12

Lunes, 22 de marzo de 1943

Era su pierna derecha. El ministro entró cojeando en su despacho del Leopold Palast a toda prisa, y si la alfombra no hubiera sido tan gruesa, la distancia entre la puerta, enorme, y su mesa no hubiese sido tan grande, quizá no habríamos reparado en el lustroso zapato especial y el aparato ortopédico de metal más lustroso aún. Bueno, apenas. Lo estábamos esperando, claro: se contaban tantos chistes sobre la pata hendida de Joey que era más célebre incluso que él mismo —casi una atracción turística de Berlín—, y el juez y yo prestamos atención a su pie contrahecho solo para poder decir que lo habíamos visto, de la misma manera que a uno le gustaba poder jactarse de haber visto a la osa Lotte en el foso de Köllnischer Park, o a Anita Berber en el club Himmel und Hölle.

Cuando Goebbels entró renqueando en la estancia, el juez y yo nos pusimos en pie e hicimos el saludo de costumbre, y él echó una manita delicada por encima del hombro a imitación del Führer, como si espantara un mosquito irritante o ahuyentase a algún adulador, de los que había en abundancia en el Ministerio de Información Pública y Propaganda. Supongo que era un sitio de esos: antes de que el ministerio se apropiase del edificio en 1933, el palacio había sido la residencia de los Hohenzollern, la familia real de Prusia, que también había dado empleo a unos cuantos aduladores.

Goebbels fue todo sonrisas y disculpas por habernos hecho esperar. Era un cambio agradable respecto al odio que por lo general oíamos brotar de su boca angosta.

—Caballeros, caballeros, tengan la bondad de disculparme —dijo con una voz grave y resonante que se contradecía con su estatura de enano—. He estado al teléfono quejándome al Alto Mando de la situación en Járkov. El mariscal de campo Von Bock había asegurado que todos los suministros alemanes serían destruidos antes que dejárselos al enemigo; pero cuando el mariscal de campo Von Manstein volvió a tomar la ciudad descubrió grandes cantidades de suministros aún por destruir. ¿No es increíble? Como es natural Von Bock culpa a Paulus, y ahora que Paulus está oportunamente en manos de los bolcheviques, ¿quién le va a contradecir? Sé que algunas de estas personas son amistades suyas, pero, de veras, no doy crédito. Bastante difícil es ganar una guerra sin necesidad de que te mientan los de tu propio bando. Hay que hacer una buena criba en la Wehrmacht. ¿Sabían que los generales exigen raciones para trece millones de soldados cuando solo hay nueve millones de alemanes en las fuerzas armadas? El Führer debería tomar medidas severas contra alguien, se lo aseguro.

Goebbels se sentó a su mesa y casi desapareció de nuestra vista hasta que se inclinó hacia delante en el sillón. Tuve la tentación de ir a buscarle un cojín, pero pese a su sonrisa prolongada, había buenas razones para dudar de que tuviera sentido del humor. Por una parte, era bajo, y aún no he conocido a ningún hombre bajo que sea capaz de reírse de sí mismo con la soltura de uno más alto; y esa verdad es tan cierta como cualquier cosa que se pueda hallar en las obras de Kant o Hegel. Por otra, era doctor en Filosofía, y nadie en Alemania se llama a sí mismo «doctor» a menos que quiera impresionar a los demás con su impecable seriedad.

—¿Qué tal está, señor juez?

—Bien, señor, gracias.

—¿Y su familia?

—Estamos todos bien, señor ministro, gracias por su interés.

El doctor entrelazó las manos y golpeteó con entusiasmo el cartapacio, como si troceara hierbas con un picador de medialuna. No llevaba alianza, aunque todo el mundo sabía que estaba casado. Igual suponía que ninguna de las aspirantes a estrellas de cine de los estudios UFA de Babelsberg que, según decían, tanto le gustaba cepillarse, recordaría haber visto las fotos que todas las revistas alemanas publicaron cuando el ministro se casó con Magda Quandt.

—Es una auténtica pena que su investigación sobre el hundimiento del buque hospital no diera resultados —me dijo Goebbels—. Los británicos son expertos en erigirse en jueces morales. Algo así los habría descalificado de un plumazo, permanentemente, no lo duden. Pero esto es mejor incluso, me parece. Sí, he leído su informe con gran interés, capitán Gunther, con gran interés.

—Gracias, Herr doctor.

—¿Nos conocíamos ya? Su nombre me suena. Me refiero a antes de que llegase usted a la Oficina de Crímenes de Guerra.

—No, si nos hubieran presentado sin duda lo recordaría, señor.

—Había un detective llamado Gunther en la Kripo. Bastante bueno, a decir de todos. Fue el que detuvo a Gormann, el estrangulador.

—Sí, señor, era yo.

—Ah, pues eso debe ser.

