—Recorreré el imperio el año que viene —anunció Riktors durante la cena, y los doscientos prefectos reunidos en torno a la mesa vitorearon y aplaudieron. Ansset se sintió sorprendido, desde su puesto al lado de Riktors, de que el estallido fuera tan sincero, un suceso inusitado en palacio. Ansset sonrió a Riktors.
—Son sinceros —dijo, para que sólo Riktors pudiera oírle. Los ojos del emperador se estrecharon un poco, signo suficiente de que había oído y comprendido.
—¡No sólo recorreré el imperio y visitaré al menos un mundo de cada prefectura —dijo Riktors cuando el murmullo cesó—, sino que también llevaré conmigo a mi Pájaro Cantor, para que todo el imperio pueda oírle cantar!
Y los vítores fueron aún más altos y los aplausos todavía más sinceros.
Riktors miró a Ansset y se rió complacido. El niño parecía completamente sorprendido, y a Riktors le encantaba sorprenderlo. No era fácil hacerlo.
Pero cuando la habitación volvió a guardar silencio, Ansset dijo en voz baja:
—El año que viene no estaré aquí.
Lo oyeron los suficientes comensales para que un murmullo recorriera la mesa. Riktors intentó mantenerse inexpresivo. Supo inmediatamente lo que quería decir el muchacho. Era algo que Riktors parecía haber olvidado. Sabía que Ansset tenía ya casi quince años, que el contrato con la Casa del Canto estaba casi cumplido. Pero no se permitía pensar en ello, no se permitía planear un futuro sin Ansset a su lado.
Riktors miró a Ansset y le palmeó la mano.
—Ya hablaremos de esto más tarde —dijo el emperador. Pero Ansset parecía preocupado. Esta vez, habló más alto.
—Riktors —dijo el muchacho—. Casi tengo quince años. Mi contrato finaliza dentro de un mes.
Algunos de los prefectos de la audiencia gimieron; la mayoría, sin embargo, advirtió que lo que se decía en la cabecera de la mesa no seguía ningún plan preestablecido. Ansset estaba haciendo lo que nadie se atrevía a hacer: recordarle al emperador algo que éste no quería saber. Guardaron silencio.
—Los contratos pueden renovarse —dijo Riktors, intentando parecer jovial e intentando poder cambiar inmediatamente de tema. No sabía cómo reaccionar ante la insistencia de Ansset. ¿Por qué estaba forzando el tema el muchacho?
Fuese cual fuera la razón, seguía determinado a llevarla a cabo.
—El mío no —dijo Ansset—. Dentro de dos meses tengo que volver a casa.
Y ahora todos los presentes en la sala guardaron silencio. Riktors permaneció inmóvil, pero sus manos temblaban al borde de la mesa. Durante un instante rehusó comprender lo que estaba diciendo Ansset; pero Riktors no se había convertido en emperador permitiendo mentirse a sí mismo. Volver a casa, había dicho el muchacho. Su elección de palabras tenía que ser deliberada… en público Ansset no tenía palabras casuales. Volver a casa, había dicho. Y de repente los últimos pocos años se deshicieron; Riktors los sintió en su interior, desenmarañándose, convirtiéndose en madejas sin sentido que no podía ensamblar por mucho que lo intentara.
Había incontables días de conversación, las canciones que Ansset le había cantado, los paseos junto al río. Habían jugado juntos como hermanos, Riktors olvidó toda su dignidad y por su parte Ansset (o eso había creído Riktors), todas las enemistades del pasado.
¿Me amas?, le preguntó Riktors una vez, abriéndose como nunca se habría permitido con otra persona. Y Ansset le cantó sobre el amor. Riktors interpretó que aquello significaba que sí.
Y todo el tiempo Ansset había estado contando los días, esperando su decimoquinto cumpleaños, el vencimiento de su contrato, la vuelta a casa.
Tendría que haberlo sabido, se dijo Riktors amargamente. Tendría que haberme dado cuenta de que el muchacho pertenecía a Mikal, que siempre sería de Mikal, que nunca sería mío. No perdonó, como pensé que había hecho.
