20 de noviembre

Hoy Gav nos ha preparado la comida. Es muy buen cocinero. ¡Quién lo iba a decir!

Yo no lo había planeado, pero al terminar la ronda matutina y después de despedirnos de Warren, que está ayudando a instalar a los niños huérfanos en la iglesia, Gav ha dicho:

—Sé que sonará fatal, pero siempre que terminamos de repartir la comida estoy que me muero de hambre.

—¿Por qué no te vienes a casa de Tessa y comes con nosotras? —le he preguntado.

—Vale —ha contestado.

Me he sonrojado al momento. Para evitar que se diera cuenta le he pegado un empujoncito y he bromeado:

—A menos que creas que nuestra comida no es lo bastante buena para ti.

—Bueno, ya veremos —ha contestado él, enarcando una ceja.

En cuanto ha entrado en la cocina, Gav ha empezado a abrir armarios. Al cabo de cinco segundos había sacado un montón de latas y ya estaba rebuscando en el estante de las especias, mientras Tessa, Meredith y yo lo mirábamos, expectantes. Entonces ha cogido una cazuela, pero en ese momento se le ha ocurrido que no le había pedido la opinión a Tessa:

—¿Te importa? —le ha preguntado.

—Qué va, adelante —ha contestado ella.

Teniendo en cuenta que nuestra idea de cocina creativa consiste básicamente en mezclar guisantes congelados con arroz instantáneo, no estábamos en situación de protestar.

En comparación con lo que solemos comer, el estofado de Gav nos ha parecido un milagro, aunque al terminar ha dicho que debería haber utilizado queso parmesano y salmón fresco en lugar de salmón en lata. Ha sido la primera vez desde hacía una eternidad que he disfrutado de la comida. He saboreado cada bocado antes de tragármelo, ignorando los rugidos de mi estómago, porque esta noche volveremos al menú básico.

Habría sido una comida perfecta si, en un momento dado, yo no hubiera golpeado sin querer el vaso de Meredith. El agua, previamente hervida, se ha derramado por encima de su falda y por el suelo; mientras fregábamos, Meredith no paraba de disculparse. Tras la vigésima disculpa no he podido aguantarme más.

—Meredith —le he espetado—, no ha sido culpa tuya; el vaso lo he tirado yo. ¡Deja ya de pedir perdón!

Y sí, ha dejado de pedir perdón, pero solo porque se ha puesto a llorar. He sentido que me iban a dar el premio a la peor prima del año.

En realidad no me había enfadado con ella, pero es que me tiene tan preocupada que a veces me saturo. Desde que salí del hospital tiene una actitud extremadamente sumisa y servil, y se disculpa por todo lo que sale mal, sea culpa suya o no.

A lo mejor cree que seremos más felices si ella carga con todas las culpas. Hace un par de años vi un documental sobre lobos en el que hablaban sobre los diferentes rangos que existen dentro de una manada, con los miembros omega en la parte más baja. Si uno de los lobos se enfada por algo, lo paga con el omega. A este no le importa, pues ha elegido ese papel: quiere ser el chivo expiatorio que permite que le apliquen un castigo por todo aquello que molesta a la manada, así que el resto de los miembros pueden calmarse. A lo mejor Meredith piensa también en esos términos.

O puede que esté tan afectada que ha empezado a creer que realmente tiene la culpa de todo. No lo sé. He intentado hablar con ella, pero se limita a esbozar una sonrisa forzada y a decir que no le pasa nada y que se alegra mucho de estar conmigo. Ojalá mamá estuviera aquí. Ella sabría qué hacer, o, por lo menos, lo sabría mejor que yo.

Al final mi solución ha resultado no ser una idea brillante, aunque en su momento me ha parecido que no estaba mal.

—Vamos a dar una vuelta —le he dicho—. Hace siglos que no sales de casa.

—¿Podemos ir a ver los coyotes? —ha preguntado Meredith, que seguía sollozando, pero que parecía más animada.

Me he acordado del coyote que vi comiéndose un cadáver delante de la casa del tío Emmett.

—Creo que no están en su momento más cordial —he contestado—. Pero podemos ir a la playa.

—Vale —ha contestado ella.

