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Los brazos de Kya-Kya eran demasiado delgados. La muchacha lo advirtió de nuevo mientras tocaba las teclas del terminal de su ordenador; si alguna vez tuviera que usar los brazos para levantar algo pesado, se le romperían. No estoy hecha para soportar cargas, se recordó Kya-Kya. No parezco una persona substancial, y por eso estoy obligada a hacer un trabajo insubstancial.

Era una racionalización que había intentado antes y que nunca se había creído más que a medias. Se graduó en el Instituto Gubernamental de Princeton con el cuarto historial más alto de la historia de la facultad; y cuando intentó encontrar trabajo, en vez de ser inundada por prestigiosas ofertas de empleo, se vio obligada a elegir entre ser programadora de ordenadores en el Centro Informático de Tegucigalpa y un puesto de administradora en una ciudad de algún planeta perdido de la mano de Dios, que ni siquiera podía encontrar en los mapas estelares.

—Es un aprendizaje —le había dicho su consejero—. Hazlo bien y subirás rápidamente.

Pero Kya-Kya sentía que ni siquiera su consejero lo creía. ¿Qué podía esperar hacer bien en Tegucigalpa? Su empleo era en Obras Sociales, el Departamento de Servicios a Ancianos, la Oficina de Pagos de Pensiones. Y no era una oficina imperial… era planetaria. La Tierra podría ser la capital del universo, pero seguía siendo en esencia un mundo de segunda.

Si Kya-Kya pudiera convencerse de una vez que no había conseguido un puesto mejor por alguna falsa impresión que hubiera dado, de debilidad o incompetencia o inseguridad, entonces creería que, probando que era fuerte, competente y digna de confianza, su situación podría mejorar. Pero sabía que no. En la Casa del Canto habían sido los Sordos y no tanto los Ciegos quienes tuvieron que desempeñar un papel de segunda o tercera fila en la comunidad. Aquí, en la Tierra, eran los jóvenes, las mujeres, los dotados.

Y aunque la juventud se curaría con el tiempo, no había nada que pudiera hacer particularmente con su condición femenina… los transexuales estaban aún más discriminados. Y sus dotes, las mismas habilidades que la habían hecho valiosísima para el servicio gubernamental, la convertían en un objeto de envidia, de resentimiento e incluso de miedo.

Llevaba allí tres semanas, y hoy había llegado por fin a su cima. El trabajo le requería, al menos, una tercera parte de su tiempo… cuando se relajaba. Así que, suponiendo que necesitaba probar su competencia, empezó a averiguar cosas sobre el sistema, comprender la función general de todo, la forma en que los sistemas de datos se enlazaban.

—¿Quién programa los ordenadores? —preguntó inocentemente a Warvel, el encargado de Pensiones.

Warvel parecía molesto: no le gustaban las interrupciones.

—Todos nosotros —dijo, reintegrándose inmediatamente a su mesa de despacho, donde las cifras bailoteaban por toda la superficie, mostrándole exactamente lo que sucedía en cada una de las mesas de su oficina.

—¿Pero quién preparó las cosas para que funcionasen? —insistió Kya-Kya—. ¿El primer programa?

Warvel parecía más que sorprendido. La miró con intensidad, luego dijo con fiereza:

—Cuando quiera un proyecto de investigación sobre el tema, serás la primera persona a la que llame. Pero ahora mismo tu trabajo es tomar las tablas de inflación y aplicarlas a las clases de pensiones para el año presupuestario que empieza dentro de seis meses, ¡y cuando estás ante mi mesa, Kyaren, ni tú ni yo estamos haciendo nuestro trabajo!

Kya-Kya esperó unos instantes, contemplando la cabeza ligeramente calva del hombre mientras jugaba con los números de su mesa, induciendo al ordenador a continuar con los procedimientos de costumbre. Kya-Kya no podía comprender la violencia de su estallido, que fue tan defensivo como si le hubiera preguntado si era cierto que había resultado castrado en un accidente en el patio de juegos cuando tenía cinco años. Cuando él advirtió que ella estaba aún allí de pie, extendió la mano y señaló un punto en su mesa donde no aparecía ninguna cifra.

