Te habrás dado cuenta de que últimamente no he hablado demasiado de papá, Leo. La verdad es que no lo veo casi nunca. La gente que queda en el hospital lo trata como si fuera el jefe. Es casi como si viviera allí.
En parte es lo más seguro para todos, ya que así no nos arriesgamos a que traiga el virus a casa y contagie a Meredith o a Tessa. Casi cada noche llama para ver cómo estamos, pero nunca puede hablar durante más de uno o dos minutos. Pero, desde luego, no es lo mismo que tenerlo aquí. A veces me despierto a media noche preguntándome dónde andará y tengo la sensación de que está tan lejos como mamá o Drew.
No entiendo de dónde saca la energía para seguir adelante. Cuando nos cruzamos en el hospital me sonríe, pero se le nota en la cara que está agotado. Seguramente en el centro de investigación hay menos jaleo, a lo mejor va allí a echar una cabezadita. Espero que así sea. Como siga por este camino se va a poner enfermo sin necesidad de pillar el virus. Y no puedo perderlo, no puedo.
Al final, esta tarde he tenido ocasión de hablar con él. Ha entrado en la cocina del hospital mientras estaba guardando la comida que Tessa y yo rescatamos ayer por la tarde. Ha empezado a prepararse un tazón de sopa instantánea. Por lo menos ahora sé que de vez en cuando come algo.
—¿Alguna noticia del continente? —le he preguntado—. ¿Habéis detectado algo con la radio?
Ha dudado un momento y finalmente ha soltado un suspiro.
—De momento no tenemos nada productivo —ha confesado—. Pero lo seguiremos intentando, desde luego.
—Hay algo que quería preguntarte. El otro día eché un vistazo al puerto y… está desierto. No solo eso, sino que las barcas…
Por cómo la mandíbula de papá se ha tensado me he dado cuenta de que ya lo sabía.
—Sé que quieres venir al hospital a echar una mano y creo que es bueno para ti —ha respondido—. Pero preferiría que no fueras a ninguna otra parte a solas, ni siquiera en coche, ¿de acuerdo? Estás más segura con otra gente.
—Ya —he contestado. No era una promesa, pero es que no tenía intención de prometerle nada; no puedo llevarme a Tessa y a Meredith a todas partes—. ¿Qué les ha pasado a los barcos? —he insistido.
—Los soldados —ha contestado, al tiempo que vertía el agua del hervidor y una nube de vapor se elevaba entre nosotros—, los que estaban estacionados en el puerto. Por lo que sabemos, les entró tal miedo a contagiarse del virus que desobedecieron las órdenes que tenían y se marcharon. Pero primero quisieron asegurarse de que nadie los podría seguir.
He tragado saliva.
—Entonces, ¿se han cargado todas las barcas? —he preguntado.
—No todas —ha dicho papá—. Como sabes, alguna gente guarda embarcaciones de pequeño calado en sus garajes privados. Si quisiéramos mandar a alguien a través del estrecho, podríamos hacerlo. Pero no creo que valga la pena arriesgarse a la recepción que, probablemente, nos dispensarían las patrulleras. Sospecho que los militares han adoptado una actitud respecto a los habitantes de la isla que consiste en primero disparar y luego preguntar.
¿Qué le habrían hecho a Drew si lo habían pillado? De repente me ha venido a la mente una imagen de las olas arrastrando su cuerpo hasta la costa y me he encogido. Papá me ha pasado un brazo por la espalda y yo he recostado la cabeza en su hombro.
—La situación ya solo puede mejorar, ¿verdad? —le he preguntado—. Esto no puede durar eternamente.
—Nada dura eternamente —ha contestado él, pero sus palabras no me han resultado tan reconfortantes como me habría gustado.
Pero es cierto. Esta epidemia tiene que terminar, antes o después. Debo concentrarme en eso, en el día en que el virus ya no existirá y todo esto no será más que la historia de algo malo que sucedió hace mucho tiempo.