Onn estaba ocupado.
Había mucho por hacer, y varios Sordos y Ciegos clave habían obtenido misiones al mismo tiempo, lo que a veces sucedía, aunque resultaba un inconveniente.
—A veces —había confesado Onn a un joven maestro—, me parece que bien podría ser sordo, por el poco tiempo que paso con música.
Pero no le importaba. Era un buen cantor, un buen profesor, digno de respeto. Sin embargo, al contrario de muchos de los altos instructores y Maestros Cantores que tenían la responsabilidad de que la Casa del Canto fuera bien dirigida, también era un buen administrador. Hacía sus trabajos. Recordaba detalles. Así, donde la mayoría de los maestros estaban deseando ver que casi todo el trabajo y las decisiones estuvieran a cargo de los Ciegos, Onn se preocupaba de saber todo lo posible acerca de las operaciones de la Casa del Canto, y ayudaba a Esste en lo que podía.
Y lo más importante: lo hacía sin ser molesto. Y por eso era razonable, para él y para todo el mundo, asumir que sería el próximo Maestro Cantor de la Sala Alta cuando Esste decidiera que su trabajo había acabado. Y así habría sido, si no hubiera estado tan ocupado.
Cuando el Maestro Cantor de la Sala Alta no deseaba ser molestado, simplemente no contestaba las llamadas de la puerta. Ésta era la práctica aceptada. Los únicos que podían desafiarla eran los Ciegos y los Sordos que hacían su trabajo, porque, según la norma del lugar, los consideraban generalmente como no existentes. Un Sordo cuya rutina le decía que barriera una habitación simplemente barrería la habitación, y la persona que hubiera exigido intimidad no habría puesto reparos…, aunque si un estudiante o un maestro entrara sin permiso, el resultado habría sido bastante desagradable.
Todo esto se tenía por norma. Pero Onn necesitaba consultar al ordenador para responder a una pregunta, y eso implicaba consultar con Esste. El problema parecía urgente en ese momento, aunque unas cuantas horas más tarde ni siquiera pudo recordar cuál era. Se dirigió a la Sala Alta y llamó a la puerta.
No hubo respuesta.
Si Onn hubiera sido ambicioso en lugar de dedicado, habría pensado en la posibilidad de que Esste no contestara porque hubiera decidido renunciar a su trabajo, y él se habría marchado de puntillas y esperado pacientemente. O si Onn hubiera tenido menos confianza en sí mismo, no se habría atrevido a traspasar la puerta. Pero era dedicado y confiado, y abrió la puerta, y por eso fue él quien encontró el cadáver de Esste bajo una densa capa de nieve.
La pérdida de Esste le llenó de pena, y se sentó en el frío suelo junto al cadáver durante un rato, después de haber cerrado los postigos y conectado la calefacción, lamentando la pérdida de su amistad, pues la había amado mucho.
Sin embargo, también conocía su responsabilidad. Había encontrado el cuerpo. Por tanto, tenía que informar a la persona que sería el siguiente Maestro Cantor de la Sala Alta. Sin embargo, él mismo era la única elección lógica para tal puesto. Y la costumbre le prohibía nombrarse a sí mismo. No podía hacerlo.
Se le ocurrió (era humano, después de todo) salir de la habitación inmediatamente y dejarlo todo tal como lo había encontrado y esperar pacientemente a que algún Sordo o Ciego hallara el cadáver. De todas formas, era así como tenía que haber sido.
Pero era honrado, y sabía que el propio hecho de haber desafiado la costumbre y entrado sin permiso era razón suficiente para que se le negara el cargo. Si podía saltarse la cortesía y entrar cuando una persona requería intimidad, era demasiado poco reflexivo para ser Maestro Cantor en la Sala Alta.
¿Pero quién más? No era un accidente que fuera la elección más obvia para la Sala Alta… no era sólo porque fuera el más destacado, sino también porque no había nadie más capacitado para el trabajo. Había muchos cantores dotados y buenos profesores entre los Maestros Cantores y grandes maestros… después de todo, se les seleccionaba para cantar y enseñar. ¿Pero una persona con una voluntad tan fuerte, con tanta dedicación y tanta sabiduría para que la Casa del Canto pudiera estar a salvo si la guiara esa voluntad y esa sabiduría?