—¿Ves ese punto en blanco? —preguntó Warvel.

—Sí.

—Eres tú. Ése es el trabajo que estás realizando ahora mismo.

Y Kya-Kya regresó a su mesa y su terminal, y empezó a introducir los números con sus finos dedos, sintiéndose débil y más insignificante que nunca.

No era sólo Warvel, ni el trabajo. Desde que llegó, sintió que ninguno de sus compañeros estaba interesado en entablar amistad con ella. Las conversaciones nunca la incluían; los chistes privados siempre la dejaban completamente a oscuras; la gente se callaba cuando ella se acercaba a una mesa en el comedor o a uno de los surtidores de los pasillos. Al principio (y todavía), ella intentó creer que no hacía amigos con facilidad porque era joven, frágil. Pero la verdad era que, desde el principio, había sabido que era debido al hecho de que era una mujer ambiciosa con calificaciones notables de la mejor universidad del planeta, porque era curiosa quería aprender y ser excelente, lo que constituía una amenaza para todos, y les hacía parecer malos.

Burócratas insignificantes con mentes infinitésimas, se dijo, aporreando las teclas del ordenador. Mentes pequeñas dirigiendo un planeta pequeño, aterrorizados ante alguien que oliera a grandeza potencial… o incluso a potencial mediocridad.

Todos la vieron regresar a su mesa después de su entrevista con Warvel. Incluso las mujeres la miraron de arriba a abajo con la manera desdeñosa que tenían en la Tierra, como si el hecho de escrutar su cuerpo expresara la opinión que tenían de su mente y de su corazón. No hubo ni una mirada de simpatía en ningún rostro.

Dejó de golpear las teclas y se contuvo. Piensa así, Kyaren, se dijo, y nunca llegarás a ninguna parte. Tengo que hacerlo lo mejor que pueda, tengo que intentar serlo, y esperar que llegue un cambio, una oportunidad para destacar.

Su terminal brillaba ante ella, fijo, tan firme como su ambición, tan cegador como su miedo, y no pudo seguir concentrándose más en su trabajo. Pidió permiso para almorzar, se le concedió (había suficientes mesas libres en el comedor), y dejó su trabajo para ir a comer. Los ojos de los demás volvieron a seguirla, y después de marcharse pudo oír el murmullo de una conversación que se iniciaba. La oficina estaba insoportablemente en silencio cuando ella se encontraba presente; cuando se marchaba, todos se sentían amistosos.

Fue en el comedor aquel día cuando conoció a Josif.

Lo bueno de Tegucigalpa era su emplazamiento. El Centro de Información era casi invisible desde el aire: todos los tejados estaban camuflados con las mismas plantas de la jungla. Pero en el complejo en sí, todo era un milagro de verde y cristal, enormes paredes transparentes en cientos de edificios que se elevaban veinte, treinta u ochenta metros en el aire. El comedor estaba en lo alto, donde podía abarcar la mayor parte del resto del complejo; incluso tenía una vista del pueblo que era todo lo que quedaba de la antigua ciudad. Mientras Kya-Kya (o Kyaren, como había decidido llamarse cuando descubrió que iba a trabajar en la Tierra, en un esfuerzo por parecer más nativa) tomaba su comida de los mostradores y la llevaba hasta una mesa vacía, contempló un pájaro cegadoramente brillante revolotear desde el tejado del Departamento de Ingresos y posarse en una islita del Río Chultick. Durante su descenso, una cosa salvaje viviendo en un hábitat perfectamente salvaje, el pájaro había pasado por delante de las ventanas de cristal donde trabajaban docenas de personas recibiendo información de los ordenadores, interpretándola y volviéndola a introducir. Una jungla, con electricidad manipulada entre los árboles para albergar todo el conocimiento de un mundo.

Debido a que estaba observando el pájaro y pensando en esos contrastes, Josif pudo colocar su bandeja sobre la mesa sin que ella se diera cuenta. Por supuesto, Josif tampoco hizo ruido. Era igual de silencioso que estadístico, le diría Kyaren más tarde. Pero mientras contemplaba al pájaro saltando al parecer sin ningún propósito por la isla, se dio cuenta de que alguien la observaba.

