Siento mi ataque de histeria de anoche, Leo. En realidad no creo que vayamos a morir todos. Naturalmente que podemos superar esto; ni que fuera la primera enfermedad a la que debemos enfrentarnos. Hay tres grupos de expertos ayudándonos, pero de momento ninguno de ellos ha encontrado el remedio. Y tengo que repetirme una y otra vez que la cuarentena responde a un buen motivo: asegurar que la enfermedad no te contagie a ti, en Nueva York, ni a la abuela ni al abuelo, en Ottawa, ni a ninguna otra persona de fuera de la isla.
Esta mañana, al despertar, he tenido la tentación de cubrirme la cabeza con las sábanas y no volver a salir hasta que sea seguro hacerlo. Pero cuando empecé a escribir estas páginas sentí que no quería ser una de esas personas que se esconden, y sigo sin querer serlo. Y sí, es cierto, ahora hay muchas más cosas de las que tener miedo, pero a lo mejor si hago algo para intentar que nuestra situación mejore no me sentiré tan desesperada.
Así pues, me he levantado justo antes de que papá se marchara.
—Quiero echar una mano en el hospital —le he dicho—. Seguro que puedo hacer algo útil. Podría hacer recados, o podrías enseñarme a trabajar en el laboratorio.
Pero mi padre ha negado con la cabeza.
—No te quiero ver cerca del hospital, ni tampoco del centro de investigaciones —ha respondido—. Ahora mismo esos son los dos lugares más peligrosos de la isla.
Ya me imaginaba que diría algo así.
—¿Y fuera del hospital, entonces? —he preguntado—. Todo el mundo está muy ocupado intentando combatir el virus, pero alguien tiene que encargarse de notificar lo de la cuarentena al resto de la isla, ¿no? ¿No hay que repartir notas informativas por los buzones, o algo así? Yo podría encargarme de ello.
—Kae… —ha empezado a decir mi padre, pero no ha terminado la frase—. En realidad existe un plan para notificar la situación a cada hogar de la isla telefónicamente, pero no sé ni si han empezado a aplicarlo. Supongo que podrías hacerlo tú, sí. Hablaré con los representantes del Departamento de Sanidad; sé que han preparado una declaración oficial y que quieren utilizarla.
Eso significaba que debía esperar hasta que regresara esta noche, de modo que tenía que buscarme otra forma de mantenerme ocupada. Cuando he bajado a desayunar, en la planta baja de la casa flotaba un olor a vainilla y mantequilla tan delicioso que he cerrado los ojos y me he impregnado de él durante unos segundos. Mamá estaba en la cocina preparando galletitas de chocolate.
—Es una cosita especial, a ver si nos animamos un poco —ha dicho. Tiene unas ojeras el doble de pronunciadas que hace unos días.
De pronto me he preguntado cómo se lo montarían en el hospital para preparar comida para todas las personas que han contraído el virus: seguro que están igual de superados por las circunstancias que los médicos. Dudo que tengan mucho tiempo para hornear galletitas.
—¿Tenemos ingredientes para preparar más? —he preguntado—. A lo mejor podríamos animar también a unos cuantos pacientes…
Al final hemos preparado seis hornadas más. Cuando papá ha llegado a casa, teníamos ya todas las galletas guardadas en las latas que sobraron de las Navidades pasadas. Yo temía que se le hubiera podido olvidar nuestra conversación de por la mañana, pero mientras se quitaba los zapatos me ha entregado un montón de papeles.
—Toma, es una copia de la lista telefónica con la que estamos trabajando —ha dicho—. Las personas a las que ya hemos avisado están marcadas. Y esto es un guion con lo que tienes que decir. Hay una sección extra para las personas que parezcan estar enfermas: queremos que les pidas que no salgan de casa y que avises a alguien del hospital para que los vaya a buscar.
—Muy bien —he contestado.
—Si quieres puedo crear una base de datos —ha intervenido Drew—. Te permitirá realizar un seguimiento de las personas con las que ya has contactado y generar informes sobre las personas que presenten síntomas.
—Y ya que te has ofrecido voluntaria —ha añadido papá, que se ha sacado un paquete del bolsillo de la chaqueta—, tengo otro trabajo para ti, si lo quieres. El virus parece atacar las células nerviosas, pero los medicamentos estándar apenas logran ralentizarlo. Antes de que anunciaran la cuarentena estudié tratamientos experimentales y encontré un producto químico que se utiliza en algunas partes de Asia. El compuesto aún no está aprobado aquí, pero encargué semillas de la planta que lo produce. Hemos estado todo el rato intentando aislar el agente contagioso, así que nadie ha tenido tiempo de cultivarlas. ¿Qué me dices?
