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Ansset se aferraba a dos recuerdos de sus padres, aunque no sabía quiénes eran aquellas personas que aparecían en sus sueños. Eran la Dama Blanca y el Gigante cuando se le ocurría ponerles nombre. Nunca le hablaba a nadie de su existencia, y sólo pensaba en ellos cuando los había visto en sueños la noche anterior.

El primer recuerdo era de la Dama Blanca sollozando, tendida en una cama de enormes almohadas. Miraba a la nada y no veía a Ansset entrar en la habitación. Los pasos del niño eran vacilantes. No sabía si ella se enfadaría por haber entrado allí. Pero sus lamentos suaves y ahogados le atraían, pues eran un sonido que no podía resistir, y se acercaba y se quedaba junto a la cama donde ella apoyaba su cabeza en un brazo. Él extendía la mano y la tocaba. Hasta en sueños la piel era caliente y febril. Ella le miraba y sus ojos estaban inundados en lágrimas. Ansset ponía la mano en sus ojos, le tocaba las cejas, deslizaba sus deditos hacia abajo, y le cerraba los párpados tan cuidadosamente que la Dama Blanca no reaccionaba. Ella suspiraba y él acariciaba toda su cara, mientras sus sollozos se suavizaban hasta convertirse en un tenue susurro.

Entonces el sueño se bifurcaba y terminaba de diversas y extrañas formas. Siempre entraba el Gigante, con una misteriosa voz, retumbante, abrazos y gritos. A veces también él se tumbaba en la cama con la Dama Blanca, otras cogía a Ansset y le hacía correr extrañas aventuras que siempre terminaban con el despertar. A veces la Dama Blanca le daba un beso de despedida, y otras, no advertía su presencia cuando el Gigante entraba en la habitación. Pero el sueño siempre empezaba igual, y esa parte que nunca cambiaba era lo que Ansset recordaba.

El otro recuerdo era el momento del secuestro. Ansset estaba en un lugar muy amplio, con un tejado distante que estaba pintado con animales extraños y gente deforme. Una fuerte música surgía de un lugar iluminado donde todo el mundo se movía constantemente. Entonces se producía un sonido ensordecedor y ese lugar se volvía todo luz y ruido y conversación, y la Dama Blanca y el Gigante andaban entre la multitud. Había empujones y codazos, y alguien se interponía entre la Dama Blanca y Ansset, separando sus manos. Ella se volvía hacia el desconocido, pero en ese mismo momento Ansset sentía que una mano poderosa atrapaba la suya. Le alejaban de un tirón y chocaba bruscamente con la gente. Entonces la mano le tiraba hacia arriba, lastimándole el brazo, y por un instante, alzado por encima de la muchedumbre, Ansset veía a la Dama Blanca y al Gigante por última vez.

Los dos se abrían paso entre la multitud, con caras temerosas y las bocas abiertas a punto de gritar. Pero Ansset no podía recordar nunca lo que decían, porque una ráfaga de aire caliente le golpeaba y una puerta se cerraba, y entonces siempre, siempre, se despertaba, temblando, pero sin llorar, porque oía una voz que decía tranquilo, tranquilo, tranquilo, con un tono que significaba miedo, caída, fuego y vergüenza.

—Tú no lloras —dijo el profesor, un hombre con una voz más confortante que la luz del sol.

Ansset negó con la cabeza.

—A veces —contestó.

—Antes —repuso el profesor—. Pero ahora aprenderás el Control. Cuando lloras malgastas tus canciones. Las quemas. Las ahogas.

—¿Canciones? —preguntó Ansset.

—Eres una pequeña olla llena de canciones —dijo el profesor—, y cuando lloras la olla se rompe y todas las canciones se derraman y se pierden. El Control implica mantener las canciones en la olla, y dejarlas salir una a una.

Ansset sabía lo que era una olla. La comida salía de las ollas. Pensó entonces que las canciones eran comida, además de música.

—¿Conoces alguna canción? —preguntó el profesor.

Ansset negó con la cabeza.

—¿Ninguna? ¿Ni una sola?

Ansset bajó la mirada.

—Canciones, Ansset. No palabras. Sólo una canción que tenga palabras, sólo canta así…

Y el profesor cantó un breve fragmento de melodía que le decía a Ansset: Confía, confía, confía.

Ansset sonrió. Cantó la misma melodía al profesor. Durante un momento, el maestro también sonrió; luego pareció sorprendido, y extendió una mano, con los ojos llenos de admiración, y acarició el pelo de Ansset. El gesto fue afectuoso, y por eso Ansset le cantó la canción del amor, pero no las palabras, porque todavía no tenía memoria para recordarlas. Cantó la melodía como Rruk se la había cantado, y el maestro lloró. Fue la primera lección de Ansset en su primer día en la Casa del Canto, y el maestro lloró. No comprendió hasta mucho más tarde que el maestro había perdido el Control y éste se sentiría avergonzado durante semanas hasta que sus propios dones fueran mejor apreciados. Sólo sabía, entonces, que cuando cantaba la canción del amor le comprendían.