Papá ha cambiado el cerrojo de la puerta del dormitorio. Anoche le dio a mamá algo para ayudarla a dormir, pero hoy ella se ha pasado el día intentando hacer girar el pomo y llamándonos uno por uno, rogándonos que alguien le abriera y la dejara salir o, por lo menos, que entrara a hablar con ella. Meredith ha intentado abrir la puerta en una ocasión, pero por suerte papá se había llevado la llave, para evitar justamente que pudiera pasar tal cosa.
—Pero suena tan triste… —me ha dicho Meredith.
—Ya lo sé —he respondido—, pero está muy… muy enferma; lo mejor para todos, también para ella, es que se quede donde está. No queremos que salga a pasear por la calle, ¿verdad?
Eso es lo que digo, pero en realidad también me siento fatal. Es como oír a un gato o un mono arañando los barrotes de su jaula en un anuncio de una campaña contra la experimentación animal. Solo que en esta ocasión es un millón de veces peor, porque no se trata de un animal, sino de mi madre, que hasta hace dos días hablaba con nosotros como si fuera un ser humano racional.
No he vuelto a decirle nada desde ayer. No puedo. He hecho lo posible por fingir que ni siquiera la oigo. Sé que ya no es ella misma; que está ahí, pero que ya se ha ido.
A lo mejor también me asusta que pueda decir algo más sobre mí. Y eso me convierte en una hija absolutamente horrible, ¿no?
Esta tarde, Drew ha estado un rato hablando con ella, sentado al otro lado de la puerta; más tarde ha pasado por delante de mi cuarto y me he dado cuenta de que tenía los puños cerrados y pestañeaba rápidamente. Se ha largado al cabo de media hora y aún no ha vuelto.
Papá se ha quedado en casa desde que mamá se puso tan mal, pero ayer pasó la noche en el sofá. Esta mañana tan solo ha entrado a verla durante un rato. Cuando ha salido la he oído gritando, o sea, que supongo que también debe de haberle soltado alguna a él.
Luego se ha pasado el día sentado a la mesa del comedor con el portátil, leyendo varios documentos y frotándose la cara. Tiene el pelo descuidado, pues no se lo ha cortado desde el verano. Hace nada tenía un aspecto muy joven para un padre, con su pelo castaño claro que oculta las canas que pueda tener, pero últimamente tiene la piel tan pálida que parece que se esté destiñendo.
Le he preparado unas tostadas con atún aprovechando que me estaba haciendo unas para mí, pues no sé si come lo que tiene que comer. Además se nos ha terminado el pan. Me he sentado delante de él y hemos comido sin decir palabra. Apenas ha levantado los ojos del ordenador. Cuando el silencio se me ha hecho insoportable, he apartado el plato y me he obligado a decirle:
—No se va a curar, ¿verdad? Las plantas especiales, los medicamentos… no funcionan, ¿verdad?
Se me ha quedado mirando como si acabara de abofetearlo. Preferiría no haber dicho nada. Pero la pregunta me rondaba por la cabeza desde ayer, cada vez con mayor insistencia. Necesitaba una respuesta.
—No lo sabemos —ha respondido en voz baja—. En el hospital ha habido un par de personas que se han recuperado. Estamos haciendo lo que podemos.
Se me ha hecho un nudo en el estómago.
—Un par de personas —le he espetado—. ¿Ha habido no se cuántos casos y solo se han curado dos personas? ¿Y qué te hace pensar que mamá va a tener tanta suerte?
—La alternativa es rendirse —ha contestado—. Y eso no pienso hacerlo.
Aunque no lo he dicho, me pregunto si no sería más fácil rendirse. Más fácil que poner todo el alma y todas las energías en librar una batalla imposible. Porque mi padre también parece que esté medio muerto.
Sin embargo, hace un par de horas estaba con Meredith en el sofá cuando esta se ha apoyado y me ha preguntado:
—¿Se va a curar la tía Grace?
—Pues claro —le he respondido—. No hay virus capaz de tumbarla.
O sea, que ahora, además de una mala hija, también soy una mentirosa.