Se dio la vuelta y allí estaba Josif. Ojos profundos pero simpáticos, rasgos delicados, y una boca que sonreía perpetuamente como si supiera el chiste y no quisiera contárselo a nadie porque en realidad no tenía ninguna gracia.

—Me he enterado que Warvel te comió viva hoy.

Los chismorrees se propagan rápidamente, pensó Kyaren… pero no pudo dejar de sentirse adulada por este completo desconocido que se preocupaba; no podía dejar de sentirse complacida de que alguien le estuviera hablando de verdad sobre algo diferente al trabajo.

—Me han mordido —dijo Kyaren—, pero no me han tragado todavía.

—Me he fijado en ti —contestó Josif, sonriéndole.

—Yo nunca me he fijado en ti —respondió Kyaren, aunque no era totalmente cierto. Le había visto por los alrededores. Trabajaba en Estadísticas, Departamento de Vitales, Oficina de Muertes, que estaba en el piso de abajo. No le había llamado mucho la atención. Kyaren fue criada en la Casa del Canto, y la asociación de los sexos de alguna manera la había vacunado contra la atracción hacia los hombres. ¿Es apuesto?, se preguntó brevemente. ¿Es guapo? No estaba segura. Interesante, al menos. Los ojos, que parecían tan inocentes. La boca, que parecía tan sabia.

—Sí que lo has hecho —contestó Josif, aún sonriendo—. Eres una desclasada.

De modo que era así de obvio; ella lamentó oírlo expresado en palabras.

—¿Lo soy?

—Es algo que tenemos en común. Los dos somos unos desclasados.

Entonces era una excusa para ligar, y Kyaren suspiró. Se había convertido en experta en detectar planes como aquél: estudiantes aburridos habían intentado muchas veces iluminar una tarde sombría con intentos de seducirla. Una o dos veces había seguido el juego. Nunca valía la pena el esfuerzo.

—Con tan poco en común, dudo que tengamos una buena amistad por delante —se dio la vuelta hacia su comida.

—¿Amigos? Deberíamos ser enemigos —dijo Josif—. Podemos ayudarnos mutuamente mientras nos odiemos.

No pudo evitarlo. Levantó la mirada de su comida. Se dijo que era porque estaba cansada de los intentos de los cocineros por poner un poco de color local… La comida hondureña era una porquería. Apartó la comida y se recostó en la silla, esperando que Josif continuara.

—Verás —dijo Josif, sabiendo que iba a escucharle—, mientras te entretienes rechazándome, puedes tener la satisfacción de saber que eres parte de la mayoría de los que hay aquí. Quiero decir que puede que no estés dentro, pero desde luego sabes quién está fuera.

Kyaren no pudo evitarlo. Se echó a reír. Él ladeó la cabeza.

—Vaya, se estropeó la teoría de la furcia frígida —dijo Josif.

—Deberías verme en la cama —repuso Kyaren, y entonces se sorprendió al darse cuenta de que en vez de evitar su intento de seducción había seguido la corriente. Josif, sin embargo, evitó dar la respuesta obvia y cambió de tema.

—Tu gran error de hoy ha sido preguntarle a Warvel sobre historia. ¿Cómo iba a saberlo? Podría encontrarse en medio de una guerra y no darse cuenta de lo que estuviera pasando. Para él no suceden cosas… sólo tendencias. Es miopía estadística, una enfermedad endémica en nuestra profesión.

—Sólo quería saber cómo funciona todo. Se pasó al enfadarse. Me sorprende ver lo rápido que se ha corrido la voz.

Josif le sonrió, alargó la mano y le tocó el brazo. Ella no apreció la intimidad del gesto, pero lo toleró.

—Estoy terriblemente aburrido, ¿tú no? Quiero decir, cansado de todo este asunto.

Ella asintió.

—¿A quién le importa nada? Tiene que hacerse, como sembrar y educar a los niños a leer y todo eso, pero a nadie le gusta de veras.

