Capítulo Uno

1

Tom estaba construyendo una casa en un gran valle, al pie de la empinada ladera de una colina y junto a un arroyo burbujeante y límpido.

Los muros alcanzaban ya tres pies de altura y seguían subiendo rápidamente. Los dos albañiles que Tom había contratado trabajaban sin prisa aunque sin pausa bajo el sol, raspando, lanzando y luego alisando con sus paletas, mientras el perro que les acompañaba sudaba bajo el peso de los grandes bloques de piedra. Alfred, el hijo de Tom, estaba mezclando argamasa, cantando en voz alta al tiempo que arrojaba paletadas de arena en un pilón. También había un carpintero trabajando en un banco junto a Tom, tallando cuidadosamente un madero de abedul con una azuela.

Alfred tenía catorce años y era alto como Tom. Este llevaba la cabeza a la mayoría de los hombres y Alfred sólo medía un par de pulgadas menos y seguía creciendo. Físicamente eran también parecidos. Ambos tenían el pelo castaño claro y los ojos verdosos con motas marrón. La gente decía que los dos eran guapos. Lo que más les diferenciaba era la barba. La de Tom era castaña y rizada, mientras que Alfred sólo podía presumir de una hermosa pelusa rubia.

Tom recordaba con cariño que hubo un tiempo en que su hijo tenía el pelo de ese mismo color. Ahora Alfred se estaba convirtiendo en un hombre, y Tom hubiera deseado que se tomara algo más de interés por el trabajo, porque aún tenía mucho que aprender para ser albañil como su padre. Pero hasta el momento los principios de la construcción sólo parecían aburrir y confundir a Alfred.

Cuando la casa estuviera terminada sería la más lujosa en muchas millas a la redonda. La planta baja se utilizaría como almacén, con un techo abovedado evitando así el peligro de incendio. La gran sala, que en realidad era donde la gente hacía su vida, estaba encima y se llegaría a ella por una escalera exterior. A aquella altura el ataque resultaría difícil siendo en cambio fácil la defensa. Adosada al muro de la sala habría una chimenea que expulsaría el humo del fuego. Se trataba de una innovación radical: Tom sólo había visto una casa con chimenea pero le había parecido una idea tan excelente que estaba dispuesto a copiarla. En un extremo de la casa encima de la sala habría un pequeño dormitorio porque eso era lo que ahora exigían las hijas de los condes demasiado delicadas para dormir en la sala con los hombres, las mozas, y los perros de caza. La cocina la edificaría aparte pues tarde o temprano todas se incendiaban y el único remedio era construirlas alejadas y conformarse con que la comida llegara tibia.

Tom estaba haciendo la puerta de entrada de la casa. Las jambas habían de ser redondeadas dando así la impresión de columnas, un toque de distinción para los nobles recién casados que habían de habitar la casa. Sin apartar la vista de la plantilla de madera modelada, Tom colocó su cincel en posición oblicua contra la piedra y lo golpeó suavemente con el gran martillo de madera. De la superficie se desprendieron unos pequeños fragmentos dando una mayor redondez a la forma. Repitió la operación. Tan pulida como para una catedral.

En otro tiempo había trabajado en una catedral en Exeter. Al principio lo hizo como costumbre, y se sintió molesto y resentido cuando el maestro constructor le advirtió que su trabajo no se ajustaba del todo al nivel requerido, ya que él tenía el convencimiento de que era bastante más cuidadoso que el albañil corriente. Pero entonces se dio cuenta de que no bastaba que los muros de una catedral estuvieran bien construidos. Tenían que ser perfectos porque una catedral era para Dios y también porque siendo un edificio tan grande la más leve inclinación de los muros, la más insignificante variación en el nivel aplomado, podría debilitar la estructura de forma fatal. El resentimiento de Tom se transformó en fascinación. La combinación de un edificio enormemente ambicioso con la más estricta atención al mínimo detalle le abrió los ojos a la maravilla de su oficio. Del maestro de Exeter aprendió lo importante de la proporción, el simbolismo de diversos números y las fórmulas casi mágicas para lograr el grosor exacto de un muro o el ángulo de un peldaño en una escalera de caracol. Todas aquellas cosas le cautivaban. Y quedó verdaderamente sorprendido al enterarse de que muchos albañiles las encontraban incomprensibles.

Al cabo de un tiempo se había convertido en la mano derecha del maestro constructor y entonces fue cuando empezó a darse cuenta de las limitaciones del maestro. El hombre era un gran artesano pero un organizador incompetente. Se encontraba absolutamente desconcertado ante problemas tales como el modo de conseguir la cantidad de piedra exacta para no romper el ritmo de los albañiles, el asegurarse que el herrero hiciera un número suficiente de herramientas útiles, el quemar cal y acarrear arena para los albañiles que hacían la argamasa, el talar árboles para los carpinteros y recaudar el dinero suficiente del Cabildo de la catedral para pagar por todo ello. De haber permanecido en Exeter hasta la muerte del maestro constructor era posible que hubiera llegado a ser maestro, pero el Cabildo se quedó sin dinero, en parte debido a la mala administración del maestro constructor, y los artesanos hubieron de irse a otra parte en busca de trabajo. A Tom le ofrecieron el puesto de constructor del alcalde de Exeter, para reparar y mejorar las fortificaciones de la ciudad. Sería un trabajo para toda la vida, salvo imprevistos. Pero Tom lo había rechazado porque quería construir otra catedral. Agnes, su mujer, jamás había comprendido aquella decisión. Podían haber tenido una buena casa de piedra, criados y establos. Y sobre la mesa habría todas las noches carne a la hora de la cena; jamás perdonó a Tom que rechazara aquel trabajo. No podía comprender aquel terrible deseo por construir una catedral, la sorprendente complejidad de la organización, el desafío intelectual de los cálculos, la imponente belleza y grandiosidad del edificio acabado. Una vez que Tom hubo paladeado ese vino, nunca más pudo satisfacerle otro inferior.

Desde entonces habían pasado diez años y jamás habían permanecido por mucho tiempo en sitio alguno. Tan pronto proyectaba una nueva sala capitular para un monasterio, como trabajaba uno o dos años en un castillo, o construía una casa en la ciudad para algún rico mercader. Pero tan pronto como ahorraba algún dinero se ponía en marcha con su mujer e hijos en busca de otra catedral.

Alzó la vista que tenía fija en el banco y vio a Agnes en pie, en el lindero del solar, con un cesto de comida en una mano y sujetando con la otra un gran cántaro que llevaba apoyado en la cadera. Era mediodía. Tom la miró con cariño. Nadie diría nunca de ella que era bonita, pero su rostro rebosaba fortaleza. Una frente ancha, grandes ojos castaños, nariz recta y una mandíbula vigorosa. El pelo, oscuro y fuerte, lo llevaba con raya en medio y recogido en la nuca. Era el alma gemela de Tom.

Sirvió cerveza para Tom y Alfred. Permanecieron allí en pie por un instante, los dos hombres grandes y la mujer fornida, bebiendo cerveza con tazas de madera. Y entonces, de entre los trigales, apareció saltando el cuarto miembro de la familia, Martha, bonita como un narciso, pero un narciso al que le faltara un pétalo, porque tenía un hueco entre los dientes de leche. Corrió hacia Tom, le besó en la polvorienta barba y le pidió un pequeño sorbo de cerveza. Él abrazó su cuerpecillo huesudo.

—No bebas mucho o te caerás en alguna acequia —le advirtió. La niña avanzó en círculo tambaleándose, simulando estar bebida.

Todos tomaron asiento sobre un montón de leña. Agnes alargó a Tom un pedazo de pan de trigo, una gruesa tajada de tocino hervido y una cebolla pequeña. Tom dio un bocado al tocino y empezó a pelar la cebolla. Después de dar comida a sus hijos, Agnes empezó a hincar el diente en la suya. Acaso fue una irresponsabilidad rechazar aquel aburrido trabajo en Exeter e irme en busca de una catedral que construir, —se dijo Tom—, pero siempre he sido capaz de alimentarlos a todos pese a mi temeridad.

Sacó su cuchillo de comer del bolsillo delantero de su delantal de cuero, cortó una rebanada de la cebolla y la comió con un bocado de pan. Paladeó el sabor dulce y picante a la vez.

—Vuelvo a estar preñada —dijo Agnes.

Tom dejó de masticar y se la quedó mirando. Sintió un escalofrío de placer. Se la quedó mirando con sonrisa boba, sin saber qué decir.

—Es algo sorprendente ¿no? —dijo ella, ruborizándose.

Tom la abrazó.

—Bueno, bueno —dijo sin perder su sonrisa placentera—. Otra vez un bebé para tirarme de la barba. ¡Y yo que pensaba que el próximo sería el de Alfred!

—No te las prometas tan felices todavía —le advirtió Agnes—. Trae mala suerte nombrar a un niño antes de que nazca.

Tom hizo un gesto de asentimiento. Agnes había tenido varios abortos, un niño que nació muerto y otra chiquilla, Matilda, que sólo había vivido dos años.

—Me gustaría que fuera un niño, ahora que Alfred ya es mayor. ¿Para cuándo será?

—Después de Navidad.

Tom empezó a hacer cálculos. El armazón de la casa estaría acabado con las primeras heladas y entonces habría que cubrir con paja toda la obra de piedra para protegerla durante el invierno. Los albañiles pasarían los meses de frío cortando piedras para las ventanas, bóvedas, marcos de puerta y chimenea, mientras que el carpintero haría las tablas para el suelo, las puertas y las ventanas, y Tom construiría el andamiaje para el trabajo en la parte alta. En primavera abovedarían la planta baja, cubrirían el suelo de la casa y pondrían el tejado. Aquel trabajo daría de comer a la familia hasta Pentecostés, y para entonces el bebé tendría ya seis meses. Luego se pondrían de nuevo en marcha.

—Bueno —dijo contento—. Todo irá bien.

Dio otro bocado a la cebolla.

—Soy demasiado vieja para seguir pariendo hijos —dijo Agnes—: este tiene que ser el último.

Tom se quedó pensativo. No estaba seguro de los años que tenía, pero muchas mujeres concebían hijos en esa época de su vida, aunque era cierto que sufrían más a medida que se hacían mayores y que los niños no eran tan fuertes. Sin duda Agnes tenía razón. Pero ¿cómo asegurarse de que no volvería a concebir? Inmediatamente se dio cuenta de cómo podría evitarse y una nube ensombreció su buen humor.

—A lo mejor podré encontrar un buen trabajo en una ciudad —dijo, intentando contentarla—. Una catedral o un palacio. Y entonces podremos tener una gran casa con suelos de madera y una sirvienta para ayudarte con el bebé.

—Es posible —dijo ella con escepticismo, mientras se le endurecían las facciones del rostro. No le gustaba oír hablar de catedrales. Si Tom nunca hubiera trabajado en una catedral, decía su cara, ella podría estar viviendo en aquellos momentos en una casa de la ciudad, con dinero ahorrado y oculto bajo la chimenea y sin tener la más mínima preocupación.

Tom apartó la mirada y dio otro mordisco al tocino. Tenían algo que celebrar, pero estaban en desacuerdo. Se sentía decepcionado.

Siguió masticando durante un rato el duro tocino y luego oyó los cascos de un caballo. Ladeó la cabeza para escuchar mejor. El jinete se acercaba a través de los árboles desde el camino cogiendo un atajo y evitando el pueblo.

Al cabo de un momento apareció un pony al trote montado por un joven que bajó del caballo. Parecía un escudero, una especie de aprendiz de caballero.

—Tu señor viene de camino —dijo.

—¿Quieres decir Lord Percy? —Tom se puso en pie. Percy Hamleigh era uno de los hombres más importantes del país. Poseía aquel valle y otros muchos y era quien pagaba la construcción de la casa.

—Su hijo —dijo el escudero.

—El joven William. —Era el hijo de Percy y quien había de ocupar aquella casa después de su matrimonio. Estaba prometido a Lady Aliena, la hija del conde de Shiring.

—El mismo —asintió el escudero—. Y además viene furioso.

A Tom se le cayó el mundo encima. En las mejores condiciones, era difícil tratar con el propietario de una casa en construcción, pero con un propietario enfurecido resultaba prácticamente imposible.

—¿Por qué está furioso?

—Su novia le ha rechazado.

—¿La hija del conde? —preguntó Tom sorprendido. Le asaltó el temor. Hacía un momento que había estado pensando en lo seguro que se presentaba el futuro—: Pensé que todo estaba ya decidido.

—Eso creíamos todos… salvo al parecer Lady Aliena —dijo el escudero—. Nada más conocerle proclamó que no se casaría con él por todo el oro del mundo.

Tom frunció el ceño preocupado. Se negaba a admitir que aquello fuera verdad.

—Pero creo recordar que el muchacho no es mal parecido.

—Como si eso importara en su posición —dijo Agnes—. Si se dejara a las hijas de los condes casarse con quienes quisieran, todos estaríamos gobernados por juglares ambulantes o proscritos de ojos oscuros.

—Quizás la joven cambie de opinión —dijo Tom esperanzado.

—Lo hará si su madre la sacude con una buena vara de abedul —dijo Agnes.

—Su madre ha muerto —dijo el escudero.

Agnes hizo un ademán de asentimiento.

—Eso explica el que no conozca la realidad de la vida. Pero no veo por qué su padre no puede obligarla.

—Al parecer en cierta ocasión hizo la promesa de que jamás la obligaría a casarse con alguien a quien aborreciera —les aclaró el escudero.

—Una promesa necia —dijo Tom irritado. ¿Cómo era posible que un hombre poderoso se ligara de aquella manera al capricho de una muchacha? Su matrimonio podría influir en alianzas militares, finanzas baroniales…, incluso en la construcción de aquella casa.

—Tiene un hermano —dijo el escudero—, así que no es tan importante con quién pueda casarse ella.

—Aun así…

—Y el conde es un hombre inflexible —siguió diciendo el escudero—. No faltará a una promesa, ni siquiera a la que haya hecho a una niña. —Se encogió de hombros—. Al menos es lo que dicen.

Tom se quedó mirando los bajos muros de piedra de la casa en construcción. Se dio cuenta, lleno de inquietud, de que todavía no había ahorrado el dinero suficiente para mantener a la familia durante el invierno.

—Tal vez el muchacho encuentre otra novia con la que compartir esta casa. Tiene todo el Condado para escoger.

—¡Ahí va Dios! Creo que ahí está —dijo Alfred con su voz quebrada de adolescente.

Siguiendo su mirada, todos dirigieron la vista hacia el otro extremo del campo. Desde el pueblo llegaba un caballo a galope, levantando una nube de polvo y tierra por el sendero. El juramento de Alfred lo provocó tanto el tamaño como la velocidad del caballo. Era inmenso. Tom ya había visto animales como aquellos, pero tal vez no fuera el caso de Alfred. Era un caballo de batalla, tan alto de cruz que alcanzaba la barbilla de un hombre, y su anchura proporcional. En Inglaterra no se criaban semejantes caballos de guerra sino que procedían de ultramar y eran extraordinariamente caros.

Tom metió lo que le quedaba del pan en el bolsillo de su delantal y luego, entornando los ojos para protegerse del sol, miró a través del campo. El caballo tenía las orejas echadas hacia atrás y los ollares palpitantes. Pero a Tom le pareció que llevaba la cabeza bien levantada, prueba de que aún seguía bajo control. El jinete, seguro de sí mismo, se echó hacia atrás al acercarse, tensando las riendas, y el enorme animal pareció reducir algo la marcha. Tom podía sentir ya el redoble de sus cascos en el suelo, debajo de sus pies. Echó una mirada en derredor buscando a Martha, para recogerla y evitar que pudieran hacerle daño. A Agnes también se le había ocurrido la misma idea, pero no se veía a Martha por parte alguna.

—En los trigales —dijo Agnes, pero Tom ya lo había pensado y corría hacia el lindero del campo. Escudriñó entre el ondulante trigo, preso de un gran temor, pero no vio a la niña.

Lo único que se le ocurrió fue intentar que el caballo redujera la marcha. Salió al sendero y empezó a caminar hacia el corcel que avanzaba a la carga, agitando los brazos. El caballo lo vio, alzó la cabeza para una mejor visión y redujo la marcha de manera perceptible. Luego, ante el horror de Tom, el jinete espoleó al caballo.

—¡Maldito loco! —rugió Tom aún cuando el jinete no pudo oírle.

Y entonces fue cuando Martha salió de los trigales y avanzó hacia el sendero a sólo unas yardas frente a Tom.

Por un instante Tom quedó petrificado por el pánico. Luego se lanzó hacia delante gritando y agitando los brazos. Pero aquel era un caballo de guerra adiestrado para cargar contra las hordas vociferantes y no se inmutó. Martha permanecía en pie en medio del angosto sendero, mirando como hipnotizada al inmenso animal que se le venía encima. Hubo un instante en el que Tom comprendió desesperado que no llegaría hasta su hija antes que el caballo. Se desvió a un lado, rozando con un brazo el trigo alto. Y en el último instante el caballo se desvió hacia el otro lado. El estribo del jinete rozó el hermoso pelo de Martha. Uno de los cascos hizo un profundo hoyo en la tierra junto al pie descalzo de la niña. Luego el caballo se alejó de ellos, cubriendo a ambos de tierra y polvo. Tom abrazó a la niña con fuerza contra su corazón desbocado.

Permaneció un momento inmóvil jadeando aliviado, con las piernas y los brazos temblorosos y un inmenso vacío en el estómago. Pero al instante se sintió invadido por la ira ante la incalificable temeridad de aquel estúpido joven cabalgando en su poderoso caballo de guerra. Levantó furioso la mirada. Lord William estaba deteniendo el caballo, sentado en la silla, tensando las riendas. El caballo se desvió para evitar el edificio en construcción. Sacudió violentamente la cabeza poniéndose de manos, pero William permaneció firme. Le hizo ir a medio galope y luego al trote, mientras le conducía en derredor formando un amplio círculo.

Martha estaba llorando. Tom se la dio a Agnes y esperó a William.

El joven Lord era un muchacho alto, de buena planta, de unos veinte años, pelo rubio y ojos tan rasgados que daba la impresión de tenerlos entornados por el sol. Vestía una túnica corta y negra con unas calzas negras y zapatos de cuero con correas que se entrecruzaban hasta las rodillas. Se mantenía bien sobre el caballo y no parecía en modo alguno afectado por lo ocurrido. «Ese majadero ni siquiera sabe lo que ha hecho, —pensó Tom con amargura—. Me gustaría retorcerle el pescuezo».

William detuvo el caballo ante el montón de leña y se quedó mirando a los constructores.

—¿Quién está a cargo de esto? —preguntó.

Tom sentía deseos de decirle: «Si hubieras hecho daño a mi pequeña te hubiera matado», pero dominó su ira. Fue como tragar un buche amargo. Se acercó al caballo y le sujetó por la brida.

—Soy el maestro constructor —dijo lacónico—. Me llamo Tom.

—Ya no se necesita esta casa —dijo William—. Despide a tus hombres.

Aquello era lo que Tom había temido. Pero todavía tenía la esperanza de que William estuviera actuando impelido por su enfado que se le podría persuadir para que cambiara de opinión. Hizo un esfuerzo para hablar con tono cordial y razonable.

—Se ha hecho mucho trabajo —dijo—. ¿Por qué dilapidar lo que ya habéis gastado? Algún día necesitarás la casa.

—No me expliques cómo tengo que manejar mis asuntos, Tom Builder —dijo William—. Estáis todos despedidos. —Sacudió una rienda, pero Tom sujetaba la brida—. Suelta mi caballo —dijo con tono amenazador.

Tom tragó saliva. Dentro de un momento William haría levantar la cabeza al caballo. Tom se metió la mano en el bolsillo del delantal y sacó el trozo de pan que le había sobrado de la comida. Se lo presentó al caballo que bajó la cabeza y cogió un pedazo.

—Debo agregar algo antes de que os vayáis, mi señor —dijo con tono tranquilo.

—Suelta el caballo o te cortaré la cabeza.

Tom le miró directamente a los ojos tratando de ocultar su miedo. Él era más grande que William, pero de poco le serviría si el joven Lord sacaba su espada.

—Haz lo que te dice el señor —farfulló Agnes temerosa.

Se hizo un silencio mortal. Los demás trabajadores permanecían inmóviles como estatuas, observando. Tom sabía que lo prudente sería ceder. Pero William había estado a punto de pisotear con su caballo a su pequeña, y ello lo había puesto furioso.

—Tiene que pagarnos —dijo con el corazón desbocado.

William tiró de las riendas pero Tom siguió sujetando con firmeza la brida y el caballo estaba entretenido, hociqueando en el bolsillo del delantal de Tom en busca de más comida.

—¡Dirigíos a mi padre para cobrar lo que se os debe! —exclamó William iracundo.

—Así lo haremos, mi señor. Le estamos muy agradecidos —oyó Tom que decía el carpintero con voz aterrada.

¡Maldito cobarde!, se dijo Tom, aunque él mismo estaba temblando.

—Si queréis despedirnos tenéis que pagarnos de acuerdo con la costumbre —se forzó a decir pese a todo—. La casa de vuestro padre está a dos días de viaje y para cuando lleguemos es posible que ya no esté allí.

—Hay hombres que han muerto por menos de esto —le advirtió William. Tenía las mejillas enrojecidas por la ira.

Por el rabillo del ojo Tom vio al joven Lord dejar caer la mano sobre la empuñadura de su espada. Sabía que había llegado el momento de ceder y presentar excusas, pero tenía un nudo en el estómago debido a la ira y pese a lo asustado que estaba no se resignó a soltar las bridas.

