Pasaban en México, la ciudad más grande del hemisferio, un fin de semana tras otro. Josif iba a visitar las librerías: el mercado de libros antiguos y raros tenía siempre demanda, y Josif era especialista en encontrar gangas. También tenía habilidad para encontrar lo que quería: historias que estaban agotadas desde hacía tiempo, novelas escritas hacía siglos sobre el propio período del autor, diarios y periódicos.
—Dicen que no hay nada original que decir sobre la historia de la Tierra, que todos los hechos se saben desde hace años —dijo Josif fieramente—. Pero eso sucedió hace años, y ahora nadie recuerda cómo fue vivir aquí entonces.
—¿Cuándo? —le preguntó Kyaren.
—Entonces. Como opuesto al ahora.
—Estoy más interesada en el mañana —le decía siempre ella.
Pero no era cierto. Hoy era todo lo que le interesaba durante las primeras semanas que pasaron juntos. Hoy, porque era la mejor época que había vivido nunca y no estaba segura de que fuera a durar, o que el mañana fuera la mitad de deseable.
Kyaren iba a México para sentir el contacto con la gente. En ninguna parte de Esteamérica, y desde luego en ninguna parte de la Casa del Canto, había personas como las que llenaban las aceras de México. No se permitía tomar ningún vehículo excepto los coches eléctricos que traían el material para las tiendas; la gente, las personas individuales, tenían que caminar por todas partes. Y había millones. Y todos parecían estar en la calle siempre; incluso cuando llovía, recorrían las calles con la lluvia deslizándose por sus ropas, mojándoles las caras. Ésta era una ciudad donde Kyaren podía saciar su ansia. No conocía a nadie, pero los amaba a todos.
—Sudan —dijo Josif.
—Eres demasiado inmaculado —respondió Kyaren, molesta.
—Sudan y te pisan. No veo ninguna razón para estar en medio de una multitud excepto cuando resulta inevitable.
—Me gusta el sonido.
—Y eso es lo peor de todo. La ciudad más grande del mundo y todos insisten en hablar mexicano, un lenguaje que no tiene ninguna razón de ser.
Kyaren frunció el ceño.
—¿Por qué no?
—Sólo están a cinco mil kilómetros de Seattle, demonios. Nosotros conseguimos hablar como el resto del imperio. Es sólo vanidad.
—Es un lenguaje muy hermoso —dijo ella—. Lo he estado aprendiendo, y te abre la mente.
—Y hace que la lengua se te caiga de la boca.
Josif no tenía paciencia con las excentricidades de su planeta nativo.
—A veces me siento terriblemente avergonzado de ser de la Tierra.
—El planeta madre.
—Estos tipos no son mexicanos de verdad. ¿Sabes cómo eran? ¡Bajitos y cetrinos! ¡Muéstrame una persona morena ahí fuera!
—¿Es que importa que puedan remontar su pedigrí a la mexicana número uno y su marido? —preguntó Kyaren—. Quieren ser mexicanos. Y cuando vengo aquí, yo quiero ser mexicana.
Era una discusión amistosa que siempre terminaban saliendo a la calle (Kyaren quería deambular y hablar con los dependientes y vendedores, Josif se dedicaba a curiosear entre las estanterías, esperando encontrar un título ante el que pudiera dar un salto), o acostándose, donde sus fines coincidían mejor.
Fue durante un fin de semana en México cuando decidieron apoderarse del mundo.
—¿Por qué no del universo?
—Tu ambición es fastidiosa —dijo Josif, tumbado desnudo en el balcón porque le gustaba sentir la lluvia, que caía con fuerza.
—Bien, entonces seamos modestos. ¿Por dónde empezamos?
—Por aquí.
—No es práctico. No tenemos base de operaciones.
—Entonces por Tegucigalpa. Le damos la vuelta en secreto a todos los programas de los ordenadores para que sigan nuestras órdenes. Luego cortamos los salarios de todo el mundo hasta que se rindan.
Se echaron a reír; era un juego. Pero un juego que practicaban suficientemente en serio para hacer investigaciones. Buscarían cualquier posible debilidad, lugares en los que el sistema pudiera ser socavado. También trabajaban intentando conseguir una visión global del sistema para comprender cómo funcionaba. Josif sabía cómo trabajar en la biblioteca gubernamental de México, y los dos pasaban el tiempo leyendo informes sobre cómo era Tegucigalpa sólo trescientos años antes.
