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—Es muy importante —dijo el ministro de asuntos latinos—. Ha habido derramamiento de sangre. Treinta personas muertas, que sepamos, y diez en combate abierto.

Ansset asintió.

—Hay otra complicación, señor. Mientras los uruguayos y paraguayos acceden a hablar Imperial en la reunión, los brasileños insisten en hablar portugués.

—Lo cual es absurdo —intervino el jefe de personal—, porque el portugués ya ni siquiera se habla.

Ansset nunca había comprendido la utilidad de los lenguajes múltiples. Pensaba que eran una aberración de la historia que afortunadamente había sido enmendada años atrás. Y aquí, en la capital del imperio, había una nación bastante grande que se aferraba a un anacronismo hasta el punto de enfrentarse a aquellos que les superaban en poder.

—¿Tenemos un intérprete?

El jefe de personal asintió.

—Pero es uno de ellos. Ninguno de los nuestros habla portugués.

Ansset miró a Kyaren, que sonrió. Ella estaba sentada a su lado, pero deferentemente retirada de la mesa, aparentando ser una secretaria, aunque en realidad dispuesta a pasarle una nota de ayuda. Kyaren había estado estudiando el problema durante semanas para el administrador saliente: ya tenía en mente algunas soluciones de compromiso para la guerra de fronteras, dependiendo de lo cooperativos que se mostrasen. Ya que los brasileños controlaban actualmente el territorio, su cooperación era la clave para cualquier solución. Pero los brasileños eran famosos por su falta de cooperación en todo.

—Traedlos aquí —dijo Ansset.

Entraron dos representantes de cada nación. El protocolo en este caso exigía que entraran por orden de edad, para que ninguna nación tuviera preferencia sobre la otra. Ansset advirtió, sin embargo, que cada una de las dos delegaciones incluía a un enviado que era muy, muy viejo. Las cosas tan extrañas que estaban dispuestas a hacer las naciones por salvaguardar su orgullo.

El jefe de personal explicó cuidadosamente las reglas de la discusión. No se toleraría ninguna interrupción. Cualquier enviado que interrumpiera a otro sería despedido inmediatamente y no se permitiría que se le reemplazase. Le pedirían a Ansset permiso para hablar, y escucharían con amabilidad a los otros interlocutores. A Ansset le sorprendió que fueran necesarias aquellas instrucciones. En la corte imperial, todo se daba por sabido.

Entonces todos esperaron mientras el intérprete brasileño traducía las instrucciones al portugués. Ansset observó con atención. Era tal como había sospechado. Los enviados brasileños no prestaban mucha atención a la traducción: habían entendido perfectamente el idioma imperial.

Era el sonido del idioma lo que fascinaba a Ansset. Nunca había pensado antes en moldear su boca de aquella forma, usando su nariz para conseguir tan buen efecto. Le seducía. Mientras el intérprete hablaba, Ansset formó los sonidos en su boca, los sintió en su cabeza. Más que los sonidos individuales, sintió también la cadencia, el sentimiento, el ambiente. El lenguaje era expresivo, y sin comprender el contenido del lenguaje, supo que podría usarlo lo bastante bien para conseguir su propósito.

En cuanto el intérprete terminó, todos los enviados alzaron las manos de la mesa, dirigiendo la palma a Ansset: pedían permiso para hablar. Ansset, impulsivamente, se volvió hacia el embajador brasileño y empezó a cantar. No la música que había ejecutado antes tan a menudo. Era habla considerada canción, y usaba el lenguaje portugués por lo puro de su sonido y la fuerza que tenía. Si había alguna palabra reconocible, era un accidente. Pero Ansset habló y habló, feliz de no haber perdido el poder de la imitación, trabajando cuidadosamente para hacer que esta simple canción conmoviera a los brasileños como quería conmoverlos.

Los brasileños, un anciano que no parecía del todo alerta y un joven con aspecto de resuelta determinación, se sorprendieron al oír su propio idioma, y luego se quedaron boquiabiertos al intentar descifrarlo. Incluso para ellos, parecía perfecto portugués. Pero era un galimatías, y el más joven pareció enfadarse por un instante, pensando que se estaba burlando de ellos.

No obstante, el tono de Ansset ya los había alcanzado; a pesar del sin sentido de las palabras sintieron que les hablaba con afecto y les comprendía. Éste es un lenguaje maravilloso, parecía decir, y comprendo que os sintáis orgullosos de él. Lo que a cualquier otro le habría parecido burla, era una alta alabanza cuando Ansset hablaba, y cuando por fin guardó silencio y los miró con firmeza, los dos brasileños se levantaron de la mesa, la rodearon y se acercaron a Ansset.