—Pagadnos primero y luego matadme —dijo con temeridad—. Tal vez os cuelguen o tal vez no, pero tarde o temprano moriréis. Y entonces yo estaré en el cielo y vos en el infierno.

La sonrisa de desprecio de William se convirtió en una mueca y palideció. Tom estaba sorprendido. ¿Qué era lo que había asustado al muchacho? Con toda seguridad no habría sido la mención del ahorcamiento. En realidad no era nada probable que ahorcaran a un Lord por la muerte de un artesano. ¿Acaso le aterraba el infierno?

Durante unos breves momentos permanecieron mirándose fijamente. Tom observó con asombro y alivio cómo la expresión de ira y desprecio de William daba paso a otra de ansiedad y terror. Finalmente, William cogió una bolsa de cuero que llevaba en el cinturón y se la arrojó.

—Págales —le dijo.

Tom tentó a su suerte. Cuando William tiró de nuevo de las riendas y el caballo alzó su poderosa cabeza y avanzó de lado, Tom se movió con el caballo sin soltar la brida.

—Al despido, una semana completa de salario. Esa es la costumbre —dijo Tom. A su espalda escuchó a Agnes respirar con fuerza y supo que le consideraba un loco al prolongar aquel enfrentamiento, pese a lo cual continuó impasible—. De manera que serán seis peniques para el peón, doce para el carpintero y cada uno de los albañiles y veinticuatro para mí. En total sesenta y seis peniques.

No conocía a nadie que fuera capaz de sumar peniques con tanta rapidez como él.

El escudero miraba a su amo en actitud interrogante.

—Muy bien —dijo furioso William.

Tom soltó las riendas y dio un paso atrás.

William obligó al caballo a volverse, espoleándole con fuerza, y avanzó a saltos desde el sendero a través de los trigales.

De repente, Tom se dejó caer sobre el montón de leña. Se preguntaba qué había podido pasarle. Había sido una locura desafiar de aquella manera a Lord William. Se consideraba afortunado de estar con vida.

El resonar de los cascos del corcel de William fue perdiéndose en la lejanía. Tom vació la bolsa sobre una tabla y sintió una oleada de triunfo mientras escuchaba el tintineo de los peniques de plata al caer bajo la luz del sol. Había sido una locura pero dio resultado. Había logrado un pago justo tanto para él como para los hombres que trabajaban a sus órdenes.

—Incluso los señores han de actuar según las costumbres —dijo casi para sí.

—Confiemos en que nunca tengas que pedir trabajo a Lord William —dijo Agnes con esperanza.

Tom le sonrió. Se daba cuenta de que su mal humor se debía a que había pasado mucho miedo.

—No frunzas tanto el ceño o cuando nazca el niño sólo tendrás leche agria en el pecho.

—No podremos comer a menos que encuentres trabajo para el invierno.

—Aún queda mucho hasta el invierno —repuso Tom.

2

Se quedaron en el pueblo durante el verano. Más adelante considerarían la decisión terriblemente equivocada, pero en aquellos momentos les pareció la más acertada porque tanto Tom como Agnes y Alfred podían ganarse un penique diario cada uno trabajando en los campos durante la cosecha. Cuando al llegar el otoño tuvieron que ponerse en marcha, poseían una pesada bolsa con peniques de plata y un cerdo bien cebado.

La primera noche la pasaron en el porche de la iglesia de un pueblo, pero la segunda encontraron un priorato rural y disfrutaron de la hospitalidad monástica. Al tercer día se encontraron en el corazón de la Chute Forest, una vasta extensión de matorrales y monte selvático, por un camino no mucho más ancho que un carro, con la exuberante vegetación estival marchitándose entre los robles que la flanqueaban.

Tom llevaba sus herramientas en una bolsa y los martillos colgados del cinturón, con la capa enrollada bajo el brazo izquierdo y su pico de hierro en la mano derecha, utilizándolo a modo de bastón de caminante. Se sentía feliz de encontrarse de nuevo en el camino. Tal vez su próximo trabajo fuera en una catedral. Podía llegar a ser maestro albañil y seguir allí el resto de su vida. Y construir una iglesia tan hermosa que le garantizara su entrada en el cielo.

Agnes llevaba sus escasas posesiones caseras dentro de la gran olla que se había atado a la espalda. Alfred tenía a su cargo las herramientas que utilizarían para hacer una nueva casa en alguna parte: un hacha, una azuela, una sierra, un martillo pequeño, una lezna para hacer agujeros en el cuero y la madera y una pala. Martha era muy pequeña para llevar otra cosa que su propio tazón y cuchillo de comer atados a la cintura y su abrigo de invierno sujeto a la espalda.

Sin embargo tenía la obligación de conducir al cerdo hasta que pudieran venderlo en el mercado.

Tom vigilaba estrechamente a Agnes mientras caminaban por aquel interminable bosque. Ahora su embarazo estaba más que mediado y llevaba un peso considerable en el vientre, aparte del fardo que soportaba sobre la espalda. Pero parecía incansable. También Alfred parecía soportarlo muy bien. Estaba en esa edad en que a los muchachos les sobra tanta energía que no saben qué hacer con ella. Sólo Martha se cansaba. Sus delgadas piernas parecían hechas para saltar contenta, no para largas marchas, y constantemente se quedaba atrás; los demás habían de detenerse para que ella y el cerdo les alcanzaran.

Mientras caminaba, Tom iba pensando en la catedral que un día construiría. Como siempre, empezó imaginándose una arcada. Era algo muy sencillo: dos verticales soportando un semicírculo. Luego pensó en otra, exactamente igual a la primera. Las unió en su mente para formar una profunda arcada. Seguidamente fue añadiendo otra, y otra y muchas más hasta tener toda una hilera de ellas unidas formando un túnel. Esa era la esencia de una construcción, ya que había de tener un techo para impedir que entrara la lluvia y dos paredes que sostuvieran el techo. Una iglesia era precisamente un túnel con refinamientos.

Los túneles eran oscuros, de manera que el primer refinamiento consistía en ventanas. Si el muro fuera lo bastante fuerte podría hacerse agujeros en él. Estos serían redondos por la parte alta, con los dos costados rectos y un alféizar plano, o sea con la misma forma que la arcada original. Una de las cosas que daba belleza a una construcción era utilizar formas semejantes para los arcos, las ventanas y las puertas. La regularidad era otra, y Tom visualizó doce ventanas idénticas, separadas proporcionalmente a lo largo de cada uno de los muros del túnel.

Tom intentó visualizar también las molduras sobre las ventanas, pero continuamente perdía la concentración: tenía la sensación de que le estaban observando. Claro que es una idea estúpida, se dijo, a menos, naturalmente, que les estuvieran observando las aves, los zorros, los gatos, las ardillas, las ratas, los ratones, los hurones, los armiños y los campañoles que poblaban el bosque.

Al mediodía se sentaron junto a un arroyo. Bebieron su agua pura y comieron bacón frío y manzanas silvestres caídas de los árboles del bosque.

Por la tarde, Martha estaba cansada. Hubo un momento en que quedó rezagada unas cien yardas. Mientras permanecía allí en pie, esperando a que la niña les alcanzara, Tom recordaba a Alfred cuando tenía su misma edad; había sido un chiquillo guapo, de pelo dorado, vigoroso y audaz. Tom sintió una mezcla de cariño e irritación mientras observaba a Martha que reprendía al cerdo por su lentitud. De repente apareció una figura, entre los matorrales, unos pasos delante de Martha. Fue tan rápido lo que ocurrió después que Tom apenas podía creerlo. El hombre que apareció de súbito se echó hacia el hombro una cachiporra. Tom sintió que le subía a la garganta un grito de terror, pero antes de que pudiera emitir ningún sonido el hombre descargó la cachiporra sobre Martha. Le dio de pleno en un lado de la cabeza y hasta Tom llegó el espantoso sonido del impacto.

La niña cayó al suelo como una muñeca desmadejada.

Tom se encontró corriendo por el camino hacia ellos, golpeando con los pies la endurecida tierra, como los cascos del corcel de William, anhelando que sus piernas corriesen más rápidas. Veía lo que estaba pasando, mientras corría, pero era como contemplar una pintura en la parte alta del muro de una iglesia porque era capaz de verla pero nada podía hacer para cambiarla. El atacante era un proscrito, sin lugar a dudas. Se trataba de un hombre bajo y fornido que vestía una túnica verde y andaba descalzo. Por un instante miró fijamente a Tom y este pudo ver que tenía el rostro horriblemente mutilado. Le habían cortado los labios, probablemente como castigo a un crimen en el que habría tenido papel destacado la mentira, y su boca tenía una repulsiva mueca permanente, rodeada del tejido contraído de la cicatriz. Aquella visión hubiera hecho pararse a Tom en seco de no haber sido por el cuerpecillo postrado de Martha.

El proscrito apartó la mirada de Tom y la clavó en el cerdo. Lo agarró con la rapidez de un rayo y se metió debajo del brazo al animal que se revolvía frenético. Luego desapareció de nuevo entre la enmarañada maleza, llevándose la única propiedad valiosa de la familia.

Tom se arrodilló al instante junto a Martha. Puso su ancha mano sobre el pequeño pecho de la niña y sintió latir su corazón con regularidad y fuerza, calmándose así sus peores temores. Sin embargo seguía con los ojos cerrados y tenía el pelo manchado de sangre roja y brillante.

Al cabo de un momento Agnes se arrodilló junto a él. Aplicó la mano al pecho, la muñeca y la frente de Martha, y luego dirigió una firme mirada a Tom.

—Vivirá —dijo con voz tensa—. Ahora vete a recuperar ese cerdo.

Tom se liberó rápidamente del saco de herramientas y lo dejó caer en el suelo. Con la mano izquierda cogió su gran martillo con cabeza de hierro. Con la derecha seguía sujetando el pico. Podía ver los matorrales aplastados por donde había llegado y se había ido el ladrón, y también podía oír los gruñidos del cerdo por el bosque. Se sumergió en la maleza.

Era fácil seguir el rastro. El proscrito era un hombre de constitución pesada, que corría con un cerdo retorciéndose debajo del brazo y había abierto una ancha senda a través de la vegetación, aplastando sin miramientos flores, arbustos e incluso árboles jóvenes. Tom se lanzó furioso tras él, impaciente por echarle mano y golpearle hasta dejarle sin sentido. Atravesó aplastándola, una espesura de pimpollos de abedul, rodó por una vertiente y chapoteó al atravesar una ciénaga que le condujo hasta un angosto sendero. En él se detuvo. El ladrón pudo haber seguido por la izquierda o por la derecha y ya no había vegetación pisoteada que mostrara el camino. Pero Tom aguzó el oído y oyó gruñir al cerdo hacia la izquierda. También oyó a alguien corriendo por el bosque detrás de él. Lo más probable es que se tratara de Alfred. Corrió en busca del cerdo.

El sendero le condujo hasta una hondonada; luego torcía bruscamente y empezaba a ascender de nuevo. Ahora ya podía oír claramente al cerdo. Siguió corriendo colina arriba, respirando con dificultad; todos aquellos años de aspirar polvo de piedra le habían debilitado los pulmones. De repente, el sendero se hizo plano y Tom vio al ladrón, tan sólo a veinte o treinta yardas de distancia corriendo como si le persiguieran todos los demonios. Hizo un esfuerzo supremo y de nuevo empezó a ganar terreno. Si podía continuar a aquel ritmo sin duda que le agarraría, ya que un hombre con un cerdo no puede correr tan aprisa como otro que no lo lleve. Pero ahora le dolía el pecho. El ladrón estaba a quince yardas de distancia, luego a doce.

Tom alzó el pico sobre su cabeza a modo de lanza. Sólo un poco más cerca y lo lanzaría. Once yardas, diez…

Un instante antes de lanzar el pico avistó por el rabillo del ojo una cara flaca con una gorra verde que emergía de los matorrales que bordeaban el sendero. Era demasiado tarde para desviarse. Lanzaron una pesada estaca frente a él, haciéndole tropezar como era la intención. Cayó al suelo.

Había soltado el pico pero aún tenía en la mano el martillo. Rodó por el suelo, y luego se incorporó sobre una rodilla. Pudo ver que eran dos. El de la gorra verde y un hombre calvo con una enmarañada barba blanca. Corrieron hacia Tom. Tom se hizo a un lado y atacó con el martillo al de la gorra verde.

El hombre lo esquivó, pero la enorme cabeza de hierro le alcanzó en el hombro haciéndole lanzar un alarido de dolor. Se dejó caer al suelo sujetándose el brazo como si lo tuviera roto. No tenía tiempo de levantar nuevamente el martillo para asestar otro golpe demoledor antes de que el hombre calvo le atacara a su vez, de manera que descargó el martillo contra la cara del hombre.

Los dos hombres huyeron, atentos sólo a sus heridas. Tom se dio cuenta que ya no tenían arrestos. Dio media vuelta. El ladrón seguía huyendo por el sendero. Tom reanudó la persecución, haciendo caso omiso del dolor que sentía en el pecho. Pero apenas había corrido unas cuantas yardas cuando oyó una voz familiar que gritaba a su espalda.

Alfred.

Se detuvo, volviéndose a mirar.

Alfred estaba peleando con los dos hombres, con los puños y los pies. Golpeó tres o cuatro veces en la cabeza al de la gorra verde y luego asestó varios puntapiés en las espinillas al hombre calvo. Pero los dos hombres le cercaron de tal manera que Alfred ya no podía golpear y dar puntapiés con la fuerza suficiente. Tom vaciló entre seguir tras el cerdo o rescatar a su hijo. Pero entonces el calvo puso la zancadilla a Alfred y al caer al suelo el muchacho los dos hombres se lanzaron sobre él moliéndole a golpes la cara y el cuerpo.

Tom corrió hacia ellos. Se lanzó a la carga contra el calvo, arrojándole de una embestida a los matorrales y luego, volviéndose, atacó martillo en ristre al de la gorra verde. El hombre, que ya había sentido los efectos de aquel martillo y que seguía sin poder utilizar más que un brazo, esquivó el primer ataque y luego dio media vuelta y corrió hacia los matorrales en busca de protección antes de que Tom iniciara otro ataque.

Tom se volvió y vio alejarse al hombre calvo por el sendero. Luego miró en dirección contraria. El ladrón con el cerdo había desaparecido de la vista. Masculló un juramento. Aquel cerdo representaba la mitad de cuanto había ahorrado durante el verano. Se sentó jadeante en el suelo.

—¡Hemos vencido a los tres! —exclamó excitado Alfred.

Tom le miró.

—Sí, pero tienen nuestro cerdo —dijo.

Habían comprado aquel cerdo en primavera, en cuanto hubieron ahorrado suficientes peniques, y lo habían estado engordando durante todo el verano. Un cerdo bien cebado podía venderse por sesenta peniques. Con algunas coles y un saco de grano podía alimentar durante todo el invierno a una familia, y además podían hacerse par de zapatos de cuero y una o dos bolsas. Su pérdida era una catástrofe.

Tom miró con envidia a Alfred, que ya se había recuperado de la persecución y de la pelea y que esperaba impaciente. Qué lejos quedaban aquellos tiempos —pensó Tom—, en que yo era capaz de correr como el viento sin sentir apenas los latidos del corazón. Precisamente cuando tenía su misma edad hace veinte años. Veinte años parecía que fuese ayer.

Se puso en pie.

Pasó el brazo sobre los anchos hombros de Alfred mientras desandaban lo recorrido por el sendero. El muchacho todavía era un palmo más bajo que su padre, aunque pronto le alcanzaría e incluso podría pasarle. Espero que también le crezca el entendimiento, pensó Tom.

—Cualquier imbécil puede tomar parte en una pelea, pero el hombre prudente sabe mantenerse lejos de ellas —dijo. Alfred le dirigió una mirada vacía. Salieron del sendero, cruzaron el trecho pantanoso y empezaron a subir por la ladera, siguiendo en sentido inverso el rastro que había dejado el ladrón. Mientras se abrían paso por el bosquecillo de abedules, Tom pensó en Martha y una vez más sintió que le hervía la sangre. El proscrito la había golpeado sin necesidad, ya que no representaba amenaza alguna para él.

Tom apretó el paso y un momento después salieron al camino. Martha permanecía tumbada en el mismo lugar, sin que la hubieran movido. Tenía los ojos cerrados y la sangre empezaba a secarse en el pelo. Agnes estaba arrodillada junto a ella, y sorprendentemente había también otra mujer y un muchacho. Se le ocurrió pensar que no era tan extraño que a primera hora de aquel día se hubiera sentido observado, ya que el parecer por el bosque pululaba mucha gente.

Tom se inclinó poniendo la mano de nuevo sobre el pecho de Martha.

Respiraba con normalidad.

—Pronto despertará —dijo la desconocida con tono autoritario—. Luego vomitará y después estará bien.

Tom la miró con curiosidad. Estaba arrodillada junto a Martha.

Era joven, quizá tuviera una docena de años menos que Tom. Su túnica corta, de cuero, descubría unas esbeltas y morenas piernas.

Tenía la cara bonita, y el pelo castaño oscuro le nacía en la frente formando un pico de viuda. Tom sintió el aguijón del deseo. Entonces ella levantó la vista para mirarle y le sobresaltó. Tenía unos ojos intensos, muy separados, de un desusado color de miel dorada oscura que daban a todo su rostro un aspecto mágico. Tuvo la certeza de que ella sabía lo que él había estado pensando.

Apartó la mirada de la mujer para disimular su turbación y se encontró con los ojos de Agnes, parecía resentida.

—¿Dónde está el cerdo? —preguntó.

—Nos encontramos con otros dos proscritos —dijo Tom.

—Les sacudimos bien, pero el del cerdo se largó —añadió Alfred.

Agnes tenía una expresión severa, pero no dijo una palabra más.

—Podemos llevar a la niña a la sombra si lo hacemos con cuidado —dijo la desconocida al tiempo que se ponía en pie.

Tom se dio cuenta de que era pequeña, al menos un pie más baja que él. Se inclinó y cogió con sumo cuidado a Martha. Casi no sentía el peso del cuerpo de la niña. Avanzó unos cuantos pasos por el camino y la depositó sobre la hierba, a la sombra de un viejo roble.

Seguía sin sentido.

Alfred estaba recogiendo las herramientas que habían quedado desperdigadas por el camino durante la pelea. El niño que acompañaba a la desconocida le miraba con ojos muy asombrados y la boca abierta, sin decir palabra. Tendría unos tres años menos que Alfred y era un muchacho de aspecto peculiar, observó Tom, sin nada de la belleza sensual de su madre. Tenía la tez muy pálida, el pelo de un rojo anaranjado y los ojos azules, ligeramente saltones. Tom se dijo que tenía la mirada estúpidamente alerta de un zoquete, el tipo de chico que, o bien moría joven, o sobrevivía para convertirse en el tonto del pueblo. Alfred se sentía visiblemente incómodo bajo su mirada.

Mientras Tom les observaba, el niño cogió la sierra de las manos de Alfred, sin decir nada, y la examinó como si se tratara de algo asombroso. Alfred, asombrado ante aquella descortesía, se la quitó a su vez y el muchacho la soltó con indiferencia.

—¡Compórtate como es debido, Jack! —le dijo su madre. Parecía incómoda.

Tom la miró. El muchacho no se parecía en absoluto a ella.

—¿Eres su madre? —le preguntó Tom.

—Sí. Me llamo Ellen.

—¿Dónde está tu marido?

—Está muerto.

Tom se quedó sorprendido.

—¿Viajas sola? —preguntó con tono incrédulo. El bosque resultaba ya bastante peligroso para un hombre como él. A una mujer sola apenas le cabría la esperanza de sobrevivir.

—No estamos viajando —dijo Ellen—. Vivimos en el bosque.

Tom se sobresaltó.

—Quieres decir que sois… —Calló, no queriendo ofenderla.

—Proscritos —dijo ella—. ¿Pensabas que todos los proscritos eran como ese Faramond Openmouth que te ha robado el cerdo?

—Sí —asintió Tom, aunque lo que hubiera querido decir era Jamás pensé que un proscrito pudiera ser una mujer hermosa. Incapaz de contener su curiosidad preguntó—: ¿Qué crimen cometiste?

—Maldije a un sacerdote —repuso ella apartando la mirada.

A Tom no le pareció que aquello pudiera ser un delito, pero quizá aquel sacerdote tuviera un gran poder o fuera muy quisquilloso. O tal vez Ellen no quisiera contar la verdad.

Miró a Martha. Poco después la niña abrió los ojos. Parecía confusa y algo asustada. Agnes se arrodilló junto a ella.

—Estás a salvo —le dijo—. No pasa nada.

Martha se incorporó y vomitó. Agnes la mantuvo abrazada e hizo que se le calmaron los espasmos. Tom se sentía impresionado. Había resultado cierta la predicción de Ellen. También había dicho que Martha se encontraría perfectamente bien y al parecer también eso se cumplía. Se sintió aliviado y quedó algo sorprendido ante la intensidad de su propia emoción.

—No soportaría perder a mi pequeña —dijo. Y hubo de contener las lágrimas. Se dio cuenta de que Ellen miraba comprensiva y una vez más tuvo la impresión de que aquellos ojos de un dorado extraño podían leer hasta el fondo de su corazón.

Arrancó una ramita de roble, la despojó de sus hojas y limpió con ella la carita de Martha que seguía estando pálida.

—Necesita descansar —dijo Ellen—. Dejadla echada el tiempo que un hombre recorre tres millas.

Tom miró el sol. Todavía quedaba mucha luz del día. Se acomodó para esperar. Agnes mecía suavemente a Martha en sus brazos. Jack dirigía su atención a Martha y la miraba con la misma estúpida intensidad. Tom quería saber más cosas sobre Ellen. Se preguntó si la podría persuadir para que le contara su historia. No quería que se fuera.

