El pomo de la puerta giró. Tenía que ser la cena.
Ansset se giró en la dura cama. Los músculos le dolían. Como siempre, intentó ignorar la ardiente sensación de culpa en la boca de su estómago. Como siempre, intentó recordar lo que había sucedido durante el día, pues el último calor de la tarde siempre daba paso al escalofrío de la noche poco después de que se despertase. Y, como siempre, ni pudo explicar la culpa ni recordar el día.
No era Ronco con comida en una bandeja. Esta vez era el hombre llamado Jefe, aunque Ansset creía que aquél no era su nombre. A Jefe le resultaba siempre fácil enfadarse y era terriblemente fuerte, uno de los pocos hombres que Ansset había conocido en su vida que podían hacer que se sintiera tan indefenso como el niño de once años que su cuerpo decía que era.
—Levántate, Pájaro Cantor.
Ansset se incorporó lentamente. En la prisión le mantenían desnudo, y sólo su orgullo impedía que se diera la vuelta ante la rudeza de los ojos que le escrutaban de arriba a abajo. Sólo su Control evitaba que sus mejillas ardieran de vergüenza.
—Vamos a darte una fiesta de despedida, Gorrioncillo, y vas a cantar para nosotros.
Ansset sacudió la cabeza.
—Si puedes cantar para el bastardo de Mikal, puedes cantar para honrados hombres libres.
Ansset dejó que sus ojos ardieran.
—¡Cuida cómo hablas de él, traidor! —dijo con voz de fuego.
Jefe dio un paso, alzando la mano con furia.
—Mis órdenes son no marcarte, Gorrioncillo, pero puedo producirte un dolor que no dejará cicatrices si no cuidas cómo le hablas a un hombre libre. Ahora vas a cantar.
Ansset nunca había sido golpeado por nadie en toda su vida. Pero fue más la furia en la voz del hombre que la amenaza de la violencia lo que le hizo asentir. Aun así, contraatacó.
—¿Podéis darme mis ropas, por favor?
—No hace frío adonde vamos —dijo Jefe.
—Nunca he cantado así —respondió Ansset—. Nunca he interpretado sin ropas.
Jefe hizo una mueca.
—¿Qué es lo que haces entonces sin ropas? El efebo de Mikal no tiene secretos que no podamos ver…
Ansset no comprendió la palabra, pero sí la mueca, y siguió a Jefe por la puerta y recorrió un oscuro corredor con el corazón aún más ensombrecido por la vergüenza. Se preguntó por qué iban a darle una «fiesta de despedida». ¿Iban a dejarle en libertad? ¿Había pagado Mikal algún rescate inimaginable por él? ¿O iban a matarle?
Ansset pensó en Mikal, se preguntó qué estaría experimentando el emperador. No era por vanidad sino por reconocimiento cuando pensó por enésima vez que Mikal estaría frenético, aunque contenido por el orgullo y las necesidades del gobierno para no mostrar nada de lo que sentía. No obstante, estaba seguro de que Mikal no regatearía esfuerzos por rescatarle, y de que acudiría para llevárselo consigo.
El suelo se meció suavemente mientras recorrían el pasillo de madera. Hacía tiempo que Ansset había deducido que estaba prisionero en un barco, aunque nunca estuvo a bordo de un barco mayor que no fuera la canoa en la que había aprendido a remar en el estanque en las inmediaciones del palacio. La cantidad de madera auténtica empleada en su construcción hubiera parecido poco discreta y pretenciosa en la casa de un hombre rico. Aquí, sin embargo, parecía sólo ruin. Derechos campesinos y nada más.
Muy por encima pudo oír el distante chillido de un pájaro, y un firme sonido cantarín que imaginó sería el viento azotando las cuerdas y los cables. Había cantado la melodía varias veces, y a menudo había armonizado con ella.
Y entonces Jefe abrió la puerta y con una inclinación burlesca indicó a Ansset que entrara primero. El niño se detuvo en el marco de la puerta. Reunidos alrededor de una amplia mesa se encontraban una veintena de hombres, algunos de ellos los había visto ya antes, todos vestidos con uno de los extraños trajes regionales de los antiguos habitantes de la Tierra. Ansset no podía dejar de recordar cómo se burlaba Mikal de esa gente cuando acudían a la corte para presentar demandas o pedir favores.
—Todos esos antiguos ropajes —decía Mikal mientras yacía en el suelo junto a Ansset, contemplando el fuego—, todos esos antiguos ropajes no significan nada. Los antepasados de la mayor parte de ellos no eran campesinos. Eran los hombres ricos y boyantes de mundos aburridos que regresaron a la Tierra buscando algún significado. Robaron los pocos trajes campesinos que quedaban e hicieron investigaciones exhaustivas para descubrir más, y pensaron que habían descubierto la verdad. Como si cagar sobre la hierba fuera más noble que hacerlo en un retrete.
La gran civilización de la que esa gente decía ser heredera era pequeña e insignificante para aquellos que habían llegado a pensar a escala galáctica. Pero aquí, ahora que Ansset miraba de cerca sus rostros barbudos y sus ojos serios, se dio cuenta de que, fueran lo que fueren los antepasados de esta gente, ellos habían adquirido la fuerza de lo primitivo, y le recordaron el vigor de la Casa del Canto. A pesar de que sus músculos se habían desarrollado con unos trabajos que habrían sorprendido a un cantor. Y Ansset se presentaba ante ellos blando, blanco, hermoso y vulnerable y, a pesar de su Control, tuvo miedo.
