Ha llovido casi cada día desde el cumpleaños de mamá. Se trata de la lluvia fría y torrencial que cada año marca el final del otoño. No es precisamente agradable, pero, como de todos modos vamos en coche a todas partes, no he tenido oportunidad de preocuparme por el clima.
Lo bueno es que la lluvia y el fuego no combinan nada bien, y los amigos de Quentin son conscientes de ello. Hasta donde sé, no han intentado quemar más casas. A lo mejor se están reservando la gasolina que robaron para cuando puedan optimizar los daños. O a lo mejor finalmente han comprendido que quemar unos cuantos edificios aquí y allá no va a solucionar nuestros problemas. A menos, claro está, que nos hagan un favor a todos y se quemen a sí mismos también.
Sea como sea, y como los incendios han cesado desde que empezó a llover, me ha parecido que si dejaba a Meredith sola un rato no correría peligro (o, por lo menos, no correría más peligro del que corre habitualmente). Así pues, esta tarde Tessa y yo hemos salido a buscar provisiones.
Hemos echado un vistazo a unas cuantas casas cerca de Main Street, pero la banda ya había entrado en la mitad de ellas. Sin embargo, al parecer se han concentrado en la comida y los aparatos eléctricos, así que a menudo hemos encontrado pastillas y cremas en los armarios de los medicamentos.
Al llegar a la tercera casa y encontrarnos con una mesita de televisión vacía, Tessa ha meneado la cabeza.
—No entiendo por qué creen que un puñado de televisores y reproductores de DVD los van a ayudar a mantenerse con vida —ha dicho.
—A lo mejor piensan llevárselo todo al continente y venderlo —he contestado—, cuando encuentren una forma de hacerlo sin que les disparen.
Entonces me he acordado de que el otro día pasamos por delante de la tienda de jardinería. Hemos ido hasta allí. Tessa ha pasado un buen rato estudiando las estanterías. Ha cogido varios paquetes y cajas, y luego ha vuelto a dejarlos, con el ceño fruncido.
—Antes venía aquí casi cada semana —ha dicho—. La dueña hacía pedidos especiales para mí; me encanta esta tienda.
—Lo más probable es que los de la banda regresen y se lleven todo lo que no aproveches tú —he señalado—. O que acaben por quemar el local.
Lo más probable, de hecho, es que la dueña esté muerta.
—Tienes razón —ha contestado Tessa—. Además, siempre puedo devolver lo que no utilice y pagarle lo que sí cuando vuelva a abrir.
Se ha llevado todas las semillas y todos los bulbos, tantas bolsas de fertilizante como han cabido en el coche y un montón de tiestos y semilleros. Entonces ha cerrado el maletero y se ha quedado un momento inmóvil debajo del toldo de la tienda.
—¿Estás bien? —le he preguntado.
—Sí —ha contestado, con una leve sonrisa—. Es que estaba pensando que… Leo solía acompañarme aquí y me ayudaba a cargar el coche. Yo no hacía otra cosa que hablar de mis planes, y él asentía y sonreía sin parar, para que no se notara que generalmente no tenía ni idea de qué le hablaba. No le interesaba ni la jardinería, ni la agricultura, ni nada de eso; pero, aun así, siempre prestaba atención, por mí. Él era así.
Entonces ha bajado los ojos y ha vuelto la cabeza. Hasta aquel momento no me había dado cuenta de lo mucho que te echa de menos. De repente una incómoda mezcla de añoranza y de culpabilidad (por todas las veces en que he pensado que no se preocupaba lo suficiente por ti) me ha llenado el pecho.
—Es un gran tío —he afirmado.
—Sí —ha contestado ella—. El mejor.
Y dicho eso se ha metido en el coche. Punto final, asunto cerrado.
—¿Y Gav? ¿Está bien? —ha preguntado de camino al hospital—. Llevo varios días sin verlo.
—Está bien —he contestado—. Es que… su mejor amigo se ha puesto enfermo. Pasa la mayor parte del tiempo haciéndole compañía.
Aunque resulta doloroso hablar de Warren, sobre todo sabiendo lo preocupado que Gav está por él, y a pesar de que he notado otro pinchazo de culpabilidad al pensar en lo duro que debe de ser para Tessa vernos juntos cuando su novio está a cientos de kilómetros de distancia, la verdad es que cada vez que me acuerdo de él siento ese cálido cosquilleo. Mientras volvíamos a casa de Tessa, me he dejado mecer por esa sensación, al tiempo que me preguntaba cómo es posible que me sienta tan feliz por eso cuando hay tantas otras cosas que van mal.
Ha dejado el coche en el aparcamiento. Todo parecía normal. Pero de golpe se ha abierto la ventana del primer piso y la voz de Meredith me ha devuelto a la Tierra.
—¡Kaelyn! —ha gritado. Entonces ha sollozado un par de veces, tragando mucho aire, como cuando alguien ha estado llorando e intenta calmarse—. ¡Ten cuidado! —ha dicho—. Creo que ya se han ido todos, pero no estoy segura.
He sentido como si se me parara el corazón.
—¿De quién hablas? —he preguntado—. ¿Qué ha pasado?