—¿Cómo ocurrió todo? —preguntó con vaguedad.

Ellen volvió a mirarle a los ojos y luego empezó a hablar.

Su padre había sido un caballero, les dijo. Un hombre grande, fuerte y violento que quería hijos con quienes poder cabalgar, cazar, luchar, compañeros con quienes beber y que fueran con él de juerga por las noches. Pero sobre esta cuestión fue el hombre más infortunado que pudo existir ya que su mujer le obsequió con Ellen y luego murió. Y cuando volvió a casarse, su segunda mujer resultó estéril.

Acabó por aborrecer a la madrastra de Ellen y finalmente la envió lejos. Debió de ser un hombre cruel pero a Ellen no se lo parecía. Lo adoraba y compartía su antipatía por su segunda mujer. Cuando su madrastra se fue, Ellen se quedó con su padre y fue creciendo en una casa donde casi todos eran hombres. Se cortó el pelo, llevaba una daga y aprendió a no jugar con gatitos ni a preocuparse por los perros ciegos. Cuando tenía la edad de Martha solía escupir al suelo, comer corazones de manzana y dar fuertes patadas en el vientre de un caballo para hacerle aspirar con fuerza y así poder apretarle más la cincha. Sabía que a todos los hombres que no formaban parte de la pandilla de su padre los llamaban chupapollas y a todas las mujeres que no iban con ellos las llamaban putas, aunque no estaba segura de lo que aquellos insultos significaban en realidad ni tampoco le importaba demasiado.

Mientras escuchaba su voz en el blando aire de una tarde otoñal, Tom cerró los ojos y se la imaginó como una chiquilla de pecho liso y cara sucia, sentada a la larga mesa, con los brutales camaradas de su padre bebiendo cerveza fuerte, eructando y entonando canciones sobre batallas, rapiñas y violaciones, caballos, castillos y vírgenes, hasta quedar dormida con su pequeña y trasquilada cabeza sobre la áspera madera.

Si hubiera seguido teniendo su pecho liso, su vida hubiera sido feliz. Pero llegó el día en que los hombres la miraban de forma distinta. Ya no lanzaban risas estentóreas cuando les decía: Quitaos de mi camino si no queréis que os arranque los cojones y se los dé de comer a los cerdos. Algunos se la quedaban mirando cuando se quitaba su túnica de lana y se echaba a dormir con su larga camisola de lino. Cuando hacían sus necesidades en el bosque se volvían de espaldas a ella, cosa que nunca hicieron hasta entonces.

Cierto día vio a su padre conversando seriamente con el párroco, acontecimiento realmente inusitado. Y ambos la miraban como si estuvieran hablando de ella. A la mañana siguiente su padre le dijo: Vete con Henry y Everard y haz lo que te digan. Luego la besó en la frente. Ellen se preguntó qué le ocurriría. ¿Acaso se volvía blando con la edad? Montó a horcajadas su corcel gris, ya que siempre se había negado a cabalgar el palafrén propio de las damas o el pony de los niños, y se puso en marcha con los dos hombres de armas.

La llevaron a un convento y allí la dejaron.

Por todo aquel lugar sonaron los juramentos obscenos de Ellen cuando los dos hombres emprendieron la marcha de regreso. Apuñaló a la abadesa y recorrió a pie todo el camino de vuelta hasta la casa de su padre. Él la envió de nuevo al convento, atada de pies y manos y sujeta a la montura de un asno. La tuvieron recluida en la celda de castigo hasta que la abadesa se recuperó de las heridas. Hacía frío y humedad y estaba tan negro como la noche, y aunque había agua para beber no tenía nada de comer. Cuando la dejaron salir huyó de nuevo a casa. Su padre volvió a enviarla al convento y en esa ocasión la azotaron antes de meterla en la celda.

Ni que decir tiene que finalmente lograron rendirla y vistió el hábito de novicia, acató las reglas y aprendió las oraciones aunque en el fondo de su corazón aborreciera a las monjas, despreciara a los santos, y en un principio no creyera todo cuanto le dijeran sobre Dios. Pero aprendió a leer y escribir, dominó la música, los números y el dibujo e incorporó el latín al francés y al inglés que ya hablaba en casa de su padre.

En definitiva, la vida en el convento no era tan mala. Se trataba una comunidad únicamente femenina con sus reglas y rituales peculiares, y aquello era exactamente a lo que ella estaba acostumbrada.

Todas las monjas tenían que hacer algún trabajo físico, y a Ellen pronto se la destinó a trabajar con los caballos. No pasó mucho tiempo antes de que tuviera a su cargo los establos.

La pobreza jamás la preocupó. La obediencia no le fue fácil pero finalmente la logró. La tercera regla, la castidad, nunca llegó a molestarle demasiado aunque de vez en cuando, y sólo por fastidiar a la abadesa, descubría a alguna de las otras novicias los placeres de…

Llegado a ese punto, Agnes interrumpió el relato de Ellen y llevó consigo a Martha en busca de un arroyo donde limpiarle la cara y lavarle la túnica. Para protegerse se llevó también a Alfred, aunque aseguró que se quedaría cerca. Jack se levantó dispuesto a seguirla pero Agnes le dijo con firmeza que no lo hiciera, y el muchacho pareció entenderla porque volvió a sentarse. Tom se dio cuenta de que Agnes había logrado llevarse a sus hijos para que no siguieran oyendo aquella historia indecente e impía, al tiempo que le dejaba a él vigilado.

Cierto día, siguió diciendo Ellen, el palafrén de la abadesa quedó cojo, cuando hacía varios días que se encontraba fuera del convento. Dio la casualidad de que el priorato de Kingsbridge estaba cerca, de manera que el prior prestó a la abadesa otro caballo para que siguiera su camino. Una vez en el convento, esta dijo a Ellen que devolviera al priorato el caballo prestado y trajera consigo el caballo cojo.

Allí, en el establo del monasterio, a la vista de la ruinosa y vieja catedral de Kingsbridge, Ellen conoció a un muchacho que parecía un cachorro maltratado. Tenía las extremidades flexibles como cachorro y su actitud alerta, pero estaba asustado, como si le hubieran arrancado a golpes toda su alegría juguetona. Al hablarle Ellen no la entendió. Probó con el latín, pero no era un monje. Finalmente dijo algo en francés y el rostro del muchacho se iluminó de alegría y le contestó en la misma lengua.

Ellen jamás regresó al convento.

Desde aquel día vivió en el bosque. Primero en un tosco chamizo de ramas y hojas, y más adelante en una cueva seca. No había olvidado las habilidades masculinas que había aprendido en casa su padre. Podía cazar un ciervo, poner trampas a los conejos y derribar cisnes con el arco. Era capaz de despedazar, limpiar y guisar la carne. Incluso sabía cómo raer y curar los cueros y pieles para indumentaria. Además de caza, comía frutos silvestres, frutos secos y vegetales. Cualquier otra cosa que necesitara, como sal, ropa de lana, un hacha o un cuchillo nuevo, tenía que robarla.

Lo peor fue cuando nació Jack.

Pero ¿qué pasó con el francés?, quiso saber Tom. ¿Era el padre de Jack? Y en tal caso, ¿cuándo murió? ¿Y cómo? Pero por la expresión de la cara de ella pudo ver que no estaba dispuesta a hablar de aquella parte de la historia y daba la impresión de ser una persona a la que nadie podría persuadir en contra de su voluntad, de manera que Tom guardó para sí sus preguntas.

Para entonces su padre había muerto, habiéndose dispersado sus hombres de tal manera que a ella ya no le quedaban parientes ni amigos en el mundo. Cuando Jack estaba a punto de nacer, hizo una hoguera para que se mantuviera encendida durante toda la noche en la boca de la cueva. Tenía comida y agua a mano, así como un arco, flechas y cuchillos para protegerse de los lobos y de los perros salvajes. Incluso disponía de una pesada capa roja que había robado a un obispo para poder envolver al recién nacido. Pero para lo que no estaba preparada era para el dolor y el miedo de dar a luz, y durante mucho tiempo creyó que se moría. Sin embargo el niño nació saludable y vigoroso, y ella sobrevivió.

Durante los once años siguientes, Ellen y Jack llevaron una vida sencilla y frugal. El bosque les daba cuanto necesitaban siempre que anduvieran con cuidado y almacenaran suficientes manzanas, nueces y venado ahumado o en salazón para los meses de invierno. Ellen pensaba a menudo que si no hubiera reyes, señores, arzobispos ni sheriffs, todo el mundo podría vivir de esa misma manera y ser perfectamente feliz.

Tom le preguntó cómo se las arreglaba con los demás proscritos, con hombres como Faramond Openmouth. ¿Qué pasaría si la sorprendieran por la noche e intentaran violarla?, se preguntaba al tiempo que la idea le hacía sentir un estremecimiento de deseo, aún cuando él jamás hubiera poseído a una mujer contra su voluntad. Ni siquiera a la suya.

Ellen, mirando a Tom con aquellos ojos claros y luminosos, le dijo que los otros proscritos le tenían miedo, y al instante él se dio cuenta del motivo. La creían bruja. En cuanto a las gentes cumplidoras de la ley, gentes que sabían que podían robar, violar o asesinar a un proscrito sin miedo al castigo, Ellen se limitaba a evitarlos. Entonces, ¿por qué no se había ocultado de Tom? Porque había visto a una niña herida y quiso ayudar. Ella también tenía un hijo.

Había enseñado a Jack todo lo que había aprendido en casa de su padre sobre armas y caza. Y también todo cuanto le enseñaron las monjas: a leer y escribir, música y números, francés y latín, cómo dibujar, incluso historias de la Biblia. Finalmente, durante las largas noches invernales, le había transmitido todo el legado del muchacho francés que sabía más historias, poemas y canciones que cualquier otro en el mundo.

Tom no creía que un niño como Jack supiera leer y escribir. Tom sabía escribir su nombre y un puñado de palabras como «peniques», «metros» y «litros». Y Agnes, que era hija de un hombre de iglesia, sabía más, aunque escribía lentamente y con dificultad, sacando la lengua por la comisura de la boca. En cambio Alfred no sabía escribir una sola palabra y apenas era capaz de entender su propio nombre, y Martha ni siquiera sabía eso. ¿Era posible que aquel muchacho medio tonto supiera más que toda la familia de Tom?

Ellen dijo a Jack que escribiera algo, y este alisó un trozo de tierra y garrapateó sobre él unas letras. Tom reconoció la primera palabra «Alfred», aunque no las otras, y se sintió un estúpido. Ellen puso fin a aquella situación embarazosa leyendo en voz alta toda la frase: Alfred es más alto que Jack. Luego el muchacho dibujó rápidamente dos figuras, una más grande que la otra y aunque ambas eran muy toscas, una tenía los hombros anchos y una expresión más bien bovina y la otra era pequeña y tenía una mueca sonriente. Tom, que por su parte tenía una gran facilidad para el dibujo, quedó asombrado ante la sencillez y vigor del dibujo sobre la tierra.

Pero el muchacho parecía idiota.

Ellen, como si hubiera adivinado los pensamientos de Tom, confesó que había empezado a darse cuenta de ello. Jamás había tenido la compañía de otros niños ni de cualquier otro ser humano salvo su madre, y el resultado era que estaba creciendo como un animal salvaje. Pese a todos sus conocimientos no sabía cómo comportarse con la gente. Ese era el motivo de que guardara silencio, se quedara mirando fijamente o arrebatara las cosas.

Mientras hablaba, la mujer parecía vulnerable por primera vez.

Había desaparecido aquella inquebrantable seguridad en sí misma y Tom pudo darse cuenta de que estaba inquieta, casi desesperada.

Por el bien de Jack tenía que incorporarse de nuevo a la sociedad, pero ¿cómo? De ser un hombre hubiera podido convencer a algún señor para que le concediera una granja, sobre todo si le mentía de manera convincente diciéndole que acababa de regresar de peregrinación a Jerusalén o Santiago de Compostela. También había algunas mujeres granjeras, pero invariablemente eran viudas con hijos mayores. Ningún señor daría una granja a una mujer con un hijo pequeño. Nadie en la ciudad ni en el campo la contrataría como trabajadora. Además no tenía dónde vivir y los trabajos no especializados rara vez ofrecían también vivienda. En definitiva, no tenía identidad.

Tom sintió lastima por ella. Había dado a su hijo cuanto podía.

Pero no era bastante. Pero no veía solución a su dilema. Pese a ser una mujer hermosa, con recursos y realmente formidable, estaba condenada a pasar el resto de su vida escondiéndose en el bosque con su extraño hijo.

Finalmente volvieron Agnes, Martha y Alfred. Tom miró ansioso a la niña, pero pareció como si lo peor que le hubiera podido pasar fuera que le hubieran lavado a conciencia la cara. Durante un rato Tom se había sentido absorto por los problemas de Ellen, pero en aquel momento se enfrentó de nuevo con su propia situación. Estaba sin trabajo y les habían robado el cerdo. Empezaba a anochecer.

—¿Adónde os dirigís? —preguntó Ellen.

—A Winchester —dijo Tom. Winchester tenía un castillo, un palacio, varios monasterios y, lo más importante de todo, una catedral.

—Salisbury está muy cerca —dijo Ellen—. Y la última vez que estuve allí estaban reconstruyendo la catedral, haciéndola más grande.

A Tom empezó a latirle con fuerza el corazón. Aquello era lo que estaba buscando. Si pudiera encontrar trabajo en el proyecto de construcción de una catedral se creía con capacidad suficiente para llegar a ser maestro constructor.

—¿Por dónde se va a Salisbury? —preguntó ansioso.

—Tendrías que retroceder tres o cuatro millas por el camino que habéis venido. ¿Recuerdas una encrucijada cuando cogisteis por la izquierda?

—Sí, junto a una charca de agua estancada.

—Eso es. El camino de la derecha lleva a Salisbury.

Se despidieron. A Agnes no le gustó Ellen, pese a lo cual le dijo con amabilidad:

—Gracias por ayudarme a cuidar de Martha.

Ellen sonrió y permaneció pensativa cuando se alejaron.

Después de caminar unos minutos, Tom volvió la cabeza. Ellen seguía allí, observándoles, de pie en el camino, con las piernas separadas, protegiéndose los ojos con la mano. Junto a ella se encontraba aquel peculiar muchacho. Tom saludó con la mano y ella devolvió el saludo.

—Una mujer interesante —le dijo Tom a Agnes.

Agnes no respondió palabra.

—Ese chico es extraño —dijo Alfred.

Caminaron bajo el sol otoñal que se estaba poniendo. Tom se preguntaba cómo sería Salisbury. Nunca había estado allí. Claro que su sueño era el de construir una catedral nueva desde sus cimientos pero eso casi nunca ocurría. Era mucho más corriente encontrarse con una vieja construcción que estaba siendo mejorada, ampliada o reedificada en parte. Pero a él le bastaría con eso siempre que ofreciera la perspectiva de construir, finalmente, de acuerdo con sus propios dibujos.

—¿Por qué me golpeó ese hombre? —preguntó Martha.

—Porque quería robarnos el cerdo —le contestó Agnes.

—Debería tener su propio cerdo —dijo indignada Martha, como si sólo entonces se diera cuenta de que el proscrito había hecho algo. El problema de Ellen estaría resuelto si supiera algún oficio, meditaba Tom. Un albañil, un carpintero, un tejedor o un curtidor jamás se hubiera encontrado en la situación de ella. Él siempre podía ir a una ciudad y buscar trabajo. Había algunas mujeres artesanas, pero en general eran esposas o viudas de artesanos.

—Lo que esa mujer necesita es un marido —dijo Tom en voz alta.

—Tal vez, pero no el mío —dijo Agnes con tono resuelto.

3

El día que perdieron el cerdo fue también el último del buen tiempo. Aquella noche la pasaron en un granero, y al salir por la mañana el cielo estaba plomizo y soplaba un viento frío con rachas de fuerte lluvia. Desenrollaron sus abrigos de tejido grueso y felpudo y se los pusieron, abrochándoselos bien debajo de la barbilla y cubriéndose lo más posible la cara con la capucha, para protegerse de la lluvia.

Se pusieron en marcha con desgana; cuatro lamentables fantasmas bajo un aguacero inexorable, chapoteando con sus zuecos de madera por el embarrado camino lleno de charcos.

Tom se hacía cábalas de cómo sería la catedral de Salisbury. En principio una catedral era una iglesia como otra cualquiera. Era simplemente la iglesia en la que el obispo tenía su trono. Pero en realidad las iglesias catedrales eran las más grandes, las más ricas, la más espléndidas y las más primorosas. Una catedral rara vez era nada más que un túnel con ventanas. La mayoría consistían en tres túneles, uno alto flanqueado por otros dos más pequeños, delineando la forma de una cabeza con sus dos hombros. Todo el conjunto formaba una nave con dos laterales. Los muros laterales del túnel central se reducían a dos hileras de pilares enlazados entre sí por arcos formando una arcada. Las naves laterales se utilizaban para procesiones, que podían llegar a ser espectaculares en una iglesia catedral. En ocasiones su espacio se dedicaba también a pequeñas capillas laterales dedicadas a determinados santos, que atraían importantes donaciones extraordinarias. Las catedrales eran las construcciones más costosas del mundo, mucho más que palacios y castillos, y habían de hacerse merecedoras de su mantenimiento.

Salisbury estaba más cerca de lo que Tom había pensado. A media mañana terminaron su ascensión y se encontraron con que el camino descendía suavemente, delante de ellos, formando una larga curva. Y a través de los campos azotados por la lluvia, sobre la lisa llanura, semejante a una embarcación en medio de un lago, vieron la ciudad fortificada de Salisbury erguida sobre una colina. Los detalles aparecían velados debido a la lluvia, pero Tom pudo distinguir varias torres, cuatro o cinco, elevándose muy por encima de los muros de la ciudad. A la vista de tanto trabajo en piedra sintió que se le levantaba el ánimo.

Un viento glacial barrió la llanura, dejándoles la cara y las manos heladas, mientras avanzaban por el camino en dirección a la puerta este. Al pie de la colina convergían cuatro caminos entre un enjambre de casas que se prolongaban desde la ciudad, y allí se unieron a ellos otros viajeros que caminaban con la cabeza baja y los hombros encorvados, luchando contra los elementos y en busca del refugio que ofrecían los muros.

En la ladera que conducía hasta la puerta se encontraron una carreta tirada por una yunta de bueyes y cargada de piedra, circunstancia en extremo alentadora para Tom. El carretero se encontraba inclinado sobre la parte posterior del tosco vehículo de madera, empujando con el hombro e intentando ayudar con su fuerza a los dos bueyes que a duras penas movían la carreta.

Tom vio la oportunidad de hacerse con un amigo. Hizo una seña a Alfred y ambos arrimaron el hombro a la parte trasera de la carreta, ayudando en el esfuerzo.

Las inmensas ruedas de madera retumbaron sobre un puente de troncos que cruzaba un enorme foso seco. Los terraplenes eran formidables. Tom pensó que para cavar aquel foso y hacer subir la tierra a fin de formar la muralla de la ciudad, hubieron de trabajar centenares de hombres, un trabajo mucho mayor incluso que para excavar los cimientos de la catedral. El puente por el que cruzaba la carreta crujía y traqueteaba bajo su peso y el de los dos vigorosos animales que tiraban de ella.

La ladera se niveló y la carreta se movió con una mayor facilidad cuando ya se acercaron a la puerta. El carretero se enderezó y Tom y Alfred le imitaron.

—Os lo agradezco de corazón —dijo el carretero.

—¿Para qué es esta piedra? —le preguntó Tom.

—Para la nueva catedral.

—¿Para la nueva catedral? Oí decir que solo iban a agrandar la vieja.

El carretero asintió.

—Eso era lo que decían hace diez años. Pero ahora hay más nueva que vieja.

Seguían las buenas noticias.

—¿Quién es el maestro constructor?

—John de Shaftesbury, aunque el obispo Roger tiene mucho que ver con los diseños.

Era normal. Los obispos muy raramente dejaban a los constructores que hicieran solos el trabajo. Con frecuencia uno de los problemas del maestro constructor era tener que calmar la enfebrecida imaginación de los clérigos y establecer unos límites prácticos a su desbordada fantasía. Pero el que contrataba a los hombres debía ser John de Shaftesbury.

—¿Albañil? —pregunto el carretero, indicando con la cabeza la bolsa de herramientas de Tom.

—Sí. Y en busca de trabajo.

—Es posible que lo encuentres —le dijo el carretero, sin ir más allá—. Si no en la catedral, quizás en el castillo.

—¿Quién gobierna el castillo?

—Roger es a la vez obispo y alcalde.

Claro, se dijo Tom. Había oído hablar del poderoso Roger de Salisbury, que desde tiempos inmemoriales había estado muy próximo al rey.

Atravesaron la puerta y se encontraron dentro de la ciudad. La plaza estaba abarrotada de edificios hasta el punto de que tanto la gente como los animales parecían estar en peligro de desbordar su muralla circular y desplomarse todos en el foso. Las casas de madera estaban apretadas unas contra otras, empujándose entre sí como los espectadores de un ahorcamiento. Hasta la más mínima porción de tierra estaba ocupada. Allí donde se habían construido dos casas separadas por un callejón, alguien había introducido en este una media morada, sin ventanas, ya que la puerta ocupaba casi todo el frente; allí donde el espacio era demasiado pequeño incluso para la más angosta de las casas, en ese hueco habían instalado un puesto para la venta de cerveza, pan o manzanas. Y si ni siquiera había sitio para esto, entonces había un establo, una cochinera, un estercolero o un depósito de agua.