—Es relativamente nuevo. La mitad de las funciones han sido instaladas en los últimos diez años. ¡Diez años! La mayor parte de los otros planetas llevan siglos informatizados por completo.
—Estás demasiado pegado a la Tierra —le reprendió Kyaren, repasando actas de reuniones, que estaban tan corregidas en su nivel de acceso que era difícil sacar de ellos nada coherente.
Pero no fue en México donde encontraron el fraude. Fue en casa.
Kyaren había estado leyendo un libro sobre demografía, uno que sólo había podido ojear en Princeton. Establecía las normas para las distribuciones de las edades en un planeta; encontró una información fascinante, especialmente las variantes que dependían del empleo local, clima y bienestar relativo. Se divirtió planeando la distribución demográfica de las épocas de la Tierra, basada en las estadísticas fácilmente obtenidas de empleo y economía. Entonces dedicó unos minutos de descanso a comprobar las cifras.
Estaban equivocadas.
Desde el nacimiento hasta los ochenta años, la edad de la jubilación, las cifras eran bastante buenas. Pero de los ochenta a los cien las cosas no encajaban.
A esas edades no moría suficiente gente.
En realidad, advirtió que casi nadie moría, comparado con las tasas de mortandad normales. Y entonces, desde los cien a los ciento diez, morían como moscas, de forma que a partir de los ciento diez años las estadísticas eran normales.
Seguramente alguien se habría dado cuenta de esto con anterioridad, pensó Kyaren. En ese caso la Tierra habría ganado reputación por sus tasas de mortalidad inusitadamente bajas. Tenía que ser un conocimiento común: la distribución de alimentos tenía que resultar afectada, y los gastos de pensiones debían ser inusitadamente altos. Los científicos tenían que estar intentando descubrir la razón del fenómeno.
Y sin embargo, ella nunca había oído hablar del tema.
En los manuales de programación que leyeron en la biblioteca de México, Kyaren encontró algunos programas poco conocidos que permitían a un programador verificar un determinado programa en vez de usarlo para encontrar y procesar datos. Kyaren le habló del tema a Josif aquella noche, que pasaron en la habitación de él porque era más amplia y tenía espacio suficiente para ambos sin que necesitaran solicitar mobiliario extra, lo que hubiera hecho que la relación fuera de dominio público.
—He comprobado mis datos una y otra vez, y no están equivocados.
—Bien, la única manera para resolverlo es matar a algunos viejos, supongo —dijo Josif, leyendo una novela de misterio del siglo veintitrés… traducida, naturalmente.
—Josif, está mal. Algo está mal.
—Kyaren —dijo él, impaciente pero intentando no parecerlo—, es un juego que estamos practicando. La verdad es que no tenemos ninguna responsabilidad por el mundo. Sólo por los muertos y por los que no lo están del todo todavía. Y sólo como números.
—Quiero descubrir si las cifras de mortandad son buenas o no.
Josif cerró el libro.
—Kyaren, las cifras están bien. Es mi trabajo, ¿no? Me encargo de las muertes.
—Entonces comprueba a ver si mis cifras son correctas.
Él comprobó. Sus cifras eran correctas.
—Tus cifras están bien. Tal vez el libro está equivocado.
—Ha sido la biblia de la demografía durante tres siglos. Alguien se habría dado cuenta.
Josif volvió a abrir el libro.
—Maldita Tierra. La gente ni siquiera sabe cuándo tiene que morirse.
—Tienes que haberlo advertido —dijo Kyaren—. Tienes que haber visto que la mayoría de las muertes estaban agrupadas entre los cien y los ciento diez años.
—Nunca me he dado cuenta de nada por el estilo. Tratamos con datos individuales, no colectivos. Completamos archivos, ¿sabes? No observamos tendencias.
—Sólo quiero comprobar unas cuantas cosas. ¿Recuerdas el programa que descubrimos para verificar entradas? ¿El localizador de errores?
—Sí.
—¿Recuerdas los números?
—Kyaren, no estás resultando una buena compañía.
Comprobaron juntos los números y códigos; Kyaren salió unos minutos y los verificó en el terminal local de la biblioteca localizando su último uso de la misma. El programa funcionaba bien. En realidad, era bastante simple, y por eso pudieron recordarlo.
