo. Detuvo la mirada en Peter de Wareham. Peter comprendió lo que se le venía encima y el rostro se le descompuso.
—Fue Peter quien atrajo nuestra atención sobre nuestras deficiencias en esa área —siguió diciendo Philip con parsimonia—, de manera que he decidido que sea él quien tenga el honor de ser nuestro limosnero. —Sonrió—. Puedes empezar hoy.
La expresión de Peter era tan sombría como un cielo encapotado.
Estarás demasiado tiempo fuera para crear problemas, pensó Philip. Y un estrecho contacto con los pobres piojosos y detestables de los apestosos callejones de Winchester atemperarán tu desdén hacia la vida tranquila.
Sin embargo, Peter consideró aquello, a todas luces, como un castigo puro y simple, y miró a Philip con tal expresión de aborrecimiento que por un momento Philip se amedrentó.
Apartó los ojos y miró a los otros.
—Después de la muerte de un rey siempre hay peligro e incertidumbre —les dijo—. Rezad por mí mientras esté fuera.
Hacia el mediodía de la segunda jornada de viaje, el prior Philip se encontraba a pocas millas del palacio del obispo. A medida que se iba acercando sentía un extraño hormigueo en el estómago; había urdido una historia para justificar su conocimiento de la conjura planeada. Pero era más que posible que el obispo no la creyera y que, de creerla, pidiera pruebas. Y lo que aún era peor, —y semejante posibilidad no se le había ocurrido hasta después de separarse de Francis—, era posible, aunque poco probable, que el obispo fuera uno de los conspiradores y apoyara la rebelión; podía ser compinche del conde de Shiring. No era infrecuente encontrar obispos que antepusieron sus propios intereses a los de la Iglesia.
El obispo podía torturar a Philip para lograr que revelara su fuente de información. Naturalmente no tenía derecho a hacerlo, pero tampoco lo tenía de conjurar contra el rey. Philip recordaba los instrumentos de tortura que aparecían en las pinturas del infierno. Tales pinturas estaban inspiradas en lo que ocurría en las mazmorras de barones y obispos. Philip no creía poseer la fortaleza suficiente para morir martirizado.
Al avistar a un grupo de gente que viajaba a pie por el camino delante de él, su primer impulso fue el de frenar el caballo para evitar pasarlos, porque había muchos caminantes que no tenían escrúpulos en robar a un monje. Luego vio que dos de aquellas figuras eran niños y otra una mujer. Por lo general un grupo familiar era seguro; puso el caballo al trote para alcanzarlos.
A medida que se acercaba los distinguió con mayor claridad. Estaba formado por un hombre alto, una mujer pequeña, un adolescente casi tan grande como el hombre, y dos niños. Evidentemente eran pobres. No llevaban pequeños fardos con sus más caras pertenencias, y vestían harapos. El hombre tenía una gran osamenta aunque estaba demacrado, como a punto de morir de una enfermedad incurable, o simplemente de hambre. Miró con cautela a Philip, atrajo más hacia sí a los niños con un ademán y un murmullo. Al principio, Philip pensó que tendría unos cincuenta años, pero al verle más de cerca se dio cuenta de que estaba en la treintena, aunque tenía el rostro lleno de arrugas por las preocupaciones.
—Hola, monje —dijo la mujer.
Philip la miró inquisitivo. No era frecuente que una mujer hablara antes que su marido, y aunque la interpelación de monje no fuera exactamente descortés, hubiera sido más respetuoso decir hermano o padre. La mujer sería unos diez años más joven que el hombre, y tenía los ojos hundidos de un color dorado claro poco corriente que le daba un aspecto impresionante. A Philip le pareció peligrosa.
—Buenos días, padre —dijo el hombre, como excusándose por la brusquedad de su mujer.
—Dios te bendiga —dijo Philip, frenando el paso de su yegua—. ¿Quién eres?
—Tom, maestro constructor en busca de trabajo.
—Y supongo que sin encontrarlo.
—Así es.
Philip asintió. Era una historia corriente. Los artesanos constructores iban por lo general en busca de trabajo, y a veces no lo encontraban, bien por mala suerte o porque no era mucha la gente que construía. Aquellos hombres se acogían a menudo a la hospitalidad de los monasterios. Si habían estado trabajando hasta época reciente, al irse daban donativos generosos; aunque si hacía algún tiempo que recorrían los caminos era posible que no tuvieran nada que ofrecer. El dar una bienvenida igualmente cálida a ambos constituía a veces una prueba de caridad monástica.
Ese constructor era, a todas luces, de los que no tenían dinero aunque su mujer parecía bien equipada.
—Bueno —dijo Philip—, llevo comida en mis alforjas y es hora de almorzar. La caridad es una obligación sagrada. De manera que si tu familia quiere comer conmigo, obtendré una recompensa en el cielo y también compañía mientras almuerzo.
—Es muy bondadoso por vuestra parte —dijo Tom. Miró a la mujer, que se encogió levemente de hombros y luego asintió apenas con la cabeza. Casi de inmediato el hombre dijo—: Aceptaremos vuestra caridad y os damos las gracias.
—Agradecédselo a Dios, no a mí —dijo Philip de manera automática.
—Las gracias a los campesinos cuyos diezmos suministran la comida —dijo la mujer.
Una mujer muy mordaz, pensó Philip. Pero no dijo palabra. Se detuvieron en un pequeño calvero donde el pony de Philip podía pastar la rendida hierba invernal. En su fuero interno, Philip se sentía contento de aquella excusa para retrasar su llegada al palacio y la temida entrevista con el obispo. El albañil había dicho que él también se dirigía al palacio del obispo, con la esperanza de que este tuviera que hacer reparaciones o incluso construir una ampliación. Mientras hablaban, Philip observaba de manera subrepticia a la familia. La mujer parecía demasiado joven para ser la madre del muchacho mayor. Este era como un ternero, fuerte, desmañado y de expresión poco inteligente. El otro muchacho era pequeño y extraño, con el pelo de color zanahoria, la tez blanca como la nieve y los ojos saltones de un verde brillante. Tenía una manera peculiar de fijarse en las cosas, con una expresión ausente que a Philip le recordaba al pobre Johnny Eightpence, aunque la mirada del muchacho era adulta y avispada. Philip descubrió que a su manera resultaba tan perturbador como su madre. El tercero de los hijos era una niña de unos seis años. Lloraba de manera intermitente y su padre la observaba constantemente con afectuosa preocupación, dándole una alentadora palmada de vez en cuando, aunque sin decirle nada. Era evidente que le tenía un gran cariño; también en una ocasión tocó a su mujer y Philip pudo darse cuenta de la mirada de ardiente deseo entre ellos.
La mujer envió a los niños en busca de hojas anchas para que les sirvieran de fuentes. Philip abrió sus alforjas.
—¿Dónde está el monasterio, padre? —le preguntó Tom.
—En el bosque, a un día de viaje de aquí. Hacia el oeste. —La mujer alzó rápida la mirada y Tom enarcó las cejas—. ¿Lo conocéis? —preguntó Philip.
Por algún motivo, Tom parecía violento.
—Debemos de haber pasado cerca de él de camino desde Salisbury —dijo finalmente.
—Sí, claro. Posiblemente. Pero está a mucha distancia del camino principal, así que no hubierais podido verlo, a menos de saber dónde estaba y que fuerais en su busca.
—Comprendo —dijo Tom, pero sus pensamientos parecían estar en otra parte.
A Philip se le ocurrió una idea.
—Decidme una cosa ¿tropezasteis con una mujer en la carretera, posiblemente muy joven, sola y embarazada?
—No —repuso Tom. Su tono era indiferente, pero Philip tuvo la sensación de que estaba profundamente interesado—. ¿Por qué lo pregunta?
Philip sonrió.
—Porque ayer a primera hora encontraron un recién nacido en el bosque. Y lo trajeron a mi monasterio. Es un chico y no creo que tuviera siquiera un día. Debió nacer esa noche. Así que la madre debía de encontrarse en la zona al mismo tiempo que vosotros.
—No vimos a nadie —repitió Tom—. ¿Qué hicisteis con el recién nacido?
—Le dimos leche de cabra. Parece que le sentó bien.
Ambos miraban con fijeza a Philip. Este pensó que era una historia capaz de conmover a cualquiera.
—¿Y estáis buscando a la madre? —preguntó Tom al cabo de un momento.
—No, no. Mi pregunta era casual. Si me encontrara con ella naturalmente que le devolvería a su hijo. Pero es evidente que no lo quiere y se asegurará que no la encuentren.
—¿Y qué pasará con el niño?
—Lo criaremos en el monasterio. Será un hijo de Dios. Así es como mi hermano y yo fuimos criados. Nos arrebataron a nuestros padres cuando éramos muy jóvenes, y desde entonces el abad fue nuestro padre y los monjes nuestra familia. Comíamos, estábamos calientes, nos instruíamos.
—Y los dos se hicieron monjes —dijo la mujer. En su tono había un atisbo de ironía, como si hubiera demostrado que en definitiva la caridad del monasterio era interesada.
Philip se sintió contento de poder contradecirla.
—No, mi hermano dejó la Orden.
Volvieron los niños. No habían encontrado hojas anchas porque en invierno no era cosa fácil, de manera que comerían sin platos. Philip les dio todo el pan y el queso. Atacaron voraces la comida como animales hambrientos.
—Este queso lo hacemos en mi monasterio —dijo Philip—. A mucha gente le gusta así, tierno, pero aún es mejor si se le deja madurar.
Estaban demasiado hambrientos para que aquello les importara.
Terminaron el pan y el queso en un santiamén. Philip tenía tres peras. Las sacó después de hurgar en sus alforjas y se las dio a Tom. Este dio una a cada niño.
Philip se puso en pie.
—Rezaré para que encuentres trabajo.
—Si os acordáis, padre, habladle de mí al obispo. Conocéis nuestra necesidad y os habéis dado cuenta de que somos honrados —dijo Tom.
—Lo haré.
Tom sujetó al caballo mientras Philip montaba.
—Sois un buen hombre, padre —le dijo, y Philip observó sorprendido que Tom tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Que Dios sea con vosotros —dijo Philip.
Tom siguió sujetando por un instante al caballo.
—El recién nacido del que nos habéis hablado…, el que encontrasteis —hablaba con voz queda como si no quisiera que los niños le oyeran—, ¿le habéis puesto ya nombre?
—Sí, le llamamos Jonathan, que significa regalo de Dios.
—Jonathan. Me gusta. —Tom soltó al caballo.
Por un instante, Philip le miró con curiosidad. Luego espoleó a su caballo y se alejó al trote.
El obispo de Kingsbridge no vivía en Kingsbridge. Su palacio se alzaba en la cima de una colina orientada hacia el sur, en un valle exuberante, a un día entero de viaje de la fría catedral de piedra y sus tristes monjes. Lo prefería así ya que una asistencia excesiva a la iglesia entorpecería sus otras obligaciones de cobrar rentas, administrar justicia y maniobrar en la corte real. Y a los monjes también les venía como anillo al dedo ya que cuanto más lejos estuviera el obispo menos interferiría en lo que hacían.
Hacía frío como para nevar la tarde que Philip llegó allí. En el valle del obispo soplaba un viento glacial y unas nubes grises y bajas se cernían sobre la casa señorial de la colina. No era propiamente un castillo, aunque estaba igualmente defendida. Se habían aclarado cien yardas de bosque a todo su alrededor. La mansión estaba rodeada por una vigorosa cerca de madera de la altura de un hombre, con una acequia de agua de lluvia al exterior. El centinela, junto a la puerta, mostraba una actitud descuidada, pero su espada era de cuidado.
El palacio era una hermosa mansión de piedra construida en forma de letra E. La planta baja tenía gruesos muros con varias puertas sólidas y pesadas pero sin ninguna ventana. Una de las puertas estaba abierta y Philip pudo ver en la penumbra del interior toneles y sacos. Las otras puertas estaban cerradas con cadenas.
Philip se preguntó qué habría detrás de ellas. Cuando el obispo tenía prisioneros, allí era donde languidecían.
El trazo corto de la E lo formaba una escalera exterior que conducía a la zona habitable encima de la planta baja. La pieza principal que era el trazo largo de la E sería el salón. Y las dos habitaciones que formaban la parte superior e inferior de la E serían una capilla y un dormitorio. Así se lo imaginaba Philip. Había pequeñas ventanas con contraventanas como ojos brillantes contemplando desconfiados el mundo.
Dentro del recinto había una cocina, una tahona de piedra, establos y un granero de madera. Todos los edificios se encontraban en buen estado, circunstancia desafortunada para Tom, se dijo Philip.
En el establo había buenos caballos, incluida una pareja de corceles, y un puñado de hombres de armas vagaban por allí matando el tiempo. Quizá tuviera visitantes el obispo.
Philip dejó su caballo a un mozo de cuadra y subió las escaleras con sensación de abatimiento. En todo aquel lugar palpitaba un penoso ambiente militar. ¿Dónde estaban las colas de suplicantes de agravios, de madres que llevaban a bendecir a sus infantes? Entraba en un mundo que no le era familiar y estaba en posesión de un peligroso secreto. Es posible que transcurra mucho tiempo antes de que pueda salir de aquí, se dijo temeroso. Desearía que Francis no hubiera acudido a mí.
Terminó de subir la escalera. Un pensamiento indigno, se dijo. Se me presenta una oportunidad de servir a Dios y a la Iglesia y sólo me preocupo de mi propia seguridad. Algunos hombres se enfrentan diariamente al peligro, en el campo de batalla, en el mar y en peregrinaciones arriesgadas o en las cruzadas. Incluso un monje ha de sufrir a veces un pequeño temor y temblar.
Respiró hondo y entró.
El zaguán estaba en penumbra y lleno de humo. Philip cerró la puerta rápidamente para evitar que entrase el aire helado y luego atisbó entre las sombras. En el otro extremo de la habitación ardía un gran fuego que junto con unas ventanas pequeñas era toda la luz que recibía. Alrededor de la chimenea había un grupo de hombres, unos con indumentaria clerical y otros con los costosos trajes de la pequeña nobleza. Estaban enfrascados en una grave discusión y hablaban en voz baja y seria. Sus asientos estaban distribuidos al azar pero todos ellos miraban y hablaban a un sacerdote sentado en el centro del grupo, como una araña en su tela. Era un hombre delgado, y por la manera en que mantenía separadas sus largas piernas y sus largos brazos apoyados en los del sillón daba la impresión de que estuviese a punto de saltar. Tenía el pelo lacio y negro como el azabache, rostro pálido y la nariz afilada. Todo ello, unido a sus ropajes negros, le hacía parecer a un tiempo apuesto y amenazador.
No era el obispo.
Un mayordomo se levantó de su asiento junto a la puerta.
—Buenos días, padre. ¿A quién queréis ver? —preguntó a Philip.
Un podenco tumbado junto al fuego levantó la cabeza y lanzó unos gruñidos.
El hombre de negro dirigió rápidamente la mirada hacia allí, y al ver a Philip alzó una mano, e interrumpió la conversación.
—¿Qué pasa? —preguntó con brusquedad.
—Buenos días —dijo Philip con cortesía—. He venido a ver al obispo.
—No está —dijo el sacerdote dando por concluida la conversación.
Philip se quedó de piedra; había estado temiendo la entrevista y sus peligros y ahora se sentía defraudado ¿Qué podría hacer con su terrible secreto?
—¿Cuándo esperáis que regrese? —preguntó al sacerdote.
—No lo sabemos. ¿Para qué queréis verle?
El sacerdote habló en un tono algo brusco, que incomodó a Philip.
—Asuntos de Dios —le dijo con tono cortante— ¿Quién sois vos?
El sacerdote alzó las cejas como sorprendido de que le desafiaran y los otros hombres quedaron repentinamente quietos como esperando una explosión, pero al cabo de una pausa respondió con bastante tranquilidad.
—Soy su arcediano. Mi nombre es Waleran Bigod.
