13

—Tenemos que llevar a Ansset. Es el único que podría reconocer a alguno.

—No permitiré que me separen de Ansset de nuevo.

El Chambelán insistió testarudamente sobre este punto.

—No quiero dejar las cosas al azar. Hay demasiadas maneras de destruir la evidencia.

Mikal se enfureció.

—No permitiré que el niño vuelva a mezclarse en este asunto. ¡Vino a la Tierra a cantar, maldita sea!

—Entonces rehusó intentarlo de nuevo —dijo el Chambelán—. ¡No puedo cumplir las tareas que me encomendáis si me atáis de manos!

—Entonces llévatelo. Pero tendrás que llevarme también a mí.

—¿A vos?

—A mí.

—Pero los procedimientos de seguridad…

—Al infierno con los procedimientos de seguridad. Nadie espera que pueda hacer algo así. La sorpresa es la mejor seguridad de todas.

—Pero, mi señor, arriesgaréis vuestra vida…

—¡Antes de que nacieras arriesgué mi vida en circunstancias muchísimo más peligrosas que ésta! Aposté mi vida a que podía construir un imperio y estuve cerca de perderla un centenar de veces. Partiremos dentro de quince minutos.

—Sí, mi Señor —dijo el Chambelán. Se marchó rápidamente para prepararlo todo, pero temblaba mientras salía de la habitación de Mikal. Nunca se había atrevido a discutir con el emperador de esa forma con anterioridad. ¿En qué había estado pensando? Y ahora el emperador iba a partir con él. Si algo le sucedía a Mikal mientras estaba al cuidado del Chambelán, estaba perdido. Nadie estaría de acuerdo en nada después de la muerte de Mikal, excepto en que el Chambelán tenía que morir.

Mikal y Ansset fueron juntos al deslizador de las tropas. Los soldados estaban aterrados por tener que realizar una operación con el propio emperador. Pero el Chambelán advirtió que Mikal estaba jubiloso, excitado. Probablemente, supuso el Chambelán, recordaba las glorias de días pasados, cuando conquistó el mundo entero. Bueno, ahora no es gran cosa como emperador, y espero con todas mis ansias que me deje encargarme de esto. Uno de los peligros de estar tan cerca del centro del poder… es que había que aceptar los caprichos de los poderosos.

El niño, sin embargo, parecía no sentir nada en absoluto. No era la primera vez que el Chambelán envidiaba el férreo autocontrol de Ansset.

La habilidad de esconder todos sus sentimientos a los amigos y los enemigos (a menudo era difícil distinguirlos), sería un arma mucho mayor que cualquier láser.

El deslizador recorrió el río Susquehanna a una velocidad inusitadamente rápida, lo que les colocó por encima del tráfico normal del río. Llegaron a Hisper en una hora, luego continuaron durante otra hora más, dejaron el río y cruzaron terrenos de granjas y pantanos hasta que llegaron a un río mucho más ancho.

—El Delaware —le susurró el Chambelán a Mikal y Ansset.

Mikal asintió, pero dijo:

—Guárdate tus esoterismos para ti —parecía irritado, lo que quería decir que se lo estaba pasando estupendamente.

Poco después, el Chambelán ordenó al teniente que dirigiera el deslizador hacia la orilla.

—Hay un sendero que conduce a donde queremos ir.

El terreno era húmedo y dos soldados encabezaron la columna por el sendero, encontrando suelo firme. Fue una larga caminata, pero Mikal no les pidió que redujeran el ritmo. El Chambelán quería detenerse y descansar, pero no se atrevió a pedir que la columna hiciera un alto en el camino. Sería una victoria para Mikal. Si el viejo puede soportarlo, pensó, también puedo yo.

El sendero conducía a un campo vallado, y tras él había un grupito de casas. La casa más cercana era de estilo colonial, por lo que debía tener al menos cien años de antigüedad. El río se encontraba a un centenar de metros, y anclado a un pilote había un barco de quilla plana flotando suavemente en las corrientes.

—Ésa es la casa —dijo el Chambelán—, y ése es el barco.

El camino que les separaba de la casa no era largo, y estaba salpicado de crecidos arbustos, así que pudieron alcanzarla sin que fuera demasiado fácil advertir su presencia. Sin embargo la casa estaba vacía, y cuando irrumpieron en el barco el único hombre que había a bordo se apuntó con un láser a la cara y se la redujo a cenizas. Pero, antes, Ansset pudo reconocerle.

—Era Ronco —dijo el muchacho, mirando el cuerpo sin ningún signo de sentimiento—. Es el hombre que me daba de comer.

Entonces Mikal y el Chambelán siguieron a Ansset al barco.

—No es el mismo —dijo Ansset.

—Por supuesto que no —repuso el Chambelán—. Han estado intentando camuflarlo. La pintura está fresca. Y huele a madera nueva. Lo han estado remodelando. ¿Pero hay algo familiar?

Lo había. Ansset encontró una habitacioncita que podría haber sido su celda, aunque ahora estaba pintada de amarillo brillante y una nueva ventana dejaba entrar la luz del sol. Mikal examinó el marco.

—Nuevo —dijo el emperador.

Y al intentar imaginar el interior del barco tal como podría haber sido, sin pintar, Ansset pudo encontrar la gran sala donde había cantado la última noche de su cautiverio. No había mesa. Pero la habitación parecía del mismo tamaño, y Ansset dedujo que éste bien podría haber sido el lugar donde le habían mantenido prisionero.

En la celda de Ansset oyeron la risa de unos niños y un deslizador que pasaba por el río, lleno de excursionistas que cantaban.

—Una zona muy poblada —le dijo Mikal al Chambelán.

—Por eso hemos venido a través de los bosques. Para no llamar la atención.

—Si querías evitar llamar la atención —dijo Mikal—, habría sido mejor venir en un vehículo civil. No hay nada más sospechoso que soldados escondiéndose en los bosques.

El Chambelán acusó la crítica de Mikal como si fuera un reproche.

—No soy un táctico.

—Lo suficiente —dijo Mikal, dejando que el Chambelán se relajara un poco—. Volvamos a palacio inmediatamente. ¿Hay alguien en quien puedas confiar para que se encargue del arresto?

—Sí —contestó el Chambelán—. Ya han sido avisados de que no le dejen salir de palacio.

—¿A quién? —preguntó Ansset—. ¿A quién vais a arrestar?

Por un momento, parecieron reacios a contestar.

—Al Capitán de la guardia —dijo Mikal finalmente.

—¿Estaba detrás del secuestro?

—Eso es lo que parece —respondió el Chambelán.

—No lo creo —dijo Ansset, pues pensaba que conocía la voz del Capitán y no había oído en ella más que canciones de lealtad. Pero el Chambelán no lo comprendería. No era una evidencia. Y éste era el barco, lo que parecía probarles algo. Por tanto, Ansset no dijo nada más sobre el Capitán hasta que fue demasiado tarde.