Al día siguiente, durante un descanso, Kyaren hizo una pregunta sobre una muerte solitaria en el distrito de Quong-yung: Pensaba que una única muerte sería más simple y le daría una sola lectura. Lo que tendría que haber aparecido en la pantalla era la fecha de entrada, el nombre del operario que había introducido la información sobre la muerte, las estadísticas vitales programadas en esa fecha sobre aquella persona, y el número de la operación.
En cambio, lo que apareció fue la brillante señal de RESTRINGIDO. En la mesa de Warvel sonó un fuerte zumbido.
Todos alzaron la vista inmediatamente y contemplaron cómo Warvel se ponía rápidamente en pie, con aspecto alarmado. Kyaren supo que su área brillaba en su mesa; naturalmente, cuando localizó la fuente golpeó la mesa con la mano y cargó furiosamente hacia ella.
—¿Qué demonios estás haciendo, Kyaren? —gritó mientras se acercaba.
¿Qué iba a decirle…? ¿Que estaba jugando a que ponía en marcha un plan para adueñarse del mundo? ¿Que estaba comprobando las cifras porque no cuadraban con sus propios cálculos?
—No sé —dijo, haciendo ver que se sentía tan sorprendida y ruborizada como estaba—. Sólo estaba jugando. Introducía palabras y números al azar, no sé.
—¿Qué números y palabras? —preguntó Warvel, inclinándose sobre el terminal.
—No recuerdo —mintió ella—. Era sólo un capricho.
—Era sólo una estupidez. Hay programas aquí que congelarían todas las operaciones hasta que la apestosa policía aparezca para ver quién está intentando juzgar al sistema. ¿Comprendes? ¡Este sistema está hecho a prueba de idiotas, pero no necesitamos a ningún idiota extra que intente probarlo!
Ella pidió disculpas profusamente, pero mientras él se daba la vuelta, implacable, y regresaba a su mesa, Kyaren advirtió que parecía estar más asustado que furioso. Y todos los demás le miraron sobriamente, con furia… y también con miedo.
¿Qué había hecho?
—Kyaren —le dijo Warvel cuando salía de la oficina al terminar el día de trabajo—. Kyaren, tu informe cuatrimestral está a punto de ser publicado dentro de unos pocos días. Me temo que voy a tener que dar una valoración negativa.
Kyaren se quedó de una pieza.
—¿Por qué?
—No has estado trabajando. Obviamente, has estado holgazaneando. Es malo para la moral, y es completamente deshonesto.
—¿Cuándo he holgazaneado? —preguntó ella. Un informe negativo ahora, en su primer trabajo (especialmente en uno tan fácil) podría destruir sus esperanzas de hacer carrera en el gobierno.
—Tengo quejas de catorce personas. Todos los que componen esta oficina excepto tú y yo, Kyaren. Están cansados de verte jugar, estudiar la historia antigua y tontear con el ordenador cuando deberías estar intentando ayudar a los ancianos a enfrentarse con la inflación y las fluctuaciones de la economía. No estamos aquí para divertirnos, Kyaren sino para ayudar a la gente. ¿Comprendes?
Ella asintió.
—Eso es lo que estoy intentando hacer.
—Daré un informe negativo, pero no te despediré a menos que crees más problemas. ¿Comprendes? Tres años de trabajo perfecto y el informe negativo desaparecerá de tu expediente. Es algo que podrás sobrellevar… si te ciñes al trabajo en el futuro.
Ella se marchó. Josif, en casa, se sorprendió.
—¿Catorce quejas?
—Eso es lo que dijo.
—¡Kyaren, podrías tener una relación íntima con una lámpara en mitad del comedor y resultaría difícil que dieran tres quejas!
—¿Qué tienen contra mí? —preguntó ella.
La cara de Josif se ensombreció.
—A mí.
—¿Qué?
—A mí. Ya tenías suficientes problemas. Añádeme a ellos… ¿sabes cuántas mujeres han intentado llevarme a la cama? Los homosexuales conocidos tienen algo irresistible para cierta clase de mujeres. Los consideran un desafío. Yo soy el desafío. Y entonces apareces tú y de repente empezamos a pasar juntos los fines de semana. Las que no están celosas están probablemente revolucionadas sólo con pensar el tipo de perversiones que estaré practicando contigo.
—No eres tú.
—¿Entonces qué es?
—Tienen miedo.
—¿De qué?
—¿Cómo voy a saberlo?
Josif se levantó de la cama, se acercó a la puerta y se apoyó en ella.
—Kyaren, soy yo. Tenemos que terminar. Cuando te marches esta noche, punto y final.