Buen nombre para un sacerdote, se dijo Philip.
—Mi nombre es Philip. Soy prior del monasterio de St-John-in-the-Forest. Es una celda del priorato de Kingsbridge.
—He oído hablar de vos —dijo Waleran—. Sois Philip de Gwynedd.
Philip quedó sorprendido. No podía imaginar cómo un verdadero arcediano había de conocer el nombre de alguien tan insignificante como él. Pero su rango, por modesto que fuera, bastó para cambiar la actitud de Waleran. La mirada irritada desapareció del rostro del arcediano.
—Acercaos al fuego —dijo—. ¿Tomareis un trago de vino caliente para reconfortaros la sangre?
Hizo un ademán a alguien sentado en un banco junto al muro y una figura andrajosa se apresuró a cumplir su mandato.
Philip se acercó al fuego. Waleran dijo algo en voz baja y los demás hombres se pusieron en pie, dispuestos a irse. Philip se sentó, calentándose las manos mientras Waleran acompañaba a sus visitantes a la puerta. Philip se preguntó de qué habían estado hablando y por qué el arcediano no había puesto fin a la reunión con una plegaria.
El andrajoso sirviente le alargó una copa de madera. Bebió un sorbo de vino caliente y especiado mientras reflexionaba sobre su próximo movimiento. Si el obispo no estuviera disponible ¿a quién podía dirigirse? Pensó en hablar con el conde Bartholomew y suplicarle sin más que considerara su rebeldía. La idea era ridícula. El conde se limitaría a arrojarle a una mazmorra y a echar la llave. Sólo quedaba el sheriff, quien en teoría era el representante del rey en el condado. Pero nadie podía asegurar de qué lado se inclinaría cuando aún existían algunas dudas de quién sería el rey. Aun así, se dijo Philip, al final habré de correr ese riesgo. Ansiaba retornar a la vida sencilla del monasterio, donde su enemigo más peligroso era Peter de Wareham.
Una vez que se hubieron ido los invitados de Waleran y cerrada la puerta para aislarles del ruido de los caballos en el patio, Waleran volvió junto al fuego y arrastró un gran sillón.
Philip estaba preocupado con su problema y en realidad no quería hablar con el arcediano, aunque se sintió obligado a mostrarse cortés.
—Espero no haber interrumpido su reunión —dijo.
Waleran hizo un ademán restándole importancia.
—Estaba a punto de terminar —dijo—. Esas cosas se prolongan más de lo necesario; estábamos discutiendo la renovación de arriendos de las tierras diocesanas. Es el tipo de cosas que pueden quedar solventadas en unos momentos, si la gente se mostrara decidida. —Agitó una mano huesuda como dando de lado todos los arriendos diocesanos y a sus beneficiarios—. Veamos, ya me he enterado de que habéis hecho un trabajo excelente en esa pequeña celda del bosque.
—Me sorprende que esté enterado de ello —replicó Philip.
—El obispo es abad ex-officio de Kingsbridge y por ello se interesa.
O tal vez tiene un arcediano bien informado, se dijo Philip.
—Bueno, Dios nos ha bendecido —dijo.
—Así es.
Hablaban en francés normando, la lengua que habían estado utilizando Waleran y sus invitados, la lengua del gobierno. Pero había algo extraño en el acento de Waleran y al cabo de unos momentos Philip se dio cuenta de que este tenía las inflexiones de alguien que hubiera sido educado hablando inglés. Ello significaba que no era un aristócrata normando sino un nativo que había medrado por su propio esfuerzo como el propio Philip.
Un instante después vio confirmada su teoría cuando Waleran cambió al inglés.
—Deseo que Dios conceda bendiciones parecidas al priorato de Kingsbridge.
Así pues, no era sólo Philip quien se sentía inquieto sobre el estado de las cosas en Kingsbridge. Probablemente Waleran sabría mejor lo que ocurría allí que Philip.
—¿Cómo está el prior James?
—Enfermo —contestó lacónico Waleran.
Philip pensó tristemente que entonces era seguro que nada podía hacer respecto a la insurrección del conde Bartholomew. Tendría que ir a Shiring y probar suerte con el sheriff.
Se le ocurrió que Waleran era el tipo de hombre que conocería a toda persona de importancia en el condado.
—¿Qué me dice del sheriff de Shiring? —le preguntó.
Waleran se encogió de hombros.
—Impío, arrogante, codicioso y corrupto. Así son todos los sheriffs, ¿por qué lo preguntáis?
—Si no puedo hablar con el obispo probablemente tendré que ir ver al sheriff.
—Debéis de saber que yo gozo de la confianza del obispo —dijo Waleran con una leve sonrisa—. Si puedo ser de alguna ayuda…
Hizo un amplio ademán, como un hombre que se estuviera mostrando generoso, aún a sabiendas de que puede ser rechazado.
Philip, que se había tranquilizado algo pensando que el momento de crisis había quedado aplazado por uno o dos días, se sentía de nuevo presa de gran turbación. ¿Podía confiar en el arcediano Waleran? Philip se dijo que la indiferencia de este era estudiada. El arcediano se mostraba inseguro, pero en realidad debía estar rebosante de curiosidad por saber qué era aquello tan importante. Sin embargo ello no era motivo suficiente para desconfiar de él. Parecía una persona juiciosa. ¿Sería lo bastante poderoso para hacer algo respecto a la conjura? De no poderlo hacer por sí mismo, acaso le fuera posible localizar al obispo. De repente a Philip le pareció que la idea de confiar en Waleran presentaba una ventaja importante porque mientras el obispo podía insistir en conocer la fuente real de la información de Philip, el arcediano no tenía autoridad para hacerlo y habría de contentarse con la historia que Philip le contara, la creyera o no.
Waleran esbozó de nuevo su leve sonrisa.
—Si sigue pensándolo empezaré a creer que desconfía de mí.
Philip se dio cuenta de que comprendía a Waleran. Era un hombre en cierto modo semejante a él. Joven, bien educado, de humilde cuna e inteligente. Acaso un poco demasiado mundano para el gusto de Philip, pero era excusable en un sacerdote que se veía obligado a pasar tanto tiempo con damas y caballeros y no tenía el beneficio de la vida protegida de un monje. Philip pensó que en el fondo de su corazón Waleran era un hombre devoto. Haría lo correcto para la Iglesia.
Philip vaciló en el momento de tomar la decisión. Hasta entonces solo él y Francis conocían el secreto. Una vez que se lo hubiera dicho a una tercera persona podía ocurrir de todo. Aspiró hondo.
—Hace tres días llegó a mi monasterio, en el bosque, un hombre herido —empezó a decir impetrando el perdón en su fuero interno por mentir—. Era un hombre armado sobre un hermoso y rápido corcel. Se había caído a una o dos millas de distancia. Debía cabalgar veloz cuando cayó, porque tenía el brazo roto y las costillas aplastadas. Le colocamos el brazo pero nada pudimos hacer con las costillas; además al toser vomitaba sangre, señal evidente de daños internos. —Mientras hablaba, Philip observaba atento el rostro de Waleran. Hasta aquel momento sólo revelaba una atención cortés—. Le aconsejé que confesara sus pecados por encontrarse en peligro de muerte. Me reveló un secreto.
Vaciló.
No estaba seguro de hasta qué punto Waleran se hallaba al corriente de las noticias políticas.
—Supongo que ya sabrá que Stephen de Blois ha reclamado el trono de Inglaterra con las bendiciones de la Iglesia.
Waleran sabía más que Philip.
—Y fue coronado en Westminster tres días antes de Navidad —dijo.
—¿Ya?
Francis no sabía aquello.
—¿Cuál era el secreto? —preguntó Waleran con un atisbo de impaciencia.
Philip dio el paso decisivo.
—Antes de morir el jinete me dijo que su señor Bartholomew, conde de Shiring, había conspirado con Robert de Gloucester para levantarse en armas contra Stephen.
Estudió el rostro de Waleran conteniendo el aliento.
Las mejillas de Waleran adquirieron una mayor palidez. Se inclinó hacia delante en su asiento.
—¿Creéis que decía la verdad? —dijo en tono apremiante.
—Un moribundo suele decir la verdad a su confesor.
—Acaso estuviera repitiendo un rumor que circulara por la casa del conde.
Philip no había esperado que Waleran se mostrara escéptico.
Improvisó presuroso.
—No, no —dijo—. Se trataba de un mensajero enviado por el conde Bartholomew para reunir las fuerzas del conde en Hampshire.
La mirada inteligente de Waleran escudriñó la expresión de Philip.
—¿Llevaba algún mensaje por escrito?
—No.
—¿Algún sello o muestra de la autoridad del conde?
—Nada. —Philip empezó a sudar ligeramente—. Me dio la impresión de ser bien conocido por la gente a la que iba a ver, como representante autorizado del conde.
—¿Cómo se llamaba?
—Francis —dijo Philip estúpidamente, y al punto sintió deseos de morderse la lengua.
—¿Sólo eso?
—No me dijo qué otro nombre tenía —dijo Philip con la sensación de que su historia estaba quedando al descubierto con el interrogatorio de Waleran—. Sus armas y armadura podrían identificarle. Enterramos las armas con él…, a los monjes no les sirven de nada. Podríamos cavar en la tumba y sacarlas, pero le aseguro de antemano que eran corrientes, sin distintivo alguno. No creo que revelaran señal alguna. —Tenía que apartar a Waleran de aquella línea de investigación—. ¿Qué cree que deba hacerse? —le preguntó.
Waleran mostró un gesto preocupado.
—Resulta difícil saber qué hacer sin tener pruebas. Los conspiradores pueden negar sencillamente la inculpación y entonces es condenado el acusador. —No dijo específicamente, «sobre todo si la historia resulta ser falsa», pero Philip dedujo que era lo que pensaba. Waleran siguió diciendo— ¿Se lo habéis dicho a alguien?
Philip hizo un ademán negativo con la cabeza.
—¿Adónde iréis cuando os vayáis de aquí?
—A Kingsbridge. Tuve que inventar un motivo para dejar la celda, así que dije que iba a hacer una visita al priorato. Y ahora he de hacerlo así para que sea verdad.
—No habléis allí a nadie de esto.
—No lo haré.
Philip no había pensado hacerlo, pero ahora se preguntaba por qué Waleran se mostraba tan insistente al respecto. Tal vez fuera por interés propio. Si estaba dispuesto a aceptar el riesgo de poner al descubierto la conspiración, quería asegurarse de que le fuera reconocido el mérito. Era ambicioso. Tanto mejor para el propósito de Philip.
—Dejadme esto a mí —dijo Waleran mostrándose de nuevo brusco.
Y el contraste en su actitud anterior hizo comprender a Philip que podía quitarse y ponerse la amabilidad como si se tratara de una capa. Waleran siguió diciendo. —Id ahora al priorato de Kingsbridge y olvidaos del sheriff. Espero que así lo hagáis.
—Sí.
Philip comprendió que todo iba a marchar bien, al menos por un tiempo. Se sintió liberado de un gran peso. No le iban a arrojar a una mazmorra ni a interrogarle bajo torturas. Y tampoco sería acusado de sedición; además había descargado aquella responsabilidad en otra persona, alguien que parecía encantado con ella.
Se levantó de su asiento y se dirigió a la ventana más próxima.
Estaba mediada la tarde y aún había mucha luz; sentía una gran necesidad de alejarse de allí, dejando tras él el secreto.
—Si me voy ahora podré hacer ocho o diez millas antes de que caiga la noche —dijo.
Waleran no insistió en que se quedara.
—Ello os conducirá a la aldea de Bassingbourg; allí encontrareis una cama. Si emprendéis camino por la mañana temprano podréis estar en Kingsbridge para el mediodía.
—Sí. —Philip se apartó de la ventana y miró a Waleran. El arcediano contemplaba el fuego con el ceño fruncido, sumido en sus pensamientos. Philip le observó unos instantes. El arcediano no compartía sus ideas. A Philip le hubiera gustado saber lo que maquinaba aquella cabeza inteligente—. Salgo de inmediato —dijo.
Waleran salió de su ensimismamiento, mostrándose de nuevo extremadamente amable. Sonrió y se puso en pie.
—Muy bien —dijo. Acompañó a Philip hasta la puerta y bajó luego con él las escaleras hasta el patio. El mozo de cuadra condujo hasta ellos el caballo de Philip y lo ensilló. Waleran pudo haberse despedido en ese momento y volver junto a su chimenea, pero esperó. Philip supuso que quería asegurarse de que tomaba el camino de Kingsbridge y no el de Shiring.
Philip montó su caballo sintiéndose más tranquilo que cuando llegó. Estaba a punto de irse cuando vio a Tom Builder atravesar la puerta con su familia a la zaga.
—Ese hombre es un albañil que conocí de camino —dijo Philip a Waleran—. Parece un hombre honrado que atraviesa tiempos duros. Si necesitáis hacer algunas reparaciones os dejará sin duda muy satisfecho.
Waleran no contestó. Tenía la mirada fija en la familia mientras atravesaban el recinto. Todo su aplomo y compostura se habían esfumado. Tenía la boca abierta y la mirada fija; parecía un hombre que sufriera un sobresalto.
—¿Qué pasa? —le preguntó Philip ansioso.
—¡Esa mujer! —exclamó Waleran con un susurro.
Philip la miró.
—Es verdaderamente hermosa —dijo, dándose cuenta por primera vez—. Pero se nos ha enseñado que para un sacerdote lo mejor es ser casto. Apartad la mirada, arcediano.
Waleran no le escuchaba.
—Creí que había muerto —musitó. De súbito pareció recordar a Philip. Apartó los ojos de la mujer y miró a Philip, sobreponiéndose—. Presentad mis respetos al prior de Kingsbridge —dijo.
Luego dio una palmada en la grupa del caballo de Philip haciendo que el animal se lanzara al trote, atravesando la puerta. Cuando Philip hubo recogido las riendas y dominado al caballo se encontraba ya demasiado lejos para decir adiós.
Philip avistó Kingsbridge hacia el mediodía del día siguiente, tal como lo había previsto el arcediano Waleran. Emergió de una boscosa colina y contempló un paisaje de campos helados y muertos, animado sólo por el desnudo esqueleto de algún que otro árbol. No se veía alma viviente ya que en lo crudo del invierno no había trabajo en la tierra. A un par de millas de distancia a través de los fríos campos, la catedral de Kingsbridge se alzaba sobre un promontorio; un edificio inmenso y achaparrado semejante a una tumba sobre un túmulo funerario.
Philip siguió el camino hasta una depresión y Kingsbridge desapareció de la vista. Su tranquilo pony se abrió paso cuidadosamente a lo largo de los senderos helados. Iba pensando en el arcediano Waleran. Tenía tanto aplomo, seguridad en sí mismo, y capacidad, que a Philip le hacía sentirse joven y cándido, aunque la diferencia de edad entre ambos no fuera mucha. Waleran había controlado sin esfuerzo toda la entrevista. Se había librado amablemente de sus invitados, había escuchado atentamente la historia de Philip, descubriendo de inmediato el problema crucial de falta de pruebas y comprendiendo rápidamente que aquella línea de investigación era inútil, y luego se apresuró a que Philip siguiera su camino, sin garantía alguna de que se emprendería una acción, y de ello se daba cuenta en ese momento.
Philip sonrió tristemente al comprender cómo le había manipulado. Waleran ni siquiera le había dicho que transmitiría al obispo lo que Philip le había comunicado. Pero Philip confiaba en que la gran vena de ambición que había adivinado en Waleran garantizaría que la información sería utilizada de alguna forma. Incluso pensaba que tal vez este se sintiera algo en deuda con él.
Y debido al hecho de que Waleran le había impresionado se mostraba tanto más intrigado por el único indicio de debilidad: su reacción ante la mujer de Tom Builder. A Philip ella le había parecido sombríamente peligrosa. Al parecer Waleran la había encontrado deseable, lo que en definitiva venía a ser lo mismo. Sin embargo, había algo más; Waleran debió conocerla antes porque dijo: Creí que había muerto. Daba la impresión de que hubiera pecado con ella en un pasado lejano. Ciertamente había algo de lo que debía sentirse culpable a juzgar por la forma en que se aseguró de que Philip no siguiera por allí y pudiera enterarse de más cosas.