No obstante, hacía un día gris y ventoso, e ir a pasear por la playa no parecía la mejor idea.

Se ha terminado la comida de un mordisco y ha ido corriendo a buscar los zapatos y la chaqueta. Tessa ha dicho que prefería quedarse en casa, trabajando en el invernadero; aunque las plantas medicinales de papá hayan resultado un fiasco, ella sigue trabajando en sus propios cultivos. Gav se ha ofrecido a acompañarnos.

—Iremos en mi coche —ha propuesto—. De todos modos tengo que llenar el depósito.

Hace unos días le di las llaves de la gasolinera y le enseñé a utilizar los surtidores, pues es mucho más probable que los necesite él que no yo.

En cuanto hemos montado en su Ford, Meredith se ha quedado callada y poco a poco el silencio ha empezado a hacerse insoportable.

—El guiso estaba riquísimo —le he dicho—. ¿Te enseñó a cocinar tu madre?

Gav ha sonreído con los labios, pero no con los ojos.

—Supongo que se podría decir así —ha contestado—. En cuanto fui capaz de preparar un sándwich, nuestra cocina se convirtió en una especie de bufé libre en el que cada cual se preparaba lo que le apetecía. Al cabo de un tiempo me cansé de los sándwiches. En casa había muchos libros de cocina y creo que con el tiempo le cogí el gustillo a ver la cara que se le quedaba a mi madre cada vez que yo preparaba algo para cenar, para mí.

—Vaya —he contestado. La verdad es que me cuesta mucho imaginar a un niño que no sepa que la cena aparecerá en la mesa cada noche, como por arte de magia.

Gav se ha encogido de hombros:

—En cuanto me acostumbré a ello, no me importó. Se aprenden muchas cosas cuando sabes que nadie va a hacerlas por ti.

En aquel momento me he sentido como si acabara de darme una pieza de un rompecabezas que ni siquiera era consciente de estar intentando completar. De pronto he entendido cómo se ha convertido en el chico con el que hablé en el parque hace dos meses, que se burló de la idea de que el Gobierno fuera a ayudarnos y que a continuación vació tranquilamente un colmado para poder valerse por sí mismo.

Habría querido decirle algo profundo y sentido, transmitirle la sensación de que lo comprendía, pero justo entonces hemos pasado por delante de una serie de tiendas y de pronto he gritado:

—¡Espera, frena, frena!

Es evidente que la banda se ha aplicado a fondo en la calle principal. La mayoría de las tiendas tenían los escaparates rotos y las aceras estaban cubiertas de cristales. Habían entrado en la tienda de plantas, pero me he fijado en que había paquetes de semillas y bulbos en las estanterías, y me he dicho que en algún momento tengo que volver con Tessa y coger todo lo que le parezca útil.

Sin embargo, lo que de verdad ha llamado mi atención ha sido la Play Time.

Seguramente los de la banda se dijeron que no iban a encontrar nada útil en una tienda de juguetes. Y quizá sea cierto, por lo menos desde su punto de vista. El escaparate, con el dibujo de dos niños encima de una alfombra mágica, estaba intacto, aunque algo sucio. Detrás del cristal, una montaña de animales de peluche nos miraban desde un rincón; en el otro se había desplegado un ejército de Power Rangers.

Aquello era mejor que la playa, me he dicho. Era justo lo que Meredith necesitaba.

He empujado la puerta y esta se ha abierto. Quienquiera que hubiera entrado antes que nosotros no se había tomado la molestia de volver a cerrar. A lo mejor habían asumido que iban a regresar al día siguiente. He preferido no pensar en la razón por la que probablemente no lo hicieron.

Gav había ayudado a Meredith a salir del coche y esta se ha acercado a la tienda con paso indeciso.

—¿En serio que podemos entrar? —ha preguntado.

—Sí —he respondido—, claro que sí. Puedes elegir cinco cosas que quieras llevarte a casa. Y también cogeremos juguetes para los niños que se han quedado solos.

Gav ha mirado a un lado y a otro de la calle.

—Voy a acercarme un momento a la gasolinera. No creo que tarde más de cinco minutos.

Pero a continuación se ha quedado allí plantado.

—No nos pasará nada —le he dicho—. Es una tienda de juguetes. Vete tranquilo.