En todos los años de existencia de la Casa del Canto, siempre hubo alguien, una elección fácil, o al menos una comprensible. Siempre estaba preparado un Maestro Cantor, o al menos un joven gran maestro destacado cuya elección era claramente acertada.
Esta vez no había nadie. Oh, había dos o tres que podrían haber hecho un trabajo pasable, pero Onn no habría podido soportar trabajar a sus órdenes, porque uno tenía tendencia a tomar decisiones caprichosas y otro se enzarzaba a menudo en tontas discusiones, y el tercero era demasiado distraído para poder confiar en él. Siempre tendría que haber alguien solucionando sus errores. Las cosas no debían ser de esa manera.
Al anochecer, Onn empezaba a desesperarse. Había atrancado la puerta (no tenía sentido dejar que corrieran los rumores si por casualidad entraba un Sordo), y con la nieve formando charcos en el suelo se sentía mojado e incómodo. Resolvió no salir de la habitación hasta que hubiera tomado una decisión. Pero no podía decidirse.
Y así, por la mañana temprano, después de un sueño reparador, se levantó, programó la puerta para que se abriera a mano, la cerró tras él y empezó a deambular por las Celdas y Cámaras, las Salas Comunes, los lavabos y las cocinas, esperando que se le ocurriera alguna idea sorprendente o que se resolviera su indecisión, para que pudiera elegir a alguien que reemplazara a Esste.
Fue por la tarde cuando, abatido, entró en una Sala Común donde se enseñaba a un grupo de Brisas. Entró sólo para consolarse, las jóvenes voces eran lo suficientemente poco habilidosas para que sus cantos no le forzaran a prestar atención, aunque eran lo bastante buenas para que sus armonías y contramelodías resultaran un placer al oído.
Y se sentó al fondo de la habitación, empezó a observar a la profesora, comenzó a escucharla. La reconoció de inmediato, naturalmente. Tenía suficiente habilidad para poder enseñar en Celdas y Cámaras: su propia voz era refinada y pura. Pero no era joven, y no era probable que pudiera ser ascendida al grado de gran maestro o Maestro Cantor; por eso había pedido quedarse en la Sala Común, ya que amaba a los niños y no se avergonzaba ni se sentía decepcionada por acabar sus días enseñándoles. Esste había dado inmediatamente su consentimiento, ya que era bueno que los niños aprendieran de las mejores voces posibles, y esta mujer era mejor cantante que todos los profesores de la Sala Común.
Sus modales con los niños eran amorosos pero directos, amables pero adecuados. Estaba claro que los niños sentían devoción hacia ella; las riñas normales que estallaban normalmente en una clase de esta edad eran manejadas fácilmente, y estaban ansiosos de cantar bien para conseguir su aprobación. Cuando una canción era especialmente buena, ella se les unía, no en voz alta, sino con una armonía suave y hermosa que excitaba a los niños y les inspiraba para cantar mejor.
Onn había tomado una decisión antes de que él mismo pudiera darse cuenta. De repente se encontró rebatiendo una decisión que no sabía que había tomado. Es demasiado inexperta, se dijo, aunque de hecho no había nadie más que él que tuviera, en parte, experiencia en trabajar en la Sala Alta. Es demasiado tranquila, demasiado tímida para imponer su voluntad en la Casa del Canto, insistió, pero sabía que al igual que guiaba a los niños con amor, no con fuerza, podría guiar a la Casa del Canto de la misma forma.
Y finalmente todas sus objeciones se centraron en la última: pena. Ella amaba enseñar a los niños pequeños, y en la Sala Alta únicamente tendría tiempo para uno o dos niños, y esos tendrían que ser de Celdas y Cámaras. No se sentiría feliz de renunciar a un trabajo del que disfrutaba para aceptar una tarea que ella misma y la mayoría de los demás pensarían que era superior a sus habilidades.
Onn, sin embargo, estaba seguro. Al observarla, supo que ocuparía el lugar de Esste. Y si era duro con ella, si tenía que renunciar a algo para hacerlo… bien, la Casa del Canto exigía precios altos a sus hijos, y ella cumpliría con su deber voluntariamente, como hacían todos los miembros de la Casa del Canto.
