17

Ansset ya no se sentaba en la periferia de la sala ni se ejercitaba periódicamente como había hecho antes. Al octavo día de confinamiento se sentó en mitad de la estancia, directamente ante el escritorio, y miró a Esste mientras trabajaba. Ella dedujo inmediatamente que iba a atacar hoy, y se afianzó en su interior. Pero no estaba preparada, no era capaz de enfrentarse con lo que el niño le iba a hacer.

Su canto era dulce, pero no tranquilizador. La canción la obligaba a recordar. Ansset había descubierto la canción de la nostalgia. Esste se esforzó, sin mostrar indicio alguno, por seguir trabajando. Pero mientras examinaba los informes de las explotaciones madereras en el Bosque Blanco dejó de sentirse como la Maestra Cantora que iba envejeciendo en la Sala Alta. Se sintió Esste, el Pájaro Cantor de Polwee, y en vez de paredes de piedra vio cristal por el rabillo del ojo.

El cristal del palacio que Polwee había construido para su familia en la falda de una montaña de granito cubierta de nieve, un palacio que parecía más el trabajo de la naturaleza que la montaña misma. Todo lo demás parecía artificial después de haber visto el hogar de Polwee. Pero lo recordaba mejor desde dentro que desde fuera. El sol brillando a través de un millar de prismas en todas las estancias, un centenar de lunas que surgían en la noche allá donde mirara, suelos que parecían invisibles, habitaciones cuyas proporciones eran todas incorrectas y que sin embargo eran completamente perfectas, y más que la belleza del lugar, la belleza de la gente.

Polwee era la asignación más placentera que nadie podría recordar. Había acudido a la Casa del Canto para solicitar un Pájaro Cantor o un cantante sólo unas pocas semanas antes de que Esste estuviera preparada. Habló con la Maestra Cantora Blunne e inmediatamente la mujer dijo:

—Puedes tener un Pájaro Cantor.

Polwee no había llegado a preguntar siquiera el precio, y cuando llegó la hora de pagar, no le importó que fuera la mitad de su riqueza.

—Habría valido la pena dar todo mi dinero —le dijo a Esste cuando se despidió para regresar a la Casa del Canto a los quince años.

Esste sólo había conocido gente buena, amable, y en el palacio de Polwee siempre hubo amor y alegría para cantar.

Amor, alegría y Greff, el hijo de Polwee.

(No puedo recordar esto, dijo Esste, e intentó continuar con su trabajo, pero ahora la Sala Alta estaba fuera de su visión y la realidad era toda cristal y luz. Estaba sentada, rígida, ante la mesa, y sólo su Control evitaba que traicionara cualquier emoción, pero se sentía completamente incapaz de trabajar o pretender que estaba haciéndolo porque la canción de Ansset la llevaba demasiado lejos, a demasiada profundidad).

Greff era digno hijo de su padre. Preocupado más por la felicidad de Esste que por la suya propia desde el momento en que llegó. Entonces él tenía diez años y ella nueve. Y durante el último año, los efectos de la droga empezaron a desaparecer y Esste alcanzó la pubertad sólo unos pocos meses antes de lo previsto.

Todavía no tuvo efecto en su voz, y sólo se manifestó ligeramente en su cuerpo. Pero a Greff le estaba creciendo un bigote de adolescente, y era aún más amable que antes, provisto de una timidez que la hacía sentir un cariño infinito, y un invierno hicieron el amor casi por accidente mientras la nieve caía sobre el cristal.

No fue algo prohibido. En realidad, ni siquiera fue una pérdida del Control. Esste había cantado durante todo el acto, al tiempo que aprendía nuevas melodías. Pero no quería dejarle.

Se dio cuenta de que Greff era más importante para ella que ninguna otra persona de la Casa del Canto. ¿A quién había amado como a él? ¿A quién había amado antes? Esste intentó ser racional y consciente de que había pasado casi siete años con Greff, casi la mitad de su vida, y que no importaba lo que sintiera por él, pues ella seguía siendo una criatura de la Casa del Canto y no sería feliz viviendo siempre fuera de ella.

No sirvió de nada. El Maestro Cantor fue a recogerla, y Esste se negó a volver con él.

El Maestro Cantor fue paciente. Aún era un hombre de mediana edad: pasarían años antes de que fuera nombrado Maestro Cantor de la Sala Alta, y Nniv no había aprendido aún la brusquedad necesaria que más tarde le permitiría asumir responsabilidades más pesadas. Así que, en vez de discutir, Nniv simplemente habló con Polwee y le pidió permiso para quedarse con ellos una temporada. Polwee estaba preocupado.

—No sabía nada —decía una y otra vez, pero como Nniv cantó luego a Esste: no habría importado que lo supiera, ¿verdad? Por supuesto que no. Esste se había enamorado de Greff en sus primeros juegos en el cristal, el mismo año de su llegada.

