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Esste se quedó durante un año, obrando milagros en silencio.

—Nunca tuve intención de involucrarme directamente en estas cosas —le dijo a Kyaren, cuando le llegó el momento de marcharse.

—Me gustaría que no te fueras.

—Éste no es mi mundo real, Kya-Kya. Mi verdadero trabajo me espera en la Casa del Canto. Éste es tu trabajo. Lo haces bien.

En el año que permaneció allí, Esste curó el palacio mientras mantenía el imperio bajo control. La humanidad había estado desorganizada durante más de veinte mil años, reunida en un imperio durante menos de un siglo. Podría haberse fragmentado fácilmente.

Pero la hábil voz de Esste era confiada y fuerte; cuando llegó el momento de anunciar que Riktors estaba enfermo, ella ya se había ganado la confianza, el respeto o el miedo de aquellos de quienes tenía que depender. No tomaba decisiones: eso quedaba a cargo de Kyaren y el Mayordomo, que estaban al tanto de lo que sucedía. Esste sólo hablaba, cantaba y suavizaba los millones de voces que gritaban pidiendo consejo y ayuda a la capital, que buscaban debilidad o pereza en la capital. No había rendijas por las que pudieran entrar los cuchillos. Y, al final del año, la regencia quedó asegurada.

Esste, sin embargo, consideraba mucho más importante el trabajo que hizo con Ansset y Riktors. Fue su canto lo que por fin sacó a Riktors de su catalepsia. Ella fue el antídoto para la ira de Ansset. Y aunque Riktors no habló durante siete meses, recobró la capacidad de atención, observaba a la gente deambulando por su habitación, comía decentemente y se encargaba de su propio aseo, para alivio de sus doctores. Y, después de siete meses, empezó a contestar cuando se le hablaba. Su respuesta fue obscena y el criado al que se dirigió se resintió, dolorido, pero Esste se echó a reír y se dirigió a Riktors y le abrazó.

—Vieja bruja —dijo Riktors, encogiendo los ojos—. Has ocupado mi puesto.

—Sólo lo he guardado para ti, Riktors. Hasta que estés preparado para volver a ocuparlo.

Pero pronto quedó claro que Riktors nunca podría ocuparlo de nuevo. A veces se volvía muy alegre, pero a menudo le vencía una gran melancolía. Actuaba siguiendo sus caprichos y luego los olvidaba de repente a la mitad: una vez dejó a treinta cazadores rastreando el bosque y regresó a palacio, causando un pánico terrible hasta que lo encontraron nadando desnudo en el río, intentando capturar los gansos que aterrizaban en las corrientes cerca de la ribera. No podía concentrarse en asuntos de estado. Y cuando se le solicitaban decisiones, actuaba rápida y bruscamente, intentando deshacerse de los problemas de inmediato, sin que le preocupara el hecho de resolverlos bien o no. No había perdido la memoria. Recordaba claramente que antes se había preocupado mucho por estas cosas.

—Pero ahora me pesan. Me oprimen, como un uniforme estrecho. Soy un emperador terrible, ¿verdad?

—Eres bastante bueno —respondió Esste—, siempre y cuando no interfieras en los que están dispuestos a soportar la carga.

Riktors miró por la ventana las nubes que se cernían sobre el bosque.

—¿Se ha puesto alguien mis zapatos?

—No son tus zapatos. Riktors —dijo Esste—. Son los de Mikal. Tú los usaste y caminaste con ellos. Pero ahora no te calzan…, como tú mismo dijiste. Aún puedes ser útil. Estando vivo y apareciendo de vez en cuando puedes conservar unido el imperio. Mientras, otros toman las decisiones que tú no puedes tomar ya. ¿No es bastante justo?

—¿Lo es?

—¿Para qué podrías utilizar ahora el poder? Lo utilizaste una vez y casi mataste a todo lo que amabas.

Él la miró horrorizado.

—Creí que no íbamos a discutir eso.

—No lo hacemos. Excepto cuando necesitas que te lo recuerden.

Y así Riktors vivió en sus habitaciones de palacio, y se divertía con lo que quería, apareciendo en público para que los ciudadanos supieran que estaba vivo. Pero todos los asuntos eran llevados a cabo por subordinados. Y gradualmente, a medida que el año pasaba, Esste se separó de las discusiones, dejó de ir a las reuniones, y el Mayordomo y Kyaren gobernaron juntos, pues ninguno de los dos era todavía suficientemente fuerte para gobernar solo, y ambos se alegraban de que no fuera necesario.