Ellos le observaron con la misma curiosa mirada de complicidad y lujuria que Jefe le había dirigido. Ansset sabía que si se permitía el más mínimo signo de debilidad en sus modales, los hombres se envalentonarían. Así que dio un paso al frente, y sus movimientos no mostraron ningún signo del azoramiento y el miedo que sentía. Parecía despreocupado. Su rostro permanecía tan inexpresivo como si no hubiera experimentado una sola emoción en toda su vida.
—¡Sube a la mesa! —rugió Jefe tras él, y sus manos le alzaron sobre la madera salpicada de vino, migajas y restos de comida—. Ahora canta, pequeño bastardo.
Y así, Ansset cerró los ojos, tomó aire, y dejó que un tono bajo saliera de su garganta. Durante dos años no había cantado más que a petición de Mikal. Ahora cantaba para los enemigos del emperador, y quizá los despedazaría con su voz, los haría retroceder ante su odio. Pero el odio no era propio de Ansset, ni lo había experimentado en toda su vida, y por eso cantó algo completamente diferente. Cantó suavemente, sin palabras, conteniendo el tono para que apenas llegara a sus oídos.
—Más fuerte —dijo alguien, pero Ansset le ignoró, y pronto los chistes y risotadas se apagaron cuando los hombres se esforzaron por escucharle.
La melodía era errante, pasaba por tonos y contratonos con facilidad, con gracia, aún grave en su timbre, pero subiendo y bajando rítmicamente. De modo inconsciente, Ansset movía las manos realizando los extraños gestos que habían acompañado todas sus canciones desde que Esste abrió su corazón en la Sala Alta. Nunca era consciente de los movimientos: en realidad, se sorprendió al ver una nota en un periódico de Philadelphia, que leyó en la biblioteca de palacio: «Oír al Pájaro Cantor de Mikal es una experiencia celestial, pero contemplar sus manos danzar mientras canta es el nirvana». Era algo prudente en la capital de Esteamérica, a menos de doscientos kilómetros del palacio de Mikal. Pero era la visión del Pájaro Cantor de Mikal que tenían todos cuantos pensaban en él, y Ansset no podía comprender, no podía poner imágenes a lo que veían.
Sólo entendía de lo que cantaba, y ahora empezó a cantar con palabras. No eran palabras de recriminación, sino más bien las palabras de su cautiverio, y la melodía se hizo alta, con los suaves tonos superiores que abrieron su garganta y tensaron los músculos de la parte trasera de su cabeza y enderezaron los de la parte delantera de sus muslos. Las notas se abrieron paso y mientras subían y bajaban con tonos sobrecogedores, sus palabras hablaron de la culpa oscura y misteriosa que sentía durante las noches de su sucia prisión. Sus palabras hablaban de su anhelo por el Padre Mikal (aunque nunca mencionó su nombre, no ante estos hombres), de sueños de los jardines junto al río Susquehanna, y de los días perdidos y olvidados que se borraban de su memoria antes de que despertase.
Sin embargo, cantó principalmente sobre su culpa.
Por fin se cansó, y la canción se sumió en una escala susurrante que terminó en una nota equivocada, una nota disonante que se fundió en el silencio, que parecía formar parte de ella misma.
Finalmente Ansset abrió los ojos. Incluso cuando cantaba ante una audiencia que no le gustaba y para la que no quería cantar, no podía dejar de darles lo que querían. Todos los hombres que no estaban llorando le miraban. Ninguno parecía dispuesto a romper el hechizo, hasta que un joven, al otro extremo de la mesa, dijo con marcado acento:
—Ah, sí que es mejor de lo que cuentan.
Su comentario fue saludado con suspiros y risas de coincidencia, y las miradas que se encontraron los ojos de Ansset dejaron de ser suspicaces y lujuriosas y se volvieron tiernas y amables. Ansset nunca habría imaginado unas miradas así en unos rostros tan rudos.
—¿Quieres un poco de vino, chaval? —preguntó la voz de Jefe a sus espaldas, y Ronco sirvió un vaso. Ansset sorbió el vino, y metió un dedo en el líquido para arrojar una gota al aire siguiendo el gracioso gesto que había aprendido en palacio.
—Gracias —dijo, tendiendo el vaso metálico con la misma gracia con que habría devuelto una copa en la corte. Inclinó la cabeza, aunque le molestaba usar semejante gesto de respeto hacia aquellos hombres, y preguntó: ¿Puedo marcharme ahora?
—¿Tienes que hacerlo? ¿No puedes volver a cantar?
Fue como si todos los hombres congregados en torno a la mesa hubieran olvidado que Ansset era su prisionero. Y él, a su vez, les contradijo como si fuera libre de elegir.
—No puedo hacerlo dos veces. Nunca puedo hacerlo dos veces.
No para ellos, al menos. Y en cuanto a Mikal, todas las canciones eran diferentes, y cada una era nueva.
Entonces le bajaron de la mesa y los fuertes brazos de Jefe le llevaron de vuelta a su habitación. Ansset se tendió en la cama después de que la puerta se cerrara, liberando su control, dejando que su cuerpo temblara. La última canción que cantó antes de esto había sido para Mikal. Una canción ligera y feliz, y Mikal había sonreído con aquella sonrisa suya suave y melancólica que sólo se reflejaba en su rostro cuando estaba solo con su Pájaro Cantor. Y Ansset había tocado la mano de Mikal, y Mikal había acariciado la cara de Ansset, y luego Ansset se había marchado a pasear junto al río.
Ansset se sumió en el sueño pensando en las canciones de los ojos grises de Mikal, canturreando sobre las firmes manos que gobernaban un imperio y, sin embargo, aún podían acariciar la frente de un chiquillo hermoso y llorar con una canción triste. Ah, cantó Ansset en su mente, ah, los sollozos de las apenadas manos de Mikal.