17 de diciembre

Esta mañana tan solo he aguantado una hora con Meredith antes de perder los nervios. Ya ha entrado en la segunda fase y está todo el rato abrazándome, cogiéndome de las manos, hablando de lo bien que nos lo vamos a pasar y preguntando por qué no podemos invitar a Tessa y a Gav a jugar con nosotros. Aunque sé que no es prudente, últimamente me quito la mascarilla cuando estoy con ella, porque a Meredith no le gusta nada verme con la cara cubierta.

Creo que estaba logrando distraerla bastante. He soltado a Mowat y a Fossey y he dejado que corretearan por ahí un rato, y entonces hemos hecho un collar enorme con las cuentas que aún le quedaban. Meredith me lo ha colocado alrededor del cuello.

Aún lo llevo puesto; las cuentas repiquetean cada vez que me muevo.

Meredith ha mirado por la ventana y de pronto se ha puesto muy seria.

—¿Por qué no vuelve mamá, Kaelyn? —ha preguntado—. ¿No sabe que la echo mucho de menos? Siempre me decía que me quería. Si me quiere tanto, ¿por qué no está aquí?

—Estoy segura de que vendría si pudiera —he contestado, y he tragado saliva. Durante un momento he estado segura de que, si decía algo más, lo único que me saldría sería un gemido—. Iré a buscarte algo de comer —he logrado añadir, y he salido del cuarto.

Esta mañana papá ha puesto un candado en la puerta, tal como hizo con mamá, y seguramente conmigo. En ese momento lo he oído trastear con el grifo de la cocina: ha encontrado unos filtros que es posible que hagan que el agua sepa mejor, aunque aún tengamos que hervirla antes de consumirla.

He respirado hondo un par de veces, me he quitado el traje protector que llevo siempre que estoy con Meredith y lo he colgado del pomo de la puerta. Después de tomarme un poco más de tiempo del estrictamente necesario lavándome las manos a conciencia, me he dicho que era mejor que preparara algo de comer antes de que Meredith se inquietara demasiado.

Al llegar al pie de las escaleras, Gav me ha mirado desde el sofá.

—Kaelyn —ha dicho—, ¿qué es esto?

En la mano sujetaba un montón de papeles arrugados. He tardado un momento en reconocerlos: eran las tablas que había elaborado en el registro del hospital y que luego había guardado en el cajón de la mesa del café.

Me he sentado en el sofá, al lado de Gav, que se ha acercado a mí hasta que nuestras piernas se han tocado.

—Estaba comparando los historiales de los pacientes que nos curamos con algunos de los que no —le he respondido—. Quería averiguar dónde estaba la diferencia.

—Pero no encontraste nada, ¿no? —ha preguntado.

—No, la verdad es que sí encontré algo —he contestado—. Pero a los médicos no les sirve de nada.

Le he contado lo de las fiebres del año anterior y que las provocó un virus muy parecido.

—Cuando te pones enfermo, tu cuerpo genera anticuerpos, para combatir la enfermedad, ¿vale? —le he explicado—. Por eso yo ya disponía de unos anticuerpos extra, capaces de atacar la mutación del virus, por lo menos en parte. Más que una persona que no hubiera pasado la fiebre, en todo caso.

—Por eso los que os habéis recuperado estáis menos expuestos al virus que el resto —ha dicho Gav, asintiendo—, porque disponéis de los anticuerpos para derrotar al virus si os volvéis a contagiar. Ya me lo contaste cuando insististe en que debías ser tú quien trasladara a los afectados al hospital.

—Sí. Solo que la inmunidad solo se mantendrá mientras el virus siga siendo el mismo. Si vuelve a mutar, como el de la gripe hace constantemente…

Hemos pasado un minuto sopesando aquella espantosa posibilidad. Entonces Gav ha vuelto a mirar los papeles:

—Es una pena que no puedan coger algunos de tus anticuerpos y dárselos a alguien que los necesite.

He abierto la boca y la he vuelto a cerrar de golpe. De pronto se me ha acelerado el pulso. Hace muchos años, en un libro para niños, leí una historia sobre los usos de animales en el campo de la ciencia. Cuando Gav ha dicho esas palabras he vuelto a pensar en ella: la historia iba sobre unos médicos que le inoculaban un virus a un caballo para que su organismo produjera anticuerpos que a continuación podían utilizar para curar a personas que cogían ese virus.

Si podían llevar a cabo ese procedimiento con un caballo, me dije, ¿por qué no iban a poder hacerlo conmigo?

