Riktors les recibió en el gran salón.
No había guardias. Sólo Ferret. Pero Ansset y Kyaren sabían que era un guardia suficiente.
El mayordomo de palacio les hizo entrar, pero a un gesto de Riktors se marchó. Kyaren era plenamente consciente de la tensión del ambiente. Ansset no dejaba entrever ninguna emoción, pero Kyaren sabía que ello no significaba nada. El Control aún le servía cuando era necesario, y la tensión era evidente en Riktors. Kyaren no había visto al hombre de cerca. Tenía la presencia imperial, un aire al que nadie osaría oponerse. Sin embargo, también parecía sentir temor. Como si Ansset poseyera un arma que pudiera herirle y tuviera miedo de que pudiera emplearla.
Kyaren sabía que Ansset y el emperador no se habían visto desde hacía dos años. Sabía también por sus conversaciones con Ansset que la separación entre ambos no había sido amistosa. No obstante, externamente parecían complacidos de verse, y Kyaren no pensaba que estuvieran fingiendo.
—Te he echado de menos —dijo Riktors.
—Y yo a ti —respondió Ansset.
—Mis sirvientes me dicen que lo has hecho muy bien.
—Mejor de lo que suponía, pero no tan bien como hubiera esperado.
—Ven aquí —dijo Riktors.
Ansset avanzó, se detuvo a unos pocos metros del trono y se arrodilló, tocando el suelo con la cabeza. Impaciente, Riktors le hizo un gesto para que se levantara y se aproximara más.
—No tienes que hacer esas cosas, no cuando no hay una audiencia.
—Pero he venido a pedir un favor al trono.
—Lo sé —dijo Riktors, con el rostro sombrío—. Lo discutiremos más tarde. ¿Cómo estás?
—Razonablemente bien de salud, rodeado por gente más o menos valiosa. He venido a por Josif. Es inocente de cualquier crimen.
—¿Lo es? —preguntó Riktors.
A Kyaren, de repente, se le encogió el corazón y sintió que perdía algo. Un momento después lo identificó como confianza. No esperaba ninguna resistencia: sólo un error que se aclararía en cuanto hubiera una explicación. ¿Qué crimen había cometido Josif? ¿Por qué el emperador retrasaba y discutía?
Supo la respuesta al tiempo que formulaba la pregunta. Josif había hecho el amor al Pájaro Cantor de Mikal. Ni siquiera el emperador había hecho tal cosa. Josif había tenido lo que el emperador ni siquiera había pedido. ¿Pero lo había querido? ¿Cuál era la razón para la ira y el retraso?
—Es inocente —dijo Ansset lentamente, pero el peligro se arrastraba en su voz—. Quiero verle.
—¿Es en ese Josif en todo lo que puedes pensar? —preguntó Riktors. Hubo un tiempo en que primero habrías cantado para mí, en que habrías venido a mí lleno de canciones.
Ansset no dijo nada.
—¡Dos años! —gritó Riktors, la emoción controlando su voz—. ¡En dos años no me has visitado, ni lo has intentado!
—No pensaba que me quisieras.
—¿Quererte? —dijo Riktors, recuperando parte de su dignidad—. Desde que vine aquí, el palacio estaba lleno de tu música. Y luego se perdió. Durante dos años, silencio. Y el parloteo de los necios. Canta para mí, Ansset.
Y Ansset permaneció en silencio.
Riktors le observó, y Kyaren advirtió que éste era el precio que Riktors esperaba. Una canción a cambio de la libertad de Josif. Era un precio barato, si Ansset aún tuviera canciones dentro de él. Pero Riktors no lo sabía. ¿Cómo podría haberlo sabido?
—¡Canta para mí, Ansset! —gimió Riktors.
—No puede —respondió Kyaren. Miró a Ansset, pero el muchacho permanecía en silencio, contemplando impasible al emperador. Control. Otra cosa más que ella había sido incapaz de aprender en la Casa del Canto.
—¿Qué quieres decir con que no puede? —preguntó Riktors.
—Quiero decir que ha perdido sus canciones. No ha cantado nada desde que te dejó. Desde que tú…
—¿Desde que yo qué? —el emperador la desafió a continuar, la desafió a condenarle.
—Desde que le encerraste durante un mes en las habitaciones de Mikal —se atrevió a decir ella.
—No puede perder sus canciones —dijo Riktors—. Lo han estado entrenando desde que tenía tres años.
