17 de octubre

Claro está, como mamá está enferma no vamos a poner en práctica el plan secreto de Drew para salir de la isla. Últimamente mi hermano se pasa el día encerrado en su cuarto o fuera de casa. Ahora ya no tiene que salir a escondidas: mamá no está en condiciones de controlar si entra o sale, y papá tiene toda su atención centrada en ella. No sé qué se trae Drew entre manos. Tal vez quiera asegurarse de que todo está en su sitio, por si mamá se recupera y nos podemos ir.

Sin embargo, también debe de haberse dado cuenta de que cada vez me cuesta más entretener a Meredith durante todo el día, ya que esta mañana se ha ofrecido a enseñarle un juego de ordenador por el que la niña ha mostrado interés un par de veces y del que hasta hoy Drew aseguraba que era demasiado difícil para ella.

Yo he intentado ver una de mis películas de Hitchcock, pero en cuanto ha aparecido el primer cadáver se me ha hecho un nudo en el estómago y he tenido que dejarlo. He sacado el libro de matemáticas, que me ha parecido menos peligroso, me he instalado en el comedor y he empezado a estudiar el siguiente capítulo. Llevo ya un tiempo evitando el álgebra, pero sé que si no practico un poco se me olvidarán todas las fórmulas y tendré que volvérmelas a aprender desde cero. Aunque la vida nunca vuelva a ser normal aquí en la isla, tengo que pensar que algún día volveré a ir a clase en alguna parte. De otro modo, tengo la sensación de que me estoy rindiendo.

En cuanto he empezado, me he dado cuenta de que hacer operaciones con números y resolver incógnitas resulta extrañamente reconfortante. Mientras tanto, oía la música clásica de mamá a través del techo, y las dos cosas se combinaban y adquirían un ritmo particular.

Llevaba un par de páginas cuando ha sonado el timbre. Tenía la cabeza tan llena de números que me he levantado a abrir sin pensar. Sin embargo, al coger el pomo de la puerta me he dado cuenta de que no podía abrir así, sin más.

La puerta de nuestra casa no tiene cristal, así que me he acercado a la hoja y he preguntado:

—¿Quién es?

Esperaba que fuera Nell, que traía algo para papá, o Tessa con más plantas. O cualquier otra persona, en realidad, excepto algún vecino excesivamente eufórico con ganas de charlar y estornudarme encima.

—¿Kaelyn? —ha preguntado una voz al otro lado de la puerta—. Soy Gav. Hablamos en el parque hace un par de semanas, sobre tu padre, ¿te acuerdas?

Lo primero que me ha venido a la mente ha sido el colmado, y cómo Quentin rompió el escaparate y nos amenazó a mí y a Meredith. He tenido un acceso de pánico antes incluso de poder pensar. Pero entonces me he dicho que no tenía ningún sentido que Gav quisiera saquear nuestra casa cuando seguramente tenía ya los productos de todas las tiendas de la ciudad. Además, si hubiera venido a robar no habría llamado a la puerta.

—¿Qué quieres? —le he preguntado.

—Necesito que me ayudes con una cosa —ha contestado.

—Creo que no me interesa —le he respondido. No me he dado cuenta de lo enfadada que estaba hasta que he pronunciado esas palabras. Tenía los puños apretados.

—¿Qué quieres decir? —ha preguntado Gav.

—Quiero decir que sé a qué te dedicas y que lo último que quiero es ayudarte. Que el Gobierno haya retrasado el envío de víveres no te da derecho a entrar en las tiendas y quedarte con lo que te apetezca.

Ha habido una breve pausa y entonces Gav ha contestado:

—Eso no es verdad. No sé con quién has hablado, pero…

—No he hablado con nadie —lo he cortado—. Lo vi con mis propios ojos. Y entonces uno de tus amigos amenazó con hacernos daño a mí y a mi prima de siete años porque la niña se atrevió a decirle algo.

—¿Cómo? —ha preguntado entonces, sorprendido—. Oye, Kaelyn, eso no es… No deberían haber actuado así. Y el resto te lo puedo explicar. ¿Me dejas entrar o prefieres salir tú?

En realidad él no estaba en el colmado y era posible que no supiera todo lo que había sucedido. Además, me preocupaba que Drew o Meredith pudieran oírme gritar a través de la puerta, pero es que no era nada fácil saber si Gav estaba siendo sincero sin verle la cara.

—Acércate a la ventana —le he dicho.

Cuando he llegado a la sala de estar, él ya estaba al otro lado del cristal. La luz del sol lo iluminaba por la espalda, por lo que dudo que lograra ver algo más que su propio reflejo. Estaba ahí, en el porche, con expresión seria y las manos en los bolsillos de su sudadera con capucha.