He abierto la puerta y he encendido las luces. Ha sido como cruzar un portal y entrar en Narnia.

Recuerdo que, de pequeña, la Play Time me encantaba, me parecía el vestíbulo del palacio de un cuento de hadas, con el suelo pintado de colores, la alfombra de piel de imitación donde cada tarde algún voluntario leía un cuento infantil en voz alta, delante de la chimenea de gas, y el olor dulzón a cedro que desprendían las estanterías cargadas de cajas y cubos llenos de tesoros. Aquí compré mi red de pescar pececillos y el grueso libro de historias de animales que leí hasta que se le despegaron las cubiertas, y los pájaros de madera con plumas de verdad. Pero no había vuelto a entrar desde que nos mudamos de nuevo a la isla.

La tienda parecía más pequeña y me recordaba más una acogedora casita de vacaciones que un palacio. Está claro que ha pasado el tiempo. Sin embargo, seguía teniendo algo mágico. Y estaba intacta, como un pedazo de la vida tal como era antes, oculto en el centro de la ciudad.

Meredith se ha quedado paralizada, observándolo todo. La reacción que esperaba no era esa: quería que se emocionara, que bailara, que se riera. Así pues, he cogido un bote de pompas de jabón del mostrador, he soplado hacia donde estaba ella y le he echado una nube de pompas encima. Solo entonces ha soltado una risita.

—¡Yo también quiero! —ha exclamado, y durante un par de minutos ha sido espectacular.

He abierto un segundo bote y hemos llenado la tienda de pompas; hemos empezado a correr de aquí para allá, dejando una estela de pompas que se arremolinaban a nuestro alrededor. En un perchero, al fondo de la tienda, he encontrado un montón de disfraces de princesas de Disney. He elegido el de Ariel y se lo he puesto a Meredith encima del jersey. Ha empezado a dar vueltas delante del espejo, riendo como hacía meses que no la veía hacerlo. Hemos vuelto corriendo a la alfombra y nos hemos lanzado encima de los pufs. Meredith ha seguido echando pompas de jabón mientras yo intentaba averiguar cómo se encendía la chimenea.

Entonces he oído que la puerta se abría a mis espaldas. He supuesto que sería Gav, que ya había vuelto de la gasolinera. No me he girado hasta que Meredith ha soltado un chillido y entonces me he quedado helada.

Quentin estaba de pie ante la puerta de la tienda.

Tenía mala pinta. Llevaba el pelo sucio y mal cortado, como si hubiera utilizado una máquina de afeitar eléctrica sin espejo. Su piel tenía un aspecto amarillento, a excepción de la mejilla, donde tenía una costra enorme. No parece que la vida con la banda lo esté tratando muy bien, pero aun así ha logrado esbozar una sonrisa de desprecio.

—¿No fuiste tú quien me echó bronca por robar? —le ha preguntado a Meredith—. ¿Qué crees que estás haciendo ahora?

La niña ha vuelto a chillar y se ha levantado del puf de un brinco. Yo he dado un paso hacia ella, pero Quentin ha reaccionado más rápido. Se ha abalanzado sobre Meredith, la ha agarrado por el brazo y se lo ha doblado detrás de la espalda. Ella ha soltado un quejido y se ha quedado en silencio.

Quentin me ha mirado fijamente.

—He oído que tuviste el virus —ha dicho—. Y que te han curado.

Ni me he preguntado cómo lo sabía: tal vez el tío de la pistola le había contado que había hablado con una chica mulata, y eso reducía las opciones a una sola persona.

En la vida me he sentido incómoda y fuera de lugar muchas veces, pero esta ha sido la primera vez en la que habría preferido tener el mismo color de piel que casi todo el mundo en la isla.

—Sobreviví —he contestado—. No me curaron. Fue cuestión de suerte.

—Sí, claro —ha replicado él—. ¿Quién iba a tener suerte sino la hija del científico?

—Mi madre ha muerto —le he soltado—. ¿En serio crees que si supieran cómo tratar el virus no ayudarían a todo el mundo?

Quentin ha dudado un instante, pero no le ha soltado el brazo a Meredith. Sin embargo, y a juzgar por la cara de la pequeña, ya no debía de apretar tanto: parecía que ya no le estaba haciendo daño.

