27 de septiembre

Durante los últimos días he llamado a casi todos los teléfonos de la lista. Ayer, tras mi pequeño ataque de pánico, me dije que había llegado el momento de tomarme un respiro y decidí preparar unas galletitas con mamá y con Drew.

Gastamos toda la harina que nos quedaba, pero a mamá no pareció importarle. A última hora de la tarde, en toda la casa flotaba un olor dulzón de repostería, como si fuera una panadería. No sé hasta qué punto el pan, los bollos y las galletas van a ayudar a los pacientes, pero supongo que si logramos distraerlos y hacerlos sonreír aunque solo sea durante un minuto habrá valido la pena.

Papá se mostró impresionado, aunque imagino que su entusiasmo habrá disminuido un poco después de haber tenido que cargar con las bolsas de dulces hasta el hospital. Pero la culpa es suya: no haber insistido tanto en dejar el coche en casa por si surgía una emergencia.

Esta mañana he hecho unas cuantas llamadas: enfermo, cabreado, cabreado, muy enfermo y sin respuesta. De pronto me he dado cuenta de que no podía estar ni un momento más encerrada en mi cuarto, de modo que he bajado a la planta baja. He encontrado a mamá de pie ante la ventana de la sala de estar, contemplando la calle.

No había nadie más. Mi madre tenía los ojos fijos en el exterior, como suelen hacer los animales del zoo, que recuerdan la época en que tenían el mundo a su disposición, sin jaulas de por medio. He notado una punzada en el corazón.

—Vayamos al parque —he propuesto—. A los hurones les vendrá bien dar un paseo.

Esperaba que se resistiera, pero ha sonreído.

—Muy buena idea —ha dicho—. De vez en cuando tenemos que concedernos un momento y dejar de estar asustados. No puede ser bueno pasar todo el día aquí encerrados. Pregúntale a Drew si nos quiere acompañar, yo telefonearé a tu tío.

He llamado a la puerta de Drew y al no obtener respuesta he asomado la cabeza. Su ordenador, su cama revuelta y sus pósteres de películas de ciencia ficción estaban ahí, pero él no. Casi a diario, Drew sale a escondidas de casa y pasa una o dos horas fuera. ¿Adónde irá? ¿Quedará con sus amigos, tan solo para demostrar que el virus no le va a arruinar la vida? Espero que por lo menos se acuerde de llevarse la máscara.

Les he puesto las correas a Mowat y a Fossey más despacio de lo necesario porque oía la voz de mamá a través de las escaleras. La cuarentena ha cabreado mucho al tío Emmett, no me extraña, y ahora se dedica a volcar toda su frustración en mamá. No he bajado hasta que he estado segura de que había colgado, aunque a decir verdad no la he encontrado nada alterada.

—Nos llevaremos a Meredith —ha dicho—. Le vendrá bien salir un poco.

—Drew dice que pasa —he mentido.

Hemos ido en coche hasta casa del tío Emmett, que vive a dos bloques de casa, y luego hasta el parque, cinco calles más allá. Después de aparcar me he dado cuenta de que mamá miraba de aquí para allá sin parar, como si esperara que en cualquier momento fuera a aparecer un loco dando brincos por entre los arbustos. Pero tan solo había un puñado de pájaros revoloteando entre los árboles. Al cabo de unos minutos se ha calmado un poco. Ni siquiera me ha dicho nada cuando me he quitado la mascarilla para respirar mejor el aire fresco.

—¿Me dejas uno? —ha preguntado Meredith.

Le he pasado la correa de Mowat y poco le ha faltado para pegar un brinco. Entonces ha salido corriendo hacia una zona de hierba alta, riendo. Debía de morirse de ganas de salir de casa.

Fossey ha decidido darse un chapuzón en el estanque, así que he dejado que tirara de mí hasta la orilla. Se ha metido en el agua, ha vuelto a salir y se ha sacudido el pelo, que se le ha quedado como hinchado. He echado un vistazo a mi alrededor para llamar a Meredith y entonces me he dado cuenta de que no éramos las únicas personas del parque.