No sé por qué, pero lo recordaba más alto, aunque en realidad me saca solo unos centímetros. Pero lo más importante es que parecía perfectamente sano: no tenía la nariz roja, ni la mirada febril, ni la piel irritada de tanto rascarse. No lo había oído toser ni estornudar a través de la puerta, así que me he dicho que en lo tocante al virus no entrañaba ningún peligro. Tenía una mancha en la frente, que parecía de aceite de motor, y varias motas en el pelo leonino, que llevaba más largo que la última vez que lo había visto. Al cabo de un rato se ha vuelto los bolsillos del revés, como diciendo: «Mira, no escondo nada».

Me he acercado otra vez hasta la puerta, la he abierto y me he asomado.

—Vale, pasa —le he dicho—. Pero solo unos minutos.

Él ha sido muy educado, se ha quitado los zapatos, los ha dejado en la esterilla y ha echado un vistazo dentro de la casa para asegurarse de que no había nadie más a quien tuviera que saludar. Tenía una actitud atenta, como de gato montés, tranquila y cautelosa al mismo tiempo. Me ha gustado constatar que se comportaba con la misma precaución que yo sentía que debía adoptar ante él.

He apartado los libros de matemáticas de la mesa y nos hemos sentado.

—Bueno —ha soltado entonces—, ¿quién te amenazó?

Le he contado que había visto a los chicos con la furgoneta, que Quentin había asaltado la tienda de productos electrónicos y cómo Meredith lo había acusado de robar. Gav me ha escuchado en silencio y solo ha reaccionado cuando le he repetido las palabras de Quentin. Entonces ha tensado la mandíbula y ha colocado las manos encima de la mesa.

—Voy a hablar con Quentin —ha dicho en cuanto he terminado—. Y me aseguraré de que devuelva todo lo que se llevó. A lo mejor tendrá que buscarse otro grupo de amigos.

Hablaba con un gran aplomo, como si no fuera a costarle nada obligar a Quentin a hacer lo que él quería, como si este no le sacara varios kilos y centímetros. Me he preguntado qué debía de haber hecho exactamente Gav para convertirse en el líder del grupo.

—Bueno, pero eso no disculpa que os apropiéis de toda la comida —le he respondido—. Bastantes problemas tiene ya el hospital para intentar mantener a la gente con vida como para, encima, tener que preocuparse porque pueda morirse de hambre si el próximo envío de alimentos se retrasa. ¿Por qué deberías quedarte con todos los excedentes?

—No me los quedo —ha contestado Gav—. Solo intento ayudar. Después de lo del muelle tuve la sensación de que la gente se estaba poniendo histérica. ¿Y si se producía un ataque de pánico colectivo? ¿Y si la gente empezaba a arramblar con todo lo que podía?

—De modo que decidiste ser tú quien arramblara con todo —le he soltado.

—Bueno, más o menos —ha admitido Gav—. Pero la comida no es solo para nosotros. En aquel momento ni siquiera podíamos estar seguros de que el Gobierno fuera a enviar otro cargamento. Y hoy tampoco podemos estar seguros de que el que acaba de llegar no será el último. Los del Ayuntamiento solo reparten las provisiones entre las personas que acuden a buscarlas en persona, pero ¿y qué pasa con la gente que está demasiado asustada para salir de casa? Nosotros tenemos un plan mejor. Hemos trasladado todos los alimentos no perecederos a un almacén del puerto al que tiene acceso el padre de Vince. Día sí, día no, salimos con la furgoneta a echar un vistazo por las casas y nos aseguramos de que todo el mundo tiene comida suficiente; si alguien no tiene, le damos un poco más. Incluso pasé por aquí la semana pasada. Estuve hablando con tu madre. La idea es garantizar que todo el mundo recibe parte de la comida.

Su explicación ha sido tan distinta a la que esperaba que durante un momento no he sabido qué decir.

—¿En serio? —le he preguntado—. ¿Robasteis toda la comida del colmado para luego repartirla entre la gente?

Gav se ha encogido de hombros y ha dicho:

—Siempre que hay un desastre de este tipo pasa lo mismo: los que mandan piensan en ellos antes que en nadie más. Los militares están más preocupados por mantenerse lejos del peligro que por asegurar que la comida llega a todo el mundo. Los del Ayuntamiento pasan de todo, de modo que los demás debemos pelearnos por los restos o hacer algo positivo. En mi opinión, cuanta más gente se dedique a ayudar, más probabilidades tenemos de salir de esta.

