19 de diciembre

Le he dicho a Nell que quería irme a casa y me ha traído aquí. Pero esto no es una casa. Esto es un camastro en una habitación en la que debería estar Meredith, pero ya no está. Yo ya no tengo casa. No me queda nada.

Meredith se puso a gritar. Eran las diez de la noche. Me la tuve que llevar al hospital. Desgarró el disfraz de Sirenita con sus propias manos y me arañó el brazo, pero me negué a pedir ayuda: quería encargarme de ella en persona. Le dije a Tessa que no se preocupara, que me apañaba sola. Me llevé a Meredith al coche y la até al asiento trasero, mientras ella se retorcía y gritaba, pero ni siquiera recordaba cómo se desabrocha el cinturón. Así pues, logramos llegar. Al ver el hospital empezó otra vez a gritar y me mordió la mano para que la soltara, pero la metí dentro, encontré a papá y él le dio una inyección, lo mismo que debió de hacer conmigo y con mamá.

Tiene una habitación para ella sola. Todo el mundo está muerto, de modo que ya no hay necesidad de amontonar a los pacientes. Tiene una cama pequeña en la segunda planta, en lo que en su día debió de ser un almacén.

Generalmente no voy donde están los pacientes de la segunda fase. Ahí hay muchos más gritos.

Cuando se le pase el efecto de la inyección, Meredith también va a gritar. Solo disponemos de una cantidad limitada de tranquilizantes para calmar a los pacientes cuando los ingresan. Le han atado los brazos y las piernas con correas para asegurarse de que en cuanto empiece a sufrir alucinaciones no se hace daño a sí misma ni a nadie.

Papá dijo que me acompañaría al coche y yo se lo permití. Debería haberle dicho que no hacía falta, pero no habría servido de nada. Tampoco habría importado que yo hubiera querido tener a mi padre conmigo unos minutos más si en aquel momento no hubiera visto por el rabillo del ojo algo que se movía en la oscuridad; si no me hubiera dado la vuelta para intentar ver de qué se trataba.

—¿Qué? —preguntó papá.

—Me ha parecido ver a alguien allí —contesté, e incluso señalé, porque no estaba pensando, no pensaba en nada.

Entonces se oyó como un chirrido junto al hospital. Papá se acercó corriendo a ver qué pasaba y yo lo seguí.

—¡Alto! —gritó mi padre—. ¡No te muevas!

Yo también debería haber corrido. No sé por qué no lo hice. Vi a la mujer con la lata de gasolina en la mano y esta se giró hacia mi padre de un salto. Y me quedé petrificada. Con la de cosas que me había enseñado Gav y fui incapaz de reaccionar. Papá alargó el brazo hacia ella; al mismo tiempo, la mujer levantó la lata y la dejó caer sobre la cabeza de él. No había nadie lo bastante cerca como para detenerla.

Solté un grito. Papá se tambaleó y cayó al suelo. La mujer dejó caer la lata y echó a correr. Y entonces, solo entonces, mis piernas reaccionaron.

Empezó a salir gente del hospital. Debían de haberme oído; había gritado tan fuerte que aún me dolía la garganta. Estaba arrodillada en el asfalto, junto a papá. Todo olía a gasolina. La sangre le empapó el pelo tan rápido… Intenté contenerla con la mano, pero no pude. Me convencí de que había notado que respiraba, pero en realidad tenía la mirada vacía, perdida, y no pestañeaba.

Nell dice que intentaron incendiar el hospital. Eran dos hombres y una mujer. Un grupo de voluntarios inspeccionó los alrededores del recinto después de ver a papá y echaron a esos tíos antes de que pudieran lograr su objetivo.

Nell dice que seguramente pensaban que lograrían librarse del virus si quemaban el edificio donde habían terminado todas las personas que lo habían contraído.

Dice que papá es un héroe porque los detuvo.

—Lo siento mucho, cariño —me dijo.

Pero soy yo quien debería disculparse; soy yo quien tiene las manos manchadas con la sangre de papá.

No sé adónde se lo llevaron. En medio del barullo, Nell me apartó de él y me abrazó, y luego ya no estaba.

Todos han desaparecido. Ya solo quedo yo.