Ayer logré sobrevivir hasta la hora de acostarme. Me sentía agarrotada y me daban escalofríos mientras hacía las cosas que tenía que hacer, pero logré calmar a Meredith y preparé la cena. Nos metimos en la cama, apagué la luz y oí que su respiración se iba calmando. Me prohibí llorar. Temía que si empezaba ya no iba a ser capaz de parar y terminaría despertándola.
Porque ¿de qué sirve llorar? Yo ya sé que estoy triste. ¿Qué necesidad hay de que lo vean los demás?
Papá no ha vuelto en toda la noche. Esta mañana, mientras desayunábamos, Drew ha anunciado que iría al hospital. Habría querido acompañarlo, pero no puedo dejar a Meredith sola y no soporto la idea de llevarla al hospital tal como está ahora.
Así pues, le he puesto La sirenita, su película favorita. Ya habíamos visto la mitad cuando ha sonado el timbre.
He supuesto que Drew o papá debían de haberse olvidado las llaves; hasta hace poco no cerrábamos nunca la puerta. Estaba tan segura de ello (y supongo que también un poco aturdida) que he abierto sin comprobar quién era.
De repente me he encontrado delante de Gav. Tenía los hombros encorvados, como si no estuviera seguro de ser bienvenido. Lo he mirado a los ojos, él me ha devuelto la mirada, ha erguido la espalda y me ha dirigido su sonrisita.
—¿No habrá interrogatorio esta vez? —ha preguntado.
—Hola —he dicho—. Es que… —he añadido, pero no he podido seguir, pues me he quedado sin palabras. Era como si todos los muros que he construido para evitar desmoronarme estuvieran interponiéndose también en mis pensamientos. Mi cerebro ha pasado a piloto automático—. Pasa —le he dicho.
Gav ha entrado y he cerrado la puerta.
—¿Te encuentras bien? —me ha preguntado.
—Sí, claro —he contestado—. ¿Qué haces por aquí?
—Te dije que pasaría un día a enseñarte unas técnicas de autodefensa. No sé si es un buen momento…
—Sí, claro —he repetido. La verdad es que no le veía el sentido, pero he pensado: «Le dije que lo haría; dejaré que me enseñe y ya está».
Gav ha mirado a su alrededor y ha dicho:
—Qué silencio hay aquí hoy.
Me he acordado de cómo durante los últimos días solo quería que mamá se callara. Me he dicho que ahora la casa estaba en silencio porque ella no está… y probablemente no volverá. Era la primera vez que permitía que ese pensamiento adquiriera forma y, antes de que me diera siquiera tiempo a detenerlo, se me ha escapado un sollozo desgarrador. Me he hundido, me he agarrado la cabeza con los brazos y he escondido la cara entre las rodillas, como si fuera a costarme menos mantener la compostura si me convertía en un ovillo y apretaba con fuerza. Pero ya la había perdido. Ha salido todo: lágrimas, mocos… No quiero ni saber los ruidos que debo de haber hecho.
Entonces he notado una presión en el brazo y al cabo de un rato me he dado cuenta de que era Gav, que me había puesto la mano encima del hombro. Era como un ancla que intentara devolverme a mi sitio. Había un suelo bajo mis pies y tenía una pared detrás de mí. Estaba en casa. No estaba sola.
Tenía la manga del jersey empapada de lágrimas. Me he secado la cara y los vaqueros, que también estaban bastante húmedos. Gav ha apartado la mano, pero he notado que seguía en cuclillas, ante mí. No quería mirarlo a la cara.
—Lo siento —he dicho—. Ayer mi padre se llevó a mi madre al hospital.
Gav ha soltado una carcajada ahogada:
—¿Y por qué lo sientes? No, quien lo siente soy yo. Debería haber imaginado que pasaba algo ¿Quién quiere aprender a hacer llaves cuando está pasando por eso?
Sin embargo, no se ha movido, ni tampoco ha dicho nada más, así que al cabo de un rato he levantado la cabeza. Me miraba fijamente, entre preocupado y nervioso, como si yo fuera un zorro al que se le hubiera quedado una pata atrapada en una trampa y pudiera morderlo si intentaba ayudarme. Recuerdo que me he dado cuenta de que tenía los ojos de un tono como verdoso, aunque inicialmente me había parecido que eran marrones. Pero a lo mejor era porque hoy llevaba una camiseta verde. Entonces ha vuelto a hablar.
—Mi madre también se ha puesto enferma. Y mi padre enfermará pronto, si no lo ha hecho ya, más que nada porque siguen durmiendo en la misma cama. Yo he estado viviendo en casa de Warren, aunque me preocupa que él pueda ponerse mal: de niño era muy enfermizo.