Y también era ruidosa. La lluvia no amortiguaba demasiado el clamor que se elevaba de los talleres de los artesanos; vendedores ambulantes voceando sus mercancías, gente que se saludaba, regateaba o discutía. Había además animales que relinchaban, ladraban o peleaban.

—¿Por qué huele tan mal? —preguntó Martha levantando la voz para hacerse oír por encima del ruido.

Tom sonrió. Hacía un par de años que Martha no había estado en la ciudad.

—Es el olor de la gente —le dijo.

La calle era poco más ancha que la carreta y su yunta de bueyes, pero el carretero no dejó pararse a sus animales, por temor a que no volvieran a ponerse en marcha. Les azuzó con el látigo, haciendo caso omiso de todo obstáculo, y los animales prosiguieron en su ciego avance a través del gentío, apartando por la fuerza, de manera indiscriminada a un caballero montado en caballo de batalla, a un guardabosque con su arco, a un monje gordo a lomos de un pony, a hombres de armas y mendigos, amas de casa y prostitutas. El carro se encontró detrás de un pastor viejo que se esforzaba por mantener unido su pequeño rebaño. Tom pensó que debía ser día de mercado.

Al paso de la carreta, una de las ovejas se lanzó por la puerta abierta de una cervecería y al instante todo el rebaño invadió el local, balando asustadas y derribando a su paso mesas, taburetes y jarras de cerveza.

La tierra bajo sus pies era un auténtico lodazal lleno de porquerías. Tom sabía calibrar bien la lluvia que podía caer sobre un tejado y el ancho del canalón capaz de aliviarlo. Y pudo darse cuenta de que toda la lluvia que caía sobre los tejados de aquella parte de la ciudad, acababa vertiéndose en esa misma calle. Se dijo que, con una fuerte tormenta, se necesitaría una embarcación para atravesarla.

La calle iba ensanchándose a medida que se acercaban al castillo que se alzaba en la cima de la colina. Allí ya había casas de piedra, una o dos de ellas necesitadas de pequeñas reparaciones. Pertenecían a artesanos y mercaderes que tenían sus tiendas y almacenes en la planta baja y arriba la vivienda. Tom pudo darse cuenta, mientras observaba con mirada conocedora cuanto se exponía a la venta, que se trataba de una ciudad próspera. Todo el mundo necesitaba cuchillos y cacerolas, pero tan sólo la gente acaudalada compraba chales bordados, cinturones con adornos y broches de plata.

Frente al castillo, el carretero dirigió los bueyes hacia la derecha y Tom y su familia lo siguieron. La calle formaba un cuarto de círculo, bordeando las murallas del castillo. Cuando hubieron atravesado otra puerta dejaron atrás el tumulto de la ciudad, con igual rapidez con la que se habían sumergido en él, y entraron en un tipo diferente de turbulencia: la de la diversidad febril, aunque ordenada, de un importante emplazamiento de construcción.

Se encontraban en el interior del recinto amurallado de la catedral que ocupaba toda la cuarta parte del círculo noroeste de la ciudad circular. Tom se detuvo un instante, tratando de absorberlo todo, sólo con verlo, escucharlo y olerlo; se sentía ilusionado como ante un día soleado. Mientras seguían al carro cargado de piedra, pudieron ver otros dos que se alejaban vacíos. En alpendes a lo largo de los muros de la iglesia, podía verse a albañiles esculpiendo los bloques de piedra con cinceles de hierro y martillos de madera, dándoles las formas que una vez unidas formarían plintos, columnas, capiteles, fustes, contrafuertes, arcos, ventanas, remates, antepechos y parapetos. En el centro del recinto, muy alejado de otros edificios, se encontraba la herrería; a través de la puerta abierta se veían los destellos del fuego. Y por todo el recinto resonaba el vigoroso tintineo del martillo sobre el yunque mientras el herrero hacía herramientas nuevas para sustituir a las que ya se estaban desgastando en manos de los albañiles. Para mucha gente aquella sería una escena caótica, pero lo que Tom vio era un inmenso y complejo mecanismo que sentía comezón de controlar. Vio lo que cada hombre estaba haciendo y pudo darse cuenta de inmediato hasta qué punto habían avanzado los trabajos. Estaban construyendo la fachada de la parte este.

Había una serie de andamios en el extremo oriental a una altura de veinticinco o treinta pies. Los albañiles se habían refugiado en el pórtico, esperando que amainara la lluvia, pero sus peones subían y bajaban corriendo las escaleras con piedras sobre los hombros. Más arriba todavía, en la estructura de madera del tejado, se encontraban los fontaneros, semejantes a arañas deslizándose por una telaraña gigante de madera, clavando chapas de plomo en las riostras e instalando los tubos y canalones de desagüe.

Tom comprendió pesaroso que el edificio estaba prácticamente terminado. Si llegaran a contratarle, el trabajo no duraría más de un par de años, apenas el tiempo suficiente para alcanzar la posición de maestro albañil, y ni que decir tiene que de maestro constructor. No obstante, si llegaran a ofrecerle trabajo lo aceptaría teniendo en cuenta que el invierno se les venía encima. Él y su familia hubieran podido sobrevivir todo un invierno sin trabajo de haber tenido cerdo, pero sin él Tom tenía que encontrar trabajo.

Siguieron a la carreta a través del recinto hasta donde estaban amontonadas las piedras. Los bueyes hundieron agradecidos sus cabezas en el abrevadero.

—¿Dónde está el maestro constructor? —preguntó el carretero al albañil que pasaba junto a ellos.

—En el castillo —le contestó él.

—Supongo que lo encontrarás en el palacio del obispo —dijo el carretero volviéndose hacia Tom, después de agradecer con un movimiento de cabeza la información.

—Gracias.

—Gracias a ti.

Tom salió del recinto seguido de Agnes y los niños. Volvieron sobre sus pasos a través de las angostas calles atestadas de gente hasta llegar frente al castillo. Había otro foso seco y una segunda e inmensa muralla de tierra rodeando la fortaleza central. Atravesaron el puente levadizo. A un lado de la puerta había una garita y sentado en el taburete un hombre fornido con túnica de piel miraba caer la lluvia.

Iba armado.

—Buenos días. Me llamo Tom Builder. Necesito ver al maestro constructor, John de Shaftesbury —dijo Tom dirigiéndose a él.

—Está con el obispo —dijo con indiferencia el centinela.

Pasaron al interior. Al igual que la mayoría de los castillos, era una colección de construcciones diversas rodeadas todas ellas por un muro de tierra. El patio tendría unas cien yardas de parte a parte.

Frente a la puerta y en el extremo más alejado se alzaba un macizo torreón, el último reducto en caso de ataque, elevándose por encima de las murallas para que sirviera de atalaya. A su izquierda podían ver un montón de edificaciones bajas, en su mayoría de madera: un establo largo, una cocina, una panadería y diversos almacenes. En el centro había un pozo. A la derecha, ocupando la mayor parte de la mitad septentrional del recinto, había una gran casa de piedra, a todas luces el palacio. Estaba construido en el mismo estilo que la catedral nueva, con las puertas y ventanas pequeñas y la parte superior curvada. Tenía dos plantas. De hecho era nueva; los albañiles aún estaban trabajando en una de sus esquinas, al parecer construyendo una torre. Pese a la lluvia había mucha gente en el patio, saliendo y entrando, o pasando presurosos, bajo la lluvia, de un edificio a otro: hombres de armas, sacerdotes, mercaderes, trabajadores de la construcción y servidores de palacio.

Tom pudo observar varias puertas en el palacio, todas abiertas a pesar de la lluvia. No estaba del todo seguro sobre lo que debería hacer. Si el maestro constructor estaba con el obispo quizás no debiera interrumpirles. Por otra parte un obispo no era un rey, y Tom era un hombre libre y un albañil con un asunto perfectamente legal y no un siervo plañidero con una queja. Se decidió por la audacia. Dejando a Agnes y a Martha, atravesó con Alfred el embarrado patio hasta llegar al palacio, entrando por la puerta más próxima.

Se encontraron en una pequeña capilla de techo abovedado y una ventana en el extremo más alejado, sobre el altar. Cerca de la puerta estaba sentado un sacerdote ante un escritorio alto, escribiendo rápidamente sobre vitela. Alzó la vista.

—¿Dónde está maestro John? —preguntó Tom rápidamente.

—En la sacristía —repuso el sacerdote, indicando con la cabeza una puerta en la pared.

Tom no preguntó si podía ver al maestro. Pensó que si se comportaba como si le estuvieran esperando era probable que perdiera menos tiempo. Atravesó la pequeña capilla con un par de zancadas y entró en la sacristía.

Se trataba de una cámara pequeña y cuadrada iluminada por infinidad de velas. La mayor parte del suelo estaba ocupado por un arenal poco profundo. Habían alisado perfectamente la finísima arena con una regla. En la habitación había dos hombres. Ambos dirigieron una rápida mirada a Tom, volviendo luego de nuevo su atención a la arena. El obispo, un arrugado anciano de ojos negros y brillantes, dibujaba sobre la arena con un agudo puntero. El maestro constructor, con delantal de cuero, le observaba en actitud paciente y expresión escéptica.

Tom esperó con preocupado silencio. Tenía que causar una buena impresión. Mostrarse cortés aunque no servil y hacer gala de conocimientos sin ser pedante. Un maestro artesano quería que sus subordinados fueran tan obedientes como hábiles. Tom lo sabía por su propia experiencia como contratista.

El obispo Roger estaba diseñando un edificio de dos plantas con grandes ventanas en tres lados. Era buen dibujante, trazando líneas muy rectas y ángulos rectos perfectos, dibujó un plano y una lateral del edificio. Tom pudo darse cuenta de que jamás sería construido.

—Ahí está —dijo el obispo cuando hubo terminado.

—¿Qué es? —dijo John volviéndose hacia Tom.

Este simuló creer que le preguntaba su opinión sobre el dibujo.

—No puede haber ventanas tan grandes en una planta —dijo.

El obispo le miró irritado.

—No es una planta baja, es una sala escritorio.

—Es igual. De todas formas se desplomará.

—Tiene razón —dijo John.

—Pero es que han de tener luz para escribir.

John se encogió de hombros.

—¿Quién eres tú? —preguntó volviéndose hacia Tom.

—Me llamo Tom y soy albañil.

—Lo supuse. ¿Qué te trae por aquí?

—Estoy buscando trabajo. —Tom contuvo el aliento.

John sacudió la cabeza con ademán negativo.

—No puedo contratarte.

Todas las esperanzas de Tom se vinieron abajo. Hubiera que dar media vuelta e irse, pero esperó cortésmente a oír los motivos.

—Hace ya diez años que estamos construyendo aquí —siguió diciendo John—. La mayoría de los albañiles tienen casa en la ciudad. Estamos terminando y ahora tengo más albañiles aquí de los que en realidad necesito.

—¿Y el palacio? —preguntó Tom aún sabiendo que sería inútil.

—Estamos en las mismas —dijo John—. Precisamente estoy utilizando en él mi excedente de hombres. De no ser por él y por los castillos del obispo Roger, estaría ya prescindiendo de albañiles.

Tom hizo un ademán de asentimiento.

—¿Sabe si hay trabajo en alguna parte? —dijo con voz natural, intentando disimular su desesperación.

—A principios de año estaban construyendo en el monasterio de Shaftesbury. Tal vez aún sigan. Está a una jornada de distancia.

—Gracias —dijo Tom dando media vuelta para marchar.

—Lo siento —dijo John detrás de él—. Pareces un buen hombre.

Tom siguió caminando sin contestar. Se sentía defraudado. Había concebido esperanzas demasiado pronto. No tenía nada de extraño el que le hubieran rechazado. Pero se había sentido sumamente eufórico ante la perspectiva de volver a trabajar en una catedral. Ahora tendría que trabajar en la aburrida muralla de una ciudad o en la detestable casa de un orfebre.

Se cuadró de hombros mientras regresaba, atravesando el patio del castillo hasta donde le esperaban Agnes y Martha. Tom jamás le expresaba su decepción. Siempre intentaba dar la impresión de que todo marchaba bien, de que dominaba la situación y que poco importaba si allí no había trabajo, porque con toda seguridad habría algo en la próxima ciudad, o en la siguiente. Sabía que si mostraba la más leve muestra de inquietud, Agnes le apremiaría a que buscara un trabajo fijo para instalarse definitivamente y él no quería eso, a menos que pudiera hacerlo en una ciudad donde hubiera que construir una catedral.

—Aquí no hay nada para mí —dijo a Agnes—. Pongámonos en marcha.

Agnes pareció alicaída.

—Se diría que con una catedral y un palacio en construcción habría puesto para otro albañil.

—Las dos construcciones están casi acabadas —le explicó Tom—. Tienen más hombres de los que necesitan.

La familia atravesó de nuevo el puente levadizo, sumergiéndose una vez más en las atestadas calles de la ciudad. Había entrado en Salisbury por la puerta del Este y saldrían por la del Oeste porque ese era el camino hacia Shaftesbury. Tom torció a la derecha, guiándoles por la parte de la ciudad que todavía no habían visto.

Se detuvo ante una casa de piedra en estado calamitoso, que estaba pidiendo a gritos reparaciones a fondo. Era evidente que habían utilizado una argamasa muy floja, que estaba desprendiéndose y cayendo. El hielo se había introducido en los agujeros, resquebrajando algunas piedras. De seguir en aquellas condiciones durante otro invierno, los daños aún serían peores. Tom decidió hablar de ello con el propietario.

La entrada a la planta baja era un arco amplio. La puerta de madera estaba abierta y en la entrada se encontraba sentado un artesano con un martillo en la mano derecha y una lezna, una pequeña herramienta metálica de punta afilada, en la izquierda. Estaba labrando un complejo dibujo sobre una silla de montar de madera colocada sobre el banco, delante de él. Tom pudo ver al fondo provisiones de madera y cuero y a un muchacho barriendo la viruta de madera.

—Buenos días, maestro guarnicionero —dijo Tom.

El guarnicionero levantó la mirada, juzgó a Tom como el tipo de hombre que se haría su propia silla de montar en caso de necesitar alguna e hizo un saludo breve con la cabeza.

—Soy constructor —siguió diciendo Tom—, y he visto que necesitáis de mis servicios.

—¿Por qué?

—Tu argamasa se está cayendo, tus piedras se están rajando y es posible que tu casa no dure otro invierno.

El guarnicionero sacudió la cabeza.

—Esta ciudad está llena de albañiles. ¿Por qué habría de emplear un forastero?

—Bueno —dijo Tom dando media vuelta—. Que Dios sea contigo.

—Así lo espero —dijo el guarnicionero.

—Un tipo con muy malos modos —farfulló Agnes a Tom mientras se alejaban.

Aquella calle les condujo hasta un mercado instalado en la plaza. Allí, en un mar de barro de medio acre, los campesinos de alrededores intercambiaban lo poco que podía haberles sobrado de carne o grano, leche o huevos, por aquellas otras cosas que necesitaban y que ellos mismos no podían hacer: ollas, rejas de arado, cuerdas y sal. Por lo general, los mercados eran de un gran colorido y más bien ruidosos. Se regateaba mucho en tono cordial, existía una rivalidad simulada entre los propietarios de los puestos contiguos, bollos baratos para los niños, en ocasiones un juglar o un grupo de titiriteros, muchas prostitutas pintarrajeadas y quizás un soldado lisiado contando historias de desiertos orientales y hordas sarracenas enloquecidas. Quienes habían hecho un buen trato caían con frecuencia en tentación de celebrarlo y se gastaban sus beneficios en buena cerveza de tal manera que, hacia mediodía, el ambiente estaba muy caldeado. Otros perdían el dinero a los dados y siempre acababan en pendencias. Sin embargo, en la mañana de aquel día lluvioso, con cosecha del año vendida o almacenada, el mercado estaba tranquilo. Los campesinos empapados por la lluvia y taciturnos hacían tratos con dueños de puestos muertos de frío, deseando todo el mundo estar de nuevo en casa junto a un buen fuego.

La familia de Tom iba abriéndose paso a través del gentío, haciendo caso omiso de los ofrecimientos que con escaso entusiasmo hacían el salchichero y el afilador.

Casi habían llegado al otro extremo de la plaza del mercado cuando Tom vio a su cerdo.

Al principio se quedó tan sorprendido que no daba crédito a ojos.

—Tom, mira —le siseó Agnes y entonces se dio cuenta de que ella también lo había visto.

No cabía la menor duda. Conocía a aquel cerdo tan bien como a Alfred o a Martha. Lo llevaba sujeto con mano experta un hombre con la tez arrebatada y la inmensa circunferencia de quien come toda la carne que necesita y luego repite. Sin duda alguna un carnicero.

Tanto Tom como Agnes se pararon en seco y se quedaron mirándole.

Como le impedían el paso, el hombre no pudo evitar darse cuenta de su presencia.

—¿Qué pasa? —preguntó desconcertado por sus miradas e impaciente por seguir adelante.

Fue Martha quien rompió el silencio.

—¡Ese cerdo es nuestro! —exclamó excitada.

—Así es —rubricó Tom mirando de frente al carnicero.

Por un instante la expresión del hombre se hizo furtiva y Tom comprendió que sabía que el cerdo era robado.

—Acabo de pagar cincuenta peniques por él y eso lo convierte en mi cerdo —dijo pese a todo.

—Nadie a quien hayas dado tu dinero era el propietario así que no podía venderlo. Sin duda ese ha sido el motivo de que te lo dejara tan barato ¿A quién se lo compraste?

—A un campesino.

—¿A uno que conoces?

—No. Pero escúchame. Soy el carnicero de la guarnición. No puedo ir pidiendo a todos los granjeros que me venden un cerdo o una vaca que me presenten a doce hombres que juren que el animal es suyo y que puede venderlo.

El hombre se apartó para seguir su camino, pero Tom le detuvo cogiéndole del brazo. Por un instante el hombre pareció enfadarse pero luego se dio cuenta de que si se enzarzaba en una riña tal vez tuviera que soltar al cerdo y que si alguno de la familia de Tom lograba cogerlo se encontraría en desventaja y sería entonces él quien había de demostrar la propiedad.

—Si quieres hacer una acusación ve al sheriff —dijo conteniéndose.

Tom desechó la idea. No tenía prueba alguna.

—¿Qué aspecto tenía el hombre que te vendió mi cerdo? —preguntó en su lugar.

El carnicero puso una expresión taimada.

—El de cualquiera —dijo.

—¿Mantenía la boca oculta?

—Sí, ahora que lo pienso.

—Era un proscrito disimulando una mutilación —dijo Tom con amargura—. Supongo que no pensaste en eso.

—¡Está lloviendo a cántaros! —protestó el carnicero— ¡Todo el mundo se está poniendo a cubierto!

—Sólo quiero que me digas cuánto hace que os separasteis.

—Ahora mismo.

—¿Y adónde se dirigía?

—Supongo que a una cervecería.

—Para gastarse mi dinero —dijo Tom irritado—. Bueno, vete. Es posible que algún día te roben a ti y entonces desearás que no haya tanta gente dispuesta a comprar gangas sin hacer antes preguntas.

El carnicero parecía enfadado y vaciló como si quisiera darle réplica. Pero se lo pensó mejor y se marchó.

—¿Por qué le has dejado que se fuera? —preguntó Agnes.

—Porque a él le conocen aquí y a mí no —replicó Tom—. Si pelease con él, el culpable sería yo. Y como el cerdo no lleva mi nombre escrito en el culo, ¿quién puede decir si es mío o no?

—Pero todos nuestros ahorros.

—A lo mejor aún podemos hacernos con el dinero del cerdo —dijo Tom—. Cálmate y déjame pensar. —La disputa con el carnicero le había puesto de mal humor y desahogaba su frustración con Agnes—. En alguna parte de esta ciudad hay un hombre sin labios y con cincuenta peniques de plata en su bolsillo. Todo cuanto hemos de hacer es encontrarle y quitarle el dinero.

—Claro —afirmó Agnes resuelta.

—Tú vuelve por el camino que hemos venido. Llégate hasta el recinto de la catedral. Yo me pondré en marcha y llegaré a la catedral desde la otra dirección. Entonces volveremos por la calle siguiendo así con todas. Si no está en las calles estará en alguna cervecería. Cuando lo veas quédate cerca de él y envía a Martha para avisar. Alfred vendrá conmigo. Haz lo posible para que él no te descubra.

—No te preocupes —dijo Agnes implacable—. Necesito ese dinero para dar de comer a mis hijos.

—Eres una leona, Agnes —dijo Tom poniéndole la mano en el brazo y sonriéndole.

Ella se le quedó mirando a los ojos un instante y de pronto se puso de puntillas y le besó en la boca, brevemente aunque con intensidad. Luego dio media vuelta y desandó el camino a través de la plaza del mercado con Martha a la zaga. Tom la observó mientras se perdía de vista sintiéndose preocupado por ella pese a su valor. Luego, acompañado de Alfred, tomó la dirección contraria.

El ladrón creería que estaba completamente a salvo. Claro, cuando robó el cerdo Tom se dirigía a Winchester. El ladrón se ha ido en dirección opuesta para vender el cerdo en Salisbury. Entonces aquella mujer proscrita, Ellen, había dicho a Tom que estaban reconstruyendo la catedral de Salisbury, por lo que él había cambiado de planes, tropezando sin pensarlo con el ladrón. Sin duda el hombre pensaba que nunca volvería a ver a Tom, lo que le daba a este la oportunidad de cogerle por sorpresa.

