Pues bueno, vuelvo a estar en la sala de estar de la casa del tío Emmett, donde nos sentamos todos juntos hace un millón de años, mientras papá nos contaba que el virus había matado a una persona y que podía ser peligroso. Se me hace rarísimo volver a estar aquí.
Esta tarde he echado una siesta en el sofá. Al despertar he oído a alguien en la cocina y, por un segundo, he creído que era mamá.
«No hace falta que te esfuerces tanto, Grace», solía decirle el tío Emmett. «Solo quiero asegurarme de que comes bien, por lo menos de vez en cuando», le contestaba mamá. Entonces mi tío mascullaba algo y se sentaba en el sillón a ver la tele. A mí me ponía de los nervios que se quejara tanto porque mi madre preparaba la cena, pero que nunca se ofreciera a echarle una mano.
Daría mi brazo derecho por tenerlos otra vez aquí, discutiendo.
Nos instalamos en la casa ayer por la mañana (Meredith, Tessa, los hurones y yo), porque al parecer la electricidad se ha terminado para siempre y, a diferencia de lo que sucede en casa de Tessa y en la mía, en la del tío Emmett hay un generador. Papá me ayudó a arreglar la puerta y, entre nuestro coche y el de Tessa, logramos traer todas las cosas importantes de un solo viaje. Los de la banda se llevaron el ordenador y la tele cuando saquearon la casa, pero se trata de lujos que no utilizaríamos de todos modos: no queremos arriesgarnos a sobrecargar el generador. Tenemos la cocina para hervir agua y para prepararnos comida, y si hace falta también podemos encender las luces. Últimamente no necesitamos mucho más.
No sé qué tal le irá al resto de la ciudad. En el hospital están bien, desde luego: disponen del generador más grande de toda la isla. Y hay otras casas con generadores privados, o sea, que imagino que la gente puede ir tirando. Papá nos contó que hay varias casas vacías con generador cerca del hospital, para la gente que necesita un lugar donde instalarse. En la iglesia también tienen uno, así que imagino que los niños estarán bien.
Meredith y yo compartimos su antiguo dormitorio. Estamos un poco apretadas, pero he traído los prismáticos y, en cuanto tenemos un momento, nos dedicamos a mirar el continente a través de la ventana, aunque por ahora no he logrado ver más que lucecitas a través de la neblina que flota sobre el estrecho. Teniendo en cuenta que ahora somos las anfitrionas, me pareció que debíamos ofrecerle el dormitorio de matrimonio a Tessa.
No sé cómo se siente, aunque la verdad es que nunca me ha sido nada fácil saberlo. Antes de marcharnos de su casa salió al jardín, pero volvió con las manos vacías; supongo que no quedaba gran cosa que se pudiera rescatar. Me he fijado en que últimamente se mueve y habla con cierto agarrotamiento que no le recuerdo de antes. Es como si se hubiera roto y como si, al volver a ensamblar las partes, estas no terminaran de encajar.
Así las cosas, me dedico a preparar todas las comidas y dejo que decida cuándo quiere hablar. Qué menos, ¿no? Si se me ocurriera algo mejor, lo haría.
No supe nada de Gav en todo el día de ayer. Esta mañana, mientras fregaba los platos del desayuno, alguien ha llamado débilmente a la puerta. Al abrir lo he encontrado de pie en la escalera, con los hombros hundidos y el pelo revuelto; parecía tan receloso como cuando vino a mi casa por primera vez; durante un segundo he tenido la sensación de que nada de lo que había sucedido entre nosotros había sido real.
—Hola —ha dicho.
—Hola —he contestado, y he alargado instintivamente la mano.
Él me la ha cogido, ha entrelazado sus dedos con los míos y ha entrado en casa. No me quitaba el ojo de encima, como si buscara algo en mi mirada. Al cabo de nada se ha inclinado para besarme. Y entonces he estado segura de que lo nuestro había sido real.
Le he pasado un brazo por la cintura y él se ha relajado un poco.
—Siento no haber venido antes —ha dicho—. Ayer por la tarde pasé por casa de Tessa, pero ya os habíais ido y no sabía dónde buscar.
—No pasa nada —he respondido; no me ha parecido necesario mencionar la embarazosa conversación telefónica de la noche en que se fue la luz—. Pensé que si no coincidíamos antes, te vería hoy cuando fuera al hospital ¿Cómo está Warren?
Gav se ha encogido de hombros.
—Está todo lo bien que puede estar. Le dan aspirinas para la fiebre, y té y caramelos de menta para la garganta, pero imagino que eso es lo único que pueden hacer.
