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El silencio se le hizo insoportable mucho antes de lo que había esperado. Tal vez era un recuerdo prolongado de los días que había pasado prisionero en las habitaciones de Mikal, cuando tenía quince años. Tal vez era que, al igual que tantos ancianos, se había vuelto locuaz y el confinamiento de su promesa de silencio pesaba más de lo que lo habría hecho en su juventud. Fuera cual fuese la razón, ansiaba poder hablar, y por eso fue en silencio a Rruk, consiguió su permiso y viajó a la primera de sus libertades, como las llamaba en su mente.

En las primeras libertades no dejó las tierras de la Casa del Canto. No había necesidad, ya que la Casa del Canto era dueña de más de una tercera parte del único continente del planeta. Pasó semanas deambulando por los bosques del Valle de los Cánticos, esquivando las pocas excursiones que realizaban allí los niños de la Casa del Canto. Se dirigió al lago rodeado por las montañas, donde Esste le había dicho por primera vez que le amaba, donde le enseñó por primera vez el auténtico poder del Control.

Y se sorprendió al descubrir que el sendero había desaparecido. ¿Es que ya no se traía a los niños a este sitio? Estaba seguro de que sí: aún había carreteras para deslizadores cortadas a través de los bosques, y la hierba seguía siendo baja, un signo seguro de que iban allí visitantes de vez en cuando.

Pero desde el pie de la cascada no había ningún sendero para acceder fácilmente a la cima. Recordó lo mejor que pudo y, por fin, muy cansado, llegó a lo alto y miró al lago.

El tiempo no lo había tocado. Si los árboles eran más viejos, no veía signo de ello. Si el agua había cambiado, no podía recordar cómo había sido antes. Los pájaros aún se zambullían en la superficie en busca de pescado; el viento aún ululaba entre las hojas y agujas con una música inexpresable.

Soy viejo, pensó Ansset, tumbado junto al agua. Recuerdo el lejano pasado más fácilmente de lo que recuerdo el ayer. Si cerraba los ojos, podía imaginar a Esste junto a él y oír su voz. Relajando todo el Control, ya que estaba solo, dejó que acudieran las lágrimas del recuerdo; el ardiente sol calentó las lágrimas a medida que afloraban por la comisura de sus ojos. Pero el llanto, por muy quedo que fuera, no podía aliviar lo que había en su interior.

Y por eso cantó.

Después de tanto tiempo de silencio, su voz fue patética. El más humilde Gruñido podría hacerlo mejor. La edad jugaba malas pasadas con el tono, y en cuanto al timbre de la voz, no había ninguno. Sólo el áspero soniquete de una voz vieja usada más de la cuenta cuando fue joven.

Una vez había podido cantar con los pájaros y mejorar su labor. Ahora los pájaros guardaron silencio cuando cantó, y su voz era una intrusa en este lugar.

Lloró lleno de pesar y juró que nunca se humillaría de nuevo.

Pero había pasado demasiado tiempo sin canciones en el palacio y en la Casa del Canto. Había pasado demasiados años sin cantar, porque los demás habrían podido oír su vacío y su fracaso. Aquí, solo en el bosque, no había nadie, y si cantaba mal nadie más que él podría oírle. Así, el mismo día que hizo el juramento lo rompió, y cantó de nuevo. No fue mejor, pero no se sintió tan mal esta vez.

Aunque ésta sea toda la voz que tengo, pensó, sigue siendo una voz.

Ninguna otra persona le oiría cantar nunca, de eso estaba seguro. Pero él se oiría, y cantaría lo que había permanecido guardado en su interior durante tanto, tantísimo tiempo. Era feo, no se parecía en nada a lo que quería hacer, pero cumplía su propósito. Le vaciaba cuando estaba demasiado lleno, y en sus roncas canciones encontraba algún consuelo.

Durante su primera libertad llegó a conocer el Valle de los Cánticos como nadie lo había conocido, porque nadie venía aquí por placer, sin supervisión. Pero había demasiados recuerdos, y el lugar era demasiado solitario… la soledad era buena, pero no podía soportarla mucho tiempo.

Su segunda libertad le condujo a uno de los tres retiros de la Casa del Canto.

No podía ir al que se llamaba Retiro, situado en las riberas del lago más grande del mundo, porque allí era donde acudían los profesores y maestros de la Casa del Canto cuando necesitaban relajarse de su trabajo. Allí tendría que seguir manteniendo su voto de silencio.

Los otros dos, sin embargo, estaban abiertos para él.