Tom caminaba lentamente por la embarrada calle, intentando aparentar indiferencia al mirar a través de las puertas abiertas. Quería seguir pasando inadvertido, porque el episodio podía terminar de forma violenta y no quería que la gente recordara a un albañil alto escudriñando por la ciudad. La mayoría de las casas eran chamizos corrientes de madera, barro y barda, con el suelo recubierto de paja, una chimenea en el centro y algunos muebles de confección casera.

Un barril y algunos bancos la convertían en cervecería. Una cama en el rincón con una cortina para aislarla anunciaba que había prostituta. Y un ruidoso gentío alrededor de una sola mesa significaba una partida de dados.

Una mujer con los labios manchados de rojo le mostró los pechos y Tom, sacudiendo la cabeza, pasó presuroso de largo. En su fuero interno le intrigaba la idea de hacerlo con una extraña, en pleno día y pagando, pero en toda su vida jamás lo había intentado.

Pensó de nuevo en Ellen, la mujer proscrita; también algo en ella le intrigaba. Tenía un poderoso atractivo, pero aquellos ojos hundidos e intensos le intimidaban. La invitación de la prostituta le había resultado algo molesta durante unos momentos, pero aún no se había disipado el hechizo de Ellen, y sintió un repentino y loco deseo de volver corriendo al bosque, para buscarla y caer sobre ella.

Llegó hasta el recinto de la catedral sin encontrar al proscrito. Miró a los fontaneros clavando las chapas de plomo en el tejado triangular de madera sobre la nave. Todavía no habían empezado a cubrir los tejados inclinados de las naves laterales de la iglesia y aún era posible ver los medios arcos de apoyo que conectaban el borde exterior del pasillo con el muro principal de la nave, apuntalando la mitad superior de la iglesia. Se los mostró a Alfred.

—Sin esos apoyos, el muro de la nave se curvaría hacia fuera y se doblaría a causa del peso de las bóvedas de piedra en el interior —le explicó—. ¿Ves cómo los medios arcos se alinean con los contrafuertes en el muro de la nave? También se alinean con los pilares del arco de la nave en el interior. Y las ventanas de la nave lateral se alinean con los arcos de la arcada. Los fuertes se alinean con los fuertes y los débiles con los débiles.

Alfred parecía confundido y molesto. Tom suspiró. Vio a Agnes aparecer por el lado opuesto y sus pensamientos se centraron de nuevo en el problema inmediato. La capucha de Agnes le ocultaba el rostro, pero Tom la reconoció por su paso decidido y seguro. Campesinos de hombros anchos se apartaban para dejarla pasar. Si llegara a darse de manos a boca con el proscrito y hubiera pelea, las fuerzas estarían muy igualadas, se dijo implacable.

—¿Le has visto? —le preguntó Agnes.

—No. Y es evidente que tú tampoco. —Tom esperaba que el ladrón no hubiera abandonado todavía la ciudad. Estaba convencido de que no se iría sin gastarse algunos peniques. El dinero de nada le servía en el bosque.

Agnes estaba pensando lo mismo.

—Está aquí, en alguna parte. Sigamos buscando.

—Volveremos por otras calles y nos encontraremos otra vez en la plaza del mercado.

Tom y Alfred volvieron sobre sus pasos a través del recinto y salieron por el pórtico. La lluvia ya les estaba empapando las capas.

Tom pensó por un momento en una jarra de cerveza y un bol de carne de buey junto al fuego de una cervecería. Luego recordó lo mucho que había trabajado para comprar el cerdo y vio de nuevo al hombre sin labios descargar su palo sobre la cabeza inocente de Martha. Su fuga le hizo entrar en calor.

Resultaba difícil buscar de manera sistemática, ya que el desorden imperaba en el trazado de las calles. Se extendían de aquí para allá siguiendo los lugares en los que la gente había construido casas. Había infinidad de esquinas y de callejones sin salida. La única calle recta era la que iba desde la puerta del este hasta el puente levadizo del castillo. Había empezado ya a buscar por los alrededores, acercándose en zigzag a la muralla de la ciudad y de nuevo al interior.

Aquellos eran los barrios más pobres, con la mayoría de las casas en ruinas, las cervecerías más ruinosas y las prostitutas más viejas. El linde de la ciudad descendía desde el centro de tal manera que los desechos de los barrios más opulentos eran desalojados calle abajo para instalarse al pie de las murallas. Algo semejante parecía ocurrir con la gente ya que en aquel barrio había más lisiados y mendigos y niños hambrientos, mujeres con señales de golpes y borrachos impenitentes.

Sin embargo al hombre sin labios no se le veía por ninguna parte.

Por dos veces, Tom avistó a un hombre de constitución y aspecto semejantes, pero al mirarle más de cerca pudo ver que el rostro del hombre era normal.

Terminó su búsqueda en la plaza del mercado. Allí encontró a Agnes que le esperaba impaciente con el cuerpo tenso y los ojos brillantes.

—¡Lo he encontrado! —exclamó.

Tom se sintió presa de excitación aunque también aprensivo.

—¿Dónde?

—Entró en una pollería de allá abajo, junto a la puerta del Este.

—Llévame hasta allí.

Dieron la vuelta al castillo hasta el puente levadizo, bajaron por la calle recta hasta la puerta del Este y luego entraron en un laberinto de callejas debajo de las murallas. Al cabo de un momento Tom vio la pollería. Ni siquiera era una casa. Tan sólo un tejado inclinado sustentado por cuatro pilastras, adosado a la muralla de la ciudad, con un gran fuego en la parte trasera en el que se asaba un cordero ensartado en un espetón y borboteaba un caldero. Era casi mediodía y aquel pequeño lugar estaba lleno de gente, hombres en su mayoría. El olor de la carne activó los jugos gástricos de Tom. Escudriñó entre la gente, temeroso de que el proscrito se hubiera ido durante el tiempo que habían necesitado para llegar allí. Divisó de inmediato al hombre, sentado en un taburete, algo apartado de la gente, comiendo con una cuchara el estofado de un bol, sujetándose la bufanda delante de la cara para ocultar la boca.

Tom se volvió rápido para que el hombre no le viera. Tenía que pensar en cómo actuar. Estaba lo bastante furioso como para derribar de un golpe al proscrito y quitarle su bolsa. Pero la gente no le dejaría irse. Tendría que dar explicaciones, no sólo a quienes presenciaran lo ocurrido sino también al sheriff. Tom estaba en su perfecto derecho y el hecho de que el ladrón fuera un proscrito significaba que nadie respondería por su honradez, en tanto que Tom era sin la menor duda un hombre respetable y un albañil. Pero para dejar en claro todo aquello se necesitaría tiempo, posiblemente semanas si resultaba que el sheriff se encontraba fuera, en alguna otra parte del Condado.

Y era posible que tuviera que responder a una acusación de interrumpir la paz del rey en el caso de que se produjera una refriega.

No, sería más prudente sorprender al ladrón cuando estuviera solo.

El hombre no podía pasar la noche en la ciudad, ya que no tenía vivienda en ella y no podía alojarse en parte alguna al no poder acreditar su respetabilidad. Por lo tanto tendría que irse antes de que se cerraran las puertas de la ciudad al anochecer.

Y sólo había dos puertas.

—Probablemente se irá por el mismo camino que ha llegado —dijo Tom a Agnes—. Esperaré afuera de la puerta del Este. Deja que Alfred vigile la del Oeste. Tú quédate en la ciudad y observa lo que hace el ladrón. Lleva contigo a Martha pero no dejes que él la vea. Si necesitas enviarnos un mensaje a mí o a Alfred hazlo a través de Martha.

—De acuerdo —dijo Agnes lacónica.

—¿Y qué he de hacer si viene por mi lado? —preguntó Alfred.

Parecía excitado.

—Nada. —El tono de Tom era tajante—. Observa el camino que toma y luego espera. Martha vendrá a avisarme y los dos nos ocuparemos de él. —Alfred parecía decepcionado y Tom le dijo—: Haz lo que te digo. No quiero perder a mi hijo como he perdido a mi cerdo.

Alfred asintió reacio.

—Separémonos antes de que nos vea juntos conspirando. Vamos.

Tom se apartó rápidamente de ellos, sin mirar atrás. Confiaba en que Agnes seguiría al pie de la letra el plan. Se dirigió presuroso hacia la puerta del Este saliendo en la ciudad, atravesando el desvencijado puente de madera en el que aquella misma mañana había empujado su carreta con la yunta de bueyes. Delante de él tenía el camino a Winchester, todo recto, como una larga alfombra que fuera desenrollándose a través de colinas y valles. A su izquierda, el Portway, el río por el que Tom y seguramente también el ladrón había ido a Salisbury, daba vuelta a una colina y desaparecía. Tenía la certeza de que el ladrón tomaría el camino de Portway.

Tom bajó la colina y atravesó el enjambre de casas en la encrucijada volviéndose luego en dirección al Portway. Tenía que ocultarse.

Siguió andando a lo largo del camino en busca del escondrijo adecuado. Recorrió doscientas yardas sin encontrar nada. Al mirar hacia atrás se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Ya no distinguía las caras de la gente en los cruces, por lo que no podría saber si aparecía el hombre sin labios y tomaba el camino de Winchester.

Escudriñó de nuevo el panorama. A ambos lados de la carretera había zanjas que hubieran proporcionado un buen escondrijo con tiempo seco pero ese día estaban llenas de agua. Del otro lado de las zanjas el terreno ascendía formando un montecillo. En los pastos de la parte sur de la carretera algunas vacas pastaban los rastrojos. Tom vio a una vaca tumbada en el borde elevado del campo, de cara al camino y oculta en parte por el montecillo. Con un suspiro volvió sobre sus pasos. Atravesó de un salto la zanja y dio un puntapié a la vaca, que se levantó y se fue. Tom se tumbó en el trecho seco y cálido que el animal había dejado. Se echó la capucha sobre la cara y se dispuso a esperar, lamentando no haber sido un poco previsor y haber comprado algo de pan antes de salir de la ciudad.

Sentía ansiedad y algo de temor. El proscrito era un hombre más pequeño, pero se movía con rapidez y era resabiado, como lo demostró al golpear a Martha y robar el cerdo. Tom se sentía algo atemorizado ante la posibilidad de que le hirieran, pero mucho más preocupado ante la idea de no poder recuperar el dinero.

Esperaba que Agnes y Martha se encontraran bien. Él sabía que Agnes sabía cuidar de sí misma. Y además si el proscrito llegaba a descubrirla, ¿qué podía hacer? Tan sólo mantenerse alerta.

Desde donde estaba, Tom podía ver las torres de la catedral. Le hubiera gustado tener un momento para ver el interior. Sentía curiosidad respecto al tratamiento de los pilares de la arcada. Estos solían ser pilares gruesos, cada uno de ellos coronado por arcos. Dos arcos en dirección Norte y Sur para conectar con los pilares vecinos en la arcada. Y uno hacia el Este o el Oeste a través de la nave lateral. El resultado era feo, ya que no parecía del todo correcto que un arco emergiera de la parte superior de una columna redonda. Cuando Tom construyera su catedral, cada piso sería un grupo de fustes con un arco emergiendo de la parte superior de cada uno de ellos. Una ordenación lógica y elegante.

Empezó a visualizar la decoración de los arcos. Las formas geométricas eran las más comunes… No se necesitaba demasiada habilidad para esculpir zigzags y losanges, pero a Tom le gustaba el follaje y un toque de naturaleza que contribuían a suavizar la dura regularidad de las piedras.

Su mente estuvo ocupada por aquella catedral imaginaria hasta media tarde, cuando avistó la figura leve y la cabeza rubia de Martha que llegaba corriendo por el puente y entre las casas. Al llegar al cruce vaciló un instante y luego enfiló por el buen camino. Tom la observaba caminar hacia él, viéndola fruncir el entrecejo al tratar de adivinar dónde podría estar. Al llegar la niña a su altura, Tom la llamó en voz queda.

—Martha.

La niña lanzó un pequeño grito, luego le vio y corrió hacia él saltando la zanja.

—Mamá te envía esto —dijo sacando algo de debajo de la capa.

Era una empanada de carne caliente.

—¡Vive el cielo que tu madre es una buena mujer! —exclamó Tom, dándole un bocado descomunal. Era carne de buey y cebolla y le supo a gloria.

Martha se puso en cuclillas sobre la hierba junto a Tom.

—Esto es lo que le ha pasado al hombre que robó nuestro cerdo. —Arrugando la naricilla se concentró para recordar lo que le habían indicado que dijera. Estaba tan bonita que Tom casi se quedó sin aliento—. Salió de la pollería y se reunió con una dama con la cara pintada y se fue a casa de ella. Nosotras esperamos fuera.

Mientras el proscrito se gastaba nuestro dinero con una…, pensó Tom con amargura.

—Sigue.

—No estuvo mucho tiempo en casa de la dama y cuando salió se fue a una cervecería. Ahora está allí. No bebe mucho pero juega a los dados.

—Espero que gane —dijo Tom con tono adusto—. Sigue.

—Eso es todo.

—¿Tienes hambre?

—He comido un bollo.

—¿Le has contado a Alfred todo esto?

—Todavía no. Tengo que hacerlo ahora.

—Dile que se ande con ojo.

—Que se ande con ojo —repitió la niña—. ¿Debo decirle eso antes o después de que le cuente lo del hombre que robó nuestro cerdo?

En definitiva poco importaba.

—Después —dijo Tom, ya que Martha quería una respuesta firme. Sonrió a su hija—. Eres una chica muy lista. Ya puedes irte.

—Me gusta este juego —aseguró ella. Agitó la mano, brincando con sus piernecitas de niña al saltar melindrosa la zanja y volver corriendo a la ciudad. Tom la siguió con la mirada con una mezcla de cariño y enfado. Él y Agnes habían trabajado encarnizadamente para ganar dinero y poder alimentar a sus hijos, y estaba dispuesto incluso a matar para recuperar lo que les habían robado.

Quizás también el proscrito estuviera dispuesto a matar. Los proscritos estaban fuera de la ley, como su propio nombre indicaba. Vivían en un ambiente de violencia desatada. Esa no debía ser la primera vez que Faramond Openmouth tropezaba con una de sus víctimas. Era peligroso, desde luego.

La luz del día comenzó a desvanecerse con sorprendente rapidez como a veces ocurría en las lluviosas tardes otoñales. Tom empezó a preocuparse por si sería capaz de reconocer al ladrón bajo aquella lluvia. A medida que anochecía empezaba a disminuir la circulación de entrada y salida de la ciudad, ya que la mayoría de los visitantes se habían ido con tiempo para llegar a sus aldeas al anochecer. Las luces de velas y linternas empezaron a parpadear en las casas más altas de la ciudad y en los chamizos de los barrios pobres. Tom empezó a cavilar con pesimismo en si después de todo el ladrón no se quedaría en la ciudad toda la noche. Quizás tuviera en ella amigos deshonestos como él que le acogerían incluso a sabiendas de que era un proscrito. Tal vez…

Y entonces Tom divisó a un hombre con la boca tapada por una bufanda.

Avanzaba por el puente de madera junto a otros dos hombres. Tom pensó de pronto que era posible que los dos cómplices del ladrón, el calvo y el hombre del sombrero verde, hubieran acudido con él a Salisbury. No había visto a ninguno de los dos en la ciudad pero podían haberse separado durante un tiempo, reuniéndose de nuevo para el camino de vuelta. Tom masculló un juramento ya que no creía que pudiera encararse a tres hombres. Pero el grupo se separó a medida que se acercaban y Tom se sintió aliviado al darse cuenta de que después de todo no iban juntos. Los dos primeros eran padre e hijo, dos campesinos morenos, de ojos muy juntos y narices aguileñas. Cogieron el camino del Portway seguidos por el hombre de la bufanda.

A medida que el ladrón se acercaba, se fijó en sus andares. Parecía que estaba sobrio. Era una lástima.

Al mirar de nuevo hacia la ciudad vio a una mujer y una niña que salían del puente. Eran Agnes y Martha. Se sintió consternado. Ni había imaginado que estuvieran presentes cuando se enfrentara con el ladrón. Pero cayó en la cuenta de que no les había dicho que no estuvieran.

Se puso tenso cuando todos ellos avanzaron por el camino en su dirección. Tom era tan grande que la mayoría de la gente se retiraría en caso de enfrentamiento, pero los proscritos estaban desesperados y era imposible predecir lo que podía ocurrir durante una pelea.

Los dos campesinos siguieron camino, ligeramente alegres, hablando de caballos. Tom descolgó de su cinturón el martillo de cabeza de hierro y lo agarró con la mano derecha. Odiaba a los ladrones que no trabajaban y que les quitaban el pan a las buenas gentes. No tendría remordimiento alguno en sacudir a aquel con el martillo.

El ladrón pareció que aminoraba el paso al acercarse, como si presintiera un peligro. Tom esperó hasta que estuvo a cuatro o cinco yardas de distancia, demasiado cerca para retroceder corriendo y demasiado lejos para echar a correr hacia delante. Entonces Tom dio la vuelta al promontorio, saltó la acequia y se plantó en el camino.

—¿Qué es esto? —dijo el hombre nervioso, parándose de repente y mirándole.

No me ha reconocido, pensó Tom.

—Ayer me robaste mi cerdo y hoy se lo has vendido a un carnicero —le dijo.

—Yo nunca…

—No lo niegues —dijo Tom—. Dame el dinero que te han pagado por él y no te haré daño.

Por un instante creyó que el ladrón se lo iba a dar, pero se sintió decepcionado al ver que el hombre vacilaba. Entonces el ladrón se dio media vuelta y echó a correr, tropezando directamente con Agnes.

No corría lo suficientemente aprisa como para derribarla, y además era una mujer a la que no resultaba fácil derribar, así que los dos se tambalearon de un lado a otro durante un momento como dos torpes marionetas. El hombre se dio cuenta entonces de que ella le estaba impidiendo el paso deliberadamente y la empujó a un lado.

Agnes alargó la pierna al pasar el ladrón junto a ella, metiendo el pie entre las rodillas de él, y ambos cayeron al suelo.

Tom echó a correr hacia ella con el corazón en la boca. El ladrón se estaba poniendo en pie con una rodilla sobre la espalda de ella.

Tom le agarró por el cuello y le apartó violentamente de Agnes. Le arrastró hasta la linde del camino antes de que pudiera recuperar el equilibrio, y le arrojó a la acequia.

Agnes se puso en pie. Martha corrió hacia ella.

—¿Estás bien? —preguntó Tom rápidamente.

—Sí —le contestó Agnes.

Los dos campesinos se habían detenido, y contemplaban la escena preguntándose qué estaría pasando. El ladrón estaba de rodillas en la acequia.

—¡Un proscrito! —les gritó Agnes para desanimarles a intervenir—. Nos ha robado el cerdo.

Los campesinos no contestaron pero se quedaron a ver en qué terminaba todo.

—Dame mi dinero y te dejaré marchar —dijo Tom al ladrón.

Pero el hombre salió de la zanja, rápido como una rata, con un cuchillo en la mano, y se lanzó a la garganta de Tom. Agnes lanzó un chillido.

Él esquivó la acometida. El cuchillo centelleó frente a su cara y sintió un agudo dolor en la mandíbula.

Retrocediendo, blandió su martillo al tiempo que el cuchillo volvió a centellear. El ladrón retrocedió de un salto y tanto el cuchillo como el martillo cortaron aire húmedo de la noche sin conectar entre sí.

Por un instante ambos hombres se mantuvieron quietos, frente a frente y jadeantes. A Tom le dolía la mejilla. Se dio cuenta de que las fuerzas estaban equiparadas, porque aunque él era más alto y fuerte, el ladrón tenía un cuchillo que era un arma más mortal que el martillo de un albañil. Se sintió invadido por un frío temor al darse cuenta de que podía estar a punto de morir. De repente tuvo la impresión de que no podía respirar.

Por el rabillo del ojo observó un movimiento repentino. También lo captó el ladrón, que lanzó una rápida mirada a Agnes y ladeó la cabeza para esquivar la piedra lanzada por la mano de ella.

Tom reaccionó con la rapidez de un hombre que teme por su vida y descargó el martillo sobre la cabeza inclinada del ladrón. Le dio en el preciso momento en que el hombre volvía a mirarle.

La cabeza de hierro le golpeó en la frente, justo en el nacimiento del pelo. Fue un golpe apresurado, no asestado con toda la inmensa fuerza de que era capaz Tom. El ladrón se tambaleó, aunque sin llegar a caer.

Tom volvió a golpearle, esa vez con más fuerza. Tuvo tiempo de levantar el martillo sobre su cabeza y orientarlo bien mientras el ladrón, aturdido, intentaba fijar la mirada. Tom pensó en Martha mientras descargaba el martillo.

Golpeó con toda su fuerza y el ladrón cayó al suelo como un muñeco abandonado.

Tom estaba demasiado tenso para sentirse aliviado. Se arrodilló junto al ladrón y empezó a registrarle.

—¿Dónde tiene la bolsa? ¡Dónde tiene la bolsa, maldición! —Resultaba difícil mover aquel cuerpo inerte. Finalmente Tom logró ponerlo boca arriba y le abrió la capa. Una gran bolsa de cuero colgaba de su cinturón. Tom la abrió. Dentro había otra bolsa de lana suave cerrada con un cordel. Tom la sacó. No pesaba—. ¡Vacía! Debe de tener otra —exclamó.

Sacó la capa de debajo del hombre y la palpó cuidadosamente. No tenía bolsillos disimulados ni nada por el estilo. Le quitó las botas; dentro no había nada. Sacó del cinturón su cuchillo de comer y rajó las suelas. Nada.

Introdujo impaciente su cuchillo por el cuello de la túnica de lana, rasgándola hasta el orillo. No llevaba oculto ningún cinturón con dinero.