No estoy segura de que las palabras de Gav fueran justas, sobre todo teniendo en cuenta que el Gobierno ha mantenido su parte del trato. Además, supongo que las personas que tienen algún tipo de responsabilidad en la isla están muy ocupadas con la crisis hospitalaria. En cualquier caso, lo que hace Gav no es muy distinto de lo que hicimos Tessa y yo con las medicinas.

—¿Y cómo crees que puedo ayudar? —le he preguntado.

Gav ha esbozado una sonrisita que podría haber pasado por un gesto de chulería, pero que a mí me ha parecido tan solo una señal de que se alegraba de que estuviera dispuesta a escucharlo.

—Bueno, de entre todas las personas que conozco eres la mejor situada para saber realmente lo que está pasando, gracias a tu padre —ha dicho—. Pero hoy he venido porque la última vez que estuve aquí tu madre me comentó que trabajaba en la gasolinera. Tenemos la camioneta y varios coches, y todos han empezado a quedarse sin carburante. He venido para ver si puedes convencerla de que abra la gasolinera unos minutos para que podamos repostar.

He abierto la boca, pero he vuelto a cerrarla enseguida y he tragado saliva. Si le contaba por qué mi madre no podía ir a la gasolinera, seguro que se me llenaban los ojos de lágrimas y la situación se volvía incómoda. ¿De qué habría servido eso? Además, Gav no necesitaba a mi madre: tras su último turno, había dejado la llave de la cafetería junto a la puerta principal, por si alguno de nosotros necesitaba echar gasolina en el coche y ella no estaba.

—Si quieres —ha añadido Gav al ver que no respondía—, te lo puedo enseñar todo. Así verás lo que hacemos. Son solo diez minutos a pie.

Entonces se ha oído un crujido en las escaleras y Drew ha asomado la cabeza por la puerta.

—¿Con quién hablas, Kae…? —ha empezado a decir, pero al ver a Gav ha callado en seco.

—Weber —ha dicho Gav, asintiendo con la cabeza.

—Reilly —ha respondido Drew, en tono tenso—. No sabía que fuerais amigos.

No era que en cualquier momento pudieran lanzarse uno sobre otro, directamente a la yugular, pero tampoco parecía que entre ellos hubiera muy buen rollo. Entonces me he levantado.

—Íbamos a salir —he anunciado—. Vuelvo enseguida.

Ya fuera, me he dicho que debería haber cogido una chaqueta más gruesa. El frío otoñal ya se deja sentir y mi cazadora solo me protegía en parte. Gav se ha metido las manos en los bolsillos. Parecía muy tranquilo.

—¿Tienes algún problema con Drew, o él contigo? —le he preguntado.

—No tiene nada que ver con él —ha respondido—. De hecho, me parece buen tío. Pero no me llevo muy bien con uno de sus amigos y…, en fin…

Me he preguntado si, en este caso, «no me llevo muy bien con uno de sus amigos» significaba «nos pegamos palizas regularmente». Las palabras me han salido de la boca antes de que pudiera hacer nada por contenerlas:

—He oído que tenéis una especie de club de la lucha. Con Quentin y esos…

—Sí, bueno —ha contestado Gav, pasándose la mano por el pelo—, las cosas han salido así. Algunos de los chicos limpiamos las piscinas, cortamos el césped y hacemos otros trabajitos en las casas de veraneo. Cada año había un chico de nuestra edad que venía con su familia y se dedicaba a meterse con nosotros. Yo me limitaba a ignorarlo, pero el año pasado Warren se cabreó con él y al final le pegó un puñetazo. Y el tío respondió: le rompió la nariz y le hizo saltar un diente; le pegó una paliza considerable. Para colmo, los padres del tío le descontaron parte de la paga a Warren por no haber terminado el trabajo.

—Qué mal —he respondido, con un escalofrío.

—Pues sí —ha asentido Gav—. En todo caso, me pareció que este verano uno de nosotros tenía que pararle los pies. Warren no se mostró muy entusiasta después de lo de la última vez, por lo que me dije que lo haría yo mismo. Empecé a mirar vídeos sobre técnicas de combate, por Internet; ni te imaginas lo que puedes llegar a encontrar. Le pedí a Warren que me ayudara a practicar algunos de los movimientos. Él se lo contó a un par de amigos y pronto empezamos a entrenar todos juntos. Alguien debió de comentar el tema, porque de repente chicos a los que yo ni siquiera conocía, como Quentin, empezaron a preguntarnos si podían participar. Al cabo de nada éramos diez. A lo mejor suena estúpido, pero la verdad es que quemas mucha adrenalina. Además, ¿qué hay de malo en aprender a defenderse?