Ni siquiera ese secreto culpable sirvió para menoscabar la opinión que Philip tenía de Waleran. Este era un sacerdote, no un monje. La castidad había constituido siempre parte esencial del estilo de vida monástica, pero nunca le había sido impuesta a los sacerdotes. Los obispos tenían amantes y los párrocos, amas de llaves. Al igual que con la prohibición de pensamientos pecaminosos el celibato clerical era una ley demasiado dura para ser obedecida. Si Dios no pudiera perdonar a los sacerdotes lascivos habría muy poco clero en el cielo.
Al alcanzar Philip una nueva cima reapareció Kingsbridge. El paisaje estaba dominado por la poderosa iglesia, con sus arcos redondeados y sus pequeñas y hundidas ventanas, al igual que el monasterio dominaba la aldea. La parte oeste de la iglesia, frente a la cual se encontraba Philip, tenía dos achaparradas torres gemelas, una de las cuales había sido derribada por una tormenta hacía cuatro años. Aún no había sido reconstruida y la fachada parecía expresar un puro reproche. Aquel espectáculo provocaba siempre el enfado de Philip, ya que el montón de escombros en la entrada de la iglesia era un vergonzoso recordatorio del colapso de la rectitud monástica en el priorato. Los edificios del monasterio, construidos con la misma piedra caliza pálida, se alzaban en grupos próximos a la iglesia, como conspiradores alrededor de un trono. En el exterior del muro bajo que rodeaba al priorato había una serie de cabañas dispersas, construidas con troncos y barro, con tejados de barda, ocupadas por los campesinos que labraban los campos de los alrededores y los sirvientes que trabajaban en el monasterio para los monjes. Un río angosto e impaciente atravesaba presuroso la esquina suroeste de la aldea, llevando agua fresca al monasterio.
Philip empezó ya a sentir que se le revolvía la bilis al atravesar el río por un viejo puente de madera. El priorato de Kingsbridge era una vergüenza para la Iglesia de Dios y el movimiento monástico, pero Philip nada podía hacer al respecto. Y la ira y la impotencia le revolvían el estómago.
El priorato era el propietario del puente y cobraba pontazgo.
Mientras el maderamen crujía bajo el peso de Philip y su caballo, un monje de edad salía de un cobertizo que había en la orilla opuesta, acercándose a la rama de sauce que servía de barrera. Agitó la mano al reconocer a Philip. Este se dio cuenta de que cojeaba.
—¿Qué te pasa en el pie, hermano Paul? —le preguntó.
—No es más que un sabañón. Se irá cuando llegue la primavera.
Philip pudo ver que en los pies sólo llevaba sandalias. Paul era un pájaro encallecido, pero también demasiado viejo para pasarse todo el día afuera con aquel tiempo.
—Debías tener un fuego —dijo Philip.
—Sería una bendición, pero el hermano Remigius dice que el fuego costaría más dinero del que da el pontazgo.
—¿Cuánto cobramos?
—Un penique por un caballo y un cuarto de penique por un hombre.
—¿Utiliza mucha gente el puente?
—Sí, sí. Mucha.
—Entonces ¿cómo es posible que no podamos permitirnos un fuego?
—Bueno, naturalmente los monjes no pagan ni los sirvientes del priorato ni los aldeanos, de manera que sólo queda algún caballero que vaya de viaje o un calderero, un día por otro. Luego, los días festivos, cuando la gente acude desde todas partes para asistir a los servicios en la catedral, recogemos montones de medios peniques.
—Soy del parecer que podríamos custodiar el puente solo los días festivos y dejar que tuvieras un fuego con los ingresos —dijo Philip.
Paul parecía preocupado.
—No digas nada a Remigius ¿quieres? Se disgustará si cree que me he estado quejando.
—No te preocupes —le dijo Philip.
Azuzó a su caballo para que Paul no pudiera ver la expresión de su rostro. Aquel tipo de estupidez le sacaba de quicio. Paul había dado su vida al servicio de Dios y del monasterio y cuando ya declinaba bajo el peso de los años tenía que soportar el dolor y el frío por uno y dos cuartos de penique al día. No sólo era algo cruel, sino también un despilfarro, ya que a un hombre viejo y paciente como Paul podía dedicársele a alguna tarea productiva, tal vez a criar gallinas, y el beneficio para el monasterio sería mayor que el de unos cuantos cuartos de penique. Pero el prior de Kingsbridge estaba demasiado viejo y aletargado para comprenderlo, y al parecer lo mismo le pasaba a Remigius, el sub-prior. Philip pensaba con amargura que era un grave pecado malgastar de forma tan descuidada los bienes humanos y materiales que se habían consagrado a Dios con amorosa devoción.
Se sentía malhumorado mientras guiaba a su pony a través de los espacios libres entre las cabañas y la puerta del priorato. Este conformaba un recinto rectangular con la iglesia en el centro. Los edificios habían sido construidos de tal manera que cuanto había al norte y al oeste de la iglesia era público, mundano, secular y práctico, en tanto que las partes sur y este eran privadas, espirituales y sagradas. Por lo tanto, la entrada al recinto se encontraba en la esquina noroeste del rectángulo. La puerta estaba abierta y el joven monje que se encontraba en la garita del portero junto a ella saludó con la mano al paso del caballo de Philip. Ya dentro del recinto, adosado al muro oeste se encontraba el establo, una sólida edificación en madera, sin duda mejor construida que algunas de las viviendas para la gente del otro lado del muro. En su interior se encontraban dos mozos de cuadra sentados sobre balas de paja. No eran monjes sino empleados del priorato. Se pusieron en pie, reacios como si les molestara la llegada de un visitante para darles trabajo extra. Un olor acre hirió el olfato de Philip, quien se dio cuenta de que los pesebres llevaban sin limpiar unas tres o cuatro semanas. Aquel día no estaba dispuesto a pasar por alto la negligencia de los mozos de cuadra.
—Antes de que metáis en el establo a mi pony, limpiad uno de los pesebres y poned paja fresca. Luego haced lo mismo con los demás caballos. Si el pesebre se mantiene siempre húmedo cogen el mal de las pezuñas. No tenéis tanto que hacer que no podáis mantener limpio este establo —dijo al entregarles las riendas. Los dos mozos parecían malhumorados, así que añadió—. Haced lo que os digo o me aseguraré de que se os retenga un día de paga por pereza. —Estaba a punto de irse cuando recordó algo—. En mi alforja hay un queso. Llevadlo a la cocina y entregadlo al hermano Milius.
Se alejó sin esperar a que le contestaran. El priorato tenía sesenta empleados para atender a sus cuarenta y cinco monjes, un número de sirvientes vergonzosamente excesivo a juicio de Philip. La gente que no tenía suficiente trabajo se volvía fácilmente remolona y dejaban de hacer el poco que tenían, como sin duda ocurría con los dos mozos de cuadra. Era un ejemplo más de la negligencia del prior James.
Philip caminó a lo largo del muro oeste del recinto del priorato, dejando atrás la casa de invitados, curioso por saber si en el priorato había algún visitante. Pero la inmensa y única habitación del edificio estaba fría y desierta, con un montón de hojas secas en el umbral arrastradas el invierno último por el viento. Dando la vuelta a la izquierda atravesó la gran extensión de hierba rala que separaba la casa de invitados —que en ocasiones albergaba gentes impías, incluso mujeres— de la iglesia. Se acercó a la parte oeste de la iglesia, donde se encontraba la entrada pública. Las piedras rotas de la torre desmoronada seguían donde cayeron, en un gran montón que medía el doble de la estatura de un hombre.
Al igual que la mayoría de las iglesias, la catedral de Kingsbridge había sido construida en forma de cruz. El extremo occidental se abría en una nave que conformaba el madero largo de la cruz. El travesaño consistía en dos cruceros orientados al norte y al sur a cada lado del altar. Más allá del cruce, al extremo este de la iglesia se le llamaba el presbiterio y estaba reservado principalmente a los monjes. En el extremo más alejado se encontraba la tumba de san Adolfo, ante la que todavía acudían peregrinos de vez en cuando. Philip entró en la nave y recorrió con la mirada la avenida de arcos redondos y poderosas columnas. Su contemplación sólo sirvió para deprimirle todavía más. Era un edificio húmedo y lóbrego y se había deteriorado desde que lo vio por última vez. Las ventanas en los bajos pasillos a cada lado de la nave eran como túneles estrechos en los muros de inmenso grosor. Arriba, en el tejado, las ventanas más grandes del triforio iluminaban el techo de madera pintada, revelando hasta qué punto se estaba deteriorando; los apóstoles, santos y profetas se hacían cada vez más difusos fundiéndose de manera inexorable con el fondo. Un leve olor a vestiduras corrompidas impregnaba la atmósfera pese al viento frío que soplaba, ya que las ventanas no tenían cristales. Desde el otro extremo de la iglesia llegaban los sonidos de la misa mayor, las frases latinas salmodiadas y las respuestas cantadas. Philip avanzó por la nave. El suelo nunca había sido enlosado, de manera que la tierra estaba cubierta de musgo en los rincones rara vez hollados por los zuecos de los campesinos y las sandalias de los monjes. Las espirales talladas y las flautas de las macizas columnas así como los machos cabríos esculpidos que decoraban los arcos, que un día estuvieron pintados y dorados, ya sólo conservaban unas delgadas hojas doradas y un entramado de manchas donde había estado la pintura. El mortero que unía las piedras se estaba desprendiendo y cayendo, formando pequeños montones junto a los muros. Philip sintió resurgir en él la ira familiar.
Cuando la gente acudía allí se pensaba que iba a sentirse deslumbrada por la majestad del Dios Todopoderoso. Pero los campesinos eran gentes sencillas que juzgaban por las apariencias, y al contemplar todo aquello pensarían que Dios era una deidad insensible e indiferente, que no era probable que apreciara su adoración o tomara en cuenta sus pecados. En definitiva, los campesinos pagaban para la iglesia con el sudor de su frente, y en verdad era indignante que se vieran recompensados con aquel ruinoso mausoleo.
Philip se arrodilló ante el altar y permaneció allí un momento, consciente de que aquella justa indignación no era el estado de ánimo más apropiado para un devoto. Una vez se hubo calmado algo se puso en pie y siguió su camino.
El brazo oriental de la iglesia, el presbiterio, estaba dividido en dos. Cerca del cruce se hallaba el coro, con bancos de madera donde los monjes se instalaban durante los servicios religiosos. Más allá del coro se encontraba la capilla que albergaba la tumba del santo. Philip se situó detrás del altar con el propósito de ocupar un sitio en el coro.
Entonces un féretro le hizo detenerse en seco.
Se quedó sorprendido Nadie le había dicho que hubiera muerto un monje. Claro que había que tener en cuenta que sólo había hablado con tres personas: Paul, que ya era viejo y tenía la mente algo ausente, y los dos mozos de cuadra, a los que no había dado oportunidad de hablar. Se acercó al féretro para ver de quién se trataba. Al mirar al interior se quedó de piedra.
Era el prior James.
Philip permaneció boquiabierto. Ahora todo había cambiado, había un nuevo prior, una nueva esperanza.
El júbilo no era la actitud adecuada ante la muerte de un venerable hermano, por muchas que hubieran sido sus faltas. Philip acomodó la expresión de su rostro y su mente a una actitud de duelo.
Estudió al yaciente. El prior tuvo en vida el pelo blanco, el rostro afilado y andaba encorvado. En aquellos momentos había desaparecido su expresión perpetuamente abatida y en lugar de parecer preocupado y desconsolado daba la impresión de sentirse en paz. Al arrodillarse Philip junto al féretro y murmurar una oración se preguntó si un gran peso no habría atormentado el corazón del anciano durante los últimos años de su vida. Un pecado inconfesado, el recuerdo de una mujer o un daño causado a un hombre inocente. Fuera como fuese, ahora ya no hablaría de ello hasta el día del juicio final.
Pese a su resolución, Philip no pudo evitar que su mente vagara hacia el futuro. El prior James, indeciso, ansioso y falto de voluntad, había dirigido el monasterio con mano inerte. Ahora habría alguien nuevo, alguien que impondría disciplina a los sirvientes haraganes, repararía la iglesia en ruinas y sacaría rendimiento de la gran riqueza de la propiedad convirtiendo el priorato en una fuerza poderosa para Dios. Philip se sentía demasiado excitado para permanecer tranquilo.
Se levantó y caminó con paso más ligero y decidido hasta el coro y ocupó un lugar vacío en los bancos de atrás.
El oficio religioso lo celebraba el sacristán, Andrew de York, un hombre irascible, de rostro congestionado que siempre parecía estar a punto de sufrir una apoplejía. Era uno de los dignatarios antiguos del monasterio. Todo cuanto había de sagrado era responsabilidad suya: los servicios religiosos, los libros, las reliquias sagradas, las vestiduras y los ornamentos, así como la mayor parte de lo que constituía el inventario del edificio de la iglesia. Bajo sus órdenes trabajaban un cantor, para supervisar la música, y un tesorero para cuidar de los candelabros, los cálices y otros vasos sagrados de oro y plata engastados con piedras preciosas. Por encima del sacristán no había más autoridad que la del prior y el sub-prior, Remigius, que era un gran compañero de Andrew.
Andrew leía el oficio divino con su tono habitual de ira contenida; había una tremenda confusión en la mente de Philip y hubo de pasar algún tiempo antes de darse cuenta de que el oficio divino no se estaba celebrando de manera decorosa. Un grupo de monjes jóvenes hacían ruido, hablando y riendo. Se dio cuenta de que se estaban burlando de un anciano maestro de novicios que se había quedado dormido en su asiento. Los jóvenes monjes, que en su mayoría habían sido novicios hasta fecha muy reciente bajo la instrucción del viejo maestro y que probablemente aún les escocían los palmetazos de su vara, le estaban lanzando bolitas de porquería a la cara. Cada vez que una de ellas daba en el blanco, el monje se movía y agitaba, pero sin despertarse. Andrew parecía no darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Philip miró en derredor buscando al circuitor, el monje responsable de la disciplina. Se encontraba en el otro extremo del coro, enfrascado en conversar con otro monje, sin prestar atención al servicio religioso ni al comportamiento de los jovenzuelos.
Philip siguió observando un poco más. En el mejor de los casos aquellas cosas acababan con su paciencia. Uno de los monjes parecía ser un cabecilla, un muchacho de buena planta, de unos veintiún años, con sonrisa maliciosa. Philip le vio aplicar la punta de su cuchillo de comer en la parte superior de una vela encendida y lanzar la cera derretida y caliente a la coronilla del maestro de novicios. Al recibir el viejo monje la cera ardiente se despertó con un alarido y los jovenzuelos se partieron de risa.
Con un suspiro, Philip se levantó de su asiento. Se acercó por detrás al jovenzuelo, le cogió por la oreja, le sacó rápidamente del coro y le condujo hasta el crucero sur. Andrew levantó la mirada del misal y frunció el ceño cuando les vio alejarse. No se había enterado de lo ocurrido.
Cuando se encontraron fuera del alcance del oído de los monjes, Philip se detuvo y soltó la oreja del muchacho.
—¿Nombre? —le preguntó.
—William Beauvis.
—¿Y puede saberse qué diablo te ha poseído durante la misa mayor?
William parecía malhumorado.
—Estaba cansado del oficio divino.
Philip jamás había simpatizado con los monjes que se quejaban de sus obligaciones.
—¿Cansado? —dijo levantando ligeramente la voz— ¿Qué has hecho hoy?
—Maitines y laudes en plena noche, prima antes del desayuno; luego tercia sexta, estudio y ahora misa mayor.
—¿Has comido?
—He desayunado.
—¿Y esperas que te den de comer?