A unos cien metros, entre los árboles, he visto a un grupo de chicos. Algunos de ellos se pasaban una botella de cerveza y ninguno llevaba máscara. He reconocido a algunos del instituto: Quentin estaba ahí, y también el chico de pelo leonino que Mackenzie señaló cuando estuvimos aquí por última vez. Gav. El club de la lucha. No he conseguido recordar exactamente quién estaba con él la última vez, aunque estoy bastante segura de que se trataba del mismo grupo.

En aquel preciso instante, Quentin se ha vuelto hacia mí. Su expresión no ha cambiado, pero les ha dicho algo a los otros y algunos chicos más han vuelto la cabeza. He notado cómo se me tensaban los dedos con los que agarraba la correa. Estaban siendo muy despreocupados con el virus. Bastaba con que uno de ellos estuviera contaminado para que se lo pasara fácilmente a los demás. Pero yo tenía mi mascarilla; a lo mejor sabían algo de lo que nosotros no nos habíamos enterado a través de papá.

Mientras me preguntaba si debía ir a hablar con ellos, Fossey se las ha apañado para enredar la correa en las ramas de una zarza. He tenido que agacharme para soltarla y, en cuanto me he vuelto a levantar, el chico del pelo leonino estaba ya caminando hacia mí.

Me he levantado con Fossey encima del hombro. He estado a punto de volver a ponerme la mascarilla, pero me ha parecido extremadamente grosero. Por lo menos ni tosía ni se rascaba.

Se ha detenido unos metros antes de llegar a donde estaba, como si supiera que yo prefería mantener las distancias.

—Hola —ha dicho—. Eres Kaelyn, ¿verdad? ¿Puedo hablar contigo un segundo?

No había nada amenazante en su actitud. Se ha quedado allí esperando, mirándome fijamente. Me he sentido incómoda, sobre todo porque Fossey no paraba de moverse alrededor de mi cuello, y he bajado los ojos. Gav llevaba los puños de la camisa remangados y he visto que tenía un moratón amarillento en una muñeca. También tenía unos antebrazos fuertes y musculosos, seguramente de pelearse con frecuencia con sus amigos.

Pero me he obligado a mirarlo a la cara y he intentado que mi voz sonara normal.

—Sí, claro —he contestado—. ¿Sobre qué?

—He oído que tu padre es un experto en enfermedades —ha respondido.

—Es microbiólogo —he contestado—. O sea, que sí, ha estudiado las bacterias, los virus y todo eso.

—En ese caso, debes de saber más que nadie sobre lo que pasa —ha dicho—. ¿Qué te ha contado? ¿La situación es tan mala como parece?

—Es bastante mala, sí —le he asegurado yo—. Aún no han encontrado un tratamiento efectivo, la gente se muere y los pacientes que aún no han muerto no mejoran. Mi padre está realmente preocupado.

—O sea, que va a pasar bastante tiempo antes de que levanten la cuarentena —ha comentado entonces, señalando hacia el continente con la mano—. Así nos pudramos, ¿no?

—Bueno, si los médicos encuentran un tratamiento que funcione, todo podría terminar dentro de unos días —he contestado—. Y el Gobierno no nos ha abandonado. El Departamento de Sanidad está en la isla y van a mandarnos comida y medicamentos regularmente. —Es lo mismo que llevo diciéndome a mí misma una y otra vez desde hace días.

Gav ha esbozado una sonrisa burlona.

—Sí, claro —ha contestado—. Siempre y cuando ayudarnos no les suponga un gran problema. En cuanto uno de los suyos enferme dirán: «¡Sayonara!», y nos dejarán aquí tirados.

—¡Eh, Gav! —lo ha llamado uno de los chicos antes de que yo tuviera tiempo de responder—. ¡Vamos!

Él ha asentido con la cabeza.

—Gracias —me ha dicho entonces—. Cuídate.

Mientras lo veía cruzar el prado y reunirse con sus amigos, he notado un nudo en el estómago.

El Gobierno nunca nos abandonaría por completo, ¿no? Además, ¿qué sabe Gav sobre cómo trabajan? Solo está a la que salta, como lo estamos todos.

Supongo que hay gente para la que es más fácil estar enfadada. En cuanto a mí, si en algún momento perdiera la fe en que lograremos salir de esta, probablemente terminaría escondiéndome en mi cuarto, tal como esperaba Drew.