Parecía sincero. Ella se preguntó por qué la idea de dejarle y no regresar le hacía sentirse como si estuviera cayendo de un lugar muy alto.
—No voy a marcharme esta noche —dijo Kyaren—. Me marcharé por la mañana.
—No. Por tu propio bien.
Ella se rió, incrédula.
—¡Mi propio bien!
Él la miró desde la puerta con la cara muy seria.
—Mi propio bien es quedarme justo aquí.
Él sacudió la cabeza.
—¿Hablas en serio? —preguntó ella, incrédula—. ¿Así de fácil decides que se supone que tengo que irme porque tú piensas que será lo mejor para mí?
—Parece bastante estúpido, ¿verdad? —dijo él.
Y empezaron a reírse y Josif regresó a la cama y de repente dejaron de hacerlo y se abrazaron, comprendiendo que aquello no era algo que pudieran terminar simplemente cuando fuera conveniente.
—Josif…
—¿Mmmm? —contestó él, con la cara enterrada en su pelo, mientras mordisqueaba una hebra.
—Josif, les asusté. Tienen miedo de algo.
—Eres una mujer de aspecto bastante impresionante.
—Hay algo curioso en todo ello. ¿Por qué restringir la información sobre las entradas de las muertes?
No pudieron pensar ninguna razón.
Así, al día siguiente, Josif cogió una hoja de papel (algo poco usado en el centro) y escribió en ella diez nombres y diez números.
—¿Puedes ver esto? —preguntó.
—¿Qué son?
—Gente muerta. Las primeras entradas de hoy. Ahora tendrían que estar ya en tu ordenador, ya que yo mismo las introduje todas. Ésos son los números de identificación, y la fecha de entrada es de hace unas pocas horas. Ésa es básicamente toda la información que te daría el banco de datos. ¿Puedes hacer algo?
Kyaren no se atrevió a llevarse el papel a la oficina: algo tan poco usual como un papel llamaría la atención, y eso era precisamente lo que no necesitaba. Así que memorizó los tres primeros datos y dejó la lista en el lavabo del piso de abajo. Bajó en el primer descanso, pero en vez de buscar otros tres nombres, fue a ver a Josif.
—¿Estás seguro de que los copiaste correctamente?
Josif miró los nombres y números, los introdujo en su terminal, y los datos aparecieron. Todos estaban definitivamente muertos.
—En mi terminal —dijo ella—, están vivos.
Josif se levantó y la siguió al pasillo, donde le habló en voz baja.
—Tendríamos que haberlo imaginado de inmediato. Es un fraude, Kyaren. Están pagando esas pensiones a alguien, pero no a esa gente. Porque está muerta.
Kyaren se apoyó en la pared.
—¿Sabes cuánto dinero es eso?
Josif no estaba impresionado.
—Vamos —dijo.
—¿Adónde?
—Fuera de este edificio, inmediatamente.
Él empezó a empujarla. Ella se dejó llevar, pero estaba completamente confundida.
—¿Dónde vamos?
Él no contestaba. No se dirigieron a sus habitaciones. En cambio, se encaminaron hacia el aeropuerto, que estaba en el ala oriental del complejo.
—No es momento para un fin de semana en México —dijo ella.
—Tú sígueme.
Se detuvieron en la terminal de billetes y ella hizo lo que él le dijo, usando su código de oficina. Entonces Josif se acercó al terminal y pidió dos billetes para él, cargándolos a su propia cuenta.
—Puedo pagar los míos —dijo ella.
Él no contestó. Sólo cogió los billetes y subieron al volador con dirección a Marrakesch. No empezó a explicarse hasta que estuvieron en pleno vuelo.
—No es sólo tu oficina, Kyaren —dijo—. Es la mía también. Este asunto tiene que envolver a un montón de gente, en Muertes, en Distribución, en Pensiones, quién sabe dónde más. Si te cogieron con una simple pregunta, seguro que tienen un programa que les avisó de que acabas de preguntar los nombres de tres personas cuyas muertes fueron registradas hoy, y que inmediatamente después yo solicité los mismos nombres. El ordenador sabe que alguien es consciente de que hay una discrepancia. Y no sé cuánto tiempo podríamos vivir si nos quedáramos allí.
—No harían nada violento, ¿no? —preguntó Kyaren.
Josif sólo la besó y dijo:
—Dondequiera que creciste, Kyaren, tuvo que ser el paraíso.