—Supongo que nada —he admitido—. Si alguien me atacara, no tendría ni idea de qué hacer.

Hasta ese momento ni siquiera me había planteado que eso pudiera suceder. ¿Qué iba a hacer si estaba fuera de casa y alguien se me echaba encima en plena alucinación? ¿Y si un tío como Quentin intentaba golpearme con un tablón de madera? Me gustaría sentir que puedo defenderme, y también a Meredith, si tengo que hacerlo.

—Si quieres —ha sugerido Gav—, un día puedo pasarme por tu casa y enseñarte un par de cosas.

—Vale —he respondido—. Estaría muy bien.

Entonces me he dado cuenta de que no había terminado la historia.

—¿Al final le diste su merecido al turista ese? —le he preguntado.

—Pues no. Se ve que este año se ha quedado en casa.

A medida que nos acercábamos al muelle, el viento era cada vez más frío y húmedo, y olía vagamente a pescado. Gav ha señalado una hilera de almacenes que había ante nosotros y que se utilizaban para guardar los aparejos de pesca durante el invierno. Aunque los edificios han conocido mejores épocas, seguramente tiene razón cuando dice que la comida está más segura allí que en la tienda. Por mucho que la pintura esté desconchada, y los tablones de madera, agrietados, los almacenes tienen solo unas cuantas ventanitas y unas puertas grandes y robustas.

La furgoneta que había visto en el colmado estaba aparcada en la parte de atrás de uno de los almacenes. Dentro de la cabina había una figura con el pelo negro y la cabeza inclinada encima de una libreta.

—¡Eh, Warren! —ha exclamado Gav; cuando el otro ha levantado la cabeza, me ha señalado con el pulgar—. Te presento a Kaelyn.

Warren ha salido de la furgoneta, se ha colocado la libreta debajo del brazo y me ha dado la mano, como si fuera una reunión de trabajo. Warren es más alto que Gav y también más ancho de espaldas, aunque tiene más aspecto de panda que de oso pardo. También su voz es delicada.

—Me alegro de conocerte —ha dicho.

—¿Estás trabajando en el horario? —le ha preguntado Gav, que a continuación se ha vuelto hacia mí—. Tenemos previsto hacer otra ronda esta tarde.

Warren ha asentido con la cabeza. Al inclinarse para enseñarnos la libreta, el pelo del flequillo le ha cubierto los ojos. En las hojas de cuadros había una tabla dibujada, dividida por días y direcciones, con recuadros marcados y unas notitas escritas con una caligrafía diminuta en las que podía leerse «4 de sopa», «1 de guisantes» o «esperar 1 semana».

—He tachado todos los lugares en los que no hemos obtenido respuesta las tres últimas veces —ha explicado Warren—. Eso nos permitirá ahorrarnos algo de tiempo.

—Caray —he dicho, mirando a Gav—. Estáis realmente organizados.

Parecía que estaban mucho mejor informados de quién seguía ahí y de quién necesitaba ayuda que yo con mi lista de teléfonos oficial.

—Es cosa de Warren —ha respondido Gav, que ha vuelto a esbozar la sonrisita de antes—. Yo soy el tipo de las ideas, pero el verdadero cerebro es él.

—Oye, que para tener ideas también hace falta cerebro —ha protestado Warren, enarcando las cejas, aunque se ha puesto colorado por el cumplido.

De repente, bajo el sol y en compañía de aquellos dos chicos, apoyados en la furgoneta, he tenido la sensación de que todo iba a salir bien: si el Gobierno decidía dejar de apoyarnos, saldríamos adelante sin su ayuda. Cuidaríamos unos de otros y sobreviviríamos a la epidemia, aunque nuestros héroes fueran un puñado de adolescentes que pasaban su tiempo libre buscando nuevas formas de dejarse nocaut.

—Vale —he dicho entonces—, vamos a buscar gasolina. ¿Podéis llevar la furgoneta y el resto de los vehículos a la gasolinera dentro de…, pongamos, una hora?

Los surtidores funcionaban, tal como mamá había predicho. Warren ha traído la furgoneta, y Gav y un par de amigos más han traído sus coches. Los he observado a través de las ventanas de la cafetería mientras repostaban. Cuando Gav ha venido a darme las gracias, le he pedido que se llevara algunas de las mascarillas sobrantes.

Entonces han ido a llevar comida a los necesitados. Por mi parte, me he marchado a casa.

Al llegar, he apartado la cama plegable de Meredith, la he llamado a mi cuarto y he puesto música de baile que hace siglos que no escucho. Porque si no celebramos las cosas que van bien, ¿qué sentido tiene resistir?