Conocer al doctor Goebbels ya me ponía nervioso: unos diez años atrás me pidieron que dejara correr un caso como favor a Joey, pero no lo hice, y me preguntaba si no sería eso lo que recordaba. Y nuestra breve conversación no me ayudó a que dejara de sentirme como un hombre sentado sobre ascuas. El juez estaba igual de nervioso, o al menos tiraba una y otra vez del corchete de su cuello de puntas y doblaba el cuello antes de responder a las preguntas del ministro, como si a su garganta le hiciera falta un poco más de sitio para tragarse lo que estaba a punto de aceptar, fuera lo que fuese.

—Bueno, ¿de veras cree que existe esa posibilidad? —le preguntó Goebbels—. ¿Que hay una especie de fosa común oculta allí en medio?

—Hay muchas fosas secretas en esa parte del mundo —dijo con tiento—. El problema estriba en tener la absoluta seguridad de que es la correcta. De que es, sin asomo de duda, el escenario de un crimen de guerra cometido por la NKVD.

Señaló con un gesto de cabeza un sobre de color salmón encima de un ejemplar del Völkischer Beobachter de ese día.

—Está todo ahí, en el informe de Gunther, señor.

—Aun así, me gustaría oírlo por boca del capitán —dijo Goebbels sin inmutarse—. Según mi experiencia con los informes escritos, en general se averigua más de quien lo escribió que del informe en sí. Eso dice el Führer. «Mis libros son los hombres», dice. Tiendo a estar de acuerdo con esa opinión.

Me removí ligeramente bajo la mirada penetrante del ministro.

—Sí —dije—, creo que es una posibilidad. Una posibilidad fundada. Los vecinos de la zona afirman con rotundidad que no hay una fosa en el bosque de Katyn. Sin embargo, estoy convencido de que eso es indicio de que la hay. Mienten, como es natural.

—¿Por qué iban a mentir? —Goebbels frunció el ceño, casi como considerase la mentira algo inexplicable y desconcertante a más no poder.

—Es posible que la NKVD se haya marchado de Smolensk, pero la gente sigue teniéndoles miedo. Más miedo del que nos tienen a nosotros, diría yo. Y hay motivos de peso. Durante veinte años la NKVD, y por consiguiente la OGPU y la Checa, han estado asesinando a rusos al por mayor. —Hice un gesto como restándole importancia—. Nosotros solo llevamos dieciocho meses haciéndolo.

A Goebbels le pareció muy gracioso.

—Stalin desde luego tiene una virtud —dijo—. Sabe cuál es la mejor manera de tratar al pueblo ruso. El asesinato en masa es un lenguaje primitivo donde los haya, pero es el mejor lenguaje para hablar con ellos.

—Bueno, pues eso por una parte —continué—. Y por otra, que lo que llegaron a decirme se contradice abiertamente con lo que encontré en el bosque.

—Los huesos y el botón, sí, claro. —Goebbels se pellizcó el labio inferior con ademán pensativo.

—No es gran cosa, lo reconozco, pero he verificado que pertenece al abrigo de un oficial polaco.

—¿No es posible que el abrigo le fuera arrebatado a un oficial polaco por un soldado del Ejército Rojo, que posteriormente falleció en la batalla de Smolensk? —indagó Goebbels.

—Buena pregunta. Lo que dice usted es sin duda una posibilidad. Pero en sentido contrario están los numerosos informes que tiene la Abwehr sobre oficiales polacos vistos en un tren detenido en un apartadero local. Parecen confirmar al menos que en algún momento de 1940 hubo sin lugar a dudas polacos en las inmediaciones de Smolensk.

—Muchos de los cuales pudieron haber sido asesinados por la NKVD, si no lo fueron todos ellos —dijo Goebbels.

—Pero no sabremos a ciencia cierta si hay más de un cadáver hasta que se deshiele la tierra y podamos llevar a cabo una exhumación como es debido.

—¿Cuándo es probable que ocurra eso?

—Dentro de un par de semanas como mínimo —dije.

Goebbels hizo una mueca de impaciencia.

—¿No hay manera de acelerarlo? Encendiendo hogueras en el suelo, por ejemplo. Seguro que se puede hacer algo.

—Nos arriesgaríamos a destruir pruebas importantes —señaló Goldsche.

—Me temo que por el momento estamos a merced del invierno ruso —dije.

Goebbels se cogió el alargado mentón con la mano y frunció el entrecejo.

—Sí, sí, claro.

Vestía un terno gris con solapas anchas, camisa blanca y corbata a rayas. La corbata no estaba anudada; llevaba únicamente una insignia del partido a modo de alfiler —al estilo de un cuello de enfermera—, lo que daba un toque recargado y curiosamente femenino a su apariencia.