El hombre yacía en medio del enfangado camino, desnudo salvo por sus medias. Los dos campesinos miraban a Tom como si pensaran que estaba loco.

—¡No tiene ni un penique! —dijo Tom furioso a Agnes.

—Debe de haber perdido todo a los dados —dijo esta con amargura.

—Espero que arda en las llamas del infierno —dijo Tom.

Agnes se arrodilló y puso la mano sobre el pecho del ladrón.

—Ahí es donde está ahora —dijo—. Lo has matado.

4

Para Navidad se morirían de hambre.

El invierno llegó pronto y fue tan frío, duro e implacable como el cincel de hierro de un cantero. En los árboles todavía quedaban manzanas cuando las primeras escarchas espolvorearon los campos. La gente decía que era una ola de frío, pensando que duraría poco, pero no fue así. En las aldeas que habían dejado para algo más adelante la labranza de otoño, rompieron sus arados en la tierra dura como la roca. Los campesinos se apresuraron a matar a los cerdos y a salarlos para el invierno, y los señores sacrificaron su ganado porque los pastos invernales no soportarían el mismo número de animales que en verano. Pero las interminables heladas secaron la hierba, y algunos de los animales que quedaban también murieron. Los lobos llegaron a estar desesperadamente famélicos y con la oscuridad entraban en las aldeas para robar gallinas escuálidas y niños desnutridos.

En los lugares de construcción en todo el país, tan pronto como llegaron las primeras heladas, se apresuraron a cubrir los muros y paredes construidos durante aquel verano con paja y estiércol a fin de aislarlos del frío más fuerte, ya que la argamasa no se había secado completamente y si se helaba podría agrietarse. Hasta la primavera no volverían a trabajar con argamasa. Algunos albañiles habían sido contratados tan sólo para el verano y regresaron a sus respectivas aldeas, donde eran más conocidos como hombres habilidosos que como albañiles, y solían pasar el verano haciendo arados, sillas de montar, guarniciones, carretas, palas, puertas y cualquier otra cosa que requiriera una mano hábil con el martillo, el escoplo y la sierra. Los demás albañiles se trasladaban a los alojamientos colgadizos del recinto; mientras duraba la luz del día se dedicaban a cortar piedras con formas intrincadas. Pero como las heladas fueron tempranas, el trabajo avanzaba demasiado deprisa. Y como los campesinos tenían hambre, los obispos, alcaldes y señores tenían menos dinero del esperado para trabajar en la construcción. Y por ello, a medida que avanzaba el invierno, fueron despedidos algunos albañiles.

Tom y su familia peregrinaron de Salisbury a Shaftesbury, y de allí a Sherborne, Wells, Bath, Bristol, Gloucester, Oxford, Wallingford y Windsor. Por todas partes ardía el fuego en el interior de las viviendas, en el patio de las iglesias y entre los muros del castillo resonaba la canción del hierro sobre la piedra, y los maestros constructores hacían pequeños modelos exactos de arcos y bóvedas con sus hábiles manos enfundadas en mitones. Algunos maestros se mostraron impacientes, bruscos o descorteses. Otros miraban tristemente a los hijos de Tom, delgados a más no poder, y a la mujer encinta, hablándole con amabilidad y sentimiento. Pero en labios de todos estaba la misma respuesta: no, aquí no hay trabajo para ti.

Siempre que podían recurrían a la hospitalidad de los monasterios, donde los viajeros podían hacer una especie de comida y encontrar un sitio para dormir. Pero la regla era estricta, sólo por una noche. Al madurar las zarzamoras en las espesas zarzas, Tom y su familia vivieron de ellas como los pájaros. Agnes solía encender en el bosque un fuego debajo de la olla de hierro y cocer gachas de avena. Pero aún así la mayor parte del tiempo se veían obligados a comprar pan a los panaderos o arenques en escabeche a los pescaderos, o a comer en las cervecerías y pollerías, que le resultaba más caro que prepararse ellos mismos la comida. Y por ello el dinero se iba esfumando de forma inexorable.

Martha, que no era de naturaleza delgada, había enflaquecido de manera inverosímil. Alfred seguía creciendo como una hierba en tierra poco profunda y se estaba haciendo larguirucho. Agnes comía poco, pero el bebé que llevaba en el vientre se hacía más y más comilón y Tom se daba cuenta de que a su mujer le atormentaba el hambre. A veces le ordenaba que comiera más, y entonces incluso su voluntad de hierro se doblegaba ante la autoridad de su marido y del hijo que aún no había nacido. Pese a ello no adquiría peso ni se ponía sonrosada como le había ocurrido durante otros embarazos. Por el contrario, tenía un aspecto macilento a pesar de su voluminoso vientre, parecido al de un niño hambriento en tiempos de extrema carestía.

Desde que salieron de Salisbury habían caminado las tres cuartas partes de un gran círculo y al final del año estaban de nuevo en el inmenso bosque que se extendía desde Windsor a Southampton. Se dirigían a Winchester. Tom había vendido todas sus herramientas de albañil y, salvo algunos peniques, se habían gastado todo el dinero.

Tan pronto como encontrara trabajo tendría que pedir prestadas herramientas o bien dinero para comprarlas. Si no encontraba trabajo en Winchester no sabría qué hacer. En su pueblo natal tenía hermanos, pero estaba en el norte a varias semanas de viaje y la familia moriría de inanición antes de llegar allí. Agnes era hija única y sus padres habían muerto.

Mediado el invierno no había trabajo agrícola. Tal vez Agnes pudiera obtener algunos peniques como criada en alguna casa rica de Winchester. Lo que sí era seguro era que no podía seguir por mucho más tiempo recorriendo penosamente los caminos ya que pronto daría a luz.

Pero hasta Winchester aún les quedaban tres días de camino y en ese momento tenían hambre. Las zarzamoras se habían acabado, no había monasterio alguno a la vista y Agnes no tenía avena para cocerla en la olla que llevaba sujeta a la espalda. La noche anterior habían cambiado un cuchillo por una hogaza de pan de centeno, cuatro boles de caldo sin carne y un lugar para dormir junto al fuego en la cabaña de un campesino. Desde entonces no habían visto una sola aldea. Pero hacia la última hora de la tarde Tom vio subir humo de entre los árboles y descubrieron la cabaña de un solitario guarda forestal del Rey. Les dio un saco de nabos a cambio del hacha pequeña de Tom.

Desde entonces tan sólo habían caminado tres millas cuando Agnes dijo que estaba demasiado cansada para seguir. Tom se quedó sorprendido. Durante todos los años que habían vivido juntos jamás la había oído decir que estuviera demasiado cansada para hacer cualquier cosa.

Agnes se sentó al abrigo de un inmenso castaño de Indias junto al camino. Tom hizo un hoyo poco hondo para el fuego, utilizando una banqueta de pala de madera, una de las pocas herramientas que le habían quedado, ya que nadie quiso comprársela. Los niños recogieron ramitas y Tom encendió el fuego, cogiendo luego la olla y, yendo en busca de un arroyo, volvió con ella llena de agua helada y la colocó al borde del fuego. Agnes cortó a rebanadas algunos nabos.

Martha fue recogiendo las castañas caídas del árbol y Agnes le enseñó a pelarlas y a machacar la blanda pulpa hasta obtener una harina tosca que serviría para espesar la sopa de nabos. Tom envió a Alfred a por más leña, mientras él cogió un palo y se dedicó a hurgar entre las hojas secas que cubrían el suelo del bosque con la esperanza de encontrar un erizo hibernando o una ardilla para echarla al caldo. No hubo suerte.

Se sentó junto a Agnes mientras caía la noche y se iba haciendo la sopa.

—¿Nos queda algo de sal? —le preguntó.

Su mujer negó con la cabeza.

—Hace ya semanas que estás comiendo las gachas sin sal —le dijo—, ¿te habías dado cuenta?

—A veces el hambre es la mejor especia.

—Pues de esa tenemos mucha —de repente Tom se sentía terriblemente cansado; sentía el peso abrumador de las constantes decepciones sufridas durante los últimos cuatro meses y ya no podía mostrarse valiente por más tiempo.

—¿Qué es lo que ha ido mal, Agnes? —preguntó con voz quejumbrosa.

—Todo —dijo ella—. El invierno pasado no tuviste trabajo. En primavera encontraste, pero luego la hija del conde canceló la boda. Lord William canceló la casa. Entonces decidimos quedarnos y trabajar en la recolección. Fue una equivocación.

—Desde luego, me hubiera resultado más fácil encontrar un trabajo en la construcción durante el verano que en otoño.

—Además el invierno llegó pronto. Y a pesar de todo hubiéramos estado bien de no habernos robado el cerdo.

Tom asintió con gesto fatigado.

—Mi único consuelo es saber que el ladrón estará sufriendo todos los tormentos del infierno.

—Así lo espero.

—¿Es que lo dudas?

—Los religiosos no saben tanto como pretenden. Recuerda que mi padre era uno de ellos.

Tom lo recordaba muy bien. Un muro de la iglesia parroquial del padre de Agnes se había desmoronado sin posibilidad de arreglo y habían contratado a Tom para reconstruirlo. A los sacerdotes no se les permitía casarse, pero aquel tenía un ama de llaves y esta tenía una hija. En la aldea era un secreto a voces que el padre de esa hija era el sacerdote. Agnes no era hermosa ni siquiera entonces, pero su cutis tenía todo el brillo de la juventud y rebosaba energía. Solía hablar con Tom mientras este trabajaba, y en ocasiones el viento ceñía el vestido a su cuerpo hasta el punto de que Tom podía ver sus curvas, incluso su ombligo casi como si hubiera estado desnuda. Una noche ella apareció en la pequeña cabaña donde Tom dormía y le puso una mano en la boca para indicarle que no hablara. Luego se quitó el vestido para que él pudiera verla desnuda a la luz de la luna. Entones, Tom abrazó su cuerpo joven y vigoroso e hicieron el amor.

—Los dos éramos vírgenes —dijo, en voz alta.

Agnes sabía en qué pensaba. Sonrió. Luego su rostro se ensombreció de nuevo.

—Parece tan lejano —dijo.

—¿Podemos comer ya? —preguntó Martha.

El olor de la sopa activaba los jugos gástricos de Tom. Hundió el bol en la olla hirviente y sacó unos trozos de nabo con algo de caldo.

Utilizó la punta afilada de su cuchillo para comprobar si estaba cocido el nabo; aún le faltaba algo, pero decidió no hacerles esperar más. Llenó un bol para cada niño y luego llevó uno a Agnes.

Parecía agotada y pensativa. Sopló la sopa para enfriarla y luego se llevó el bol a los labios.

Los niños vaciaron rápidamente los suyos y pidieron más. Tom apartó la olla del fuego utilizando el borde de su capa para no quemarse los dedos, y vació la sopa que quedaba en los boles de los niños.

—¿Y tú? —le preguntó Agnes cuando volvió junto a ella.

—Ya comeré mañana —dijo él.

La mujer parecía demasiado cansada para discutir.

Tom y Alfred alimentaron la hoguera y recogieron leña suficiente para toda la noche. Luego, envolviéndose en las capas, se tumbaron sobre las hojas para dormir.

Tom tenía el sueño ligero y se despertó inmediatamente al oír los quejidos de Agnes.

—¿Qué pasa? —susurró.

Ella volvió a quejarse. Tenía la cara pálida y los ojos cerrados.

—Ya viene el niño —dijo.

Tom se quedó sin respiración por un instante. Aquí no —se dijo—, aquí no, sobre un suelo helado en el corazón del bosque.

—Pero aún no es el tiempo —dijo.

—Se ha adelantado.

—¿Has roto aguas? —preguntó Tom, tratando de mantener la calma.

—Poco después de irnos de la cabaña del guarda forestal —jadeó Agnes sin abrir los ojos.

—¿Y los dolores?

—Los tengo desde entonces.

Muy propio de ella mantenerlo en silencio. Entretanto, Alfred y Martha se habían despertado.

—¿Qué pasa? —preguntó Alfred.

—El niño está a punto de nacer —dijo Tom.

Martha se echó a llorar. Tom frunció el entrecejo, pensativo.

—¿Podrías esperar hasta que volvamos a la cabaña del guarda? —preguntó a Agnes. Al menos allí tendría un techo, paja donde tumbarse y alguien que le ayudara.

Agnes sacudió la cabeza.

—El niño se ha desprendido ya.

—Entonces no tardará mucho.

Se encontraban en la zona más desierta del bosque. En toda la mañana no habían visto una sola aldea y el guarda les había dicho que tampoco verían ninguna durante todo el día siguiente. Ello quería decir que no había posibilidad alguna de encontrar a una mujer que pudiera hacer de partera. El mismo Tom tendría que sacar al bebé. Pero con aquel frío y con sólo la ayuda de los niños, y si algo iba mal no tenía medicinas ni conocimientos…

Es culpa mía —se dijo Tom—, la dejé embarazada y luego en la miseria. Confiaba en mí para que la mantuviera y ahora está dando a luz al aire libre en pleno invierno. Siempre había despreciado a las mujeres que traían hijos al mundo y luego dejaban que se muriesen de hambre. Y ahora no era mejor que ellas. Se sintió avergonzado.

—Estoy tan cansada… —dijo Agnes—. No creo que pueda traer a este niño al mundo. Sólo quiero descansar.

A la luz de la hoguera la cara le brillaba cubierta por una fina capa de sudor. Tom comprendió que tenía que sobreponerse. Iba a tener que darle fuerzas a Agnes.

—Yo te ayudaré —le dijo.

No había nada misterioso ni complicado en lo que estaba a punto de suceder. Él había sido testigo del nacimiento de varios niños. La tarea la realizaban por lo general las mujeres, ya que ellas sabían cómo se sentía la madre, y ello les permitía prestarle una mejor ayuda, pero no había motivo alguno para que un hombre no lo hiciera, llegado el caso. En primer lugar tenía que hacer que se sintiera cómoda. Luego, averiguar lo avanzado del parto. Después, hacer los preparativos necesarios y por último tranquilizarla mientras esperaran.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó.

—Con frío —contestó ella.

—Acércate más al fuego —le indicó Tom al tiempo que se quitaba la capa y la extendía sobre el suelo, a un paso de distancia del fuego.

Tom la levantó sin esfuerzo y la dejó sobre la capa con suavidad.

Se arrodilló junto a ella. La túnica de lana que Agnes llevaba debajo de su propia capa estaba abotonada de arriba a abajo. Tom le desabrochó dos botones e introdujo la mano. Agnes lanzó una leve exclamación.

—¿Te duele? —preguntó él sorprendido y preocupado.

—No —repuso ella con una leve sonrisa—. Tienes las manos frías.

Palpó la forma de su vientre. Lo tenía más abultado y puntiagudo que la noche anterior, cuando los dos durmieron juntos sobre la paja del suelo en la cabaña de un campesino. Tom apretó algo más tanteando la forma del niño por nacer. Encontró un extremo del cuerpo exactamente debajo del ombligo de Agnes pero no lograba localizar el otro extremo.

—Puedo palpar su trasero, pero no la cabeza —dijo.

—Eso es porque va de camino —le aseguró ella.

La cubrió, remetiéndole la capa por debajo. Tenía que hacer rápidamente los preparativos. Miró a los niños. Martha se sorbía las lágrimas. Alfred parecía asustado. Sería buena cosa darles algo en qué ocuparse.

—Coge la olla y llévala junto al arroyo, Alfred. Límpiala y vuélvela a traer llena de agua fresca. Y tú, Martha, coge algunos juncos y hazme dos trozos de cordel, cada uno de ellos lo bastante grande para una gargantilla. Venga, aprisa. Para cuando amanezca tendréis otro hermano o hermana.

Cada uno se fue por su lado. Tom sacó su cuchillo de comer y una piedra pequeña y dura y empezó a afilar la hoja. Agnes volvió a quejarse. Tom dejó el cuchillo y le cogió la mano.

Así había permanecido sentado junto a ella cuando nacieron los otros; Alfred, luego Matilda que murió a los dos años, y Martha. Y el hijo que nació muerto, un niño al que Tom, en secreto, pensaba ponerle el nombre de Harold. Pero en cada ocasión siempre había habido alguien más, dando seguridad y confianza; para Alfred, la madre de Agnes, para Matilda y Harold, una partera de la aldea, y para Martha nada menos que la dama del señorío. Esta vez tendría que hacerlo solo, aunque sin mostrar su inquietud. Debía hacer que Agnes se sintiera contenta y confiada.

Pasado el espasmo, Agnes se tranquilizó.

—¿Recuerdas cuando nació Martha y Lady Isabella hizo de partera? —le preguntó Tom.

Agnes sonrió.

—Estabas construyendo una capilla para el señor y le pediste que enviara a la doncella a la aldea en busca de la partera.

—Y ella dijo ¿Esa vieja bruja borracha? No la dejaría traer al mundo a una camada de perros lobos. Y nos llevó a su propia cama y Lord Robert no pudo acostarse hasta que hubo nacido Martha.

—Era una buena mujer.

—No hay muchas damas como ella.

Alfred volvió con la olla llena de agua fría. Tom la colocó cerca del fuego, aunque no lo bastante cerca para que hirviera. Así tendrían agua templada. Agnes buscó debajo de su capa y sacó una pequeña bolsa de lino conteniendo trapos limpios que llevaba preparados.

Martha también regresó con las manos llenas de juncos y se sentó en el suelo para trenzarlos.

—¿Para qué necesitas cordeles? —preguntó.

—Para algo muy importante, ya verás —dijo Tom—. Hazlos bien.

Alfred parecía inquieto e incómodo.

—Vete a buscar más leña —le dijo Tom—. Hagamos una buena hoguera.

El muchacho se alejó, contento por tener algo que hacer.

El rostro de Agnes se tensó con el esfuerzo al empezar de nuevo, por sacar un niño de su vientre, emitiendo un ruido semejante a un árbol crujiendo bajo la galerna. Tom se dio cuenta que el esfuerzo estaba acabando con sus últimas reservas de energía. Deseaba de todo corazón haber podido soportarlo en su lugar por darle a ella algo de alivio. Finalmente pareció que se calmaba el dolor y Tom volvió a respirar algo más tranquilo. Daba la impresión de que Agnes dormitaba.

Alfred volvió con una brazada de leña pequeña.

Agnes volvió a espabilarse.

—Tengo mucho frío —dijo.

—Echa leña al fuego, Alfred. Y tú, Martha, túmbate junto a madre y procura que esté caliente —dijo Tom.

Ambos obedecieron con expresión inquieta. Agnes rodeó con los brazos a Martha, manteniéndola apretada contra sí. Tenía escalofríos.

Tom estaba tremendamente preocupado. El fuego ardía con fuerza y crepitaba, pero el aire era cada vez más frío. Podía llegar a ser uno que matara al bebé con su primer aliento. No era desconocido que los niños nacieran al aire libre, de hecho solía ocurrir durante la temporada de la recolección, cuando todo el mundo estaba ocupado, y las mujeres trabajaban hasta el último minuto. Pero entonces la tierra estaba seca, la hierba verde y el aire fragante; jamás se ha sabido de una mujer que diera a luz al aire libre en invierno.

Agnes se incorporó, apoyándose en un codo, y abrió más las piernas.

—¿Qué pasa? —preguntó Tom asustado.

Agnes estaba haciendo un esfuerzo demasiado fuerte para poder contestar.

—Alfred, arrodíllate detrás de tu madre y deja que se apoye contra ti —dijo Tom.

Cuando Alfred se encontró en posición, Tom abrió la capa de Agnes y desabrochó la falda de su vestido. Arrodillándose entre las piernas de ella pudo ver que la abertura del alumbramiento empezaba a dilatarse.

—Ya no falta mucho, cariño —murmuró, esforzándose por afirmar la voz, temblorosa por el temor.

Agnes volvió a tranquilizarse, cerrando los ojos y descargando todo su peso sobre Alfred. La abertura pareció contraerse algo. En el bosque reinaba el silencio, salvo por el crepitar de la gran hoguera. De repente, Tom pensó en cómo había alumbrado Ellen, la proscrita, sola en el bosque. Debió de ser terrorífico; había dicho que tenía miedo de que llegara un lobo mientras se encontraba indefensa, y robara al bebé recién nacido. Según se decía, este año los lobos se mostraban más audaces que de costumbre, pero seguramente no atacarían a un grupo de cuatro personas.

Agnes volvió a ponerse tensa y nuevas gotas de sudor brillaron en su rostro contraído. Ya estamos, pensó Tom. Estaba asustado. Vio abrirse de nuevo la abertura y ahora ya podía distinguir a la luz del fuego el pelo negro y húmedo de la cabeza del bebé, que aparecía por ella. Pensó en rezar pero ya no había tiempo. Agnes empezó a respirar con jadeos breves y rápidos. La abertura siguió ensanchándose hasta un punto que parecía imposible, y en seguida empezó a salir la cabeza boca abajo. Un instante después Tom vio las orejas arrugadas, pegadas a cada lado de la cabeza del bebé, y luego los pliegues de la piel del cuello. Aún no podía ver si el niño era normal.

—Tiene la cabeza fuera —dijo, aunque naturalmente Agnes ya lo sabía porque podía sentirlo. Volvió a tranquilizarse. El bebé se volvió lentamente de manera que Tom le pudo ver los ojos y la boca cerrados, húmedos por la sangre y los fluidos viscosos del vientre.

—¡Ah! ¡Mirad qué carita! —gritó Martha.