Los guardias de la habitación, tan sorprendidos por lo que había sucedido como todos los demás presentes, echaron mano a sus armas. Se relajaron, no obstante, cuando Calip alzó la mano, indicándoles que se tranquilizaran. Primero el viejo brasileño, y luego el joven, abrazaron a Ansset. Era una visión incongruente, el viejo agarrado al hermoso muchacho, y luego el alto joven inclinándose para tocar con su áspera mejilla la de Ansset, que era mucho más suave.

—Os suplico que habléis imperial para que los otros puedan entenderos —murmuró Ansset, en imperial, mientras se abrazaban.

Y el hombre sonrió, se separó de Ansset y dijo:

—El administrador Ansset es demasiado amable. Ningún otro gobernante se ha molestado en comprender nuestro amor hacia nuestro país. Él me ha pedido que hable imperial, y por él lo hablaré.

Kyaren, no menos sorprendida que los demás, no pudo evitar ver la mirada de consternación en la cara del intérprete. Estaba segura de que los brasileños habían planeado una estrategia para usar al intérprete y controlar la reunión para sus propios fines, ya que cada vez que hablara alguien, el intérprete causaría un retraso enloquecedor. Ahora aquello quedaba descartado, y la pretensión de que los enviados brasileños no hablaran imperial tenía que ser descartada también definitivamente.

La reunión continuó, y gradualmente los enviados expusieron sus casos. En la conflictiva región del Paraná, los habitantes originales habían hablado español, y ahora, milenios después, seguían haciéndolo. Sin embargo, en los últimos cuatrocientos años, los brasileños se habían adueñado de la región: con éxito, ya que antes que Mikal hiciera a la Tierra su capital, el gobierno planetario era escaso, y había pocas restricciones en los gobiernos nacionales. Ahora el portugués se perdía, y la mayoría hispano-parlante empezaba a sentir cada vez más placer al ver que abandonaban su idioma. Para complicar las cosas aún más, la gente del norte hablaba la versión paraguaya del español, que era ininteligible para los uruguayos. Se había hablado mucho de autodeterminación durante años, impulsada por las afirmaciones oficiales brasileñas de Una nación, Indivisible. Las conversaciones habían acabado en derramamiento de sangre, y los uruguayos y paraguayos exigían que los portugueses abandonaran el territorio. Desgraciadamente, el territorio era un paraíso hidroeléctrico, y los brasileños no querían tener que buscar en otras naciones el cincuenta por ciento de su energía no solar.

Cuando los enviados terminaron de presentar el caso, Ansset les pidió que prepararan por escrito un resumen de una página, exponiendo lo que pudiera ser una solución justa que satisficiera las necesidades de todas las partes de la disputa. Entonces les despidió hasta después de haber leído sus propuestas.

En privado, el ministro de asuntos latinos se mostró efusivo.

—¿Cómo lo hiciste? ¿Qué les dijiste?

Y Ansset sólo sonrió y no dijo nada, volviendo su atención a Kyaren, que había tomado notas furiosamente durante toda la reunión.

—El acuerdo tiene solución. No quieren cosas opuestas —dijo—. Los brasileños quieren salvar la cara, mantener sus fronteras. En esto son muy firmes. Y necesitan la energía. Pero los otros simplemente están pidiendo que se conserve su cultura. Quieren que los ciudadanos que hablan español puedan dominar su propio país. No necesitan y en realidad no pueden usar energía hidroeléctrica en esa zona.

El ministro latino asintió, de acuerdo con ella. Empezaron a escribir el compromiso propuesto incluso antes de que empezaran a llegar las sugerencias de los enviados.

Al atardecer, los enviados fueron convocados de nuevo. Kyaren estaba encantada con el aspecto que tenía Ansset: estaba tan fresco y alegre como por la mañana. Como si no se hubiera hecho ningún trabajo, como si la solución a sus problemas pareciera fácil. Ansset les leyó su compromiso, y les proporcionó copias cuando terminó.

—Tendremos que estudiarlo —dijo el enviado paraguayo más joven.

—Dudo que haya necesidad —dijo Ansset, siguiendo el consejo de Kyaren—. Nuestra propuesta se diferencia muy poco de la vuestra. Realmente, estamos muy contentos con la forma en que os habéis aproximado al problema.