—Sí.
—La mayoría de los muchachos que tienen tu edad trabajan en los campos hasta deslomarse, desde el alba hasta ponerse el sol para poder desayunar y comer, y además darte a ti parte de su pan. ¿Sabes por qué lo hacen?
—Sí —repuso William cambiando de pie y mirando al suelo.
—¿Por qué?
—Lo hacen porque quieren que los monjes canten para ellos los oficios divinos.
—Exactamente. Los trabajadores campesinos te dan pan, carne y un dormitorio construido en piedra con un buen fuego en invierno y tú estás tan cansado que no puedes permanecer sentado y quieto durante la misa mayor para ellos.
—Lo siento, hermano.
Philip se quedó mirando aún un momento a William. Su falta no era grave. La verdadera culpa era imputable a sus superiores, que con su negligencia permitían payasadas en la iglesia.
—Si los oficios divinos te cansan, ¿por qué te has hecho monje?
—Soy el quinto hijo de mi padre.
Philip hizo un gesto de asentimiento.
—Y, sin duda, donó alguna tierra al priorato a condición de que te admitiéramos.
—Sí, una granja.
Era una historia corriente. Un hombre que tuviera un exceso de hijos daba uno de ellos a Dios, y para asegurarse de que Dios no iba a rechazar el regalo, daban al propio tiempo una parte de tierra suficiente para mantener al hijo en pobreza monástica. De esa manera, muchos hombres que no tenían vocación se convertían en monjes desobedientes.
—Si fueras trasladado, digamos a una granja, o a mi pequeña celda de St-John-in-the-Forest, donde hay mucho trabajo por hacer al aire libre y más bien poco tiempo para pasarlo rezando, ¿crees que ello te ayudaría a participar en los oficios divinos con la adecuada devoción?
A William se le iluminó el rostro.
—Sí, hermano. Creo que sí.
—Eso pensaba. Veré qué puede hacerse. Pero no te alegres demasiado. Quizás tengas que esperar hasta que tengamos un nuevo prior y le pida que te traslade.
—De todas maneras, muchas gracias.
Había terminado el oficio y los monjes empezaban a abandonar la iglesia en procesión. Philip se llevó un dedo a los labios para poner fin a la conversación. Mientras los monjes desfilaban por el crucero sur, Philip y William se incorporaron a la fila y entraron en los claustros, el cuadrángulo abovedado adyacente al lado sur de la nave; allí se disolvió la procesión. Philip se dirigió hacia la cocina, pero se vio interceptado por el sacristán, que se plantó en actitud agresiva ante él, con los pies apartados y las manos en las caderas.
—Hermano Philip —dijo.
—Hermano Andrew —dijo a su vez Philip, pensando qué mosca le había picado.
—¿Qué pretendes, interrumpiendo la celebración de la misa mayor?
Philip se quedó estupefacto.
—¿Interrumpiendo el servicio? —repitió incrédulo—. El muchacho se estaba portando mal y…
—Soy perfectamente capaz de ocuparme de los malos comportamientos en mis propios servicios —dijo Andrew levantando la voz.
Los monjes, que habían empezado a dispersarse, se quedaron por los alrededores para escuchar lo que discutían.
Philip no podía entender todo aquel jaleo. De vez en cuando, los monjes jóvenes y los novicios debían ser reprendidos por sus hermanos mayores durante los oficios, y no había regla alguna que estableciera que sólo podía hacerlo el sacristán.
—Pero si no viste lo que estaba ocurriendo —alegó Philip.
—O quizás lo vi y decidí ocuparme de ello más tarde.
Philip estaba completamente seguro de que no había visto nada.
—Entonces, ¿qué viste? —preguntó desafiante.
—¡No pretendas interrogarme! —gritó Andrew. Su rostro pasó del color rojo al morado—. Podrás ser prior de una pequeña celda en el bosque, pero yo hace doce años que soy sacristán y llevaré los servicios de la catedral como crea conveniente, sin la ayuda de forasteros a los que doblo la edad.
Philip empezó a pensar que quizás se hubiera equivocado a juzgar por lo furioso que estaba Andrew. Pero lo más importante era que una discusión en los claustros no era precisamente un espectáculo edificante para los otros monjes, y había que ponerle fin. Así que Philip se tragó su orgullo, apretó los dientes e inclinó sumiso la cabeza.
—Admito la reprimenda, hermano, y suplico humildemente tu perdón —dijo.
Andrew estaba preparado para una discusión a voces, y la pronta retirada de su adversario no le resultó satisfactoria.
—¡Pues que no vuelva a ocurrir! —dijo con descortesía.
Philip no contestó. Andrew se había propuesto decir la última palabra de manera que cualquier otra observación de Philip sólo conseguiría una nueva réplica; permaneció allí de pie, con la mirada clavada en el suelo y mordiéndose la lengua, mientras Andrew permaneció unos momentos mirándole furioso. Finalmente el sacristán dio media vuelta y se alejó con la cabeza erguida.
Los otros monjes se quedaron mirando a Philip, que se sentía verdaderamente molesto por la humillación que le había inferido Andrew, pero tenía que aceptarla porque un monje orgulloso era un mal monje. Abandonó el claustro sin decir palabra.
El alojamiento de los monjes se encontraba al sur de la plaza del claustro, el dormitorio en la esquina sureste y el refectorio en la suroeste. Philip se encaminó hacia el oeste, saliendo una vez más a la zona pública del recinto del priorato, frente a la casa de invitados y los establos. Allí en la esquina suroeste del recinto estaba el patio de la cocina, rodeado en tres de los lados por el refectorio, la propia cocina y la tahona, y la fábrica de cerveza. En medio del patio había un carro cargado de nabos a la espera de que los descargaran. Philip subió los escalones que conducían a la cocina y entró en ella.
La atmósfera era tan densa que fue como un golpe. Hacía mucho calor y todo estaba impregnado con el olor de guisos de pescado. Se escuchaba el ruido estridente de cacerolas y órdenes vociferantes. Tres cocineros, los tres congestionados por el calor y las prisas, estaban preparando la cena con la ayuda de seis o siete pinches jóvenes; había dos inmensas chimeneas, una en cada extremo de la habitación. En cada chimenea ardía un gran fuego en el que se estaban asando veinte o más pescados ensartados en un espetón al que daba vueltas sin cesar un muchacho sudoroso. A Philip se le hizo la boca agua. En unas grandes ollas de hierro llenas de agua y colgadas sobre las llamas, hervían zanahorias enteras. Dos jóvenes se encontraban de pie junto a un tajo cortando finas rebanadas de hogazas de pan blanco de una yarda de largas, para ser utilizadas como tajaderos… fuentes comestibles. Un monje vigilaba todo aquel aparente caos. El hermano Milius, el cocinero del convento, tenía más o menos la misma edad que Philip. Permanecía sentado en un taburete alto observando la frenética actividad que tenía lugar en derredor suyo, con una sonrisa imperturbable, como si todo estuviera en orden y perfectamente organizado… y probablemente así sería bajo su mirada experimentada.
—Gracias por el queso —dijo sonriendo a Philip.
—Ah, sí. —Philip lo había olvidado con todo aquel maremágnum—. Está hecho con leche ordeñada sólo por la mañana. Verás que su sabor es sutilmente diferente.
—Ya se me está haciendo la boca agua. Pero pareces taciturno. ¿Algo va mal?
—Nada. He tenido unas palabras con Andrew. —Philip hizo un gesto de indiferencia como dando de lado a Andrew—. ¿Puedo coger una piedra caliente del fuego?
—Naturalmente.
En los fuegos de la cocina siempre había varias piedras preparadas para retirarlas y utilizarlas para calentar rápidamente pequeñas cantidades de agua o de sopa.
—El hermano Paul que está en el puente tiene un sabañón y Remigius no quiere que encienda un fuego —explicó Philip.
Cogió un par de tenazas de mango largo y retiró del hogar una piedra caliente.
Milius abrió un armario y sacó un trozo de cuero viejo que una vez había sido una especie de delantal.
—Toma, envuélvela en esto.
—Gracias. —Philip colocó la piedra caliente en el centro del cuero recogiendo con cuidado las puntas.
—Date prisa —le dijo Milius—. La cena está lista.
Philip salió de la cocina agitando la mano. Atravesó el patio de la cocina y se dirigió hacia la puerta. A su izquierda exactamente junto al muro oeste estaba el molino. Hacía muchos años que se había abierto un canal en el priorato, río arriba, para llevar agua del río a la acequia del molino; después de accionar la rueda del molino, el agua tomaba por un canal subterráneo hasta la cervecería, la cocina, la fuente de los claustros donde los frailes se lavaban las manos antes de comer, y finalmente hasta la letrina próxima al dormitorio, después de lo cual bajaba hacia el sur, revertiendo en el río. Uno de los primeros priores había sido un proyectista inteligente.
Philip observó que delante del establo había un montón de paja sucia. Los mozos de cuadra estaban cumpliendo sus órdenes y limpiando las cuadras. Salió por la puerta y atravesando la aldea se encaminó al puente.
¿Acaso fue presuntuoso por mi parte reprender al joven William Beauvis?, se preguntó mientras pasaba entre las chozas. Meditándolo bien se dijo que no. De hecho hubiera estado mal ignorar semejante interrupción durante el oficio.
Al llegar al puente asomó la cabeza por el pequeño cobertizo de Paul.
—Caliéntate el pie con esto —dijo entregándole la piedra caliente envuelta en el cuero—. Cuando se enfríe un poco, quita el cuero y pon el pie directamente sobre la piedra. Te durará hasta la caída de la noche.
El hermano Paul mostró un agradecimiento patético. Se quitó la sandalia y puso inmediatamente el pie sobre aquel bulto.
—Siento que ya se me alivia el dolor —dijo.
—Si vuelves a poner esta noche la piedra en el fuego de la cocina, por la mañana volverá a estar caliente —le dijo Philip.
—¿Y no le importará al hermano Milius? —preguntó Paul nervioso.
—Te aseguro que no.
—Eres muy bueno conmigo, hermano Philip.
—No tiene importancia. —Philip se fue antes de que el agradecimiento de Paul se hiciera embarazoso. En definitiva no era otra cosa que una piedra caliente.
Volvió al priorato. Se dirigió a los claustros y se lavó las manos en la pila de piedra del lado sur. Luego entró en el refectorio. Uno de los monjes leía en voz alta ante un facistol. Se había establecido que la cena se hiciera en silencio, aparte de la lectura, pero el ruido de unos cuarenta monjes comiendo originaba un constante murmullo y también se oían muchos cuchicheos pese a la regla. Philip ocupó un lugar vacío en una de las largas mesas. El monje sentado junto a él comía con enorme apetito.
—Hoy hay pescado fresco —murmuró al encontrarse con la mirada de Philip.
Philip asintió. Ya lo había visto en la cocina.
—Hemos oído decir que en vuestra celda del bosque tenéis pescado fresco todos los días —dijo el monje con envidia.
Philip sacudió la cabeza.
—En días alternos tenemos volatería —susurró.
El monje se mostró aún más envidioso.
—Aquí tenemos pescado salado seis días a la semana.
Un sirviente colocó una gruesa rebanada de pan delante de Philip y luego puso encima un aromático pescado con las hierbas del hermano Milius. A Philip se le hizo la boca agua. Se disponía a atacar el pescado con su cuchillo cuando en el otro extremo de la mesa se levantó un monje y le señaló. Era el circuitor, el monje que tenía a su cargo la disciplina. ¿Y ahora qué?, se dijo Philip.
El circuitor rompió la regla del silencio como estaba en su derecho.
—¡Hermano Philip!
Los monjes dejaron de comer y en el salón se hizo el silencio.
Philip quedó enarbolando el cuchillo sobre el pescado y levantó la vista expectante.
—La regla establece que no hay cena para quienes llegan tarde —dijo el circuitor.
Philip suspiró; parecía como si ese día no hiciera nada bien.
Apartó el cuchillo. Entregó de nuevo la rebanada de pan y el pescado al sirviente, e inclinó la cabeza para escuchar la lectura.
Durante el periodo de descanso después de la cena, Philip se dirigió al almacén que había debajo de la cocina para hablar con Cuthbert Whitehead, el despensero. El almacén era una cueva oscura y grande con pilares cortos y gruesos y unas pequeñísimas ventanas. El ambiente era seco y rebosaba de los aromas de lo almacenado. Lúpulo y miel, manzanas viejas y hierbas secas, queso y vinagre. Al hermano Cuthbert solía encontrársele allí, porque su trabajo no le dejaba tiempo para los oficios, lo que respondía muy bien a sus inclinaciones. Era un individuo listo, con los pies bien firmes en la tierra y que sentía escaso interés por la vida espiritual. El despensero era la contrapartida material del sacristán. Cuthbert tenía que atender todas las necesidades materiales de los monjes, recogiendo los productos de las granjas y las alquerías del monasterio e ir al mercado a comprar lo que los monjes y sus empleados no podían producir por sí mismos. La tarea exigía una cuidadosa reflexión y cálculo.
Cuthbert no la llevaba a cabo solo. Milius, el cocinero, tenía a su cargo la preparación de las comidas y había un chambelán que se ocupaba de la indumentaria de los monjes. Ambos trabajaban a las órdenes de Cuthbert y había otros tres personajes que normalmente también estaban bajo su control, pero que gozaban de cierto grado de independencia: el maestre de invitados, el enfermero que se ocupaba de los monjes ancianos y enfermos en un edificio aparte, y el postulante. Incluso teniendo gente que trabajaba a sus órdenes, la tarea de Cuthbert era formidable, pese a ello lo llevaba todo en la cabeza, asegurando que era una vergüenza malgastar pergamino y tinta.
Philip sospechaba que Cuthbert no había llegado a aprender a leer y escribir lo suficiente. Cuthbert había tenido el pelo blanco desde su juventud, de ahí el sobrenombre de Whitehead (Cabeza blanca) pero en aquellos días había dejado atrás los sesenta y el único pelo que le quedaba crecía en abundantes mechones blancos de sus orejas y de las aletas de la nariz, como para compensar su calvicie. Como el propio Philip había sido despensero en su primer monasterio, comprendía bien los problemas de Cuthbert y simpatizaba con sus quejas. En consecuencia este sentía afecto por Philip. En aquellos momentos, sabedor de que Philip se había quedado sin cenar, Cuthbert cogió media docena de peras de un barril. Estaban algo arrugadas pero eran sabrosas y Philip se las comió agradecido, mientras Cuthbert rezongaba sobre las finanzas del monasterio.
—No alcanzo a comprender cómo es posible que el priorato esté endeudado —dijo Philip con la boca llena de fruta.
—No debería estarlo —aseguró Cuthbert—. Posee más tierras y cobra diezmos de más iglesias parroquiales que nunca.
—Entonces, ¿por qué no somos ricos?
—Ya conoces el sistema que tenemos aquí. En su mayor parte, las propiedades del monasterio están divididas entre los distintos cargos. El sacristán tiene sus tierras, yo tengo las mías y hay dotaciones de menor importancia para el maestro de invitados, el enfermero y el postulante. El resto pertenece al prior. Cada uno utiliza los ingresos de su propiedad para cubrir sus necesidades.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—Bueno, habría que ocuparse de todas esas propiedades. Supongamos por ejemplo que tuviéramos algunas tierras y que las arrendáramos por una cantidad en metálico. No deberíamos limitarnos a entregárselas al mejor postor y cobrar el dinero. Deberíamos tratar de encontrar un buen arrendador y vigilarle para asegurarnos que trabaja bien la tierra. De lo contrario los pastos pueden quedar anegados y el suelo esquilmado hasta tal punto que el arrendador se encuentre imposibilitado de pagarnos el arriendo, así que nos devuelve las tierras en malas condiciones. O bien consideremos una alquería en la que trabajen nuestros empleados y la dirijan los monjes. Si nadie visita la alquería salvo para llevarse su producción, los monjes se vuelven perezosos y perversos, los empleados roban las cosechas y la granja produce cada vez menos a medida que pasan los años. Incluso una iglesia necesita que se ocupen de ella. No deberíamos limitarnos a coger los diezmos. Deberíamos poner un buen sacerdote que conozca el latín y que lleve una vida santa. De lo contrario la gente se sume en la impiedad, casándose, trayendo hijos al mundo y muriendo sin las bendiciones de la Iglesia y defraudando con sus diezmos.