—A mí sí —dijo Kyaren—. Al menos, me gustaría a un nivel superior.

—¿Superior a qué?

—Superior a tener que tener que introducir información sobre las pensiones en un terminal.

—Sube quince escalafones y verás que todos siguen siendo unos cretinos.

—Yo no lo sería —dijo Kyaren, y entonces se dio cuenta de que había sido demasiado intensa. ¿Quería de verdad confiar sus ambiciones a este muchacho?

—¿Y qué eres tú, inmune a la estupidez? Todo el que presume de tomar decisiones sobre la vida de otras personas es un cretino. —Josif se rió, sólo que esta vez parecía un poco cortado, hizo un gesto como si se colocara una máscara sobre el rostro y, como si realmente lo hubiera hecho, su cara se volvió frívola e inocente de nuevo, desaparecidos todos los indicios de profunda reflexión.

—Te estoy aburriendo —siguió Josif.

—¿Cómo podrías hacerlo? Eres la primera persona que me habla de algo que no sean estadísticas en tres semanas.

—Es porque apestas a competencia, ya sabes. Una semana antes de que llegaras aquí, todos oyeron hablar de tu puntuación en los exámenes de Princeton. Bastante impresionante. Todos nosotros nos sentimos impulsados a odiarte.

—Ahora dices nosotros. Eres parte del grupo, ¿no? Josif negó con la cabeza y su cara se volvió seria de nuevo.

—No. Pero estoy en la dirección contraria a la tuya. Se cierran a ti porque eres mejor que ellos y te temen. A mí me evitan porque estoy más allá del desdén.

Kyaren pensó que Josif creía lo que decía. También se le ocurrió que si dejaba que la conversación continuara por más tiempo, no podría deshacerse de él fácilmente.

—Gracias por acompañarme durante el almuerzo —dijo—. Aunque la verdad es que no necesitas convertirlo en un hábito.

Él pareció sorprendido.

—¿Qué he dicho? ¿Por qué te has enfadado?

Ella sonrió fríamente.

—No estoy enfadada.

Su mejor voz de seguro-como-el-infierno-que-no-podrás-acostarte-conmigo era capaz de congelar un río tropical. Se imaginó los cristalillos formándose en su nariz mientras se daba la vuelta, le mostraba la espalda y se marchaba, y al instante lo lamentó. Éste era el contacto más humano que había tenido en semanas. En años, realmente… Josif parecía más preocupado personalmente que nadie a quien hubiera conocido en Princeton. Y lo había despedido sin enterarse siquiera de su nombre.

No supo que él la estaba siguiendo hasta que la alcanzó en el pasillo de cristal que cruzaba una franja de jungla entre el comedor y los edificios de trabajo. Josif la cogió por el brazo, lo bastante fuerte para que no pudiera zafarse con facilidad, pero no con tanta firmeza como para que ella quisiera hacerlo. Ella no aminoró su paso, pero él se puso a su altura perfectamente.

—¿Estás segura? —preguntó.

—¿Segura de qué? —contestó ella, otra vez glacial.

—De que no quieres que seamos amigos. Necesito amistad, ya sabes. Incluso de una mujer recelosa, fría de corazón y asustada de muerte como tú. Claro que tu vida social está tan completa que tendrás que buscar meses en tu libro de citas para encontrar una tarde que puedas pasar conmigo.

Ella se giró hacia él, con la intención más por instinto que por deseos, de pararle en seco, soltarse el brazo y regresar a su oficina sola. Pero una sonrisa inadvertida arruinó el efecto: No dijo nada, aunque intentó contener la sonrisa. Él la imitó, esforzándose cómicamente por fruncir el ceño y fracasando finalmente. Ella se rió con fuerza.

—Me llamo Josif —dijo—. Tú eres Kyaren, ¿verdad?

Ella asintió, intentando deshacerse de la sonrisa.

—Vamos a pretender que piensas que merezco la pena. Vamos a pretender que quieres verme esta noche. Vamos a pretender que me das el número de tu habitación y que paseamos por la Zona para que no tengas que preocuparte de que intente llevarte a la cama. Vamos a pretender que te fías de mí.