—Asegúrate de que lleva siempre una de esas máscaras que te di el día que trajisteis la furgoneta —le he dicho—. Y tú también. Si quieres, te puedo dar guantes. Mi padre ha estado usando ropa protectora, tanto en el hospital como mientras cuidaba de mi madre, y aún está bien.
—Sí —ha contestado Gav—, hemos estado utilizando las máscaras. Y claro que me llevaré unos guantes si tienes de sobra. Gracias. —Entonces ha bajado la mirada al suelo y ha vuelto a levantarla—. ¿Quieres que me vaya? —ha preguntado—. O…, bueno, puedo quedarme si lo prefieres.
Si se marchaba, iba a tener que regresar al salón con Meredith y fingir que todo iba bien. No estaba segura de poder hacerlo.
—En realidad —le he dicho—, creo que no me vendrá mal practicar un poco de autodefensa. Quemar un poco de adrenalina y eso, ¿no?
Y así hemos terminado montando una clase de artes marciales en el salón de casa. Le he preguntado a Gav si podía enseñarle también a Meredith. Ha contestado que por qué no. De ese modo hemos parado la película y hemos pegado la otomana a la pared.
—No es una clase profesional, ni mucho menos —nos ha avisado, aunque a mí me ha parecido que sabía muy bien lo que hacía. Supongo que cuando pones a prueba las técnicas con otras personas, descubres bastante rápido qué funciona y qué no.
Me ha enseñado cómo puedo soltarme si alguien me agarra del brazo, qué hacer si alguien me inmoviliza por la espalda y una serie de movimientos rápidos que provocan dolor suficiente en tu adversario para poder salir corriendo. La mayor parte de los movimientos estaban al alcance incluso de Meredith. De hecho, en una ocasión ha golpeado a Gav en un ojo con más fuerza de la que quería y Gav ha terminado sentado en el sofá, cubriéndose el ojo con una mano, con una mueca de dolor, mientras yo corría a la cocina a buscar un cubito de hielo envuelto en un paño.
—Ese movimiento ya lo dominas —le ha dicho a Meredith—. ¡Y ya ves que funciona!
Al principio ella se ha mostrado tímida, pero después de golpear a Gav en el ojo creo que ha decidido mostrarse amable con él para compensar. Cuando ha terminado de enseñarnos todas las llaves útiles que se le han ocurrido, Meredith hablaba con él como si fuera su nuevo mejor amigo. No ha visto a ninguno de sus amigos desde que vino a vivir con nosotros, o incluso desde que cerraron la escuela, según lo paranoico que fuera el tío Emmett. Debe de estar aburrida de tenerme solo a mí y a Drew por compañía.
Entonces me he preguntado si alguno de sus amigos seguiría con vida. Otro pensamiento horrible que añadir a una larga lista.
Pero aunque ahora parezca deprimente, la verdad es que ha estado bien. Una vez incluso me he reído. Gav se estaba poniendo los zapatos y, sin que viniera a cuento, Meredith le ha preguntado:
—¿Cómo te llamas de verdad?
—¿Cómo?
—Gav no es un nombre de verdad —ha insistido Meredith—. Es un apodo, ¿no? Como cuando mi mamá me llamaba Mere, o cuando a Kaelyn la llamo Kae. ¿Cómo te llamas tú de verdad?
—Ah, bueno —ha respondido él, intentando ganar algo de tiempo mientras se ataba los cordones—. En realidad es Gavriel.
Y entonces me he echado a reír. Él me ha dirigido una mala mirada, sonriendo para dejar claro que bromeaba.
—¡Parece el nombre de un caballero de la Mesa Redonda! —he exclamado—. No me extraña que te creas con la obligación de salvar a todo el mundo: ¡va con el personaje!
—Sí, supongo que será eso —me ha respondido.
Nos ha preguntado cómo andábamos de comida y yo le he dicho que bien, porque tenemos también todo lo que cogimos de casa del tío Emmett. No creo que
Oh, Dios, Leo, no sé qué hacer. He dejado de escribir un momento porque me picaba la pierna, pero cuando he empezado a rascarme el picor no ha desaparecido y se ha trasladado al estómago. Me he dicho que era solo que tenía la piel reseca y me he puesto un poco de la crema cara que utiliza papá para su eczema, pero no ha servido de nada. Y si
Pero no, no quiero ni pensarlo. Voy a preparar la cena, eso me distraerá y hará que me olvide del picor. Es solo que estoy nerviosa por todo lo que está pasando, nada más.