—Los obedecedores deberían administrar su propiedad con cuidado —dijo Philip mientras daba fin a su última pera.
—Deberían, pero tienen otras cosas en la cabeza. En cualquier caso, ¿qué sabe de novicios de labranza un maestro? ¿Por qué un enfermero habrá de ser un competente administrador de propiedades? Claro que un prior enérgico les obligará a manejar prudentemente, hasta cierto punto, sus recursos. Pero durante trece años hemos tenido un prior débil y ahora no tenemos dinero para reparar la iglesia catedral, comemos pescado salado seis días a la semana, y nadie acude a la casa de invitados.
Philip saboreaba su vino sumido en triste silencio. Le resultaba difícil pensar fríamente ante semejante derroche de los bienes de Dios. Hubiera querido agarrar al responsable y sacudirle hasta que entrara en razón, pero en ese caso la persona responsable yacía en un ataúd, detrás del altar. Al menos eso hacía vislumbrar cierta esperanza.
—Pronto tendremos un nuevo prior —dijo Philip—. Él deberá enderezar las cosas.
Cuthbert le miró de manera especial.
—¿Remigius? ¿Enderezar las cosas?
Philip no estaba seguro de lo que Cuthbert quería decir.
—No será Remigius el nuevo prior, ¿verdad?
—Es lo más probable.
Philip quedó consternado.
—¡Pero si no es mejor que el prior James! ¿Por qué habrían de votarle los hermanos?
—Verás, los forasteros les inspiran recelos y por tanto no votan a nadie que no conozcan. Ello significa que ha de ser uno de nosotros. Remigius es sub-prior, el monje más antiguo aquí.
—Pero no hay regla alguna que establezca que hayamos de elegir al monje más antiguo —protestó Philip—. Puede ser otro de los obedecedores. Podrías ser tú.
Cuthbert asintió.
—Ya me lo han pedido. Me he negado.
—Pero ¿por qué?
—Me estoy haciendo viejo, Philip. Fracasaría en el trabajo que ahora tengo si no fuera porque estoy tan acostumbrado a él que puedo hacerlo de manera automática. Una mayor responsabilidad sería excesiva. Realmente no tengo energía suficiente para hacerme cargo de un monasterio en situación precaria y reformarlo. Al final no lo haría mucho mejor que Remigius.
Philip seguía sin poder creérselo.
—Están otros. El sacristán, el postulante, el maestro de novicios.
—El maestro de novicios es viejo y aún está más fatigado que yo. El maestro de invitados es glotón y borracho. Y el sacristán y el postulante se han comprometido a votar por Remigius. ¿El motivo? No lo sé, pero puedo suponerlo. Yo diría que Remigius ha prometido al sacristán hacerle sub-prior y al postulante sacristán, como recompensa por su apoyo.
Philip se dejó caer pesadamente hacia atrás sobre los sacos de harina en los que estaba sentado.
—Me estás diciendo que Remigius ya tiene conseguida la elección.
Cuthbert no contestó de inmediato. Se puso en pie y se dirigió al otro extremo del almacén, colocando en fila una bañera de madera llena de anguilas vivas, un balde de agua clara y un barril que contenía una tercera parte de salmuera.
—Ayúdame con esto —dijo. Sacó un cuchillo, cogió una anguila de la bañera y le golpeó la cabeza contra el suelo de piedra, para destriparla luego con el cuchillo. Alargó a Philip el pescado que aún se agitaba débilmente—. Límpialo en el balde y luego échalo al barril. Estas calmarán nuestro apetito durante la Cuaresma.
Philip limpió la anguila medio muerta lo mejor que supo y la echó en el agua salada.
Cuthbert destripó otra anguila.
—Hay otra posibilidad —dijo—. Un candidato que fuera un buen prior reformador y cuyo rango, aunque por debajo del sub-prior, fuera el mismo que el de sacristán o el de postulante.
Philip sumergió la anguila en el balde.
—¿Quién?
—Tú.
—¿Yo? —Philip quedó tan sorprendido que dejó caer la anguila al suelo. Técnicamente tenía el rango de obedecedor del priorato, pero nunca pensó en sí mismo como un igual del sacristán y los otros porque todos ellos eran mucho mayores que él—. Soy demasiado joven…
—Piénsalo —dijo Cuthbert—. Has pasado toda tu vida en monasterios. Fuiste despensero a los veintiún años. Durante cuatro o cinco años has sido prior de una pequeña institución… y la has reformado. Cualquiera podría ver que Dios ha puesto su mano sobre ti.
Philip recogió la anguila que se le había escapado y la echó en el barril de salmuera.
—La mano de Dios está sobre todos nosotros —dijo evasivo. En cierto modo se sentía aturdido por la sugerencia de Cuthbert. Quería para Kingsbridge un nuevo prior que fuera enérgico, pero nunca se le ocurrió pensar que él pudiera ocupar el puesto—. Bueno, es verdad que sería mejor prior que Remigius —reconoció pensativo.
Cuthbert parecía satisfecho.
—Si tienes un defecto, Philip, es la candidez.
Philip no se consideraba cándido en modo alguno.
—¿Qué quieres decir?
—Nunca se te ha ocurrido pensar que la gente obra impulsada por bajos motivos. La mayoría de nosotros sí que lo hacemos. Por ejemplo, todos en el monasterio dan por sentado que eres candidato y que has venido a pedir votos.
Philip estaba indignado.
—¿En qué se basan para decir eso?
—Intenta considerar tu comportamiento como haría una mente suspicaz y mezquina. Has llegado poco después de la muerte del prior James, como si tuvieras aquí a alguien que te hubiera enviado un mensaje secreto.
—Pero ¿cómo se imaginan que he organizado esto?
—No lo saben, pero creen que eres más listo que ellos. —Cuthbert empezó de nuevo a destripar anguilas—. Y date cuenta de cómo te has comportado hoy. En cuanto entraste en los establos ordenaste que los limpiaran. Luego te ocupaste de las payasadas durante la celebración de la misa mayor. Hablaste de trasladar al joven William Beauvis a otra casa, cuando todo el mundo sabe que el transferir monjes de una casa a otra es privilegio del prior. Criticaste de manera implícita a Remigius al llevar al hermano Paul una piedra caliente. Y finalmente trajiste a la cocina un queso delicioso, del que todos comimos un bocado después de la cena. Y aunque nadie dijera de dónde procedía, ninguno de nosotros podría confundir el sabor de un queso de St-John-in-the-Forest.
Philip se sentía extremadamente incómodo ante la idea de que sus acciones hubieran sido mal interpretadas.
—Son cosas que hubiera podido hacer cualquiera.
—Cualquier monje veterano hubiera podido hacer una de ellas. Pero nadie más que tú las hubiera hecho todas. ¡Llegaste y te hiciste cargo! Ya has empezado a reformar este lugar. Y, como es natural, los seguidores de Remigius están intentando hacerte retroceder. Esa es la razón de que el sacristán Andrew te reprendiera en el claustro.
—¡Así que era eso! Me preguntaba qué mosca le habría picado. —Philip enjuagó una anguila pensativo—. Y supongo que cuando el postulante me hizo renunciar a mi cena fue por la misma razón.
—Desde luego. Una forma de humillarte delante de los monjes. Y a propósito, creo que esas dos maniobras fueron contraproducentes para sus intenciones. Ninguna de las dos reprimendas estaba justificada y sin embargo, las aceptaste de buen grado. De hecho lograste parecer un verdadero santo.
—No lo hice intencionadamente.
—¡Tampoco los santos! Está sonando la campana para nonas. Más vale que me dejes a mí el resto de las anguilas. Después del oficio es la hora de estudio y se permiten las discusiones en el claustro. Un montón de hermanos querrán hablar contigo.
—¡No tan deprisa! —exclamó Philip preocupado—. El que la gente crea que quiero ser prior no significa que vaya a presentarme a la elección. —Se sentía desalentado ante la perspectiva de una lucha electoral y no del todo seguro de querer abandonar su bien organizada celda del bosque y hacerse cargo de los extraordinarios problemas del priorato de Kingsbridge—. Necesito tiempo para reflexionar —dijo suplicante.
—Lo sé. —Cuthbert se enderezó y miró de frente a Philip—. Mientras lo haces, recuerda por favor que el orgullo excesivo es un pecado corriente, pero que un hombre puede, con la misma facilidad, frustrar la voluntad de Dios por una excesiva humildad.
Philip asintió.
—Lo recordaré. Gracias.
Al salir del almacén se dirigió presuroso a los claustros. En su mente reinaba la confusión mientras se reunía con los demás monjes y entraba en procesión en la iglesia. Se dio cuenta de que la perspectiva de convertirse en prior de Kingsbridge le tenía muy inquieto.
Durante años se había sentido profundamente disgustado por la forma desastrosa en que era gobernado el priorato, y ahora él mismo tenía la oportunidad de enderezar las cosas. De repente no se sintió seguro de poder hacerlo. No era tan sólo una cuestión de ver lo que había de hacerse y ordenar que se hiciera. Se tenía que convencer a la gente que administrar las propiedades y encontrar dinero era una tarea para una cabeza clara. La responsabilidad era demasiado grande.
La iglesia le calmó como siempre le sucedía. Después de su mal comportamiento de aquella mañana los monjes se mantenían quietos y solemnes. Mientras escuchaba las frases familiares del oficio y murmuraba las respuestas como había hecho durante tantos años, se sintió capaz una vez más de pensar con claridad.
¿Quiero ser prior de Kingsbridge?, se preguntó. Y al instante le llegó la respuesta: ¡Sí! Hacerse cargo de aquella iglesia en ruinas, repararla, pintarla de nuevo, y llenarla con los cantos de un centenar de monjes y las voces de millares de fieles diciendo el padrenuestro. Sólo por ello quería la dignidad. Luego estaban las propiedades del monasterio que habían de ser reorganizadas, dándoles nuevo impulso y haciéndolas de nuevo ricas y productivas. Quería ver una multitud de chiquillos aprendiendo a leer y a escribir en un rincón de los claustros. Quería que la casa de invitados resplandeciera de luz y calor de tal manera que acudieran a visitarles los barones y obispos, concediendo valiosos regalos al priorato antes de irse. Quería disponer de una habitación especial dedicada a biblioteca y llenarla con libros de sabiduría y belleza. Sí, quería ser prior de Kingsbridge.
¿Existen algunas otras razones?, se preguntó. Cuando me imagino como prior, introduciendo mejoras para la mayor gloria de Dios, ¿albergo orgullo en mi corazón?
Ah, sí.
No podía engañarse a sí mismo en el ambiente frío y sagrado de las iglesias. Su objetivo era la gloria de Dios, pero también le complacía la gloria de Philip. Le gustaba la idea de dar órdenes sin que nadie las rebatiera. Se veía a sí mismo tomando decisiones, dando consejo y aliento, dictando castigos y perdones como le pareciera justo. Se imaginaba a la gente diciendo: ¡Philip de Gwynedd reformó este lugar. Era un desastre hasta que él se hizo cargo y miradlo ahora!
Pero sería bueno, se dijo. Dios me ha dado inteligencia para administrar propiedades y habilidad para dirigir grupos de hombres. Ya lo he demostrado como despensero en Gwynedd y como prior en St-John-in-the-Forest. Y cuando dirijo un lugar los monjes se sienten felices. En mi priorato los ancianos no tienen sabañones y los jóvenes no se sienten frustrados por falta de trabajo. Me preocupo por la gente.
Por otra parte tanto Gwynedd como St-John-in-the-Forest resultan fáciles en comparación con el priorato de Kingsbridge. El monasterio de Gwynedd estaba bien dirigido. La celda en el bosque se encontraba en dificultades cuando él se hizo cargo pero era pequeña y fácil de manejar. Por el contrario, la reforma de Kingsbridge era un trabajo de titanes. Pasarían semanas antes de que se pudiera averiguar cuáles eran sus recursos, cuántas tierras y dónde estaban, y si tenían bosques, pastos, o trigales. Sería un trabajo de años establecer el control sobre todas las propiedades dispersas, averiguar lo que estaba mal y enderezarlo y aunarlo todo formando un conjunto próspero. Todo cuanto Philip había hecho en la celda del bosque había sido poner a trabajar duramente a una docena de hombres jóvenes en los campos y rezar solemnemente en la iglesia.
Muy bien, admitió Philip, mis motivos no son del todo puros y mi habilidad está en tela de juicio. Tal vez debiera negarme a participar. Al menos tendría la seguridad de evitar el pecado de orgullo. Pero ¿qué fue lo que dijo Cuthbert? «Un hombre puede frustrar con igual facilidad la voluntad de Dios mediante una excesiva humildad».
¿Qué quiere Dios?, se preguntó finalmente. ¿Quiere a Remigius? La capacidad de Remigius es inferior a la mía y sus motivos probablemente no serán más puros. ¿Hay otro candidato? De momento no. Hasta que Dios revele una tercera posibilidad debemos asumir que la elección está entre Remigius y yo. Es evidente que Remigius dirigirá el monasterio como lo ha venido haciendo mientras el prior James estuvo enfermo, lo que es como decir que se mostrará ocioso y negligente, y que dejará que continúe su decadencia. ¿Y yo? Estoy lleno de orgullo y todavía no se ha puesto a prueba mi talento, pero intentaré reformar el monasterio y lo lograré si Dios me da fuerzas.
Así que, muy bien, dijo a Dios tan pronto como terminó el oficio. Muy bien. Aceptaré la designación y lucharé con todas mis fuerzas para ganar la elección. Y si Tú no me quieres a mí por alguna razón que hayas preferido no revelarme, bueno, entonces sabrás de detenerme por todos los medios posibles.
Aunque Philip había pasado veintidós años en monasterios, sus priores habían gozado de larga vida y, por tanto, nunca tuvo ocasión de conocer unas elecciones. Se trataba de un acontecimiento único en la vida monástica ya que los hermanos no estaban obligados a la obediencia cuando votaban. De repente, todos eran iguales.
Hubo un tiempo, si las leyendas decían verdad, que los monjes habían sido iguales en todo. Un grupo de hombres habían decidido volver la espalda al mundo de la lujuria y construir un santuario en la soledad, donde poder vivir en adoración y negación de sí mismos.
Y se harían con un trecho de tierra yerma, limpiando el bosque y secando el pantano. Y cultivarían la tierra y construirían juntos su iglesia. En aquellos días fueron realmente como hermanos. El prior era, como daba a entender su título, tan sólo el primero entre iguales. Y juraron obediencia a la regla de san Benito, no a dignatarios monásticos. Pero todo cuanto quedaba ya de aquella democracia primitiva era la elección del prior y del abad.
Algunos monjes se sentían incómodos con su poder. Querían que se les dijera a quién habían de votar o sugerían que la decisión fuera delegada en un comité de monjes mayores. Otros abusaban del privilegio y se mostraban insolentes o pedían favores a cambio de su apoyo. La mayoría se mostraban sencillamente ansiosos por tomar la decisión acertada.
Aquella tarde Philip habló en los claustros con casi todos ellos, por separado o en pequeños grupos, y les dijo con toda franqueza que quería el puesto y que tenía la convicción de hacerlo mejor que Remigius pese a su juventud. Contestó a sus preguntas, que por lo general se referían a raciones de comida o bebida. Acababa cada conversación diciendo: Si cada uno de nosotros toma una decisión bien meditada y acompañada de la oración, Dios bendecirá sin la menor duda el resultado. Era una frase prudente, pero sobre todo él la decía con la más absoluta convicción.