Cuanto más prolongaba Nniv su estancia, más pacientemente esperaba, más importantes se volvían para Esste los recuerdos de la Casa del Canto. Empezó a recordar a sus profesores y maestros cantando en la Cámara. Empezó a pasar más tiempo con Nniv. Un día cantó un dueto con él. Al día siguiente, volvió a casa.

(El canto de Ansset no cedía. Esste no había vuelto a acordarse de aquel día desde hacía años. Y nunca lo había recordado con tanta claridad como ahora. Pero no podía resistir el poder del niño, y volvió a revivir la escena).

—Me marcho, Greff.

Y Greff la miró a la cara con sorpresa, y su voz sonó dolorida cuando habló.

—¿Por qué? Te amo.

¿Qué podía explicarle? ¿Que los niños de la Casa del Canto necesitaban a otros cantores tanto como necesitaban cantar? Greff nunca lo comprendería. De todas formas, intentó decírselo.

—¡Esste, Esste, te necesito! Sin tus canciones…

Ésa era otra cosa. Las canciones… ella tendría que interpretar eternamente si se quedaba con Greff. No podría negarse a cantar, pero ahora, después de sólo siete años, se sentía cansada de cantar para la gente cuyas únicas canciones eran burdas aproximaciones de lo que pensaban y sentían o, aún peor, mentían.

—¡No tienes que cantar si no quieres! —gimió Greff, con la voz llena de desesperación, la cara cubierta de lágrimas—. Esste, ¿qué es lo que te ha hecho ese Maestro Cantor? Estabas dispuesta a desafiar ejércitos para quedarte conmigo, y de repente hoy ya no te importa nada, estás dispuesta a dejarme sin pensarlo más.

Ella recordó sus abrazos, sus besos, sus súplicas, pero incluso entonces el Control había funcionado, y por fin Greff se marchó, herido en lo más profundo porque el cuerpo de Esste se había mostrado impasible ante él. Pacientemente, Esste le explicó la única razón que el muchacho podría comprender. Le habló de la droga que retrasaba la pubertad durante años, la cual no tenía efecto permanente, aparte del único hecho que contaba: que cantantes y Pájaros Cantores eran estériles de por vida.

—¿Por qué otro motivo crees que traemos los niños del exterior? No sería bueno que nacieran niños en la Casa del Canto, porque entonces estaríamos más preocupados por ser padres que por ser cantores. No puedo casarme contigo. No podríamos tener hijos.

Pero él insistió, exigió. No le importaba no tener hijos, sólo le importaba ella, y Esste por fin se dio cuenta de que el amor no era sólo dar, era también…

(¡No quiero seguir recordando! Pero la canción de Ansset no cesaba…).

Era también posesión, propiedad, dependencia, rendición. Se dio la vuelta y salió de la habitación, fue a ver a Nniv y le dijo que regresaría con él a la Casa del Canto. Greff irrumpió en la sala, con un frasco de píldoras en la mano, amenazando con matarse si Esste se marchaba. Ella no tenía respuesta alguna que ofrecerle, sólo deseaba que Greff aceptara la situación de buen grado, que la gente de fuera de la Casa del Canto pudiera también aprender el Control, porque aliviaba el dolor mejor que ninguna otra cosa. Y por eso le dijo:

—Greff, me marcho porque Nniv y yo cantamos a dúo anoche. Nunca podrás cantar conmigo, Greff. Por eso no puedo quedarme contigo.

Se dio la vuelta y se marchó. Más tarde, Nniv le dijo que Greff había ingerido el veneno. Se había salvado, por supuesto. En una casa llena de criados es difícil suicidarse, y Greff no tenía intención de morir lentamente, sólo de forzar a Esste a quedarse con él.

No obstante, ella precisó de todo su Control para no echarse atrás, para no cambiar de idea al entrar en la nave estelar y suplicar una oportunidad más para quedarse con Greff.

El Control la había salvado. Y el canto de Ansset insistía: Déjame mi Control. No rompas mi Control. Era de noche. Esste seguía sentada ante la mesa, con la luz eléctrica sobre la cabeza. Ansset dormía en un rincón. Esste ignoraba cuánto tiempo hacía que el niño se había ido a dormir, cuándo había terminado la canción o cuánto tiempo había permanecido rígida junto a la mesa. Le dolían los brazos, la espalda. Las lágrimas que su Control apenas había podido contener presionaban tras sus ojos, y supo que la victoria de hoy pertenecía a Ansset. No había manera de que el niño pudiera saber qué partes de su pasado eran más dolorosas, pero su canto podía, de todas formas, evocar aquellos recuerdos, y Esste temía la mañana y las canciones de Ansset, pero se tumbó de todos modos, se quedó dormida al instante, sin soñar nada, y la noche transcurrió en un momento.