Esta tarde ha venido a verme Gav. No sé explicar por qué, pero eso lo ha cambiado todo.
—Hola —ha dicho, apartando la cortina.
Parecía aún más cansado que antes y llevaba el pelo alborotado y despeinado, pero sus ojos conservaban la intensidad de siempre. Cuando se ha quitado la mascarilla, debajo ha aparecido aquella sonrisita casi chulesca.
Yo aún estaba deprimida y me sentía inútil, pero me he obligado a devolverle la sonrisa.
—Eh, hola —he contestado, y me he incorporado sobre la almohada—. ¿Qué haces aquí?
—Me he enterado de que estabas mejor —ha respondido Gav—. He tardado un poco en encontrar tu habitación, pero todo el mundo está tan ocupado que nadie le presta atención a un tipo desconocido que se dedica a ir de aquí para allá.
—Bueno, pero al final me has encontrado —he respondido—. Ven, pasa.
Se ha sentado en la misma butaca que había utilizado papá, pero no ha dicho nada más. Ha empezado a estudiar la habitación, aunque cada poco se volvía a mirarme, como si temiera que yo pudiera desaparecer si me perdía de vista durante demasiado rato. Se me ha ocurrido que probablemente tenía un aspecto horrible; por la mañana me había duchado, pero luego me había echado con el pelo húmedo, de modo que debía de tenerlo superencrespado. Además, las lágrimas y todo eso tampoco deben de haber ayudado mucho.
Sin embargo, entonces me he dado cuenta de lo ridículo que era preocuparme por si tenía mal aspecto, cuando la alternativa era estar muerta, de modo que he apartado esos pensamientos de mi mente.
—¿Cómo va el reparto de alimentos? —he preguntado.
Gav ha fruncido el ceño.
—Pues… la verdad es que se ha jodido el invento. No quieras oírlo.
—No, sí quiero —he insistido, aunque en realidad habría preferido oír que todo iba perfecto—. ¿Qué ha pasado?
—No lo sé —ha admitido, bajando la mirada—. Todo parecía ir viento en popa, pero entonces… uno de los chicos se puso enfermo. Kurt. Y luego Vince. Y los demás empezaron a dudar sobre la conveniencia de seguir con los repartos. Entonces Quentin empezó a hablar con algunos de ellos y supongo que no presté la atención debida. Se ve que hay un grupo de chicos mayores que lleva unas semanas rondando por la ciudad; entran por la fuerza en casas y tiendas y se lo llevan todo. Quentin decidió que quería formar parte de ese grupo. Y para lograr que lo admitieran les regaló la llave del almacén.
Durante un segundo he sido incapaz de hablar.
—¿Se han quedado con todo? —he preguntado finalmente.
—No —ha contestado Gav—. Tuvimos suerte. Warren se enteró de lo que estaba pasando, así que fuimos al almacén y los pillamos con las manos en la masa. Fue una locura, porque esos tipos tienen varias pistolas y no dudan en usarlas. Pero supongo que decidieron que ya tenían todo lo que necesitaban y optaron por no gastar balas. Puentearon la furgoneta, de modo que también la perdimos, pero por lo menos logramos recuperar la mitad de la comida que quedaba. La hemos tenido que trasladar a otro sitio, desde luego. Y ahora los únicos que nos presentamos para encargarnos del reparto somos Warren, Patrick y yo. En coche. Siento que deberíamos hacer más: constantemente vemos a personas enfermas en las casas y sospecho que en otras viven niños solos, que no tienen a nadie que los cuide, pero solo somos tres…
Se le ha apagado la voz.
—Tienes que hablar con alguien de aquí —le he dicho—. Seguro que si preguntas…
—No, ya sé cómo iría la conversación —me ha cortado Gav—. Primero me abroncarían por haberme apropiado de la comida y por haber intentado organizar la operación a solas, y luego pondrían a alguien al cargo, alguien que ignoraría todo lo que hemos hecho hasta ahora. No serviría de nada.
Entonces ha soltado un suspiro y se ha frotado la cara con las manos.
—Lo siento —ha dicho—. No sé por qué te cuento todo esto. Solo quería que supieras lo mucho que me alegro de que estés bien.
Pero al mismo tiempo yo ya había empezado a concebir esperanzas. Aunque Gav no lo crea posible, sé que se equivoca. Esta mañana he visto cómo la señora Hansen, que antes trabajaba en las oficinas de la escuela, le traía comida a la mujer con la que comparto habitación; y también he visto al señor Green, el cartero, pasar por delante de la puerta de mi cuarto, y a muchos otros voluntarios que nunca antes habían trabajado en el hospital, pero que ahora lo hacen porque quieren ayudar, lo mismo que Gav. Y a nadie le importa quién esté al cargo, siempre y cuando vaya en la dirección correcta.
Gav necesita a gente y aquí la hay: lo único que tenemos que hacer es juntarlos. Por eso, cuando se iba le he dicho:
—¿Vendrás mañana por la mañana? Me ha alegrado mucho verte.
Gav ha sonreído y ha dicho que sí, que vendrá.
Puedo hacerlo, puedo derrotar al virus. Ahora soy una superviviente y debo demostrar que me lo merezco.
Tengo que hacer que haya servido de algo.