Hoy no hemos salido a repartir comida, de modo que me he pasado la mañana echando una mano en el hospital. Los pasillos empiezan a estar menos abarrotados. Quiero pensar que es así porque la gente ha aprendido cómo debe actuar para no asumir riesgos y no porque cada vez queden menos personas que se puedan poner enfermas.
He llevado el desayuno a los pacientes que se encuentran en la llamada «segunda fase»: disminución de las inhibiciones y aumento de los impulsos sociales. En realidad no está tan mal. Una de las enfermeras abre la puerta con llave, yo entro empujando un carrito con lo que sea que les toque desayunar aquel día y los pacientes se arremolinan de inmediato a mí alrededor, parloteando y cogiendo comida si tienen hambre. Siempre están muy emocionados de verme, como si fuera una invitada especial en su fiesta. Y como se hacen compañía mutuamente, no se ponen demasiado pesados cuando me tengo que marchar. Lo único que debo hacer es concentrarme en no pensar en lo que les pasará durante los próximos días.
Hoy estaba un poco desconcentrada. No podía dejar de pensar en lo de ayer y en Gav, y de preguntarme qué hay exactamente entre nosotros, y si volveré a verlo hoy, y si habrá más besos. No me había fijado en que Shauna estaba en la sala hasta que alguien me ha tirado de la manga. Me he vuelto y ahí estaba.
Tenía la nariz y parte de la frente rojas, y se rascaba sin parar; también tenía los labios agrietados, pero, de algún modo, aún conserva el pelo brillante y ondulado de siempre, y lucía su bata de hospital como si llevara el último grito en moda. El virus no tiene nada que hacer contra su elegancia natural. Durante un segundo, mientras parpadeaba, he tenido la sensación de que estábamos otra vez en la cafetería del instituto, hace dos meses y medio.
—¡Oh, Dios mío! —ha exclamado—. ¡Kaelyn, ¿qué haces aquí?! ¿Trabajas como voluntaria o algo así? ¡Qué guay verte! Te has dejado crecer el flequillo, te queda muy bien. ¿Cómo está todo el mundo? ¡No he visto a nadie del instituto desde hace siglos!
Antes de que lograra sobreponerme a la sorpresa inicial, un anciano ha pasado junto a nosotras y le ha acariciado el pelo a Shauna como si fuera un animal doméstico. Recordaba a aquel hombre de hacía un par de días, cuando pasó media hora contándome historias inconexas de la época en que había trabajado de guardacostas.
—¡Esta chica logró recuperarse! —ha exclamado entonces, señalándome—. ¡Es una inspiración para todos nosotros! ¡Vamos a curarnos! Me alegro de verte, me alegro mucho.
Shauna me ha mirado con la boca abierta.
—¿Te pusiste enferma y ahora estás bien? —ha preguntado—. ¿En serio?
Nell me recomendó no hablar del virus con los pacientes que se encuentran en esta fase, pues tienen reacciones impredecibles. Al parecer, si no se lo recuerdas, a la mayoría se les olvida que tienen algo peor que un simple resfriado. Pero no he visto por qué iba a mentirle si me lo había planteado directamente. Me he preguntando cómo se habría enterado el anciano; debe de haber oído comentarios entre el personal del hospital.
—Sí. Y también hay otras personas que se han recuperado —he añadido, intentando sonar optimista.
—¡Pero qué coño! —ha gritado. Había olvidado lo estridente que puede ser su voz cuando se cabrea—. ¿Precisamente tú has superado el virus? Pues ya me contarás qué tienes de especial…
He abierto la boca, pero no me ha salido nada. ¿Qué iba a decirle? ¿Que no soy especial? ¿Que solo tuve suerte? Dudo que eso la hubiera hecho más feliz.
Shauna ha seguido a lo suyo, mirándome con los ojos entrecerrados.
—Tú te crees muy guay porque viviste cinco años en Toronto —ha dicho, y he retrocedido un paso—. Pero en realidad eres una perdedora. Casi no hablas con nadie, te pasas el día con la nariz metida en tus libros, o mirando las ardillas del parque. ¿Por qué has tenido que ser tú quien se cure?
Sus palabras me han sentado como un tiro. Se me ha encendido la piel y se me ha tensado la mandíbula con una rabia que ni siquiera sabía que poseía. Me ha faltado poco para gritarle: «¿Y por qué no iba a ser yo quien se curara?».
Al darse cuenta de la agitación de Shauna, el resto de los pacientes de la habitación nos han rodeado y han intentado aplacarla con palabras tranquilizadoras y dándole golpecitos en la espalda. He tragado saliva y me he dirigido hacia la puerta. Estaba enferma, me he dicho; no podía evitarlo. Lo mejor que podía hacer era marcharme y dejar que se calmara; ya volvería más tarde a por el carrito.
—¡Sí, eso! —ha gritado Shauna—. ¡Huye, vete corriendo! ¡No sé qué pintas aquí! Mamá, papá, Abby, ¡deberían haberse salvado ellos!
Cuando he cerrado la puerta a mis espaldas, Shauna seguía gritando. La enfermera me ha dirigido una mirada extraña, pero yo solo he podido agitar la cabeza. Me he alejado de allí y no he parado hasta llegar al archivo. Allí siempre hay mucho silencio.
Me he sentado en el suelo y me he abrazado las rodillas. Un escalofrío me ha recorrido la espalda. Parte de mí estaba en estado de shock; la voz de Shauna resonaba aún en mis oídos. No podía dejar de preguntarme si era posible que tuviera razón, si podía ser que al salvarme hubiera privado a otras personas de hacerlo: a los padres de Shauna, a su hermana, a todos los médicos y enfermeras que han muerto. A mamá.
Sin embargo, otra parte de mí aún estaba cabreada. Poco a poco, esa parte se ha ido comiendo a la otra.
¿Qué importa quién fuera yo antes de todo esto? ¿Qué importa que Shauna estuviera en lo alto de la cadena trófica social y yo en lo más bajo? He sobrevivido. Eso es un hecho. Estoy aquí y ellos no, y hago todo lo que puedo para que eso sirva de algo.
Es mucho más de lo que Shauna podrá decir jamás.
Me he quedado en el archivo unos diez minutos, hasta recuperar la calma. Entonces he vuelto a entrar en la habitación y me he llevado el carrito sin ni siquiera mirar a Shauna. Al salir, la enfermera me ha tocado el brazo y me ha preguntado si estaba bien.
—Sí —he contestado—. Estoy bien.
¿Y sabes qué? Es verdad.