22 de noviembre

Hoy, antes de ver a Gav, estaba muy nerviosa. A lo mejor no debería haberme sentido así (al fin y al cabo fue él quien me besó), pero es que no tengo demasiada experiencia con chicos. No quiero asumir que somos una «pareja» y pegarme a él en exceso. A lo mejor ha estado con muchas chicas; a lo mejor para él un par de besos no son nada.

Pero casi todos los nervios se han evaporado cuando, al llegar al hospital, he salido del coche y él me ha sonreído desde el otro lado de la calle. Después de la ronda matutina, me ha parecido lo más natural preguntarle:

—¿Te vienes a comer otra vez a casa de Tessa?

Gav ha dejado su coche en el hospital y hemos ido en el mío. Al aparcar delante de la casa he dudado un instante, consciente de que seguramente aquel era el último momento en que estaríamos a solas durante un buen rato.

—Eh —ha dicho él, volviéndose hacia mí en el asiento del acompañante—, ¿pasa algo?

Cuando lo tengo tan cerca no paro de descubrir cosas nuevas, como, por ejemplo, las pequitas que tiene debajo del bronceado, que aún le dura desde el verano, o cómo cuando sonríe solo se le forma un hoyuelo en una mejilla. Y me gusta. Todo.

—No, nada —he dicho.

Entonces la gravedad ha hecho el resto. Sin pensarlo, me he inclinado hacia él, él se ha inclinado hacia mí y nos hemos vuelto a besar.

He tenido la sensación de que llevaba toda la mañana esperando aquel momento. Un cálido hormigueo me ha recorrido el cuerpo, de la cabeza hasta los dedos de los pies, y el corazón ha empezado a latirme tan rápido que al cabo de unos minutos he tenido que apartarme un momento para respirar. Gav me ha reseguido el contorno de la cara con los dedos y me ha dado un beso en la frente.

Finalmente hemos salido del coche, pues sabía que no podía pasar mucho tiempo antes de que Tessa o Meredith echaran un vistazo por la ventana. Gav se ha llevado consigo una de las bolsas de comida que nos había sobrado de la ronda. Entonces hemos ido a la cocina y me ha enseñado algunos de sus secretos de cocina mientras preparaba la comida. A ver si puedo empezar a preparar cosas más sabrosas también cuando él no esté.

Después de que se marchara he seguido notando aquel cálido cosquilleo en el estómago. Luego Tessa y yo hemos salido a buscar provisiones, pero la sensación no ha desaparecido ni siquiera al ver todas esas casas vacías. Tessa debe de haber notado mi buen humor, porque mientras regresábamos a su casa me ha mirado, ha esbozado una sonrisa de medio lado:

—¿Desde cuándo dura lo de Gav?

Me he puesto colorada.

—Un par de días —he contestado.

—Parece un buen chico —ha comentado Tessa—. Te prepara la comida. Y cocina muy bien. Anímalo a que lo siga haciendo.

—Lo haré, descuida —he dicho, y las dos hemos sonreído.

Ha sido la primera vez que he tenido la sensación de que Tessa y yo éramos amigas de verdad, y no conocidas unidas tan solo por las circunstancias. Me ha gustado.

Sin embargo, la verdad es que, dada nuestra situación, el buen humor nunca dura demasiado; antes o después tienes que volver a enfrentarte a los hechos.

En el fondo no ha pasado nada. Simplemente estaba ayudando a Meredith a lavarse el pelo después de la cena. Ducharse con el agua del grifo es igual de peligroso que bebérsela (las bacterias se te pueden meter en los ojos y en la nariz, y eso es aún peor que tragárselas), de modo que la higiene personal se ha convertido en un asunto delicado. Tessa dejó un cubo con agua hervida en la cocina, junto con una pastilla de jabón que utilizamos para la cara y las manos. Y cada noche hiervo el cazo más grande, me lo llevo al baño para darme una ducha de cuerpo entero y luego vuelvo a llenarlo para Meredith.

Dejamos el pelo para el final; lo remojamos en el agua que queda. El mío no está tan mal: lo llevo por los hombros, pero si no me paso con el jabón, lo tengo listo al cabo de unos minutos. Me alegro de no haber cedido cuando mamá comentó lo bien que me quedaría si por una vez me lo dejaba crecer de verdad.

Meredith no lo lleva mucho más largo, pero el suyo es mucho más grueso, por lo que es más difícil aplicar el champú y aclararlo. Así, ella se concentra en la parte de delante mientras yo le froto la de atrás. Eso acelera el proceso.

Apenas se lo había aclarado cuando ha dicho:

—Kaelyn, ¿qué se siente al estar enferma?

—Al principio es como un resfriado fuerte —he respondido—. Y como tener un montón de picaduras de mosquito al mismo tiempo. Y luego ya no me acuerdo; el virus te impide pensar como es debido.

Se ha quedado muy quieta mientras le secaba el pelo con la toalla.

—¿Y pasaste miedo? —ha preguntado con un hilo de voz.

Mi primer instinto ha sido no contestar, pero ¿de qué servía mentir?

—Sí —he contestado—. No sabía qué iba a pasar.

Sin embargo, de repente he notado un escalofrío: ¿por qué me estaba preguntando todo eso?

—¿Te encuentras bien?

—Sí, creo que sí —ha respondido—. A veces me entra un picorcito, pero se me pasa enseguida. ¿Eso quiere decir que me estoy poniendo enferma?

Me he sentido tan aliviada que la he abrazado hasta que la humedad de la toalla me ha empapado la parte superior del pijama.

—No, seguro que no. Los picorcitos que se te pasan son normales. No tienes por qué preocuparte, Mere. No voy a dejar que el virus se acerque a ti.

La niña ha asentido con la cabeza, pero aún tenía la preocupación grabada en los ojos.

Hago todo lo que puedo por mantenerla fuera de peligro, pero tengo la sensación de que nunca es suficiente. A veces me pregunto dónde está el punto de no retorno, el momento en el que habrá tenido que pasar por tantas cosas que, aunque logremos superar la epidemia, Meredith nunca volverá a ser la misma.

Espero que no tengamos que averiguarlo.