Anoche Mackenzie llamó mientras estábamos cenando. Las ranas deben de haber criado pelo, porque mamá dejó que me pusiera al teléfono mientras ellos seguían comiendo.
—Temía que no fueras a estar —dijo Mackenzie—. En el instituto todo el mundo habla de que cada día hay más gente enferma y no te he visto desde la semana pasada… —Entonces hizo una pausa para coger aire—. ¿Estás bien? —preguntó por fin.
—Sí —contesté; y es verdad, siempre y cuando definamos «estoy bien» como «aún no he sucumbido a ninguna enfermedad mortal»—. Mi padre está bastante preocupado —añadí— y le ha parecido mejor que me quede en casa hasta que estén seguros de qué pasa.
—Pues yo te puedo asegurar que el colegio es aún más insoportable de lo habitual —se quejó Mackenzie—. A lo mejor logro convencer a mis padres de que me dejen quedarme en casa. ¿Cuánto tiempo va a durar esto? ¿Tiene tu padre información confidencial?
—Ha estado echando una mano en el hospital —le expliqué—, pero aún andan un poco perdidos. Están experimentando con diferentes tratamientos. Ayer los visitaron varios miembros del Departamento de Sanidad, y los expertos son ellos.
—Eso está bien —dijo Mackenzie—. Entonces, ¿podemos quedar mañana después de las clases? Llevo días haciendo deberes y aguantando las paranoias de la gente, nada más.
Le prometí que lo intentaría. Ayer logré salir clandestinamente porque no había nadie más en casa, pero hoy mamá no trabaja. Como ya sabía lo que diría papá, he esperado a que se marchara esta mañana a trabajar antes de hablar con mi madre.
—No nos acercaremos a nadie —le he prometido—. Además, Mackenzie sonaba totalmente sana por teléfono.
Mamá ha fruncido al ceño, pero por suerte confía más que papá en que sabré cuidar de mí misma.
—Pero prométeme que volverás antes de que llegue tu padre —ha dicho—. Bastantes quebraderos de cabeza tiene ya como para tener que preocuparse también por ti.
Hace un par de horas me he encontrado con Mackenzie en Thompson Park. Nos hemos sentado en uno de los parques que hay frente al estanque y ella ha empezado a tirarles pan a los patos. La brisa empieza a estar ya teñida de un frío otoñal.
—Pronto empezarán a emigrar hacia el sur —he afirmado, en referencia a los patos.
Mackenzie ha asentido en silencio y ha dudado un momento antes de hablar.
—Creo que nosotros también —ha contestado.
—¿Qué quieres decir?
—A mis padres, que se les va la pinza. Mamá quiere que nos instalemos en el piso de Los Ángeles hasta que todo esto haya pasado. De todos modos, aquí tampoco hay mucho que hacer. Hoy nos han mandado a casa a la hora de comer y han cerrado el instituto.
No lo sabía. Así pues, lo de la epidemia va en serio. He notado cómo un escalofrío me bajaba por el cuello de la cazadora.
—¿Tú sabes si Rachel ha pillado este virus tan raro? —ha preguntado Mackenzie—. La gente dice que sí. El último día que vino al instituto parecía bastante enferma.
En aquel momento no he sabido si Rachel habría querido que se lo contara a Mackenzie o no, así que me he limitado a decir:
—Ah, ¿sí? Pues no me di cuenta.
—Seguramente no la viste. No se le notó hasta después de la comida, pero a última hora le dio un ataque de tos que tela. Aunque tampoco debía de sentirse muy mal, porque luego fue al ensayo del coro. Pensé que habría pillado un resfriado.
El ensayo del coro. Me acordé de lo que dijo Drew sobre que algunas chicas de su clase parecían enfermas. ¿Cantarían también en el coro? Tal vez les había tocado ponerse junto a Rachel, esta había tosido y lo habían pillado.
A lo mejor tuve una suerte increíble de no contagiarme cuando fui a visitarla el martes pasado.
—Pero, bueno —ha dicho Mackenzie con un gesto de impaciencia—, si está enferma tampoco podemos hacer nada por ayudarla. Cualquiera que pudiendo marcharse de aquí decida quedarse es que es idiota. No me refiero a ti, claro: necesitan a tu padre en el hospital y todo eso. Además, seguro que él se encarga de que no te pase nada. Quiero decir alguien que no esté ayudando…
Me he preguntado si debía contarle la teoría de mi padre de que nadie debe salir de la isla sin adoptar antes las precauciones necesarias, pero entonces he pensado que, teniendo en cuenta lo mucho que le gusta a Mackenzie infringir las normas, eso equivaldría a darle una razón más para dejarnos aquí tirados.
En cualquier caso, antes de que tuviera tiempo de decir nada, Mackenzie ha girado la cabeza y se le han iluminado los ojos:
—Mira —ha dicho—. ¡Son ellos!
Me he vuelto hacia donde señalaba: al otro lado del estanque había un grupo de chicos del instituto. Había unos pocos de nuestro curso y del curso inferior, pero los demás eran todos mayores. No les he visto nada especial.
—¿Y qué? —he preguntado.
—¿Conoces a Gav? —ha preguntado ella—. ¿El de la camiseta roja?
No conozco a los chicos del último curso por su nombre, pero el de la camiseta roja me sonaba, sobre todo su pelo castaño rizado. Creo que lo he visto en el campo que hay junto al instituto más de una vez.
—Shauna me contó que Anne le había contado que su hermano le había contado que el tal Gav ha empezado su propio «club de la lucha» —me ha contado Mackenzie precipitadamente—. Se ve que se reúnen y montan peleas. ¡Tienen que ser ellos! ¿Qué hacen, si no, aquí, en el parque?
—Pues no parece la mejor forma de mantener un club de lucha en secreto —he señalado.
—Es verdad. Pero ¿te imaginas montar algo así aquí, en la isla? Qué pasada, ¿no?
Como si la gente solo hiciera cosas raras en sitios como Los Ángeles. Lo que me sorprende es que Drew no esté al tanto. O a lo mejor sí lo está pero no ha comentado nada.
—Supongo que es lo que les gusta hacer a los tíos —he respondido, en un intento por darle un enfoque racional a la idea—. Soltar la agresividad y eso, ¿no? Por eso juegan a fútbol y practican la lucha libre.
Mackenzie se ha reído.
—¡Pues está claro que a estos no les basta con el fútbol! —Entonces ha mirado el reloj—. ¡Mierda! Le he dicho a mamá que estaría en casa a las cinco. Tengo que irme ya, o le dará un ataque.
Nos hemos despedido con un abrazo, como de costumbre. Entonces me he acordado del fuerte abrazo que Rachel me dio la última vez y se me ha ocurrido la horrible idea de que a lo mejor era la última vez que veía a Mackenzie.
Mientras se marchaba, me he dado cuenta de que se rascaba la nuca. Entonces se ha frotado la muñeca. No sé muy bien por qué, pero me han entrado unas ganas terribles de llamarla y decirle que dejara de rascarse.
Pero a veces la gente se rasca porque sí. Sin ir más lejos, hace cinco minutos yo misma me he rascado la barbilla y eso no significa nada.
Y aunque signifique algo, ¿qué otra cosa habría podido hacer?