—Estamos ganando —dijo el cocinero Milius a la mañana siguiente cuando él y Philip tomaban el desayuno de pan bazo y una pequeña cerveza mientras los pinches de cocina alimentaban los hogares.
Philip dio un mordisco al duro pan moreno y tomó un buen sorbo de cerveza para ablandarlo. Milius era un joven entusiasta y vivo de ingenio, protegido de Cuthbert y admirador de Philip. Tenía el pelo oscuro y liso y una cara pequeña de facciones regulares. Al igual que Cuthbert se sentía feliz sirviendo a Dios de manera práctica y faltaba a la mayoría de los servicios. A Philip su optimismo le pareció excesivo.
—¿Cómo has llegado a esa conclusión? —le preguntó escéptico.
—Todos los que en el monasterio están de parte de Cuthbert te apoyan, el chambelán, el enfermero, el maestro de novicios, yo mismo, porque sabemos que eres un buen proveedor y las provisiones constituyen el gran problema en el régimen actual. Muchos monjes votarán por ti por una razón similar. Creen que administrarás mejor las riquezas del priorato y que ello dará como resultado una mayor comodidad y una mejor comida.
Philip frunció el entrecejo.
—No quisiera que nadie se llamara a engaño. Mi primera preocupación será la reparación de la iglesia y mejorar los oficios. Tienen prioridad frente a la comida.
—Claro, claro. Y ellos lo saben —dijo Milius con cierto apresuramiento—. Ese es el motivo de que el maestro de invitados y uno o dos de los otros sigan pensando en votar a Remigius. Prefieren un régimen de inactividad y una vida tranquila. Los demás que le apoyan son todos seguidores suyos que esperan disfrutar de privilegios especiales cuando él esté al frente: el sacristán, el postulante, el tesorero y así sucesivamente. El cantor es amigo del sacristán, pero creo que podríamos ganarlo para nosotros, sobre todo si le prometes nombrar un bibliotecario.
Philip asintió. El cantor tenía a su cargo la música y estaba convencido de que no le competía a él ocuparse de los libros además de todas sus obligaciones.
—En todo caso es una buena idea —dijo Philip—. Necesitamos un bibliotecario para que forme nuestra propia colección de libros.
Milius se levantó del taburete y empezó a afilar un cuchillo de cocina. Rebosaba energía y siempre tenía que estar haciendo algo con las manos, precisó Philip.
—Hay cuarenta y cuatro monjes con derecho a voto —dijo Milius. Habían sido cuarenta y cinco pero uno de ellos acababa de morir—. Calculo que dieciocho están a favor nuestro y diez con Remigius. Los dieciséis restantes están indecisos. Necesitamos veintitrés para alcanzar la mayoría. Ello significa que habrás de ganarte cinco indecisos.
—Planteado de esa manera parece fácil —dijo Philip—. ¿De cuánto tiempo disponemos?
—No lo sé. Los hermanos convocan la elección pero si lo hacemos demasiado pronto el obispo puede negarse a confirmar al que hayamos elegido. Y si la retrasamos demasiado puede ordenarnos que la convoquemos. También tiene derecho a nombrar un candidato. En estos momentos es posible que ni siquiera esté enterado de que el prior ha muerto.
—Entonces puede pasar mucho tiempo.
—Sí. Y tan pronto como estemos seguros de alcanzar la mayoría, deberás volver a tu celda y quedarte allí hasta que todo haya terminado.
—¿Por qué? —Philip estaba desconcertado ante aquella propuesta.
—La familiaridad engendra desprestigio. —Milius agitó con entusiasmo el cuchillo recién afilado—. Perdóname si parezco irrespetuoso pero fuiste tú quien preguntó. En este momento te rodea un aura. Eres una figura lejana, santificada, especialmente para nosotros, los monjes más jóvenes. Hiciste un milagro con esa pequeña celda, reformándola y convirtiéndola en autosuficiente. Eres un ordenancista duro pero alimentas bien a tus monjes. Eres un líder nato pero puedes inclinar la cabeza y aceptar una reprimenda como el más joven de los novicios. Conoces las Escrituras y haces el mejor queso del país.
—Y tú exageras.
—No demasiado.
—No creo que la gente piense así de mí…, no es natural.
—Claro que no lo es. —Milius mostró su asentimiento con otro leve encogimiento de hombros—. Y no durará en cuanto lleguen a conocerte. Si te quedaras aquí perderías esa aura. Te verían hurgarte los dientes y rascarte el trasero, te oirían roncar y echarte cuescos, descubrirían cómo eres cuando estás de mal humor, han herido tu orgullo o te duele la cabeza. No queremos que eso suceda. Déjales que vean a Remigius cometer errores y chapucerías un día tras otro, mientras que tu imagen permanece radiante y perfecta en sus mentes.
—Esto no me gusta —dijo Philip con tono preocupado—. Parece falso.
—No hay nada deshonesto en ello —protestó Milius—. Es el reflejo auténtico de lo bien que servirías a Dios y al monasterio si fueras prior y lo detestable que sería el gobierno de Remigius.
Philip sacudió la cabeza.
—Me niego a parecer un ángel. Muy bien, no me quedaré aquí; en cualquier caso he de volver al bosque. Pero hemos de ser sinceros con los hermanos. Les estamos pidiendo que elijan a un hombre falible e imperfecto que necesitará de su ayuda y sus oraciones.
—¡Diles eso! —exclamó con entusiasmo Milius—. Es perfecto, les encantará.
Es incorregible, pensó Philip. Cambió de tema.
—¿Cuál es tu impresión sobre los indecisos, los hermanos que todavía no tienen decidido el voto?
—Son conservadores —afirmó Milius sin vacilar—. Ven en Remigius el hombre de más edad, el que introducirá menos cambios y cuyas decisiones son predecibles. El hombre que en estos momentos está eficazmente al frente.
Philip asintió.
—Y se muestran cautelosos ante mí, como si fuera un perro extraño que pudiera morder.
La campana llamó a capítulo. Milius se bebió de un trago la cerveza que le quedaba.
—Ahora habrá algún ataque contra ti, Philip. No puedo saber qué forma adoptará, pero seguro que intentarán presentarte como demasiado joven, inexperto, impetuoso y poco seguro. Debes mostrarte tranquilo, cauteloso y sensato, pero dejándonos a Cuthbert y a mí tu defensa.
Philip empezó a sentirse inquieto. Aquello de sopesar cada uno de sus movimientos y calcular cómo lo interpretarían y juzgarían los demás, era una forma nueva de pensar.
—Habitualmente sólo pienso en cómo juzgará Dios mi comportamiento —dijo con un ligero tono de desaprobación.
—Lo sé, lo sé —dijo Milius impaciente—. Pero no es pecado ayudar a la gente sencilla para que vea tus acciones a la verdadera luz.
Philip frunció el entrecejo. Los alegatos de Milius eran desoladoramente plausibles.
Salieron de la cocina, atravesaron el refectorio y se dirigieron a los claustros. Philip se sentía tremendamente inquieto. ¿Ataque? ¿Qué significaba un ataque? ¿Dirían falsedades sobre él? ¿Cuál debería ser su reacción? Si la gente decía embustes sobre él, se pondría furioso, ¿debería contener su ira para dar la impresión de ser una persona tranquila, moderada y todo eso? Pero de hacerlo así, ¿no creerían los hermanos que aquellas mentiras eran verdaderas? Llegó a la conclusión de que se mostraría tal como era. Quizás con algo más de gravedad y dignidad.
La sala capitular era una construcción pequeña y redonda adosada a la parte este de los claustros. Tenía bancos colocados en círculos concéntricos. No había fuego y hacía frío en contraste con la temperatura de la cocina. La luz entraba a través de unas ventanas altas colocadas por encima del nivel de la mirada, de manera que en todo el salón no había nada que ver salvo a los otros monjes.
Eso fue exactamente lo que hizo Philip. Estaba presente casi todo el monasterio en pleno. Los había de todas las edades, desde los diecisiete años a los setenta. Altos y bajos, morenos y rubios, todos ellos vestidos con el áspero hábito de lana sin blanquear, tejida en casa, y calzados con sandalias de cuero; allí estaba el maestro de invitados, con su oronda barriga y su nariz roja reveladores de sus vicios, vicios que quizás fueran perdonables, pensó Philip, si es que alguna vez tuvo un invitado; allí estaba el chambelán que obligaba a los monjes a cambiarse de ropa y a afeitarse en Navidad y Pentecostés (se recomendaba al mismo tiempo un baño aunque no obligatorio). Recostado contra la pared más alejada se encontraba el hermano de más edad, un anciano frágil, pensativo e imperturbable, con el pelo todavía gris en lugar de blanco, un hombre que rara vez hablaba pero que cuando lo hacía era de una manera efectiva, un hombre que probablemente debió de haber sido prior de no haberse mostrado tan humilde; allí estaba el hermano Simón con su mirada furtiva y sus manos inquietas, un hombre que confesaba pecados de impureza con tal frecuencia, según le cuchicheó Milius a Philip, que parecía disfrutar más con la confesión que con el pecado. También estaba presente William Beauvis, comportándose como es sabido, el hermano Paul, cojeando ligeramente, Cuthbert Whitehead, al parecer muy seguro de sí mismo; John Small, el pequeño tesorero, y Fierre, el admonitor, el hombre de palabra mezquina que el día anterior le había negado la cena a Philip. Cuando este miró en derredor, se dio cuenta de que todos los ojos estaban fijos en él, lo que le hizo bajar incómodo los suyos.
Remigius llegó con Andrew, el sacristán, y se sentaron junto a John Small y Fierre. De manera que no van a disimular que forman una facción, se dijo Philip.
El capítulo empezó con la lectura sobre Simeón el Estilita, el santo del día. Era un ermitaño que había pasado la mayor parte de su vida en lo alto de una columna, y aunque no existía duda alguna sobre su capacidad de abnegación, Philip siempre había albergado cierta duda secreta sobre el valor real de su testimonio. Las gentes se habían arremolinado para contemplarle, pero ¿habían acudido para ser inspiradas espiritualmente o para contemplar a un fenómeno?
Después de las plegarias se procedió a la lectura de un capítulo del libro de san Benito. La reunión, así como el pequeño edificio en el que tenía lugar, tomaba precisamente su nombre de la lectura diaria de un capítulo. Remigius se puso en pie para leer y mientras hacía una pausa con el libro ante él, Philip escudriñó su perfil, viéndole por primera vez como a un rival. Remigius tenía un estilo enérgico y eficiente de moverse y de hablar que le proporcionaba un aire de capacidad muy lejos de su verdadera índole. Una observación más atenta revelaba indicios de lo que había detrás de aquella fachada. Sus ojos azules y algo saltones se movían sin parar, inquietos, de un lado a otro. Antes de hablar agitaba vacilante dos o tres veces la boca de aspecto débil, y continuamente abría y cerraba los puños aunque permaneciera quieto. Toda su autoridad residía en la arrogancia, el mal humor y su actitud cortante frente a sus subordinados.
Philip se preguntaba por qué se habría decidido a leer él mismo el capítulo. Pero un instante después lo comprendió. El primer grado de humildad es una pronta obediencia, leyó Remigius. Había elegido el capítulo quinto que se refería a la obediencia para recordar a todo el mundo su antigüedad y la subordinación de ellos. Era una táctica de intimidación. Remigius era realmente astuto. No viven como ellos querrían, ni obedecen a sus propios deseos y placeres, sino que siguiendo el mandato y la dirección de otro y permaneciendo en sus monasterios, su deseo es ser gobernados por un abad —seguía leyendo—. No cabe duda de que ellos son los que practican lo dicho por el Señor. «No vine para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me envió». Remigius estaba trazando su esquema de batalla en la forma esperada. En esa contienda él se disponía a representar la autoridad establecida.
El capítulo fue seguido por la necrología, y ese día, como era natural, todas las oraciones fueron por el alma del prior James. La parte más animada del capítulo quedó reservada para el final: discusión de los asuntos, confesión de las faltas y acusaciones de mal comportamiento.
—Ayer, durante la misa mayor hubo un alboroto —empezó diciendo Remigius.
Philip casi sintió alivio. Ahora ya sabía cómo le iban a atacar. No estaba seguro de si su actuación del día anterior había sido correcta, pero sabía por qué lo había hecho y estaba preparado para defenderse.
—Yo no estuve presente —siguió diciendo Remigius—. Hube de permanecer en la casa del prior ocupado con asuntos urgentes, pero el sacristán me contó lo ocurrido.
En aquel momento le interrumpió Cuthbert Whitehead.
—No te hagas reproche alguno a ese respecto, hermano Remigius —dijo en tono tranquilizador—. Sabemos que en principio los asuntos del monasterio no deben tener preferencia sobre la misa mayor, pero comprendemos que la muerte de nuestro bien amado prior te ha obligado a ocuparte de muchos asuntos ajenos a tu competencia habitual. Tengo la seguridad de que todos estamos de acuerdo en que no es necesaria penitencia alguna.
El viejo y astuto zorro, pensó Philip. Era evidente que Remigius no había tenido la menor intención de confesar una falta. Sin embargo, Cuthbert le había perdonado, produciendo la impresión general de que en realidad se había admitido una falta. Ahora, aunque Philip pudiera ser culpable de un error, sólo se encontraría al mismo nivel que Remigius. Además Cuthbert había sugerido que Remigius encontraba dificultades para cumplir con los deberes y obligaciones del prior. Cuthbert había minado de forma absoluta la autoridad de Remigius con sólo unas amables palabras. Remigius estaba furioso. Philip sintió la garganta seca por la excitación del triunfo.
Andrew sacristán lanzó una mirada acusadora a Cuthbert.
—Estoy seguro que ninguno de nosotros hubiera deseado criticar a nuestro reverendo superior —dijo—. El alboroto al que se refería fue provocado por el hermano Philip, que ha venido a visitarnos desde la celda de St-John-in-the-Forest. Philip hizo salir al joven William Beauvis de su lugar en el coro, se lo llevó hasta el crucero sur, y allí le reprendió mientras yo celebraba el oficio.
Remigius adoptó una expresión de pesaroso reproche.
—Todos estaremos de acuerdo en que Philip debería haber esperado a que terminara el oficio.
Philip observó las expresiones de los demás monjes. No parecían estar de acuerdo ni en desacuerdo con lo que se estaba diciendo. Estaban siguiendo los procedimientos con el aire de espectadores a un torneo en el que no existiera bueno ni malo y cuyo único interés residiera en quién sería el triunfador.
Philip hubiera querido protestar diciendo: Si hubiera esperado, el mal comportamiento se hubiera prolongado durante todo el oficio; pero recordó el consejo de Milius y permaneció callado. Milius habló por él.
—Tampoco yo asistí a misa mayor como desgraciadamente suele ser tan frecuente en mí, ya que se celebra antes de la comida, así que tal vez puedas decirme, hermano Andrew, qué estaba ocurriendo en el coro antes de que el hermano Philip se decidiera a intervenir, ¿se mantenía el orden y el decoro?
—Había una cierta agitación entre los jóvenes —replicó el sacristán malhumorado—. Tenía la intención de hablarles más tarde.
—Es comprensible que te muestres impreciso respecto a los detalles; tenías la mente absorta en el oficio —dijo Milius comprensivo—. Afortunadamente tenemos un admonitor cuyo especial deber es ocuparse de los malos comportamientos que tengan lugar entre nosotros. Dinos lo que tú observaste, hermano Fierre.
El admonitor tenía una expresión hostil.
—Exactamente lo que ya te ha dicho el sacristán.
—Parece que habremos de preguntar al propio hermano Philip sobre los detalles.
Philip pensó que Milius había estado muy hábil. Había dejado bien sentado que ni el sacristán ni el admonitor habían visto lo que los jóvenes monjes hacían durante el oficio. Pero aún cuando admirara la habilidad dialéctica de Milius, se sentía reacio a tomar parte en el juego. La elección de un prior no era un concurso de ingenio, era cuestión de tratar de descubrir la voluntad de Dios. Vaciló. Milius le miraba como diciéndole: Ahora tienes tu oportunidad. Pero en Philip había una vena de terquedad que se hacía presente con más claridad cuando alguien intentaba empujarle a adoptar una postura de dudosa moralidad.
