16 de noviembre

Hoy he ido a la ciudad y nadie me ha apuntado con una pistola. Algo es algo.

Ayer, al salir del hospital, me topé con Gav, que me contó que mi padre les había pedido a los voluntarios de su grupo que aprovechen la ronda de distribución de alimentos para informar a la población sobre el problema con el agua. Tiene sentido; la situación no hará más que empeorar si, de pronto, la gente que aún no ha contraído el virus pilla otra cosa por beber agua contaminada.

—¿Cuándo volvéis a salir? —le pregunté inmediatamente—. Si necesitáis gente, vendré con vosotros.

—Ahora tenemos a un montón de voluntarios —contestó él—, pero cuantos más seamos, antes terminaremos. Salimos mañana por la mañana; si quieres, te paso a buscar.

Su aspecto y su forma de hablar desprenden una confianza mucho mayor que la última vez que lo vi, cuando aún se estaba fustigando por lo de Quentin. Sin embargo, después de preguntarme eso me dirigió una mirada cautelosa, como si temiera que fuera a mandarlo a hacer gárgaras.

—Sería fantástico —contesté.

Esbocé una sonrisa y él me la devolvió. Aunque no había encontrado nada en los archivos, me dije que había sido un buen día.

Así pues, esta mañana ha pasado a buscarme en su Ford destartalado y hemos ido al hospital, donde iba a reunirse todo el mundo. Teniendo en cuenta que se trata de una operación en la que hasta hace una semana trabajaban tan solo tres chicos, Gav y Warren lo han organizado todo con una celeridad increíble. Mientras íbamos en coche me ha puesto al corriente de los detalles.

—Warren ha dividido la ciudad en varios sectores —ha explicado—. Tenemos una lista correspondiente a cada sector. Hay otra para las casas de las afueras, las granjas y todo eso. Las listas especifican a qué casas no hace falta ir, para ahorrar tiempo. Se trata de llamar a la puerta y, si abren, darles una bolsa de comida. Hoy, además, también les diremos que tienen que hervir el agua del grifo. Y hay que preguntar si alguien en la casa presenta síntomas. Si es así, o si vemos a alguien enfermo, hacemos lo posible para convencer a la persona en cuestión de que nos acompañe al hospital. Una de las enfermeras está preparando un hogar para los niños que se han quedado huérfanos, en la iglesia que hay junto al hospital; si ves a alguno en esa situación, toma nota y con un poco de suerte pronto tendremos un lugar al que llevarlos.

—¡Caray! —he exclamado.

Gav se ha reído.

—Ya lo sé —ha dicho—, parece que son muchas cosas. Sin embargo, en cuanto empecemos verás que no es tan distinto de lo que hacíamos antes. Ojalá pudiera…

—Como vuelvas a decir que ojalá pudieras hacer más —lo he cortado—, te meto. Hablo en serio.

—¡Vale, vale! —ha respondido, agachando la cabeza, aunque sé que es justo lo que estaba pensando.

Al llegar al hospital ya había un montón de gente esperando. He reconocido a Warren y a otro chico que ya estaba en el primer grupo de Gav, a una mujer a la que he visto varias veces echando una mano en el hospital, a un chico mayor que antes trabajaba de camarero en el Seaview Restaurant, a uno de los camilleros y a otros adultos que me suenan.

Gav se ha puesto muy serio. Al salir del coche los ha saludado con la cabeza, aparentemente despreocupado, pero me he dado cuenta de que se encogía de hombros, como una tortuga que combatiera el impulso de esconderse en su caparazón. Entonces se ha acercado rápidamente a Warren, que estaba sentado cerca del grupo, detrás del volante de un coche, con la puerta abierta.

—Me alegro de verte, Kaelyn —ha dicho Warren, que a continuación ha mirado a Gav.

No he sabido interpretar aquella mirada entre los dos, pero un segundo más tarde Gav se ha puesto aún más colorado que antes, aunque se ha encogido de hombros y se ha apoyado en la puerta del coche.

—¿Cuál es el plan para hoy? —ha preguntado.

Warren ha rebuscado entre un montón de papeles que se parecían mucho a los que llevaba en la mano la primera vez que lo vi.

—Hoy tenemos cuatro coches —ha anunciado—. He dividido las listas en cinco partes. Cada grupo tiene ocho paradas, excepto el grupo de las afueras, aunque estos solo tienen que visitar una casa por viaje. Patrick y Terry ya han cargado los coches como pediste, o sea, que creo que estamos listos para salir.

Le ha pasado los papeles a Gav, que les ha echado un vistazo y ha vuelto la cabeza hacia el grupo de voluntarios.

—Un día de estos —le ha dicho a Warren— te voy a hacer salir a hablar a ti; lo sabes, ¿verdad?