En cualquier caso, era evidente que no esperaba que una niña pudiera reaccionar. Si Meredith lograba soltarse, me he dicho, podríamos salir corriendo de la tienda.

Cuando he estado segura de que ella me estaba mirando, me he frotado los ojos, intentando que mi gesto resultara obvio sin parecer forzado. Meredith me ha mirado fijamente, con el miedo grabado en los ojos.

—¿Cuándo piensan hacer algo más que sobrevolar la isla, los del helicóptero del Gobierno? —ha preguntado Quentin, apoyándose primero en un pie, luego en el otro—. ¿Cuándo van a sacarnos de aquí?

—No lo sé —he contestado—. Están esperando a que la isla esté fuera de peligro, pero nadie sabe cuándo será eso.

—O sea, que van a dejarnos aquí hasta que nos muramos.

Entonces ha vuelto la cabeza hacia el escaparate. Yo no sabía si iba a tener otra oportunidad, de modo que he formado una uve con los dedos índice y corazón, y he fingido que me los metía en los ojos.

Finalmente, Meredith ha comprendido qué intentaba decirle. Su mirada ha ido de Quentin a mí, que al notar que la niña se movía se ha vuelto de nuevo.

—No pueden dejarnos aquí para siempre —he añadido, repitiendo unas palabras que durante los últimos días se han convertido casi en mi mantra—. Pero no hay forma de saber cuánto tardarán.

He sostenido la mirada de Meredith y le he hecho un gesto lo más sutil posible con la cabeza. Ella se ha mordido el labio.

—Pues más les vale venir de una puta vez —ha soltado Quentin, levantando la voz—. Tengo un amigo que está enfermo y ya ha…

En ese preciso instante, Meredith se ha girado y le ha metido los dedos en los ojos.

El resto ha sido muy confuso. Quentin ha pegado un grito, la ha soltado y se ha llevado las manos a la cara. He señalado la puerta y he echado a correr. Meredith ha salido disparada, delante de mí. Yo solo me he parado un momento para pegarle un puntapié en la espinilla a Quentin con todas mis fuerzas, con la esperanza de ralentizarlo un poco si decidía perseguirnos.

Ya en la acera, me he dado cuenta de que no sabía adónde ir. Gav aún no había vuelto con el coche. He cogido a Meredith de la mano y he tirado de ella en dirección a la gasolinera. Detrás de nosotros, Quentin ha abierto la puerta de la tienda de juguetes, mascullando algo.

Entonces he oído el rugido del motor de un coche doblando la esquina.

Creo que al principio Gav tan solo nos ha visto a nosotras, que corríamos despavoridas. Ha frenado en medio de la calzada y ha salido del coche con rapidez. Entonces ha reparado en Quentin.

Durante un momento se han mirado fijamente, a unos seis metros el uno del otro, mientras Quentin se masajeaba la pierna con ojos llorosos y enrojecidos. Gav tenía la mandíbula tensa y los puños cerrados. Ha dado un paso al frente.

Quentin ha dudado un instante, pero al final ha dado media vuelta y se ha marchado corriendo, avergonzado.

He sentido que me flaqueaban las rodillas y he tenido que sentarme en la acera. Me dolía tanto el pecho como si acabara de correr una maratón, aunque apenas habíamos recorrido medio bloque desde la tienda. Meredith se ha aferrado a mí. El tafetán de su vestido de princesa ha emitido un sonido áspero cuando la he rodeado con el brazo.

—¿Estáis bien? —ha preguntado Gav, que se ha acercado a nosotras al tiempo que seguía a Quentin con la mirada, abriendo y cerrando las manos como si no supiera qué hacer con ellas.

—Sí. Yo por lo menos estoy bien. ¿Qué tal tu brazo, Meredith?

—Me ha hecho un poco de daño —ha contestado.

—Pues tú a él le has hecho mucho. Has estado increíble.

—¿En serio? —ha preguntado ella, apartándose lo suficiente como para mirarme a los ojos.

—Ya lo creo —le he asegurado.

Meredith ha sonreído débilmente.

Entonces he inspirado con fuerza; no quería que nuestro día tuviera aquel final tan feo.