Ella lo pretendió. No fue difícil.

—3217 —dijo. Entonces él le soltó el brazo y ella regresó sola a su oficina, sintiéndose extrañamente complacida, olvidada la humillación de la reprimenda que Warvel le había dirigido por la mañana. Por primera vez desde que había venido a la Tierra, le gustaba alguien de verdad. No demasiado, pero lo suficiente como para que fuera divertido pasar la tarde con él. La idea de divertirse la sorprendía, aunque no estaba segura del todo de lo que era divertirse.

Para su sorpresa, sólo llevaba unos minutos ante su mesa cuando una de sus compañeras, una mujer con la nariz como el pico de un loro que hacía estimaciones de la población, se acercó a su mesa y se sentó en el borde.

—Kyaren —dijo la mujer.

—¿Sí? —preguntó Kyaren, recelosa y abiertamente preparada para la hostilidad, aunque por dentro esperaba vagamente que fuera un intento amistoso. Ahora tenía buen estado de ánimo.

—Ese bastardo de Muertes, Josif.

—Sí.

—Sólo una advertencia amistosa. No te molestes con él.

—¿Por qué?

La expresión de loro se ensombreció. Aparentemente no estaba acostumbrada a que le preguntaran cuando daba consejos sin solicitar.

—Porque vende su cuerpo.

Aquello estaba tan alejado de su impresión de Josif que Kyaren sólo pudo sorprenderse y decir:

—¿Qué?

—Ya me has oído.

—Pero… no intentó nada. No ofreció nada.

—A ti no —dijo la mujer, haciendo girar impacientemente los ojos hacia arriba—. Eres una mujer.

Y la mujer se levantó y se dirigió a su mesa, dejando que Kyaren siguiera introduciendo dinero en las vidas de los ancianos mientras se preguntaba si era cierto, insistiendo que aquello no creaba ninguna diferencia, y sabiendo que la idea de que Josif fuera un prostituto homosexual destruiría completamente su deleite por el cuarto de hora que había pasado con él.

Estuvo tentada de no contestar a su voz en la puerta. No estoy aquí, pensó. Para ti, no.

Pero cuando Josif habló por segunda vez, no pudo evitar levantarse de la cama y abrir la puerta. Sólo para verle y confirmar si era cierto o no.

—Hola —dijo Josif, sonriendo.

Ella no devolvió la sonrisa.

—Una pregunta. Verdadero o falso. ¿Eres un prostituto homosexual?

Josif torció la cara y no contestó durante un instante.

—¿Ves? —dijo entonces, suavemente—. No tienes que formar parte del grupo para echar la mierda sobre alguien más.

Él no había dicho que no, y el desdén de Kyaren por la gente que se vendía se volvió dominante. Empezó a cerrar la puerta.

—Espera un segundo —dijo él.

—No has contestado mi pregunta.

—Hiciste dos preguntas.

Ella encajó aquello.

—De acuerdo, entonces.

—No soy un prostituto —dijo él—. Y lo otro sólo garantiza que estás a salvo de mí esta noche, ¿no?

Todo el asunto era feo. Antes había sido divertido, pero ahora sabía que no podía pensar en él excepto en un contexto sexual.

Conocía la homosexualidad, por supuesto; la imagen mental que tenía del acto entre hombres era fea, y ahora no podía evitar imaginarle ejecutando aquel acto. Le hacía ser feo. Su delgadez, la delicadeza de su rostro, la inocencia de sus ojos… ahora eran decepcionantes, repulsivos.

—Lo siento —dijo—. Sólo quiero estar sola.

—No, no quieres —contestó él.

—Sé lo que quiero.

—No lo sabes.

—Bueno, si yo no lo sé, desde luego tampoco.

—Sí lo sé —y empujó la puerta con cuidado, se deslizó bajo su brazo y entró.

—Puedes marcharte —dijo ella.

—Puedo —accedió él amistosamente, sentándose al borde de la cama, el único mueble grande que había en la habitación.

Ella se sentó en una silla.

—Kyaren, te gusté hoy —dijo él.