—Puede y lo ha hecho. ¿No te das cuenta? No aprende las canciones. Aprende a descubrirlas. En su interior. Y luego las extrae a la superficie. ¿Crees que las sabe todas de memoria y elige la apropiada para cada ocasión? Las canciones brotaban de su alma, y tú lo has roto y ahora ya no puede encontrarlas.
Su propia furia la sorprendía. Había escuchado a Ansset con compasión. Nunca se le había ocurrido pensar lo mucho que había llegado a odiar a Riktors por el bien de Ansset. Lo cual era extraño, pues Ansset nunca dejó entrever que sintiera odio hacia Riktors. Sólo dolor.
Riktors pareció no percatarse de la impertinencia de su tono. Sólo miró a Ansset inquisitivo.
—¿Es cierto?
Ansset asintió.
Riktors dejó caer la cabeza entre sus manos, que se apoyaban en los brazos del trono.
—¿Qué he hecho? —dijo. Sus manos se retorcieron en su pelo.
Lamenta de verdad la pérdida de Ansset, pensó Kyaren, y advirtió que a pesar de todo lo que había hecho para lastimar a Ansset, el emperador aún le amaba. Y así, a tientas, ofreció algunas palabras para aliviar el dolor del golpe que acababa de recibir.
—No fuiste tú solo —dijo—. En realidad, fue la Casa del Canto. Lo que la Casa del Canto hizo. Dejarle aquí abandonado. No sabes lo que la Casa del Canto significa para… para la gente como él.
Había estado a punto de decir nosotros.
—Yo conocí a los bastardos allí mismo. Nunca se preocupan por ninguno de nosotros, pero te encadenan y nunca te dejan ir.
Junto a ella, Ansset sacudía la cabeza.
—Es cierto, Ansset. Ya estuvo mal de su parte que te dejaran aquí sin avisarte, pero que ni siquiera te prepararan para… para lo que pasó, para lo que te hicieron las drogas…
Kyaren no terminó. Simplemente, se volvió hacia Riktors, que no parecía estar escuchando.
—Es la Casa del Canto quien le hizo más daño —dijo.
Él escuchó. Se enderezó y pareció mucho más aliviado, aunque aún había tensión en él, la suficiente como para que Kyaren, que no le conocía, la advirtiese.
—Sí —dijo—. Es la Casa del Canto quien le hizo más daño.
De repente, Ansset dio un paso adelante, hacia el trono. Estaba furioso. Kyaren se sorprendió: había sido ella la que había estado hablando y sin embargo Ansset parecía furioso con Riktors.
—Fue una mentira —dijo Ansset.
Riktors sólo le miró, sorprendido.
—Conozco tu voz, Riktors, la conozco tan bien como conozco la mía propia, y fue una mentira, Riktors, y de las grandes. ¡Una mentira que te llega hasta el fondo y quiero saber por qué!
Riktors no respondió. Pero después de unos momentos apartó los ojos de Ansset y miró a Ferret, que inmediatamente dio un paso al frente.
—¡Quédate donde estás! —ordenó Ansset, y Ferret, sorprendido por la ferocidad de su voz, obedeció. Ansset se dirigió de nuevo a Riktors—. No fue la Casa del Canto quien me hizo más daño, ¿verdad?
Riktors sacudió la cabeza.
—¿Dónde está la mentira, Riktors? Fui aislado de la Casa del Canto, y eso me ha costado más que ninguna otra pérdida que haya experimentado, incluso la de Mikal, incluso la de nuestra amistad. ¿Y dices que no fue la Casa del Canto quien me hizo más daño? ¿Quién fue, entonces? ¿Quién fue el que me separó de ellos?
Una vez más, Riktors apeló a Ferret.
—Es peligroso, Ferret.
Ferret sacudió la cabeza.
—Cuando planee atacarte, lo sabré.
Kyaren vio claramente que Riktors no compartía su confianza. Pero cualquier piedad o comprensión que hubiera sentido hacia aquel hombre había desaparecido ahora; no obstante, descubrió que era difícil creer que nadie pudiera ser más cruel que Riktors.
—Todo fue una mentira entonces —dijo en medio del silencio—. La Casa del Canto quería que volviese.
Riktors no dijo nada.
—Fuiste listo —le dijo Ansset—. Durante toda nuestra conversación, el último día, no me dijiste un sola mentira. Ni una sola. Y pensé que toda tu tensión se debía a que estabas triste de verme marchar.
Riktors habló por fin, con voz ronca.
—Estaba triste de verte marchar.