Sin embargo, al mismo tiempo he sabido que seguramente no serviría de nada: si la idea se me podía ocurrir a mí, seguro que en el hospital ya la habían probado hacía tiempo. ¿Significaba eso que no había funcionado? ¿Ya habían dejado de probarla cuando yo me curé? ¿Y por qué?

—Tengo que hablar con mi padre.

Gav me ha acompañado a la cocina. Papá estaba inclinado encima del fregadero, inspeccionando la pieza que acababa de instalar en el grifo. Cuando ha dado el agua, esta salía tal vez un poco menos marrón que antes. Por desgracia, sin embargo, por entre la pieza y el grifo salían varios chorros un tanto más pequeños.

Papá ha fruncido el ceño y ha apagado el agua.

—Estas cosas siempre se le dieron mucho mejor a tu madre que a mí.

—Creo que ya sé exactamente dónde está el problema —ha comentado Gav.

Papá se ha apartado para dejar que intentara ajustar la pieza.

—Papá —le he dicho mientras se secaba las manos con un trapo—, Gav me ha hecho pensar en algo.

Le he repetido nuestra conversación sobre los anticuerpos y también la historia del caballo.

—Lo habéis intentado, ¿verdad? —le he preguntado. Él ha asentido—. ¿Y qué pasó?

Se le ha ensombrecido el rostro.

—El procedimiento ha dado cierto resultado con otros virus desconocidos —dijo—. Cuando nos pareció que el primer enfermo que había logrado curarse se había recuperado lo suficiente, intentamos darles un empujón a los pacientes que aún se encontraban en la primera fase, con suero. Retrasó la evolución de la enfermedad, pero nada más.

—Pero en ese caso usasteis una sola muestra para un montón de pacientes; imagino que le daríais una cantidad reducida a cada uno, ¿no? ¿Habéis intentado una dosis mayor?

—Utilizamos una dosis razonable, Kaelyn —ha contestado papá, que parecía estarse justificando—. Además, después de donar sangre el paciente empezó a sentirse débil y tuvimos que volver a ingresarlo al día siguiente. Solo sois seis, a lo mejor pronto seréis siete. Por no hablar de…

—Vale —lo he cortado antes de que pudiera seguir esgrimiendo argumentos—. Ya entiendo que no podáis hacerlo con todos los pacientes. Pero a lo mejor podríais encontrar suficiente para una sola persona. Yo soy del grupo sanguíneo O negativo, puedo donar a todo el mundo; nos lo enseñaron el año pasado en el colegio. ¿Por qué no lo aprovechas? Donaré toda la sangre que puedas sacarme para Meredith.

He extendido el brazo. Mi padre se ha quedado mirándolo y entonces me ha cogido la mano con las suyas.

—No podemos. Esto es más complicado que una simple transfusión de sangre, Kae. Meredith ya está muy enferma. Si le inyectamos un exceso de una sustancia extraña, tiene muchas más probabilidades de experimentar una reacción alérgica. Es casi seguro que le subirá la fiebre y es posible que su cuerpo rechace de plano las células ajenas. Y aunque no fuera así, el resultado más probable es un incremento de su sufrimiento. Además, no sabemos cómo te afectaría a ti la donación de sangre.

He apartado la mano.

—O sea, que no se trata de que no puedas —le he dicho—. Es solo que te da miedo.

Estaba tan enfadada con él por haberse negado, por haber rechazado otra de mis ideas, que se me ha agarrotado todo el cuerpo.

—No es una cuestión de miedo —ha asegurado papá.

Pero ¿sabes qué, Leo?, sí lo es. Nunca lo había pensado así, pero la verdad es que papá tiene miedo de muchas cosas. Le daba miedo que Drew besara a otros chicos; le daba miedo que los coyotes pudieran comerse a Meredith; le daba miedo que saliéramos de casa cuando ni siquiera sabía que el virus era peligroso; le da miedo que vaya sola por la ciudad, aunque lo he hecho ya varias veces y solo se han producido situaciones peligrosas cuando había otra gente conmigo…

El problema es que eso no significa que esté equivocado. Esta es su especialidad y estoy segura de que sabe mejor que nadie cómo lidiar con un virus.

—¡Kaelyn! —ha exclamado Meredith desde su cuarto, rompiendo el silencio que había surgido entre nosotros—. ¿Dónde estás, Kaelyn? ¿Tío Gordon?

Su voz sonaba malhumorada y asustada al mismo tiempo. Se me ha revuelto el estómago: no es que me asuste imaginarla aún más enferma, es que me da pánico.

—Ya lo sé —le he dicho a mi padre—. Lo siento.

Entonces Gav ha abierto el grifo y ha soltado un pequeño grito de victoria.

No puedo hacer nada para ayudar a Meredith, pero el agua sale un poco menos sucia. Hurra.