—No lo hiciste —contestó ella, y como sabía que estaba mintiendo, continuó: No me gustaste nada. Fuiste molesto y pesado y tu atención fue completamente detestable.

—Vamos, somos estadísticos, ¿no? Nada es completo. Digamos que fui detestable en un setenta por ciento y que un sesenta por ciento de ti no me quería cerca. Pero estaré aquí sólo el diez por ciento de la noche, así que hay bastante margen. Concéntrate en apreciarme. Me refiero a que pasé por alto el hecho de que eres tan dura como la flota imperial. Seguramente podrás pasar por alto el hecho de que hago cosas pervertidas. No haré ninguna contigo.

—¿Por qué me molestas con esto?

—Créeme, no me gusta ser molesto.

—¿Por qué no me dejas en paz?

Él la miró largamente antes de contestar, y entonces las lágrimas afloraron a sus ojos y su cara se volvió inocente y vulnerable.

—Porque sigo esperando que no seré siempre el único ser humano en este zoo —dijo.

—Entonces piensa que soy uno de los animales.

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Porque no lo eres.

La forma en que la miraba, con los ojos anegados de lágrimas, estaba haciendo mella en Kyaren. ¿Está actuando?, se preguntaba. ¿Es sólo una representación para ligar increíblemente compleja? Entonces se le ocurrió que él probablemente no estaría interesado en aquello en que desembocaban los ligues por regla general.

—¿Qué quieres?

Él malinterpretó adrede la pregunta. Deliberadamente malinterpretado, supo Kyaren, y sin embargo acertado.

—Quiero vivir eternamente —dijo él.

Ella empezó a interrumpirle.

—No, me refiero…

Pero él se negó a ser interrumpido. Habló más fuerte, se levantó de la cama y caminó sin rumbo por el limitado espacio de la habitación.

—Quiero vivir eternamente rodeado por las cosas que amo. Un millón de libros, y una persona. Toda la humanidad del pasado, y sólo un ejemplar único de la raza humana en el presente.

—¿Sólo una persona? —preguntó ella—. ¿Yo?

—¿Tú? —preguntó Josif con divertida sorpresa. Entonces, más humilde, dijo—: ¿Por qué no? Al menos durante un rato. Una persona cada vez.

—Toda la humanidad del pasado. ¿Tanto te gusta tu trabajo en la Oficina de Muertes?

Él se echó a reír.

—La Historia, Kyaren. Soy un historiador. Tengo títulos de tres universidades. He escrito tesis y disertaciones. Heces y defecaciones —se corrigió—. Con mi especialidad, no hay una sola opción de que llegue a conseguir un trabajo en este planeta. O un trabajo realmente bueno en cualquier parte.

Josif se acercó a ella, se arrodilló a su lado y colocó la cabeza en su regazo. Ella quiso rechazarle, pero descubrió que no podía hacerlo.

—Amo a toda la humanidad del pasado. Y te amo a ti en el presente —y sonrió tan locamente, alzando una mano crispada para arañar sin efecto a su brazo, que ella no pudo evitar reírse.

Él había ganado. Y ella lo sabía. Y Josif se quedó y empezó a hablar.

Habló de sus obsesiones con la historia, que inició en la biblioteca de Seattle, Oesteamérica, una ciudad que antes había sido una gran metrópolis.

—No me llevaba bien con los otros niños —dijo él—. Pero me entendía de maravilla con Napoleón Bonaparte. Oliver Cromwell. Douglas MacArthur. Atila el Huno.

Los nombres no significaban nada para Kyaren, pero para Josif obviamente traían ricos recuerdos.

—Napoleón es siempre un denso bosque para mí. Leía sobre él entre árboles que cubrían un terreno tan húmedo que casi se podía nadar allí. Mientras que Cromwell es siempre un barquito en Bahía Pungent, bajo la lluvia. La biblioteca me hizo pagar un nuevo ejemplar del libro: la tinta se borró de la copia que tenía. Soñaba con cambiar el mundo. Hasta que crecí lo suficiente para darme cuenta de que hace falta algo más que sueños para provocar cualquier tipo de impresión en los sucesos. Y un lector de libros no mueve a los hombres.