—Caballeros, entiendo lo que dicen. No obstante, a riesgo de caer en la obviedad, permítanme recalcar el enorme valor propagandístico que reviste para nosotros esta investigación. Tras el desastre de Stalingrado, y la probabilidad de que se repita en Túnez, nos hace falta un golpe así. Los judíos del mundo entero están haciendo todo lo posible por dar una apariencia inocente al bolchevismo y presentarlo como un peligro para la paz mundial secundario en comparación con el nacionalsocialismo. Respaldan la mentira de que las atrocidades típicas de la bestia rusa sencillamente no tuvieron lugar. De hecho, en los círculos judíos de Londres y Washington ahora se ciñen al eslogan de que la Unión Soviética está destinada a liderar Europa. No podemos dejarlo pasar sin más. Tenemos el deber de ponerle fin. Alemania es lo único que se interpone entre esos monstruos y el resto de Europa, y es hora de que Roosevelt y Churchill se enteren.

Debió de darse cuenta de que no estaba pronunciando un discurso en el Sportspalast, porque se interrumpió de repente.

Transcurrieron unos segundos antes de que hablara el juez Goldsche.

—Sí, señor. Está usted en lo cierto, claro.

—En el preciso instante en que se deshiele la tierra, quiero que comiencen las excavaciones —ordenó Goebbels—. No podemos permitirnos la más mínima demora en este asunto.

—Sí, señor —convino el juez.

—Pero puesto que disponemos de algo de tiempo hasta entonces… —continuó Goebbels—. ¿Dos semanas, dice usted, capitán Gunther?

Asentí.

—¿Puedo hacerle una pregunta, Herr ministro del Reich? —dijo el juez—. Habla usted de «nosotros». ¿Se refiere a Alemania en conjunto o a este ministerio en particular?

—¿Por qué lo pregunta, juez Goldsche?

—Porque el protocolo estándar es que la Oficina de Crímenes de Guerra prepare los informes de investigación y el Ministerio de Asuntos Exteriores los publique en forma de libro blanco. Al ministro del Reich Von Ribbentrop no le hará ninguna gracia que se deje de lado el protocolo habitual.

—Von Ribbentrop —replicó Goebbels con un bufido—. Por si no se había dado cuenta, juez Goldsche, ahora mismo la política exterior de este país consiste en librar una guerra total contra sus enemigos. No hay otra política exterior. Nos servimos de Von Ribbentrop para que hable con los italianos y los japoneses, y poco más. —Goebbels celebró su propio chiste con una sonrisa torcida—. No, pueden dejarme el Ministerio de Asuntos Exteriores a mí, caballeros. Que publiquen esa estupidez de libro blanco, si les hace felices. Pero ahora esta investigación es un asunto de propaganda. Su primera lealtad en este asunto es para mí. ¿Queda claro?

—Sí, Herr ministro del Reich —respondió el juez, al parecer arrepentido de haber mencionado el libro blanco.

—Y lo que es más importante, tal vez podamos conseguir que esta demora juegue en nuestro favor. Supongamos por un momento que se trata en efecto de una fosa común de desafortunados oficiales polacos. Me gustaría saber su opinión acerca del mejor modo de manejar el asunto cuando por fin podamos acometerlo.

El juez se mostró perplejo.

—De la manera habitual, Herr doctor. Deberíamos conducirnos con cautela y paciencia. Debemos dejar que nos señalen el camino las pruebas, como siempre. Una investigación judicial forense no es un asunto que se pueda precipitar, señor. Hace falta prestar una atención esmerada al detalle.

Goebbels no pareció quedar satisfecho con la respuesta.

—No, con todo respeto, eso no me sirve. Estamos hablando del crimen del siglo, no de una tumba en el valle de los Reyes.

Abrió con un golpe de muñeca una tabaquera encima de su mesa y nos invitó a que cogiéramos tabaco. Goldsche rehusó para abundar en su argumentación, pero yo cogí un pitillo: la caja era de esmalte blanco con una elegante águila en la tapa y los cigarrillos eran Trummer, una marca que no veía —pero sobre todo no fumaba— desde antes de la guerra. Estuve tentado de coger dos y guardarme uno detrás de la oreja para más tarde.

—Si queremos que las pruebas sustenten la investigación, debemos conducirnos con cautela, señor —dijo el juez—. Nunca he visto que una investigación mejore si se lleva a cabo con premura. Se corre el riesgo de errar en la interpretación. Cuando nos precipitamos, quedamos expuestos a la crítica de la propaganda enemiga. Tal vez aleguen que falseamos algo.

Pero Goebbels apenas si escuchaba.

—Esto está más allá de los protocolos habituales —dijo mientras intentaba sofocar un bostezo—. Creía haberlo dejado claro ya. Mire, el mismísimo Führer se ha interesado por este caso. Nuestras fuentes de inteligencia en Londres nos informan de que las relaciones entre los soviéticos y el gobierno polaco en el exilio son ya muy tensas. A mi juicio, esto truncaría esas relaciones por completo. No, mi querido juez, no podemos permitir que nos marquen el camino las pruebas, como usted dice. Es una respuesta demasiado pasiva ante una oportunidad como esta. Perdóneme que lo diga, pero su enfoque, aunque es de lo más apropiado como dice usted, adolece de falta de imaginación.