—A cualquier parte. A donde fuera. Yo te pertenecía, ¿no? Tenía que amarte más que a nadie, ¿verdad? Si yo pensaba en la Casa del Canto como en mi hogar, no podías soportarlo, ¿no? Si amaba más a la Casa del Canto de lo que amaba a este palacio, entonces me apartarías de la Casa del Canto, ¿no? Sólo que tenías que retorcerlo todo para que los odiara en el proceso, y a ti no. No podrías hacer que te odiara.
Las palabras parecían golpear visiblemente a Riktors, que jadeó cuando Ansset terminó de hablar. Ansset podía no tener ya canciones, pero su voz era aún un arma potente y la usaba para enfurecer a Riktors.
—Quería tus canciones —dijo Riktors.
—Querías mis canciones más que mi felicidad —respondió Ansset amargamente—. Así que me quitaste la felicidad y me robaste las canciones.
Y entonces Kyaren hizo una conexión en su mente, y se dio cuenta de que Riktors no negociaba a Josif a cambio de una canción.
—Ansset —dijo Kyaren—. Josif.
Ansset recordó, y la máscara del Control apareció una vez más en su rostro. Ya habría tiempo suficiente para el odio cuando Josif estuviera libre.
—Quiero a Josif. Ahora —dijo Ansset.
—No —respondió Riktors.
—¿No has acabado? —preguntó Ansset—. ¿Crees que aún puedes salvar algo? ¿O estás determinado a que si no puedes tener mi amor (y no puedes, Riktors, no puedes), entonces no lo tenga nadie? Si alguna vez me has amado, Riktors, dejarás que me lleve a Josif. Ahora.
No puedes, Riktors, no puedes.
Si alguna vez me has amado, Riktors.
Las palabras golpearon a Riktors con fuerza; su cara se agitó, aunque Kyaren no pudo saber si era por acción del odio o de la pena.
—Llama a un guardia —dijo Riktors.
—No —repuso Ferret.
Riktors se levantó del trono.
—¡Llama a un guardia! —rugió, y Ferret salió y regresó un momento después con dos guardias.
—Llevadles con el prisionero. Con Josif.
Los guardias se miraron el uno al otro, luego a Ferret, quien asintió y suspiró algo. Los guardias parecían dudosos, pero emprendieron el camino. Ansset y Kyaren les siguieron.
—No nos hará nada, ¿verdad? —susurró Kyaren.
Ansset negó con la cabeza.
—Riktors nunca me hará daño directamente, ni a ti, mientras estés conmigo, y mientras estés conmigo, nadie podrá separarte de mí.
Ella le miró a la cara. El Control estaba cediendo. Vio al asesino en sus ojos y tuvo miedo. Nada de esto tendría que haberle pasado nunca a Ansset.
—¿Cómo evitaron que la gente de la Casa del Canto viniera a por ti? Si realmente quisieran que regresaras…
—El imperio controla los espaciopuertos. Además, si pudo mentirme a mí, pudo mentirles a ellos. Pero eso es ya agua pasada. Ya habrá tiempo suficiente para arreglar las cosas cuando recuperemos a Josif.
Kyaren estaba confundida por el laberinto del palacio y había perdido todo sentido de dirección. Pero iban hacia abajo, hacia la prisión, supuso. Sin embargo, tuvieron que dar un giro que Ansset no esperaba: fue tomado por sorpresa y tuvo que rehacer unos cuantos pasos.
—¿Qué pasa? —preguntó Kyaren.
—No está en la prisión.
—¿Entonces, dónde?
—En el hospital —respondió Ansset.
Los guardias se detuvieron delante de una puerta.
—Está bastante drogado. Ahora no se encuentra muy bien, pero Ferret dice que te dejemos verle como está. Lo siento.
Entonces el guardia abrió la puerta, ellos entraron y entonces vieron a Josif.
Al principio no parecía pasarle nada, a excepción de las drogas. Josif les vio, pero sus ojos no mostraron reconocimiento alguno, y su boca se abrió parcialmente. Estaba sentado en una cama estrecha, apoyada contra la pared. Tenía las piernas abiertas y sus brazos colgaban inertes. Parecía como si no tuviera intención de moverse nunca.
Entonces Kyaren bajó la mirada, entre las piernas de Josif, justo cuando Ansset lo vio y dio la vuelta para tratar de bloquear su visión. Fue demasiado tarde.