Estaba tan lleno de recuerdos que fluían de él sin control y a la vez con un orden maravillosamente sutil que Kyaren también recordó, aunque no le dijo nada. Había sido educada entre música, entre constantes canciones; pero aquí encontró una canción mejor que las que había conocido en Tew. Las cadencias, temas y melodías de Josif eran verbales, no musicales, y causa de ello la alcanzaban mejor, y cuando por fin terminó de hablar, ella sintió que había escuchado la actuación de un virtuoso. Kyaren resistió la tentación de aplaudir. Josif habría pensado que estaba siendo irónica.

En cambio, ella sólo suspiró, cerró los ojos, y recordó sus propios sueños cuando se convirtió en un gruñido y pensó en cantar un día ante miles de personas que la observarían con atención, la admirarían y se sentirían conmovidos. Los sueños le habían sido arrancados uno a uno, hasta que no quedó nada más que una cicatriz que sangraba a menudo, pero que nunca volvió a abrirse. Ella suspiró, y Josif la malinterpretó.

—Lo siento —dijo—. Pensé que te importaría.

Y se levantó para marcharse.

Ella le detuvo, le cogió de la mano y le apartó de la puerta, que se cerró de nuevo.

—No te vayas —dijo.

—Te aburrí.

Ella sacudió la cabeza.

—No. No me aburriste. Simplemente no sabía por qué me lo decías.

Él se rió suavemente.

—Porque eres la primera persona en mucho tiempo que parecía estar deseando escuchar y ser capaz de comprender.

—Sueños, sueños, sueños —dijo ella—. Nunca has llegado a crecer.

—Sí crecí —contestó él, y fue doloroso oír el dolor en su voz.

—¿Quieres beber algo?

—Agua.

—Es todo lo que tengo —respondió ella—. Así que menos mal que es eso lo que quieres.

Ella regresó con dos vasos, y Josif sorbió tan reverentemente como si hubiera sido vino consagrado en algún altar. Sus ojos eran graves cuando le dijo:

—Te engañé.

Ella alzó una ceja.

—Cambié de tema.

—¿Cuándo? —Él había tocado muchos temas aquella noche. Kyaren miró su reloj. Habían pasado más de dos horas.

—Justo en el principio. Empecé a hablar sobre infancia, sueños, historia y mis locuras privadas. Mientras todo lo que querías era hablar sobre perversión.

Ella negó con la cabeza.

—No quería.

—Yo sí.

—No. Me ha gustado. No quiero estropearlo.

Él bebió rápidamente el resto del agua.

—Kyaren. Lo hace feo, y no lo es.

—No quiero saber si es feo o no.

—Me llaman puto, y no lo soy.

—Te creo. Dejémoslo así.

—¡No, maldita sea! —dijo él fieramente—. ¿Qué crees que he estado haciendo durante el último par de horas? ¿Crees que voy a las fiestas y le cuento a la gente la historia de mi vida? Me estoy pegando a ti, Kyaren, como una lapa a un tiburón.

—No me gusta la analogía.

—No soy un poeta. No sé qué clase de dolor has experimentado en tu vida para convertirte en lo que eres, pero me gusta lo que eres, y quiero estar contigo durante un tiempo, y cuando lo hago no es sólo por jugar. Me vuelvo ubicuo. No pudiste deshacerte de mí. Estaré allá donde te encuentres. Me tendrás que echar a un lado para levantarte de la cama por la mañana y cuando en el trabajo sientas que alguien te tira del pie seré yo, escondido bajo tu mesa. ¿Comprendes? Planeo quedarme aquí.

—¿Por qué yo? —preguntó Kyaren.

—¿Crees que lo sé? ¿Una altiva graduada de Princeton como tú? —Josif aventuró una suposición—. Tal vez porqué me escuchaste todo el tiempo sin quedarte dormida.

—Pensé hacerlo un par de veces.

—Vine aquí como amante de Bant.

—No quiero oírlo.