—¿Adónde vamos? —preguntó ella otra vez.
—A informar, naturalmente. Dejemos que la policía se encargue del tema. Que lo haga Babilonia. Tienen el poder de paralizarlo todo y a todos mientras investigan. No tenemos ningún poder.
—¿Y si estamos equivocados?
—Entonces iremos a buscar trabajo a un billón de años luz de distancia.
Contaron la historia a cinco oficiales diferentes antes de que por fin encontraran a alguien que aceptara tomar la responsabilidad de una decisión. El hombre no se presentó. Pero fue el primero en escucharles sin bajar la cabeza, sin parecer incómodo, preocupado o receloso.
—¿Sólo tres nombres? —preguntó finalmente después de que Josif y Kyaren lo hubieran explicado todo.
Ellos asintieron.
—No pensamos que fuera seguro esperar más tiempo.
—Absolutamente cierto —dijo el hombre. Asintió, como si imitara su movimiento de un momento antes—. Sí, es precisa una investigación.
Y observaron cómo alzaba un teléfono, marcaba un código y empezaba a dar órdenes en una jerga que no pudieron comprender.
Su cara fascinaba a Kyaren, aunque no estaba segura de por qué. Parecía bastante poco llamativo: no era un hombre grande, ni particularmente guapo, pero tampoco era inusitadamente feo. Tenía un pelo de largura media, sus ojos medio castaños, su expresión medio agradable.
Kyaren era consciente de un cambio constante, no tanto en su rostro como en su percepción de éste; como una ilusión óptica, la expresión de su cara oscilaba entre la confianza y la fría amenaza. Nadie les había dicho su título o su nombre… era sólo aquél al que le pasaban los problemas difíciles, y a él no parecía importarle.
Finalmente acabó con su llamada y volvió a prestar su atención a Josif y Kyaren.
—Muy buen trabajo —dijo.
Entonces empezó a hablarles, muy tranquilamente, sobre ellos mismos. Le dijo a Kyaren cosas sobre Josif que Josif nunca había mencionado: cómo Josif había intentado suicidarse dos veces después de que Bant le dejara; cómo Josif suspendió cuatro asignaturas en su último trimestre en la universidad, y sin embargo, hizo una disertación tal que la facultad no tuvo otra elección sino votar unánimemente su aceptación; cómo la facultad le despidió de la escuela con las peores cartas de recomendación inimaginables para que le resultara imposible encontrar trabajo en su campo.
—No te llevas muy bien con las autoridades, ¿verdad, Josif? —preguntó el hombre. Josif negó con la cabeza.
Inmediatamente, el hombre se dirigió a Kyaren, y habló de su educación en la Casa del Canto, su fracaso al conseguir los niveles mínimos, su huida cuando supo que era inferior, su negativa a mencionar a la Casa del Canto desde entonces.
—Estás determinada a no dejar que nadie vea tu fracaso, ¿no, Kya-Kya? —preguntó. Kyaren asintió.
Ella era completamente consciente de que había tantas cosas que Josif no le había referido sobre sí mismo… cosas importantes para su comprensión. Y sin embargo, le resultó más un alivio que una humillación. Porque ahora él también sabía cosas que ella había estado ocultándole deliberadamente. Ahora ya no tenían secretos de importancia.
¿Qué era lo que había estado intentando hacer el hombre? ¿O estaba siendo sólo desagradable, recalcándoles que su amistad no era lo que habían pensado? Apenas importaba. Miró furtivamente a Josif, y vio que él también evitaba su mirada. Eso sí que no. Por eso, ella se le quedó mirando hasta que la propia intensidad de su mirada le obligó a volver la cabeza hacia ella. Y entonces Kyaren le sonrió.
—Hola, desconocido —dijo, y él le devolvió la sonrisa.
El hombre se aclaró la garganta.
—Los dos sois un poco mejor que la media. Por varias estúpidas razones, se os ha mantenido artificialmente en lugares donde no habéis podido desarrollar lo que sois capaces de hacer.
Así que os voy a dar una oportunidad. Intentad usarla con inteligencia.
Tendrían que haber pedido explicaciones, pero el hombre se marchó sin decir nada más. Fue el Jefe de Seguridad Planetaria quien por fin les dijo lo que les sucedía.
—Han sido ustedes despedidos de sus empleos previos —dijo, con el aspecto sereno que sólo un hombre con mucho poder puede ofrecer—. Y se les ha dado empleos nuevos.