Curar a Riktors todo lo posible sólo era una parte del trabajo de Esste. Estaba Efrim, que en un sentido era el más fácil y en otro el más difícil.

Efrim sólo tenía un año cuando su padre murió, pero el niño era suficientemente despierto para sentir la pérdida. Lloraba por su padre, que había sido tierno y había jugado con él, y Kyaren no podía consolarle. Por eso, fue Esste quien se encargó de él y le cantó hasta que descubrió las canciones que llenaban la necesidad del niño.

—Pero no estaré aquí eternamente —dijo Esste—, y debe tener a alguien que reemplace a su padre.

El Mayordomo era rápido de reflejos y se volvió hacia Kyaren.

—Está en palacio, y yo también. Soy un buen partido, ¿no crees?

Así pues, antes de que Esste llevara allí seis meses, Efrim llamaba papá al Mayordomo, y antes de que Esste se marchara, Kyaren y el Mayordomo firmaron un contrato.

—Siempre te llamo Mayordomo —dijo Esste un día—. ¿No tienes nombre?

El Mayordomo se echó a reír.

—Cuando ocupé este puesto, Riktors me dijo que no tenía nombre. «Has perdido tu nombre», me dijo. «Tu nombre es Mayordomo, y eres mío». Bien, supongo que ahora no soy realmente suyo. Pero me he acostumbrado a no tener ningún otro nombre.

Así Efrim quedó curado, y Kyaren con él, casi por accidente. Oh, no había nada de la pasión que había conocido con Josif. Pero ya había tenido suficiente pasión. Había algo parecido y reconfortante en el trabajo compartido. No había una sola parte de su vida que no compartiera con el Mayordomo, y no había una parte de la vida del Mayordomo que no compartiera con ella. Periódicamente se enfadaban, pero nunca estaban solos.

Sin embargo, todas aquellas curaciones, la de Riktors, la de Efrim, de Kyaren, del imperio…, no eran la labor más importante de Esste.

Ansset se negaba a cantar.

En cuanto terminó el período de histeria y volvió a ser racional, Esste intentó escuchar su voz.

—Las canciones pueden perderse —dijo—, pero también pueden recuperarse.

—No lo dudo —respondió él—. Pero he cantado mi última canción.

Ella no trató de persuadirle. Sólo esperó que, antes de que se marchara, el muchacho cambiara de parecer.

Hubo cambios, desde luego. Siempre había sido más amable que Riktors, y por eso el sufrimiento que le había purgado de todo su odio no hizo mella en su personalidad. Volvió a reírse de nuevo y jugó felizmente con Efrim como si fuera un hermano mayor que imitara el parloteo infantil de Efrim perfectamente.

—Siento como si tuviera dos niños —dijo Kyaren un día, riéndose.

—Uno crecerá antes que el otro —predijo Esste, y Ansset cumplió su pronóstico. En sólo unos pocos meses empezó a interesarse por cuestiones de gobierno. Era una de las pocas personas de palacio que había estado en él bajo el poder de Riktors y bajo el de Mikal. Conocía a muchas personas a las que el Mayordomo y Kyaren no conocían. Y lo que era más importante, era mucho mejor que Esste para comprender lo que la gente tenía que decir, lo que realmente pretendían, lo que querían de verdad, capaz de responderles de la forma necesaria para que quedaran satisfechos. Fueron los restos de sus canciones lo que le habían convertido en un buen administrador de la Tierra. Ahora, en ausencia del emperador y a medida que Esste empezaba a retirarse cada vez más del gobierno, Ansset comenzó a desempeñar el rol público, reuniéndose con las personas con las que Riktors no podía reunirse, los elementos peligrosos que Kyaren y el Mayordomo no podían manejar con seguridad.

Y funcionó bien. Mientras Kyaren y el Mayordomo permanecieron virtualmente desconocidos ante el resto del imperio, Ansset era ya tan famoso como lo habían sido Riktors y Mikal. Y aunque nadie volvió a oírle cantar en el palacio como antes, aún le llamaban el Pájaro Cantor, y la gente le amaba.

Sin embargo, Ansset no era realmente feliz, a pesar de su alegría y de su duro trabajo. El día que Esste se marchó, ella le llevó aparte y hablaron.