Pero la niña ha empezado a sollozar de nuevo y no ha podido responder.
Tessa ha ido hasta la puerta y la ha abierto de golpe; se ha quedado con el pomo en la mano. Dentro, el suelo estaba lleno de pisadas y de barro, y me he dado cuenta de que todos los armarios de la cocina estaban abiertos. Tessa ha entrado corriendo en la cocina y yo he subido al primer piso.
La puerta del dormitorio estaba cerrada con pestillo. He llamado.
—Meredith —he dicho—, ya puedes salir; se han ido. ¿Estás bien?
He oído que se sorbía la nariz y entonces ha descorrido el pestillo. En cuanto ha abierto la puerta, me he arrodillado y la he cogido entre mis brazos. Ha hundido la cara en mi hombro.
—Era ese chico malo que entró en la tienda de juguetes —ha respondido ella—. Y también había otros, pero a los demás no los conocía. El chico me ha cogido y me ha preguntado dónde guardábamos las cosas que tú y Tessa habéis encontrado en las casas. Cuando les he dicho que siempre lo lleváis todo al hospital se ha puesto como una fiera. Pero entonces han empezado a rebuscar en la cocina y yo he aprovechado que no prestaban atención para subir y encerrarme aquí. Eso ha estado bien, ¿verdad?
—Superbien —he respondido. Estaba tan cabreada que me temblaba la voz. Creo que, si hubiera tenido una pistola y Quentin se me hubiera puesto delante en ese momento, le hubiera disparado.
He soltado a Meredith y la he mirado de pies a cabeza. Ya habían empezado a salirle moratones en las muñecas, unas marcas de dedos sobre su piel café oscuro. La he abrazado de nuevo y le he dado un beso en la coronilla.
Entonces un agudo alarido ha partido el aire, tan afligido que se me han puesto los pelos de punta.
Lo primero que he pensado es que me había equivocado, que aún quedaba alguien en la casa y que le había hecho daño a Tessa.
—Quédate aquí —le he dicho a Meredith—. Cierra la puerta y no abras hasta que vuelva.
Ella ha asentido con gesto muy serio. He bajado por las escaleras, mirando por encima de la barandilla.
Se me ha ocurrido que si sorprendía a nuestro enemigo por sorpresa tendría más posibilidades de hacer algo, pero al llegar al vestíbulo no he visto nada, aparte de la cocina saqueada y la puerta trasera oscilando por el viento.
He ido hasta allí y he encontrado a Tessa inmóvil en medio del patio, las manos pálidas encima del pecho. La lluvia había empezado ya a empaparle la ropa y el pelo.
El grito debía de haberlo soltado ella, pero en aquel momento estaba muy callada, con la mirada fija en el invernadero. Al verlo me he detenido en seco.
Se habían cargado toda la pared frontal y también parte del lado sur. Las piedras del patio estaban cubiertas de relucientes fragmentos de cristal. Había un montón de huellas de bota en el suelo, y hojas y tallos aplastados. Habían arrancado varias plantas (las que eran claramente comestibles, imagino) y en su lugar quedaban tan solo hoyos y agujeros; otras estaban partidas e inservibles.
La lluvia ha empezado a gotearme cuello abajo, a colárseme por el cuello de la chaqueta. Me ha dado un escalofrío, pero no quería moverme hasta que lo hiciera Tessa. Estaba esperando a que decidiera pasar a la acción, a que empezara a recoger las piezas y a volver a juntarlas de la mejor forma posible; a que me dijera que lo que había pasado era horrible, pero que podría haber sido peor. Siempre puede ser peor.
Sin embargo, Tessa se ha vuelto y me ha mirado fijamente, con las pestañas cubiertas de gotitas.
—Sabían que habíamos salido. Nos estaban espiando.
—Meredith me ha dicho que buscaban la comida que hemos encontrado en las casas. Supongo que debieron de vernos…
He callado en seco, pues de pronto he comprendido por qué nos habían visto. Nos habían estado espiando porque sabían que yo había logrado sobrevivir al virus y Quentin estaba convencido de que yo sabía algo sobre el remedio; o sea, que, en realidad, me habían estado espiando a mí. Seguramente desde que aquel tío me apuntó con la escopeta. ¿De qué otra forma habría sabido Quentin que había ido a la tienda de juguetes?
Desde aquel día debía de haber estado planeando su venganza por cómo lo habíamos ridiculizado. La banda no necesitaba la poca comida que habíamos logrado reunir; ellos tienen toneladas.
Tessa se había enterado de lo de la tienda de juguetes porque Meredith se lo había contado y sacó las mismas conclusiones que yo, solo que más rápido.
—Todo esto ha sido por ti —ha dicho.
Así de fácil y objetivo. Entonces ha pasado junto a mí y se ha metido en casa. La he seguido, pero Tessa se ha encerrado en el dormitorio. Y ya no ha vuelto a salir.
Si no nos hubiera invitado a instalarnos en su casa, nada de esto habría pasado.
No sé qué hacer. ¿Cómo puedo compensarla por algo así? Ni siquiera sé por dónde empezar.