En los últimos días ha habido incendios en cuatro zonas distintas de la ciudad, todos ellos provocados con gasolina. Los voluntarios no han podido hacer mucho más que asegurarse de que no hubiera nadie en las casas y evitar que las llamas se propagaran más lejos.
Durante un tiempo albergué la esperanza de que el humo pudiera alertar a los del continente, hacerles ver que necesitábamos ayuda. Sin Internet ni teléfono, y viendo que tampoco logramos contactar con nadie por radio, lo único que nos queda son las señales de humo. Pero no han mandado ni un triste helicóptero.
Ayer por la mañana, Gav accedió a acompañar a uno de los voluntarios a la casa de verano donde la banda ha instalado su base de operaciones, para ver si estaban dispuestos a hablar.
—¿Por qué tienes que ir tú? —le pregunté, mientras el resto de los voluntarios terminaban de hablar con papá—. Creo que tu complejo de héroe se te está empezando a escapar de las manos…
Intenté que sonara a broma, pero la verdad es que estaba asustada. El tío de la furgoneta me habría disparado sin pestañear; no creía que esa gente se aviniera a razones.
—He tratado con ellos mucho más que el resto de los voluntarios —argumentó Gav.
—Pero hemos bloqueado los surtidores. No pueden haber robado tanta gasolina de una sola vez. Sea como sea, cuando se les acabe tendrán que parar.
—Y entonces empezarán con otra cosa —me espetó Gav.
Tenía razón. Lo observé con los brazos cruzados y con un nudo en el estómago mientras se dirigía hacia el coche. No me gusta que me cueste tanto verlo marcharse.
Apenas acabo de curarme tras dos años suspirando por ti, Leo; lo último que necesito ahora es colarme por otro tío hasta el punto de ser incapaz de pensar. Y dudo mucho que Gav quiera a una chica que se pasa el día esperándolo junto a la ventana en lugar de hacer lo que tiene que hacer.
Así pues, herví más cazos de agua, me dediqué a repartir comida e intenté no mirar el reloj cada dos minutos. Gav regresó exactamente una hora y catorce minutos más tarde. Cuando lo vi cruzar por la puerta, me quedé un instante inmóvil, mientras el alivio se apoderaba de mí. Entonces me obligué a devolver el carrito a la cocina antes de averiguar cómo les había ido.
—Nos han detenido a varias casa de distancia de su guarida —me contó Gav, mientras los otros voluntarios informaban a papá y a Nell—. Dos de ellos se han colocado delante del coche: eran Lester, que trabajaba en el ferry, y la hermana mayor de Vince, Andrea, que nos apuntaba con una escopeta. No nos han querido ni escuchar. No hacían más que repetir que provocan los incendios «por el bien de la isla», una y otra vez. «Estamos limpiando la ciudad. ¡Seguro que el virus no sobrevive a las llamas!», ha exclamado Lester. Le he respondido que las personas tampoco sobrevivirían, pero se ha reído. Entonces Andrea nos ha apuntado y nos ha dicho que teníamos diez segundos para largarnos de ahí.
O sea, que van a quemar su propia ciudad para destruir también el virus.
No logro quitarme de la cabeza la voz de Quentin en la tienda de juguetes. Estaba tan enfadado, tan desesperado… Le dije que el Gobierno no va a mandarnos ayuda hasta que la isla sea un lugar seguro y el virus haya desaparecido, y que aún no sabíamos cómo derrotarlo. Y ellos han decidido intentarlo a su manera.
¿Y sabes qué te digo? Que, por mí, mientras sus balas y sus incendios no se acerquen a la gente que me importa, pueden hacer lo que les dé la gana.