Vigilia, muy lejos, al sur, era una isla de arena y roca bañada por el agua de un mar poco profundo. Era hermosa de una manera feroz, y la ciudad de piedra de Vigilia, que se alzaba en la parte más al norte, era un lugar agradable, una isla de verde en medio de tierra árida. Vigilia había sido una fortaleza en los días en que la Casa del Canto había sido un pueblo y el mundo estaba sacudido por la guerra. Ahora era el lugar donde iban los fracasados.

Cientos de cantores salían de la Casa del Canto cada año, para cumplir su servicio hasta que alcanzaran la edad de quince años. Sólo unos pocos cada década eran Pájaros Cantores, pero los cantantes eran también altamente apreciados, y todos eran bienvenidos cuando regresaban a casa.

Algunos cantores se adaptaban tan bien al mundo en el que servían que no querían volver a casa. El buscador que se enviaba a recogerlos trataba de persuadirlos durante varios días, pero si la persuasión no funcionaba, no se empleaba la fuerza y la Casa del Canto pagaba su educación hasta que cumplieran veintidós años, igual que si hubieran sido Sordos.

Algunos cantores regresaban a la Casa del Canto y rápidamente encontraban la felicidad sirviendo como profesores y eran buenos en ello; y se quedaban en la Casa del Canto durante el resto de su vida, a excepción de algunos períodos de descanso en Retiro. Con el tiempo, si tenían la habilidad necesaria, podían convertirse en Maestros Cantores. Y gobernaban la Casa del Canto.

Pero había otras variantes. No todos los que regresaban a Tew estaban capacitados para ser profesores, y había que encontrar un lugar para ellos. Y no todos los cantores terminaban su tiempo de servicio. Había algunos que no podían soportar los mundos exteriores, que necesitaban el consuelo de las paredes de piedra, el retiro, la vida rigurosa y la rutina. Eran aquellos que se volvían locos. «El precio de la música», lo llamaban los líderes de la Casa del Canto, y se encargaban amorosamente de aquellos que habían pagado el precio más alto, ganando sus voces, pero perdiendo sus mentes.

Eran éstos los que iban a Vigilia, y Ansset podía hablar con ellos, porque nunca regresarían a la Casa del Canto.

El mar entre el Desierto Furtivo y la Isla de Vigilia era poco profundo, raramente tenía más de dos metros de profundidad, con bancos de arena que cambiaban con frecuencia, de modo que el paso casi podría hacerse a pie si el sol no fuera tan peligrosamente caluroso y el fondo tan impredecible. El paso se hacía incómodamente en una barcaza con un toldo para proporcionar sombra. Ansset fue conducido por un joven Sordo que pasaba tres meses al año allí, dirigiendo el ferry. El Sordo hablaba sin parar (los visitantes eran escasos) y Ansset oyó en su voz la paz del lugar. Pues a pesar de que la tierra era seca y el agua poco profunda, había vida en este sitio. Los peces se movían perezosamente bajo el agua. Los pájaros se zambullían en su busca y los comían sobre el ala. Grandes insectos caminaban por la superficie o vivían bajo ella, sorbiendo el aire de arriba.

—Es aquí donde está toda la vida —dijo el muchacho—. El pájaro no podría vivir bajo el agua sin los insectos que viven en la superficie o bajo ella. Los pájaros no podrían vivir sin zambullirse para conseguir el pescado. Y los insectos comen las plantas de la superficie. Toda la vida existe sólo por esta fina capa de agua que toca el aire.

El muchacho había estudiado. No tenía voz, pero sí mente y corazón, y había encontrado un lugar para sí mismo, allí fuera. Si no podía vivir en el agua, viviría en el aire.

—Ya sabe, la Casa del Canto no podría vivir sin enviar cantores a los mundos externos —siguió diciendo.

—Y los mundos externos —le dijo Ansset—, me pregunto si los mundos externos podrían vivir sin la Casa del Canto.

El muchacho se echó a reír.

—Oh, pienso que la música es un lujo, eso es todo. Encantadora, pero no la necesitan.

Ansset se guardó su desacuerdo. Y se preguntó si tal vez, en el fondo, el muchacho no tendría razón.

Sólo había siete personas viviendo en Vigilia, de modo que Ansset no tuvo problemas para encontrar alojamiento. Tres eran Ciegos; por tanto, sólo había cuatro locos.

Uno de los locos era una muchacha de no más de veinte años, que caminaba todos los días desde el frío de las torres hasta el mar, donde se tumbaba desnuda, con el cuerpo medio sumergido en el agua. Se movía con las olas. Y cada vez que soplaba la brisa, cantaba una melodía hermosa y lastimera que nunca era dos veces la misma, pero que no parecía variar jamás, una canción de soledad y una mente tan plácida y aparentemente tan vacía como el mar. Cuando el viento moría, lo mismo hacía su canción, de manera que la mayor parte del tiempo permanecía tendida en silencio. No hablaba con nadie y parecía no advertir que existiera nadie más, excepto cuando comía lo que se le colocaba delante. Nunca desobedecía las pocas órdenes que se le daban.