Josif fue nombrado ayudante del ministro de educación, con autoridad especial sobre los fondos de investigación. Kyaren fue nombrada ayudante especial del administrador de la Tierra, donde podía poner las manos en cualquier cosa del planeta. No eran oficinas imperiales, pero era lo máximo que dos novatos podrían esperar conseguir: trabajos que les darían conexiones para futuras ventajas y todas las oportunidades que necesitarían para mostrar el tipo de trabajo que serían capaces de hacer.
De un solo golpe, se les había dado la oportunidad de hacer carrera.
—¿Quién es ese tipo, un ángel? ¿Dios? —le preguntó Josif al Jefe.
El Jefe se echó a reír.
—La mayoría de la gente lo colocaría en el extremo opuesto. El Diablo. El Ángel de la Muerte. Pero no es nada de eso. Es sólo Ferret. El brazo ejecutor del emperador, ya sabéis. Hace a la gente y las deshace, y sólo responde ante el emperador.
Sabían cómo podía hacer a la gente. Vieron cómo las deshacía cuando, unas pocas semanas más tarde, contemplaban los vídeos en su apartamento. El día en Babilonia había sido caluroso y lluvioso, hasta que al atardecer se quedaron en el balcón observando el brillo de las gotas de agua aferrándose a un millón de hojas de hierba, con las largas sombras de los árboles interrumpiendo la lujuriosa sabana en intervalos perfectos y a la vez aleatorios. Un elefante se movía perezosamente a través de la alta hierba. Una bandada de gacelas volaba a lo lejos hacia el norte. Kyaren y Josif se sentían completamente agotados por el trabajo del día, completamente en paz por la belleza de la noche, con un delicioso estado de languidez. Tenían la convicción de que los conspiradores serían expulsados de Tegucigalpa esta noche, y sentían la obligación de observar.
A medida que los momentos del juicio empezaron a ser presentados y las caras de sus antiguos compañeros aparecían una y otra vez en el estrado, Kyaren empezó a sentirse vagamente incómoda. No porque ella les hubiera colocado en aquella posición, sino porque no había sentido ningún reparo al hacerlo. ¿Habría estado tan ansiosa por denunciarlos si no la hubieran excluido tan abiertamente? Se imaginó qué es lo que habría sucedido si hubiera acudido con más humildad a la Oficina de Pensiones, sin que los destacados test la hubieran precedido, sin estar envuelta en su perpetua reserva. ¿Habrían sido entonces sus amigos y la habrían admitido gradualmente en el complot? ¿Los habría denunciado entonces?
Era imposible saberlo. Pues si se hubiera comportado con humildad, no habría sido ella, y entonces, ¿quién podría predecir cómo habría actuado?
A su lado, Josif jadeaba. Kyaren miró los vídeos con atención. Había otro hombre en el estrado. Uno al que ella no conocía.
—¿Quién es? —preguntó.
—Bant —respondió Josif, mordiéndose los nudillos.
No se les había ocurrido aquello: que Bant, por supuesto, como encargado de Vitales, tuviera que estar involucrado. Kyaren nunca había llegado a conocerle en persona, pero sentía que le conocía a través de Josif. No obstante, lo que conocía de él era su hilaridad, su insistencia de que el acto sexual tenía que ser divertido. Kyaren no podía imaginar a Josif haciendo el amor con un hombre, pero al menos para Josif fue imposible no hablar del tema. Aparentemente, el ansia de sexo de Bant era sólo una faceta de su ansia general; su despreocupación por los sentimientos de Josif era parte de una despreocupación general hacia cualquiera.
Todos los acusados fueron condenados de cinco a treinta años de trabajos forzados, deportados y exiliados permanentemente de la Tierra, y desterrados para siempre de cualquier empleo. Era una sentencia severa, aunque en apariencia, no lo suficiente.
El locutor empezó a hablar de la necesidad de dar ejemplo con esta gente, para evitar que otros decidieran que un fraude en grupo a los fondos del gobierno merecía la pena del riesgo. Mientras hablaba, los vídeos mostraron a un hombre de espaldas que se acercaba a la fila de prisioneros. Éstos tenían guardias detrás; sus manos estaban atadas. Miraron hacia el hombre que se les acercaba, y sus caras de repente mostraron miedo. Los vídeos retrocedieron para que los espectadores pudieran ver por qué. El hombre blandía una espada. No un láser: Una espada, hecha de metal, una cosa aterradora, en parte por ser tan antigua y barbárica.
