12 de octubre

No puedo dejar de pensar en lo que ha pasado hoy. A lo mejor escribiéndolo logro quitármelo de la cabeza.

Tessa ha llamado esta tarde para anunciar que algunas de las semillas de papá habían germinado y me ha preguntado qué me parecía si traía un par de plantas y luego íbamos a echar un vistazo a otras casas de verano. Le he dicho que vale. Después del episodio con Quentin del otro día, cada vez me cuesta más sentirme culpable por coger los medicamentos de gente rica que ni siquiera vive aquí y llevarlos al hospital. Por lo menos nosotros robamos para ayudar a los demás.

Las plantas que ha traído son apenas unas pequeñas matitas con cuatro hojas, pero es un inicio prometedor. Las hemos dejado en el porche de casa y nos hemos ido.

Resultaba relajante pasearse por todas esas casitas, con sus cortinas vaporosas y sus relucientes electrodomésticos, todo tan limpio y ordenado. Las casas desprendían una sensación de seguridad, como si allí nunca hubiera enfermado nadie.

La tercera casa en la que hemos entrado tenía una antena parabólica instalada en el jardín. En cuanto la he visto, ha dejado de importarme si encontrábamos más o menos medicamentos; tan solo esperaba poder conectarme a Internet, escribirle de una vez a Mackenzie y preguntarle cómo están las cosas en Los Ángeles. Debe de extrañarle que lleve tanto tiempo sin escribirle.

Tal vez si no hubiera estado tan concentrada en eso me habría dado cuenta enseguida de que en la casa pasaba algo raro. Había un montón de platos en la encimera y se habían dejado un jersey colgado en la barandilla de la escalera, pero me he dicho que tal vez los dueños no eran tan ordenados como los del resto de las casas.

Tessa ha empezado a examinar el lavabo de la planta baja y yo he subido corriendo al primer piso. He abierto una puerta y he encontrado el dormitorio principal, que medía más o menos lo mismo que todo el primer piso de nuestra casa; en el dormitorio había una enorme pantalla plana de televisión, pero no he visto ningún ordenador. Había un pañuelo arrugado en el suelo. Eso, por lo menos, debería haberme puesto en alerta; en aquel momento debería haber ido a buscar a Tessa y tendríamos que habernos largado de ahí.

Pero no lo he hecho, he abierto la puerta contigua.

Lo primero que he visto ha sido la sangre.

Había formado un reguero en la moqueta, desde el lugar en el que yacía la mujer y casi hasta llegar al pasillo. Estaba acurrucada en el suelo, al pie de la cama, hacia donde estaba yo. Tenía los ojos cerrados, pero la boca le había quedado abierta, como si hubiera muerto esbozando un rictus de dolor. Entre los brazos sujetaba a un niño pequeño, cuyos ojos abiertos miraban al vacío; la cara, pálida y azulada. Tenía el pijama empapado de rojo. Parecía como si la mujer se hubiera cortado las venas desde la muñeca hasta el codo y hubiera abrazado al pequeño mientras se desangraba.

No podía haber sucedido hacía mucho tiempo, ni siquiera habían empezado a oler mal.

He dado media vuelta y me he puesto a vomitar encima del parqué. Me han fallado las rodillas y me he quedado allí, en cuclillas, durante uno o dos minutos, jadeando. Entonces, no sé muy bien cómo, he logrado llegar a lo alto de las escaleras. Tessa ya estaba ahí. Seguramente me había oído.

—¿Te encuentras bien? —ha preguntado.

He parpadeado varias veces para impedir que afloraran las lágrimas. Me ardía la garganta. Tessa se me ha quedado mirando, luego ha vuelto los ojos hacia el pasillo y ha hecho un gesto como si quisiera ir a echar un vistazo, pero yo la he cogido por el brazo. No sé si he logrado decir algo inteligible, solo me acuerdo de que he empezado a negar con la cabeza.

Pero Tessa ha ido de todos modos. Entonces ha vuelto, se ha sentado a mi lado, pegada a mí, y ha esperado hasta que he logrado recuperar la entereza.

—Vámonos —ha dicho.

Yo creía que se refería a que nos fuéramos a casa, pero cuando llevábamos un minuto en el coche me he dado cuenta de que se dirigía hacia la siguiente casa de verano.

—¿Me puedes llevar a mi casa? —le he preguntado.

No me acuerdo de qué ha contestado, pero lo ha hecho. Al llegar le he dado las gracias y he salido del coche. He subido a mi cuarto, me he metido en la cama y me he cubierto con las mantas, rezando para que Meredith no entrara y me preguntara cómo estaba.

Me he repetido una y otra vez que lo que ha pasado es obvio: el niño se ha puesto enfermo y ha muerto, y la madre se ha quitado la vida por la pena. Pero si el niño estaba enfermo, ¿por qué no lo llevó al hospital?

¿Y si la que enfermó fue ella, sin nadie cerca que le dijera que fuera a ver a un médico, nadie que se diera cuenta de que se estaba volviendo loca? Es posible que sucediera así; habría empezado a tener alucinaciones, a imaginar que alguien le quería hacer daño, el niño se habría puesto a llorar y a hacer ruido, ella lo habría golpeado o lo habría agarrado por el cuello y

Sin embargo, ¿qué más da lo que sucediera? No me importa por qué lo hizo, yo solo deseo que esto se termine de una vez. Quiero que las tiendas vuelvan a abrir, que podamos volver a hablar unos con otros sin necesidad de llevar mascarillas y que no se muera nadie más.