Esta tarde hacía tanto sol que hemos salido todos juntos al jardín. Por lo menos nos hemos convencido de que era por eso, aunque sospecho que el motivo principal era que desde ahí no se oye a mamá.
Papá se ha sentado en el columpio con el ordenador en el regazo, y Drew, Meredith y yo hemos empezado a pasarnos el frisbee. Entonces, en una rara muestra de benevolencia, Drew le ha dicho a papá que si no se tomaba un respiro iba a fundírsele el cerebro; le ha preguntado si le apetecía jugar un rato a pasarse la pelota de béisbol. No lo hacían desde que nos mudamos a Toronto; de hecho, creo que Drew no le había preguntado a papá si quería hacer algo con él desde que lo pilló con su novio. Así pues, papá se ha levantado y se ha puesto el guante.
Justo en ese momento ha pasado volando el helicóptero de una cadena de noticias, tan cerca que casi podía ver la cámara, observándonos. Meredith ha levantado los ojos y ha fruncido el ceño por el ruido.
—¿Qué hacen? —ha preguntado.
—Comprobar que estemos bien —he respondido.
He tenido que reprimir las ganas de dedicarles un corte de mangas. Vienen, graban sus imágenes y regresan al continente, como si estuvieran cubriendo un acontecimiento deportivo y no la vida de personas reales. Ojalá durante el vuelo de vuelta se les caigan las cámaras al estrecho.
En un intento por distraerme, y también de distraer a Meredith, he cogido una bolsa de cacahuetes pasados y hemos empezado a alimentar a un par de ardillas que se habían subido a la verja.
—¿Oyes cómo rechina esa de ahí? —le he preguntado a Meredith—. Está intentando decirle a la otra que se largue a su jardín. Pero la otra sabe que es un farol, así que seguirá colándose por debajo de la verja en cuanto esta le dé la espalda. Mira, ahí viene otra que ha oído que había comida.
He seguido hablando y hablando sobre ardillas, recitando todo lo que he oído o he deducido gracias a mis propias observaciones hasta que ha empezado a dolerme la garganta. Por lo menos Meredith parecía entretenida. Papá y Drew seguían pasándose la pelota y cada vez que la atrapaban con los guantes se oía aquel sonido sordo.
Y entonces han empezado los gritos.
Primero he imaginado que sería otra vecina, alguien de la calle. He hecho una pequeña pausa a media frase, pero he seguido hablando. Sin embargo, entonces los gritos han subido de volumen y se han empezado a distinguir palabras sueltas; papá se ha quedado helado, ha dejado caer el guante sobre el césped y ha entrado corriendo en casa.
Se me ha hecho un nudo en la garganta y Drew me ha mirado con ojos desorbitados. Meredith ha contenido el aliento. Creo que todos hemos comprendido al mismo tiempo que se trataba de mamá.
Durante un minuto hemos oído su voz, histérica:
—¡No pienso ir, no pienso ir! —gritaba.
Luego se ha hecho el silencio. Hemos esperado, aguzando el oído. Al cabo de un rato, lo que papá ha tardado en bajar las escaleras después de darle un calmante, hemos oído el rugido del motor del coche.
—¿Adónde se la lleva? —ha preguntado Meredith.
—Al hospital —ha respondido Drew—, donde los médicos seguirán sin poder hacer nada.
Entonces ha arrojado el guante contra la verja y las ardillas han salido corriendo. Meredith ha empezado a llorar. La he abrazado y la he acercado más a mí.
—No digas eso —le he pedido a Drew.
—¿Por qué no? —ha preguntado—. ¿Porque es verdad? ¿Por qué no podemos hablar de lo que sucede realmente? ¡Toda la isla se está muriendo, han pasado semanas y aún no tienen ni idea de qué pasa! ¿Cuál de nosotros será el siguiente?
Ha entrado en casa hecho una furia y los llantos de Meredith se han convertido en pequeños sollozos. La he abrazado tan fuerte como he podido mientras intentaba contener las lágrimas.
—Todo irá bien —le he dicho—. Todo irá bien.
Aunque soy incapaz de imaginar que algo pueda volver a ir bien alguna vez.