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Es silencio, tan negro como la oscuridad tras la estrella más lejana. Pero en el silencio Ansset oye una canción y se despierta. Esta vez no se despierta llorando; no ve a Josif siempre ante él, sonriendo tímida y cuidadosamente, como si no sintiera la mutilación de su cuerpo; no ve a Mikal reduciéndose a cenizas; no ve ninguna de las dolorosas visiones de su pasado. Esta vez, la canción controla su despertar, y es un dulce canto de una habitación en una alta torre de piedra donde la niebla rebulle en los postigos. Es una canción como el cuidado de una madre en la cabellera de su hijo; la canción le sostiene y le conforta, y él extiende la mano, buscando un rostro en la oscuridad. Y encuentra el rostro y acaricia la frente.

—Madre —dice.

Y ella responde:

—Oh, mi niño.

Y entonces ella habla cantando y él comprende cada palabra, aunque la canción no tiene palabras. Ella le habla de su soledad sin él y canta suavemente sobre su alegría por estar con él de nuevo. Le dice que su vida es aún rica en posibilidades, y Ansset no es capaz de dudar de su canción.

Intenta cantarle, pues una vez conoció ese lenguaje. Pero su voz ha sido torturada, y cuando canta no surge de él como debiera. Se atropella, y la canción es débil y penosa, y llora por su fracaso.

Pero ella le sostiene en sus brazos y le conforta de nuevo, y llora con él en su cabello, y dice:

—Todo va bien, Ansset, hijo mío, hijo mío.

Y, para su sorpresa, ella tiene razón. Se duerme de nuevo, mecido en sus brazos, y la oscuridad desaparece, tanto la de luz como la de sonido. La ha encontrado de nuevo y ella le ama después de todo.