Se puso en pie, y ella terminó la canción para preguntarle qué quería.
—Rruk —dijo Onn—, Esste ha muerto.
Se sintió complacido al ver que ella no advertía que se la llamaba a reemplazar a Esste. En cambio, su angustia fue conmovedora, y era tan solo pesar por su amada Maestra Esste. Cantó su pena, y los niños se le unieron, inseguros. Su canción había empezado con toda la técnica que tenía, pero a medida que los niños trataban de unírsele, la simplificó por hábito, puso su música a su alcance, y juntos cantaron enternecedoramente acerca del amor que tenía que acabar con la muerte. Aquello conmovió enormemente a Onn. Rruk era una mujer generosa. Había elegido bien.
Cuando la canción terminó, Onn dijo las palabras que, sabía, le provocarían mucha tristeza.
—Rruk, yo encontré su cuerpo, y te pido que te encargues de los preparativos del funeral.
Ella comprendió al instante, y su Control se mantuvo, aunque dijo en voz baja:
—Maestro Cantor Onn, la casualidad que te hizo encontrar su cuerpo fue cruel, pero la que te trajo a mí fue una locura.
—Sin embargo, es tu misión.
—Entonces lo haré. Pero pienso que no seré la única en lamentar el hecho de que, por primera vez, nuestra costumbre haya fallado en la elección del mejor capacitado para ese deber.
Se cantaban mutuamente, con las voces controladas pero hermosas, llenas de emociones, que los niños apenas podían comprender, pues carecían de la experiencia necesaria.
—Nuestra costumbre no ha fallado —dijo Onn—, y lo verás con el tiempo.
Ella salió entonces de la clase y los estudiantes corrieron a contarle a todo el mundo la noticia, y por toda la Casa del Canto dieron comienzo las canciones de pesar por la muerte de Esste, junto con los susurros de sorpresa al saber que Onn no era el sucesor, sino que en realidad había elegido por primera vez en la historia un Maestro Cantor de la Sala Alta que no era ni siquiera un maestro, sino simplemente una profesora de Brisas.
Onn y Rruk atendieron cuidadosamente el cadáver de Esste. Desnuda, la anciana parecía increíblemente frágil, en nada parecida a la imagen de poder que había presentado siempre. Pero, claro, ella vivió entre aquellos para quienes el cuerpo no significaba nada; la voz representaba la clave de lo que era una persona, y por ese baremo no se había conocido a ninguna persona más poderosa en la Casa del Canto en el transcurso de muchas generaciones. Onn y Rruk cantaban y hablaban mientras trabajaban, Rruk haciendo muchas preguntas y Onn intentando enseñarle en unas cuantas horas lo que había tardado muchos años en aprender.
—No puedo aprenderlo —dijo ella, finalmente, llena de frustración.
—Estaré aquí y te ayudaré en todo lo que necesites —respondió él.
Ella accedió y, por eso, en vez de intentar asegurar inmediatamente su autoridad como Maestra Cantora, empezó siendo meramente la portavoz de las decisiones de Onn. Una cosa así no podía mantenerse oculta, y fueron muchos los que pensaron que Onn habría hecho mejor eligiéndoles a ellos, y que había elegido a Rruk porque era débil y así podría gobernar la Casa del Canto a través de ella.
Poco a poco, sin embargo, Rruk empezó a ejecutar sola sus deberes y lentamente la gente de la Casa del Canto se dio cuenta de que, en cierta forma, los había hecho a todos más felices; que aunque la música no había mejorado o empeorado sensiblemente, las canciones se habían vuelto, de alguna manera, más felices. Trataba a todos los niños con tanto respeto como a cualquier adulto; trataba a todos los adultos con tanta paciencia y amor como a cualquier niño. Y funcionaba. Y cuando Onn murió, no muchos años después, no hubo ninguna duda de que había elegido correctamente. De hecho, fueron muchos los que dijeron que había sido una suerte para la Casa del Canto que Rruk y no Onn ocupara el puesto de Maestro Cantor en la Sala Alta. Pues la Casa del Canto no había perdido la experiencia de Onn y había ganado también la comprensión de Rruk.
Por esto, Rruk fue la Maestra Cantora de la Sala Alta cuando Ansset regresó a casa.