Agnes la oyó y sonrió levemente. Luego empezó de nuevo con los esfuerzos. Tom, inclinándose hacia delante entre los muslos de ella, sujetó con la mano izquierda la pequeña cabeza mientras iban saliendo los hombros, primero uno y luego el otro. A continuación salió precipitadamente el resto del cuerpo y Tom puso la mano derecha debajo de las caderas del bebé para sostenerlo, mientras sus diminutas piernas salían al frío mundo.

La abertura de Agnes empezó a cerrarse inmediatamente alrededor del palpitante cordón azul que salía del ombligo del niño.

Tom levantó en alto al bebé y lo examinó ansioso. Había mucha sangre y al principio temió que algo había ido terriblemente mal, pero al examinarlo de cerca no pudo ver ninguna herida. Miró entre las piernas. Era un chico.

—¡Es horrible! —dijo Martha.

—Es perfecto —aseguró Tom, y sintió que las piernas le flaqueaban por el alivio—. Un chico perfecto.

El niño abrió la boca y se echó a llorar.

Tom miró a Agnes. Sus ojos se encontraron y ambos sonrieron.

Tom mantuvo apretado contra su pecho al diminuto bebé.

—Saca un bol de agua de la olla, Martha. —La niña se levantó de un salto para hacer lo que le decían—. ¿Dónde están esos paños, Agnes?

Agnes señaló la bolsa de hilo que estaba en el suelo junto a su hombro. Alfred se la alargó a Tom. Corrían las lágrimas por la cara del muchacho. Era la primera vez que había visto nacer a un niño.

Tom humedeció un trapo en el bol de agua caliente y limpió con delicadeza la sangre y las mucosidades de la cara del niño. Agnes se desabrochó la parte delantera de la túnica y Tom puso al niño en sus brazos. Mientras le miraba el cordón azul que iba del vientre del niño a la ingle de Agnes, dejó de palpitar y se encogió, poniéndose blanco.

—Dame esos dos cordeles que has hecho. Ahora veras para qué eran —dijo Tom a Martha. La niña le dio los dos largos de juncos trenzados. Tom los ató los dos alrededor del cordón umbilical, apretando con fuerza los nudos. Luego con el cuchillo cortó el cordón entre los nudos.

Luego se echó hacia atrás, permaneciendo en cuclillas. Lo habían logrado. Lo peor había pasado y el bebé estaba bien. Se sentía orgulloso.

Agnes movió al niño para poner su carita sobre su pecho. La diminuta boca encontró el pezón bien desarrollado, dejó de llorar y empezó a chupar.

—¿Cómo sabe que ha de hacer eso? —preguntó Martha asombrada.

—Es un misterio —le aseguró Tom. Luego, alargándole el bol, añadió—: Tráele a tu madre un poco de agua fresca para beber.

—¡Ah! Sí —dijo Agnes agradecida, como si acabara de darse cuenta de que se sentía desesperadamente sedienta. Martha le llevó el agua; Agnes bebió hasta la última gota—. Está estupenda —dijo—. Gracias.

Miró al niño que seguía mamando y luego a Tom.

—Eres un buen hombre —dijo con voz queda—. Te quiero.

Tom sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Sonrió a Agnes y luego bajó la mirada. Se dio cuenta de que seguía sangrando mucho. El arrugado cordón umbilical, que todavía seguía sangrando lentamente, había caído en un charco de sangre sobre la capa de Tom, entre las piernas de ella.

Levantó de nuevo la vista. El bebé había dejado de mamar y se había quedado dormido. Agnes lo arropó en su capa y cerró los ojos.

—¿Esperas algo? —preguntó Martha al cabo de un momento.

Tom respondió.

—Las secundinas.

—¿Y eso qué es?

—Ya lo verás.

Madre e hijo dormitaron durante un rato, y luego Agnes abrió los ojos. Sus músculos se tensaron, la abertura se dilató ligeramente y apareció la placenta. Tom la cogió y se quedó mirándola. Era como algo sobre el mostrador de un carnicero. Al mirarla con mayor atención vio que parecía rota, como si le faltara un trozo. Pero nunca había visto ninguna tan de cerca después de un alumbramiento; suponía que siempre serian así, porque siempre debían desgajarse del vientre. La arrojó al fuego. Al quemarse hizo un olor extremadamente desagradable, pero si la hubiera tirado al bosque hubiera podido atraer a zorros, e incluso a algún lobo.

Agnes seguía sangrando. Tom recordaba que con las secundinas siempre había cierto derramamiento de sangre, pero no recordaba que fuera tan abundante. Se dio cuenta de que la crisis no había llegado a su fin. Por un instante se sintió mareado a causa de la tensión y la falta de comida. Pero en seguida se recuperó.

—Todavía sangras un poco —dijo a Agnes, tratando de disimular la preocupación que sentía.

—Pronto terminará —dijo ella—. Tápame.

Tom le abrochó la falda y luego le envolvió la capa alrededor de las piernas.

—¿Puedo descansar ahora? —preguntó Alfred.

Aún seguía arrodillado detrás de Agnes, sosteniéndola. Debía de estar entumecido de permanecer tanto tiempo en la misma postura.

—Me pondré yo —dijo Tom.

Agnes estaría más cómoda con el bebé si pudiera mantenerse incorporada a medias, pensó. Y además, un cuerpo detrás de ella le mantendría la espalda caliente y la protegería del viento. Cambió de sitio con Alfred. Este se quejó dolorido al estirar sus piernas. Tom rodeó con los brazos a Agnes y al niño.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó.

—Cansada.

El recién nacido empezó a llorar. Agnes lo colocó de forma que le encontrara el pezón. Mientras mamaba, ella parecía dormida.

Tom estaba inquieto. El cansancio era normal, pero lo que le preocupaba era aquella especie de letargo que padecía Agnes. Estaba demasiado débil.

El bebé se quedó dormido y poco después los otros dos niños; Martha acurrucada junto a Agnes y Alfred tumbado junto a la parte más alejada de la hoguera. Tom mantenía abrazada a Agnes, acariciándola con ternura. De vez en cuando le daba un beso en la cabeza.

Sintió relajarse el cuerpo de ella al sumirse en un sueño cada vez más profundo. Llegó a la conclusión de que probablemente sería lo mejor para ella. Le tocó la mejilla; tenía la tez pegajosa de humedad pese a sus esfuerzos por mantenerla caliente. Metió la mano por debajo de la capa de ella y tocó el pecho del pequeño. El niño estaba caliente y el corazón le latía con fuerza. Tom sonrió. Un bebé vigoroso, se dijo, un superviviente.

Agnes se movió ligeramente.

—¿Tom?

—Dime.

—¿Recuerdas la noche que fui a tu vivienda, cuando estabas trabajando en la iglesia de mi padre?

—Pues claro —contestó él dándole unas palmaditas—. ¿Cómo podría olvidarlo?

—Nunca lamenté haberme entregado a ti. Nunca, ni por un solo momento. Me siento tan contenta cada vez que pienso en aquella noche…

Estaba muy contento de saberlo.

Se quedó un rato adormilada. Luego habló de nuevo.

—Espero que construyas tu catedral —dijo.

Le sorprendió aquello.

—Creí que estabas en contra de ello.

—Sí, pero estaba equivocada. Te mereces algo hermoso.

Tom no comprendía lo que ella quería decir.

—Construye una hermosa catedral para mí —siguió diciéndole Agnes. No parecía estar en sus cabales. Tom se alegró de que volviera a dormirse, pero esta vez su cuerpo parecía completamente fláccido y la cabeza caída a un lado. Tom hubo de sujetar al niño para evitar que cayera de su pecho.

Permanecieron así durante bastante tiempo. Finalmente el bebé despertó de nuevo y empezó a llorar. Agnes no reaccionó. El llanto despertó a Alfred que dio media vuelta rodando y miró a su hermano recién nacido.

Tom sacudió con suavidad a Agnes.

—Despierta —dijo—. El pequeño quiere mamar.

—¡Padre! —exclamó Alfred con voz asustada—. ¡Mírale la cara!

Tom tuvo una corazonada. Había sangrado demasiado.

—¡Agnes! —dijo— ¡Despierta!

No hubo respuesta. Agnes estaba inconsciente. Tom se levantó, sosteniéndola por la espalda hasta dejarla tumbada sobre el suelo.

Agnes tenía el rostro lívido.

Temeroso de lo que iba a encontrarse, abrió la capa que le envolvía las piernas.

Había sangre por todas partes.

Alfred lanzó una exclamación entrecortada al tiempo que se volvía de espaldas.

—¡Protégenos, señor! —musitó Tom.

El llanto del bebé despertó a Martha. Al ver la sangre empezó a chillar. Tom, sujetándola, le dio una bofetada. La niña se quedó callada.

—No grites —le dijo Tom con calma mientras la soltaba.

—¿Se está muriendo madre? —preguntó Alfred.

Tom puso la mano bajo el pecho izquierdo de Agnes. El corazón no le latía.

No le latía.

Apretó con más fuerza. Estaba caliente y su pesado pecho descansó sobre la mano de él, pero no respiraba y el corazón no le latía.

Algo como un entumecimiento, como una niebla, invadió a Tom. Agnes se había ido. Le miró el rostro. ¿Cómo era posible que no respirara? Ansiaba que se moviera, que abriera los ojos, que hablara. Seguía manteniendo la mano sobre su pecho. A veces un corazón podía empezar a latir de nuevo, decía la gente… pero Agnes había perdido tanta sangre…

Miró a Alfred.

—Madre ha muerto —musitó.

Alfred le miraba mudo. Martha empezó a llorar. El recién nacido también lloraba. Tengo que cuidar de ellos —pensó Tom—. He de ser fuerte por ellos.

Pero ansiaba llorar, rodear a Agnes con sus brazos y mantener junto a él su cuerpo mientras se enfriaba, y recordarla cuando era una muchacha, riendo y haciendo el amor. Necesitaba sollozar de rabia y agitar el puño frente a los cielos implacables. Endureció su corazón. Tenía que dominarse, tenía que ser fuerte por sus hijos.

Tenía los ojos secos.

¿Qué hago primero?, se dijo.

Cavar una tumba.

Tengo que cavar un agujero muy hondo para depositarla en el que no se acerquen los lobos, y conservar sus huesos hasta el día del Juicio Final. Luego rezar una oración por su alma. Agnes, Agnes, ¿por qué me has dejado solo?

El recién nacido seguía llorando. Tenía los ojos fuertemente cerrados y abría y cerraba la boca de forma rítmica, como si pudiera recibir sustento del aire. Necesitaba que le alimentaran. Los pechos de Agnes rebosaban de leche tibia. ¿Por qué no?, se dijo Tom. Colocó al bebé frente al pecho de ella. El niño encontró el pezón y empezó a mamar. Tom ciñó la capa de Agnes alrededor del niño.

Martha estaba mirando, con los ojos muy abiertos y chupándose el dedo gordo.

—¿Podrías sostener al bebé así, para que no se caiga? —le preguntó Tom.

La niña asintió arrodillándose junto a la madre muerta y al niño.

Tom cogió la pala. Agnes había elegido aquel lugar para descansar y se había sentado a la sombra del castaño de indias. Así pues, que sea este el lugar de su reposo definitivo. Tragó saliva con fuerza luchando contra el deseo de sentarse en el suelo y echarse a llorar. Marcó un rectángulo sobre la tierra, a algunos pasos del tronco del árbol, donde no habría raíces cerca de la superficie, y empezó a cavar.

Descubrió que ello le servía de ayuda. Cuando se concentraba para hundir su pala en el duro suelo y sacar la tierra, el resto de su mente quedaba en blanco y era capaz de conservar el dominio de sí mismo. Fue turnándose con Alfred para que también él pudiera beneficiarse de aquel trabajo físico constante. Cavaron con rapidez.

—¿Se ve bastante hondo? —preguntó Alfred en un momento determinado.

Tom se dio cuenta entonces de que se encontraba en pie dentro de un hoyo tan profundo como su altura. No quería que el trabajo acabara, pero se vio obligado a asentir.

—Ya es suficiente —dijo, saliendo del hoyo.

Había amanecido mientras cavaba. Martha había cogido en brazos al bebé y estaba sentada junto al fuego, acunándolo. Tom fue junto a Agnes, arrodillándose. La envolvió fuertemente en su capa dejándole la cara visible. Seguidamente la cogió en brazos. Se acercó a la tumba y la dejó en el borde. Luego bajó al hoyo, y a continuación, levantándola, la depositó con sumo cuidado sobre la tierra; permaneció un buen rato mirándola, arrodillado junto a ella en su fría tumba. La besó suavemente en los labios y luego le cerró los ojos.

Salió de la tumba.

—Venid aquí, niños —les dijo.

Alfred y Martha acudieron y se colocaron a su lado. Martha llevaba en brazos al bebé. Tom puso un brazo alrededor de cada uno de ellos.

Todos permanecieron mirando la tumba.

—Decid: Dios bendiga a madre —dijo Tom.

—Dios bendiga a madre —repitieron ambos.

Martha sollozaba y había lágrimas en los ojos de Alfred. Tom les abrazó a los dos, tragándose las lágrimas.

Luego los soltó y cogió la pala. Martha gritó cuando lanzó la primera palada de tierra a la tumba. Alfred abrazó a su hermana. Tom siguió llenando la tumba. No podía soportar la idea de echar tierra sobre la cara de ella, de manera que primero le cubrió los pies y luego las piernas y el cuerpo. Fue apilando la tierra formando un montículo y cada palada se deslizaba hacia abajo hasta que al fin la tierra le llegó al cuello, luego a la boca que él había besado, finalmente todo el rostro desapareció para no volver a verlo nunca más.

Acabó de llenar la tumba con rapidez.

Cuando hubo terminado esparció por doquier la tierra restante para que no formara montón, ya que los proscritos eran muy capaces de cavar una tumba con la esperanza de que el cuerpo llevara alguna sortija. Permaneció allí en pie, contemplando la tumba.

—Adiós, cariño —susurró—. Fuiste una buena esposa y te quiero.

Hizo un esfuerzo supremo y dio media vuelta.

La capa estaba todavía en el suelo, donde Agnes había yacido para el alumbramiento. Toda la parte de abajo estaba sucia con sangre. Tomó el cuchillo y cortó en dos la capa, arrojando la parte sucia al fuego.

Martha seguía con el bebé en brazos.

—Dámelo —dijo Tom.

La niña le miró con ojos asustados. Tom envolvió al niño en la parte limpia de la capa. El bebé empezó a llorar.

Se volvió hacia los niños que le miraban mudos.

—No tenemos leche para que el bebé pueda vivir, así que ha de quedarse aquí con su madre —dijo.

—¡Pero morirá! —exclamó Martha.

—Sí —asintió Tom, esforzándose por controlar la voz—. Hagamos lo que hagamos, morirá.

Hubiera querido que el bebé dejara de llorar.

Recogió sus posesiones, las metió en la olla y luego se la colgó a la espalda tal como siempre la había llevado Agnes.

—Vámonos —dijo.

Martha empezó a sollozar. Alfred estaba pálido. Empezaron a caminar por el camino cuesta abajo bajo la luz gris de una mañana fría. Finalmente se extinguió del todo el llanto del niño.

No era conveniente quedarse junto a la tumba porque los niños no hubieran sido capaces de dormir allí y de nada hubiera servido toda una noche de vigilia; además les haría bien mantenerse en movimiento.

Tom marcó un paso rápido pero ahora sus pensamientos vagaban libremente y no era capaz de controlarlos. No había más remedio que seguir andando. No había que hacer preparativos ni trabajos; no había que organizar nada y no podían ver otra cosa que el oscuro bosque y las sombras oscilando a la luz de las antorchas. Pensaba en Agnes y al seguir el rastro de algún recuerdo sonreía para sí y luego se volvía para contarles lo que acababa de recordar. Entonces al recordar que estaba muerta, el impacto le producía dolor físico. Estaba aturdido como si hubiera ocurrido algo del todo incomprensible, aunque en el mundo, desde luego, fuera muy corriente el que una mujer de su edad muriera de parto y un hombre de la suya se quedara viudo. Pero la sensación de pérdida era como una herida; había oído decir que las personas a las que les habían cortado los dedos de un pie no podían tenerse en pie y se caían constantemente, hasta que volvían a aprender a tenerse en pie. Así se sentía él, como si le hubieran amputado algo de su ser y no pudiera hacerse a la idea de que se había ido para siempre.

Intentó no pensar en ella pero seguía recordando el aspecto que tenía antes de morir. Parecía increíble que hiciera tan sólo unas horas que estaba viva y que ahora ya hubiera muerto. Recordó su rostro mientras se esforzaba por dar a luz y su sonrisa orgullosa mirando al recién nacido. Recordaba lo que después le había dicho: Espero que construyas tu catedral, añadiendo luego, Construye una hermosa catedral para mí. Habló como si supiera que se estaba muriendo.

A medida que caminaba pensaba más y más en el bebé que había abandonado atrás envuelto en una media capa depositado sobre una tumba reciente. Probablemente todavía seguiría vivo, a menos que lo hubiera olfateado un zorro. Pero moriría antes de la amanecida. Lloraría un rato, luego cerraría los ojos y la vida empezaría a abandonarle a medida que fuera quedándose frío mientras dormía.

A menos que un zorro le olfateara.

Nada podía hacer por el niño. Para sobrevivir necesitaba leche; no la había ni tampoco alguna aldea en la que Tom encontrara a una mujer que amamantara al niño o alguna oveja, cabra o vaca que pudiera sustituirla. Nabos era todo cuanto tenía para darle, que lo matarían, como el zorro.

A medida que avanzaba la noche le parecía cada vez más horroroso el haber abandonado al bebé. Sabía bien que era algo corriente.

Unos campesinos con familia numerosa y granjas pequeñas solían dejar a los recién nacidos expuestos al frío, y en ocasiones el sacerdote hacía la vista gorda. Pero Tom no pertenecía a esa clase de gente. Debiera haberle llevado en brazos hasta que muriera y luego enterrarlo. Claro que aquello no serviría de nada, pero de todos modos era lo que debía haber hecho.

Se dio cuenta de que ya era de día.

Se paró de repente.

Los niños se quedaron mirándole muy quietos, esperando. Estaban preparados para cualquier cosa, ya nada era normal.

—No debí haber dejado al bebé —dijo Tom.

—Pero no podíamos darle de comer. Moriría de todas maneras —alegó Alfred.

—Aun así, no debí dejarle —insistió Tom.

—Volvamos a buscarle —dijo Martha.

Tom todavía dudaba. Regresar en aquel momento sería como admitir que había hecho mal abandonando al niño.

Pero era verdad, había hecho mal.

Dio media vuelta.

—Muy bien. Volvamos —dijo.

En aquel momento los peligros que con anterioridad había descartado le parecían de repente más posibles. Para entonces algún zorro habría olfateado con toda seguridad al bebé y le habría arrastrado a su cubil. O quizás un lobo. Los jabalís también eran peligrosos aunque no comieran carne ¿Y qué decir de las lechuzas? Una lechuza podía llevarse al bebé pero no sin antes picotearle los ojos.

Avivó el paso sintiéndose mareado por el cansancio y el hambre. Martha tuvo que correr para seguirle, pero no se quejó.

Tom temía lo que pudiera encontrar al volver junto a la tumba.

Los depredadores eran implacables y sabían cuándo se encontraba indefenso un ser vivo.

No sabía cuánto camino podían haber andado, había perdido el sentido del tiempo. El bosque le resultaba poco familiar a ambos lados del camino aunque acabaran de pasar por él. Buscó ansioso el lugar donde se encontraba la tumba. Seguramente el fuego aún no se había apagado, habían hecho una hoguera muy grande. Escudriñó los árboles buscando las hojas peculiares del castaño de Indias. Pasaron junto a un recodo lateral que no recordaba y empezó a pensar desquiciado que quizá ya habían pasado junto a la tumba y no la habían visto. Luego le pareció distinguir delante de ellos un leve centelleo naranja.

Sintió que el corazón le latía con fuerza; apretó el paso y guiñó los ojos. Sí, era un fuego. Echó a correr. Oyó que Martha le gritaba como si creyera que la estaba abandonando, y él les gritó a su vez por encima del hombro:

—¡Lo hemos encontrado! —Y oyó a los niños que corrían tras él.

Llegó a la altura del castaño de Indias con el corazón desbocado. El fuego ardía alegremente; allí estaba el montón de leña y también el sayo manchado de sangre donde se había desangrado Agnes hasta morir. Y allí estaba la tumba, un trozo de tierra removida recientemente bajo la cual yacía ella. Y sobre la tumba estaba… nada. Tom buscó frenético en derredor suyo con la mente confusa. Ni rastro del bebé. Incluso había desaparecido la mitad de la capa en la que le había dejado envuelto. Y, sin embargo, la tumba estaba intacta.

Sobre la tierra blanda no se veían huellas de animales, ni sangre ni señal alguna de que el bebé hubiera sido arrastrado.

Tom tuvo la sensación de que no podía ver con demasiada claridad y que tenía la mente confusa. Ahora ya sabía que había hecho algo terrible abandonando al recién nacido mientras aún vivía. Cuando supiera que estaba muerto podría descansar. Pero era posible que todavía siguiera vivo por allí cerca, en alguna parte; decidió buscar caminando en círculo.

—¿Adónde vas? —le preguntó Alfred.

—Tenemos que buscar al bebé —dijo Tom sin volver la vista.

Anduvo alrededor del límite del pequeño calvero escudriñando debajo de los arbustos; todavía se sentía algo mareado y confuso. No vio nada, ni siquiera el menor indicio de la dirección en la que el lobo se hubiera llevado al niño, porque ya estaba seguro de que había sido un lobo. El cubil del animal debía estar por allí cerca.

—Tenemos que hacer un círculo más grande —dijo a sus hijos.

