Leo:
Es la una de la madrugada y no consigo dormirme. Ojalá pudiera llamarte. Antes, pasara lo que pasara, por muy angustiada que estuviera, siempre encontrabas la forma de hacerme sentir mejor. Cuando aún éramos amigos.
Pero no tengo tu número de Nueva York y, aunque lo tuviera, dudo que te hiciera mucha gracia que rompiera mis dos años de silencio para despertarte en plena noche. La culpa es solo mía, por no haber hablado antes contigo. Por eso ahora estoy acurrucada en mi cama, con la lámpara de noche encendida, escribiendo este diario: no se me ocurre qué más podría hacer.
Esta tarde, al llegar a casa, era incapaz de dejar de preocuparme por lo que le pasa a Rachel. He intentado pensar en alguna enfermedad que provoque una actitud tan extraña en quien la sufre, pero las bacterias y los virus son la especialidad de papá, no la mía.
Por eso, mientras lavábamos platos juntos, he empezado a hablarle del asunto. Al final se lo he terminado contando todo, también lo del padre de Rachel la semana pasada. Mientras hablaba con él no lo miraba y mantenía los ojos fijos en el plato que tenía en las manos, pues he pensado que a lo mejor estaba atormentándome por nada. En cualquier caso, desembuchar el asunto ha sido un verdadero alivio para mí. Ya empezaba a tener la sensación de que no pasaba nada cuando he levantado los ojos y he visto la expresión de mi padre. Se había puesto muy pálido y aún tenía las manos dentro del fregadero.
—¿El padre de Rachel te tocó? —ha preguntado; parecía que estaba haciendo un esfuerzo por no levantar la voz.
—Solo en el hombro —he contestado—. Nada inapropiado…
—¿Y Rachel, hoy? —ha añadido—. ¿Te ha abrazado? ¿Has estado llevando la misma ropa todo el día?
—No —he dicho—. Me he cambiado al llegar a casa. Y también me he duchado. —Al decir eso me he sonrojado porque, incluso mientras hacía todas esas cosas, me he sentido como una estúpida—. No podía dejar de pensar: «¿Y si es contagioso? No quiero pillarlo…».
Mi padre se ha relajado un poco y entonces he sido yo quien se ha puesto tensa.
—¿Crees que lo es? —le he preguntado—. Contagioso, quiero decir…
—Nunca está de más actuar con precaución, Kae. Deberías lavar toda la ropa que has llevado hoy esta misma noche. Rachel fue al instituto la semana pasada, ¿verdad? Después de que vieras a su padre.
He asentido con la cabeza.
—Pues en ese caso deberías quedarte en casa —ha añadido—. Por lo menos hasta el fin de semana.
—¿Qué? —he exclamado. En buena medida, lo que me preocupa de ponerme enferma es tener que perderme clases. A lo mejor yo no necesito una beca, pero, aun así, tengo que sacar buenas notas si quiero que me acepten en las mejores universidades de ciencias. Además, quedarme en casa choca frontalmente con mi proyecto de convertirme en una nueva Kaelyn—. Las pruebas del equipo de natación son este fin de semana. La señora Reese nos dijo que solo quienes demuestren estar comprometidos desde buen principio formarán parte del equipo.
—Le pediré a algún médico del hospital que te escriba una nota —ha respondido mi padre—. Debemos tener cuidado, Kae.
—¿Cuidado de qué? ¡Pero si ni siquiera sabemos lo que pasa! —he protestado.
Entonces, aunque estaba de espaldas a la puerta, he oído que mamá entraba en la cocina. Me ha puesto una mano en la espalda.
—Gordon, a lo mejor deberías contárselo.
—¿Contarme qué? —he preguntado, y me he vuelto a mirarla; entonces me he girado de nuevo hacia mi padre, pero este no me miraba a mí, sino a mi madre.
A mamá no le gusta discutir y siempre dice que prefiere defender su postura de forma sutil pero firme. Sin embargo, si un asunto le parece lo bastante importante, no le da ningún miedo plantarse. Después de pillar a Drew enrollándose con un chico, papá quiso dejarlo sin Internet ni teléfono, pero mi madre le dijo que ni hablar, que aquello era ridículo.
«Solo tiene dieciséis años —dijo papá, lo que de paso me convertía a mí en una niña».
«Sí —respondió mamá—. Y como cualquier chico normal de dieciséis años solo va a escuchar si le das un buen motivo para hacerlo».
Papá ha sacado las manos del fregadero, se las ha secado y se ha pasado los dedos por el pelo.
—¿Qué pasa? —he preguntado.
Si me hubiera contado antes todo lo que sabía, a lo mejor no habría ido a casa de Rachel. ¿En serio creía que ocultándome cosas me estaba protegiendo?