—Muy bien. Hemos derrotado al malo y ha llegado la hora de cobrar la recompensa. ¿Qué me dices de esos cinco juguetes que tienes que elegir?

—¿Aún me los puedo llevar? —ha preguntado.

—Desde luego. ¿Y por qué no eliges también los de los niños que se han quedado solos? Seguro que encuentras los mejores.

—Vale.

Le he dado un empujoncito hacia la tienda y Meredith ha salido corriendo. En cuanto he visto que había entrado y que estaba sana y salva, he dejado caer la cabeza y me la he cogido con las dos manos. La brisa me mecía el pelo. En ese momento, el frío me ha resultado agradable.

Gav se ha sentado a mi lado, pero antes de que pudiera abrir la boca he dicho:

—Como se te ocurra decirme que ha sido culpa tuya por dejarnos solas dos segundos, te pegaré una patada como la que le he propinado a Quentin.

Gav ha cerrado la boca y ha ladeado la cabeza, como si estuviera planteándose sus opciones.

—¿Dónde le has dado, exactamente? —ha preguntado.

—En la espinilla —le he respondido—, como tú me enseñaste.

—Ajá —ha contestado Gav—. ¿Puedo decir que me gustaría que le hubieras roto la espinilla en mil pedazos? ¿Y el resto en mil más?

—Pse —he respondido, levantando la cabeza—. Supongo que eso es aceptable.

En ese momento nos hemos echado a reír al mismo tiempo. No sé si estábamos soltando la tensión acumulada, o el miedo y la histeria que aún nos quedaba en el organismo, o qué era, pero, en cualquier caso, me ha sentado bien reírme, aunque no hubiera nada gracioso en la situación.

Entonces Gav se ha inclinado, me ha acariciado la mejilla con los dedos y me ha dado un beso.

No ha sido un beso largo, apenas he tenido tiempo de reaccionar. Ha sido un beso al mismo tiempo decidido y delicado; sus labios sabían aún al té que había bebido en casa de Tessa y durante todo el rato no ha apartado la mano de mi cara.

El corazón ha empezado a latirme de una forma totalmente distinta. No quería que se terminara.

Pero se ha terminado. Gav ha deslizado la mano de mi mejilla a mi espalda y a continuación me ha abrazado con fuerza. He recostado la cabeza en su hombro. Lo tenía tan cerca que ya no notaba el frío.

—Siempre me estás amenazando —ha soltado Gav, y he notado su aliento cálido cerca de la oreja—. ¿De qué vas?

—El que me enseña a pegar eres tú.

—¿Estás diciendo que soy una mala influencia? —ha preguntado; he notado que se reía.

—Desde luego.

Meredith me ha llamado desde la tienda y me he levantado de un brinco.

—Creo que será mejor que empecemos a cargar el coche —ha dicho Gav.

Meredith ha querido quedarse con el vestido de princesa y ha encontrado un kit para hacer adornos con cuentas y un estuche de pintura que se ha negado a soltar. Hemos cogido varios animales de peluche y rompecabezas para los demás niños, y yo me he llevado un par de juegos de mesa por si nos aburrimos en casa de Tessa cuando ya hayamos visto los DVD diez veces. Al final hemos terminado llenando el maletero.

Después de pasar por la iglesia, Gav nos ha acompañado a casa de Tessa. Meredith ha entrado corriendo para empezar a jugar con las cuentas.

Gav ha salido del coche conmigo. No estaba segura de si lo que había pasado hacía un rato entre nosotros había tenido algo que ver con el momento de tensión que acabábamos de vivir, pero al final ha resultado que no. Me ha dado un beso de pie delante del coche y yo se lo he devuelto. Me he sentido feliz, eufórica, como hace tiempo.

Y ahora, mientras lo escribo, no puedo dejar de sonreír.

¿Es raro que me sienta culpable por ser feliz, Leo? Quiero decir, tú tienes a Tessa y entre nosotros nunca hubo nada así, por mucho que a mí me hubiera gustado. De hecho, hace tiempo que no somos ni amigos. Y necesitaba algo así.

Además, ahora tendré un motivo menos para estar nerviosa cuando finalmente vuelva a verte.