Por una vez no pude por menos de estar de acuerdo con el ministro, aunque me cuidé mucho de manifestarlo. Goldsche era mi jefe, después de todo, y no tenía ningún deseo de dejarlo en mal lugar mostrándome en desacuerdo con él delante del doctor Goebbels. Pero tal vez Goebbels percibió algo así, porque cuando ya creíamos que la reunión había concluido y el ministro nos acompañaba a la puerta, me pidió que aguardase un momento.

—Quiero hablar de una cosa con usted, capitán. Si nos perdona, Johannes, es un asunto privado.

—Sí, claro, Herr ministro del Reich —respondió Goldsche y, con aire un tanto desconcertado, dejó que uno de los lacayos más jóvenes del ministro lo acompañara hacia la salida.

Goebbels cerró la puerta y me llevó amablemente hacia una zona con un sofá amarillo y unos sillones bajo una ventana, tan alta como los zancos de un recolector de lúpulo, en lo que pretendía ser un rincón acogedor de su despacho. Fuera se veía la Wilhelmplatz y la estación de metro, que era donde me hubiera gustado encontrarme: en cualquier parte menos donde en ese momento estaba tomando asiento para mantener una conversación íntima con un hombre a quien creía detestar. Pero si me sentía incómodo era sobre todo porque me estaba dando cuenta de que —al menos en persona— Goebbels era amable e inteligente, incluso encantador. Era difícil vincular al hombre con quien hablaba con el malvado demagogo que oía por la radio vociferando en el Sportspalast a favor de la «guerra total».

—¿De verdad quiere hablar conmigo de algún asunto privado? —pregunté—. ¿O solo quería deshacerse del juez?

Pero el ministro de Información Pública y Propaganda no era de los que dejaban que alguien como yo le metiera prisa.

—Cuando mi ministerio se trasladó a este precioso edificio, en 1933, hice que vinieran unos obreros de las SA durante la noche para que retiraran todo el estucado y el revestimiento de las paredes. Bueno, ¿para qué sirven esos bestias si no es para destrozar cosas? Créame, este lugar estaba pintado de color gelatina y pedía a gritos un poco de modernización. Después de la Gran Guerra, el edificio había sido ocupado por algunos de esos vejestorios prusianos del Ministerio de Asuntos Exteriores, y cuando aparecieron al día siguiente para llevarse sus documentos…, y no se imagina la de polvo que tenían sus archivos…, quedaron horrorizados por lo que había hecho con su precioso edificio. Lo cierto es que fue bastante gracioso. Se pasearon por aquí con la boca abierta, boqueando como peces en la red de un pescador de arrastre, y me dirigieron sonoras protestas con su afectado acento alto alemán sobre lo que había ocurrido aquí. Uno llegó al extremo de decir: «Herr ministro del Reich, ¿sabe que podría ir a parar a la cárcel por esto?». ¿Se lo imagina? Algunos de esos viejos prusianos tendrían que estar en un museo.

»Y los jueces de la Oficina de Crímenes de Guerra no son mucho más que reliquias, capitán. Sus actitudes, sus métodos de trabajo, sus acentos, son realmente antediluvianos. Incluso su manera de vestir. Cualquiera diría que estamos en 1903 y no en 1943. ¿Cómo puede sentirse alguien cómodo con un cuello rígido? Es criminal pedirle a alguien que se vista así solo porque es abogado. Me temo que cada vez que miro al juez Goldsche veo al antiguo primer ministro británico, ese viejo necio de Neville Chamberlain, con su paraguas ridículo.

—Un paraguas solo es ridículo si no llueve, Herr ministro del Reich. Pero en realidad el juez no es el necio que aparenta. Si parece ridículo y lento, es porque la ley es así. Aun así, creo que me hago una idea de lo que quiere decir.

—Claro que se la hace. Usted era un detective de los mejores. Eso significa que sabe lo que es la ley en la vida real, no en un montón de textos jurídicos polvorientos. Podría haberme pasado una hora entera hablando con el juez Goldsche y me habría soltado esas mismas tonterías sobre «prácticas estándar» y «procedimientos apropiados». —Goebbels se encogió de hombros—. Por eso he hecho que se fuera. Busco un enfoque distinto. Lo que no quiero es tanto estucado prusiano, enlucido polvoriento y protocolo estirado de tres al cuarto. ¿Me entiende?

—Sí. Lo entiendo.

—Bien, puede hablar con toda libertad ahora que se ha ido. He percibido que no estaba de acuerdo con lo que él decía pero su lealtad le impedía decirlo. Una actitud encomiable. No obstante, a diferencia del juez, usted ha estado en el lugar de los hechos. Conoce Smolensk. Y ha sido policía, y eso tiene importancia. Significa que, al margen de cuál fuera su postura política, sus métodos eran los más modernos de toda Europa. La Kripo siempre ha tenido esa reputación, ¿no es cierto?

—Sí. La tuvo, durante un tiempo.

—Oiga, capitán Gunther, todo lo que diga aquí será confidencial. Pero quiero saber su opinión acerca del mejor modo de conducir esta investigación, no la de él.