Kyaren gritó, pasó junto a él y, todavía gritando, tomó a Josif por los hombros y le apretó contra sí, abrazándole llena de agonía y pena. Él chocó contra ella, y con la cabeza ladeada babeó. Kyaren aún se oía gritar histéricamente; poco a poco dejó de gritar, hasta que por fin sus sollozos espasmódicos terminaron y en la habitación volvió a hacerse el silencio. Miró a Ansset. Su cara era terrible, no porque mostrara emoción, sino porque no era su cara en absoluto.
Cuidadosamente, apoyó a Josif contra la pared. Giró su cabeza hacia la derecha, de forma que no pudiera verla, sino que contemplara la pared. Josif no intentó moverse. Las drogas le tenían bien controlado.
—Tienen previsto implantarle mañana un tubo permanente —dijo uno de los guardias.
Ansset le ignoró y Kyaren trató de hacerlo. Intentaron salir de la habitación, pero el guardia alzó una pistola. No era un láser, sino un tranquilizante.
—Ferret dijo que después de que lo vierais no se os permitiera regresar al gran salón.
Ansset no se detuvo. Simplemente, lanzó el pie hacia arriba. La mano del hombre se rompió a la altura de la muñeca; la pistola cayó, mientras la mano quedaba laxa y colgada perpendicular al suelo. Un momento para registrar el dolor, y el guardia se apartó del camino. El otro fue demasiado lento: Ansset le golpeó la cara con las dos manos, y Kyaren corrió para seguir al Pájaro Cantor mientras éste pasaba junto al guardia que gritaba, arrodillado, con las manos delante de la cara y la sangre cayéndole por los brazos.
Kyaren estaba convencida de que no habían venido por este camino. Pero Ansset parecía seguro de saber por dónde iba, y a ella se le ocurrió que quería evitar los pasillos donde pudiera haber guardias esperando. También evitó algunas puertas, y finalmente llegó al gran salón a través de la entrada principal, que permanecía abierta.
Kyaren llegó a las puertas un momento después de que Ansset las atravesara, pero el muchacho ya había recorrido la mitad del salón, dirigiéndose no hacia Riktors, sino hacia Ferret. De repente, Ansset dio un salto en el aire y Kyaren esperó que, en su furia, destruyera al asesino del emperador.
Un instante después, Ansset y Ferret estaban enzarzados. Ninguno de los movimientos de Ansset podía penetrar las defensas del hombre; Ferret era incapaz de asestar un golpe o un corte en el cuerpo de Ansset.
Por fin, exhaustos, ambos se agarraron firmemente el uno al otro, incapaces de moverse por miedo a que el otro pudiera utilizar el movimiento en su contra. La boca de Ansset estaba cerca del oído de Ferret. Gimió en voz baja, y el gemido era su agonía por ser incapaz de expresar lo que había en él, tanto con su cuerpo como con su voz. No podía matar, no podía cantar, y no podía encontrar otro medio de dejar salir lo que exigía una salida en su interior.
Ferret le susurró triunfante al oído.
—No has olvidado nada.
Riktors habló desde el trono, donde había vuelto a sentarse, aliviado de que el ataque de Ansset no fuera dirigido contra él, consolado porque ninguno de los dos combatientes fuera capaz de ganar.
—¿Quién crees que te enseñó a matar de esa forma, Ansset?
—Maté a mi maestro —dijo Ansset.
—Se te dijo que lo habías hecho —respondió Riktors—. Fue una mentira.
—No puedes superarme —dijo Ferret.
—Eras siervo de Mikal, le habías jurado obediencia —dijo Ansset.
—Soy siervo del emperador —respondió Ferret—. Mikal era viejo.
Era una traición, una herida demasiado grande. Rompió algo en el interior de Ansset. La barrera se quebró, y todo el dolor de los años que había pensado que la Casa del Canto no le quería, toda la pena por la mutilación de Josif, toda la furia por las mentiras de Riktors, toda la venganza y el odio que se habían ido construyendo en él, incapaces de ser expresadas… surgieron de una vez.
Ansset cantó de nuevo.
Pero no fue una canción sutil, como habían sido todas las suyas. Había perdido gran parte de su técnica en los años de silencio y no había intención de llenar la sala o desplegar matices de melodía. Fue una canción instintiva, que no dependía de la apariencia que la Casa del Canto había otorgado en la habilidad de Ansset, sino más bien de los poderes interiores que la Casa del Canto había ido descubriendo gradualmente, el poder de comprender con exactitud lo que había en los corazones y las mentes de los otros, rehacerlo, manipularlo y cambiarlo hasta que sintieran lo que Ansset quería que sintieran.
