9 de octubre

Esta mañana, al abrir los ojos, me han entrado ganas de quedarme en la cama hasta que volviera a ponerse el sol. A lo mejor debería haberlo hecho; seguramente habría tenido un día mejor.

Pero me he levantado. Me he visto otra vez quince horas delante del televisor, tragándome informativos deprimentes, y leyendo más y más páginas de libros de instituto que es posible que no vuelva a abrir nunca más. Entonces he visto a Meredith acurrucada en la cama plegable que hemos montado junto a la mía, llorando en silencio, con las mejillas surcadas de lágrimas.

¿Cómo puedo quejarme de mi vida, cuando la suya es muchísimo peor? En el fondo tengo suerte.

Me he sentado a su lado y la he abrazado, y cuando ha dejado de llorar he bajado a la cocina y he preparado el desayuno para las dos. Meredith ha estado todo el rato muy seria. De vez en cuando le temblaba el labio inferior y a mí me daba miedo que fuera a echarse a llorar otra vez.

No quiero que esté triste, me gustaría poder hacer algo para que se sienta mejor, pero incluso a mí se me parte el corazón cada vez que pienso en el tío Emmett. Lo único que se me ha ocurrido es intentar hacerle pensar en otra cosa, algo más divertido.

—¿Quieres que salgamos un rato? —le he preguntado—. Vamos a dar una vuelta, anda.

Entonces he pensado que podíamos pasar por el colmado y comprarnos algo. La mayoría de las tiendas están cerradas desde que empezó la cuarentena, pero el colmado seguía abierto la última vez que pasé por allí. Además, como está a tan solo un par de manzanas de casa, me ha parecido que no pasaba nada si íbamos andando y hacíamos un poco de ejercicio. Me he asegurado de que Meredith llevaba la mascarilla bien colocada y nos hemos ido.

—¿Dónde está todo el mundo? —ha preguntado Meredith al cabo de un minuto. Las calles estaban tan desiertas que casi podíamos oír el eco de nuestros pasos.

—Metidos en sus casas —le he dicho—. Como tú y yo la mayor parte del tiempo. Quieren estar seguros, lejos de cualquier persona que pueda estar enferma.

Al doblar la esquina de Main Street se ha animado un poco.

—Mira —ha anunciado, señalando al lado opuesto de la calle—, ¡no estamos solas!

Había una camioneta de reparto aparcada delante del colmado y he visto a un par de tipos apostados delante del portón trasero. La puerta de la tienda se mantenía abierta con una piedra.

Me ha dado un subidón al pensar que a lo mejor había llegado un ferry con más comida, medicamentos y los recambios necesarios para restablecer las comunicaciones, y que tal vez no nos habíamos enterado. Pero pronto se me ha pasado. Aquello no tenía ningún sentido. ¿Por qué motivo habría decidido el Gobierno cambiar de pronto los helicópteros por barcos? Y aunque ese fuera el caso, ¿por qué habrían encargado la tarea de repartir la comida a unos adolescentes que ni siquiera llevaban mascarillas? He parado en seco y le he cogido la mano a Meredith.

En ese preciso instante, otro grupo de chicos y una chica han salido del colmado. Llevaban cajas de comida y ella arrastraba un enorme paquete de agua embotellada. Han empezado a cargarlo todo en la camioneta y me he dado cuenta de que me resultaban familiares. A uno de ellos lo conocía, sin lugar a dudas: era Quentin.

Me he fijado en los demás. Gav no estaba ahí, pero he reconocido a varios miembros de su grupito. Así pues, ¿él y sus amigos han decidido que lo mejor que pueden hacer es acaparar toda la comida que queda en la isla? ¡No me lo puedo creer! Primero se queja de que el Gobierno no nos ayuda lo suficiente y luego va y hace algo diez veces más egoísta.

—¿Qué hacen? —ha susurrado Meredith.

—Están cogiendo comida —he contestado, y he empezado a tirarle del brazo—. Aunque dudo que quieran compartirla. Vámonos a casa, creo que aún nos queda algo de helado.

Pero Meredith me ha agarrado la mano con más fuerza.

—¡Están robando! —ha exclamado.

Entonces Quentin se ha vuelto hacia donde estábamos nosotras. Me he quedado helada y me he dicho que, con un poco de suerte, si no nos movíamos, el toldo de la pescadería de Keith impediría que nos viera. Ha parecido dar resultado. Quentin se ha acercado tranquilamente hacia donde estábamos, aunque no nos miraba. Estaba muy concentrado estudiando los escaparates. Se ha detenido delante de Maritime Electronics y se ha dado unos golpecitos en el muslo con el tablón que llevaba en la mano.