—Lo intentaré —he contestado.
—¿Te suenan los Freedman? —me ha preguntado mi madre—. Son una familia que se mudó a la isla hace unos años. He oído que construyeron un invernadero en el jardín de su casa. Deben de estar interesados en la jardinería, es probable que pudieran echarte una mano.
La sugerencia me ha parecido genial durante cinco segundos, hasta que he recordado que Freedman es el apellido de Tessa. Pero naturalmente mamá tenía razón sobre lo de su familia: hace un par de días la vi entrar en la tienda de plantas, ¿no? Aunque Tessa no me considere digna de su tiempo, me he dicho, seguro que sus padres me ayudarían. Así pues, después de cenar he buscado su número.
Se ha puesto Tessa, he reconocido inmediatamente su voz plana.
—Llamo de parte del doctor Weber y del Saint Andrews Hospital —he anunciado, pues me ha parecido que era mejor si sonaba oficial—. ¿Puedo hablar con uno de tus padres?
—No, lo siento —ha contestado Tessa—. Ahora mismo no se pueden poner.
Me ha dado un vuelco el corazón: estaba tan concentrada en el trabajo que ni siquiera se me había ocurrido que pudieran no estar bien.
—¿Están enfermos? —he preguntado.
—No —ha contestado Tessa con firmeza, y, pese a que creo que no reconocería a sus padres aunque los viera, he sentido tal alivio que me ha faltado poco para echarme a reír—. Pero ahora no se pueden poner —ha añadido—. Están ocupados. Ya estamos al corriente de lo de la cuarentena y de todas las precauciones que debemos adoptar. No hace falta que vuelva a llamar.
Me he dado cuenta de que estaba a punto de colgarme.
—Oye, Tessa —he dicho, precipitadamente—. Soy Kaelyn Weber, del instituto. No llamo para transmitiros el mensaje estándar. Necesito hablar con tus padres sobre algo importante.
—¿De qué se trata?
—Es complicado. ¿En serio no puedo hablar con ellos?
Tessa ha dudado un momento y al final ha respondido:
—No, no puedes. No lograron volver a casa.
—¿Cómo?
—Tenían que regresar el sábado —me ha explicado Tessa—, pero hubo una tormenta y su vuelo se retrasó. Cuando aterrizaron, el ferry ya había dejado de funcionar.
—Ostras.
De pronto me he acordado del otro día, cuando me quedé sola en casa y pensé que mi familia no iba a volver nunca más, de aquella soledad abismal. Tessa lleva más de una semana sola y quién sabe cuánto tiempo más va a durar la cuarentena. Tiene que ser aterrador.
—¿Qué es esa cosa tan importante de la que querías hablar con mis padres? —ha preguntado Tessa, que está claro que es una chica nada miedosa.
Le he explicado lo que ha dicho papá sobre las plantas. Tessa ha hecho unas cuantas preguntas.
—No es recomendable improvisar —ha contestado finalmente—. Si quieres asegurarte de que germinen, quiero decir. ¿Por qué no me traes las semillas mañana y me encargo de ellas en el invernadero? Tengo un buen porcentaje de éxito con plantas raras.
No veo por qué no debería hacerlo. A mí las plantas nunca se me han dado muy bien. Mejor dejar las semillas en manos de alguien que sepa lo que hace.
—Y… no le digas a nadie lo de mis padres, ¿vale? —me ha pedido—. Una vecina se ha enterado e insiste en querer cuidarme, aunque yo me niego a dejarla entrar. Suena como si estuviera enferma.
Le he prometido que no diría nada; así pues, he mentido a mamá cuando intentaba convencerla de que tengo que ir a casa de Tessa.
—He hablado tanto con ella como con sus padres; no presentan síntomas —le he asegurado.
Por lo menos en el caso de Tessa es cierto. También le he prometido que me largaría en cuanto tuviera el menor indicio de que pudieran estar enfermos.
—De acuerdo —ha dicho mamá—. Sé que te lo estás tomando en serio. Quiero que te lleves el coche: nunca se sabe quién puede haber por la calle.
—Vale —he respondido, pues me ha parecido que tenía razón. Entonces la he abrazado. Creo que se ha sorprendido un poco, pero me ha devuelto el abrazo.
Por muy mala que sea la situación, por lo menos los tengo a ella, a papá y a Drew.