—¿Se refiere a si encontramos más cadáveres en el bosque de Katyn cuando se deshiele el terreno?

Goebbels asintió.

—Exacto.

—No hay garantía de que así sea. Y hay algo más. Las SS anduvieron ocupadas en esa zona. Los Ivanes que cavan en busca de alimento por allí temen sacar algo más que patatas de la tierra. A decir verdad, probablemente es mucho más fácil encontrar un campo en el que no haya una fosa común.

—Sí, lo sé y estoy de acuerdo: tendremos que andarnos con cuidado. Pero el botón… Está el botón que encontró.

—Sí, está el botón.

No mencioné el informe de inteligencia del capitán polaco, el que encontré en el interior de la bota. Habría despejado cualquier clase de duda acerca de que había oficiales polacos enterrados en el bosque de Katyn, pero tenía muy buenas razones para no mencionárselo al ministro, la más importante de las cuales era mi propia seguridad.

—Tómese su tiempo —dijo Goebbels—. Tengo tiempo de sobra esta mañana. ¿Quiere un café? Vamos a tomar café. —Levantó el auricular del teléfono en la mesita de centro—. Tráiganos café —ordenó, secamente. Colgó y volvió a acomodarse en el sofá.

Me levanté y cogí otro Trummer, no porque quisiera fumar de nuevo sino porque necesitaba tiempo para elaborar una respuesta.

—Gunther, sé que ya se ha encargado de homicidios con repercusiones a gran escala bajo la mirada de la prensa —me advirtió.

—No siempre satisfactoriamente, señor.

—Es verdad. Me parece recordar que, allá por 1932, fastidió una rueda de prensa en el museo de la policía convocada para hablar del libidinoso asesinato de una joven. Según creo, tuvo un pequeño desencuentro con un periodista llamado Fritz Allgeier, de Der Angriff.

Der Angriff era el periódico que había puesto en marcha Joseph Goebbels durante los últimos días de la República de Weimar. Y yo tenía buenas razones para recordar el incidente ahora. Durante el transcurso de la investigación —que resultó infructuosa, ya que no se llegó a atrapar al asesino— un tal Rudolf Diels, que luego llegaría a estar a cargo de la Gestapo, me pidió que llevara el caso a un callejón sin salida. Anita Schwarz era minusválida, y Diels quería desviar la atención pública del caso a fin de no herir los sentimientos de Goebbels, que sufría una discapacidad similar. Me negué, cosa que no benefició mi carrera en la Kripo, aunque a la sazón ya estaba más o menos acabada. Poco después abandoné definitivamente la Kripo, y permanecí al margen de la policía hasta que, unos cinco años después, Heydrich me obligó a regresar.

—Tiene una memoria excelente, señor. —Noté que se me hacía un nudo en el pecho, aunque no tenía nada que ver con el cigarrillo que estaba fumando—. No recuerdo lo que dijo su periódico sobre aquella rueda de prensa, pero el Beobachter me describió como «un secuaz de la izquierda liberal». ¿Seguro que quiere que le diga lo que pienso acerca de esta investigación?

—Eso también lo recuerdo. —Goebbels hizo una mueca—. Era usted un secuaz, aunque no por culpa suya. Pero mire, todo eso ya es cosa del pasado.

—Me alegra que lo crea así.

—Ahora luchamos por nuestra supervivencia.

—No le voy a llevar la contraria.

—Pues bien, haga el favor de decirme qué cree que debería hacer.

—De acuerdo. —Respiré hondo y le dije lo que pensaba—. Mire, señor, a la hora de conducir una investigación se puede hacer como un poli, como un abogado y también como un abogado prusiano. A mí me parece que lo que a usted le interesa es la primera, porque es la más rápida. En cuanto uno pone a abogados a cargo de algo, todo va más lento; es como lubricar un reloj con melaza. Y si le digo que lo más conveniente es que se encargue del asunto un poli no es porque quiera el puesto. A decir verdad, no quiero volver a ver ese sitio en mi vida. No. Es porque aquí hay un factor adicional.

—¿De qué se trata?

—Tal como yo lo veo, y espero que disculpe mi sinceridad temeraria, me parece que usted quiere que la investigación se lleve a cabo con urgencia, en los tres próximos meses, antes de que los soviéticos rebasen nuestras posiciones.

—¿No cree usted en nuestra victoria definitiva, capitán?

—Todo el mundo en el frente ruso sabe que el asunto se reduce a los cálculos de Stalin. Cuando reconquistamos Járkov, los rojos perdieron setenta mil hombres y nosotros casi cinco mil. La diferencia estriba en que mientras los Ivanes se pueden permitir perder setenta mil hombres, nosotros difícilmente podemos asumir la pérdida de cinco mil. Después de Stalingrado, hay muchas probabilidades de que los rusos lancen un contraataque este verano, contra Járkov y contra Smolensk. —Me encogí de hombros—. De modo que la investigación debe llevarse a cabo con rapidez, para que concluya antes de finales de verano. Tal vez antes.