—Ferret —dijo Kyaren, y Josif asintió. Los vídeos no mostraron la cara del hombre, pero estuvieron seguros de haberle reconocido.
Y entonces Ferret alcanzó al primero de los prisioneros, se detuvo ante él, se dirigió al siguiente, se detuvo. No fue hasta el cuarto cuando activó su mano. La hoja cogió al prisionero en el punto donde la mandíbula se encuentra con la oreja, y luego destelló hacia la izquierda y salió por el mismo punto por el otro lado. Durante un instante, el prisionero pareció sorprendido, sólo sorprendido. Entonces una línea roja apareció a lo largo de su garganta, y de repente la sangre brotó y borboteó de la herida, esparciéndose hacia ambos lados. El cuerpo se dobló, la boca intentando hablar, los ojos suplicando algo en vano. El guardia que había tras él le alzó, y cuando la cabeza del prisionero se inclinó hacia delante, el guardia le cogió por el pelo y tiró de la cabeza hacia atrás, para que pudiera verse la cara. El hecho provocó que la herida borboteara, como el mordisco de una piraña. Y finalmente la sangre dejó de manar y el verdugo, aún dando la espalda a las cámaras, asintió. El guardia dejó caer al hombre al suelo.
Aparentemente, los vídeos habían mostrado esta ejecución detalladamente porque era la primera. A medida que Ferret seguía caminando, rebanando las gargantas de cada tercer, cuarto o quinto prisionero, los vídeos no se cebaron en las víctimas, como habían hecho con la primera. Al contrario, pasaron rápidamente.
Kyaren y Josif, sin embargo, no lo advirtieron, porque en el momento en que la hoja danzó por primera vez alcanzando al prisionero en la garganta, Josif empezó a gritar. Kyaren intentó que no lo viera, que cerrara los ojos ante la muerte del hombre, pero incluso mientras chillaba lleno de pavor, Josif rehusaba apartar su mirada de la sangre y la agonía. Y cuando el prisionero se desmoronó, Josif sollozó en voz alta, gritando:
—¡Bant! ¡Bant!
Ahora sabían cómo Ferret deshacía a la gente. Kyaren pensó que tenía que saber lo que sentía Josif hacia Bant y había escogido matarle como si dijera: «Puedes denunciar a un criminal, pero no puedes hacerlo sin consecuencias».
Kyaren estaba segura de que había escogido deliberadamente a su víctima, pues cuando llegó a las seis últimas personas se detuvo y los miró a cada uno a los ojos. Los prisioneros reaccionaban muy distintamente, algunos intentaban parecer estoicos ante la posible muerte, otros trataban de suplicarle, algunos casi vomitaban de miedo o disgusto. Cuando pasaba ante uno de los prisioneros, el que estaba a su lado se convencía de que era la víctima: el verdugo no había saltado a más de cuatro personas seguidas antes. Y entonces llegó al último.
El último era Warvel, que estaba completamente seguro de que iba a morir: el verdugo ya se había saltado a cinco. Y Kyaren, que rodeaba a Josif con los brazos, se encontró complacida en su interior, enfermizamente satisfecha de que Warvel también muriera. Si lo había hecho Bant, también lo haría Warvel.
Entonces Ferret extendió la mano. Pero no para matar. La mano estaba ahora vacía, y cogió a Warvel por el cuello, separándole del guardia. Warvel tropezó, casi se cayó, tan débiles eran sus rodillas. Pero los vídeos registraron la voz de Ferret:
—Perdón para éste. El emperador perdona a éste.
Y las ataduras de Warvel fueron soltadas mientras la voz del locutor empezaba a hablar de cómo sería recordado siempre el emperador: porque cuando alguien engañaba o abusaba de la gente, el emperador sería su campeón y llevaría a cabo su venganza.
—Pero la justicia del emperador siempre está templada con la piedad. El emperador siempre recuerda que incluso el peor de los criminales sigue siendo su súbdito.
Warvel.
Bant.
Fuera lo que fuese lo que Ferret quiso enseñarnos, musitó Kyaren en silencio para que ni siquiera ella pudiera oír sus pensamientos mientras movía los labios, fuera lo que fuese lo que quisiera enseñarnos, hemos aprendido. Hemos aprendido.
Y por eso Kyaren y Josif se encontraban en Babilonia cuando Ansset fue enviado allí.