Qué día más raro.
La señora Harnett ya ha empezado a asignar las presentaciones en grupo para la clase de historia, pero por lo menos nos ha dejado elegir a nuestras parejas. Trabajaré con Rachel, ya que Mackenzie no va a nuestra clase. Y no me importa, la verdad, porque probablemente se habría pasado el rato hablando sobre estrellas de cine que ha visto y pintándose las uñas mientras yo hacía todo el trabajo. Rachel, en cambio, tiene interés en sacar buenas notas.
Hemos decidido que empezaríamos trabajando en casa de Rachel, pues está más cerca del instituto. Después de las clases he encontrado a Drew en el laboratorio de informática: les estaba enseñando a algunos de los alumnos mayores un sistema para colarse en las carpetas en red reservadas para los profesores, y le he pedido que le dijera a mamá dónde había ido. Rachel le ha dicho «hola» y ha empezado a sonreírle con timidez, pero Drew, naturalmente, ni se ha inmutado. Si el asunto fuera de mi incumbencia, le diría a Rachel que flirtear con él no le va a servir de nada, pero como no lo es, no he dicho nada.
Sin embargo, he empezado a preguntarme si debería darle una oportunidad a Rachel. Quiero decir, he estado saliendo con ella tan solo porque siempre está con Mackenzie, pero cuando esta pasó todo agosto en Los Ángeles no llamé a Rachel ni una vez. Ella tampoco me llamó a mí, que conste, pero, por lo que he visto, tengo más cosas en común con ella que con Mackenzie. Debería intentar ser más amable; sé que mi nuevo yo lo sería.
—¿Cómo está tu padre? —le he preguntado mientras íbamos a su casa.
—Bien, supongo —ha respondido ella—. Será mejor que elijamos el tema del trabajo.
—Hagamos algo interesante —he sugerido.
Hemos estudiado la historia marítima canadiense prácticamente en todos los cursos y lo último que quiero es vomitar los mismos datos mientras el resto de los alumnos se duermen.
—Deberíamos hacer los acadios —ha propuesto Rachel, pero yo he hecho una mueca.
—Todo el mundo va a elegir lo mismo —he protestado—. He oído a mucha gente hablando de los acadios.
—Sí —ha dicho Rachel—, porque hay más información que sobre cualquier otro tema. Y quiero sacar una buena nota.
—A lo mejor la señora Harnett prefiere algo más original —he señalado—. Podríamos investigar sobre los micmacs, o sobre la inmigración escocesa, o sobre la industria pesquera. Estoy segura de que encontraríamos mucho material sobre cualquiera de esos temas.
No quería discutir con ella, también yo quiero sacar una buena nota. Pero Rachel me ha dirigido una mirada glacial y me ha dicho:
—Los peces no le interesan a nadie. Si no quieres hacer el proyecto conmigo, te puedes buscar otra compañera.
¿Qué mosca le ha picado? He recordado la conversación una docena de veces y sigo pensando que no he dicho nada que la haya podido ofender. Ojalá entender a la gente costara tan poco como entender a los animales. Si a un perro le das una golosina, está contento. Si le tiras de la cola, se enfada. La relación de causa y efecto es evidente.
A lo mejor el problema es solo mío; tal vez tú habrías visto inmediatamente dónde me he equivocado, Leo. Aún me estremezco al recordar nuestra discusión, cuando dije que no podías saber lo que se siente al ser una marginada; quiero decir que tú eres adoptado y fuiste siempre el único niño asiático de la clase, y sé que las miradas y los comentarios deben de haberte herido, aunque nunca hayas dado muestra de ello… Pero tienes que admitir que a ti se te da bien la gente, lo mismo que a mí se me dan bien los animales. No creo que nunca hayas estado tan perdido como yo ahora intentando comprender por qué alguien ha hecho algo.
Pero tú no estabas ahí, la que estaba era yo, así que he dicho:
—Vale, si realmente quieres que hagamos los acadios, hagamos los acadios.
He pasado el resto del camino intentando pensar en algo más que decir.