—Ocurrió tal como mis hermanos han descrito —dijo mirando de frente a Milius.
Milius se quedó de piedra. Miró incrédulo a Philip. Abrió la boca, pero era evidente que no sabía qué decir. Philip se sintió culpable de haberle fallado. Luego le daré explicaciones, pensó, a menos que esté demasiado enfadado.
Remigius estaba a punto de seguir insistiendo en su acusación, cuando se escuchó otra voz.
—Quisiera confesar —dijo.
Se volvieron todas las miradas. Era William Beauvis, el infractor original, puesto en pie, en actitud avergonzada.
—Estaba arrojando perdigones de barro al maestro de los novicios y riendo —dijo en voz baja y clara—. El hermano Philip hizo que me avergonzara. Pido perdón a Dios y a mis hermanos que me pongan una penitencia.
Se sentó bruscamente.
Antes de que Remigius pudiera reaccionar otro joven novicio se puso en pie.
—Tengo una confesión que hacer. Me comporté de la misma manera. Suplico una penitencia —dijo. Y volvió a sentarse.
Aquel repentino acceso de conciencia culpable fue contagioso. Confesó un tercer monje, luego un cuarto, y finalmente un quinto. La verdad había salido a flote pese a los escrúpulos de Philip, y no podía evitar el sentirse satisfecho. Se dio cuenta de que Milius trataba de contener una sonrisa triunfante. La confesión dejaba bien claro que se había estado produciendo un pequeño tumulto bajo las mismas narices del sacristán y el admonitor.
Los culpables fueron condenados por un Remigius extraordinariamente disgustado con una semana de silencio absoluto. No deberían hablar y nadie debería hablarles. Era un castigo más duro de lo que parecía. Philip lo había sufrido cuando era joven. Incluso durante un solo día el aislamiento resultaba opresivo y toda una semana era absolutamente terrible.
Pero Remigius no hacía más que dar salida a su ira por haber sido superado en su táctica. Una vez que hubieron confesado no le quedaba otro remedio que castigarlos, aunque al hacerlo estuviera admitiendo que Philip había estado en lo cierto. Su ataque contra Philip le había fallado y este salía triunfante. Pese a una leve sensación de remordimiento, Philip saboreó aquel momento. Pero la humillación de Remigius no era todavía total.
Cuthbert habló de nuevo.
—Hubo otra perturbación que debemos discutir. Tuvo lugar en el claustro, apenas terminada la misa mayor. —Philip se preguntó qué sería lo que se avecinaba—. El hermano Andrew se encaró al hermano Philip y le acusó de mal comportamiento. —Claro que lo hizo, pensó Philip. Todo el mundo lo sabía—. Bueno, todos sabemos que el momento y el lugar para tales acusaciones es aquí y ahora, durante el capítulo. Y existen buenas razones para que nuestros antepasados lo establecieran así. Durante la noche se calman los temperamentos y los agravios pueden discutirse a la mañana siguiente en un ambiente de calma y moderación. Y toda la comunidad puede aportar su sabiduría colectiva para hacer frente al problema. Pero, y lamento decirlo, Andrew hizo caso omiso de esa prudente regla y provocó una escena en el claustro inquietando a todo el mundo y hablando con intemperancia. Dejar pasar semejante mal comportamiento sería injusto para los hermanos más jóvenes que han sido castigados por lo que hicieron.
Ha sido inmisericorde y también inteligente, pensó Philip satisfecho. En ningún momento llegó a ser discutida la cuestión de si Philip había tenido razón al sacar a William del coro durante la celebración del oficio. Cada intento de plantearla se había transformado en una indagación en el comportamiento del acusador. Y así era como debía ser, ya que la acusación de Andrew contra Philip había sido insincera. Entre Cuthbert y Milius habían desacreditado a Remigius y sus dos principales aliados, Andrew y Fierre.
La cara habitualmente roja de Andrew se había puesto en esos momentos morada por la furia, y Remigius casi parecía atemorizado.
Philip se sentía satisfecho, ya que se lo merecían, pero ahora ya se preocupaba que se estuviera corriendo el peligro de llevar demasiado lejos su humillación.
—No es decoroso que los hermanos jóvenes discutan sobre penitencia a sus mayores —dijo—. Dejemos que el superior se ocupe del asunto en privado.
Al mirar a su alrededor comprobó que los monjes aprobaban su magnanimidad, y comprendió que sin intentarlo se había apuntado otro tanto.
Parecía que todo hubiera terminado. El talante general de la reunión estaba con Philip y tenía la seguridad de haberse ganado a la mayoría de los indecisos. Entonces habló Remigius.
—Aún he de plantear otra cuestión.
Philip estudió el rostro del superior; parecía desesperado.
Miró a Andrew, el sacristán, y a Fierre, el admonitor, y vio que parecían sorprendidos. Así pues, aquello era algo que no estaba preparado. ¿Acaso Remigius iba a suplicar que le dieran el cargo?
—La mayoría de vosotros sabéis que el obispo tiene derecho a nombrar candidatos para nuestra consideración —empezó diciendo Remigius—. También puede negarse a confirmar nuestra elección. Esa división de poderes puede conducir a disputas entre el obispo y el monasterio, como algunos de los hermanos más antiguos saben por experiencia. Al final el obispo no puede obligarnos a aceptar su candidato y nosotros tampoco podemos insistir con el nuestro. Y cuando se plantea un conflicto hay que resolverlo mediante negociación. En tal caso, el resultado depende en gran parte de la determinación y la unidad de los hermanos…, especialmente de su unidad.
Aquello no le hizo ninguna gracia a Philip. Remigius había conseguido sofocar su ira y de nuevo se presentaba tranquilo y altivo. Philip no sabía lo que se avecinaba pero sí que se había desvanecido su sensación de triunfo.
—El motivo de que esté mencionando todo esto son dos importantes informaciones que han llegado a mi conocimiento —siguió diciendo Remigius—. La primera es que quizás haya más de un candidato entre nosotros, en este salón. —Philip pensó que eso no había sorprendido a nadie—. La segunda es que el obispo ha nominado también un candidato.
Hubo una pausa expectante. Aquella era una mala noticia para ambas partes.
—¿Sabes a quién quiere el obispo? —preguntó alguien.
—Sí —dijo Remigius. Y en aquel mismo instante Philip estuvo seguro de que mentía—. El elegido del obispo es el hermano Osbert, de Newbury.
Uno o dos monjes lanzaron una exclamación ahogada. Y todos se quedaron horrorizados. Conocían a Osbert porque había sido admonitor en Kingsbridge durante algún tiempo. Era el hijo ilegítimo del obispo y consideraba a la Iglesia simplemente como un medio que le permitiría llevar una vida de ociosidad y abundancia. Nunca había hecho un intento serio de cumplir con sus votos pero mantenía una simulación semitransparente y confiaba en que su paternidad le mantendría a salvo de dificultades. La perspectiva de tenerle como prior era aterradora, incluso para los amigos de Remigius. Tan sólo el maestro de invitados, y uno o dos de sus compañeros irremediablemente depravados, serían capaces de mostrarse favorables a Osbert, confiando en un régimen de relajada disciplina y descuidada indulgencia.
—Si nombramos a dos candidatos, hermanos, es posible que el obispo diga que estamos divididos, que somos incapaces de aunar nuestra mente colectiva y que por lo tanto él tendrá que decidir por nosotros. Y en consecuencia habremos de aceptar su elección. Si queremos evitar a Osbert, haremos bien presentando un solo candidato. Y tal vez debiera añadir que habríamos de asegurarnos de que nuestro candidato no pueda ser fácilmente descartado, por ejemplo, por su juventud o inexperiencia.
Hubo un murmullo de asentimiento. Philip estaba desolado. Un momento antes se sentía seguro de su victoria, pero se la habían arrebatado de las manos. Ahora todos los monjes estaban con Remigius viendo en él al candidato seguro, al candidato de la unidad, al hombre que anularía a Osbert. Philip estaba seguro de que Remigius mentía respecto a Osbert, pero eso no cambiaba nada. Ahora los monjes estaban asustados y respaldarían a Remigius, y ello significaba más años de decadencia para el priorato de Kingsbridge.
—Vayámonos ahora para reflexionar y rezar sobre este problema mientras hoy hacemos el trabajo de Dios —dijo Remigius antes de que nadie pudiera reflexionar sobre sus palabras. Se puso en pie y se alejó seguido por Andrew, Pierre y John Small, que parecían aturdidos aunque triunfantes.
Tan pronto como se hubieron ido, se desató un murmullo de conversaciones entre los demás monjes.
—Nunca pensé que Remigius tuviera imaginación suficiente para maquinar un truco semejante —dijo Milius a Philip.
—Está mintiendo —dijo Philip con amargura—. Estoy seguro.
Cuthbert se reunió con ellos y oyó la observación de Philip.
—Poco importa si miente, ¿no creéis? —dijo—. La amenaza es suficiente.
—Al final se sabrá la verdad —dijo Philip.
—No forzosamente —contestó Milius—. Supongamos que el obispo no nombra a Osbert. Remigius se limitará a decir que el obispo cedió ante la perspectiva de tener que luchar contra un priorato unido.
—No estoy dispuesto a renunciar —dijo Philip con terquedad.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Milius.
—Debemos averiguar la verdad —afirmó Philip.
—No podemos.
Philip se devanaba los sesos; sentía una frustración angustiosa.
—¿Por qué no preguntamos simplemente? —dijo.
—¿Preguntar? ¿Qué quieres decir?
—Preguntar al obispo cuáles son sus intenciones.
—¿Cómo?
—Podemos enviar un mensaje al palacio del obispo, ¿no? —dijo Philip pensando en voz alta. Miró a Cuthbert.
Cuthbert estaba pensativo.
—Sí. Estoy enviando continuamente mensajeros al exterior. Enviaré uno al palacio.
—¿Y que pregunte al obispo cuáles son sus intenciones? —preguntó escéptico Milius.
Philip frunció el entrecejo. Ese era el problema. Cuthbert se mostró de acuerdo con Milius.
—El obispo no nos lo dirá —dijo.
A Philip se le ocurrió de repente una idea. Levantó las cejas y se dio con el puño en la palma de la mano al descubrir la solución.
—No —dijo—. El obispo no nos lo dirá, pero sí su arcediano.
Aquella noche Philip soñó con Jonathan, el bebé abandonado. En su sueño, el niño estaba en el porche de la capilla de St-John-in-the-Forest y Philip se encontraba en el interior leyendo el oficio de prima, cuando un lobo salió furtivo del bosque y atravesó el campo, deslizándose como una serpiente en dirección al infante. Philip no se atrevía a moverse por temor a causar una perturbación durante el oficio y recibir una reprimenda de Remigius y Andrew, ya que ambos se encontraban allí, aunque en realidad ninguno de ellos había estado nunca en la celda. Decidió gritar, pero por mucho que lo intentaba no lograba emitir sonido alguno, como suele suceder con frecuencia en los sueños. Fue tal el esfuerzo que hizo por gritar que finalmente se despertó y permaneció acostado y temblando en la oscuridad mientras escuchaba la respiración de los monjes dormidos a su alrededor, e iba convenciéndose lentamente de que el lobo no era real.
Desde su llegada a Kingsbridge apenas se había acordado del niño. Se preguntó qué habría de hacer con él si llegara a ser prior. Entonces todo sería distinto. Un bebé en un pequeño monasterio oculto en el bosque, aunque algo inusual, carecía de importancia. El mismo niño en el priorato de Kingsbridge levantaría una polvareda. Aunque a fin de cuentas, ¿qué había de malo? No era pecado dar a la gente algo sobre lo que hablar. Cuando fuera prior haría lo que quisiera. Podría traerse a Johnny Eightpence a Kingsbridge para que cuidara de la criatura. La idea le satisfizo desmesuradamente. Eso es justo lo que haré, pensó. Luego recordó que con toda probabilidad no llegaría a ser prior.
Permaneció despierto hasta el alba, muerto de impaciencia. Ahora ya no había nada que pudiera hacer para impulsar su caso. Era inútil hablar con los monjes porque su pensamiento estaba dominado por la amenaza de Osbert. Algunos de ellos se habían dirigido a Philip para decirle que sentían que hubiera perdido, como si ya se hubiera celebrado la elección. Se resistió a la tentación de llamarles cobardes sin fe. Se limitó a sonreír y les dijo que tal vez todavía les esperaba una sorpresa. Pero no podía decirse que su propia fe fuera muy grande. Entraba dentro de lo posible que el arcediano Waleran no estuviera en el palacio del obispo. O que tal vez sí estuviera allí pero que por alguna razón no quisiera comunicarle a Philip los planes del obispo. O también, y ello sería lo más probable dado el carácter del arcediano, podía haber hecho sus propios planes.
Philip se levantó al amanecer con los otros monjes y se fue a la iglesia para la prima, el primer oficio del día. Después se encaminó al refectorio para tomar el desayuno con los demás, pero Milius le interceptó y le indicó con un gesto disimulado la cocina. Philip le siguió con los nervios tensos. El mensajero debía estar de regreso.
Había sido rápido. Debió recibir la respuesta de inmediato y haberse puesto en camino el día anterior por la tarde. Aun así, había viajado veloz. Philip no sabía de caballo alguno en las cuadras del priorato capaz de hacer un viaje con tanta rapidez. Pero ¿cuál sería la respuesta? Quien esperaba en la cocina no era el mensajero, sino el propio arcediano. Waleran Bigod.
Philip se le quedó mirando sorprendido. La figura delgada, envuelta en el manto negro del arcediano, estaba encaramada en un taburete, semejante a un cuervo en un tocón. Tenía la punta de la nariz corva enrojecida por el frío. Se calentaba las manos, huesudas y blancas, con una copa de vino caliente con especias.
—¡Es de agradecer que hayas venido! —exclamó Philip.
—Me alegro de que me escribieras —dijo con frialdad Waleran.
—¿Es verdad? —preguntó impaciente Philip—. ¿Piensa el obispo presentar la candidatura de Osbert?
Waleran alzó una mano para detenerle.
—Ya llegaré a eso. En este momento, Cuthbert me estaba contando los acontecimientos de ayer.
Philip disimuló su decepción. No había sido una respuesta directa. Estudió el rostro de Waleran intentando leer en su mente. Desde luego, este tenía sus propios planes, pero Philip no podía adivinar cuáles eran.
Cuthbert, a quien Philip no había visto hasta entonces, sentado junto al fuego, mojando el pan cenceño en la cerveza para facilitar el trabajo a sus viejos dientes, relató de manera sucinta lo ocurrido en el capítulo del día anterior. Philip se agitaba inquieto, intentando adivinar las intenciones de Waleran. Probó de comer un bocado de pan pero le fue imposible tragarlo. Bebió un poco de cerveza aguada para ocupar en algo las manos.
—Así que —terminó diciendo Cuthbert—, nuestra única oportunidad residía en intentar comprobar las intenciones del obispo. Y afortunadamente Philip pensó que podía confiar en su buena relación contigo, así que te enviamos el mensaje.
—¿Y ahora nos dirás lo que queremos saber? —inquirió Philip impaciente.
—Sí. Os lo diré. —Waleran dejó sobre la mesa su copa de vino sin probar—. Al obispo le hubiera gustado que su hijo fuera prior de Kingsbridge.
A Philip se le cayó el alma a los pies.
—Así que Remigius ha dicho la verdad…
—Sin embargo, el obispo no está dispuesto a provocar una polémica entre los monjes —siguió diciendo Waleran.
Philip frunció el ceño. Eso era más o menos lo que Remigius había previsto, pero había algo que no estaba del todo claro.
—No habrás hecho todo este viaje sólo para decirnos eso —observó Philip.
Waleran dirigió una mirada respetuosa a Philip y este supo que había dado en el clavo.
