10 de diciembre

Ayer por la noche tuvimos que salir de excursión.

Meredith me despertó después de medianoche con un chillido, como si la hubieran mordido. Una pesadilla. Tardé un minuto en despertarla, y entonces empezó a sollozar tan fuerte que tardé cinco minutos más en averiguar qué intentaba decirme.

Al mudarnos se le había olvidado uno de sus animales de peluche en casa de Tessa, un gato de felpa llamado Ronrón que la tía Lillian le regaló cuando tenía tres años. No soportaba pensar que había dejado a Ronrón solo en la casa oscura, donde los «chicos malos» podían volver y hacerle daño.

—Seguro que está bien —le he dicho—. Y esos no van a volver, ya se llevaron todo lo que querían.

—Pero él no lo sabe —ha contestado Meredith, meneando la cabeza—. Está muy asustado.

Le he dicho que iríamos a buscarlo por la mañana, pero no lograba calmarse y repetía una y otra vez que lo necesitaba ahora, mientras los lagrimones seguían cayéndole por las mejillas. Yo también empecé a flaquear; con la de cosas que ha perdido, ¿qué necesidad había de discutir con ella por eso? De hecho, era una de las pocas cosas que podía darle.

—Vale —dije finalmente—. Iré a buscarlo. Tardaré solo unos minutos.

—Pero no te conoce —contestó Meredith—. Y no quiero que vayas sola, está muy oscuro.

Entonces ya habíamos despertado a Tessa. Cuando esta asomó la cabeza por la puerta para ver qué sucedía, hubo más lágrimas y sollozos, y al final terminamos las tres en el coche, decididas a rescatar a un gato de peluche. En aquel momento nos pareció la solución más sencilla; es evidente que ninguna de las tres pensaba con claridad.

La ciudad tenía un aspecto sobrecogedor en plena noche. Bajo la luz de los faros, la única luz que había, todo tenía un tono gris espectral, sin colores. Más allá, todo era negro absoluto.

Meredith no quería estar sola en el asiento trasero, por lo que decidí pasar de la seguridad vial y sentármela en la falda. Ella se me abrazó al cuello y hundió la cara en mi pecho. Me gustó tener a alguien a quien abrazarme mientras Tessa conducía por la oscuridad.

Como no había electricidad no pudimos encender las luces de la casa de Tessa, pero en el coche llevábamos la linterna que utilizamos cuando vamos a vaciar casas. Seguimos el débil haz de luz hasta el dormitorio de invitados. Ronrón estaba debajo de la mesita de noche, medio escondido. Meredith lo cogió y lo estrujó entre sus brazos.

«Bueno, ya podemos ir a dormir», me dije. Aunque no estaba del todo segura de que todo aquello no fuera solo un sueño.

Ya casi habíamos llegado a la puerta cuando una figura cruzó el haz de luz de la linterna.

Di un respingo, Meredith soltó un grito y Tessa se quedó helada. La figura se acercó un poco más y la linterna iluminó la cara de Quentin, delgada y pálida. Su cuerpo desprendía un agrio olor a sudor, el olor de alguien que lleva tiempo sin ducharse. Sujetaba algo reluciente en la mano derecha: un cuchillo de trinchar.

—¡Pero ¿qué haces?! —exclamé.

La luz de la linterna tembló; yo estaba hecha un flan.

Quentin nos miró entrecerrando los ojos y estornudó tres veces en el dorso de la mano.

—Ah —dijo entonces, con voz ronca—. Sois vosotras.

—Estás enfermo —respondí, al tiempo que hacía que Meredith se colocara detrás de mí.

—¿Qué haces en mi casa? —preguntó Tessa.

—Me iban a disparar —contestó Quentin—. Quería hablar con Kaelyn. Pero aquí no había nadie, de modo que decidí esperar. De eso… hace un tiempo. —Me lanzó una mirada acusadora—. Te ha costado, ¿eh? —añadió.

No habíamos dejado nada de comida en casa. Me pregunté qué debía de haber comido o, mejor dicho, si debía de haber comido algo. ¿Se habría llevado agua embotellada o había estado bebiendo agua del grifo? Entonces se tambaleó y se me ocurrió que a lo mejor estaba enfermo de algo más que el virus. Incluso era posible que ni siquiera tuviera el virus.

