Hoy se suponía que teníamos que celebrar la cena de Acción de Gracias. Mamá nos ha sorprendido con un pavo que empezó a descongelar en secreto ayer. Debió de comprarlo antes de que la banda de Gav saqueara el colmado.
—Debemos dar las gracias por muchas cosas —ha comentado—. Los cinco estamos sanos y vuestro padre está haciendo progresos con la vacuna.
Sinceramente, creo que tenemos muchos más motivos para quejarnos que para alegrarnos, pero ha sido un alivio verla sonreír. Por ese motivo, le he dicho que la ayudaría a cocinar y Meredith también se ha ofrecido a echar una mano. Drew se ha excusado diciendo que tenía que hacer no se qué con el ordenador, pero al cabo de unos minutos he visto como se escabullía por la puerta trasera.
Nos hemos puesto a preparar la cena después de comer, aunque papá ha anunciado que no volvería a casa antes de las seis. Mamá ha empezado a preparar el pavo junto al horno, mientras yo pelaba patatas en el fregadero y Meredith ponía la mesa.
Le estaba diciendo que cogiera la cubertería normal, pues en casa no tenemos cubertería de fiesta, cuando de pronto mamá se ha quedado inmóvil.
Antes de que yo tuviera tiempo de preguntarle qué pasaba, ha salido de la cocina. El pavo estaba encima de la tabla de cortar, con la mitad del relleno en un cuenco. He supuesto que tenía que ir al baño, pero, cuando he terminado de cortar las patatas y de lavarme las manos para deshacerme de esa sensación pegajosa que dejan, aún no había vuelto. Meredith, que ya había terminado de poner la mesa, me ha preguntado qué más podía hacer.
—¿Por qué no descansas un rato? —le he preguntado—. Juega un poco con la Nintendo, si quieres.
No he encontrado a mamá en la planta baja; el baño estaba vacío. La puerta de su dormitorio estaba cerrada. He llamado.
—No entres —ha soltado inmediatamente.
—¿Qué pasa? —le he preguntado—. ¿Necesitas algo?
—No —ha respondido—. No me encuentro muy bien. Necesito estar un momento sola, ¿vale?
No ha estornudado ni ha tosido, pero de pronto he comprendido lo que pasaba: mamá tenía miedo de haber pillado el virus. Me he quedado petrificada.
Mamá debe de haber notado que seguía ahí.
—No te preocupes, cariño —ha añadido con voz firme—. Ve abajo. Estoy segura de que tú y Meredith podéis terminar de preparar la cena. Yo voy a descansar un rato.
He dado media vuelta y he empezado a bajar las escaleras. El corazón me latía tan fuerte que no oía nada más. «Tengo que avisar a papá», he pensado. No podía sacármelo de la cabeza: «Avisa a papá, avisa a papá». Él sabría qué hacer.
Si se lo hubiera contado a Meredith, solo habría conseguido asustarla, así que le he dicho que iba a salir un rato y que siguiera jugando. No iba a tardar más de media hora, me he dicho. Solo tenía que ir al hospital, encontrar a papá y volver. He cogido las llaves del gancho y he subido al coche.
De camino al hospital, los latidos de mi corazón perseguían mis pensamientos por toda mi cabeza. Mamá no podía estar enferma, no tenía ningún síntoma. Solo estaba nerviosa y prefería pecar de exceso de cautela. Papá se daría cuenta enseguida. Le diría que no le pasaba nada, que se calmara, y podríamos celebrar una cena de Acción de Gracias normal. Pero entonces me he acordado de cómo se había quedado helada y había salido de la cocina sin decir nada. El pulso se me ha acelerado aún más y he tenido que repetirme toda la historia.
Ahora que lo pienso, es un milagro que no haya estampado el coche contra un poste de teléfono o una boca de riego. En cualquier caso, he logrado llegar entera al hospital. El aparcamiento estaba hasta los topes. He dado dos vueltas por entre los coches, buscando un sitio donde estacionar. Nunca había visto el aparcamiento ni siquiera medio lleno. Algunos de los coches estaban cubiertos por una fina capa de polvo, como si llevaran un mes ahí aparcados.
A lo mejor sí que llevaban un mes. Quizá sus propietarios acudieron al hospital en busca de ayuda y ya no han vuelto a salir.
He tenido que aparcar a una manzana de distancia y he llegado corriendo a las puertas del hospital.
No había vuelto a entrar allí desde que, durante nuestra visita el año pasado, estuve unos días ingresada por culpa de un acceso de fiebre. Generalmente hay una enfermera o un celador en el mostrador de recepción y una madre o un padre con un niño llorando, o algún anciano de la isla que ha acudido a hacerse un chequeo. No suele haber más que un puñado de gente, por lo que el hospital suele ser un lugar silencioso en el que reina un ambiente casi tranquilo, esterilizado y con luz artificial.
Pero hoy era una locura.