—Y tú sabes que a mí no me prestarían tanta atención como a ti, ¿verdad? —ha contestado Warren—. Solo tienes que hablar, están todos ansiosos por salir.

Gav ha fingido que fruncía el ceño antes de subir de dos en dos los escalones de entrada al hospital. Ha dudado un instante y a continuación ha pedido la atención de todos. Warren se ha vuelto hacia mí y me ha sonreído.

—Le gustaba más cuando éramos solo los chicos. Pero sabe cómo lograr que todo el mundo colabore. Y por mucho que diga, no creas que se está colgando medallas que no le corresponden: todo esto fue idea suya. Yo solo lo ayudo para que salga mejor, porque me lo pidió.

—¿No crees que esto sea importante? —le he preguntado.

—Soy consciente de lo importante que es —ha puntualizado—. Pero ponme ahí arriba y me quedo petrificado. Él, en cambio, lo siente, y eso es lo que hace que la gente actúe.

Los dos nos hemos vuelto hacia Gav, que gesticulaba mientras insistía en que había que explicarle a todo el mundo que el agua que sale del grifo no es potable. Los nervios que pudiera haber sentido habían desaparecido por completo. Estaba muy erguido y miraba a todos con aquella mirada tan suya, tan intensa, como si se tratara de un asunto de vida o muerte. Y eso es ni más ni menos de lo que se trata.

—Da la sensación de que sois amigos desde siempre —le he dicho a Warren.

—Pues sí —ha contestado este—. Desde segundo. La profesora se burló de él porque aún no había aprendido a nadar. Gav quiso vengarse, y a mí se me ocurrió la broma perfecta. Hemos sido socios conspiradores desde entonces.

He arqueado mucho las cejas.

—¿Qué le hicisteis? —he preguntado.

La sonrisa de Warren se ha vuelto socarrona.

—No creo que a Gav le hiciera mucha gracia que te lo contara —ha contestado, y ha inclinado la cabeza señalando a su amigo, que se acercaba ya hacia nosotros.

Las otras parejas han entrado en los coches, con los mapas y las listas en las manos. Al parecer, Gav le había cedido las llaves de su coche al camillero.

Así pues, hemos subido los tres al automóvil, ellos dos delante y yo detrás, junto a una montaña de bolsas de comida.

En cierto modo no ha estado tan mal como me temía. Mientras conducíamos y hablábamos, casi he logrado convencerme de que éramos un grupo de amigos que habían salido a dar un paseo. Además, la mayoría de las personas que me han abierto la puerta parecían sanas y aliviadas de verme, incluso cuando les he explicado el problema con el agua.

Sin embargo, también ha habido una mujer que me ha arrancado la bolsa de comida de las manos y ha cerrado de un portazo, sin darme tiempo a decir nada. Entonces he oído la voz de un niño, que hablaba y estornudaba al mismo tiempo. Y luego nos hemos topado con un hombre que no paraba de toser y que hemos tenido que trasladar al hospital.

—Lo llevo yo —he dicho, pero Gav me ha lanzado una mirada horrorizada.

—De los enfermos me encargo yo —ha respondido—. Fui yo quien decidió empezar a llevarlos al hospital y soy yo quien debe seguir haciéndolo.

—Vale —le he contestado—, pero yo ya he estado enferma; tú aún puedes contagiarte. Es de sentido común.

Gav no podía negar los hechos, así que he terminado saliéndome con la mía. Eso sí, ha insistido en ayudarme a meter al hombre en el coche. Cuando me dirigía al asiento del conductor, me ha cogido por el brazo.

—Ten cuidado —me ha advertido—: si ves un coche que no forma parte de nuestro grupo…

—Sí, ya lo sé. Tendré cuidado, gracias.

He llegado al hospital sin mayores contratiempos, así que esa no ha sido la peor parte del día. Lo peor han sido todas las direcciones a las que no hemos llamado y todas las que hemos tenido que borrar de la lista porque nadie ha contestado después de tres intentos. Al final solo hemos encontrado gente en cuarenta y tres casas. Warren ha echado un vistazo a la hoja de papel que le he entregado al terminar el reparto, plagada de equis, y se ha masajeado el puente de la nariz.

—Reharé las listas antes de la próxima salida —le ha dicho a Gav.

Este ha asentido con la cabeza, como si no le diera más importancia, pero un minuto más tarde he visto cómo sacaba una lata de judías del maletero y la arrojaba con fuerza contra el suelo. La lata ha rebotado sobre el asfalto con un sonido sordo.

«Por lo menos lo estamos intentando», he pensado, pero no lo he dicho. Estoy casi segura de que no era eso lo que quería oír. Ojalá hubiera podido decirle algo mejor.