Goebbels asintió.

—Supongamos por un momento que estoy de acuerdo con usted —sugirió—. Y no digo que lo esté. El Führer desde luego no lo está. Cree que una vez empiece a tambalearse el coloso que es la Unión Soviética, sufrirá un derrumbe histórico, después de lo cual no tendremos nada que temer de la invasión angloamericana.

Asentí.

—Estoy seguro de que el Führer conoce la situación mejor que yo, Herr ministro del Reich.

—Pero continúe de todos modos. ¿Qué más recomendaría?

Trajeron café, lo que me dio oportunidad de ir a por otro cigarrillo de la elegante caja encima de la mesa y preguntarme si era conveniente mencionar otra idea. El café bueno siempre me produce ese efecto.

—Tal como yo lo veo, tenemos dos semanas antes de que podamos hacer nada, y me parece que vamos a necesitar dos semanas para poner esto en marcha. Lo que quiero decir es que no será fácil.

—Continué.

—Le va a parecer una locura —dije.

Goebbels le quitó importancia haciendo un gesto con los hombros.

—Hable con franqueza, haga el favor.

Hice una mueca y luego tomé un poco de café mientras lo rumiaba otro instante.

—Hablo mucho con mi madre, ¿sabe? —confesó Goebbels—. Sobre todo por la tarde, cuando vuelvo del trabajo. Me parece que ella siempre sabe lo que piensa el pueblo mucho mejor que yo; mejor que muchos supuestos expertos que juzgan las cosas desde la torre de marfil de la indagación científica. Lo que siempre saco en claro de ella es lo siguiente: el que alcanza el éxito es aquel capaz de reducir los problemas a sus componentes más simples y tiene el coraje de sus convicciones, pese a los reparos de los intelectuales. Aquel que tiene la valentía de hablar, tal vez, incluso cuando cree que lo que sugiere pueda interpretarse como una locura. Así que, haga el favor, capitán, déjeme que sea yo quien decida qué es una locura y qué no lo es.

Me encogí de hombros. Me parecía ridículo preocuparme por la imagen de Alemania en el extranjero. ¿Supondría alguna diferencia que nos culpasen de otro crimen? Pero tenía que creer que cabía la posibilidad de que así fuera.

—El café es bueno —dije—. Y el tabaco también. El caso es que muchos médicos dicen que fumar no es bueno para la salud. Por lo general no hago caso a los médicos. Después de pasar por las trincheras tiendo a creer en cosas como el destino y una bala con mi nombre. Pero ahora mismo me parece que lo que nos hace falta es un montón de médicos. Sí, señor, tantos matasanos como podamos reunir. En otras palabras, un montón de patólogos forenses, y de toda Europa, además. Los suficientes para que esto parezca una investigación independiente, si es que tal cosa es posible en mitad de una guerra. Una comisión internacional, tal vez.

—¿Reunida en Smolensk, quiere decir?

—Sí. Exhumamos los cadáveres a la vista del mundo entero para que nadie pueda decir que Alemania fue responsable.

—Es una idea sumamente audaz, ¿sabe?

—Y deberíamos intentar asegurarnos de que los representantes del gobierno y del Partido, pero sobre todo de las SS y el SD, estén tan poco involucrados como sea posible en la investigación.

—Eso es interesante. ¿Cómo propone hacerlo?

—Podríamos poner toda la investigación bajo la supervisión de la Cruz Roja internacional. Mejor aún, bajo el control de la Cruz Roja polaca, si nos lo permiten. Podríamos incluso arreglarlo para que unos cuantos periodistas acompañen a la comisión a Smolensk. Deberían estar repesentados los países neutrales, Suiza y Suecia. Y quizá unos prisioneros de guerra aliados de alto rango, unos cuantos generales británicos y estadounidenses, si nos queda alguno. Podríamos dejarlos en libertad condicional y permitirles acceder al escenario. —Me encogí de hombros—. Cuando era un poli a cargo de la investigación de un homicidio, tenía que dejar que la prensa tomara parte. Si no se les dejaba participar, pensaban que se les estaba escondiendo algo. Y eso es especialmente cierto en este caso.

Goebbels asentía.

—Me gusta la idea —dijo—. Me gusta mucho. Podemos tomar fotografías y filmarlo como si fuera una noticia propiamente dicha. Y podríamos dejar que los periodistas de países neutrales vayan a donde les plazca, hablen con quien quieran. Todo al descubierto. Sí, eso es excelente.

—La Gestapo se pondrá hecha una fiera. Pero eso también nos va bien. La prensa y los expertos lo verán y sacarán sus propias conclusiones: que no hay secretos en Smolensk. Al menos que no hay secretos alemanes.

—Déjeme la Gestapo a mí —dijo Goebbels—. Ya me ocupo yo de esos cabrones.

—Hay un argumento en contra, no obstante —señalé—. Y es un puñetero argumento de suma importancia.

—¿Y de qué se trata?