La recepción estaba tan llena que ni siquiera se veía el mostrador, oculto tras una marea humana que se movía de aquí para allá. Los gritos resonaban en las paredes. No había dado ni dos pasos cuando la señora Stanfeld, la profesora del cuarto curso, ha entrado en el hospital arrastrando a una niña que brincaba y charlaba sin parar a pesar de los estornudos. Han pasado junto a mí sin detenerse.
—¡Mi hija necesita ayuda! —ha gritado la señora Stanfeld.
—¡Todos necesitamos ayuda! —le ha contestado alguien—. ¡Espera a que te toque!
Otra persona ha empezado a sollozar. A mi alrededor, todo el mundo estaba tosiendo, estornudando y rascándose por encima de la ropa, intentando aliviar un picor persistente. En el ambiente flotaba aún un leve aroma a desinfectante, aunque hoy se mezclaba con un olor a sudor y a algo agrio que me ha revuelto las tripas.
Había salido de casa de forma tan precipitada que me había olvidado de coger la mascarilla; me he sentido como si fuera desnuda, pero no tenía ningún sentido volver a casa y tener que empezar de nuevo. Así pues, me he cubierto la boca y la nariz con la manga y me he adentrado en el vestíbulo.
Una enfermera con mascarilla, ataviada con una especie de bata de plástico como un impermeable fino y unos largos guantes de plástico, estaba sacándole una muestra de sangre a una anciana que no podía parar de rascarse la barbilla. Detrás de la enfermera había un carrito lleno de muestras con etiquetas, probablemente para comprobar quién había contraído de verdad el virus. «Pero si lo tienen todos», he pensado. Durante un segundo he sido incapaz de respirar; tenía la sensación de que el virus estaba por todas partes, que formaba nubes a mi alrededor.
No he visto a papá por ninguna parte, y desde luego la enfermera estaba demasiado ocupada como para ayudarme. Así pues, me he cubierto la cara con el brazo, aún más fuerte, y me he abierto paso por entre la multitud hasta el pasillo del fondo del vestíbulo.
Otra enfermera ha pasado corriendo a mi lado y ha entrado en una de las salas de reconocimiento, donde he visto a seis pacientes apelotonados en camas y un par de esterillas en el suelo.
—¡Ya vienen, ya vienen! —ha empezado a susurrar uno de ellos con voz ronca.
—No viene nadie —ha contestado la enfermera, que le ha inyectado algo en el brazo.
Al hombre se le han puesto los ojos vidriosos y la enfermera se lo ha quedado mirando un segundo; he tenido la sensación de que hacía un esfuerzo por contener las lágrimas.
—Disculpe… —le he dicho cuando ha salido de la sala, pero no he podido añadir nada más.
—Vuelve a la recepción —me ha soltado—. Que te saquen una muestra de sangre y entonces podremos ingresarte.
Ha entrado en la siguiente sala sin darme tiempo a explicarme.
A lo mejor papá estaba en el primer piso, pero había un montón de gente agolpada delante del ascensor y yo no sabía dónde estaban las escaleras. En ese momento ha pasado junto a mí un ordenanza seguido por un grupo de personas de aspecto febril, que tosían sin parar.
—¿Dónde van los nuevos? —le ha preguntado a una enfermera con voz angustiada.
No he oído la respuesta.
En un pasillo adyacente había varias esterillas en el suelo, algunas ocupadas, otras libres. El ordenanza ha hecho un gesto señalando las libres.
—¿Cómo? —ha exclamado una mujer—. ¿Pretenden dejarnos en el pasillo? Pero ¿dónde están los médicos? ¡Necesitamos tratamiento!
He decidido encaminarme en dirección contraria, a ver si encontraba las escaleras, pero he ido a parar a un corto pasillo sin salida, atestado de pacientes. En una de las salas próximas alguien ha empezado a gritar.
He apoyado la espalda en la pared y me he dejado caer hasta el suelo, cubriéndome la boca con el brazo e intentando respirar a través de la tela. «Solo necesito un momento —me he dicho—. Apenas un par de minutos, hasta que me haya calmado un poco». Pero he tenido la sensación de que con cada bocanada de aire temblaba más, no menos.
No estoy segura de cuánto tiempo he pasado allí. He oído un barullo de voces, ha pasado un grupo de gente y entonces me he dado cuenta de que alguien se había parado delante de mí.
—¿Kaelyn? —ha preguntado una voz de mujer.
Era Nell, la amiga de papá. Por su aspecto, parecía que hubiera pasado la noche en vela. Llevaba el moño deshecho y tenía varias manchas marrones y amarillas en la bata de plástico, que llevaba encima de la bata de laboratorio. Su sonrisa era apenas una raya, pero algo era algo. Me he levantado.
—Tengo que encontrar a papá —he dicho—. Mi madre cree que lo ha pillado. Tiene que venir a casa.
Aquella vaga sonrisa ha desaparecido de su cara.