Cuando llevábamos más o menos media hora en el cuarto de Rachel, investigando páginas web de historia, su padre ha subido tambaleándose con las muletas. También tosía mucho y ha estornudado un par de veces al llegar a la puerta; debe de haber pillado un resfriado después del accidente.
Se ha quedado junto a la puerta, sonriendo y rascándose el codo. Entonces ha entrado y ha abrazado a Rachel con un brazo.
—Mi niña —ha dicho—. Te he echado de menos. ¡Y has traído a una amiga a casa!
Rachel se ha puesto colorada y se lo ha sacado de encima.
—Sí, papá, yo también me alegro de verte —le ha respondido.
El padre de Rachel ha vuelto a toser y me ha mirado con una sonrisa en los labios.
—Eres Kayla, ¿verdad? La hija de Grace.
—Kaelyn —he contestado.
—Eso —ha dicho él, acercándose más. Tenía la cara colorada y no he podido evitar preguntarme si habría estado bebiendo, aunque el aliento no le olía a alcohol—. Me alegré mucho cuando volvisteis. Tu padre nunca debería haberos arrastrado con él, aunque ¿qué sabrá él? Siempre me entristece cuando alguien del continente se lleva a uno de los nuestros, y en especial a una mujer tan guapa como tu madre. Aunque sea negra es posible que le hubiera ido detrás si hubiera tenido alguna posibilidad. ¿Por qué…?
—Ya vale, papá —le ha cortado Rachel, nerviosa.
Me he quedado con la boca abierta, alucinando en colores. Pero ¿qué le pasaba a ese tío? ¿Acaso no oía lo que estaba diciendo?
El hombre se ha rascado el cogote y me ha dado una palmadita en el hombro. Me he encogido, pero, como con las protestas de Rachel, no ha parecido que se diera cuenta.
—La gente aún comenta qué debió de pasaros en la gran ciudad para que decidierais volver a casa —ha dicho, sin dejar de reír—. ¿A lo mejor tu padre hizo algo que no debía? No me extrañaría, tratándose de alguien de tierra firme. ¿O a lo mejor fuiste tú quien se metió en problemas?
—Mi madre echaba de menos la isla —he contestado; esa es una explicación realmente muy resumida, pero en ese momento no me ha apetecido darle una más larga. Entonces me he levantado—. Yo tendría que ir tirando. Seguimos trabajando en el proyecto mañana, ¿vale, Rachel?
Ni siquiera he esperado a que contestara.
—Oye, oye, espera —ha protestado su padre, que me ha seguido hasta el pasillo—. ¡Tienes que terminar la historia! La ciudad, con todas sus tentaciones. Espero que tu hermano no se enredara con asuntos de drogas y bandas… ¿Por qué no la invitas a cenar, Rachel? —ha preguntado, gritando por encima del hombro—. ¡Tu madre se muere de ganas por conocer los detalles!
—¡Ya basta, papá! —Rachel ha pasado corriendo junto a él y me ha alcanzado al pie de las escaleras. Su padre ha empezado a toser; tal vez por eso no ha seguido hablando—. Está enfermo —ha dicho, con la vista fija en las manos—. No entiendo a qué ha venido todo eso.
—Tranquila —he contestado—, no pasa nada. Pero de verdad que me tengo que ir.
Aunque sí pasaba. Durante todo el camino de vuelta a casa no he logrado sacarme sus palabras de la cabeza. Sé que circulan muchos cotilleos por la isla, sobre todo. También sé que hay mucha gente que está celosa de las personas del continente que se han instalado aquí, como papá. Y sé que hay gente que nos mira mal a mamá, a Drew y a mí, y a todos los que no somos tan pálidos de piel como ellos. Pero nadie me había hablado de ello de una forma tan descarada y «afable».
Aún siento escalofríos solo de pensarlo.
Debía de estar borracho. Y enfermo. Además, es posible que se suba por las paredes, tantas horas en casa, acostumbrado a pasarse el día en los muelles o en el mar.
Lo único que sé seguro es que, la próxima vez que trabajemos en el proyecto, Rachel vendrá a mi casa.