—Madre Esste, déjame ir contigo.

—No.

—Madre Esste —repitió—, ¿no he estado en la Tierra el tiempo suficiente? Tengo diecinueve años. Debería haber regresado a casa hace cuatro.

—Hace cuatro años podrías haber vuelto a casa, Ansset, pero hoy no puedes.

Él hundió su cara en su mano.

—Madre, te encontré sólo unos días antes de partir de la Casa del Canto; éste es el primer año que paso contigo. No me dejes otra vez.

Ella suspiró, y el suspiro fue una canción de alivio y amor que Ansset oyó y comprendió, pero no perdonó.

—No quiero consuelo. Quiero ir a casa.

—¿Y qué harías allí, Ansset?

Era una cuestión en la que no había pensado, probablemente porque sabía en secreto que la respuesta le haría daño, y ahora intentaba evitar el dolor.

¿Qué haría allí? No podía cantar, y por tanto no podía enseñar. Había administrado un mundo y ayudado a gobernar un imperio…, ¿se contentaría con ser un Ciego que se encargara de los pequeños asuntos de la Casa del Canto? Allí sería inútil, y la Casa del Canto sería un recordatorio constante de lo que había perdido. Pues en la Casa del Canto no había manera de escapar de las canciones: los niños cantaban en todos los pasadizos y las canciones salían al patio por las ventanas, y susurraban en las paredes, y vibraban gentilmente en el suelo de piedra. Ansset se sentiría mucho peor que Kyaren, pues ella, al menos, no había cantado nunca y no sabía de qué carecía. Era mejor para los mudos vivir entre los mudos, donde nadie advirtiera su silencio y donde no echaría de menos su voz perdida.

—No haría nada —respondió Ansset—. Excepto amarte.

—Lo recordaré —dijo ella—. Con todo mi corazón.

Esste le abrazó con fuerza y lloró de nuevo porque se marchaba: delante de Ansset no tenía necesidad del Control.

—Antes de que me vaya, hay algo que quiero que hagas por mí.

—Lo que tú digas.

—Quiero que vengas conmigo a ver a Riktors.

La cara de Ansset se endureció. Negó con la cabeza.

—Ansset, no es el mismo hombre.

—Otra razón más para no ir.

—Ansset —dijo ella con firmeza, y él la escuchó—. Ansset, hay lugares en ti que no puedo sanar, y hay lugares en Riktors que tampoco puedo sanar. Sus heridas fueron causadas por tu canción; tus heridas fueron provocadas por su interferencia en tu vida. ¿Crees que podrías sanar lo que yo no puedo curar?

Ansset no respondió.

—Ansset —dijo ella, con la intención de ser obedecida—. Sabes que aún le amas.

—No.

—Ansset, tu amor no ha tenido nunca reservas. Lo dabas sin barreras, y lo recibías sin precauciones, y sólo porque te produjera dolor no significa que haya desaparecido.

Y así, ella le condujo lentamente a las habitaciones de Riktors. El hombre estaba asomado a una ventana, como de costumbre, observando a los pájaros posarse en las praderas. No se volvió hasta que pasaron varios minutos. Al principio sólo vio a Esste, y sonrió. Luego vio a Ansset, y cambió la cara.

Se estudiaron el uno al otro en silencio, los dos esperando que regresaran las terribles emociones. Pero éstas no regresaron. Había incertidumbre y pena, y el recuerdo de la amistad y del dolor, aunque no había dolor en sí, y la pena y la culpa habían desaparecido. Ansset se sorprendió al descubrir que no sentía ningún odio, y por eso avanzó hacia Riktors mientras éste se le acercaba también.

No seré tu amigo como lo fui antes, dijo Ansset en silencio al hombre que ahora tenía su altura, pues Riktors se había arqueado un poco y Ansset había crecido. Pero seré tu amigo en todo lo posible.

Y en el silencio entre ellos los ojos de Riktors parecían decir lo mismo.

—Hola —dijo Ansset.

—Hola —respondió Riktors.

Dijeron poco más, pues no había mucho que decir. Sin embargo, cuando Esste salió de la habitación, permanecieron juntos ante la ventana, asomados, mirando a los halcones cazar y gritando instrucciones a los pájaros que intentaban sobrevivir desesperadamente.