—Ay, Kaelyn —ha respondido—, no sabría decirte dónde está. Se pasa el día yendo y viniendo del hospital al centro de investigación.
Debe de haberme visto muy desvalida, pues a continuación me ha acariciado el brazo con su mano enguantada.
—¿Está muy mal? —ha preguntado.
He negado con la cabeza.
—Ni siquiera sé si está realmente enferma —he contestado.
—De acuerdo —ha dicho Nell—. Pues no la traigas aquí. Es mejor que se quede en casa y que esté cómoda. Te daré varios medicamentos que hemos descubierto que ayudan a aliviar los síntomas. Espera, no te muevas de aquí.
Se ha vuelto a cubrir la cara con la mascarilla y se ha marchado corriendo. Ha regresado al cabo de unos minutos con varias cajas de medicamentos de muestra y una mascarilla para mí. Ha sido un alivio poder ponérmela.
—Siento no poder darte más, pero volvemos a andar justos de reservas —se ha disculpado—. Que se tome una de cada y se sentirá un poco mejor. Y ahora márchate de aquí, ¿de acuerdo? En cuanto vea a tu padre se lo cuento.
—Gracias —he dicho.
La verdad es que salir del hospital con un puñado de pastillas en lugar de hacerlo con mi padre no me ha parecido un cambio demasiado bueno, pero Nell no tiene la culpa.
Me ha acompañado hasta la puerta, aunque debía de tener mil cosas más importantes que hacer.
—¿Hay alguien que mejore? —se me ha ocurrido preguntarle antes de marcharme.
Ha apretado los dientes y ha apartado la mirada.
—Tenemos varios casos que prometen.
Varios casos. ¿Cuántas personas han muerto ya?
Cuando he llegado a casa, Meredith seguía dándole al mando de la consola. He subido al primer piso y me he parado delante de la puerta del cuarto de mamá, pero no la he oído toser ni estornudar. O sea, que a lo mejor no le pasa nada. Me he duchado, me he cambiado de ropa y he metido la muda que llevaba en la lavadora. Entonces he bajado a la cocina para ver qué podía hacer con la comida. Drew me ha encontrado allí.
—¿Dónde te habías metido? —me ha preguntado en cuanto he entrado—. Quería hablar contigo, pero mamá me ha dicho que no tenía ni idea de dónde estabas; Meredith solo sabía que habías salido. ¡No puedes largarte así, sin decirle nada a nadie!
Lo que me faltaba, como si no tuviera ya los nervios lo bastante destrozados. ¿En serio se creía con derecho a echarme la bronca por eso?
—¿Qué me estás contando? —le he soltado—. ¡Pero si tú te largas cada dos por tres!
—Tengo un buen motivo —ha contestado Drew—. Además, yo nunca… —ha empezado a decir, pero ha dejado la frase colgada y ha meneado la cabeza—. Mira, no quiero discutir ahora. Has vuelto y eso es lo importante. Será mejor que empecemos a prepararnos.
—¿Prepararnos? —he preguntado—. ¿Para qué?
—He encontrado una forma de salir.
Su respuesta me ha cogido tan desprevenida que me he quedado mirándolo y, finalmente, he dicho:
—¿Salir de dónde?
—De la isla, ¿de dónde va a ser? —ha contestado Drew, bajando la voz—. He logrado averiguar cosas. Si no nos hubiéramos quedado sin Internet, habría urdido un plan mucho antes. Sé que papá no querrá marcharse, pero estoy seguro de que, si logramos convencerla de que así podrá protegernos a nosotros y a Meredith, mamá nos acompañará. Aún estamos todos sanos, así que no veo qué impedimento… ¿Qué pasa, Kae?
Me he secado los ojos antes de que pudieran brotar más lágrimas.
—Mamá cree que está enferma —le he dicho—. Por eso he salido. He ido al hospital, para ver si encontraba a papá.
—¿Que está enferma? —ha preguntado Drew—. Pues cuando he hablado con ella no me lo ha parecido… Ha dicho que solo quería echar una siesta.
—No sé. A mí me ha parecido que estaba preocupada. No ha querido abrir la puerta para hablar contigo, ¿a que no? Supongo que papá le hará un análisis de sangre o algo, para estar seguros. Cuando llegue, claro.
Drew ha fruncido el ceño.
—No puede estar enferma —ha dicho; por la voz que ha puesto, parecía que hablaba más consigo mismo que conmigo—. ¡Pero si no sale casi nunca de casa! ¿Cómo quieres que haya cogido el virus? Está nerviosa, como todos. Papá le dirá que está bien y entonces hablaremos sobre si nos marchamos, ¿vale?
—Vale.
Debería haberme sentido aliviada de que pensara lo mismo que yo: que mamá no está enferma, solo nerviosa. Pero mamá no es una persona que se deje amedrentar por las preocupaciones. Además, aún no sabemos con certeza de qué formas se contagia el virus. Todos hemos estado fuera de casa. Podría haberlo traído cualquiera.