—Yo diría que a cualquiera en Alemania emparentado con uno de nuestros hombres hecho prisionero en Stalingrado le resultaría profundamente preocupante que le recuerden de qué son capaces los rusos. Me refiero a que no hay manera de saber si nuestros muchachos no han corrido o correrán la misma suerte que esos oficiales polacos.

—Es verdad —reconoció—. Y es una perspectiva terrible. Pero si han muerto, han muerto, y no podemos hacer nada al respecto. Por el contrario, si siguen con vida creo que arrojar luz sobre este crimen en particular podría ayudarles en ese sentido. Después de todo, seguro que los rusos niegan cualquier responsabilidad por lo ocurrido a esos pobres polacos, y difícilmente podrán defender su razonamiento si no logran demostrar ante el mundo que sus prisioneros de guerra alemanes siguen vivos.

Asentí. Joey tenía el don de ser muy persuasivo. Pero aún no había acabado conmigo. De hecho, apenas había empezado.

—El caso es que tiene razón en lo que ha dicho, sobre los abogados. Nunca les he tenido mucho aprecio. La mayoría de la gente cree que yo soy abogado, por mi doctorado. Pero mi tesis doctoral en la Universidad de Heidelberg versó sobre un dramaturgo romántico llamado Wilhelm von Schütz. Fue el primero que tradujo las memorias de Casanova al alemán.

Por un momento me pregunté si sería esa la razón de que Joey fuese semejante donjuán.

—Incluso escribí una novela, ¿sabe? Yo era uno de esos hombres renacentistas con gran amplitud de miras. Luego trabajé de periodista y llegué a sentir auténtico respeto por los agentes de policía.

Pasé el comentario por alto. Durante la República de Weimar, mi antiguo jefe en la Kripo, Bernhard Weiss, había sido con frecuencia blanco de los periódicos nazis porque era judío, y en una ocasión Weiss llegó incluso a presentar una demanda por difamación contra Goebbels que acabó ganando. Pero cuando los nazis llegaron al poder, Weiss se vio obligado a huir para salvar la vida, primero a Checoslovaquia y más tarde a Inglaterra.

—Y, por supuesto, dos de mis películas preferidas tienen que ver con la policía de Berlín: M, el vampiro de Düsseldorf y El testamento del doctor Mabuse. Obras subversivas que no contribuyen precisamente al bien común, pero también brillantes.

Tenía el vago recuerdo de que los nazis habían prohibido Mabuse, pero no lo sabía con seguridad. Cuando el ministro de Propaganda se muestra interesado en saber lo que piensas, tu concentración suele verse afectada.

—Bueno, estoy de acuerdo con usted al cien por cien —concluyó—. Lo que más necesita esta investigación es la figura de un policía. Alguien que esté al mando pero que no lo esté de una manera evidente, ya sabe a lo que me refiero. Podría ser incluso alguien autorizado por este ministerio para hacerlo todo, desde proteger la zona…, después de todo, es posible que haya por allí saboteadores rusos empeñados en ocultar la verdad al mundo…, hasta garantizar la plena cooperación de esos malditos flamencos del Grupo de Ejércitos del Centro. Seguro que no les hace ni pizca de gracia, igual que a la Gestapo. Me refiero a Von Kluge y Von Tresckow. Hágame caso, he tenido que soportar esa clase de esnobismo toda la vida.

Sus palabras eran preocupantemente parecidas a mi propia opinión.

Goebbels sacó una pitillera y encendió con ademán rápido un cigarrillo, entusiasmándose con sus propios razonamientos. Tuve la terrible sensación de que me estaba tomando las medidas para el puesto que empezaba a describir.

—Y naturalmente tendrá que ser alguien que pueda asegurarse de que no se pierda el tiempo. Igual también tiene usted razón en eso. En lo de los cálculos de Stalin. Y piénselo, capitán Gunther. Piense en la auténtica pesadilla diplomática y logística de asegurarse de que todos esos extranjeros y periodistas puedan hacer su trabajo sin interferencias. Piense en la necesidad abrumadora de que haya un hombre entre bambalinas, comprobando que todo vaya como la seda. Sí, le estoy pidiendo que piense en ello, por favor. Ha estado allí. Ya sabe el terreno que pisa. En resumidas cuentas, lo que necesita esta investigación es a un hombre que dirija el escenario y la situación. Sí, es evidente que lo que esta investigación necesita es a usted, capitán Gunther.

Hice amago de discrepar, pero Goebbels ya estaba desestimando mis objeciones con la mano.

—Sí, sí, ya sé que ha dicho que no quería regresar a Smolensk, y no se lo reprocho. Francamente, no se me ocurre nada peor que estar lejos de Berlín. Sobre todo si se trata de un poblacho como Smolensk. Pero apelo a usted, capitán. Su país lo necesita. Alemania le pide que ayude a limpiar su buen nombre de ese acto tan espantoso. Si, al igual que yo, quiere usted que la culpa de este horrendo crimen recaiga sobre los bárbaros bolcheviques que lo cometieron, entonces aceptará la tarea.