Riktors se imaginó a Ansset regresando a la Casa del Canto en Tew; lo vio abrazando a Esste, la dura mujer que sólo parecía blanda cuando miraba al Pájaro Cantor. Riktors se la imaginó preguntando: ¿Qué tal fue vivir con el asesino? Y se imaginó a Ansset llorando; no, llorando nunca; Ansset no. Permanecería en calma, cantándole simplemente la humillación de tener que cantar para Riktors Ashen, emperador, asesino y patético amante de las canciones de Ansset. Riktors imaginó a Ansset y Esste riéndose juntos mientras hablaban del momento en que Riktors, cansado del peso del imperio en su mente, había acudido a Ansset por la noche en busca de la curación de sus manos y había llorado cuando el niño cantaba una sola nota. Un débil, eso es lo que he sido, delante de un niño que nunca muestra una emoción sin saberlo; me ha visto desprotegido, y en vez de amarme sólo ha sentido desprecio.
Riktors sólo llevaba sentado en silencio un instante, pero en su mente pasó de la sorpresa al dolor y a la humillación y, por fin, a la furia. Se puso en pie, sin ocultar la ira en su rostro. Los prefectos se alarmaron: No era aconsejable ser testigos de la ira de los hombres poderosos, lo sabían, y nadie era tan poderoso como Riktors Mikal.
—¡Tienes razón! —dijo Riktors en voz alta—. Mi Pájaro Cantor me ha recordado que dentro de un mes su contrato finalizará y se marchará, como dice, a casa. Creí que ésta era su casa, pero veo que estaba equivocado. Mi Pájaro Cantor regresará a Tew, a su preciosa Casa del Canto, pues Riktors Mikal cumple su palabra. Pero el Pájaro Cantor, ya que obviamente nos tiene poca estima, nunca volverá a ver a su emperador, y su emperador nunca volverá a permitirse escuchar sus mentirosas canciones.
La cara de Riktors estaba roja y tensa de dolor cuando se dio la vuelta y abandonó la cena. Unos pocos prefectos hicieron algunos débiles esfuerzos por tocar su comida; el resto se incorporó inmediatamente, y pronto todos salieron del salón, preguntándose si habría sido mejor quedarse para intentar mostrarle al emperador que seguían siendo tan leales como siempre, o correr hacia sus prefecturas para que él y ellos pudieran pretender que nunca habían venido, que la escena con Ansset nunca había tenido lugar.
Ansset se quedó solo en la mesa, mirando pero sin ver la comida que tenía delante. Se quedó así sentado, en silencio, hasta que el Mayordomo de palacio (el oficio de Chambelán había sido abolido hacía tiempo), se acercó y le condujo a la salida.
—¿Adónde voy? —preguntó Ansset suavemente.
El Mayordomo no dijo nada. Simplemente le condujo por el laberinto de pasillos. Ansset no tardó mucho en reconocer el lugar a donde iban. Cuando Riktors Ashen cambió su nombre y se trasladó al palacio, se había mantenido apartado de las viejas habitaciones de Mikal; en cambio, se estableció en habitaciones en la parte superior del edificio, con ventanas que daban a los prados y bosques de los alrededores. Ahora el Mayordomo guiaba a Ansset a través de puertas que antes habían estado cerradas por las más férreas medidas de seguridad del imperio, y por fin se detuvieron ante la puerta de una habitación donde una chimenea vacía aún contenía cenizas en el hogar; donde el mobiliario permanecía inmóvil, intacto; donde los años de la presencia de Mikal aún se aferraban a los rasgos del lugar, a todos los recuerdos que la habitación guardaba, afectando inevitablemente a Ansset.
Había una fina capa de polvo en el suelo, como en todas las habitaciones sin usar del palacio, que sólo se limpiaban como mucho, anualmente. Ansset entró muy despacio en la habitación, levantando polvo a cada pisada. Se acercó a la chimenea; la urna que había contenido las cenizas de Mikal aún esperaba junto a la abertura. Se dio la vuelta para encarar al Mayordomo, que finalmente habló.
—Riktors Imperator —dijo el Mayordomo, con la formalidad de un mensaje memorizado—, tiene que decirte que: «puesto que no te sentías en casa conmigo, permanecerás donde te sientes en casa, hasta que la Casa del Canto envíe a por ti».
—Riktors me malinterpretó —dijo Ansset—, pero el Mayordomo no mostró ninguna señal de haber oído. Sólo se dio la vuelta y se marchó, y cuando Ansset probó con la puerta, ésta no se abrió ante su forcejeo.