Ansset empezó a señalar con mucha habilidad las diferentes objeciones. Kyaren y el ministro latino ya habían examinado con él qué temas podía alterar y hasta qué punto. La voz de Ansset era la pura razón, gentil, amistosa y cálida, comunicando amor y aprecio a los enviados. Gracias por estar dispuestos a ceder un poco en este asunto, en interés de la paz. Y ved por qué no puedo ceder en este punto, porque sería intolerable para los otros, y con justicia. Pero podemos ceder aquí, ¿serviría de algo? Ah, pensaba que así sería.

Cada uno de los enviados estaba completamente convencido de que Ansset era su representante en la discusión, y cuando la reunión terminó, muy tarde por la noche, los encargados prepararon una copia del nuevo acuerdo y todos los enviados y Ansset la firmaron.

Y entonces, con la paz posible, Ansset recorrió la mesa con la mirada. Seguía sin parecer cansado. Control, pensó Kyaren.

—Amigos míos —dijo Ansset—, he aprendido a respetaros mucho hoy. Habéis actuado con rapidez, con justicia y sabiduría. Ahora bien, sé que algunos de vuestros gobernantes examinarán el acuerdo y querrán cambiarlo. No quiero que tengáis que pelearos con vuestros propios gobiernos. Y desde luego, tampoco quiero veros a vosotros, o a otros enviados, de vuelta con la misma disputa. Así que podéis decirle a vuestros gobiernos con el tono más suplicante que queráis que si no aceptan este compromiso, exactamente tal como está escrito aquí, dentro de cinco días, rescribiré el acuerdo para excluir a ese gobierno por completo de la solución, y si después de eso hay alguna resistencia posterior, depondré a ese gobierno del poder. Tengo intención de dar a este razonable documento el trato de ley. ¿Comprendéis?

Comprendieron.

—Pero no hay razón para decirles lo intransigente que intento ser a menos que pongan objeciones. Confío en vuestra discreción y en vuestro buen juicio, que he aprendido a respetar hoy, como respeto los míos propios. Y ahora vayámonos a dormir. Estoy seguro de que todos estaréis tan cansados como yo.

Cuando Ansset se levantó para marcharse, los enviados, espontáneamente, le aplaudieron.

Sin embargo, la jornada no había acabado todavía, Ansset, Kyaren, y el ministro de asuntos latinos salieron de la sala de reuniones y se dirigieron a una pequeña cámara donde les esperaba el administrador saliente. Había estado observándoles a través del vídeo durante todo el día. Y ahora se suponía que tenía que criticar las acciones y afirmaciones de Ansset y ayudarle a reconocer sus errores.

—Pero no cometiste ningún error —dijo el administrador, con una sonrisa que, a los ojos de Kyaren, no parecía sincera—. Y por eso puedo marcharme con el corazón tranquilo.

Y se marchó.

—Puede hablar todo lo que quiera de tranquilidad —le dijo Ansset a Kyaren cuando el hombre se fue—. Pero no le gustó.

Ella se echó a reír.

—¿Puede decirle a Ansset por qué? —le preguntó al ministro.

El ministro no se rió.

—No quiero parecer despectivo hacia el antiguo administrador, Ansset, pero nadie ha podido nunca tratar razonablemente con los brasileños. Ésta es la primera vez que he visto terminar una conferencia sin que el administrador tenga que amenazar con enviarles tropas.

Ansset sonrió.

—Son gente orgullosa —dijo—. Me gustaron.

Entonces el ministro se marchó, y Ansset se sentó. El cansancio apareció por fin en su cara, y estaba temblando.

—Esto es lo más difícil que he hecho en mi vida —dijo en voz baja.

—Se irá haciendo más fácil —contestó Kyaren, aún sorprendida de verle mostrar debilidad.

—Mira —dijo Ansset—. Estoy temblando. Nunca tiemblo.

Porque solías cantar, no dijo Kyaren. Los dos eran perfectamente conscientes de la razón por la que Ansset no podía mantener ya un Control perfecto. Ella le ayudó a incorporarse del banco en el que estaba sentado.

—¿Vas a acostarte ahora? —preguntó Kyaren.

Ansset negó con la cabeza.

—Lo dudo. No podría dormir. Y si me forzara, lo pagaría mañana. Rompería una ventana y masticaría el cristal, o algo por el estilo.

Ansset estaba avergonzado de su nueva debilidad.

—¿Vendrás conmigo, entonces? —preguntó Kyaren—. No he cenado, y podríamos hacerlo juntos y descansar un poco. Si no te importa.

A Ansset no le importaba.