—El padre de Rachel está muy enfermo —ha dicho—. No sabemos qué le pasa.
—¿Sabemos? —he repetido—. ¿Lo has visitado?
Mi padre ha esbozado una sonrisa forzada.
—Soy el único microbiólogo de la isla. Los médicos del hospital se han dado cuenta de que no lograban identificar la enfermedad que pretendían tratar, de modo que han decidido llamarme. Teníamos la esperanza de que la causa pudiera ser ambiental. Dos trabajadores de la empresa pesquera ingresaron en el hospital la semana pasada, y otro más esta mañana, todos ellos con síntomas muy similares: tos, estornudos, picores persistentes y fiebre, todo ello seguido por un descenso agudo de las inhibiciones sociales. Y, finalmente, ataques de pánico provocados por la confusión mental.
—¿Es posible que sean alucinaciones? —he preguntado, al acordarme de la teoría de Mackenzie—. ¿Por culpa de la fiebre?
—No lo sabemos —ha respondido mi padre.
Así pues, y resumiendo, una enfermedad rara se está cargando el cerebro de la gente y nadie tiene ni idea de qué se trata ni qué la provoca. ¿De qué sirve tener médicos si no son capaces de resolver cosas como esta?
Mi madre me ha pasado un brazo por la espalda y me ha acariciado el hombro.
—¿Le pasará lo mismo a Rachel? —he logrado preguntar.
«Cuando la he visto presentaba ya todos los síntomas. ¿Se volverá loca en su patio mañana? ¿Cómo van a ayudarla?», he pensado.
—No lo sé —ha respondido mi padre—. Tendré que hablar con su madre mañana por la mañana para que la lleve al hospital y podamos ponerla bajo observación. Pero lo que más me preocupa es que, por lo que acabas de contarme, parece que nos enfrentamos a un agente infeccioso. Es más que probable que Rachel haya pillado la enfermedad de su padre.
Me he acordado de lo que había dicho papá hacía un momento y se me ha acelerado el corazón.
—¿Crees que Rachel puede habérmelo pasado a mí? —he preguntado—. ¿Por eso no quieres que vaya al instituto?
—Existe una pequeña posibilidad —ha contestado—. Muy pequeña, porque has actuado con precaución y porque el agente contagioso no parece propagarse con facilidad. Rachel es el único caso que conocemos en el que la enfermedad ha pasado de un individuo a otro. Pero no podemos estar seguros al cien por cien. También existe la posibilidad de que Rachel infectara a otros alumnos del instituto. También le voy a pedir a Drew que se quede en casa.
—Pero Rachel no ha ido al instituto desde que se puso enferma.
—Eso no lo sabemos con seguridad —ha respondido mi padre—. Desconocemos el tiempo de incubación. Es posible que las bacterias o los virus ya estuvieran en su organismo la semana pasada, antes de que se manifestaran los síntomas.
He reflexionado sobre el asunto con toda la calma de la que he sido capaz. Si Rachel le hubiera pegado la enfermedad misteriosa a alguien el viernes, el último día que esta fue al instituto, la persona en cuestión ya habría enfermado a estas alturas, ¿no? Y no he visto a nadie en casa tosiendo o estornudando. Papá había dicho que seguramente yo estaba bien. Además, Rachel vivía con su padre; eso supone un contacto mucho más cercano del que yo he tenido con ella.
Al mismo tiempo, me imaginaba encerrada en casa durante los próximos tres días, sola. En el instituto no me va mal, pero aún me pongo nerviosa cuando tengo que hablar en clase y, si te soy sincera, estoy bastante asustada por las pruebas de natación del jueves. Me ha parecido que acceder a lo que me pedía mi padre sería como coger la salida más fácil. Y precisamente por eso no pensaba hacerlo.
—¿Y si deseo seguir yendo al instituto? —he preguntado—. Quiero decir: una cosa es la precaución, y otra, la paranoia, ¿no? Solo hay cinco personas enfermas. Además, ¿quién dice que no van a mejorar mañana?
Papá ha mirado a mamá y se le han tensado los labios, pero finalmente ha asentido con la cabeza.
—De acuerdo —ha dicho—. Pero si observas alguno de los síntomas que he mencionado, o si te sientes mal…
He levantado las manos.
—Me quedaré en casa sin protestar. Lo prometo.
Sin embargo, y aunque sé que si se tratara de una verdadera emergencia papá no habría accedido a dejarme ir al instituto, al llegar a mi habitación he sido incapaz de apagar la luz. Es como si no pudiera dejar de preguntarme: ¿y si los enfermos no mejoran? ¿Y si pillo la enfermedad, sea lo que sea?
Espero que duermas bien en Nueva York, Leo. Así, por lo menos, uno de los dos lo hará.