23 de noviembre

Esta mañana me he despertado por el olor a quemado.

Al principio, aún envuelta en la bruma que precede al verdadero despertar, no me ha parecido tan extraño. A veces la gente quema hojas en otoño. Y de vez en cuando hay familias que encienden hogueras en el jardín y dejan que sus hijos tuesten sus nubes de algodón en las llamas. Sin embargo, poco a poco me he ido dando cuenta de que no olía a hojas, sino a madera; además, ¿quién se dedicaría a tostar nubes a las seis de la mañana mientras un virus mortal anda suelto?

Se me ha secado la boca y he salido de la cama de un salto. Los hurones olisqueaban por entre los barrotes de la jaula, con la espalda arqueada. El olor a quemado era más intenso en el pasillo.

Desde la puerta, mirando hacia el sur, he visto una columna de humo que ascendía por encima de los tejados, más oscuro que el cielo nublado. El olor acre me ha llenado la boca y la nariz. He despertado a Tessa y le he pedido que vigilara a Meredith. Entonces he cogido el coche y he ido al hospital, con la esperanza de que alguien allí supiera qué estaba pasando. Todo está tan húmedo que no creo que el incendio pueda propagarse demasiado, aunque de hecho tampoco habría creído posible que se produjera un incendio y se ha producido.

Cuando ya casi había llegado, he empezado a oír una sirena, la que utilizan para avisar al cuerpo de bomberos voluntarios. Se me ha escapado una carcajada que he logrado dominar enseguida. Pero es que, en serio, ¿queda alguien que pueda responder al aviso?

En el hospital, papá estaba hablando por el teléfono del mostrador de recepción. En un rincón había una enfermera que sacaba muestras de sangre de un montón de gente. Me he sentado en una silla y he intentado relajarme, pero me estaba clavando las uñas en las palmas de las manos sin darme cuenta.

En cuanto ha colgado, papá ha venido hacia mí. Ni siquiera ha tenido que preguntarme por qué estaba allí.

—Nadie sabe aún qué ha pasado —ha dicho—. Han ido a echar un vistazo.

—¿Crees que el incendio ha sido provocado? —le he preguntado; a lo mejor alguien le había pegado fuego a su casa en plena alucinación.

—Aún no lo sabemos —ha contestado papá, que me ha puesto una mano encima del hombro y me ha dado un apretón. Pero a continuación ha tenido que seguir con su trabajo.

Me he dicho que, ya que estaba allí, iba a echar una mano. He pasado unas horas con la señora Hansen, lavando sábanas y batas, y preparando ollas y más ollas de papilla de trigo para el desayuno de los pacientes. Cuando ya estábamos llenando los últimos cuencos, Gav ha entrado en la cocina. Desprendía un fuerte olor a humo.

—Lo hemos apagado —ha anunciado—. Por fin.

—No sabía que hubieras ido a echar una mano —he respondido.

Aunque era evidente que estaba sano y salvo, he notado un ataque de pánico. Quería abrazarlo para asegurarme de que estaba bien, pero con la señora Hansen allí no me atrevía.

Entonces ella me ha dirigido una sonrisa de complicidad y se ha marchado de la cocina empujando uno de los carritos de comida; en cuanto ha salido, me he abalanzado sobre él. Gav me ha devuelto el abrazo.

—He oído la sirena y he ido a ver si podía hacer algo —me ha explicado—. Éramos varias personas, aunque solo había un hombre que tenía experiencia como bombero. La verdad, no sé si ha sido mérito nuestro o si el fuego ha quemado todo lo que había por quemar.

Ha apartado la cabeza para toser y aclararse la voz, ronca por culpa del humo. Entonces me ha acercado los labios a la frente.

—Por lo menos nadie ha resultado herido —ha añadido.

—El incendio parecía enorme.

—Seis casas contiguas —ha explicado Gav—. La manguera no lograba aplacar el fuego, pero solo hemos comprendido por qué cuando más tarde hemos encontrado un cubo que olía a gasolina.

—¿De dónde habrán sacado un cubo de…? —he empezado a preguntar, pero de repente me he dado cuenta de que la respuesta era evidente. Se me han tensado las manos, que tenía apoyadas en el pecho de Gav. Este ha asentido con la cabeza.

—Después de encontrar el cubo hemos ido a echar un vistazo a la gasolinera —ha dicho—. Habían forzado la puerta y han cogido lo que necesitaban.

No ha hecho falta que dijera a quién se refería.

—Pero ¿qué sacan de quemar unas cuantas casas? —he preguntado.

—Ni idea —ha contestado Gav—. Yo tampoco le veo ningún sentido.

A lo mejor a los de la banda les ha parecido que sería divertido destruir todos esos edificios. Al fin y al cabo, se trata de la misma gente que mata a otras personas porque están enfermas. Aunque creo que ellos también están enfermos: enfermos de miedo, enfermos de egoísmo. ¿Cómo pueden hacer las cosas que hacen sin odiarse a sí mismos?