Otro loco era un anciano que había pasado en Vigilia casi toda su vida. Salía de la ciudad y daba largos paseos, y en realidad parecía estar perfectamente cuerdo.

—Me curé hace mucho tiempo —decía—, pero prefiero estar aquí.

Estaba muy bronceado por el sol y recogía marisco de la orilla, que formaban una parte importante del menú de Vigilia. El hombre contaba las mismas historias una y otra vez y, si no le interrumpían, las repetía una detrás de otra a la misma persona todo el día y hasta la noche. Ansset lo hizo una vez, dejándole disfrutar de su audiencia. El viejo, por fin, se quedó dormido. No había cambiado las historias ni una sola vez. Ansset preguntó a uno de los Ciegos.

—No —respondió el Ciego—. Ninguna de sus historias es verdadera.

Y los otros dos locos se mantenían a salvo en habitaciones donde sólo los Ciegos que les cuidaban se percataban de su locura. Algunas veces Ansset les oía cantar, pero las canciones eran siempre demasiado distantes y no podía escucharlas bien.

Ansset visitó Vigilia sólo una vez; era más de lo que podía soportar. Se daba cuenta de que aquellas personas eran las que habían pagado un precio más alto que él por sus canciones, y que habían recibido menos. Cantó solo, en las rocosas colinas tras las torres, y aprendió nuevos ecos y nuevas emociones para su canto.

Y cantó con la muchacha que yacía junto al mar, medio sumergida, y su voz no silenció la de ella. Incluso, una vez, la muchacha le miró y él sintió que, después de todo, tal vez su voz no fuera tan odiosa. Le cantó la canción del amor y al día siguiente se marchó de Vigilia.

El otro retiro era Promontorio, y era con mucho el más grande de todos. Era aquí donde vivían los Ciegos, los cantores que regresaban a la Casa del Canto y descubrían que no disfrutaban de la enseñanza, que no eran realmente buenos en ella. Promontorio era una ciudad de personas que cantaban constantemente, pero que pasaban la vida haciendo cosas distintas de la música.

Promontorio también estaba al borde del mar: el gran edificio de piedra (pues los hijos de la Casa del Canto no podían estar muy lejos de la piedra) asomaba a un mar frío y picado. No había niños allí, pero los juegos celebrados en los bosques, en los campos y en las frías aguas de la bahía eran siempre juegos infantiles. Rruk se lo había explicado antes de que se dirigiera a Promontorio:

—Renunciaron a la mayor parte de su infancia cantando para el placer de otras personas. Ahora pueden ser niños todo el tiempo que quieran.

Sin embargo, no todo eran juegos. Había enormes bibliotecas, con profesores que habían aprendido lo que el universo tenía que enseñarles y que pasaban su conocimiento a Ciegos más jóvenes hasta que morían, normalmente felices. Por supuesto, aquí nunca se llamaban Ciegos: eran sólo personas, como si todo el mundo viviera de aquella manera. Los que mostraban habilidades de gobierno y administración excepcionales eran conducidos a la Casa del Canto, donde servían; el resto pasaba la mayor parte del tiempo felices en Promontorio.

Ansset, sin embargo, no lo era. El lugar era maravilloso y la gente agradable, pero estaba demasiado abarrotado, y aunque no tenían ninguna restricción para hablarle, descubrió que le miraban con extrañeza porque no cantaba nunca. Muy pronto descubrieron quién era (su identidad no era ningún secreto entre los Ciegos), y aunque le trataban con deferencia, no había esperanza de amistad. Su extraña vida era ininteligible para la mayoría, y le dejaban solo.

Inevitablemente, entonces, aunque visitó varias veces Promontorio, regresaba a la Casa del Canto después de una semana. Hablar con los Ciegos y cantar solo en el bosque o en el desierto no eran condiciones suficientes para apartarle de las canciones de los niños.

Y, después de una temporada, hubo otra razón para que regresara. Nunca había pretendido romper su voto de silencio; se avergonzaba cuando advertía que Rruk no podía confiar en él después de todo, que su Control no era suficiente para detenerle. Pero sabía que algunas promesas no pueden mantenerse. Y otras no deberían serlo. Y por eso, en una habitación aislada de la Casa del Canto, donde Esste le había enseñado a cantar hasta que tocara el filo de las paredes, Ansset empezó a cantar.