—Deberías ir al hospital —le dije.

Quentin negó con la cabeza.

—Ni hablar —soltó entre toses—. Hay demasiados enfermos. A saber qué iba a pillar.

—Pero ya has cogido algo —observé—. Por lo menos allí te podrían ayudar.

—Tú me ayudarás —dijo Quentin—. Tu padre sabe cosas, logró que te curaras. Tú me dirás qué tengo que hacer.

—¡Yo no sé nada! —exclamé—. Ya te lo dije. No puedo hacer nada por ti.

—¡Tienes que hacer algo! —insistió Quentin—. ¡Estoy enfermo!

Se acercó hacia nosotras con paso tambaleante e intentó agarrarme con la mano en la que llevaba el cuchillo, pero en ese preciso instante Tessa alargó el brazo hacia él y saltaron chispas en la oscuridad. Quentin soltó un grito, cayó fulminado al suelo, con las piernas y los brazos crispados, y el cuchillo se le escurrió de entre los dedos. Tessa lo observó. Miré lo que tenía en la mano, que parecía una máquina de afeitar eléctrica.

—¿Qué es eso? —le pregunté cuando fui capaz de hablar—. ¿Qué le has hecho?

—Es una porra eléctrica —contestó—. O un táser, no estoy segura. La encontré en una de las casas de verano que inspeccioné a solas. Pensé que a lo mejor podía resultarme útil y me lo llevé, por si acaso.

Volvió a mirar a Quentin, que estaba intentando levantarse sin demasiado éxito.

—Pensé que me llenaría más hacer esto, la verdad —dijo entonces—. Bueno, vámonos.

Esquivó a Quentin y fue hacia la puerta. Meredith salió tras ella. El chico estaba diciendo algo, aunque arrastraba tanto las palabras que no entendí nada. Entonces se puso de rodillas y apoyó las manos en el suelo. Los brazos le temblaban por el esfuerzo. Al verlo se me revolvió el estómago. Independientemente de lo que hubiera hecho, de los errores que hubiera cometido, continuaba siendo un chico con el que había ido al colegio desde que éramos pequeños.

—¿Y lo vamos a dejar aquí? —pregunté.

Tessa se volvió hacia mí con rostro inexpresivo.

—¿Por qué no? —preguntó.

—Porque está enfermo —dije, aunque en el fondo no podía culparla porque no le importara su estado de salud. Me di cuenta de que necesitaba otra razón—. Si ahora lo dejamos —dije—, no se va a quedar aquí. Cuando se ponga enfermo de verdad, saldrá e intentará encontrar a otra gente, contagiarles el virus. En cambio, si lo llevamos al hospital, nos aseguraremos de que no se mueva de allí.

—Al hospital no —murmuró Quentin.

—Nadie te ha pedido tu opinión —le solté.

Le aguanté la mirada a Tessa, que, al cabo de un momento, se mordió el labio y asintió con la cabeza.

Metí a Meredith en el coche y cogí una mascarilla extra para Quentin. Entonces lo arrastramos hasta el asiento trasero. Por suerte, se había recuperado lo suficiente del shock para poder andar, pero estaba demasiado enfermo para plantar cara. Intentó soltarse cuando abrí la puerta, pero Tessa le enseñó la porra eléctrica.

—Entra, o te pego otro chispazo —le amenazó.

Entonces me pasó el arma, porque habíamos ido en su coche y, por lo tanto, tenía que conducir ella. Lo estuve apuntando hasta que llegamos al hospital. Quentin murmuró algo sobre sus derechos y sobre armas ilegales, aunque la mayor parte del tiempo se quedó allí tendido, temblando y tosiendo. Empezó a protestar de nuevo cuando aparcamos delante del hospital, pero uno de los voluntarios nos vio llegar por la ventana y salió a ayudarnos.

Entonces volvimos a casa y caímos desplomadas en la cama.

Esta mañana, al despertar, he tenido la sensación de que todo había sido una pesadilla. Pero aún llevaba los zapatos puestos y Meredith dormía abrazada a Ronrón. Al bajar a preparar el desayuno he visto la porra eléctrica encima de la mesa del comedor. En eso se ha convertido nuestra vida.