La canción era terrible, incluso para Kyaren, que estaba en el otro extremo de la sala, y que no podía comprenderla toda porque no la cantaba para ella.
Pero para Riktors, que la entendió casi entera, fue el fin del mundo. La canción eran todos sus crímenes expuestos frente a él, y contra su voluntad, se sintió culpable por ellos, una culpa aterradora, como si los ojos de Dios analizaran su alma, como si los dientes del diablo mordieran su corazón; las Furias aletearon apasionadamente al borde de su visión; alzó la voz en un vasto alarido que podría haber anulado cualquier otro sonido, pero no el de la canción de Ansset.
Pues la canción continuaba.
Continuaba, repleta de los colores del amor de Ansset hacia Riktors, traicionado; del amor de Mikal hacia Ansset, destruido; y la timidez, la amabilidad y la pasión de la noche de Ansset con Josif, fuera de su alcance para siempre. Estaba ensombrecida por la oscuridad del dolor de Ansset al sentir que la mejor alegría que el cuerpo puede recibir le era arrancada y sustituida por el peor dolor que el cuerpo puede soportar. Y todas aquellas penas y agonías llenaban el aire, intensificadas por los largos, larguísimos meses que Ansset había pasado en silencio, con sus canciones robadas, el Control parcialmente roto.
Ahora no había ningún Control. Ahora no había nada que le sujetase.
El Mayordomo oyó la canción de Ansset como la muerte de un animal del bosque, pero habría sido imposible oír el sonido dentro del palacio. Y entonces escuchó el alarido de Riktors. Gritó llamando a los guardias, corrió hacia el gran salón, entró en él y vio:
A Ansset, con la cara alzada hacia el techo, la canción aún surgiendo de su garganta como un volcán en erupción, aparentemente interminable, parecía el fin del mundo. Tenía las manos abiertas, los dedos extendidos, las piernas separadas, como si el mundo estuviera temblando y él apenas fuera capaz de mantenerse derecho.
A Kyaren, apoyada contra la puerta, llorando por las partes de la canción que podía entender.
A Riktors Mikal, emperador de toda la humanidad, que yacía en el suelo gritando una y otra vez, suplicando perdón, revolviéndose para intentar encontrar un lugar donde no llegara el sonido. Le había encontrado, casi toda la canción le había tocado, y estaba loco, las ropas rasgadas, la sangre manando de su cara allá donde sus propias uñas la habían arañado. Horas antes estaba sereno e intocable; ahora había sido derribado por una canción.
Pero no toda la canción. Había partes del canto que Riktors Mikal no podía entender. Éste tenía razón respecto a Riktors cuando sintió que, como Mikal antes que él, era cruel, pero no sin límites. Riktors, como Mikal, sentía amor y responsabilidad hacia la humanidad. Las muertes que propiciaba las hacía por necesidad, debido al objetivo que tenía en mente. Y cuando el objetivo se cumplía, no mataba. Riktors no comprendía toda la canción porque, aunque era más cruel de lo que Esste había pensado, también era, en el fondo, parcialmente amable.
Pues había un fragmento de la canción que hablaba de muerte, y amaba a la muerte; que hablaba de matar, y amaba matar. Había una parte de la canción que proclamaba que tenía que haber expiación por los crímenes y que el único pago posible era la muerte, y que sólo los que amaban a la muerte podrían pagar el precio.
Sólo una persona en la sala comprendía aquel fragmento de la canción.
El Mayordomo de palacio miró por último a Ferret, que era el único que permanecía en silencio. Se había abierto el estómago con sus propias manos; con sus propias manos estaba arrojando sus entrañas al suelo. Una y otra vez, entre borbotones de sangre, se destrozaba a sí mismo. Su cara estaba en éxtasis; él era el único en la sala que había encontrado una espita adecuada para dar salida a la presión del canto.
Siguió destruyéndose rítmicamente hasta que por fin encontró su corazón; con sus últimas fuerzas se lo arrancó del pecho y lo sostuvo en sus manos. Sólo entonces bajó la mirada. Y contempló sus manos mientras estrujaban el órgano. Era su bendición. Podía morir.
Y mientras caía al suelo, la canción terminó, y los gritos de Riktors cesaron, y los únicos sonidos que se pudieron oír fueron la pesada respiración del Mayordomo y los quedos sollozos de Kyaren al otro extremo de la sala.