—No tienen la culpa. —Sospecho que papá sería capaz de cruzar el estrecho a nado durante una tormenta si supiera que al llegar al otro lado le darían los medicamentos que necesitamos.
—Ya lo sé —ha contestado Gav—. Tampoco es que antes los medicamentos más específicos tuvieran mucho efecto. A lo mejor la menta era el remedio que estábamos buscando y no lo sabíamos.
Ha intentado sonreír, pero los labios no le han hecho caso.
—Creo que todo esto está siendo muy duro para él —ha añadido—. Su padre se llevó a su hermana pequeña a casa de sus abuelos, que viven en Dartmouth, y no logró regresar a la isla antes de que impusieran la cuarentena. Y a su madre le da miedo ir al hospital, así que Warren ha tenido que conformarse con mi compañía.
—¿Crees que le gustaría que fuera otra vez a visitarlo? —he preguntado—. A mí me gustaría; es solo que… no sé si a él le apetece, porque no nos conocemos mucho.
—Creo que le encantaría —ha dicho Gav, que ahora sí sonreía—. Pensaba ir a verlo después de pasar por aquí. ¿Por qué no me acompañas?
Y eso es lo que he hecho.
Han puesto a Warren en una habitación pequeña, que antes, cuando el hospital funcionaba normalmente, se utilizaba como sala de exploración. Había una anciana tendida en una mesa de reconocimiento, estornudando sin parar, y un chaval que no tendría más de diez años sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, que le daba una y otra vez a la pausa del videojuego con el que se entretenía, para poder rascarse el empeine del pie izquierdo. Warren estaba tendido encima de una manta doblada en el suelo, la espalda apoyada en una almohada y un libro abierto sobre las rodillas.
—¡Kaelyn! —ha exclamado en cuanto me ha visto, y entonces ha mirado a Gav con las cejas arqueadas—. Te has cansado de venir solo, ¿eh?
A pesar de que Gav llevaba mascarilla, me he dado cuenta de que esbozaba una mueca.
—No hago más que repetirle que se quede en casa —ha añadido Warren, hablando conmigo—. Si quieres pillar el virus, este es el sitio apropiado. Pero me ignora, como siempre.
—Yo solo te ignoro cuando dices cosas a las que no merece la pena prestar atención —ha replicado Gav.
Warren se ha reído un momento, antes de que le diera un ataque de tos. Ha cogido la taza que tenía junto a él y ha bebido hasta que se le ha pasado la tos.
He intentado encontrar algo que decir que no tuviera ninguna relación ni con el virus, ni con el hospital, ni con nada deprimente.
—¿Qué lees? —le he preguntado al final.
—Un thriller político que alguien se dejó por aquí —ha respondido—. No es mi género preferido, pero tampoco hay demasiadas alternativas.
—Hay una biblioteca en el segundo piso —he contestado—. No es muy grande, en realidad se trata de un armario, pero intentan tener siempre un poco de todo. ¿Qué te apetece?
Se le ha iluminado la mirada.
—Veamos, ¿por dónde podría empezar?
Ha mantenido el mismo tono jovial mientras sugería autores y temas.
—Algo de política, o por lo menos de no ficción… Pero que no sea una biografía, las biografías políticas son aún peor que esto.
Ha estado un rato diciendo cosas por el estilo, como si su presencia allí fuera una anécdota, como si hubiera pillado una enfermedad tonta de la que puede recuperarse descansando un poco. Pero la verdad es que lleva enfermo cinco días enteros, y eso significa que es muy probable que mañana ya no sea él mismo. Además, se notaba que también era consciente de ello. Cada vez que cogía la taza de té le temblaba la mano, y cada vez que se reía apartaba la mirada. No solo eso, sino que en cuanto mencionaba el hospital, o aludía a la enfermedad, se le ensanchaba la sonrisa.
Gav y yo no éramos los únicos que llevábamos mascarilla. Me he fijado en que Warren se colocaba bien la suya, con bromas y chistes, y se me ha caído el alma a los pies.
Está asustado, como lo estaría cualquiera. No sé si el objetivo principal de su jovialidad fingida es levantar su estado de ánimo o el de Gav, pero en el fondo no importa. Sea como sea, no he podido hacer más que estar a su lado, fijándome en todas esas cosas, y luego ir al segundo piso a buscarle un libro.
Más tarde he venido aquí y me he puesto a escribir todo esto, del mismo modo que antes tomaba nota de los hábitos de los coyotes y apuntaba mis observaciones sobre las gaviotas.
Qué inútil. Qué increíble y absoluta pérdida de tiempo.