—¡Oye, Vince! —ha gritado—. No hay ningún motivo para no pasarlo bien, ¿no crees? ¡Podríamos tener las mejores cadenas de música de toda la isla!

Pero el chico llamado Vince le ha dirigido una mirada escéptica.

—No sé —ha contestado, al tiempo que volvía la cabeza hacia el colmado—. Gav ha dicho que nos limitásemos a coger comida y creo que le voy a hacer caso.

—¡Gallina! —le ha espetado Quentin, que ha levantado el tablón y lo ha descargado contra el escaparate de la tienda.

Si hubiéramos estado en Toronto no habría pasado nada. La tienda habría tenido cristales reforzados, o por lo menos una reja de barrotes. Pero ya sabes cómo son las tiendas de por aquí: la mayoría de ellas las construyeron antes de que nacieran nuestros abuelos y aún tienen el mismo cristal. Simplemente, la gente no se dedica a asaltar los comercios. Por lo menos hasta ahora.

El escaparate ha quedado hecho añicos. Meredith y yo hemos dado un respingo. Por suerte, Quentin estaba tan ensimismado estudiando la mercancía que no nos habría visto aunque hubiéramos estado bailando claqué. Yo esperaba que se metiera de una vez en la tienda para salir pitando, pero entonces Meredith se ha soltado y se ha dirigido hacia él con paso decidido.

—¡No puedes hacer eso! —ha gritado, con una rabia excesiva para una niña de siete años—. ¡Lo que hay ahí dentro no es tuyo! ¡No lo toques!

Ya sabía que está triste, pero no me había dado cuenta de que también está cabreada.

He logrado alcanzarla, pero Quentin ya se había vuelto hacia nosotras. Durante un momento se ha mostrado inseguro, pero entonces nos ha dirigido una sonrisa burlona. Casi he visto cómo se le ponían los pelos de punta, como les pasa a los hurones cuando se asustan.

—¿Tenéis algún problema? —ha preguntado, blandiendo el tabón de madera—. ¿Queréis que hablemos del tema?

—No —he contestado. He agarrado a Meredith por el brazo y he empezado a retroceder—. Haced lo que os dé la gana.

—Muy bien —ha dicho Quentin—. Porque de otro modo tal vez habría tenido que romper unas cuantas cosas más.

—Pero, Kaelyn… —ha empezado a decir Meredith, y yo le he estrujado el brazo tan fuerte que debe de haberle dolido.

He tenido que llevármela a rastras hasta la esquina, y luego a lo largo de media manzana más, antes de que empezara a caminar lo bastante rápido como para no quedarse atrás.

—Si te encuentras con alguien más grande y más fuerte que tú, y ese alguien te mira mal —la he advertido—, lárgate tan rápido como puedas. ¿Estamos?

Todos los animales conocen esa ley de la supervivencia. Tenemos que empezar a pensar así, concentrarnos en sobrevivir.

—Pero no está bien que roben —ha contestado Meredith—. No impedírselo está mal.

—Si quedan policías en la isla, ya se encargarán ellos —le he dicho—. Habría estado mucho peor que te hubieran hecho daño por querer hacer el trabajo de la policía.

—¿Estaban enfermos? —ha preguntado al cabo de unos minutos, cuando estábamos a punto de llegar a casa—. ¿Se comportaban tan mal por ese motivo?

No he sabido qué decirle. He ido a clase con Quentin durante todos los años que hemos vivido en la isla y, aunque siempre fue un poco capullo, nunca me pareció peligroso. ¿Te acuerdas de cuando íbamos a quinto, Leo, y le dije que como siguiera burlándose de ti porque bailabas iba a pegarle una paliza? ¿Recuerdas cómo se asustó y fue corriendo a contárselo a la maestra? Se me hace muy difícil creer que ese fuera el mismo chico al que hemos visto hoy.

—No solo tenemos que protegernos de la gente enferma —le he dicho a Meredith—. Mientras estés con mi mamá, mi papá, con Drew o conmigo estarás segura. No te fíes de nadie más.

Ojalá pudiera haberle echado la culpa al virus. O, mejor aún, ojalá el virus no nos hubiera puesto en una posición en la que tengo que explicarle todas estas cosas a Meredith.