Abrió de nuevo la marcha alejándose más del fuego, hurgando entre los arbustos y matorrales. Empezaba a sentirse confuso, pero logró mantener la mente fija en una cosa: la imperativa necesidad de encontrar al niño. Ahora ya no era dolor lo que sentía, sino tan sólo una ardiente y compulsiva determinación, y en el fondo de su mente el aterrador convencimiento de que todo aquello había sido culpa suya. Anduvo a ciegas por todo el bosque, escudriñando el suelo, deteniéndose de vez en cuando para escuchar el inconfundible lloriqueo de un recién nacido. Pero cuando él y los niños se quedaron quietos, sobre el bosque planeaba el más absoluto silencio.

Tom perdió la noción del tiempo. Sus círculos, cada vez más amplios, le llevaban de nuevo hasta el camino, aunque más adelante comprendió que hacía mucho tiempo que lo habían cruzado. En un momento preguntó cómo era posible que no hubieran dado con el hogar del guarda forestal. Tuvo la vaga idea de que había perdido la dirección, de que ya no estaban dando vueltas alrededor de la tumba, sino que habían estado vagando por el bosque a la buena de Dios. En realidad poco importaba, salvo el seguir buscando.

—Padre —dijo Alfred.

Tom le miró, irritado de que interrumpiera el curso de sus pensamientos. Alfred llevaba a Martha a sus espaldas, completamente dormida.

—¿Qué pasa? —dijo Tom.

—¿Podemos descansar? —le preguntó Alfred.

Tom vaciló. No quería detenerse, pero Alfred parecía a punto de derrumbarse.

—Bueno, pero no por mucho tiempo —advirtió reacio.

Se encontraban en una ladera. Al pie debía de haber algún arroyo. Estaba sediento; cogió a Martha de la espalda de Alfred y con ella en brazos bajó por la ladera. Tal como esperaba encontró un arroyo pequeño y claro con hielo en las orillas. Dejó a Martha en el suelo. La niña ni siquiera se despertó. Él y Alfred se arrodillaron y cogieron agua fresca con las manos.

Alfred se tumbó cerca de Martha y cerró los ojos. Tom miró en derredor. Estaban en un calvero alfombrado por hojas secas. Todos los árboles que les rodeaban eran bajos, robles vigorosos cuyas ramas se entrelazaban unas con otras. Tom atravesó el calvero, pensando en buscar al bebé por detrás de los árboles, pero al llegar al otro lado sintió que las piernas le flaqueaban y tuvo que sentarse bruscamente.

Ya era pleno día, pero estaba brumoso y no parecía hacer más calor que a medianoche. Temblaba de forma incontrolable. Se daba cuenta que había estado caminando vestido tan sólo con su túnica. Se preguntó qué había pasado con su capa, pero fue incapaz de recordarlo. Tal vez la bruma se estaba haciendo más densa o algo pasaba en los ojos, porque ya no podía ver a los niños al otro lado del calvero. Quiso levantarse e ir hacia ellos, pero algo no marchaba bien en sus piernas.

Al cabo de un rato un sol débil se abrió paso entre las nubes, y poco después llegó el ángel.

Atravesó el calvero desde el este vestido con una larga capa de invierno, de lana casi blanca. Tom lo vio acercarse sin sorpresa. Tampoco era capaz de sentir temor o asombro; con la misma mirada vacua carente de toda emoción vagaba por los macizos troncos de los robles que le rodeaban. Tenía el ovalado rostro enmarcado por abundante pelo oscuro y la capa le ocultaba los pies de manera que parecía estar deslizándose sobre las hojas secas. Se detuvo precisamente frente a él y los dorados ojos claros parecieron penetrarle hasta el alma y comprender su dolor.

A Tom le parecía familiar, como si hubiera visto una pintura de ese mismo ángel en alguna iglesia en la que hubiera entrado recientemente. Entonces se abrió la capa. Tenía el cuerpo de una mujer de veinticinco años, de piel blanca y pezones rosados. Tom siempre había dado por sentado que los cuerpos de los ángeles eran inmaculados, sin vello alguno, pero este no era así.

Ella hincó una rodilla en el suelo, frente a él, donde se encontraba sentado junto al nogal. Se inclinó hacia él y le besó en la boca. Tom estaba demasiado aturdido por todos los sobresaltos anteriores para sorprenderse incluso de aquello. Ella le empujó suavemente hasta que quedó tumbado y luego, abriéndose la capa, se echó sobre él con el cuerpo desnudo contra el suyo. Tom sintió el ardor del cuerpo de ella a través de la ropa. En seguida dejó de temblar.

Ella le cogió la barbuda cara con ambas manos y volvió a besarle sedienta, como quien bebe agua fresca al cabo de un día largo y seco. Luego fue bajando las manos hasta las muñecas de él y le llevó las manos a los pechos. Tom los cogió como con un reflejo. Eran suaves y flexibles, y los pezones se endurecieron bajo las yemas de sus dedos.

En el fondo de su mente aleteaba la idea de que estaba muerto. No creía que el cielo fuera así, pero apenas le importaba. Hacía horas que había perdido sus facultades críticas. Y la escasa capacidad que le quedaba para pensar de manera racional se desvaneció y dejó que dominara su cuerpo. Trató de incorporarse, apretando su cuerpo contra el de ella, acumulando energía de su calor y desnudez. Ella abrió la boca, hundiendo la lengua en la suya, buscando su lengua.

Tom reaccionó ansioso.

Ella se apartó por un instante. Tom observó aturdido cómo se levantaba la falda de su túnica hasta la cintura y se montaba sobre él. La mujer clavó los ojos en los suyos, con aquella mirada que parecía verlo todo, al tiempo que se inclinaba sobre él. Hubo un instante angustioso cuando se tocaron sus cuerpos y ella pareció indecisa.

Luego sintió que la penetraba. La sensación fue tan apasionante que tuvo la impresión de que iba a estallar de placer. Ella movió las caderas sonriéndole y besándole el rostro.

Al cabo de un rato ella cerró los ojos y empezó a jadear. Tom comprendió que estaba perdiendo el control. La observó maravillosamente fascinado. Ella emitía pequeños gritos rítmicos, moviéndose cada vez más deprisa, y su éxtasis conmovió a Tom hasta lo más profundo de su alma herida de tal manera, que no sabía si quería sollozar de desesperación, gritar de alegría o reír histérico; y luego a ambos les sacudió una oleada de placer, como árboles bajo una galerna, una y otra vez. Al fin, se calmó su pasión, y ella se desplomó sobre su pecho.

Yacieron así durante mucho tiempo. El calor del cuerpo de ella lo mantenía caliente. Se sumergió en una especie de sueño ligero.

Parecía más corto y más semejante a una ensoñación que a un sueño verdadero, pero cuando abrió los ojos tenía la mente clara.

Miró a la hermosa joven que yacía sobre él y se dio cuenta instante de que no era un ángel sino Ellen, la proscrita, con la que se había encontrado en aquella parte del bosque el día que les robaron el cerdo. Ella le sintió moverse y abrió los ojos, mirándole con una expresión en la que se mezclaba el afecto y la ansiedad. Tom pensó de repente en sus hijos. Apartó suavemente a Ellen y se sentó. Alfred y Martha seguían tumbados sobre las hojas, envueltos en sus capas, con el sol sobre sus rostros dormidos. Entonces recordó horrorizado lo ocurrido durante la noche, que Agnes estaba muerta y que el recién nacido, ¡su hijo!, había desaparecido. Se cubrió el rostro con las manos.

Ellen emitió un extraño silbido de dos tonos. Él levantó la cabeza. Surgió una figura del bosque, y Tom reconoció a Jack, el hijo tan peculiar de ella, con su tez extraordinariamente pálida, su pelo rojo, sus brillantes ojos verdes parecidos a los de un pájaro. Tom se levantó, arreglándose la indumentaria, y Ellen se puso en pie, ciñéndose la capa.

El muchacho llevaba algo en la mano. Se acercó a Tom y se lo mostró. Era la mitad de la capa en la que había envuelto al niño antes de depositarlo sobre la tumba de Agnes.

Tom miró al muchacho y luego a Ellen sin comprender.

—Tu hijo está vivo —dijo ella cogiéndole las manos y mirándole los ojos.

Tom no se atrevía a creerla. Sería algo demasiado hermoso, demasiado feliz para este mundo.

—No puede ser —dijo.

—Lo es.

Tom empezó a tener esperanzas.

—¿De veras? —dijo— ¿De veras?

Ella asintió con la cabeza.

—De veras. Te llevaré junto a él.

Tom se dio cuenta de que le decía la verdad. Se sintió invadido por una oleada de alivio y felicidad. Cayó de rodillas sobre la tierra y allí lloró como si se hubiera abierto una esclusa.

5

—Jack oyó llorar al bebé —le explicó Ellen—. Iba de camino hacia el río, en un lugar al norte de aquí donde se pueden matar patos con piedras si eres buen tirador. No sabía qué hacer y volvió corriendo a casa en mi busca. Pero mientras nos dirigíamos al lugar vimos a un sacerdote montando un palafrén y con el niño en brazos.

—He de encontrarlo… —dijo Tom.

—No temas —dijo Ellen—. Sé dónde está. Cogió por un sendero lateral muy cerca de la tumba. Es un pequeño camino que conduce a un pequeño monasterio oculto en el bosque.

—El niño necesita leche.

—Los monjes tienen cabras.

—Gracias a Dios —exclamó Tom con fervor.

—Te llevaré allí después de que comas algo. Pero… —frunció el entrecejo—. No hables todavía a tus hijos del monasterio.

Tom miró hacia el calvero. Alfred y Martha seguían durmiendo.

Jack se había acercado a ellos y los contemplaba con su mirada vacua.

—¿Por qué no?

—No estoy segura… Pero me parece que será más prudente esperar.

—Pero tu hijo se lo dirá.

Ellen negó con la cabeza.

—Él vio al sacerdote, pero no creo que se le haya ocurrido lo demás.

—Muy bien. —Tom se mostró solemne—. Si hubiera sabido que estabas por aquí cerca, quizás hubieras podido salvar a mi Agnes.

Ellen agitó la cabeza y el pelo oscuro le cayó sobre la cara.

—No hay nada que pueda hacerse salvo mantener a la mujer con calor, y eso ya lo hiciste. Cuando una mujer sangra por dentro, o se para la hemorragia y se pone mejor, o no se para y se muere. —A Tom se le llenaron los ojos de lágrimas, y Ellen dijo—: Lo siento.

Tom asintió sin decir nada.

—Pero los vivos han de ocuparse de los vivos y tú necesitas comida caliente y una nueva capa —dijo Ellen al tiempo que se ponía en pie.

Despertaron a los niños. Tom les dijo que el niño estaba bien, que Ellen y Jack habían visto un sacerdote con él en brazos, y que más tarde él y Ellen irían a buscar al sacerdote, pero que antes Ellen les daría de comer. Aceptaron tranquilamente las asombrosas noticias.

Nada en el mundo era ya capaz de asombrarles. Tom no estaba menos aturdido. La vida se estaba moviendo demasiado deprisa para que él pudiera asimilar todos los cambios. Era como encontrarse montado sobre un caballo desbocado. Todo ocurría con tanta rapidez, que no se tenía tiempo para reaccionar ante los acontecimientos, y todo cuanto podía hacer era resistir a pie firme e intentar conservar la cordura. Agnes había alumbrado con el aire frío de la noche; el bebé había nacido milagrosamente sano, y, de repente, Agnes, el alma gemela de Tom, se había desangrado entre sus brazos hasta morir, y él había perdido la cabeza. Había condenado al recién nacido dándole por muerto. Luego le habían buscado y habían fracasado. Y finalmente había aparecido Ellen, y Tom la había tomado por un ángel, habían hecho el amor como en un sueño, y ella le había dicho que el niño estaba vivo y bien. ¿Disminuiría su marcha la vida como para dejar reflexionar a Tom sobre todos aquellos terribles acontecimientos?

Se pusieron en marcha. Tom siempre había dado por sentado que los proscritos vivían en condiciones míseras y se preguntaba cómo sería su casa. Ellen les condujo en zigzag a través del bosque. No había senderos pero ella nunca vacilaba al atravesar arroyos, evitar las ramas bajas, superar una ciénaga helada, un montón de matorrales o el enorme tronco de un roble caído. Finalmente se dirigió hacia una espesura de zarzas y pareció desaparecer. Tom siguió tras ella; descubrió que contrariamente a su primera impresión había un angosto pasadizo que atravesaba tortuoso la espesura de zarzas. Siguió sus pasos. Las zarzas se cerraban sobre su cabeza y se encontró en una semi-oscuridad. Permaneció quieto esperando a que sus ojos se hicieran a la oscuridad. Poco a poco se dio cuenta de que se encontraba en una cueva.

El ambiente estaba caldeado. Delante de él ardía un fuego sobre un hogar de piedras planas. El humo subía directamente hacia arriba; debía de haber una chimenea natural en alguna parte. A cada lado de él había pieles de animales, una de lobo y otra de ciervo, sujetas a los muros de la cueva con estaquillas de madera. Del techo, sobre su cabeza, colgaba un anca de venado ahumado. Vio una caja de confección casera repleta de manzanas silvestres, balas de junco sobre anaqueles y juncos secos en el suelo. Al borde del fuego había una olla como en cualquier casa normal, y a juzgar por el olor contenía el tipo de potaje que todo el mundo comía: vegetales cocidos con huesos de carne y hierbas. Tom estaba asombrado. Era una casa más confortable que la de muchos siervos.

Al otro lado del fuego había dos colchones hechos con piel de ciervo y posiblemente rellenos con juncos; en la parte superior de cada uno había una piel de lobo, cuidadosamente enrollada. Seguramente Ellen y Jack dormían allí, con el fuego entre ellos y la entrada de la cueva. Al fondo de esta había una magnífica colección de armas y pertrechos de caza. Un arco, algunas flechas, redes, trampas para los conejos, varias dagas de aspecto terrible, una lanza de madera con la punta cuidadosamente afilada y endurecida al fuego, y tres libros entre todos aquellos instrumentos primitivos. Tom se quedó pasmado. Nunca había visto libros en una casa, y menos aún en una cueva. Los libros pertenecían a las iglesias.

Jack cogió un bol de madera, lo sumergió en la olla y luego empezó a beber de él. Alfred y Martha le observaban hambrientos. Ellen dirigió a Tom una mirada de excusa.

—Jack, cuando hay forasteros debemos darles comida antes de cogerla nosotros —dijo a su hijo.

—¿Por qué? —El muchacho miraba desconcertado.

—Porque es un gesto cortés. Da potaje a los niños.

Aunque no quedó convencido, Jack obedeció a su madre.

Ellen dio un poco de sopa a Tom, que la bebió sentado en el suelo. Tenía gusto a carne y le reconfortó. Ellen echó una piel sobre sus hombros. Cuando se hubo bebido el caldo, pescó los vegetales y la carne con los dedos. Hacía semanas que no probaba la carne. Parecía de pato, cazado probablemente por Jack con piedras y un tirachinas.

Comieron hasta dejar la olla vacía. Luego Alfred y Martha se tumbaron sobre los juncos. Antes de quedarse dormidos, Tom les dijo que él y Ellen iban a buscar al sacerdote, y Ellen dijo a Jack que se quedara junto a ellos y que tuviera cuidado hasta que regresaran. Los dos niños asintieron exhaustos y cerraron los ojos.

Tom y Ellen salieron. Él llevaba sobre los hombros la piel que Ellen le había echado para que estuviera caliente. Tan pronto como hubieron salido de la espesura de las zarzas, Ellen se detuvo, acercó la cabeza de Tom a la suya y le besó en la boca.

—Te quiero —dijo apasionadamente—. Te quise desde el momento en que te vi. Siempre he querido un hombre que fuera fuerte y cariñoso y pensé que no existía nadie parecido. Luego te vi. Te deseé. Pero me di cuenta de que amabas a tu mujer. ¡Cómo la envidié, Dios mío! Siento que haya muerto, lo siento de veras, porque veo en tus ojos el dolor y todas las lágrimas que necesitas verter. Me destroza el corazón verte tan triste. Pero ahora que ella se ha ido, te quiero para mí.

Tom no supo qué decir. Era difícil de creer que una mujer tan hermosa, con tantos recursos y tan segura de sí misma, pudiera haberse enamorado de él a primera vista. Y todavía más difícil saber cómo se sentía él. Ante todo profundamente desolado por la pérdida de Agnes. Ellen tenía razón al decir que tenía acumulado mucho llanto; sentía el peso de las lágrimas en sus ojos. Pero también se sentía consumido de deseo por Ellen, con su cálido y hermoso cuerpo, sus ojos dorados y su abierta sensualidad. Se sentía terriblemente culpable de desear con tal intensidad a Ellen cuando sólo hacía unas horas que Agnes estaba en la tumba.

Se la quedó mirando, y de nuevo los ojos de ella penetraron hasta el fondo de su corazón.

—No digas nada. No tienes de qué sentirte avergonzado. Sé que la amabas. Y estoy segura que ella también lo sabía. Aún sigues queriéndola…, naturalmente que la quieres. Siempre la querrás.

Ellen le había dicho que no dijera nada, y en cualquier caso nada tenía que decir. Aquella extraordinaria mujer le tenía desconcertado. Parecía como si todo lo enderezara. El hecho de que pareciera saber lo que anidaba en su corazón le hizo sentirse mejor, como si ya no tuviera de qué avergonzarse. Suspiró.

—Eso está mejor —le dijo. Le cogió de la mano y juntos se alejaron de la cueva.

Durante casi una milla estuvieron atravesando el bosque virgen hasta llegar a un camino. Mientras avanzaban por él, Tom no dejaba de mirar el rostro de Ellen a su lado. Recordaba que cuando la vio por primera vez pensó que no llegaba a ser bella por culpa de sus extraños ojos. Pero en aquellos momentos no comprendía cómo pudo haber pensado semejante cosa. Ahora veía aquellos asombrosos ojos como la expresión perfecta de su ser único. Ahora le parecía absolutamente perfecta y lo único que le extrañaba era cómo podía estar con él.

Anduvieron tres o cuatro millas. Tom aún se sentía cansado pero el potaje le había fortalecido y, aunque confiaba totalmente en Ellen, todavía se sentía ansioso por ver al niño con sus propios ojos.

—De momento mantengámonos ocultos a la vista de los monjes —dijo Ellen cuando ya se veía el monasterio a través de los árboles.

—¿Por qué? —preguntó Tom perplejo.

—Abandonaste a un recién nacido. Eso se considera asesinato. Observemos el lugar desde el bosque y veamos qué clase de gente es.

Tom no creía que fuera a encontrarse en dificultades, dadas las circunstancias, pero no estaba mal obrar con cautela, así que asintió con la cabeza y siguió a Ellen a través de arbustos y matorrales. Momentos después se encontraban tumbados junto a la linde del clavero.

Era un monasterio muy pequeño. Tom había construido monasterios y pensó que este debía de ser lo que llamaban una celda, una rama avanzada de un gran priorato o abadía. Sólo había dos construcciones de piedra, la capilla y el dormitorio. El resto estaba construido en madera y zarzo pintado: cocina, establos y un granero, así como una hilera de construcciones agrícolas, más pequeñas. El lugar estaba limpio, tenía un aspecto aseado, y daba la impresión de que los monjes cultivaban la tierra tanto como rezaban.

—Si hubieras encontrado algo podrías volver aquí y recoger al niño.

El instinto de Tom se rebelaba contra aquella idea.

—¿Y qué pensarán los monjes de mi abandono del bebé?

—Ya saben que lo has hecho —replicó ella con tono impaciente—. Sólo se trata de que lo confieses ahora o más adelante.

—¿Saben los monjes cómo cuidar a los niños?

—Al menos saben tanto como tú.

—Eso lo dudo.

—Bueno, han encontrado la manera de alimentar a un recién nacido que sólo puede chupar.

Tom empezó a darse cuenta de que Ellen tenía razón. Por mucho que anhelara tener en sus brazos aquella pequeña cosa, no podía negar que los monjes estaban en mejores condiciones que él para cuidar del niño.

—Dejarlo otra vez —dijo tristemente—. Supongo que tengo que hacerlo.

Permaneció donde estaba, mirando a través del calvero, a la pequeña figura en el regazo del sacerdote. Tenía el pelo oscuro como el de Agnes. Tom ya había tomado una decisión, pero en aquel momento no lograba apartarse de allí.

Y entonces, por la parte más alejada del calvero, apareció un numeroso grupo de monjes, unos quince o veinte, llevando hachas y sierras, y de repente Tom y Ellen corrieron peligro de ser vistos. Se sumergieron de nuevo entre los arbustos. Tom ya no podía ver al bebé.

Se desviaron entre la maraña de matorrales y en cuanto llegaron al camino echaron a correr. Corrieron trescientas o cuatrocientas yardas cogidos de la mano hasta que Tom se sintió exhausto. Además ya se encontraban fuera del alcance de la vista. Dejaron de nuevo el camino y encontraron un lugar para descansar ocultos.

Se sentaron en un ribazo herboso entre sol y sombra. Tom miró a Ellen tumbada boca arriba, jadeante, con las mejillas arreboladas, los labios sonriéndole. Se le había abierto el cuello de la túnica dejando al descubierto la garganta y la curva de un pecho. De súbito sintió la necesidad de contemplar de nuevo su desnudez y el deseo fue mucho más fuerte que el remordimiento que sentía. Se echó sobre ella para besarla, aunque luego vaciló. Mirarla era un verdadero placer. Habló impremeditadamente y sus propias palabras le cogieron por sorpresa.

—¿Quieres ser mi mujer, Ellen? —le dijo.