—No sé qué decir, señor. Bueno, es halagador, claro, pero no soy diplomático en absoluto.

—Sí, ya me había dado cuenta. —Hizo un gesto con los hombros como para disculparse—. Si me hace este favor verá que no soy desagradecido. No tardará en comprobar que le conviene tenerme de su parte, capitán. Y tengo buena memoria, como usted ya sabe. —Empezó a señalarme agitando el dedo tal como le había visto hacer en los noticiarios—. Tal vez no sea hoy, tal vez no sea mañana, pero nunca me olvido de mis amigos.

Esa moneda tenía su cara y su cruz, naturalmente, aunque Goebbels era muy astuto para llamar mi atención sobre ese aspecto de inmediato, mientras aún seguía intentando seducirme. Por lo general prefería ocuparme yo de la seducción, pero cada vez estaba más claro que no iba a tener opción de rehusar una petición de un hombre que solo tenía que volver a descolgar el teléfono y, en vez de pedir café, dar instrucciones a uno de sus lacayos para que la Gestapo se personase en la Wilhelmplatz para darme un paseo hasta la Prinz Albrechtstrasse. Así que escuché y un rato después empecé a asentir en conformidad con sus palabras, y cuando me preguntó directamente si aceptaba el puesto o no, dije que lo aceptaba.

Sonrió y asintió con gesto de agradecimiento.

—Bien, bien. Se lo agradezco. Mire, yo no he hecho ese viaje, pero sé que es un trayecto brutal, así que me encargaré de que lo lleven en mi propio avión. ¿Mañana, digamos? Puede pedir lo que le haga falta.

—Sí, Herr ministro del Reich.

—Hablaré con el propio Von Kluge y me aseguraré de que coopere totalmente con usted y le ofrezca el mejor alojamiento disponible. Y, por supuesto, redactaré unas credenciales explicando los poderes que le otorgo como mi plenipotenciario.

No me agradó mucho la idea de representar a Goebbels en Smolensk. Una cosa era ocuparse de la investigación en el bosque de Katyn y de una comisión internacional; pero no quería que los soldados me mirasen y vieran la figura recortada de un hombre con el pie contrahecho, un elegante surtido de trajes y una labia envidiable.

—Estas cosas no suelen permanecer en secreto mucho tiempo —empecé a decir con tacto—. Especialmente una vez sobre el terreno. Para guardar las apariencias lo mejor sería que los poderes que me otorgue dejen bien claro que actúo como miembro de la Oficina de Crímenes de Guerra y no del Ministerio de Propaganda. No quedaría bien si uno de esos periodistas o quizá alguien de la Cruz Roja internacional se llevara la impresión de que intentamos orquestar la situación. Eso lo desacreditaría todo.

—Sí, sí, está usted en lo cierto, claro. Por esa misma razón sería mejor que vaya con un uniforme distinto. Un uniforme del ejército, tal vez. Es mejor que mantengamos a las SS y el SD tan lejos del escenario como sea posible.

—Eso sobre todo, señor.

Se levantó y me acompañó hasta la puerta del despacho.

—Mientras esté allí espero que me envíe informes por teletipo con regularidad. Y no se preocupe por el juez Goldsche, lo telefonearé de inmediato y le explicaré la situación. Le diré simplemente que todo esto ha sido idea mía, no suya. Cosa que, por supuesto, se creerá. —Me ofreció una sonrisa torcida—. Me enorgullezco de ser muy persuasivo cuando quiero.

Abrió la puerta y bajó las magníficas escaleras tan aprisa que apenas reparé en su cojera, lo que, supongo, era su intención.

—Durante un tiempo después de pasar por la Kripo fue usted detective privado, ¿no es así?

—Sí, lo fui.

—Cuando regrese volveremos a hablar. Acerca de otro servicio que tal vez pueda prestarme este verano. Y que sin lugar a dudas le resultará sumamente ventajoso.

—Sí, señor. Gracias.

Lucía el sol, y cuando salí del ministerio a la Wilhelmplatz me dio la impresión de que mi propia sombra tenía más sustancia y carácter que yo, como si el cuerpo que ocluía la luz tras ella hubiera sido reducido a la más endeble insignificancia por algún duende malvado. Y sin motivo alguno me detuve y escupí contra mi negro contorno como si escupiera sobre mi propio cuerpo. No me sentí mejor en absoluto. En lugar de una manera de flagelarme con acusaciones de cobardía y cooperación pusilánime con un hombre y un gobierno que detestaba, no era nada más —ni nada menos— que una expresión del desagrado que ahora sentía por mi propia persona. Claro, me dije, le había dicho que sí a Goebbels porque quería arrimar el hombro para restituir la reputación de Alemania en el extranjero, pero sabía que solo era verdad en parte. Sobre todo había accedido a la petición del diabólico doctor porque le tenía miedo. Miedo. Es un problema que tengo a menudo con los nazis. Es un problema que tienen todos los alemanes con los nazis. Al menos los alemanes que siguen vivos.