—Bant me amaba y yo le amaba y él se vino aquí y me trajo consigo porque no quería estar sin mí y me consiguió un trabajo en Muertes, mientras estaba a cargo de Vitales. Yo no quería venir. Todo lo que ansiaba era estar cerca de una biblioteca y leer. Durante el resto de mi vida, creo. Pero Bant vino aquí y aquí vine yo, y entonces, después de un año, Bant se aburrió de mí. A veces me vuelvo aburrido.

Kyaren decidió no intentar hacerse la graciosa.

—Me he vuelto aburrido, y por eso no me llevó consigo cuando le transfirieron a la dirección de Empleo. Ni siquiera me lo notificó cuando se trasladó a otras dependencias mejores. Pero no me quitó el trabajo. Fue lo suficientemente amable para dejarme conservar mi empleo.

Y Josif se echó a llorar y Kyaren comprendió de repente algo que nadie se había molestado en explicarle en todas las aclaraciones sobre la homosexualidad que había oído. Que el hecho de que Bant le abandonara había sido el fin del mundo para Josif, porque cuando se pegaba a alguien no sabía cómo dejarle.

No obstante, Kyaren no supo cómo reaccionar. Josif, después de todo, era casi un extraño. ¿Por qué le había abierto su corazón esta noche? ¿Qué esperaba que hiciera ella? Si esperaba que ella correspondiera desnudando su alma, estaba equivocado: Kyaren conservaba ocultos todos sus recuerdos. No quería empezar a hablar de su infancia en la Casa del Canto. ¿Qué podría decir? ¿Que me sentí miserable durante diez años simplemente porque no tenía la habilidad para alcanzar los niveles mínimos de la Casa del Canto? No quería despertar pena por causa de las incapacidades de su infancia. Quería respeto por su competencia actual.

El respeto no encajaba en esta situación, con el hombre llorando en voz baja, la cara apretada contra sus rodillas mientras permanecía sentado en el suelo apoyado contra la cama. Kyaren sólo podía pensar en una razón para su estallido emocional. Obviamente, Josif no quería seducirla; por tanto, sólo estaba buscando su amistad. Ella sabía lo doloroso que había sido su propio aislamiento. Si el de él había sido la mitad de malo, no era extraño que se aferrara a la primera persona que mostraba signos de apreciarle.

Entonces, se preguntó, ¿por qué no siento ningún deseo de agarrarme a su oferta de amistad?

Porque no se fiaba de él por completo, advirtió. Al instante se avergonzó de sus recelos. Se arrodilló y se sentó junto a él, le pasó la mano por encima de los hombros y trató de consolarlo.

Quince minutos más tarde Josif empezó a desnudarla. Ella le miró sorprendida.

—Creía… —dijo, y él la interrumpió.

—Estadísticas —dijo—. Tendencias. Me siento atraído por los hombres en un sesenta y dos por ciento; un treinta y uno hacia las mujeres, y un siete por ciento hacia las ovejas. Y un cien por cien hacia ti.

Ella había tenido razón al no fiarse de él, dijo la parte cínica y golpeada de su mente. Todo había sido una representación.

Pero se agarró a él y dejó que la desnudara. Porque había otra parte de ella que no había empleado mucho últimamente: Necesitaba sus manos gentiles y sus lágrimas silenciosas, sus mentiras y su afecto. Y por eso pretendió creer que él realmente la necesitaba incluso mientras decía:

—Pensaba que tarde o temprano acabaríamos así.

No dijo que no había pensado que cuando sucediera ella estaría ansiosa, que no sería cuestión de diversión sino de necesidad, que este medio hombre sería capaz de hacer en una noche lo que nadie había podido hacer durante toda su vida: ganar su confianza lo suficientemente como para conseguir que ella ansiara, aún por un momento, permitirse desearlo.

Así que le consoló aquella noche, y, bastante extrañamente, ella también se sintió consolada, aunque no le dijo nada sobre su soledad, sobre sus sueños. Mientras pasaba las manos por su suave piel, recordó la fría piedra de la Casa del Canto y no pudo dejar de pensar por qué una cosa tendría que recordarle a la otra.