—No —dijo Waleran—. El obispo me ha pedido que tantee el ambiente del monasterio. Y me ha autorizado a hacer una designación en su nombre. En realidad llevo conmigo el sello del obispo para poder escribir una carta de designación a fin de que el asunto sea oficial y obligatorio. Como verás tengo autoridad plena.
Philip reflexionó un momento sobre aquello. Waleran tenía poderes para hacer una designación y darle validez con el sello del obispo. Eso significaba que este había dejado todo el asunto en manos de Waleran, que hablaba por boca del obispo.
—¿Estás de acuerdo con lo que te ha dicho Cuthbert de que el nombramiento de Osbert podría ser motivo de disputa, lo que el obispo querría evitar? —dijo Philip respirando hondo.
—Sí, así lo creo —afirmó Waleran.
—Entonces no nombrarás a Osbert…
—No.
Philip casi estaba a punto de estallar. Los monjes estarían tan contentos de librarse de la amenaza de Osbert que votarían agradecidos por cualquiera que Waleran pudiera nombrar.
Ahora Waleran tenía poder para elegir al nuevo prior.
—Así pues, ¿a quién nombrarás? —dijo Philip.
—A ti… o a Remigius —repuso Waleran.
—La habilidad de Remigius para dirigir el priorato…
—Conozco sus habilidades y también las tuyas —le interrumpió Waleran alzando de nuevo una mano delgada y blanca para interrumpir a Philip—. Sé cuál de los dos sería el mejor prior. —Hizo una pausa—. Pero hay otra cuestión.
Y ahora qué, se dijo Philip. Qué otra cosa hay que considerar salvo quién pueda ser el mejor prior. Miró a los otros. Milius también parecía confuso, pero el viejo Cuthbert sonreía levemente como si supiera lo que se avecinaba.
—Al igual que vosotros estoy ansioso de que hombres enérgicos y capaces ocupen los puestos importantes en la Iglesia, sin consideraciones de edad, en lugar de darlos como recompensa por su largo servicio a hombres mayores cuya santidad es posible que sea mayor que su habilidad como administradores.
—Claro —dijo con impaciencia Philip, que no veía la necesidad de semejante conferencia.
—Y nosotros hemos de trabajar juntos para llegar a tal fin… Vosotros tres y yo.
—No entiendo adónde quieres ir a parar —dijo Milius.
—Yo sí —afirmó Cuthbert.
Waleran sonrió levemente a Cuthbert, volviendo luego su atención a Philip.
—Permitidme que hable sin rodeos —dijo—. El obispo es viejo. Morirá un día y entonces necesitaremos un nuevo obispo al igual que hoy necesitamos un nuevo prior. Los monjes de Kingsbridge tienen el derecho de elegir al nuevo obispo, porque el obispo de Kingsbridge es también el abad del priorato.
Philip frunció el ceño. Todo aquello era superfluo. Iban a elegir a un prior, no a un obispo.
Pero Waleran siguió hablando.
—Naturalmente, los monjes no gozarán de absoluta libertad para elegir a quien quieran como obispo, pues el arzobispo y el propio rey tendrán sus puntos de vista. Pero, en definitiva, son los monjes quienes legitiman el nombramiento. Y cuando ese momento llegue, vosotros tres tendréis una poderosa influencia sobre la decisión.
Cuthbert asentía con la cabeza como reconociendo que estaba en lo cierto, y Philip empezaba a sospechar lo que se les venía encima.
—Tú quieres que te haga prior de Kingsbridge. Yo quiero que tú me hagas obispo —acabó diciendo Waleran.
Así que era eso.
Philip se quedó mirando a Waleran en silencio. Era muy sencillo. El arcediano quería hacer un trato.
Philip estaba escandalizado. No era lo mismo que comprar o vender un cargo clerical, lo que era conocido como pecado de simonía. Pero tenía un desagradable tufo comercial.
Intentó reflexionar con objetividad sobre la proposición. Aquello significaba que iba a ser prior. En cuanto lo pensó su corazón se puso a latir con más fuerza. Se sentía reacio a eludir cualquier cosa que le hiciera alcanzar el priorazgo.
Ello significaría que probablemente Waleran, llegado el momento, se convertiría en obispo. ¿Sería un buen obispo? Ciertamente sería competente. Al parecer no tenía vicios graves. Su modo de enfocar el servicio a Dios era más bien mundano y práctico, pero en definitiva también el de Philip. Este tenía la impresión de que Waleran tenía una vena implacable de la que él carecía, pero también se daba cuenta de que estaba basada en una decisión genuina de defender y alimentar los intereses de la Iglesia.
¿Qué otro podría ser candidato cuando falleciera el obispo? Probablemente, Osbert. No era raro que los cargos religiosos pasaran de padres a hijos, pese a la exigencia oficial del celibato clerical. Naturalmente Osbert representaría un riesgo mucho mayor para la Iglesia como obispo de lo que pudiera serlo como prior. Incluso merecería la pena apoyar a un candidato mucho peor que Waleran con tal de mantener a Osbert al margen.
¿Se presentaría algún otro para el cargo? Imposible saberlo. Podían pasar años antes de que muriera el obispo.
—No podemos garantizar que te elijan —dijo Cuthbert a Waleran.
—Lo sé —dijo Waleran—. Sólo os estoy pidiendo que presentéis mi designación. Y lo que es más, eso es exactamente lo que os ofrezco a cambio… una nominación.
Cuthbert asintió.
—Estoy de acuerdo con ello —dijo con tono solemne.
—Y yo también —rubricó Milius.
El arcediano y los dos monjes miraron a Philip. Este vacilaba atormentado. Sabía que aquella no era manera de elegir a un obispo.
Pero tenía el priorazgo al alcance de la mano. Quizás no estuviera bien trocar un cargo sagrado por otro, como si se tratara de tratantes de caballos. Pero si se negaba podía ocurrir que Remigius se convirtiera en el prior… y que Osbert fuera el obispo.
No obstante, en aquellos momentos los argumentos racionales parecían bizantinos. El deseo de ser prior era como una fuerza interior irresistible y no podía negarse pese a todos los pros y los contras. Recordó la oración que había elevado a Dios el día anterior, diciéndole que intentaba luchar por conseguir el cargo. Alzó en aquel momento los ojos y le envió otra: Si Tú no quieres que esto suceda, entonces silencia mi lengua, paraliza mi boca, contén mi aliento en la garganta, e impide que hable.
—Acepto —dijo después mirando de frente a Waleran.
El lecho del prior era inmenso, tres veces más ancho que cualquier cama en la que Philip hubiera dormido antes. La base de madera se alzaba hasta la mitad de la estatura de un hombre, y encima de ella había un colchón de plumas. Tenía cortinas alrededor para evitar las corrientes, y las escenas bíblicas bordadas en ella se debían a las manos pacientes de una mujer piadosa. Philip la examinó con cierto recelo. Ya le parecía suficiente extravagancia el que el prior tuviera un dormitorio para él solo. Philip no había tenido en toda su vida dormitorio propio y esa noche era la primera vez que dormía solo. El lecho era excesivo. Consideró la posibilidad de hacer que llevaran al dormitorio un colchón de paja y que trasladaran aquella cama a la enfermería donde aliviaría los viejos huesos de algún monje doliente. Pero naturalmente la cama no era específicamente para Philip. Cuando el priorato acogía a un visitante especialmente distinguido, a un obispo, a un gran señor o incluso a un rey, entonces el invitado ocupaba ese dormitorio y el prior se instalaba lo mejor que podía en cualquier otra parte. Así que en realidad Philip no podía librarse de aquel lecho.
—Esta noche sí que vas a dormir bien —observó Waleran Bigod sin poder disimular su envidia.
—Supongo que sí —repuso Philip dubitativo.
Todo había sucedido muy rápidamente. Waleran había escrito una carta al priorato, allí mismo, en la cocina, ordenando a los monjes que celebraran de inmediato una elección y nombrando a Philip.
Había firmado la carta en nombre del obispo y le había estampado el sello del obispo. Después los cuatro se habían dirigido a la sala capitular.
Tan pronto como Remigius los vio entrar supo que la batalla estaba perdida. Waleran leyó la carta y los monjes lanzaron vítores al oír el nombre de Philip. Remigius tuvo juicio suficiente para prescindir de la formalidad de la votación y admitir la derrota.
Y Philip fue prior.
Había dirigido el resto del capítulo en un estado de aturdimiento y luego había atravesado el césped hasta la casa del prior situada en la esquina sureste del recinto del priorato, donde se puso a residir.
Al ver el lecho comprendió que su vida había cambiado de forma total e irrevocable. Él era diferente, especial, algo aparte de los demás monjes. Tenía poder y privilegios. Y también la responsabilidad. Él solo había de garantizar que esa pequeña comunidad de cuarenta y cinco hombres sobreviviera y prosperara. Si pasaban hambre, sería culpa suya. Si se volvían viciosos, la responsabilidad sería sólo suya.
Si deshonraba a la Iglesia de Dios, Dios haría responsable a Philip. Se recordó que había sido él quien había buscado aquella pesada tarea. En adelante había de soportarla.
Su primera obligación como prior sería conducir a los monjes a la iglesia para la misa mayor. Ese día se celebraba la Epifanía, el duodécimo día de la Navidad, y era fiesta. Todos los aldeanos asistirían al oficio y también acudiría más gente del distrito circundante. Una buena catedral con un conjunto vigoroso de monjes, y con una reputación de oficios espectaculares, podría atraer a un millar de personas o más. Incluso la triste Kingsbridge atraería a la mayoría de la pequeña nobleza local, ya que los oficios constituían también un acontecimiento social, cuando podían encontrarse con sus vecinos y hablar de negocios.
Pero, antes del oficio, Philip tenía algo más que discutir con Waleran, ahora que por fin estaban a solas.
—La información que te transmití —empezó diciendo—, sobre el conde de Shiring…
Waleran asintió.
—No la he olvidado. En realidad, quizás sea más importante que la cuestión de quién es prior u obispo. El conde Bartholomew ha llegado ya a Inglaterra; mañana le esperan en Shiring.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Philip impaciente.
—Voy a servirme de Sir Percy Hamleigh. De hecho, espero que hoy esté en la congregación.
—He oído hablar de él, pero nunca le he visto —dijo Philip.
—Entonces busca a un Lord obeso con una mujer espantosa y un hijo apuesto. No podrás dejar de ver a la mujer, es un verdadero espantajo.
—¿Qué te hace pensar que se pondrá del lado del rey Stephen en contra del conde Bartholomew?
—Que odian al conde con toda su alma.
—¿Por qué?
—El hijo, William, estaba comprometido con la hija del conde pero le cogió manía y se rompió el compromiso, y los Hamleigh se sintieron humillados; todavía les escuece el insulto y saltarían ante la menor oportunidad de devolver el golpe a Bartholomew.
Philip asintió, satisfecha su curiosidad. Estaba contento de haberse sacudido aquella responsabilidad. Él ya tenía suficiente con la suya.
El priorato de Kingsbridge era un problema lo bastante grande como para tenerle ocupado. Waleran podía ocuparse del mundo exterior.
Salieron de la casa del prior y se encaminaron de nuevo al claustro. Los monjes estaban esperando. Philip se colocó en cabeza de la fila y la procesión se puso en marcha.
Fue un momento hermoso cuando entró en la iglesia con los monjes cantando detrás de él. Le gustó más de lo que había pensado. Se dijo que su nueva eminencia simbolizaba el poder que ahora tenía para hacer el bien, y ese era el motivo de que se sintiera tan profundamente excitado. Le hubiera gustado que el abad Peter de Gwynedd hubiera podido verle. El anciano se hubiera sentido enormemente orgulloso.
Condujo a los monjes a los bancos del coro. Un oficio mayor como aquel lo celebraba a menudo el obispo. En esta ocasión lo haría el delegado del obispo, el arcediano Waleran. Al comenzar este, Philip escudriñó a los allí congregados buscando a la familia que le había descrito Waleran. Había alrededor de ciento cincuenta personas de pie en la nave; los ricos con sus gruesos abrigos de invierno y zapatos de cuero, los campesinos con sus toscas zamarras y botas de fieltro o zuecos de madera. A Philip no le resultó difícil localizar a los Hamleigh. Estaban sentados delante, cerca del altar. A la primera que vio fue a la mujer. Waleran no había exagerado: era realmente repelente.
Llevaba una capucha, pero casi toda su cara resultaba visible, y Philip pudo ver que tenía toda la tez cubierta de repugnantes diviesos, que pasaba el tiempo tocándose, nerviosa. Junto a ella se encontraba un hombre grueso, de unos cuarenta años, que debía de ser Percy. Su indumentaria le revelaba como hombre de considerable riqueza y poder, aunque no pertenecía al rango superior de barones y condes. El hijo estaba recostado contra una de las macizas columnas de la nave. Era un hombre apuesto de pelo muy rubio, y de ojos con expresión aviesa y altanera. El haber enlazado por el matrimonio con la familia de un conde hubiera permitido a los Hamleigh cruzar la línea divisoria entre la pequeña nobleza rural y la nobleza del reino. No era de extrañar que estuvieran furiosos con la ruptura de la boda.
Philip volvió a concentrar la mente en el oficio divino. Waleran lo estaba celebrando con demasiada rapidez para el gusto de Philip. Se preguntaba de nuevo si habría hecho bien al aceptar la designación de Waleran para obispo cuando el actual muriera. Waleran era un hombre consagrado, pero parecía no dar la suficiente importancia al culto. Después de todo, la prosperidad y el poder de la Iglesia eran tan sólo los medios para alcanzar un fin. El objetivo supremo era la salvación de las almas. Philip decidió que no debería preocuparse demasiado de Waleran. Ahora la cosa ya estaba hecha. Y, en cualquier caso, tal vez el obispo frustrara la ambición de Waleran viviendo todavía otros veinte años.
Los fieles se mostraban ruidosos. Desde luego ninguno de ellos conocía las respuestas. Se esperaba que tan sólo tomaran parte los monjes y sacerdotes, salvo en las oraciones más familiares y el amén.
Algunos fieles asistían con silencio reverente, pero otros iban de un lado a otro, intercambiando saludos y charlando. «Son gente sencilla», pensó Philip. Tienen que hacer algo para atraer su atención.
El oficio divino estaba a punto de terminar y el arcediano Waleran se dirigió a ellos.
—La mayoría de vosotros sabéis que el bien amado prior de Kingsbridge ha muerto. Su cuerpo, que yace aquí en la iglesia entre nosotros, será enterrado hoy para su eterno descanso en el cementerio del priorato, después de la comida. El obispo y los monjes han elegido a su sucesor, el hermano Philip de Gwynedd, quien nos condujo a la iglesia esta mañana.
Calló, y Philip se puso en pie para encabezar la procesión y salir de la iglesia.
—He de hacer todavía otro doloroso anuncio —dijo entonces Waleran.
Aquello cogió por sorpresa a Philip. Volvió a sentarse rápidamente.
—Acabo de recibir un mensaje —prosiguió diciendo Waleran. Philip sabía que no había recibido ningún mensaje. Habían estado juntos toda la mañana. ¿Qué se proponía ahora el astuto arcediano?—. El mensaje me comunica una pérdida que a todos nos va a causar un profundo dolor.
Hizo una nueva pausa.
Alguien había muerto, pero ¿quién? Waleran lo sabía antes de su llegada pero lo había mantenido en secreto, y se disponía a que creyeran que acababa de recibir la noticia. ¿Por qué?
Philip sólo podía pensar en una posibilidad, y si estaba en lo cierto Waleran era mucho más ambicioso y carente de escrúpulos de lo que Philip había imaginado. ¿Sería verdad que los había engañado y manipulado a todos? ¿Había sido Philip un simple peón en el juego de Waleran?
Las palabras finales de Waleran fueron la confirmación de que así había sido.
—Amadísimos míos —dijo con tono solemne—. El obispo de Kingsbridge ha muerto.